EL DIOS REVELADO EN JESÚS Y EL FUTURO DE LA HUMANIDAD

 

A. Torres Queiruga

 

 

Hemos olvidado algo tan importante para la fe bíblica como la autonomía

y la limitación de la creación. O, al menos, no le hemos dado la

importancia que se merece. Esto ha tenido consecuencias funestas a

la hora de abordar el problema del mal en el mundo y de dar forma a

nuestra piedad cristiana. Para el autor del presente artículo, hemos de

tomar en serio esa autonomía querida por Dios y la limitación de la

creación, si es que queremos recuperar la auténtica imagen del Dios

revelado en Jesús y ponerla al servicio de toda la humanidad.

O Deus revelado en Xesús e o futuro da humanidade, Encrucillada

21 (1997) 5-27.

 

El futuro presiona irresistiblemente las puertas de la actualidad, pero su aspecto concreto nadie puede aún comprenderlo ni esbozarlo. En el seno de una trama trágicamente conflictiva (paro estructural, deterioro ecológico, amenaza de la bomba demográfica, conflicto Norte-Sur), la humanidad camina hacia nuevas configuraciones culturales, sociales, económicas, políticas y religiosas, de una novedad tan radical que todos los esquemas presentes pueden quedar rotos. Las religiones, ellas mismas en crisis interna y, demasiadas veces, en horribles confrontaciones externas, ni están excluidas de este proceso ni pueden quedar sin cambios: tienen que someterse a una auténtica conversión, revisando sus actitudes y repensando su herencia.

No se trata de renunciar a la fe ni de cuestionar la verdad profunda de la experiencia cristiana, sino de actualizarla y de refundirla en una teología nueva y en unas instituciones actualizadas, de manera que responda a las preguntas, demandas y problemas de nuestros contemporáneos. Atendidas las circunstancias y supuestos los problemas sangrantes, la reflexión sobre la fe debe convertirse en teología «de urgencia» y en teología de búsqueda, dispuesta a una conversión continua (las soluciones ni están hechas, ni son fáciles, ni podrán ser unívocas).

 

LA NUEVA IMAGEN DE DIOS

Nuestra visión actual de Dios está marcada, desde su raíz, por las experiencias y los conceptos de un mundo que dejó de ser el nuestro, puesto que nos separa de él uno de los cortes más profundos en la historia de la humanidad: la emergencia del paradigma moderno.

 

De ir repitiendo la tradición a la responsabilidad intelectual

La antigüedad del cristianismo, que supone ciertamente un enorme tesoro de experiencias y saberes, significa también que nuestra comprensión de la fe nos llega en un molde cultural que pertenece a un pasado que, en gran parte, ya ha quedado caduco: la inmensa mayoría de los conceptos intelectuales, representaciones imaginativas, directrices morales y prácticas rituales del cristianismo se forjaron en los primeros siglos de nuestra era y, a lo sumo, fueron parcialmente refundidos en la Edad Media.

A nivel teórico, el desafío fundamental que nuestro tiempo plantea a la intelectualidad cristiana, y de manera especial a la católica, es una remodelación total de las formas culturales en las que comprendemos, traducimos y encarnamos la experiencia cristiana.

El camino señalado por el Vaticano II está todavía, en gran parte, por hacer y los últimos tiempos no se distinguen precisamente por su avance. Me limitaré a señalar un punto decisivo: el cambio radical que el paradigma moderno impone a nuestra manera de comprender las relaciones de Dios con el mundo. El advenimiento de la ciencia y la emancipación filosófica consolidaron de manera irreversible el hecho de la autonomía de las realidades creadas. La naturaleza, la sociedad, la psicología e, incluso, la moral obedecen a unas leyes propias y específicas, que funcionan por sí mismas, con racionalidad propia. Mientras hablemos de fenómenos acaecidos en el mundo, se impone la evidencia de que la «hipótesis Dios» es superflua como explicación; más aún, es ilegítima.

De la noche a la mañana no se cambia un paradigma. Y por esto de modo inevitable, o se producen resistencias frontales (como en el caso de los fundamentalismos) o se adoptan posturas de compromiso: ya no se piensa que Dios llueva, pero se hacen rogativas para pedir la lluvia; ya no se cree que Dios manda a la guerra, pero se celebran misas de campaña. La intención puede ser buena, pero los daños acaban siendo muy graves. Y podemos hablar de un peligro sutil: el de una impiedad de los piadosos, en el sentido de que una prudencia pía y religiosa impide a muchos el acceso a la fe. La historia de la crítica bíblica demuestra dolorosamente que el peligro es muy real y las consecuencias nefastas.

