Perseverar en el perdón

Hemos buscado la felicidad en tanto lugares, teniéndola siempre a nuestro alcance. Ahora buscaremos la felicidad en el lugar adecuado, la felicidad que sólo nos puede dar Jesús, la felicidad verdadera.

El amor de Dios es fuente inagotable de perdón y como aprendimos en este curso la clave del perdón está en el amor, porque perdonar es un acto de misericordia. Sólo quien de verdad ama es capaz de perdonar.

Nuestro Dios es un Dios diferente a todo cuanto podamos pensar o imaginar. Es amable y bueno, misericordioso y paciente.

"Él perdona todas tus ofensas y te cura de todas tus dolencias". “Él rescata tu vida de la tumba, te corona de amor y de ternura”. "El Señor es ternura y compasión, lento a la cólera y lleno de amor". (Salmo 103)

El fundamento más radical para perdonar siempre al prójimo está en que Dios nos ha perdonado, porque la ofensa que yo le hago a Dios mediante el pecado resulta infinitamente más grave que cualquier agravio que yo pueda padecer. Sabemos que hay ofensas que superan la capacidad humana de perdón. Con el auxilio de Dios es posible perdonar hasta lo humanamente imperdonable.

Agradecemos tu compañía a lo largo de este curso “Educar para el perdón”. Pedimos a nuestro señor que te acompañe en este camino que es la puerta a la felicidad.


Para concluir a continuación desarrollaremos el tema de la necesidad de una conversión permanente. Sera de gran ayuda para perseverar en el camino del perdón.




1. El verdadero sentido del pecado en nuestra vida


El pecado no es solamente la transgresión de un precepto divino o la cerrazón ante los reclamos de la conciencia. Pecar es fallar al amor de Dios. El pecado consiste en el rechazo del amor de Dios, en la ofensa a una persona que nos ama. «Contra ti, contra ti sólo pequé; cometí la maldad que tú aborreces» (Sal 51,6).

El pecado de desobediencia de los ángeles y de nuestros primeros padres nació cuando empezaron a sospechar del amor de Dios. Fue entonces cuando la inocente desnudez de un inicio se trocó en vergüenza y en temor de que Dios pudiese descubrirles tal como eran; y el Creador, garante de su felicidad, comenzó a ser desde ese momento su principal amenaza (cf. Gn 3,1-10). Todo pecado, cualquiera que sea su género o calificación moral, es, en el fondo, un acto de desobediencia y desconfianza de la bondad de Dios(cf. Catecismo, 397).

Entre los diversos pecados que podamos encontrar en nuestro pasado descubriremos, como una constante, esa voluntad de preferirnos a nosotros mismos en lugar de Dios; de construir nuestra vida sin Dios o al margen de Él; de anteponer nuestros bienes e intereses personales a su voluntad; de ver y juzgar las cosas según nuestros criterios egoístas, pero no según Dios (cf. Catecismo, 398; exhortación postsinodal Reconciliación y Penitencia,18). Sólo cuando se comprende el pecado en su verdadero significado, se puede valorar y entender mejor el sentido y la importancia que las normas y preceptos tienen en nuestra vida.


¡Qué poco nos duele a veces el pecado! ¡Con cuánta facilidad vendemos nuestra primogenitura de hijos de Dios al primer postor que se cruza en nuestro camino! ¿Creemos de verdad en la vida eterna? Nos duelen mucho las ofensas que los demás nos hacen, pero nos importa muy poco el dolor que infligimos al Corazón de Cristo con nuestro comportamiento. Cuidamos demasiado nuestra imagen ante los hombres y olvidamos fácilmente esa otra imagen de Dios que llevamos esculpida en nuestro ser. Buscamos salvar las apariencias, pero nos esforzamos poco por salvar la propia alma y por construir nuestra vida ante Aquel que nos examinará sobre el amor el día de nuestra muerte. Lamentablemente para muchos el pecado no supone una gran desgracia ni un grave problema, como podría serlo la pérdida de la posición social o un fracaso económico.

La mentalidad del mundo materialista y hedonista se nos filtra, casi sin darnos cuenta, y va cambiando poco a poco nuestra jerarquía de valores. Nos preocupan mucho los problemas materiales –el hambre, la pobreza, las injusticias sociales, la ecología y las especies de animales en extinción– y con facilidad nos solidarizamos para remediarlos.

