Autor: Juan Pablo II
Fuente: Cruzando el umbral de la esperanza
¿Dios, se ha autorevelado escasamente?
Messori plantea al Papa Juan Pablo II una dificultad: si Dios existe, ¿por qué es tan difícil reconocerle?
En uno de los primeros
capítulos del libro Cruzando el umbral de la esperanza, Messori plantea al
Papa Juan Pablo II una objeción o dificultad en relación con el conocimiento
de Dios: si Dios existe, ¿por qué se esconde?, ¿por qué es tan difícil
reconocerle?
Juan Pablo II esboza una primera respuesta aludiendo
al valor del itinerario racional en orden a la mostración de la existencia de
Dios: Dios, en suma, no está nunca oculto por entero a la inteligencia humana.
Pero, apenas sentadas esas afirmaciones, da un paso más, acudiendo de nuevo a
la inversión pascaliana del contra en el pro: ¿no debe decirse más bien que la
presencia de un peculiar silencio, de un entremezclarse de luz y oscuridad, es
un sigilo de autenticidad ya que la tensión que ese entremezclarse implica es
uno de los elementos constitutivos de la presente condición humana en cuanto
condición peregrinante, es decir, en cuanto vida no llegada todavía a plenit
ud?
Ya Pascal había seguido de algún modo ese camino en
los textos en los que señala que, respecto a Dios, hay suficiente luz para que
sea razonable creer y suficiente oscuridad para que el creer implique mérito.
Entre el itinerario pascaliano y el de Juan Pablo II hay, no obstante, netas
diferencias de perspectiva. Pascal aspira a analizar, en efecto, el acto de fe
o, por mejor decir, su génesis y el modo cómo en ella se entrecruzan luz y
oscuridad, racionalidad y amor, evidencia y entrega. Juan Pablo II dirige su
atención no al hombre sino a Dios, no al acto por el que el hombre acoge la
manifestación divina sino al manifestarse de Dios.
“¿Por qué El parece esconderse como si jugara con su
criatura? ¿No debería ser todo mucho más sencillo?”, se pregunta Juan Pablo II,
haciendo suyos los interrogantes formulados por Messori. Son interrogantes
-prosigue- que "pertenecen al repertorio del agnosticismo contemporáneo"; pero
también, paradójicamente, interrogantes q ue "contienen formulaciones en las
que resuenan el Antiguo y el Nuevo Testamento": también en la Escritura se
alude a que Dios se esconde y juega, y se afirma, por tanto, "que la Sabiduría
de Dios se da a las criaturas pero, al mismo tiempo, no desvela del todo Su
misterio". ¿Qué sentido tiene todo eso?, ¿qué explica ese alternarse, mejor,
ese coexistir de desvelación y ocultamiento?, ¿por qué Dios no se manifiesta
en plenitud de claridad, sino en claroscuro?
Para responder a esos interrogantes es necesario
precisar qué se entiende por claridad, más concretamente, cuál es la claridad
que en cada contexto se requiere. Ese es el camino que sigue Juan Pablo II,
afirmando con frase neta: "la autorrevelación de Dios se actualiza en concreto
en Su humanizarse"". ¿Hablar así -prosigue- no es acaso incidir en la
reducción de lo divino a lo humano, propugnada por Feuerbach? "Las palabras
son, sin duda, de Feuerbach -responde-, pero -ut minus sapiens «voy a decir
una locura», cfr. 2 Corintios 11, 23- la provocación proviene de Dios mismo,
puesto que Él realmente se ha hecho hombre en Su Hijo y ha nacido de la
Virgen. Precisamente en este Nacimiento, y luego a través de la Pasión, la
Cruz y la Resurrección, la autorrevelación de Dios en la historia del hombre
alcanza su cenit: la revelación del Dios invisible en la visible humanidad de
Cristo".
Una inteligencia que medite sobre la realidad de Dios
desde la perspectiva que nos descubre Cristo, es decir, la de un Dios que es
amor, advertirá enseguida la coherencia profunda de esas afirmaciones.
Precisamente porque Dios es un Dios que ama, porque Dios desea comunicarse al
hombre, resultaba necesario que se acercara al hombre, y se acercó de hecho de
modo pleno: haciéndose El mismo hombre hasta el extremo, es decir, asumiendo
la concreta condición humana, manifestando así, de forma visible, humanamente
tangible, su amor. El humanarse de Dios, su hacerse hombre, su nacer, su
llegar hasta la pasión y la mue rte, aunque pueden parecemos un
obscurecimiento de su poder y de su grandeza, no constituyen, en realidad,
tanto un ocultarse de Dios, cuando un desvelarse, un darse a conocer como
quien ama, ya que el amor se manifiesta precisamente en la entrega.
"Intentemos ser imparciales en nuestro razonamiento",
prosigue Juan Pablo II. "¿Podía Dios ir más allá en Su condescendencia, en su
acercamiento al hombre, conforme a sus posibilidades cognoscitivas?
Verdaderamente, parece que haya ido todo lo lejos que era posible. Más allá no
podía ir". "En cierto sentido -continúa corrigiendo en parte la afirmación
anterior-, ¡Dios ha ido demasiado lejos!". "Desde una cierta óptica concluye-
es justo decir que Dios se ha desvelado incluso demasiado en lo que tiene de
más divino, en lo que es Su vida íntima; se ha desvelado en el propio
Misterio". Y -añade- "no ha considerado el hecho de que tal desvelamiento lo
habría en cierto modo oscurecido a los ojos del hombre, porque el hombre no es
cap az de soportar el exceso de Misterio, no quiere ser así invadido y
superado".
Dios no se ha quedado corto en su revelación, no ha
escondido su cariño, sino que, al contrario, lo ha manifestado de tal manera,
con tal claridad, que esa manifestación puede ofuscarnos, suscitar ese miedo
que provoca, incluso en lo humano, un amor llevado hasta el extremo, puesto
que no sólo maravilla, sino que compromete y no deja más salida que llevar el
propio amor hasta la plenitud de entrega. No hay falta de luz, sino, más bien,
exceso de luz, ya que hay exceso de amor y el amor es la luz verdadera.