Educar
Fuente:
Biblioteca Electrónica Cristiana
Autor: Obra Pontificia para las Vocaciones Eclesiásticas
«Y les
dijo: «¿Qué discursos son éstos que vais haciendo entre vosotros mientras
camináis?». Ellos se detuvieron entristecidos, y tomando la palabra uno de
ellos, por nombre Cleofás, le dijo: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén
que no conoce los sucesos en ella ocurridos estos días?». El les dijo:
«¿Cuáles?». Contestáronle: «Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en
obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo...». Y El les dijo: «¡Oh
hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que
vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y
entrase en su gloria?». Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, les
fue declarando cuanto a El se refería en todas las Escrituras. Se acercaron a
la aldea adonde iban, y El fingió seguir adelante. Obligáronle diciendo:
«Quédate con nosotros, porque se hace tarde y el día ya declina». Y entró para
quedarse con ellos.» (Lc 24,17-29).
Tras la siembra, a lo largo del camino del acompañamiento, se trata de educar
al joven. Educar en el sentido etimológico del verbo, es como un sacar fuera
(e-ducere) de él su verdad, la que tiene en su corazón, incluso lo que no sabe
ni conoce de sí mismo: debilidades y aspiraciones, para favorecer la libertad
de la respuesta vocacional.
a) Educar al conocimiento de sí mismo
Jesús se aproxima a los dos y les pregunta de qué hablan. El lo sabe, pero
quiere que ambos se manifiesten a sí mismos, y, señalando su tristeza y sus
esperanzas perdidas, les ayuda a adquirir conciencia de su problema y del
motivo real de su turbación. Así ambos se ven virtualmente obligados a releer
la reciente historia haciendo vislumbrar el verdadero motivo de su tristeza.
«Nosotros esperábamos...»; pero la historia parece haber andado en sentido
contrario a sus esperanzas. En realidad, primero, ellos han vivido todas las
experiencias significativas con Jesús, «poderoso en obras y en palabras»; pero
es como si este camino de fe, de repente, se hubiese interrumpido ante un
acontecimiento incomprensible como el de la pasión y muerte de Aquél que
habría debido liberar a Israel.
«Nosotros esperábamos, pero...»: ¿cómo no reconocer en esta frase incompleta
la historia de tantos jóvenes que parecen interesados en el tema vocacional,
se dejan provocar y muestran una buena predisposición, pero que, después, se
detienen ante una decisión que tomar? Jesús, en algún modo, estimula a los dos
a admitir la diferencia entre sus esperanzas y el plan de Dios como se realizó
en Jesús; entre su modo de entender el Mesías y su muerte de cruz, entre sus
esperanzas tan humanas e interesadas y el significado de una salvación que
viene de lo alto.
De igual modo, es importante y decisivo ayudar a los jóvenes a que echen fuera
el equívoco de fondo: una interpretación de la vida demasiado terrena y
centrada en torno al yo que hace difícil o francamente imposible la opción
vocacional, o hace sentir excesivas las exigencias de la llamada, como si el
plan de Dios fuese enemigo de la necesidad de felicidad del hombre.
Cuántos jóvenes no han acogido la llamada vocacional no por no ser generosos e
indiferentes, sino simplemente porque no se les ha ayudado a conocerse, a
descubrir la raíz ambivalente y pagana de ciertos esquemas mentales y
afectivos; y porque no se les ha ayudado a liberarse de sus miedos y
seguridades, conocidos o ignorados, respecto a la vocación misma. ¡Cuántos
abortos vocacionales a causa de este vacío educativo!
Educar significa, ante todo, sacar fuera la realidad del yo, tal como es, si
depués se quiere llevarlo a ser como debe ser: la sinceridad es un paso
fundamental para llegar a la verdad, pero en cada caso es necesaria una ayuda
exterior para ver bien el interior. El educador vocacional, por tanto, debe
conocer los entresijos del corazón humano, para acompañar al joven en la
construcción de su verdadero yo.
b) Educar al misterio
Aquí nace la paradoja. Cuando el joven es conducido a las fuentes de sí mismo,
y puede ver cara a cara también sus debilidades y temores, tiene la impresión
de que comprende mejor el motivo de ciertas actitudes y reacciones suyas y, al
mismo tiempo, capta cada vez mejor la realidad del misterio como clave de la
lectura de la vida y de su persona.
Es indispensable que el joven acepte no saber, no poder conocerse hasta el
fondo.
La vida no está enteramente en sus manos, porque la vida es misterio y, por
otra parte, el misterio es vida; o de otra manera, el misterio es aquella
parte del yo que todavía no ha sido descubierta, ni todavía vivida y que
espera ser descifrada y realizada; misterio es aquella realidad personal que
aún debe crecer, rica de vida y de posibilidades existenciales todavía
intactas, es la parte germinativa del yo.
Y por consiguiente aceptar el misterio es signo de inteligencia, de libertad
interior, de voluntad de futuro y de cambio, de rechazo de una concepción
repetitiva y pasiva, aburrida y trivial de la vida. He aquí por qué dijimos al
inicio de este documento, que la pastoral vocacional debe ser mistagógica, y,
por consiguiente, partir una y otra vez del misterio de Dios para reconducir
al misterio del hombre.
