DOCUMENTACIÓN

 

LA TRINIDAD EN LA HISTORIA
Texto íntegro pronunciado por Juan Pablo II en la audiencia general

CIUDAD DEL VATICANO, 9 feb (ZENIT).- ¿Cómo actúa Dios en la historia y en nuestra vida cotidiana? Esta es la decisiva pregunta a la que respondió Juan Pablo II en la audiencia general que concedió este miércoles en la plaza de San Pedro del Vaticano. Su intervención se sumergió en los pasajes más tocantes del Antiguo y del Nuevo Testamento para descubrir el cariño con que Dios se preocupa de las alegrías y lágrimas que acarician la vida del hombre. Ofrecemos a continuación la traducción integral de la catequesis del Papa.

* * *

1. Como habéis escuchado por las lecturas, nuestro encuentro ha comenzado con el «Gran Hallel», el Salmo 136 (135), que es una solemne letanía para solista y coro: ensalza al «hesed» de Dios, es decir, su amor fiel que se revela en los acontecimientos de la historia de la salvación, en particular en la liberación de la esclavitud de Egipto y en el don de la tierra prometida. El Credo del Israel de Dios (cf. Deuteronomio 26, 5-9; Génesis 24, 1-13) proclama las acciones divinas en la historia humana: el Señor no es un emperador impasible, envuelto en una aureola de luz y alejado en los dorados cielos; él observa la miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y desciende para liberarlo (cf. Éxodo 3, 7-8).

El cariño de Dios por el hombre
2. Pues bien, nosotros trataremos de ilustrar ahora esta presencia de Dios en la historia a la luz de la revelación trinitaria que, si bien se realiza plenamente en el Nuevo Testamento, ya se encuentra en cierto sentido anticipada e implícita en el Antiguo. Comenzaremos, por tanto, con el Padre, cuyas características se pueden entrever ya en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y cariñoso con los justos que en Él confían. Él es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Salmo 68, 6); también es padre del pueblo rebelde y pecador.

Estas dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad introducen un delicado soliloquio de Dios en relación con sus hijos pervertidos (Deuteronomio, 32, 5). Dios manifiesta su constante y amorosa presencia en el nudo de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama «Yo soy un padre para Israel... ¿Es un hijo tan querido para mí, o niño tan mimado, que tras haberme dado tanto que hablar, tenga que recordarlo todavía? Pues, en efecto, se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme» (Jeremías 31,9.20).

La otra confesión estupenda de Dios puede leerse en Oseas: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo... Yo le enseñé a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no comprendieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer... Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Oseas 11, 1.3-4.8).

Cristo ayer, hoy y siempre
3. De estos pasajes bíblicos sacamos la conclusión de que Dios Padre no es ni mucho menos indiferente ante nuestras vicisitudes. Es más, llega a enviar al Hijo unigénito precisamente en el corazón de la historia, como atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Juan 3, 16-17).

El Hijo entra en el tiempo y en el espacio como el centro vivo y vivificador que da sentido definitivo al fluir de la historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad. Hacia la cruz de Cristo, manantial de salvación y vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y lágrimas, con su azarosas vicisitudes de bien y mal. «Cuando yo sea alzado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Juan 12, 32). Con una frase fulgurante, la Carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la Historia. «¡Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por siempre!» (13, 8).

4. Para descubrir en el flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el Reino de Dios que se encuentra ya en medio de nosotros (cf. Lucas 17, 21), es necesario ir más allá de la superficie de las fechas y de los acontecimientos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Si bien el Antiguo Testamento no presenta todavía una revelación explícita de su persona, se le pueden atribuir sin ningún problema ciertas iniciativas de salvación. Él mueve a los jueces de Israel (cf. Jueces 3,10), a David (cf. 1 Samuel 16,13), el rey Mesías (cf. Isaías 11, 1-2; 42, 1), pero de manera particular es él quien se infunde en los profetas, los que tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor preocupado por nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que será retomada por Cristo en su discurso programático de la sinagoga de Nazaret: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia del Señor» (Isaías 61, 1-2; Lucas 4, 18-19).

5. El Espíritu de Dios no sólo desvela el sentido de la historia, sino que da la fuerza para colaborar en el proyecto divino que en ella se cumple. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu la historia deja de ser una sucesión de eventos que se disuelven en el abismo de la muerte para convertirse en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a esa meta sublime en la que «Dios será todo en todos» (1 Corintios 15,28). El Jubileo que evoca «el año de misericordia» anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria para que todos esperen, sostenidos por la presencia y por la ayuda de Dios, en un nuevo mundo, que sea más auténticamente cristiano y humano.

Entonces, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, puede hacer suyo el estupor de la adoración de San Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, quien cantaba: «Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo.
Gloria al Espíritu, digno de alabanza y totalmente santo.
La Trinidad es un sólo Dios que creó y llenó todo...
cada cosa vivificándola con su Espíritu
para que toda criatura ensalce a su Creador,
causa única de la vida y la existencia.
Que por encima de todo,
la criatura con uso de razón lo alabe
como gran Rey y Padre bueno»
(Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alius: PG 37, 510-511).