DIMENSIÓN SOCIAL DE LA FE

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3. ELEMENTOS DE REFLEXIÓN

No es fácil una síntesis de las líneas fundamentales de la ética social cristiana. En estos elementos de reflexión nos limitaremos a una serie de pinceladas muy sencillas y muy sintéticas de los principales problemas que tiene que abordar la moral social.

3.1. Las actitudes básicas para el compromiso social cristiano

La justicia radical

La justicia debe ser la categoría básica para orientar la acción social cristiana. A tal fin debe conservar una triple orientación:

* La justicia es el ideal utópico de la igualdad

La aspiración de la igualdad es el principio y la meta del <<ethos>> social. Donde hay justicia hay igualdad.

* La justicia, como cuestionamiento del orden establecido

Lo legal no puede estar por encima de lo ético; muchas cosas aceptadas legalmente no merecen el calificativo de éticas. Y tarea de la ética, será, por tanto, criticar esas situaciones. La justicia es una instancia ética no domesticable por el orden establecido. Lo supera por su capacidad crítica.

* La justicia, como categoría dinamizadora del cambio

La justicia es la categoría ética capaz de orientar y dinamizar la sociedad hacia metas de mayor igualdad y solidaridad.

Por tanto vemos la trascendental importancia que la justicia, entendida en esta triple vertiente, tiene para la ética social cristiana.

La caridad política

 

El amor cristiano al prójimo y la justicia son inseparables. Porque el amor implica una exigencia absoluta de justicia, es decir, el reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo. La justicia, a su vez, alcanza su plenitud interior en el amor. Así se expresaban los obispos en el Sínodo de 1971. Caridad política y justicia son dos expresiones de la misma y única realidad cristiana: el empeño de los cristianos en realizar una sociedad nueva, conforme al ideal que Cristo nos presenta.

Esta íntima unidad entre caridad y justicia supera definitivamente la diversidad de grado que se establecía entre la justicia y la caridad. No es posible vivir una misma realidad desde dos planos diversos. No hay una lectura y una respuesta humana a los problemas (justicia) y otra lectura y otra respuesta cristiana (caridad). Tendremos que afirmar que la justicia hace realidad el impulso ético de la caridad. Una caridad que no se traduzca en justicia no es, ciertamente, caridad cristiana.

La caridad cristiana debe perder la no escasa dosis de ingenuidad e inofensivo idealismo con la que muchas veces ha sido presentada y asumir, por tanto, su dimensión política. Por tanto, otro rasgo esencial de la caridad cristiana será su dimensión de compromiso político. El amor a Dios, que no se traduce en un amor al prójimo eficaz y real, es falso. Tenemos que deshacernos definitivamente de una visión del cristianismo privatizada y ajena a los conflictos sociales.

Así pues, el amor cristiano supera el falso irenismo (hay que amar a todos); no teme el conflicto, fruto directo de la denuncia. El amor cristiano no se agota nunca en realizaciones concretas, no es una alternativa a lo que hay; sino que está siempre más allá, juzgando las realizaciones concretas que vamos realizando.

La opción preferencial por el pobre

La opción preferencial por los pobres hunde sus raíces en la entraña misma del evangelio. Afirma el número 68 de la Instrucción Libertad cristiana y liberación (1986): <<Los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia. La Iglesia, amando a los pobres, da también testimonio de la dignidad del hombre. Afirma claramente que éste vale más por lo que es que por lo que posee. Atestigua que esa dignidad no puede ser destruida, cualquiera que sea la situación de miseria, de desprecio, de rechazo o de impotencia a la que el ser humano se vea reducido. La opción preferencial por los pobres lejos de ser un signo de particularismo o de sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia. Dicha opción no es exclusiva>>.

