Devoción a la Trinidad y carisma ignaciano

  • Javier Osuna Gil, S.J.

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    Los dones místicos que engastaron la experiencia trinitaria de Ignacio de Loyola impresionan a quien se acerca a la Autobiografía, a su Diario espiritual o a las vidas del santo escritas a lo largo de más de quinientos años. Lágrimas, visiones, intensas consolaciones, ´loqüela’...Cuando él describe para sí mismo, o con el propósito de ayudar a otros, la forma como contemplaba la Trinidad y la calidad de sus consolaciones [«devoción calorosa y como rúbrea»...«tanto que a veces perdía el habla»...«quietándome y regocijándome en gran manera, hasta apretarme los pechos»...], la figura del santo fundador como que se escapa de nuestro alcance y la percibimos lejana e inimitable.

    El peregrino, que mientras reza las horas de Nuestra Señora en las gradas del monasterio de los dominicos siente que se le eleva su entendimiento y «como que veía la santísima Trinidad en figura de tres teclas»; o a quien se le representa «el modo con que Dios había criado el mundo, que le parecía ver una cosa blanca, de la cual salían algunos rayos, y que de ella hacía Dios lumbre», nos deslumbra como el santo cuya vida interior fue particularmente cultivada por Dios para fundar la Compañía de Jesús, pero cuya espiritualidad trinitaria no formaría parte del carisma que supuestamente los jesuitas hemos heredado y consecuentemente debemos cultivar y acrecentar en nuestra propia vivencia espiritual.

    Quizás sea ésta la razón de que, en la práctica, la devoción a la Trinidad no constituya una característica muy explícita de nuestra vida espiritual, a pesar de haber practicado tantas veces los Ejercicios; y de que no hayamos sido formados en una fuerte experiencia trinitaria de Dios. Quizás, también por esto, el Diario espiritual de San Ignacio ha sido siempre una pieza tan desconocida entre los jesuitas –además de la dificultad para leerlo y entenderlo –; y el fundador de la Compañía es más conocido en la historia como un asceta frío y riguroso, formador de recias voluntades, que como el hombre conducido en todo momento por la consolación del Espíritu Santo, colmado de afecto a cada una de las tres Personas de la Trinidad, cuyo perfil humano pudo trazar Hipólito Jerez a través de «ternuras ignacianas».

    Pedro Arrupe invitó a la Compañía de Jesús a redescubrir la inspiración trinitaria del carisma ignaciano, convencido por su propia experiencia espiritual de que la esperada renovación interior y apostólica de la Orden encontrará un formidable impulso dinámico si todos nos empeñamos en descubrir y reproducir en nosotros el «itinerario interior de nuestro fundador, que conduce directamente a la Santísima Trinidad y desciende de ella al servicio concreto de la Iglesia y ‘ayuda de las ánimas’».

    Será preciso, pues, distinguir entre las gracias especiales con las que Dios engalanó la experiencia trinitaria de San Ignacio – dones personales que el Señor concede graciosamente según «su ordenación divina», y que no forman parte del carisma ignaciano – y la «devoción trinitaria» que sí debe caracterizar la espiritualidad legada por el santo a la Compañía de Jesús. Más que hablar de la mística trinitaria que alcanzó el santo fundador, debemos reflexionar sobre el camino trinitario que él recorrió y que propuso a «todo el que quiera militar para Dios bajo el estandarte de la cruz en nuestra Compañía de Jesús»; el cual ha de procurar «mientras viviere, poner delante de sus ojos ante todo a Dios, y luego el modo de ser de este su instituto, que es camino para ir a El, y alcanzar con todas sus fuerzas el fin que Dios le propone, aunque cada uno según la gracia con que le ayudará el Espíritu Santo y según el propio grado de su vocación».

    La dimensión trinitaria del carisma ignaciano significa entonces para todo jesuita, no que esté llamado a lograr la mística alcanzada por Ignacio, sino que su acercamiento a Dios estará marcado por la relación trinitaria y la devoción a las tres Personas divinas que vivió el santo y que dejó a toda la Compañía, principalmente a través de los Ejercicios. Cada jesuita participa de este modo de ser y proceder de la Compañía, aunque cada uno «según la gracia con que le ayudará el Espíritu Santo»; y ha de recorrer este camino, no para conseguir por sí mismo aquellos dones místicos, sino para aparejarse a que «el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante».

    Características de la devoción trinitaria de Ignacio

    Dice la Autobiografía que el peregrino «tenía mucha devoción a la Santísima Trinidad, y así hacía cada día oración a las tres Personas distintamente. Y haciendo también a la Santísima Trinidad...». Esta práctica la inició ya desde sus primeros meses en Manresa, desde luego conducido por la unción del Espíritu que «en este tiempo lo trataba...de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño». Veintidós años más tarde, en su Diario espiritual, registra esta misma devoción de orar a las tres Personas y también indistintamente a la Trinidad, ya con la madurez del hombre «espiritual y aprovechado para correr por la vía de Cristo nuestro Señor».

    Esta experiencia espiritual forma parte principal de aquellas «cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles [y] le parecía que podrían ser útiles también a otros», razón que lo movió a escribir los Ejercicios. Explícitamente aconseja al ejercitante, en la contemplación de la Encarnación, «hacer un coloquio, pensando lo que debo hablar a las tres Personas divinas, o al Verbo eterno encarnado, o a la Madre y Señora nuestra». Es la forma de proceder que sugiere para todos los ejercicios siguientes durante la segunda semana. Es de suponer que al final de los Ejercicios, el ejercitante habrá adquirido una familiaridad para experimentar a Dios, relacionándose con cada una de las Personas, o con el Dios trino, con toda la espontaneidad propia indicada para el coloquio ignaciano. Otro tanto encontramos en los tres coloquios de la primera y de la segunda semana, en los que se aconseja la petición a Nuestra Señora, al Hijo y al Padre: a la Madre como camino de acceso al Hijo; a éste como mediador ante el Padre; al Padre como dador de todas las gracias que se suplican en los Ejercicios, a través de su Espíritu («todo es don del Espíritu Santo»).Es también la forma como San Ignacio imploraba la confirmación divina a través de «los mediadores», como leemos en el Diario espiritual.

    Esta devoción se manifiesta en Ignacio con una ternura y un amor cargado de consolación, a la vez que con delicado respeto no exento de la espontaneidad que en alguna ocasión le permite «indignarse» con la Trinidad y volverse enseguida a pedirle perdón y buscar la reconciliación.

    La diferente relación de Ignacio con las tres Personas

    Llama la atención que en el texto de los Ejercicios no menciona a la Trinidad con este nombre, aunque habla de «las tres Personas divinas», del Padre o del Hijo. Al Espíritu Santo solo se refiere explícitamente 8 veces, 6 en los textos evangélicos de la lista de los misterios de Cristo y 2 en las reglas para sentir en la Iglesia. La presencia del Espíritu es, sin embargo, constante, gracias al discernimiento de las consolaciones: paz interior, gozo espiritual, esperanza, fe, amor, lágrimas, elevación de mente...que «todos son dones del Espíritu Santo». Por el contrario, en su Diario espiritual la referencia distinta a las tres Personas y a su relación con cada una de ellas, es muy rica y abundante.