 

De la omnipotencia arbitraria a la compasión solidaria

Después de Auschwitz y el Gulag, nuestro tiempo no permite ni olvidar ni suavizar el problema del mal. ¿Es posible creer en Dios ante el panorama que nos oprime con guerras y genocidios, con crímenes y terrorismo, con hambre y explotación, con dolor, enfermedad y muerte?

Dietrich Bonhoeffer, gran diagnosticador desde el mismo ojo del huracán, anunció la respuesta que está exigiendo nuestro tiempo: «Sólo el Dios sufriente nos puede salvar». Pero más allá de la simple proclamación, entre la pregunta y la respuesta queda todavía un amplio vacío que clama por una mediación teológica. Porque esta afirmación sólo es válida si la situamos, con plena consecuencia, dentro del nuevo paradigma de un Dios no intervencionista y exquisitamente respetuoso con la autonomía humana. Si se mantiene, de modo acrítico y acaso inconsciente, el viejo presupuesto de una omnipotencia abstracta y, en definitiva, arbitraria (si Dios quisiese podría eliminar los males del mundo), la respuesta se convierte en pura retórica, que, a largo plazo, mina la credibilidad de la fe. No sería ni humanamente digno ni intelectualmente posible creer en un Dios que, pudiendo, no impide el mal: si el mal puede evitarse, ninguna razón, por muy alta y misteriosa que fuera, puede valer contra la necesidad primaria e incondicional de evitarlo. De nada sirve la proclamación de que Dios sufre nuestros males. Los cristianos y las cristianas debemos tomar con seriedad mortal esta objeción, la cual afecta el mismo sentido de nuestra fe. Al mostrar sus límites infranqueables, el descubrimiento de la autonomía de las realidades mundanas, muestra al mismo tiempo el carácter estrictamente inevitable del mal en el mundo finito, en el cual «toda determinación es una negación» (Spinoza). Un mundo en evolución no puede realizarse sin choques y sin catástrofes; una vida limitada no puede escapar al conflicto, al dolor y a la muerte; una libertad finita no puede excluir a priori la situación límite del fallo y de la culpa. Supuesta, pues, su decisión de crear, Dios no puede evitar estas consecuencias en la creatura: sería anular con una mano lo que creaba con la otra. Eso no va contra su omnipotencia real y verdadera. Pues no es que Dios no pueda ya mantener un mundo sin mal, es que eso no es posible: sería tan contradictorio como hacer un círculo-cuadrado.

Lo grave es que tanto nuestros hábitos de pensamiento como nuestros usos de piedad y de oración están cargados con el presupuesto contrario: cada vez que pedimos a Dios que acabe con el hambre en África o que cure la enfermedad de un familiar estamos suponiendo que lo puede hacer y, en consecuencia, que, si no lo hace, es porque no quiere. Y ello, en nuestra actual situación cultural, tiene consecuencias terribles: un Dios que, pudiendo, no elimina los enormes males que afectan al mundo, acaba mostrándose como un ser mezquino, indiferente y cruel, y, como dice Moltmann, «un Dios que permite tan espantosos crímenes, haciéndose cómplice de los hombres, difícilmente puede ser llamado Dios».

Es urgente sacar con todo rigor la consecuencia, que consiste en dar una vuelta radical a nuestra manera de comprender. Un Dios que crea por amor es evidente que quiere el bien y sólo el bien para sus creaturas. El mal, en todas sus formas, es lo que se opone de manera idéntica tanto a él como a ellas; existe porque es inevitable en las condiciones de un mundo y de una libertad finitos. Por eso no debe decirse jamás que «Dios lo manda» o que «Dios lo permite», sino que lo sufre y lo padece como frustración de la obra de su amor en nosotros.