Pero pocas veces prestamos la misma atención y nos movilizamos para socorrer a los demás en sus problemas espirituales y morales, que son la causa de la verdadera miseria del hombre. El mundo ahoga nuestra sed de trascendencia en el horizonte de lo inmediato, y nos impide percibir que «el amor de Dios vale más que la vida» (Sal 62,4).

¿Qué pasaría si Dios me llamara a su presencia en este momento: me encontraría con el alma limpia y las manos llenas de buenas obras?

2. La experiencia del perdón y del amor misericordioso de Dios

a) Contemplar el rostro misericordioso de Cristo


Contemplar el rostro de Cristo: ésta es la consigna que el Santo Padre Juan Pablo II nos ha dejado en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte (cf. nn. 16-28). Fijar la mirada en su rostro significa dejarse cautivar por la belleza irresistible de su amor y de su misericordia.

Contemplemos a Cristo, Buen Samaritano, que se agacha hasta el abismo de nuestra miseria para levantarnos de nuestro pecado, que limpia y venda nuestras heridas, que se dona totalmente sin pedirnos nada a cambio (cf. Lc 10,29-37). Cristo, que espera con paciencia nuestro regreso a casa, cuando nos alejamos azotados por las tormentas de la adolescencia y juventud o instigados por el aguijón del mundo y de la carne; y que nos abraza, nos llena de besos y hace fiesta por nosotros, porque estábamos perdidos y hemos vuelto a la vida (cf. Lc 15, 11-32). Cristo, el único inocente, que no nos condena ni arroja contra nosotros la piedra de su justicia (cf. Jn 8, 1-11). Cristo, que vuelve a mirarnos con amor, como el primer día de nuestra llamada, y que sigue confiando en cada uno de nosotros, a pesar de que el canto del gallo haya anunciado muchas veces nuestra traición (cf. Mc 14, 66-72; Jn 21, 15-19).

Es maravilloso, es emocionante contemplar este amor y misericordia de Dios sobre cada uno de nosotros; su sola experiencia es suficiente para cambiar nuestra vida para siempre. El amor de Dios nos confunde. Nos cuesta pensar que Dios pueda amarnos sin límites y para siempre; que su perdón nos llegue puro y fresco, aunque sí sepamos lo que hacemos; que nos siga perdonando, incluso si nosotros no perdonamos a los que nos ofenden. Él no nos trata como merecemos; su amor no es como el nuestro, limitado, voluble, interesado. Él perdona todo y para siempre. Él nos conoce perfectamente y, aunque cometamos el peor de los pecados, nunca se avergonzará de nosotros. Así es Dios: «Aunque pequemos, tuyos somos, porque conocemos tu poder» (Sb 15, 2). Incluso en el pecado seguimos siendo sus hijos y podemos acudir a Él como Padre.

Sólo quien ha contemplado y meditado, quien ha experimentado personalmente este amor y misericordia de Dios es capaz de vivir en permanente paz, de levantarse siempre sin desalentarse, de tratar a los demás con el mismo amor, la misma comprensión y paciencia con la que Dios le ha tratado.

No nos engañemos, sólo quien vive reconciliado con Dios puede reconciliarse, también, consigo mismo y con los demás. Y para el cristiano el sacramento del perdón «es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo» (Reconciliación y Penitencia, 31).

b) Necesidad de la mediación de la Iglesia


Al igual que al leproso del evangelio, también Cristo nos pide la mediación humana y eclesial en nuestro camino de conversión y de purificación interior: «Vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio» (Mc 1, 40-45). Tenemos necesidad de escuchar de labios de una persona autorizada las palabras de Cristo: «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11), «tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5). Nadie puede ser al mismo tiempo juez, testigo y acusado en su misma causa. Nadie puede absolverse a sí mismo y descansar en la paz sincera. La estructura sacramental responde también a esta necesidad humana de la que hacemos experiencia todos los días.