    Lo primero que debemos advertir es que el santo oraba muy frecuentemente a la Santísima Trinidad en sus tres Personas, aunque sin disociar unas de otras, pues «conocía, sentía o veía» la unión de las Tres personas en su actuación, a causa de la unidad de esencia. En la Autobiografía cuenta curiosamente cómo al comienzo de su nueva vida espiritual sentía un nudo, pues al hacer cada día oración a las tres Personas, conversaba también con la Santísima Trinidad y se sorprendía de «cómo hacía 4 oraciones a la Trinidad». Esta inquietud no le causaba, sin embargo, mayor problema; pues podía contemplar la unidad de las Personas en el obrar de cada una y caía en cuenta de que el origen de todas las gracias que recibía estaba en el ser divino de la Trinidad. Así, contemplaba la Trinidad en figura esférica de la que derivan el Padre, el Hijo y el Espíritu. Durante la misa del 21 de febrero recibe una especial inteligencia: que «en hablar al Padre, en ver que era una Persona de la Santísima Trinidad, me afectaba a amar toda ella, cuanto más que las otras Personas eran en ella esencialmente». Otro tanto sentía en la oración al Hijo y en la oración al Espíritu Santo, gozándose de sentir consolaciones de cualquiera y atribuyéndolas a las tres Personas. Este conocimiento o visión («en esta misa conocía, sentía o veía, Dominus scit»), le permite resolver aquella inquietud que tenía sobre las cuatro oraciones: «Me parecía tan grande haber soltado este nudo o cosa semejante, que no cesaba de decirme a mí mismo, refiriéndome a mí: ‘¿Quién eres tú? ¿de dónde vienes?, etc. ¿Cómo ibas a merecerlo?, o ¿de dónde te viene esto? etc.».

    Lo más usual, como puede comprenderse por lo que escribió en el texto de los Ejercicios, era su costumbre de hablar con cada una de las Personas, con un especial matiz de su devoción a cada una de ellas. También en la liturgia de las misas que celebraba, cuando ‘se apropiaba’ de las oraciones, según su expresión, aprendió a entender un poco más la actuación de las Personas y la propiedad con que esas oraciones se referían a cada una.

    Así, el Padre es Aquel de quien todo procede y al que todo se dirige. «El Padre ocupa un lugar excepcional, reconocido como principio fundamental, fuente y raíz de las otras Personas. La esencia divina, para Ignacio, lo lleva primeramente al Padre y después a las otras personas».

    El Padre es la fuente de toda gracia, el autor de todo don. De ahí que a los ‘mediadores’ pide que le alcancen del Padre la gracia especial deseada, mientras que se dirige al Padre pidiendo «que el mismo Señor eterno me lo conceda, y con esto un Pater noster». El Padre tiene un proyecto de vida para el hombre, que realiza en la historia por medio del Hijo, con la fuerza del Espíritu. Resuena aquí espléndidamente la palabra de Pablo en el capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios, cuando describe el movimiento en que el Mesías, después de haber puesto todos los enemigos bajo sus pies y de someter el universo entero, entregará el reinado a Dios Padre para que El sea todo para todos. El mismo Ignacio lo expresa de otra manera en la contemplación del llamamiento del Rey eternal: Jesucristo es presentado como rey eterno que llama a todos diciendo: «mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre».

    El sábado 16 de febrero escribe en su Diario espiritual que en la oración acostumbrada no ha sentido a los mediadores, pero, después de dudar a quién encomendarse primero, con bastante devoción, con una muy grande serenidad y cierta dulzura le «ha parecido que descubría más al Padre y que me atraía a sus misericordias, sintiendo en mí más propicio y más aparejado para impetrar lo que deseaba (no me pudiendo adaptar a los mediadores), y este sentir o ver creciendo, con mucha abundancia de lágrimas por el rostro, con una grandísima confianza en el Padre...».

    A semejanza de la doxología paulina («la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo»), el amor es lo propio del Padre. Un amor que se entrega a los hombre en la gracia del Hijo, por la consolación del Espíritu. Llama la atención que San Ignacio experimenta este amor del Padre como «sus misericordias». El Padre es el Dios, rico en misericordia [en solidaridad compasiva], que lo atrae, para disponerlo a encontrar la mejor manera de servirle; precisamente en ese momento concreto de su búsqueda, cuando trata de descubrir la forma de pobreza que debe abrazar la Compañía para identificarse más con Jesucristo en la misión de «predicar el Evangelio en pobreza».

    Su experiencia de Dios Padre nos la comunica en dos lugares muy principales de los Ejercicios: la anotación 15 y la contemplación para alcanzar amor.

    En la anotación 15 el santo describe los Ejercicios desde la perspectiva del actuar de Dios, que se comunica directamente a «su ánima devota, abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante». Es la misma experiencia que anotaba en su Diario; y aunque en este texto de los Ejercicios pareciera que habla indistintamente de la Trinidad, una penetración más profunda de su espiritualidad nos indica que se refiere al Padre, Amor que se da y quiere darse, que inspira a Ignacio el deseo de servirle y la petición de ser recibido debajo de la bandera de Jesús, y que finalmente acepta su ruego y lo pone con el Hijo: «vio tan claramente que Dios Padre le ponía con Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre le ponía con su Hijo». Diego Laynez referirá más tarde que a Ignacio «le parecía ver a Jesucristo con la cruz a cuestas y al Padre eterno que le decía a su Hijo: quiero que tomes a éste por servidor tuyo».

    En la contemplación para alcanzar amor, el Padre que "atrae" a Ignacio con «sus misericordias», lo llena de confianza en su amor providente, como lo expresara San Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». La conciencia de sentir el amor del Padre y de reconocerlo enteramente, reforzará su disposición para «en todo amar y servir a la divina majestad». San Ignacio ha alcanzado el Amor, o se ha dejado alcanzar por él. El 12 de febrero registra en su Diario que se había despertado y comenzado a orar antes de levantarse y que «no acababa de dar gracias a Dios nuestro Señor mucho intensamente, con inteligencias y con lágrimas, de tanto beneficio y de tanta claridad recibida, no se pudiendo explicar». Este calor interior, devoción y amor intenso lo acompañarán durante toda la jornada, después de levantarse, en la misa, «andando a D. Francisco, con él y después veniendo», acordándose de tanto bien recibido y moviéndose a nueva devoción creciente y a lágrimas. Nos encontramos ante un ejemplo de contemplación para alcanzar amor, practicada por Ignacio en la vida corriente.

