Dialogo de la imposibilidad


La dificultad del diálogo entre Moralistas y Economistas

Por Arthur Findolin Utz
 

 

 
Este artículo apareció en la revista Nuntium de la Pontificia Universidad Lateranense, Roma, Junio de 1997 año 1 número 2 pp. 95-101.

El objetivo de la economía no es el consumo sino el rédito del trabajo. Por lo cual, si los economistas no modifican la teoría sobre el crecimiento y la concurrencia perfecta, no puede existir encuentro con la doctrina social católica.

Desde hace algunos años las ciencias económicas y sociales están empeñadas en el llamado diálogo interdisciplinar. Este es el motivo de la fundación de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales. Sea en ocasión de simposios tenidos en esta Academia, sea durante otros numerosos simposios interdisciplinares, he podido constatar que los moralistas, es decir los representantes de la doctrina social católica, y los economistas hablaban dos lenguas diversas.

Esto se ha evidenciado claramente en referencia al tema de la desocupación. El moralista sostiene, con las palabras de Juan XXIII, que el trabajo tiene prioridad respecto al capital. El economista explica que sin capital no es posible producir, y que, primero de pensar en la distribución del trabajo, se debe pensar en la producción, la cual no existe sin el capital.

De este modo, todo diálogo viene interrumpido. Se continúa solamente a hablar sin entrever alguna solución. Este dilema encuentra su fundamento en la filosofía y por supuesto en la teología. Se trata de la cuestión relativa al sentido de la vida, que el economista evita.

El intento fundamental del economista

El economista considera como su función principal el mostrar como se deba organizar la producción social para obtener, en modo más conveniente, un tenor de vida lo más alto posible. La expresión conveniente es sinónimo de: con el empleo racional de los recursos, es decir producir sin despilfarro. Se debería por lo tanto introducir en el comercio, en un mercado concurrencial, la oferta más conveniente. El empleo de los recursos minerales, del capital y del trabajo debe tener un lugar de manera así racional de hacer alcanzar el acrecentamiento más veloz y más alto posible del tenor de vida. El crecimiento es infinito y, conformemente, se presupone aún un consumo que aumenta al infinito. Es típico del economista hablar de crecimiento económico cuando aumenta el capital y la ganancia, sin ver el número creciente de los desocupados. Quien puede comprar esta producción en crecimiento y quien la consume no vienen mencionados. En todo caso lo pueden hacer solamente aquellos que tienen un rédito adecuado, o sea el poder de comprar.

El intento fundamental del moralista
El moralista descubre ya en este intento fundamental del economista un cierto materialismo. Seguramente todo hombre tiene interés de facilitarse el trabajo durante la fabricación de un producto. No obstante esto él reflexiona denodadamente sobre cuánto trabajo considera superfluo durante su vida. La mayor parte de las personas no tienen necesidad de un alto grado de comodidad. Quieren trabajar y tener una vida sosegada. Aquí encontramos una filosofía de vida totalmente diversa a la del economista. La expresión crecimiento, según el moralista tiene sentido solamente cuando todos pueden participar de este crecimiento. El moralista, por lo tanto, puede aprobar el crecimiento solamente cuando, al mismo tiempo, la distribución es considerada socialmente justa, esto está incluido desde el principio.

El economista toma en broma al moralista explicando que sería paradójico frenar el progreso de la técnica, y por lo tanto el crecimiento económico, como si nos encontrásemos todavía en aquél estado de desarrollo en el cual el bastidor mecánico era desconocido. Pero el moralista considera este hecho desde otro punto de vista, o sea desde el punto de vista de la vida. ¿Se puede todavía hablar de crecimiento económico cuando de improviso se reducen los puestos de trabajo al 50% por el uso de una nueva técnica y cuando los operarios licenciados son confiados a indemnizaciones por desocupación? El economista por el contrario, dirá que los operarios licenciados encontrarán un nuevo puesto de trabajo a través del crecimiento de la economía complexiva[2]. Este es el error de fondo del liberalismo. Porque no es cierto que un mayor oferta de mercadería trae una mayor oferta de puestos de trabajo. Esta tesis de la teoría de la oferta debería finalmente ser reconocida por los capitalistas liberales como por si misma contradictoria. Substancialmente se trata de la siguiente cuestión: ¿el crecimiento puramente económico tiene una superioridad más elevada sobre el derecho de trabajo, tal de permitir capitalizar en todo caso, sin tener cuidado de las consecuencias para los puestos de trabajo? El moralista explica: es mejor que todos los miembros de la sociedad puedan trabajar y vivir satisfechos antes que ver aumentar el tenor de vida solamente para una parte de la sociedad. Esto quiere decir: la capitalización no debe llevar a una sociedad biclasista, el tenor de vida, por lo tanto, debe crecer solamente sobre la base de una media general. En otras palabras: se debe aspirar al crecimiento solamente considerando la distribución del trabajo. Al centro de este problema se pone la cuestión de la ganancia, que trataremos seguidamente.