Pero el mal no es absoluto: podemos y debemos luchar contra él, sabiendo que Dios está a nuestro lado limitándolo y superándolo en lo posible ya ahora, dentro de los límites de la historia, y asegurándonos el triunfo definitivo cuando estos límites sean rotos por la muerte. Por eso, en un elemental rigor teológico, no tiene sentido que nosotros pidamos intentando convencer a Dios para que nos libre de nuestros males. Es lo contrario, él es el primero en luchar contra ellos y es él quien nos llama y suplica que colaboremos con él en esta lucha. ¿Qué otra cosa significa el mandamiento del amor —¡a nosotros mismos y al prójimo!— si no una llamada a unirnos a su acción salvadora, a su estar siempre trabajando (Jn 5,17) para vencer el mal y establecer el Reino? La imagen, pues, de Dios que debemos grabar en nuestros corazones y trasmitir a los demás no es la de un Dios de omnipotencia arbitraria y abstracta (que pudiéndonos librar del mal, no lo hace o sólo lo hace a veces en favor de unos cuantos privilegiados), sino la imagen de un Dios solidario con nosotros hasta la sangre de su hijo, la imagen de un Dios Anti-mal que no es el soberano altivo e indiferente, sino «el gran compañero, el que sufre con nosotros y nos comprende» (Whitehead).

Si logramos ver las cosas de esta manera, el escándalo del mal puede convertirse en su contrario: en la maravilla misteriosa del Dios de Jesús, que ante todo restablece la dignidad del pobre, del que sufre, del que es perseguido. Éste es, por lo demás, el sentido más radical de las Bienaventuranzas. Porque una de las perversiones que amenazan a toda religión es la de agravar, con el recurso a Dios, el drama del dolor natural y el de legitimar, con la sanción divina, la perversión de la injusticia social: convertir el enfermo en maldito, el pobre en pecador. Precisamente porque está mordido por el sufrimiento, el enfermo sabe que Dios se pone prioritariamente de su lado; precisamente porque es un marginado y un explotado por los hombres, el oprimido escucha que Dios está de su parte con la justicia de su Reino.

 

De la insistencia en la salvación a la centralidad de la creación

También por otro lado —el de la realización positiva— aparece la necesidad de un cambio radical de pensamiento. La visión tradicional en las religiones tiende a ver a Dios como el Señor que nos crea para que le sirvamos (como en los Ejercicios ignacianos) y para que «mediante esto» salvemos nuestra alma. La realidad queda entonces dividida en dos zonas: una sagrada, la que le corresponde a Dios y a la que pertenece todo lo religioso (aquello que hacemos por la salvación), y otra profana («exterior al templo»), la que nos corresponde a nosotros, y que, en el fondo, no le interesaría a Dios y que sería mejor negar y sacrificar. Es una descripción esquemática y que, como toda caricatura, tiene algo de injusta, pero que no deja de expresar algo muy verdadero. Aunque la teología ha iniciado la superación de este esquema, sobre todo cuando habla de continuidad entre creación y alianza o entre creación o salvación, sería poco realista no reconocer que el dualismo entre lo sagrado y lo profano sigue, en buena medida, dominando los esquemas del imaginario cristiano, conformando muchos de sus hábitos intelectuales e influyendo en los modelos de su praxis.

La nueva conciencia de la autonomía humana y la aguda crítica filosófica de la ontoteología nos alertan con sus críticas sobre las desviaciones alienantes de este tipo de religión. En lo que tienen de maduración de la conciencia histórica, estas críticas pueden y deben ser vistas como una ocasión para descubrir el rostro más genuino del Dios de Jesús. Un Dios que es creador en cuanto que es Abba, es decir, como padre/madre que actúa única y exclusivamente por amor y desde el amor. Un Dios que, por ser plenitud, no tiene carencias, sino que todo Él es don, ágape (1Jn 4,8.16), con una acción infinitamente transitiva, sin sombra de egoísmo, pura afirmación generosa del otro.

 

El Dios de Jesús no crea para ser servido, sino en todo caso, si queremos hablar así, para servirnos él a nosotros (Mc 10,45). Por eso lo que le interesa somos nosotros, todo lo que nosotros somos: cuerpo y espíritu, individuo y sociedad, cosmos e historia. Dios no crea hombres o mujeres religiosos: crea simplemente hombres y mujeres humanos. Dios «no es nada religioso», porque si la religión es pensar en Dios y servir a Dios, el Abba de Jesús no piensa en sí mismo ni busca ser servido. Él piensa en nosotros y busca exclusivamente nuestro bien.