    La expresión de que el Padre lo atraía a sus misericordias da pie para pensar un momento en la riqueza que puede tener para nosotros hoy este acceso al Padre, como el Amor rico en misericordia, que estando muertos nos ha dado vida por Cristo. En efecto, San Ignacio nos invita a experimentar cercano al Padre que nos atrae con su amor-misericordia, disponiéndonos a servirle de la mejor manera en adelante. La reflexión teológica más reciente, especialmente en América Latina, ha vuelto su atención al concepto de misericordia, recuperando su genuino sentido bíblico, de amor solidario con el hombre en su historia sufriente. La misericordia es como el segundo nombre del amor de Dios y el modo específico de su manifestación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo. La Encíclica «Dives in misericordia» de Juan Pablo II, la Carta del Padre Arrupe «Arraigados y cimentados en la caridad», el libro de Jon Sobrino, S.J. «El Principio-Misericordia», son muestras suficientes de este interés por retomar la reflexión sobre la misericordia como la fuerza del amor solidario de Dios que se vuelca conmovido sobre el hombre deteriorado o amenazado en su vida y dignidad y actúa para salvarlo.

    El Papa Juan Pablo II en la Dives in misericordia afirma con vigor que «en el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre –que es a la vez historia de pecado y de muerte- el amor debe revelarse ante todo como misericordia y actuarse en cuanto tal...precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que ‘Dios amó tanto...que le dio a su Hijo unigénito’, Dios que ‘es amor’, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia».

    Será, pues, esta relación con el Dios rico en misericordia, la que nos pondrá en el mundo como colaboradores de Jesús, para servirle en su proyecto de dar vida, vida en abundancia. El Papa presenta a Jesús como «sacramento de la misericordia del Padre», aquel que con su estilo de vida, sus palabras y sus acciones, hace al Padre cercano al hombre, «en primer lugar a los pobres, carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente de los pecadores». Este amor-misericordia del Padre hecho presente en Jesús «nuevamente encarnado», inspirará, acompañará y plenificará el mejor servicio a la divina Majestad, en medio de las angustias y desafíos del mundo de hoy y del apremiante clamor de los pobres.

    Otro aspecto de la relación de Ignacio con el Padre es su pasión por darle gloria. Aunque la mayor gloria de Dios (A.M.D.G.) para la que fue fundada, existe y trabaja la universal Compañía, es la gloria de la Santísima Trinidad, Jesús nos enseñó en la oración del Padre Nuestro a pedir y a trabajar para que el nombre del Padre sea glorificado; y nos precedió con el ejemplo de su vida, dedicada exclusivamente a agradar al Padre, a buscar su gloria y a llevar a cabo la misión que El le encomendó. La gloria del Padre es que el hombre tenga vida y la Compañía de Jesús tiene su razón de ser en gastarse procurando la mayor gloria de Dios a través del servicio multiforme para llevar vida plena a toda clase de personas. Esto se expresa bellamente en la doxología de la liturgia eucarística, en la que por Cristo, con El y en El, rendimos todo honor y toda gloria al Padre, en la unidad del Espíritu Santo.

    Dentro de una mística trinitaria podríamos encontrar en el Principio y Fundamento de los ejercicios, más allá de lo que probablemente pensó Ignacio, que la vocación del hombre es «alabar» (glorificar) al Padre, «servir» al Hijo en la misión de glorificar al Padre dando vida al mundo, y «hacer reverencia» al Espíritu, dejándonos guiar por su unción en la misión.

    La relación de Ignacio con el Hijo es una relación de seguimiento y servicio. Desde su primer encuentro con la persona de Jesús, con la lectura de la vida Christi del Cartujano mientras convalecía en la Casa-Torre de Loyola, el corazón de Iñigo se apasiona y se enciende en deseos de imitarlo, a semejanza de los santos. En el largo proceso de conversión y maduración de su fe, durante su permanencia en Manresa, Dios lo va conduciendo como un Maestro de escuela guía a un niño y le descubre el ideal del seguimiento y del servicio de Jesús en la misión.

    La humanidad de Jesús es frecuentemente el objeto de su experiencia espiritual; peregrina a Jerusalén para conocer la tierra del Señor, en donde quiere permanecer dedicando su vida a reproducir el camino de Jesús anunciando el Evangelio. Y desde entonces comienza una súplica incesante al Padre, con la intercesión de María, para que quiera «ponerlo con su Hijo y Señor», en solidaridad de vida y trabajo. Es en la visión de La Storta cuando Ignacio, mientras ora en la sencilla capilla, comprende que su oración ha sido escuchada y que el Padre lo recibe y «lo pone con su Hijo». Tiene aquella experiencia espiritual a la que nos hemos ya referido, de que el Padre se dirige a su Hijo que carga con la cruz, y le dice: «quiero que tomes a éste como servidor tuyo»; Jesús se vuelve entonces a Ignacio y le dice: «yo quiero que tú nos sirvas». Desde aquel momento el peregrino no puede ya dudar de que ha sido recibido, con sus amigos, como compañero y colaborador de su Señor. El servicio de Jesús y con Jesús al proyecto del Padre dará origen a la Compañía, dedicada a prolongar la misión de Jesús con las mismas características con que la realizó él con el grupo de sus discípulos (con El y como El).

    El nombre de Jesús llena de consolación al santo. Así lo expresa hermosamente en un pasaje de su Diario: «En el preparar del altar y del vestir, un representárseme el nombre de Jesús, con mucho amor, <con mucha> confirmación y con crecida voluntad de seguirle, y con lágrimas y sollozos. En toda la misa, a la larga muy grande devoción y muchas lágrimas, perdiendo bastantes veces el habla; y todas las devociones y sentimientos se terminaban a Jesús, no pudiendo aplicar a las otras personas, sino cuasi la primera persona era Padre de tal Hijo, y sobre esto réplicas espirituales: ¡cómo Padre y cómo Hijo!» (¡qué manera de ser Padre y qué manera de ser Hijo!).

    Unas veces se dirige a él como segunda Persona de la Trinidad, Hijo de Dios, Verbo eterno del Padre; pero otras, las más, al Verbo encarnado, al Hijo de María, a la humanidad de Jesús. La manera como se dirige a Jesucristo en el Diario difiere de la manera como lo hace en los Ejercicios y en la autobiografía. En estos comúnmente lo llama ‘Cristo nuestro Señor’; en el Diario «es el nombre "terrestre", tierno e íntimo de Jesús, que viene constantemente a los labios del santo, sobre todo en la última parte del Diario, cuando debe recurrir con especial insistencia a la mediación de Jesús para poder encontrar nuevamente ante la santísima Trinidad la gracia que había perdido por su avidez».

    La humanidad de Jesús en la que reside la plenitud de la divinidad, se le presenta ahora como Mediador delante del Padre: «Después asimismo sentir a Jesús haciendo el mismo oficio, en el pensar de orar al Padre, pareciéndome y sintiendo dentro que él hacía todo delante del Padre y de la Santísima Trinidad». «Y en el tiempo de la misa, al decir de <Domine Iesu Christe, fili Dei vivi, etc.>, me parecía que veía en espíritu a Jesús, no como lo había visto antes, como dije, blanco, es decir, en su humanidad, y en este otro tiempo sentía en mi ánima de otro modo, es a saber, no así la humanidad sola, sino que era todo mi Dios, etc., con una nueva efusión de lágrimas y devoción grande, etc.». Anota en este punto Santiago Thió de Pol que san Ignacio identifica la humanidad con el color blanco, tal como lo hace en la autobiografía: en Manresa vio muchas veces con los ojos interiores la humanidad de Cristo «y la figura que le parecía era como un cuerpo blanco, no muy grande ni muy pequeño, mas no veía ninguna distinción de miembros».