La solidaridad

La solidaridad expresa la condición ética de la vida humana, la regla de oro, la norma moral básica. Esta centralidad de la solidaridad es la base sobre la que se levanta lo que el Concilio Vaticano ll llamaba el humanismo de responsabilidad: <<Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia>> (GS 55). La solidaridad es sinónimo de responsabilidad, preocupación y vinculación de mi propia suerte a la suerte del otro.

La fe cristiana está toda ella marcada por esta categoría: la imagen de Dios como un Dios solidario. El Dios cristiano es un Dios solidario, que ve la opresión de su pueblo y baja a liberarlo. El Dios bíblico es el valedor de los pobres, el defensor de las que no tienen defensor. La solidaridad con los pobres, afirman los obispos franceses, es <<una forma de decir Dios hoy>>. Y, si Dios es solidaridad, su pueblo también debe serlo.

Quizá sea Mt 25,31-46 el texto bíblico que mejor expresa la función de la solidaridad. Ella es la pauta del comportamiento de los cristianos. Cristo nos juzga a partir de la praxis solidaria que hayamos desarrollado a lo largo de nuestra vida con los más necesitados. Es más, Cristo mismo está identificado con los indigentes: <<Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo>>.

El propio Juan Pablo II ha centrado en la categoría de la solidaridad el eje mismo de la ética social cristiana. El otro es un semejante, un igual, nunca un instrumento. La solidaridad, afirma el Papa, debe ser entendida como <<la realización del designio divino, tanto a nivel individual como a nivel nacional o internacional>> (Sollicitude rei socialis (SRS), n. 40).

Tenemos ante nosotros las categorías básicas que deben regir el comportamiento social cristiano. Es el momento de que digamos también alguna palabra sobre algunos temas puntuales.

3.2. Moral de la economía

Con la caída del sistema económico colectivista, tenemos la sensación de que el único camino que nos queda es aceptar el capitalismo. Y, además, aceptar este con sus reglas y sus leyes. Tenemos la sensación de que el mundo de la economía está gobernado por un fatalismo imparable que sólo un selecto grupo de peritos en la materia logra entender. Da la sensación de que los hombres terminamos siendo víctimas de nuestras propias obras; y así, la economía, ciencia hecha por los hombres y para los hombres, acaba por gobernarnos a los hombres.

Necesitamos unos criterios éticos que nos orienten en el mundo, complejo y difícil, de la realidad económica.

Siguiendo también aquí a M. Vidal, podemos apuntar las siguientes pautas en el orden de la economía.

* <<El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la actividad económico-social>> (Gaudium et Spes, n. 63)

Este es el principio capital de toda la ética cristiana y también de la reflexión centrada en el terreno de la economía. Un principio reiterado una y otra vez por los Papas en su magisterio. La economía tiene como centro al hombre, él es su origen y su meta; por tanto, la economía justa es una economía configurada por la satisfacción de las necesidades humanas. La economía debe modelarse en función de la satisfacción de las necesidades humanas, y no orientarse al lucro, a la pura rentabilidad.

* La creación y la redención como marcos comprensivos de los bienes económicos

Los bienes económicos son dones de Dios: manifiestan la bondad fundamental de todo lo que existe y expresan la bondad de toda actividad humana. Pero, paralelamente, deben ser redimidos de la ambigüedad que tiene toda realidad y de la maldad que el hombre introduce en su actuación. Dicho de otro modo, ma economía, como cualquier otra realidad humana, es dual, tiene una cara positiva y otra no tan optimista. Como realidad creada por Dios es buena, pero, en tanto en cuanto marcada por el pecado humano, necesita también de redención.

¿Cómo se concreta esto? Pues sencillamente en que tenemos que renunciar definitivamente al mito del crecimiento sin límites. No es ni técnica ni éticamente posible. Juan Pablo ll en la SRS ha denunciado lo que él llama un <<ingenuo optimismo mecanicista>> (Cfr. SRS 27), defensor de un progreso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado.