De esta visión nace un modo positivo y abierto de situarse en el mundo: todo lo que ayude a la realización auténtica de nuestro ser y fomente algún tipo de verdadero progreso en el mundo responde al dinamismo creador. Nada más opuesto, pues, al cristianismo que la actitud negativa delante de un avance en la maduración personal o en el progreso científico, político o económico. De hecho, cuando la fe logra comprender y realizarse así (caso de la espiritualidad de Teilhard de Chardin o de la teología de la liberación con su insistencia en la salvación integral de las personas y de los pueblos) despierta una enorme sintonía con lo mejor de la sensibilidad moderna. Y esta visión de Dios ofrece hoy el mejor fundamento para algo tan decisivo y actual como son las preocupaciones ecológicas.

Ya Henri Bergson señaló que la idea de creación, precisamente por ser infinitamente transitiva, no crea objetos pasivos, sino que «crea creadores» llamados a colaborar con Dios en la construcción del mundo. Esta llamada debería ir ya suscitando nuestra creatividad, abriéndola responsablemente a la nueva espacialidad del planeta Tierra y orientando nuestra fantasía creadora ante su expansión cósmica.

 

LA NUEVA IMAGEN DEL CRISTIANISMO

Una nueva imagen de Dios lleva a una nueva imagen del cristianismo, que le exigirá repensar a fondo su relación con las demás religiones y elaborar un nuevo modelo de las relaciones Iglesia(s)-mundo.

 

El diálogo de las religiones: de la elección a la estrategia de amor

La visión dualista, era casi inevitablemente solidaria del particularismo de la elección (Dios había elegido un pueblo y a él sólo le había entregado la revelación sobre-natural). Era un modelo de revelación como dictado divino, el cual exigía una lectura literal de la Escritura y una aceptación por obediencia al testimonio profético. Coherentemente, seguía la idea de que «fuera de la Iglesia no hay salvación» y el modelo de misión como encargo de dar a conocer a Dios a un mundo que nada sabía de él.

Por suerte, todo esto fue ya superado y el Vaticano II habló — aunque fuese con timidez— de la verdad y de la eficacia salvadora de las otras religiones. A pesar de ello, estamos muy lejos de sacar todas las consecuencias de la nueva visión, remodelando de acuerdo a ella todos nuestros prejuicios. De ahí las reacciones fundamentalistas y las continuas y más sutiles resistencias que van en la misma dirección. Sin embargo, nada más opuesto a la universalidad radical y a la generosidad sin restricciones del Abba creador que cualquier tipo de elitismo egoísta o de particularismo provinciano: un Dios que crea por amor vive volcado con generosidad sobre todas y cada una de sus creaturas: no hubo desde el comienzo del mundo un solo hombre o una sola mujer que no naciesen amparados, habitados o impulsados por su revelación y por su amor incondicional. La humanidad lo comprendió siempre así. ¿Qué son las religiones sino modos de configurar socialmente este descubrimiento?

Por eso, todas se autoconsideran como reveladas. Y es preciso partir del principio de que todas las religiones son verdaderas y que constituyen un camino real de salvación para los que honestamente las practican.

Pero esto no significa que todas lo sean por igual. Es verdad que Dios se da totalmente y sin discriminación. Pero la receptividad humana pertenece también y de manera esencial a la constitución misma de la revelación: el estadio evolutivo, la situación histórica, las circunstancias culturales e incluso la malicia del corazón limitan, condicionan y deforman continuamente la manifestación divina.

No existe, pues, ni una religión sin ninguna verdad ni una religión absolutamente perfecta, porque ninguna de ellas puede agotar, en su traducción humana, la riqueza infinita del misterio divino. El mismo Pablo subraya, en 2Co 4,7, que la culminación cristiana está vertida en «vasijas de barro».

Ahí, en la acogida y no en un pretendido favoritismo divino, radican las diferencias entre las religiones. Por eso, descartando cualquier arbitraria elección divina, cuando alguien —dentro de su propia religión— responde honestamente a Dios, tiene derecho a sentirse único para él y, en ese sentido, elegido, pues ni el amor discrimina (véase 1Co 12) ni «en Dios hay acepción de personas » (Rm 2,11). Las diferencias existen, pero sólo debido a la diversidad humana.