    También la presencia de Jesús en la Eucaristía tiene que ver con el color blanco: «Oyendo misa un día y alzándose el Corpus Domini, vio con los ojos interiores unos como rayos blancos que venían de arriba; y aunque esto, después de tanto tiempo, no lo puede bien explicar, todavía lo que él vio con el entendimiento claramente fue ver cómo estaba en aquel Santísimo Sacramento Jesucristo nuestro Señor». Otro tanto puede decirse de la experiencia del modo como Dios había creado el mundo: «que le parecía ver una cosa blanca, de la cual salían algunos rayos, y que de ella hacía Dios lumbre». Comenta Thió de Pol: «¡La humanidad de Jesús, como materia original, presencia de la creación y su fin!». La creación entera parte del amor del Padre, por Jesucristo, y camina de nuevo al Padre transfigurada.

    En el Diario Jesús aparece ante todo como el único acceso al Padre y garantía de que Ignacio está conformando su propia voluntad con la de Dios: «pareciéndome y sintiendo dentro que él hacía todo delante del Padre y de la Santísima Trinidad». Cuando de rodillas busca la confirmación de Jesús, experimenta que éste se le descubre o lo ve «al pie de la Santísima Trinidad, y con esto mociones y lágrimas».

    El padre Iparraguirre comenta que «aun en su Diario Espiritual, en que parece se rompe todo dique y se puede penetrar directamente en el piélago inmenso de las más sublimes comunicaciones trinitarias, la función mediadora de Jesucristo es verdaderamente extraordinaria. La naturaleza humana de Jesucristo le servía de pasadizo natural para subir a la naturaleza divina...Jesucristo podía realizar esta función porque por sus dos naturalezas estaba íntimamente ligado a los dos extremos. Estaba suficientemente cercano por su naturaleza humana para poderse llegar hasta él, y a la vez sumamente elevado, ya que, en cuanto Dios, estaba en la cima. San Ignacio no se olvidaba de contemplar, en cuanto podía, ambas longitudes. Contempla a Jesucristo muchas veces a través de la Trinidad, como impregnado y penetrado del Padre y el Espíritu Santo en circuninsesión trascendente y continua, en posesión total y absoluta de la plenitud divina "al pie de la santísima Trinidad". Esta refracción trinitaria que penetra lo más vital de la percepción ignaciana de Cristo, es la clave para comprender el puesto decisivo que ocupa en su espiritualidad la figura del Señor».

    La mediación de Jesús ante el Padre y la Trinidad tiene un acceso, una puerta de entrada: nuestra Señora. En un primer tiempo del Diario, Jesús actúa como mediador en compañía de la Madre. En la cadena de intercesores que pone el santo para acceder a Dios aparecen juntos muy frecuentemente la Madre y el Hijo. Curiosamente el texto del Diario que conocemos se encabeza con la anotación correspondiente al 5 de febrero, a pesar de que sus notas ha comenzado a escribirlas desde el día 2. Durante estos primeros días celebra la misa de nuestra Señora. Sus notas dicen: «antes de la misa, en ella y después de ella, con <mucha> abundancia de devoción, lágrimas <interiores y exteriores> y dolor de ojos por tantas, y ver a la Madre y al Hijo propicios para interpelar al Padre, lo cual me ha mantenido estable e inclinado a no nada [a no tener rentas], entonces y todo el día; y a la tarde, como sentir o ver a nuestra Señora propicia para interpelar». Los días siguientes experimenta «crecida confianza en nuestra Señora»; «un allegarme mucho en afecto a nuestra Señora con mucha confianza»; « mucha devoción y moción interior para rogar al Padre, pareciéndome haber interpelado los dos mediadores y con alguna señal de verlos».

    Es interesante notar la diferencia entre el Diario y los coloquios de los Ejercicios con respecto a la intercesión de María. En estos, nuestra Señora es intercesora para con su Hijo: «coloquio a nuestra Señora, para que me alcance gracia de su Hijo y Señor...». Jesús es el único Mediador ante el Padre. En el Diario, en cambio, la Madre y su Hijo juntamente interceden ante la Trinidad; más aún, María misma es intercesora directa para con el Padre. En cierta ocasión, cuando teme haber faltado y hecho avergonzar a nuestra Señora de tener que rogar tantas veces por él, tiene la sensación de que ella se le escondía. Pero una consolación acude a tranquilizarlo: «con un cierto ver y sentir que el Padre celestial se me mostraba <piadoso>, propicio y dulce, a tanto que me mostraba señal que le placería que fuese rogado por nuestra Señora, a la cual yo no podía ver». Y al terminar la misa aquel mismo día tiene la experiencia de: «sentir y ver a nuestra Señora mucho propicia delante del Padre, a tanto que en las oraciones al Padre, al Hijo y al consagrar suyo, no podía que a ella no sintiese o viese, como quien es parte o puerta de tanta gracia que en espíritu sentía».

    Jesús es igualmente modelo de seguimiento y guía que lo conduce hasta el Padre por medio de la cruz. Ignacio se siente a su sombra: «En toda la misa tuve mucho amor y <mucha> devoción...no teniendo noticias o visiones distintas de cada una de las tres personas, mas simple advertencia o representación de la Santísima Trinidad. Así mismo, en algunos momentos sentía lo mismo en relación a Jesús, como si estuviese a su sombra, como si fuera mi guía; pero esto no me disminuía la gracia de la santísima Trinidad, antes bien parecía que me unía más a su divina Majestad». La humanidad de Jesús como refugio y guía, lejos de dificultar su búsqueda de confirmación en la Trinidad, es su seguridad máxima. Por eso ha dejado en las Constituciones aquella formidable convicción de que en El solo debemos poner nuestra esperanza. Experimenta la cercanía, el calor y la ternura de su Señor. La manera como se refiere a él en el Diario difiere de los Ejercicios y de la Autobiografía, como hemos indicado, donde preferentemente trata de "Cristo nuestro Señor", mientras aquí prefiere el nombre terreno de Jesús, manifestando una relación muy íntima, cercana y tierna, aunque cargada de respeto.

    El recuerdo de haber sido colocado por el Padre con su Hijo viene continuamente a su memoria como un argumento definitivo que confirma su manera de seguir y servir a la divina Majestad. La identificación con Jesús a cuya compañía ha sido admitido, es razón suficiente para seguirlo en suma pobreza y humildad. Su servicio ha de ser realizado con las mismas características del servicio de Jesús al Padre: en abajamiento y cruz. Finalmente recibe la confirmación del mismo Jesús, que lo satisface plenamente: «al preparar del altar, viniendo a mi pensamiento Jesús, un moverme a seguirle, pareciéndome internamente que siendo él la cabeza <o caudillo> de la Compañía, era mayor argumento para ir en toda pobreza que todas las razones humanas...me parecía que este sentimiento era suficiente en tiempo de tentaciones o tribulaciones, para estar firme...y pareciéndome en alguna manera ser <obra> de la Santísima Trinidad el mostrarse o el sentirse de Jesús, viniendo en memoria cuando el Padre me puso con el Hijo».

    Ignacio había deseado recibir confirmación precisamente de la santísima Trinidad: en lugar de aceptar la forma como Dios quisiera confirmarlo, pretendía su propia manera con cierta obstinación. Pero ahora, al sentir que le es comunicada por Jesús, experimenta juntamente una fuerza y seguridad que le quitan todo temor para adelante. Ya no hay duda para él de que el servicio ha de prestarse con Jesús y como Jesús, pobre y humilde. Sus coloquios con el Hijo terminan con la oración del Anima Christi, que condensa, en la piedad medieval, el deseo de identificación con Jesús en su pasión y muerte, de caminar a su sombra, bajo su protección y de nunca separarse de él.

    La relación con el Espíritu Santo, de quien tan escasa mención hace en los Ejercicios y en la Autobiografía, cobra ahora toda intensidad. Ignacio implora también de él la confirmación: «Espíritu Santo eterno, confírmame»; hace oración a nuestra Señora, al Hijo, y al Padre «para que me diese su Espíritu para discurrir y discernir». Conversa con el Espíritu, lo ve y lo siente: «un rato adelante, coloqüendo con el Espíritu Santo para decir su misa, con la misma devoción o lágrimas, me parecía verle o sentirle en [forma de una] claridad espesa o en color de flama ígnea modo insólito [como nunca lo había visto]».

    El Espíritu es el don por excelencia del Padre y del Hijo. Quizás sea ésta una razón clara de por qué no se indica en los Ejercicios un coloquio especial al Espíritu Santo, cuando se recomiendan otros tantos a nuestra Señora, al Hijo y al Padre. Porque el Espíritu con sus dones es precisamente lo que se desea y se pide en los distintos ejercicios de oración. En una mística de servicio como es la ignaciana, la consolación del Espíritu es gracia que mueve a seguir y a servir mejor. El Espíritu es el Amor de Dios con que la criatura es abrazada por el mismo Criador y Señor y que la dispone a prestar el mejor servicio en adelante, como lo expresa la anotación 15. Su unción es la ilustración, la inspiración, el calor, la fuerza, que mueven a descubrir la voluntad de Dios y a ponerla en práctica. Ignacio en efecto atribuye todas las consolaciones al Espíritu Santo: «debe [el que da ejercicios a otro] declarar mucho qué cosa es la consolación, yendo por todos sus miembros, como son: paz interior, gaudium spirituale, esperanza, fe, amor, lágrimas y elevación de mente, que todos son dones del Espíritu Santo».

    Pero nada mejor que ir a su correspondencia epistolar para comprender más cabalmente la función que tiene para él el Espíritu Santo en el discernimiento de la voluntad de Dios. Sus instrucciones para la misión, sus orientaciones para el buen gobierno de los escolares, o para regir la propia vida, terminan frecuentemente con la recomendación de confiarse a la unción del Espíritu, que dictará en cada circunstancia lo mejor. Así como la interior ley de la caridad y amor que el Espíritu escribe e imprime en los corazones es la que ha de conservar, regir y llevar adelante a la Compañía en el divino servicio, como escribe en las Constituciones de la Orden; así también la vida y el trabajo de todos sus miembros serán regidos por ese Amor que enseña la "caridad discreta" a todo el que se dispone a buscarla. Al nombrado patriarca de Etiopía, Juan Nuñes, en una larga instrucción apostólica, le recomienda finalmente: «Todo esto propuesto servirá de aviso; pero el Patriarca no se tenga por obligado de hacer conforme a esto, sino conforme a lo que la discreta caridad, vista la disposición de las cosas presentes, y la unción del Espíritu Santo, que principalmente ha de enderezarle en todas cosas, le dictare». También en otra carta al mismo le aconseja: «Acerca de la instrucción que pedís para mejor proceder en el divino servicio en esta misión, espero os la dará más cumplida el Espíritu Santo con la unción santa y don de prudencia que os dará, vistas las circunstancias particulares». Otra carta suya al P. Urbano Fernandes, Rector del escolasticado de Coimbra, que le pide algunas máximas para el gobierno de los estudiantes, le responde: «Yo no me hallo idóneo ni aun para decir las mínimas; pero el Santo Espíritu, cuya unción enseña todas las cosas a los que se disponen a recibir su santa ilustración, y en especial en lo que incumbe a cada uno de parte de su oficio, enseñe a V.R.; y espero que lo hará, pues le da tan buena voluntad de acertar en lo que es mayor servicio suyo».

    Con el Espíritu Santo está especialmente ligada la gracia del acatamiento y reverencia, que ocupa un lugar tan importante en el Diario espiritual, sobre todo en su última parte, a partir del 14 de marzo. El santo tiene entonces una experiencia y una gracia nuevas. La gracia del acatamiento, que es como un segundo nombre del servicio: la de disponerse con total indiferencia al querer divino y conformarse plenamente con la manera como el Señor quiere conducirlo, no pretendiendo más la suya, como confiesa que lo había buscado desordenadamente. En una actitud de segundo binario, habría pretendido traer a Dios a su propio deseo en lugar de ir a donde Dios quería. Ahora se rinde totalmente; ya no insistirá más en pedir lágrimas u otras visitaciones divinas: «era en mí un pensamiento que me penetraba dentro del ánima, con cuánta reverencia y acatamiento yendo a la misa debería nombrar a Dios nuestro Señor, etc., y no buscar lágrimas, mas este acatamiento y reverencia».

    Más de treinta veces, entre el 14 de marzo y el 4 de abril, reconoce esta gracia del acatamiento, reverencia y humildad; algunas veces no la halla ni la siente, otras la suplica. "Reverencia amorosa", "acatamiento reverencial", "humildad amorosa", "acatamiento y humildad reverencial admirables"... las palabras se intercambian sin complicación alguna para registrar una nueva actitud a la que ha llegado gracias a la ‘visitación’, a veces de una Persona, a veces de otra. El calificativo de "amorosa", expresa el sentimiento de una persona a quien el Amor de Dios ha dispuesto para aceptar con gusto y generosidad la vía que se le ha querido mostrar como la mejor de todas, la que siempre tiene que seguir.

    «El resultado de todo el proceso de su búsqueda ha sido el de disponerse con una indiferencia humilde a hallar a Dios y su voluntad, no por el camino que él cree sino por aquel que Dios desea y señala. Colmado de dones místicos Ignacio se hace consiente de que ha de purificar continuamente su búsqueda, hasta llegar a la disponibilidad más completa posible. Se da por fin cuenta de que con lágrimas o sin ellas, con visiones o también sin ellas, puede llegar a sentir la paz interior, el gozo espiritual y confirmación por una vía que el Señor le quiere mostrar».

    La actitud de disponibilidad reverente y amorosa a la unción del Espíritu marca esta relación con la Tercera Persona de la Trinidad. Apropiándonos la oración del Misal Romano, podríamos rezar así: «Padre, lleno de amor, Tú instruyes los corazones de tus hijos con la unción del Espíritu Santo; concédenos ser dóciles a sus inspiraciones, para que podamos discernir y cumplir lo que a Ti te agrada y gozar así de la alegría de tu consolación».

