En el Día de los Difuntos

 

Artículo de José-Román Flecha Andrés, catedrático de Teología en la UPSA

 

En el Cántico de las criaturas, compuesto por San Francisco hacia el final de sus días, hay una estrofa en que la muerte, como las demás criaturas, es motivo de alabanza al omnipotente, altísimo y bondadoso Señor de todas las cosas: “Y por la hermana muerte ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución. ¡Ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios”.

 

La muerte nos ronda desde el primer instante de nuestra vida. Nos marca como objetos de su propiedad. Nos precede y nos persigue. Hace falta una gran altura humana para atreverse a llamarla “hermana”. Sólo los “pobres” como Francisco la nombran así con toda verdad.

 

- La muerte biológica es nuestra herencia común y universal. Nada más cierto que ella y nada más incierto al mismo tiempo. La tememos y nos fascina, como los grandes misterios, como el más arraigado “tabú” de la existencia.

 

- La muerte espiritual se insinúa con su villanía en las horas grises y turbias en las que perdemos el brillo de la estrella, el fulgor de los ideales, el regusto del amor primero. Es la rutina y la náusea, el flirteo con el mal y el cansancio de los buenos.

 

- La muerte eterna no es una fatalidad. Pero se alza en el horizonte como una posibilidad, encadenada a mil traiciones consentidas a la gracia que nos salva. Es la obcecación y el fracaso. La libertad esclavizada. La idolatría irresponsable. El rechazo a la vida en el amor.

 

En esta jornada, recordamos con piedad a todos los que nos precedieron por los caminos de la historia y en el signo de la fe. Damos gracias a Dios por los muertos que nos han dado la vida con la suya y con su morir silencioso y cotidiano. Y por los que nos han dado razones para vivir la vida con humilde fe, con generosa donación y con ardiente esperanza.

 

Ninguno de ellos ha muerto en solitario. Jesús de Nazaret ha muerto con la muerte de los humanos. Tampoco este trago había de serle ahorrado. Fue la muerte para Él consecuencia y coherencia con su encarnación verdadera y sin retroceso. “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22).

 

Al recordar a todos los que se nos han muerto en el Señor, la Iglesia glorifica al Señor que ha muerto con ellos y por ellos: “Porque Él aceptó la muerte, uno por todos, para librarnos del morir eterno: es más, quiso entregar su vida para que todos tuviéramos vida eterna”.

 

Junto a las flores que ofrecemos a nuestros difuntos, ofrecemos a Dios nuestras plegarias por ellos. Nuestro recuerdo y gratitud no se identifican con los de los paganos. También la conmemoración de los fieles difuntos es para nosotros una celebración de la vida y de la gracia de Aquél que nos ha sido revelado como el Testigo fiel y el Primogénito de entre los muertos (Ap 1,5).

 

En este año en que hemos leído el evangelio según San Lucas, tomamos de él un texto venerable para que ilumine nuestra reflexión en este día. Son las palabras de un centurión romano, seguramente pagano, que vislumbra en Jesús una dignidad insospechable:

 

• “Ciertamente este hombre era justo”. Así habían sido calificados Zacarías e Isabel al principio de este evangelio (Lc 1,6). Y así será calificado José de Arimatea casi al final del mismo (Lc 23,50). Jesús es, entre ellos, el modelo más excelso de aquella justicia que equivale a la santidad misma de Dios.

 

• “Ciertamente este hombre era justo”. El evangelio de Lucas había recordado también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás (Lc 18,9). Jesús los había desenmascarado subrayando la justicia de los humildes y de los que se reconocen como pecadores. Precisamente por ser justo, estaba más cerca de estos, en la vida y en la muerte.

 

• “Ciertamente este hombre era justo”. Tal nos gustaría que fuese el epitafio de nuestros seres queridos. Y el nuestro. A la misericordia de Dios los confiamos. Y a ella confiamos también nuestra vida y nuestro encuentro con la hermana muerte.