La pérdida del significado del misterio es una de las causas más importantes
de la crisis vocacional.
Al mismo tiempo la categoría del misterio llega a ser categoría propedéutica a
la fe. Es posible y, para ciertos aspectos natural, que llegados a este punto
el joven sienta brotar dentro de sí como una necesidad de revelación; esto es,
el deseo de que el Autor mismo de la vida le revele su significado y el puesto
que en ella ha de ocupar. ¿Qué otros, además del Padre, pueden realizar tal
revelación?
Por otra parte, no es importante que el joven descubra de repente (o que el
guía intuya inmediatamente) el camino que ha de seguir: lo que importa es que
descubra y decida en cada caso situar fuera de sí, en DiosPadre, la búsqueda
del fundamento de su existencia. ¡Un auténtico camino vocacional lleva siempre
y de cualquier modo al descubrimiento de la paternidad y maternidad de Dios!
c) Educar a leer la vida
En el Evangelio Jesús invita a los dos de Emaús, en cierto modo, a volver a la
vida, a los sucesos que habían causado su tristeza, mediante un sabio método
de lectura, capaz no sólo de recomponer entre ellos los acontecimientos en
torno a un significado central, sino de descubrir, en el entramado misterioso
de la vida humana, la hebra de un proyecto divino. Es el método que podríamos
llamar genético-histórico, el cual hace buscar y encontrar en la propia
biografía las actuaciones y las huellas del paso de Dios y, por tanto,
también, su voz que llama. Tal método:
- es a la vez tiempo deductivo e inductivo, o histórico-bíblico: parte, en
efecto, de la verdad revelada y al mismo tiempo de la realidad histórica, y
así favorece el diálogo ininterrumpido entre el vivir subjetivo (los datos
citados por los dos discípulos) y referencia a la Palabra (« Y comenzando por
Moisés y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a El se refería en
todas las Escrituras », Lc 24,27).
- indica en la normatividad de la palabra y en la centralidad del misterio de
Cristo muerto y resucitado, un preciso punto de interpretación de los
acontecimientos existenciales, sin rechazar suceso alguno, en especial los más
difíciles y dolorosos. (« ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y
entrase en su gloria? », Lc 24,26).
La lectura de la vida llega a ser así una acción altamente espiritual, y no
sólo sicológica, porque lleva a reconocer en ella la presencia luminosa y
misteriosa de Dios y de su Palabra. (101) Y, en el interior de este misterio,
permite descubrir poco a poco, la semilla de la vocación que el mismo
Padre-sembrador ha depositado en los surcos de la vida. Aquella semilla que,
aunque pequeña, ahora comienza a brotar y a crecer.
d) Educar a in-vocar
Si la lectura de la vida es acción espiritual, ella obliga necesariamente a la
persona no sólo a reconocer su necesidad de revelación, sino a celebrarla, con
la oración de in-vocación. Educar quiere decir e-vocar la verdad del yo. Dicha
evocación nace precisamente de la in-vocación orante, de una oración que es
más oración de confianza que de petición, oración como admiración y gratitud;
pero también como lucha y tensión, como «vaciado» de las propias ambiciones
para acoger esperanzas, peticiones, deseos del Otro: del Padre que en el Hijo
puede indicar al que busca el camino a seguir.
Pero, entonces, la oración se convierte en lugar del discernimiento
vocacional, de la educación a la escucha de Dios que llama, porque cualquier
vocación tiene su origen en los momentos de una oración suplicante, paciente y
confiada; sostenida no por la exigencia de una respuesta inmediata, sino por
la certeza o por la confianza de que la invocación será escuchada, y permitirá
descubrir, a su tiempo, a quien invoca, su vocación.
En el episodio de Emaús todo esto es puesto en evidencia en una frase
esencial, quizá la más bella oración jamás salida de corazón humano: «Quédate
con nosotros porque se hace tarde y el día ya declina» (Lc 24,29). Es la
súplica de quien sabe que sin el Señor se hace rápidamente noche en la vida,
que sin su palabra brota la obscuridad de la incomprensión o de la confusión
de identidad; la vida aparece sin sentido y sin vocación. Es el ruego de
quien, quizá, todavía no ha descubierto su camino, pero intuye que estando con
El se encuentra a sí mismo, porque sólo El tiene «palabras de vida eterna» (Jn
6,68).
Este tipo de oración in-vocante no se aprende espontáneamente, sino que tiene
necesidad de un largo aprendizaje; y no se aprende solo, sino con la ayuda de
quien ha aprendido a escuchar los silencios de Dios. Ni cualquiera puede
enseñar tal oración, sino sólo aquél que es fiel a su vocación.
Y, por consiguiente, si la oración es el camino natural de la búsqueda
vocacional, hoy como ayer, o mejor, como siempre, son necesarios educadores
vocacionales los que recen, enseñen a rezar, eduquen a la invocación.