    Como lo expuse ya al comienzo, pienso que el "hacer reverencia" a Dios nuestro Señor, de que habla el Principio y Fundamento, puede referirse propiamente al Espíritu Santo; así como el «alabar» se dirige más al Padre, cuya glorificación buscará el hombre comunicando vida; y el "servir" identifica la adhesión al Hijo, Jesucristo, de quien somos seguidores y servidores en la misión. "Hacer reverencia", extendiendo el significado de esta expresión más allá de la demostración de respeto, al de docilidad amorosa a la conducción del Espíritu, para acertar en todas las cosas y garantizar así la autenticidad del seguimiento y del mejor servicio a la voluntad divina. Sin que la alabanza, la reverencia y el servicio, dejen de dirigirse a las tres Personas conjuntamente.

    En síntesis, la espiritualidad trinitaria de Ignacio, y la nuestra, consisten en llevar una vida en seguimiento y servicio del Hijo encarnado, Jesús, bajo la conducción del Espíritu, para gloria y alabanza del Padre. Glorificar y santificar al Padre, sirviendo con Jesús y como Jesús a su proyecto salvífico, en reverente y amoroso acatamiento a la unción del Espíritu Santo.

    El mismo Ignacio, en la madurez de su espiritualidad trinitaria, nos dejó un texto catequético, que leemos en italiano con el título: «La summa delle prediche di M. Ignatio sopra la dottrina xtiana» y que traducimos así: «Cuando hacemos la señal de la cruz, ponemos primero el dedo en la frente; y esto significa el Padre, que no procede de nadie. Cuando tocamos nuestro pecho, significamos al Hijo, nuestro Señor, que proviene del Padre y que descendió al vientre de la bendita Virgen María. Cuando ponemos nuestros dedos sobre los hombros, significamos al Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. Cuando juntamos las manos de nuevo, simbolizamos que las tres Personas son una única sustancia. Y, finalmente, cuando sellamos nuestros labios con la señal de la cruz, queremos significar que en Jesús, nuestro Salvador y Redentor, habitan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, un solo Dios, nuestro Criador y Señor, y que la divinidad nunca se separó del cuerpo de Jesús, ni siquiera en la hora de su muerte».

    «La inspiración trinitaria del carisma ignaciano».

    Una vez consideradas las ilustraciones trinitarias de Ignacio, podremos reencontrarlas en las características del carisma ignaciano, con la ayuda del magistral texto del P. Pedro Arrupe, que paso a comentar a grandes trazos.

    «No se si la matriz trinitaria del carisma ignaciano está presente en los jesuitas de hoy con suficiente claridad y fuerza y yo me siento inclinado y casi interiormente obligado a procurarlo...solo a la luz de la intimidad trinitaria de Ignacio, puede comprenderse el carisma de la Compañía y ser aceptado y vivido por cada jesuita». Así se expresaba el P. Arrupe al dar comienzo a esa conferencia. Y más adelante insistía: «La perspectiva trinitaria no puede faltar en la renovación de la Compañía».

    Esta conferencia, como su autor lo indicó, se compone de tres grandes partes: a) La aventura mística y trinitaria desentrañada de las experiencias espirituales más importantes de Ignacio: junto al río Cardoner en Manresa, en la capillita de La Storta y en su Diario Espiritual; b) la matriz trinitaria de algunos elementos del carisma ignaciano, tal como podemos deducirlo de esas experiencias y de los elementos más formalmente explicitados en ellas; c) la iluminación que algunos aspectos del mismo carisma pueden recibir de la Trinidad. Así lo expresa el P. Arrupe: «De la misma manera que Ignacio, en un proceso descendente, traspuso elementos trinitarios en el carisma de la Compañía, nosotros, en un proceso ascendente, partiendo de aspectos concretos del carisma, podemos elevar nuestra mirada a la Trinidad para ver cómo se realizan en ella y comprender así más plenamente su significado. El carisma de la Compañía, de ese modo, se enriquece y garantiza su propia pureza...porque es indudable que el carisma ignaciano, al menos en su comprensión y aplicación, admite un desarrollo».

    Para nuestro objetivo nos interesa sobre todo el segundo apartado de la conferencia: las características del carisma más formalmente explicitadas en las ilustraciones trinitarias de Ignacio.

    Después de explayarse en la «epopeya espiritual» de Ignacio, como la llama, a través de las experiencias del Cardoner, de los años de maduración (entre el regreso de Jerusalén en 1524 y su salida de París en 1535), de la Storta y del Diario Espiritual, el P. Arrupe pasa a esclarecer con esa luz algunos elementos de nuestro carisma para comprenderlo más hondamente; las determinaciones concretas sobre nuestra vida y modo de proceder que San Ignacio refiere a «un negocio que pasó por mí en Manresa» y que Nadal también explicaba diciendo que el santo daba razón de por qué había dispuesto esto o aquello, con esta frase: «me remito a Manresa».

    El padre Arrupe señala significativamente cuatro elementos del carisma: a) servicio y misión; b) seguimiento de Jesús humillado en cruz; c) contemplación en la acción; d) ascética. Estos cuatro elementos o características están bien entrabados: el servicio y la misión del jesuita son la realización concreta del seguimiento de Jesús pobre y humilde, bajo el estandarte de la cruz, vocación que brota de la contemplación y se alimenta de ella, y a la que constantemente nos "disponemos" mediante la ascética para salir de nuestro propio amor, querer e interés y buscar únicamente los intereses de Jesucristo.

    Amar y servir, contemplar y actuar, expresiones similares y complementarias. Porque el amor se debe poner más en las obras que en las palabras; y la contemplación conduce a la acción y a la vez se alimenta de ella.

    1. Servicio y misión. La experiencia trinitaria no lleva a Ignacio a una mística nupcial, comenta el P. Arrupe, ni a una espiritualidad eremítica, penitente y contemplativa. La ilustración del Cardoner lo saca precisamente de sus primeros sueños e intentos, fruto de los comienzos de su conversión a través de las lecturas de convaleciente en Loyola. Entonces su amor a Jesús se proyectaba en la imitación de los santos en austeridad y penitencia. En el Cardoner, con un entendimiento nuevo, escucha una convocatoria. De la contemplación de la Trinidad pasa a la contemplación de sus obras, al actuar de Dios en la historia. Se le presenta Dios creando el mundo y conduciéndolo a Sí por medio de Jesucristo. Al ver cómo todas las cosas salen de Dios y vuelven a El, Ignacio escucha la invitación a seguir a Jesús, colaborando con él y como él en la misión; se siente movido a entregar su vida a ese proyecto y comienza a pedir ser admitido en servicio de la divina Majestad, siguiendo a Jesús en las penas y trabajos.

    Jesucristo es interiormente conocido y amado no tanto como un modelo cuyas virtudes debe imitar, cuanto como el misionero, realizador del designio del Padre, que quiere conquistar el mundo y los enemigos para entrar en el Reino. La misión de Jesús ha de ser prolongada con las mismas características de incondicionalidad, abajamiento (kenosis), identificación y unión con la voluntad de Dios. Comienza a esbozarse el proyecto de un grupo de compañeros con quienes reproducir el modo de proceder de Jesús con sus apóstoles. La imitación apostólica tomará los rasgos de la vida del Señor, discurriendo por Palestina y anunciando la buena nueva a los pobres; predicando en pobreza y humildad.

    Me viene a la memoria un bello texto del documento de Puebla, cuya "ignacianidad" me ha impresionado siempre: «Jesús aparece igualmente actuando en la historia, de la mano de su Padre...como el Padre es el protagonista principal, Jesús busca seguir sus caminos y sus ritmos. Su preocupación de cada instante consiste en sintonizar fiel y rigurosamente con el querer del Padre. No basta con conocer la meta y caminar hacia ella. Se trata de conocer y esperar la hora que para cada paso tiene señalada el Padre, escrutando los signos de su Providencia...Además, Jesús tiene claro...que se debe liberar el dolor por el dolor, esto es, asumiendo la cruz y convirtiéndola en fuente de vida pascual». Esto es lo que comienza a vivir Ignacio a partir del Cardoner. El "negocio que pasó por mí en Manresa" comienza a configurar lo que llegará a ser un día la Compañía de Jesús, creada para el servicio a la misión de Jesús, en pobreza y sencillez, guiada por el Espíritu a través del constante discernimiento para mantenerse siempre unida a Jesucristo en la búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios Padre.

    En una conferencia anterior, para concluir un curso de espiritualidad ignaciana en Roma, en 1978, el P. Arrupe habló sobre el «servir al Señor y a la Iglesia, su esposa, bajo el Romano Pontífice» y se detuvo a considerar la evolución del ideal de servicio de Ignacio desde Loyola hasta Roma. Hay como tres grandes pasos en la progresiva comprensión de lo que es el mayor servicio divino y ayuda del prójimo a que Ignacio se siente llamado.

    «Al principio de su conversión, entendía el servicio divino como en su tiempo lo concebía un caballero que quisiera servir a su rey o señor; como él mismo lo había entendido sirviendo al Duque de Nájera, y aun a la manera como él había imaginado servir a la dama de sus ensueños». Todo estaba puesto en hacer penitencia y obras grandes exteriores como las que había leído en las vidas de los santos. Por eso mismo su primer proyecto es peregrinar descalzo a Jerusalén «con tantas disciplinas y abstinencias cuanto un ánimo generoso, encendido de Dios, suele desear hacer».

    En Manresa lo espera Dios para orientar el rumbo de su vida. Se produce un cambio radical. Aprende que hay otra manera más perfecta de servir: «yendo por todo el mundo, como los apóstoles de Cristo y bajo la bandera de Cristo, bandera de pobreza y humildad, a esparcir su sagrada doctrina por todos los estados y condiciones de personas. Comprende que "señalarse" en todo servicio de su Rey eterno y Señor universal, es seguirlo, como lo siguieron los apóstoles y compartir la vida que él llevó para la salvación de los hombres, siendo pobre con Cristo pobre, humillado con Cristo lleno de oprobios, y estimado por loco por amor de Cristo, que primero fue tenido por tal...en adelante Jerusalén polarizará sus pensamientos y deseos. Se confirma en el proyecto de peregrinación a Tierra Santa. Pero no será ya una peregrinación temporal de sola penitencia y devoción. Decide quedarse para siempre en la tierra de su Señor y predicar en ella a los "infieles" la fe y doctrina cristiana en las mismas "villas y castillos" en que Cristo había predicado y había sufrido...».

    Cuando entiende que no puede permanecer en Palestina, comienza a preguntarse: ¿quid faciendum?, ¿qué hacer? ¿Es que el Señor no lo acepta en su servicio, no lo recibe bajo su bandera? El Espíritu suavemente lo va conduciendo a donde él no sabe. Y va descubriendo progresivamente nuevos rasgos y exigencias del servicio. Comprende que necesita doctrina y estudios, el sacerdocio, compañeros. Pero la idea de Jerusalén no lo abandona. Con sus compañeros hacen voto de «ir a Jerusalén y gastar su vida en bien de las almas». Al entrar a Roma, en la capillita de La Storta, una nueva intervención divina imprime ulterior sentido a su servicio. Se siente puesto por el Padre con el Hijo para servir, con sus compañeros. Pero ese servicio no se ha de realizar en Jerusalén, sino en Roma.

    «Yo os seré propicio en Roma», experimenta que le dice el Padre. No sabe Ignacio cómo interpretar estas palabras; piensa en los sufrimientos que van a padecer: «No sé qué será de nosotros; talvez seremos crucificados en Roma». En La Storta hay, pues, un avance muy grande en la comprensión del servicio: la aceptación trinitaria, la grupalidad, la cruz, la romanidad y el nombre de Compañía de Jesús.

    Continuará el discernimiento, en actitud de acatamiento y reverencia del servidor que tiene una misión que cumplir y que es ilimitada en la tarea y en los medios. En el Diario espiritual, observa el P. Arrupe, Ignacio llega a la Trinidad « encomendándome a Jesús no para confirmar en ninguna manera, mas que delante de la Santísima Trinidad se hiciese cerca de mí su mayor servicio, etc., y por la vía más expediente». Es la disponibilidad plena: en la intención, no se nos fija término, buscando siempre la mayor gloria de Dios; en la extensión, todo lo que reclame la caridad; en los medios, cuantos pueden ser ejercitados por la humildad de un simple sacerdote. «No hay ministerio que caiga fuera del campo apostólico de la Compañía, no hay hombre que a él no tenga derecho, no hay medio honesto que quede excluido, no hay logro alguno que dispense del esfuerzo por una ulterior superación».

    Recuerda en este punto el P. Arrupe otro momento del Diario, cuando Ignacio tiene una nueva inteligencia: «cómo el Hijo primero envió en pobreza a predicar a los apóstoles, y después el Espíritu Santo, dando su espíritu y lenguas los confirmó, y así el Padre y el Hijo, enviando el Espíritu Santo, todas tres personas confirman la tal misión». La teología de la misión que Ignacio hace plenamente suya, está aquí: «Cristo da la misión, la confirma el Espíritu Santo con sus dones, para gloria del Padre».

    2. Seguimiento de Cristo en humillación y cruz. El servicio apostólico es para Ignacio seguimiento de Jesús, con él y como él, para glorificar al Padre llevando a cabo su proyecto salvífico. Desde La Storta Ignacio es recibido bajo la bandera de la cruz, como había venido pidiéndolo desde Manresa y particularmente en su oración a la Señora. El seguimiento de Jesús estará erizado de hostilidades. El santo comprende que la persecución será necesaria (hay que "seguirlo en la pena"); pedirá que nunca le falte a la Compañía, pues será «contraprueba de la fidelidad a Cristo, y la señal de que los jesuitas "no son del mundo"». Repasando su vida, advierte que las persecuciones solo le faltaban cuando se apartaba del apostolado.