A este respecto, qué realismo adquieren las palabras que el sacerdote pronuncia en el momento de la absolución: «Dios, Padre de misericordia, que ha reconciliado consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y ha infundido el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, mediante el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz». Es en este preciso momento, cuando el perdón de Dios borra realmente nuestro pecado, que deja de existir para Él. Sólo entonces brota en nuestro corazón la verdadera paz, que el mundo no pueda dar porque no le pertenece, al no conocer al Señor de la paz
(cf. Jn 14, 27).

c) La paz interior fruto del perdón


La paz que nace del perdón sacramental es fuente de serenidad y equilibrio incluso emocional y psicológico. ¡Cuántas personas he encontrado en mi camino que, como la mujer hemorroísa del evangelio (cf. Mc 5, 25-34), han consumido su fortuna, lo mejor de su tiempo y de sus energías, buscando en las estrellas la respuesta a sus problemas, o recurriendo a sofisticadas técnicas médicas o de introspección psicológica que, bajo una apariencia científica, han explotado la debilidad de esas personas, dejándolas más vacías y destrozadas que al inicio! No mediando un caso patológico o un problema estructural de personalidad, la verdad de nosotros mismos y la solución a nuestros problemas la encontraremos únicamente en la fuerza curativa que emana de Cristo, cuando se le «toca» con la fe y el amor.

La psicología y las ciencias humanas pueden apoyar o acompañar este proceso de conversión interior, sobre todo ante problemas especialmente complejos o ante casos de personalidades frágiles, pero nunca podrán sustituir ni mucho menos pretender dar una respuesta a aquello que únicamente se puede solucionar con el poder de Dios, pues sólo Él puede perdonar los pecados (cf. Mc 2, 6-12).

Queridos hermanos: «en nombre de Cristo, dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5, 20). Con las mismas palabras de san Pablo les exhorto desde lo más hondo de mi corazón. No duden del perdón infinito de Dios. Dejen que Él transforme sus vidas, que su amor y misericordia sea el objeto permanente de su contemplación y de su diálogo con Él. No se cansen de pedir todos los días la gracia sublime del conocimiento y de la experiencia personal de este amor. Cultiven en su corazón la memoria de la infinita misericordia de Dios frente a sus faltas y pecados; se darán cuenta de que habrá siempre más motivos para agradecer que para pedir perdón.

3. Algunas recomendaciones para vivir mejor el sacramento de la reconciliación y el espíritu de penitencia

a) Acercarse con gran espíritu de fe y humildad


La primera actitud básica con la que debemos vivir este sacramento es la fe. Una fe viva, renovada cada vez que nos acercamos a la confesión: fe en la acción invisible de la gracia que actúa a través de la mediación de la Iglesia; fe en ese hombre, pecador y limitado como nosotros, pero que representa a Dios y obra en ese momento haciendo las veces de Cristo: «Yo te absuelvo de tus pecados...». Es Dios quien, conociéndonos y amándonos, nos escucha y acoge a través del sacerdote.

Con esta actitud de fe y respetando la absoluta libertad de acudir a cualquier sacerdote para confesarse, les recomiendo que procuren buscar un confesor, si es posible fijo, de probada experiencia, de sólida y sana doctrina; profundamente adherido a la fe y al magisterio de la Iglesia; que sepa respetar y alentar debidamente los carismas que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia. Pero sobre todo que sea un hombre santo, que busque con sinceridad y exigencia, por encima de sus propios criterios o intereses personales, la voluntad de Dios y el bien espiritual de las almas.

Y la segunda actitud básica para poderse acercar a la confesión de modo fructuoso es la humildad. Se necesita mucha humildad para ponerse de rodillas delante de Cristo y ante Él, que nos conoce y nos ama, pedirle perdón con sinceridad. Reconocer el propio pecado significa, ante todo, reconocerse pecador (cf. Reconciliación y Penitencia,13).

Reconocer, como hizo David al ser reprendido por el profeta Natán, que ese hombre a quien juzgo merecedor de muerte soy yo, y que ese pecado que aborrezco en los demás es también mi pecado (cf. 2Sam 12, 1-15). «Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que tú aborreces (...). En la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51, 5-6.7). El alma humilde es aquella que, viendo la verdad de sí misma tal como Dios la ve, se acepta como es y
lucha por superarse con la ayuda de Dios, segura del éxito. El mayor mal no está en haber caído, sino en no reconocerlo y quedarse tirado.

¡Qué indecible gozo experimenta el sacerdote cuando ve que una oveja descarriada vuelve al redil! ¡Qué lección tan elocuente para él contemplar a un alma que con fe y humildad se arrodilla para pedir perdón a Dios a través de su persona! Lejos de escandalizarse, constituye un motivo de sincera admiración y de gratitud a Dios al constatar su acción misteriosa en las almas; y supone, además, una honda satisfacción pues, como ministro del perdón, ha sido enviado para salvar lo que estaba perdido (cf. Lc 19, 10). El sacerdote se convierte, de este modo, en el testigo de una íntima alianza entre Dios y el penitente, que queda sellada para siempre por el secreto sacramental.

b) Buscar con sinceridad la verdad en la propia vida


El sacramento de la reconciliación nos brinda una ocasión excelente para el conocimiento de nosotros mismos. Éste constituye el primer requisito para avanzar con paso firme por el camino de la verdadera santidad y para poder hacer algo eficaz por el Reino de Cristo. Por ello, es una gracia inapreciable que hay que pedir con insistencia, pues por nosotros mismos tendemos al subjetivismo y a las falsas justificaciones. Hacer un examen de conciencia serio y honesto significa, por tanto, hacerlo bajo la mirada de
Dios, en un ambiente de oración, en diálogo sincero y confiado con Él.

Es evidente que la conciencia rectamente formada representa un papel decisivo en este trabajo de conocimiento personal. ¡Y quién mejor que el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, nos puede ayudar en esta tarea de formación! Él, que ha sido enviado para «convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8; cf. Catecismo, 388). Este «convencimiento» no sólo nos ayuda a formar nuestra conciencia según la verdad objetiva de la voluntad de Dios, sino que nos da también la certeza de la redención y de la
misericordia divina (cf. Catecismo, 1848).

Formen su conciencia. Cuídenla con sumo esmero y delicadeza. No ahoguen su voz ni permitan que se acomode a sus gustos y apetencias pasionales, porque entonces habrán perdido uno de sus mayores y más preciosos tesoros. Pueden caer y equivocarse, incluso gravemente, pero la gracia de Dios puede solucionarlo si encuentra una conciencia sensible al bien que, aun en medio de su debilidad, es capaz de escuchar y adherirse a la voluntad de Dios.

Es necesario, además, que se tomen el tiempo necesario en su examen antes de la confesión. Esta tarea, a medida que se madura en la vida espiritual y en el conocimiento de sí mismo, se facilita y simplifica enormemente. El mejor examen y el más fructuoso es el que se ha preparado a lo largo de los exámenes de conciencia diarios y, sobre todo, con la actitud de la propia vida. Quien vive permanentemente de cara a Dios no tiene que realizar grandes esfuerzos para entrar dentro de sí y hacer luz en su conciencia.

El fruto de transformación de una confesión depende en gran medida, al menos por lo que a nosotros se refiere, de la profundidad de nuestro examen de conciencia. Por eso, yo les recomiendo que se esfuercen siempre por ir a las raíces, a las actitudes y motivaciones profundas de sus faltas y pecados. Ayuda, para ello, tener presente el propio programa de vida, sobre todo el así llamado «defecto dominante»; y preguntarse siempre el porqué de su comportamiento, de manera particular ante la constatación repetida de las mismas faltas.

Dentro de la diversidad de pecados, les recomiendo que presten una especial atención en sus exámenes a tres categorías: la omisión, la pérdida del tiempo y las faltas contra la caridad. A veces se da una importancia casi exclusiva a los pecados contra el sexto o el noveno mandamiento –aquellos que tienen que ver con la pureza y la castidad, como si fuesen los más importantes o el centro de la moral cristiana. Y no conviene perder de vista que estos tres tipos de faltas hieren hondamente al Corazón de Cristo y a la Iglesia. La conciencia de su gravedad nos debe llevar a fijar siempre nuestra mirada en lo que Dios espera de nosotros y a darlo todo en el cumplimiento de esa misión para la que hemos sido creados, que es la práctica del verdadero amor, esencia del Evangelio.

c) Movidos por el arrepentimiento sobrenatural


El arrepentimiento por nuestros pecados constituye el requisito fundamental para recibir válidamente la absolución. Este arrepentimiento, si es sincero, comporta «una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia» (Catecismo, 1431). Lo esencial, por tanto, es el dolor del alma, la compunción del corazón:
«El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, Señor, no lo desprecias» (Sal 51, 19).

Este arrepentimiento puede expresarse en ocasiones con lágrimas, sensiblemente, como aquella mujer en casa de Simón el fariseo, que lloró a los pies de Jesús (cf. Lc 7, 36-50), pero no es absolutamente necesario. A medida que se avanza y madura en la vida espiritual, Dios permite que nuestra vida dependa más de la fe y del amor desnudo de sentimientos y emociones externas.