Así viene contemporáneamente dicho que todos nosotros debemos conducir una vida más simple y parsimoniosa por motivos sociales. Es completamente el contrario de aquello a lo que aspira el economista respecto al crecimiento. En todas las discusiones con los economistas se puede sentir el eslogan: no queremos en ningún modo retroceder del standard de bienestar alcanzado hasta ahora. Haciendo así, el economista no se da cuenta que se ha alcanzado hoy un alto tenor de vida en los países capitalistas, solamente por el hecho que la mayoría de la humanidad vive en la pobreza.

El capital es el factor más movible de la producción. El trabajo es ligado a la patria porque el hombre tiene necesidad de una patria; no es posible trasladarlo sin sacarlo de su raíz vital. El economista no comprenderá jamás - juzgando desde su filosofía de vida- esta afirmación de la Laborem exercem: el capital no es nada más que trabajo acumulado. No es necesario ser marxista para decir esto. El capital de por sí es inferior al trabajo. En cierto momento, el crecimiento arriba a un punto en que no es más utilizable. El apetito pasa cuando el estómago esta lleno.

El orden económico según el economista

Dado que para el economista solamente tiene valor la ganancia, él piensa únicamente en aquel hombre que busca la utilidad. Considerado, sin embargo, que aquél que busca la utilidad es siempre un individualista, la economía debe ser ordenada en manera tal que todos los individuos puedan encontrar la utilidad. Esto quiere decir que el orden económico es un sistema con reglas en las cuales nadie es juez de a otro, porque cada uno debe observar la misma regla de la concurrencia. Si alguno busca la propia utilidad o ganancia, observando el orden jurídico no existe ninguna injusticia según aquellos que piensan solo económicamente. Como en el deporte, ninguno de los singulares participantes tiene el derecho de llamar la atención sobre el propio cansancio físico, así cada uno debe contentarse, en la concurrencia económica, de las propias fuerzas físicas y económicas. Por lo tanto el economista, se pone, por ejemplo, aún contra el reglamento del horario de trabajo. Quien quiere tener abierto el propio negocio, aún en domingo, debe poderlo hacer. La así llamada ley sobre el horario de cierre de los negocios y el derecho al trabajo en general no han sido inventada por los economistas, sino por aquellos que se ocupan de la política social. K. Fr. von Hayek ha explicado explícitamente que el concepto de justicia social resale en la época en que el hombre vivía todavía como un bárbaro. La justicia social no concierne al tema de la distribución, sino al de la concurrencia.

El orden económico, por lo tanto, viene definido, de máxima como un sector propio de la vida separado de todo el resto que puede ser determinado solamente a través de la concurrencia. Por esta razón de parte del estado vienen concedidos solo intervenciones conformes al mercado. La concurrencia perfecta permanece el ideal del orden económico justo.

Si por lo tanto, los países en vías de desarrollo quieren tener acceso a la economía complexiva, deben orientar su oferta de mercaderías según la exigencia de los países ricos. Si los países ricos requieren café a bajo precio, los países en vías de desarrollo son obligados, en consecuencia, a cultivar café. Haciendo así crean una monocultura de la cual no podrán salir cuando los países ricos, un día, no deseen más su café. ¿De qué cosa vivirán entonces?

En el interés de la concurrencia perfecta viene reclamado hoy la globalización de todos los mercados. Esto tiene como consecuencia que los países pobres envían la propia mano de obra, a bajo costo, a los países ricos. Aquí se crea, ahora, una maciza desocupación que provocan desórdenes sociales. O también, los países ricos transfieren sus propias industrias modernas a los países en vía de desarrollo, suponiendo que éstos se transforman al mismo tiempo adquiriendo de la propia producción; al mismo tiempo ellos mismos tienen cerrada la propia agricultura creando una nueva sociedad biclasista.

El orden económico según el moralista

El moralista reconoce la utilidad puramente teórica del modelo de la concurrencia perfecta. Todavía, con esta teoría del juego no se puede modelar la vida. El moralista sabe, obviamente, que el hombre en lo más profundo de su alma es un egoísta. Esta, sin embargo, no es la definición del hombre que obra en la economía, sino solamente una abstracción parcial como diría Aristóteles. El hombre que trabaja no está solamente sediento de ganancia, él desea también trabajar. Quiere ganarse la subsistencia. La constatación que existen hombres que quieren vivir sin trabajar, no debe ser generalizada en el sentido de una definición de hombre en economía.

Naturalmente tenemos necesidad de la concurrencia, es decir una economía de mercado tal a sostener, en vía de principio, la iniciativa privada y el trabajo autónomo. Por amor de la iniciativa privada y del trabajo autónomo la doctrina social católica defiende el derecho a la propiedad privada. Tal derecho, sin embargo, debe ser garantizado para todos, no solo de manera negativa, sino también positiva. Esto quiere decir: la persona singular no debe ser solamente libre de obstáculos, sino debe ser sostenida allí donde se encuentre en desventaja con respecto a los otros.

La ordenación de la economía privada debe recaer bajo el axioma de la distribución justa. Por este motivo, la economía de mercado que no considera la distribución, es absolutamente un monstruo, es absolutamente débil.