El desarrollo humano entendido en las coordenadas de la productividad y del lucro, es incapaz de ofrecer al hombre la felicidad y la realización que este aspira alcanzar. El desarrollo económico, insiste Juan Pablo ll, debe estar regido por un objetivo moral.

Pablo VI, en la Populorum Progressio, estableció la dialéctica entre la cultura del tener y la cultura del ser (n. 19). Este tema lo ha retomado de nuevo Juan Pablo II en la Sollicitudo rei socialis. El tener más no es el fin último, ni de las personas ni de los pueblos. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza. Así, todos los bienes deben orientarse al <<ser>> del hombre.

El desarrollo económico es un bien, pero tomado como criterio único y definitivo se convierte en un mal, fuente de nuevos males. Como afirma Juan Pablo ll, el desarrollo debe estar gobernado por una visión global del hombre: <<El desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad>> (SRS 29).

* Igualdad de derechos de toda la familia humana

Los cristianos entendemos la humanidad como una gran familia en la que todos nos sentimos iguales. Unidad de la familia humana e igualdad de todos los hombres son dos pilares básicos de la comprensión cristiana del hombre y de la historia.

Esta realidad tiene que traducirse también en el terreno de la economía. El desarrollo económico debe buscar el <<desarrollo integral de todo hombre y de todos los hombres>> (PP 42). Juan Pablo ll, en su reflexión sobre el desarrollo de los pueblos, ha subrayado notablemente el carácter de interdependencia que presentan hoy las economías de los distintos países. La lectura ética de esta interdependencia, nos dice el Papa, es la solidaridad; entendida como la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común (Cfr. SRS 38). Los países ricos son responsables de la suerte de los países pobres. Todos sabemos que si existen sociedades del bienestar, como la nuestra, es porque, paralelamente, existen sociedades del malestar. Si el Sur es pobre, lo es en no poca medida, por el lucro y la avaricia de los países ricos del Norte. El confort de unos pocos está, desgraciadamente, sustentado sobre la miseria de muchos.

El principio tradicional, que defiende el destino universal de todos los bienes, sigue siendo válido también hoy. Tiene que existir un reparto equitativo de los bienes económicos, y los Estados deben funcionar, con sus políticas económicas, como instrumentos eficaces que logren limar las diferencias entre unos grupos y otros, unos pueblos y otros.

* La preferencia por el pobre

Desde una perspectiva cristiana tiene que haber, en el terreno económico, una propensión a situarse más cerca del débil y desprotegido. Esta solicitud por el pobre debe traducirse, preferentemente, en las prioridades que las políticas económicas de los estados se marquen. Las leyes, y el reparto de los beneficios, deben apoyar a aquellos menos favorecidos en el reparto de la riqueza.

3.3. Moral de la vida política

Lo primero que tenemos que afirmar es que la política, en tanto en cuanto ciencia, goza de plena autonomía. Esta autonomía de la ciencia política debe ser respetada también por la moral. Son dos cosas diferentes.

Pero reconocer esta autonomía no implica que la política carezca de referencias al universo de la ética. Una vez que situamos las opciones políticas en el conjunto de las realidades humanas desaparece la neutralidad ética de las opciones políticas.

El contenido de la moral política desde la perspectiva cristiana

* La comunidad política: exigencia para la realización humana

La comunidad política responde a la insuficiencia que otros grupos más pequeños tienen para cubrir el bien común imprescindible para el desarrollo de los individuos y de los grupos humanos.

¿Qué posee de característico y peculiar la vida política para que mediante ella puedan los hombres realizar una vida plenamente humana? En la vida política, los hombres no son simplemente productores de bienes, cuya valoración será simplemente la de su capacidad de producir, sino que son ciudadanos, reconocidos como tales por todos, y cuyos derechos fundamentales están protegidos. La comunidad política nos abre a un ámbito más amplio y más rico que el de la familia o el grupo restringido al que pertenecemos. La vida política nos ayuda a abrirnos a un interés mayor que el nuestro propio o el de nuestro grupo. Con la política nos vamos haciendo más personas, más hombres. La dimensión política es, por todo ello, constitutiva de la especie humana.