Situándonos ya en el punto de vista cristiano, la convicción de que la revelación divina alcanzó su culminación en Cristo debe apartar de sí cualquier rastro de favoritismo, para ser concebida más bien como una auténtica estrategia de amor, la cual, mediante esta particularidad, pretende llegar mejor a todos. Dios, que ya llevaba milenios tratando de revelarse a todos, se encontró con un pueblo que, por su situación geográfica, ocasión histórica, talante cultural y modo de ser, le permitió iniciar un tipo de relación que —quizás por su personalismo y por su enfoque ético— iba a hacer posible la culminación insuperable acontecida en Jesús de Nazaret.

No por eso los demás pueblos dejaron de seguir recibiendo, según sus propias posibilidades, la revelación de Dios y de experimentar su presencia salvadora. Pero ahora podían contar, además, con una nueva y magnífica posibilidad: la de recibir también, como un regalo que les llega por los caminos de la historia, la profundidad alcanzada en aquella otra tradición.

Y esta reflexión, que se apoya en una estructura formal, vale para cualquier religión: todo creyente parte del supuesto de que su religión es la más verdadera. Pero estas ideas, tomadas en serio, propician no sólo un diálogo real y honesto, sino también una colaboración efectiva.

La presencia masiva del ateísmo y la exigencia de construir una nueva humanidad impusieron la urgencia de algo ya evidente: la necesidad de que las religiones se comprendan hoy en relación con las demás y unan sus esfuerzos en favor del mundo. En la última conferencia de su vida, Paul Tillich proclamó, que, si volviera a empezar, debería reescribir su teología desde el diálogo con la historia de las religiones. Y Hans Küng, que lo cita, está consagrando parte de su última obra a demostrar que «no puede haber paz entre las naciones sin paz entre las religiones ».

 

 Iglesia y humanidad: «Fuera del mundo no hay salvación»

Aunque desde la nueva conciencia del universalismo religioso, produzca hoy día una cierta incomodidad, es preciso seguir hablando de Iglesia (ya que no existe una religión en general), pero no podemos seguir haciéndolo con una mentalidad estrecha, sino en la amplia red de comunión con las demás religiones. La primera exigencia es recuperar el sentido originario de católico, como kath’holon, es decir, como particularidad vivida en cuanto manifestación de una universalidad que la engloba sin excluir otras particularidades. Olvidándonos de divisiones demasiado humanas y unificándonos por la urgencia verdaderamente divina de abrir a la humanidad la experiencia del Dios de Jesús, está llegando el momento en que los cristianos, en lugar de tanta discusión ecuménica buscando la unidad uniforme, nos unamos ya vitalmente como una única Iglesia articulada en el respeto de las diferencias. La idea es una generosa propuesta de Karl Rahner.

Dos frases recientes aclaran lo que vamos diciendo: «Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada». Pertenece al obispo Jacques Gaillot y expresa muy bien la necesidad de un descentramiento de sí misma para encontrar su auténtica esencia en la entrega a la misión salvadora en el mundo.

La segunda es de Edward Schillebeeckx y, por su expreso contraste con el antiguo paradigma, indica admirablemente la profundidad de la conversión que se nos exige: «Fuera del mundo no hay salvación». Desde la idea de Dios Creador en cuanto Abba, comprendemos bien que esta concepción no tiene nada de un secularismo barato, sino que evoca una visión del mundo que, sin negar su consistencia propia, lo ve todo él desde Dios, rompiendo los límites de una falsa sacralización: «ni en este monte ni en Jerusalén», sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4,21.23).

Y aclara una nueva comprensión de la identidad cristiana. El mejor medio de salvaguardarla no consiste en marcar las distancias y las diferencias con los demás, sino en afirmar a fondo lo que verdaderamente nos humaniza como hombres y mujeres, abriéndonos a la profundidad infinita de la trascendencia.

Las consecuencias son de capital importancia. Demasiadas veces la diferencia eclesial sirvió y sirve de pretexto para mantener instituciones arcaicas o modos de gobierno superados por el auténtico progreso humano. Tal es el caso de la democracia en la Iglesia: la afirmación de que «la Iglesia no es una democracia» en el sentido político, se ha empleado no para avanzar hacia algo más humano, sino para retroceder, cuando las palabras de Jesús orientan, sin lugar a dudas, en la dirección contraria: «Ya sabéis que los jefes de los pueblos tiranizan y que los poderosos oprimen.