En esta ocasión es necesario afirmar que la así llamada economía social de mercado, como existe en Alemania, no es suficiente. Porque en ésta el principio de la distribución se encuentra solo al segundo lugar, como corrección de aquello que la concurrencia no puede cumplir. Por este motivo se habla en Alemania de segunda distribución de rédito, mientras que la primera distribución del rédito se logra a través del mercado. La primera distribución del rédito, sin embargo, debería ser estructurada en modo tal de realizarse en ella la justa distribución.

Una economía de mercado social y justa debería ser organizada en modo que, proporcionalmente, todos aquellos que pueden y quieren trabajar encuentren el trabajo (plena ocupación). Aquellos que no pueden trabajar y que por lo tanto no pueden ser activos en la economía por motivos de enfermedad, etc., deben recibir el rédito a través de un subsidio social. Esta es la segunda distribución del rédito y en la cual se habla en la economía de mercado social alemana. Debe ser, sin embargo, subrayado que la primera distribución del rédito en Alemania sigue el modelo de la concurrencia perfecta y, por lo tanto, el pensamiento liberal.

Para estructurarse en la economía de mercado como social en sí, es decir tal que todos encuentren trabajo, debe ser posible maniobrar en cualquier modo las inversiones. Todavía el economista refuta todo tipo de maniobra de las inversiones cualquiera sea la denominación, en cuanto los economistas la identifican con la economía planificada socialista, que, como se sabe, a fallido. La cuestión sobre la maniobra de las invenciones se concentra, sin embargo, solamente sobre la cuestión relativa a que cosa debe suceder con el rédito de la ganancia. El rédito de la ganancia debe ser netamente distinto del rédito del trabajo, sea cual sea, el nombre que él tenga. Sea trabajo manual, que trabajo intelectual. No es comparativamente la ganancia más alta que una prestación humana. Al contrario es una entrada suplementaria que deriva de la regla del juego de la concurrencia sobre el mercado monetario y sobre el mercado financiero. Por lo tanto no se puede calificar en todo la ganancia como un derecho del poseedor del capital. Requiere una reglamentación social.

El rédito del salario debería servirnos no solamente para el consumo inmediato, sino también para una aseguración personal, en caso de enfermedad o de vejez. Esta aseguración privada debe ser obligatoria para aliviar así la previdencia social y preservarla del empobrecimiento.

La ganancia debería ser utilizada para nuevas inversiones solamente en el ámbito de la plena ocupación. Conformemente a la propuesta de programas alternativos de parte del Estado debería ser efectuada, respectivamente, una reglamentación de la cuota de consumo y de las inversiones. Solo haciendo así el equilibrio entre oferta y demanda puede ser regulado macroeconomicamente. No se trata, por lo tanto, de una reglamentación de la cuota microeconomía.

No quiero comprometerme por una forma precisa de dirigismo económico. Quiero solamente mostrar que no bastan las disposiciones conformes al mercado, que parten de la concepción de la concurrencia perfecta, para resolver los problemas actuales de la desocupación. La política fiscal, así como es aplicada hoy, seguramente no está inspirada hacia el mercado. Es una intervención incontrolable en la relación entre oferta y demanda. La reglamentación de la cuota macro económica, por el contrario, es un instrumento moderado y controlable del dirigismo económico.

Conclusión

Hasta que el economista no modifique la propia opinión sobre el crecimiento, como algo a lograr absolutamente, en fuerza de la teoría de la concurrencia perfecta, no puede entrar en diálogo con la doctrina social católica. El objetivo de la economía no es el consumo posiblemente alto, sino el rédito del trabajo para todos. Concurrencia significa organización de una economía de mercado que debe solamente estimular la iniciativa privada y el trabajo autónomo y no debe, sin embargo, en ninguna manera poner el capital más allá que el trabajo. La eficiencia y el crecimiento deben ser definidos a través de las metas sociales. Así resulta inevitable una cierta nivelación del tenor de la vida en general. Esto no quiere decir otra cosa que una distribución del rédito largamente difusa.

Hasta que el economista no reconozca estos principios, él no podrá realizar lo que pide la doctrina social católica. Si el economista no abandona la propia concepción materialista del crecimiento y de la eficiencia, el economista y la doctrina social católica hablarán siempre dos lenguas diversas y no podrán comprenderse entre ellos.


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[1] Arthur Fridolin Utz, nacido en el año 1908 en Basilea, entró en la Orden de los Frailes Dominicos en el año 1920; ordenado sacerdote en 1934. Profesor emérito de Ética y Filosofía social en la Universidad de Frigurbo (Suiza) y presidente del Instituto Internacional de Ciencias Políticas y Sociales (Pensier, Suiza), y miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales. Entre sus publicaciones: Weder Streik noch Aussperrung. Eine sozialethische Studie (1983); Glaube und demokratischer Prularismus im wissenschaftlichen Werk von Joseph kardinal Ratzinger (1989).

[2] Entiéndase por economía complexiva la macroeconomía, es decir el ámbito donde se encuentra (en el ámbito económico) el Estado, el mercado, la familia y cuerpos intermedios). N del T.