Así se expresa GS 74: <<La comunidad política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección>>.

* La autoridad política

El bien común exige, necesariamente, la existencia de una autoridad que coordine y haga converger los esfuerzos de los distintos grupos. Por tanto, la autoridad nace del interior de la comunidad política y no es impuesta de modo externo.

La autoridad descansa sobre la comunidad en cuanto tal; en este sentido la autoridad viene de la comunidad. Así, el sistema democrático es el que mejor cuadra con estos principios que hemos presentado. Podemos, en este contexto, optar por cualquier forma de gobierno (monarquía, república, etc.), con tal de que se salve el sentido democrático fundamental.

Vemos, pues, que la política es obra de todos. Tenemos el derecho y el deber de participar en la gestión de la vida pública. Así lo afirmaba el Concilio Vaticano ll (Cfr. GS 75). El mismo número de la Constitución conciliar exigía el imprescindible orden jurídico que posibilite esta participación. Hoy por hoy corremos el riesgo de que nuestros sistemas democráticos queden reducidos a un simple mecanismo formal. La democracia, bien lo sabemos, es más que acudir a las urnas cuando los ciudadanos son convocados. Un sistema democrático vivo requiere el reconocimiento legal de unas libertades, la existencia de unas minorías críticas. Requiere, en definitiva, la voluntad moral de la democracia. Es fácil descargar responsabilidades. La democracia no es inhibirnos de nuestras responsabilidades. La democracia es tarea siempre abierta, camino por recorrer. En este sentido funciona también como utopía dinamizadora de la vida social.

3.4. La lucha por la paz

La paz es un valor esencial para el hombre, y hoy, además, es una de las mayores preocupaciones que tenemos. La atmósfera de violencia social, el terrorismo, la amenaza nuclear son motivos más que suficientes para estar preocupados. Bombardeados por noticias de violencia en la prensa y otros medios de comunicación o habituados a escenas violentas en el cine o la televisión, nos hemos ido acostumbrando y lo hemos asimilado como algo habitual.

El problema de fondo está en localizar aquellos elementos que originan estas situaciones. La violencia, en la mayoría de los casos, es un síntoma que nos está llamando la atención sobre un mal oculto.

Juan XXIII, en su encíclica sobre la paz, consagró la primera parte a la proclamación de los derechos humanos. La paz es obra de la justicia y tiene que nacer del respeto a la dignidad inviolable de cada persona y de cada grupo. La sistemática violación de los derechos humanos está en el origen de muchas situaciones violentas que hoy nos amenazan.

La paz, valor del Reino

El Reino de Dios que Jesús anuncia tiene como rasgos esenciales la misericordia, la justicia, el amor, la verdad, la libertad. En el Reino de Dios no hay ya espacio para el odio.

Jesús renuncia voluntariamente a la violencia. Sufre en su propia carne la persecución, el odio, la muerte y todas las consecuencias de la violencia. Pero él nunca reaccionó violentamente. En su muerte violenta, Dios mismo estaba misteriosamente presente a fin de reconciliar a todos los hombres con él. Resucitado de entre los muertos, Jesús fue constituido primicia de un mundo nuevo al que todos somos llamados. En la predicación de Jesús, Dios ha intervenido en el mundo para suscitar el amor y la fraternidad entre todos los hombres, concediéndonos el don de la paz y pidiendo nuestra colaboración, mientras llega la plenitud de la salvación.

Así, pues, en la predicación de Jesús la paz es presentada como un don de Dios: <<Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso>>. Los pacíficos son así llamados hijos de Dios. La paz es fruto del amor, hace crecer en el pecho humano un corazón pacífico y pacificador. La paz es responsabilidad humana, exige, como todo don de Dios, nuestra respuesta consciente y libre. No basta con aceptar el don de Dios, hay que hacerlo realidad en la historia concreta.