Pero entre vosotros no puede ser así, ni mucho menos. El que quiera ser importante que sirva a los otros, y quien quiera ser el primero que sea el más servicial. Que también el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a entregar su vida por todos» (Mc 10,42-45; Mt 20,25-28; Lc 22,25-27). Esto es: el que quiera seguir manteniendo la afirmación de que la Iglesia no es una democracia sólo puede hacerlo legítimamente, si lo traduce como que la Iglesia debe ser más que una democracia política. De la misma manera, la diferencia eclesial no puede llevar a una realización más deficiente, sino mucho más generosa y efectiva de los derechos humanos en la Iglesia (hoy sabemos, por lo demás) que su proclamación en la Revolución francesa y en la americana obedecía a una eclosión de semillas evangélicas). Lo mismo digamos de la situación eclesial de la mujer: una interpretación intemporal e incorrectamente diferencialista no sólo se retrotrae más allá de las actitudes del propio Jesús, sino que impide el dinamismo de la más honda y dogmática proclamación teológica al respecto: «Ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús » (Ga 3,28).

 

LAS GRANDES TAREAS ACTUALES

En realidad, lo fundamental queda ya dicho y, una vez aclarados los principios de fondo, estas consideraciones conclusivas se limitarán a señalar dos de los ejes fundamentales que pueden encuadrar el diálogo y la búsqueda.

 

Hacia una verdadera universalización del sujeto humano

Un signo del avance inequívoco en el proceso de humanización a lo largo de la historia es el acceso creciente de los distintos grupos e individuos a la categoría de sujeto real y efectivo. Existen mecanismos feroces de poder y privilegio que excluyen a la mayoría de los individuos y estamentos de la participación efectiva en la gestión y goce de los bienes y libertades sociales. El intento de superarlos constituye el lento y durísimo esfuerzo de la historia verdaderamente humana.

Hacia el siglo VII antes de Cristo se forjaron las grandes religiones y los conceptos universales. Al cristianismo le cupo, sin duda alguna, un papel determinante en su consolidación y elaboración. Hegel lo expresó en una afirmación famosa: «Los orientales sólo supieron que uno es libre; el mundo greco-romano que algunos son libres; y nosotros, los cristianos, que todos los hombres son libres, que el hombre es libre como hombre». No se trata de una simple contingencia histórica, sino de algo que nace del mismo núcleo de la fe en un Dios único, creador, padre/ madre de todo hombre y mujer: cada individuo es así único ante Dios, persona con valor absoluto irrepetible. Lo cual corta de raíz la legitimidad de cualquier discriminación. Por algo en el centro mismo del mensaje de Jesús de Nazaret está la proclamación de que el Reino llega también, y prioritariamente, a los pobres, es decir, a aquéllos que la sociedad somete a cualquier tipo de marginación. Y esto como el único modo de asegurar la universalidad para todos, pues es obvio que sólo comenzando por abajo es posible universalizar de verdad, rompiendo la cadena de los privilegios. Principio tan fundamental e irrenunciable para nosotros, los cristianos y cristianas, como extraordinariamente difícil de poner en práctica y lleno de trampas ideológicas y resistencias egoístas. Para demostrarlo, además del hecho terrible de que tomarlo en serio le costó la vida a Jesús, basta echar una mirada a nuestro pasado, con la tolerancia de la esclavitud hasta el mismo siglo XIX, las justificaciones teológicas de la servidumbre medieval o la resistencia eclesiástica a la revolución social.

Hay que comprender la urgencia irrenunciable de afrontar esta tarea literalmente trascendental, pues sólo incluyéndolas en ella pueden tener sentido y legitimidad otras tareas particulares. Aunque sea casi un tópico, no podemos silenciarlo: toda iniciativa a favor de los derechos humanos, como posibilidad real y para todos, debe encontrar en los cristianos y cristianas o promotores creativos o aliados incondicionales. De hecho, esta actitud clara y decidida es lo que confiere fuerza de convocatoria epocal al proyecto de aquellas teologías que la colocan en la base de su reflexión.

La teología política lo hizo desde Europa, recordándole a la Iglesia que no puede ser universal mientras consienta no sólo el monopolio del «sujeto burgués » dentro de ella, sino, más allá, la división Norte-Sur con su opresión e inhumanidad, que «impide a numerosísimos habitantes de regiones enteras del planeta alcanzar su condición de sujetos». La teología de la liberación lo expresó más dramáticamente en América Latina poniendo el «pobre» como sujeto radical, para rescatarlo en nombre de Dios de su condición de «nohombre », impuesta por la opresión humana. Y su llamada, verdadero grito evangélico, se extendió a los demás continentes, como fuerza liberadora en favor de las enormes bolsas de sufrimiento en África y Asia.