    Pero la cruz no solo significa persecución externa. Es la consecuencia de un seguimiento en humildad, pobreza y abnegación propia. El camino de Jesús exige desprenderse de todo, aun del honor, la buena fama, el reconocimiento social, cuando el mayor servicio del Reino está en juego. Hay, pues, en el carisma de la Compañía, un «magis» que llama al servicio más excelente y comprometido, a señalarse en él. Pero hay también un «minus» que es la participación en el estilo kenótico de vida que llevó Jesús. «Todo el que habla de estar con Dios, tiene que vivir como vivió Jesús»; «todo el que se propone vivir como buen cristiano será perseguido».

    El P. Arrupe presenta dos textos luminosos de Nadal: «De ahí viene que la Compañía, por ser Jesucristo nuestro fundamento y capitán – al cual debemos imitar espiritualmente sobre todo en su mansedumbre y humildad – se llame «mínima» Compañía de Jesús». El otro texto «se prestaría a una larga exégesis» porque es una síntesis de cuanto la cruz significaba para Ignacio: «Ayuda ejercitarse y considerar y sentir que seguimos a Jesucristo que lleva aún su cruz en la Iglesia militante, a quien nos ha dado por servidores su Padre eterno, que le sigamos con nuestras cruces y no queramos más del mundo que lo que él quiso y tomó, scilicet, pobreza, oprobios, trabajos, dolores, hasta la muerte, ejercitando la misión para que Dios a él le había mandado al mundo, que era salvar y perfeccionar las ánimas, con toda obediencia y perfección en todas las virtudes. Mas es muy gustosa nuestra cruz; porque tiene ya esplendor y gloria de la victoria de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús».

    3. Contemplativos en la acción. Trinitaria es también en el carisma ignaciano esta nota. Vivió Ignacio la sublimidad de su experiencia trinitaria en medio de las ocupaciones del gobierno de la Compañía, de su correspondencia epistolar, de las obras apostólicas que emprendía y dirigía en Roma. Nada lo distrae. Llega a tener tal familiaridad y facilidad de encontrar a Dios, que estas gracias trinitarias lo visitan por la calle, en la antesala de los cardenales, en las más inesperadas ocasiones. De ahí que Nadal al recordar este tipo excepcional de oración, que le permitía al santo sentir la presencia de Dios y el sabor de las cosas espirituales en todo lo que hacía, dice que era «contemplativo en la acción», o – como lo explicaba el mismo Ignacio – que «hallaba a Dios en todas las cosas».

    La contemplación en la acción es una actitud constante del espíritu, como un ambiente propicio que le permite impresionarse con las manifestaciones de la presencia amorosa de Dios en todas las circunstancias de su vida. Son como ligeros toques que se van sucediendo y acumulando a lo largo de la jornada en una conciencia "reconocida" y agradecida por los dones divinos: sencillamente, la contemplación para alcanzar amor; toques que luego los registramos en el examen, como hacía el santo en su Diario espiritual por las noches; y los saboreamos en la oración recogida, «ponderándolos con mucho afecto», para hacernos capaces y disponibles para «en todo amar y servir a su divina majestad».

    La contemplación en la acción surge al experimentar que «el mismo Criador y Señor se comunica a la su ánima devota, abrazándola en su amor y alabanza» y disponiéndola a servirle de la mejor manera posible en el futuro, como indica la anotación 15, varias veces recordada.

    Para el P. Arrupe era muy familiar el texto de Nadal sobre el «círculo acción-contemplación», que cita en su conferencia: «Este es el círculo que yo suelo decir que hay en los ministerios de la Compañía: por lo que vos hicisteis con los prójimos y servisteis en ello a Dios, os ayuda más en casa en la oración y en las ocupaciones que tenéis para vos; y esa ayuda mayor os hace que después con mayor ánimo y con más provecho os ocupéis del prójimo. De modo que el un ejercicio a veces ayuda otro, y el otro a éste».

    La oración impulsa la actividad apostólica, pero la actividad a su vez realimenta y promueve la oración. La actividad de la jornada, cuando se realiza en ese ambiente de docilidad a la unción del Espíritu, de acatamiento y reverencia para prestar el mayor servicio por la vía más expediente, es la que va llenando el corazón con los frutos del Espíritu, para desembocar en el remanso de los momentos fuertes de oración. Así explica el P. Arrupe la inspiración trinitaria del jesuita unido con Dios en la acción.

    4. Ascética ignaciana. Comienza el comentario de esta nota con la advertencia de que no le parece objetivo caracterizar la espiritualidad ignaciana por su ascética, como se ha hecho tradicionalmente. Quienes no han penetrado mucho en el conocimiento de los Ejercicios, suelen ver en ellos un método frío, duro y voluntarista, marcado por un fuerte ascetismo del que parecieran ausentes el afecto y la ternura.

    Como hemos indicado, la característica de la espiritualidad ignaciana es la de una mística de servicio. «Es un conjunto de fuerzas motrices que llevan simultáneamente a Dios y a los hombres. Es la participación en la misión del Enviado del Padre en el Espíritu, mediante el servicio siempre en superación, por amor, con todas las variantes de la cruz, a imitación y en seguimiento de ese Jesús que quiere reconducir a todos los hombres y toda la creación a la gloria del Padre».

    Caracterizada así la espiritualidad ignaciana como mística de servicio, podemos ubicar bien el sentido de la ascética ignaciana. Es en esencia aquello que se requiere para «disponernos» a la acción del Espíritu en nosotros; para quitar cuanto «impide de su parte y desayuda a lo que el Señor quiere obrar». Tal ascesis comprende la abnegación del propio amor, querer e interés; la purificación de los afectos desordenados que nos quitan la libertad para sentir y acatar la unción del Espíritu; el silencio interior para estar atentos a la imprevisible comunicación de Dios; el examen constante («mucho examinar», decía san Ignacio). En una palabra, matar (mortificar) el hombre viejo para permitir que el hombre nuevo se vaya manifestando más, por la penetración de la vida de Jesús en la nuestra.

    Pero aun así concebida la ascética, no se trata de un esfuerzo voluntarista, ni de logros buscados a base del propio esfuerzo. Es «disponerse» a la gracia de Dios, como se anota en los Ejercicios: «Para lo cual, es a saber, para que el Criador y Señor obre más ciertamente en la su criatura, si por ventura la tal ánima está afectada y inclinada a una cosa desordenadamente, muy conveniente es moverse, poniendo todas sus fuerzas, para venir al contrario de lo que está mal afectada...instando en oraciones y otros ejercicios espirituales y pidiendo a Dios nuestro Señor el contrario». Es decir, que el mismo Dios sea quien ordene sus deseos y mude la afección primera. «Mística trinitaria ignaciana y ascética ignaciana van siempre en una insuperable armonía», concluye el P. Arrupe.

    Con nuestra reflexión en la primera parte, sobre la experiencia trinitaria de san Ignacio y su modo de relacionarse con las tres Personas, y con el detallado comentario de la conferencia del P. Arrupe, trayendo a cada paso sus propias palabras, creemos haber logrado nuestro propósito de mostrar el contenido trinitario de nuestro carisma.