Constructores de la paz

Como podemos ver, la lucha por la paz nace de la entraña misma de la predicación evangélica. Exige un cambio personal profundo que orienta a la construcción de la propia vida desde las coordenadas del amor y la solidaridad. Este cambio de mentalidad se traduce, sobre todo, en una lucha decidida y firme en favor de la justicia. <<No hay verdadera paz, si no hay justicia: La paz construida y mantenida sobre la injusticia social y el conflicto ideológico nunca podrá convertirse en una paz verdadera para el mundo>>.

<<La justicia se expresa principalmente en el respeto a la dignidad de las personas y los pueblos y la ayuda eficaz a su desarrollo>>. Así se expresaban los obispos españoles en 1986 en su documento Constructores de la paz. La justicia es el reverso de la moneda de la paz. El Concilio Vaticano ll llamó a la paz <<obra de la justicia,>> (GS 78). La paz no es algo conquistable, donde ya podemos estar satisfechamente instalados. La paz es tarea permanente, vigilancia constante. La paz nace de un cambio de mentalidad, de una conversión hacia la solidaridad.

Educar para la paz

No podemos hablar de paz y cultivar actitudes de violencia. El joven debe ser acompañado por sus educadores en el difícil arte del discernimiento, que ayude a una toma de postura ante los conflictos y realice en ellos los valores evangélicos: solidaridad, justicia, libertad, aceptación de las diferencias, etc.

Eugenio Alburquerque nos señala algunas líneas para educar en la paz:

* Estimular actitudes de esperanza

La amenaza para la paz es fuente de pesimismo y éste sólo engendra actitudes de miedo. Suscitar la esperanza en un momento de cultura de muerte es un reto para la comunidad cristiana.

* Cambiar la vida

La oferta cristiana es un modo de vida nuevo. La amenaza para la paz nace, en última instancia, de los valores que la sociedad contemporánea vive. Hay que discernir los valores egocéntricos, consumistas, utilitarios y agresivos que impregnan hoy todo el entramado social. Se trata de propiciar una verdadera conversión, un cambio radical de mentalidad y de comportamiento.

* Suscitar una opción consciente

Educar para la paz debe conducir a una toma de postura consciente en relación a la violencia. Se trata de suscitar en los jóvenes opciones socio-políticas favorables a un desarrollo de los valores que alimentan la paz. La educación a la paz ayuda a percibir los conflictos y suscita actitudes de diálogo y búsqueda de la verdad. Los constructores de la paz son hombres, antes que nada, empeñados en la búsqueda de la verdad, colaboradores, dialogantes. No hay educación para la paz donde hay integrismo, polarización, rechazo sistemático, partidismo, defensa a ultranza de los propios intereses, manipulación de la verdad. En definitiva educar para la paz es educar en los valores democráticos. Todo cristiano debe, en buena lógica, ponerse al servicio de todo aquello que afiance y construya la democracia como primera y principal garantía de un mundo pacífico.

* Educación de la conciencia ética

La paz nace en un suelo moral auténtico, donde se busque constantemente la clarificación y el discernimiento; la lectura atenta de los signos de los tiempos.

Son varios los ámbitos donde el joven se educa para la paz: la familia, la escuela, y también el grupo. El grupo puede reforzar una serie de valores decisivos: el sentido del otro, la convivencia, la sinceridad y fidelidad, la tolerancia, la amistad, la responsabilidad. El grupo desarrolla el sentido social; habitúa a sentir las necesidades de los otros. Una verdadera socialización no favorece la violencia, sino la paz.

La consecución de la paz no es solamente una tarea política de grandes y complejas dimensiones. Tiene un factor educativo muy importante. Así se expresa el Concilio Vaticano II: <<Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que, todos juntos, podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore>>, (GS 82).