Como era de esperar, desde ese marco global la exigencia se hace sentir también en el interior de la sociedad y de la misma Iglesia. Ante todo, como proyecto global: en la sociedad, promoviendo una democracia verdaderamente real y participativa; en la Iglesia, asumiendo con todas sus consecuencias su carácter de pueblo de Dios, con pleno protagonismo del laicado. Y más en concreto, como necesidad de descubrir y potenciar, desde la fe, los nuevos sujetos que están emergiendo de su marginación secular: las mujeres, los jóvenes, los niños, los indígenas, la gente de color. La simple enumeración indica su importancia y la riqueza de su aportación. Teniendo en cuenta el proceso de globalización de la cultura, de la política y de la economía, acaso serán ellos los encargados de promover, en el futuro, la auténtica universalización de la historia. En efecto, únicamente la riqueza de los movimientos sustentados por ellos, como el ecológico, el feminista, los indigenistas y los de los jóvenes, o, de una manera más difusa y más amplia, el rico movimiento del voluntariado y de las organizaciones no gubernamentales, pueden ir abriendo la posibilidad de una democracia viva, participativa y real, rompiendo la uniformidad anónima de una sociedad administrada.

 

 La lógica de la fraternidad

Es evidente que un proyecto de esta envergadura necesita un clima espiritual que lo envuelva, lo oriente. Porque además no todo fue bueno y positivo en la entrada del paradigma moderno. Si hemos insistido en la necesidad de asumir con todas sus consecuencias la realidad del nuevo paradigma, ahora para concluir insistimos, y no con menor energía, en que tal asunción ha de hacerse de modo crítico, uniéndonos a todos los esfuerzos de la «crítica de la ilustración » (que pueden remontarse ya a los grandes idealistas).

Contra el optimismo ingenuo de la primera Ilustración, la historia milenaria del cristianismo enseñó que la verdadera esperanza no necesita contar siempre con la seguridad del triunfo. Esto contribuye a salvaguardar la humanidad de las dos tentaciones terribles que la asolaron y la siguen asolando: el desánimo ante el fracaso, que acaba en desencanto o apatía egoísta, y el absolutismo capaz de sacrificar millones de vidas presentes en aras de un ilusorio futuro. La dialéctica cruz-resurrección, tan específica del cristianismo, puede resultar de una ayuda impagable, ya que, al quitarle el valor absoluto al fracaso, permite mantener viva la esperanza humilde y realista del trabajo por lo posible.

Algo semejante podríamos decir acerca de la dificultad tan actual de encontrar una salida humanamente equilibrada al dilema relativismo-absolutismo en los valores morales o a la tensión tolerancia-intolerancia-indiferencia en las relaciones sociales. Y no hablemos de los sangrientos problemas del racismo y de la xenofobia.

Los cristianos y las cristianas deberíamos esforzarnos por sacar, de nuestros dolorosos errores en la historia, lecciones en favor de equilibrios creativos que de verdad ayuden a la humanidad. Existe otro capítulo global que debe ser aludido. Ya Hegel comprendió que el gran peligro de la Ilustración residía en su tendencia a separarse de la profundidad infinita de lo humano, cayendo en un estrecho pragmatismo de lo simplemente útil. Algo que fue confirmado tanto por la crítica de Heidegger a la técnica como por la de la Escuela de Frankfurt a «la razón instrumental », y que cada día verificamos en demasiados aspectos de nuestra realidad cultural, ecológica, social y económica.

Se trata de una dificultad estructural, que nunca podrá ser eliminada del todo , pues el avance técnico y científico va siempre por delante del progreso moral y espiritual. Concretemos un poco más: las proclamas de principio, por importantes que sean, corren siempre el riesgo de quedar anuladas por las relaciones pragmáticas que regulan la vida social, económica y política.