Cuando Dios permite este tipo de manifestaciones sensibles, no debemos rechazarlas o avergonzarnos de ellas, sino agradecérselas y aprovecharlas para unirnos más estrechamente a Él. No conviene, ciertamente, buscarlas ni provocarlas, ya que puede ser una forma velada de buscarnos a nosotros mismos. Lo que debemos pedir a Dios con insistencia, cada vez que nos acerquemos al sacramento de la confesión, es el verdadero dolor del alma. Es necesario que Dios transforme nuestro corazón de piedra, duro e insensible, en un corazón de carne (cf. Ez 36,26-27). La conversión –y, por tanto, el verdadero arrepentimiento– es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (cf. Catecismo, 1432).

d) Propósito sincero de cambiar


Un termómetro fiel de nuestro arrepentimiento es este querer cambiar, que no es un vago deseo o intención de ser mejor, sino la disposición firme de la voluntad que se compromete a luchar a muerte contra las manifestaciones concretas del pecado en la propia vida y a cumplir por íntima convicción la voluntad de Dios, aunque puedan preverse caídas en el futuro.

Por eso, yo les recomiendo que traten de sacar al final de cada confesión, con la ayuda de Dios e iluminados por los consejos del confesor, un punto muy concreto y realista para trabajar hasta la siguiente confesión. De este modo el sacramento de la penitencia se revela en toda su eficacia transformante como un «medio de perfección y de perseverancia» y no sólo, como a veces sucede en la mentalidad común, como una ocasión para «descargar» las propias faltas y así ponerse en paz con Dios y consigo mismo.

Esta dimensión del sacramento de la confesión es muy importante, sobre todo para quienes ya han caminado un buen trecho en la vida espiritual y están más tentados de caer en el tedio, el cansancio y el desaliento, ante la constatación repetida de las mismas faltas. Para quien aspira a dejar de ser bueno y convertirse en el santo que Dios quiere y que necesita el Movimiento y la Iglesia, la confesión, vivida con este dinamismo transformante, se convierte en uno de los medios más importantes, deseados y defendidos.

e) Cultivar el verdadero espíritu de penitencia y de reparación


La confesión no termina cuando se sale del confesionario. Para el alma que ama de verdad, no basta cumplir la penitencia impuesta por el confesor, que generalmente suele ser sencilla en su realización, sino que busca poner algo más de sí misma uniendo sus sufrimientos de todos los días a los de Cristo, para completar así en su propia vida «lo que falta a la pasión de Cristo» (cf. Col 1, 24). Éste es el sentido cristiano de la penitencia sacramental y del espíritu de reparación que se debe cultivar habitualmente como actitud del corazón, y sin el cual «las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia» (Catecismo, 1430).

Para cultivar este espíritu suele ser útil fijar con antelación el día que se destinará para la confesión, que se recomienda que sea frecuente. Todo ese «día penitencial», desde el ofrecimiento en la mañana hasta las oraciones antes de acostarse, ha de estar sembrado de pequeños detalles de sacrificio y de delicadeza con Jesucristo, para reparar los propios pecados y los de los hombres.

A lo largo del año, además, hay momentos muy aptos para el cultivo de la penitencia interior, como son los viernes –en los que se conmemora la pasión y muerte de Cristo en la cruz–, la cuaresma y la Semana Santa. Como cristianos, estas ocasiones deberían estar marcadas por un sentido de reparación eminentemente apostólico, o sea, para salvar almas y arrancar de Dios las gracias necesarias para la Iglesia.

La vida familiar puede ser un lugar privilegiado donde se aprenda en la práctica el valor humano y espiritual del sacrificio y de la penitencia interior. El ambiente diario del hogar es una maravillosa escuela de perdón, de paciencia, de comprensión recíproca, de honestidad y sinceridad con Dios y con los demás. Los padres, a través de su ejemplo y de su palabra, tienen en este cometido un papel insustituible.

Concluyo evocando el testimonio elocuente del apóstol san Pablo. En él tenemos una síntesis maravillosa de este proceso de conversión sobre el que hemos reflexionado; y encontramos, además, los elementos necesarios para llegar a ser grandes santos: una misión dada por Dios, un corazón lleno de debilidades y limitaciones, pero desbordante de confianza y amor, y la generosidad para hacer crecer la semilla de la gracia en la propia alma.