El Año de la Fe

Pedro Trevijano

La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree.

Corremos el peligro de ante los acontecimientos de cada día, olvidarnos lo que para un católico es lo realmente importante: el seguimiento de Cristo.

En octubre del 2011 Benedicto XVI publicó el Motu Propio “Porta fidei”, convocándonos a los católicos a celebrar a partir de este octubre un Año de la Fe, es decir una invitación a lo verdaderamente importante, a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Me parece conveniente, por ello, recordar lo que dijo Benedicto XVI sobre el papel de la fe en nuestra vida:

Profesar la fe en la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8). La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17). Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho p or las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso de fe, pero a menudo se olvidan del fundamento de este compromiso. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. La fe es el camino creado por Dios para acceder a la Verdad, que es Dios mismo. Es bueno por ello que este año nos recuerde la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre, tanto más cuanto que la fe no se vive en solitario, sino en unión con los demás que la comparten. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su y nuestra adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo y en el que muchos falsos prof eta intentan inducirnos a error. El conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto a la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.

«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que Él ha enviado» (Jn 6, 29). El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con É·l. La fe tiene contenidos claros, que están en el Credo, pero la fe en el Dios que es Amor se muestra más que en las proclamaciones solemnes, en nuestros actos de amor. A la profesión de fe, de hecho, sig ue la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). Y este «estar con Él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree.
La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que aten der y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. Como dijo San Ambrosio: “Aquello que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el miedo”. Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.

Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es nuestra compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hac e por nosotros y la que nos permite comprender que el misterio de la Cruz y el participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son el preludio de la alegría que nos terminará conduciendo a la felicidad eterna.