En este sentido, la caída del «socialismo real» puede inducir hoy un pragmatismo de segundo grado, que, en nombre de la eficacia y de la racionalidad, eclipse valores más fundamentales e incluso el valor de la persona. Ahí puede esconderse la gran trampa de un neo-liberalismo que absolutiza el mercado y eleva a principio rector la consecución del grado máximo de riqueza, sin preocuparse ni de los costos humanos de su producción ni de la justicia de su reparto. Los cristianos y cristianas no podemos caer en la ingenuidad de negar toda validez a este tipo de propuesta, oponiéndole tan sólo una retórica de grandes ideales abstractos. No se trata de negar el valor de la eficacia, sino de jerarquizarla, incluyéndola en una lógica más amplia, que busque de verdad el servicio de todos. Y la experiencia cristiana marca, sin lugar a dudas, la dirección que nace de su núcleo más íntimo: la lógica de la fraternidad.

Tomada en serio, esta lógica no puede despreciar la eficacia, y basta recordar la gran parábola del Juicio Final para comprender que la toma con mortal seriedad: «apartaos de mí… porque tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25,41-42). Pero esa misma lógica, al tener como punto de referencia los pequeños, los pobres y los marginados, tampoco puede ignorar que la eficacia sólo es humana, si se deja regir por la universalidad y ésta sólo se hace de verdad efectiva, si está vivificada por la fraternidad.

Por eso el criterio último no es la ganancia — propia o del propio grupo— sino el servicio que se dirige a todos, aunque sea preciso renunciar al crecimiento ilimitado dando, si es preciso, «la mitad de los bienes a los pobres» y «devolviendo el cuádruple a los explotados» (véase Lc 19,8). Y ya se comprende que, tomado en serio, esto nada tiene que ver con un idealismo religioso despreocupado de la eficacia o que la remite simplemente a un más allá inverificable: se nos llama a «amar no de palabra y de boca, sino con obras y de verdad» (1Jn 3,18), «pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4,10). El Vaticano II lo expresó con rango de principio irrenunciable: «La espera de una nueva tierra no debe amortecer, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra».

La lógica de la fraternidad exige buscar de manera creativa nuevas formas y concreciones. No podemos renunciar a la racionalidad instrumental, pero podemos y debemos ampliarla y humanizarla, superándola con criterios de responsabilidad y compasión solidaria (algo que no supo hacer en su día el monaquismo). Tampoco podemos ignorar que el avance económico impone sacrificios, pero es preciso romper la lógica egoísta de imponérselos siempre a los demás, tratando, en cambio, de asumirlos sobre nosotros en una lógica de servicio, según aquello de Jesús: «los jefes de los pueblos tiranizan (…); pero entre vosotros no puede ser así, ni mucho menos» (Mc 10,42). Algo parecido se debería decir de la ayuda internacional, que no puede llevarse a cabo de manera arbitraria e indiscriminada: ante el estilo de imponer condiciones interesadas, que en definitiva pueden acabar convirtiéndose en un modo nuevo de intercambio desigual, en una explotación encubierta o en una auténtica cautividad babilónica mediante la deuda externa, es preciso buscar mecanismos que introduzcan la gratuidad de aquel amor evangélico, capaz de «prestar sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35) o de dar «a los que no pueden corresponder » (Lc 14,14).

Las concreciones podrían continuar, pero lo decisivo es el principio: al reconocernos junto a todos los hombres y mujeres como hijos e hijas de un mismo e idéntico Padre/Madre, los cristianos y las cristianas estamos llamados a aportar al mundo la urgencia, a un tiempo realista y utópica, de esta lógica fraterna. Una lógica que, por un lado, cuenta con la cruz de la historia, sometiéndose a la paciencia de las mediaciones y aun a su posible fracaso; y, por otro, no cede a la resignación ni renuncia a la urgencia. Porque, contra lo que dice el tópico, «el cielo no puede esperar», el Reino está ya aquí «entre nosotros » (Lc 17,21), presente en un simple vaso de agua dado a un pequeño (Mt 10,42), esperando ser conquistado con la incruenta pero tenaz violencia del amor (Mt 11,12; Lc 16,16), acelerando el avance, hasta que la creación «sea liberada de la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21) y Dios pueda, por fin, «ser todo en todos» (1Co 15,28).

Hacer presente, en alguna medida, la fuerza de esta llamada, uniéndola a los esfuerzos de todas las personas de buena voluntad, constituye sin duda el mejor testimonio que podemos dar de nuestra fe en un Dios padre/madre creador y la mejor aportación que podemos hacer en bien del futuro de la humanidad.

            Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL