DESARROLLO DE LA CRISTOLOGÍA EN LA HISTORIA DE LOS DOGMAS Y EN El MAGISTERIO ECLESIÁSTICO

 

P. SMULDERS

 

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La doctrina de fe en Jesucristo cristalizó en los dogmas de los Concilios de la Iglesia antigua (Nicea, Efeso, Calcedonia, III de Constantinopla). No sólo los católicos y los ortodoxos aceptan estas definiciones, sino también la mayor parte de las iglesias de la Reforma. "Una persona en dos naturalezas": tal es el resumen de la doctrina del Concilio de Calcedonia que ha ido transmitiéndose ininterrumpidamente hasta nuestras actuales catequesis.

Y, sin embargo, en ningún otro punto es tan acusado y doloroso como en éste el problema de la distancia existente entre kerigma y dogma. En el origen histórico de estos dogmas desempeñan un papel decisivo las contradicciones terminológicas y los presupuestos filosóficos. Las discusiones que originaron las definiciones cristológicas se desarrollaron en medio de malentendidos e incomprensiones, pesando sobremanera las enemistades personales y el poder político. Aunque nos encontramos en el corazón de la revelación cristiana, la persona de Jesucristo, la formulación de esta doctrina resulta árida, estéril e incomprensible para el hombre de hoy.

La historia de los dogmas cristológicos nos permite descubrir la significación - en sentido filológico y existencial - que estas definiciones tenían para sus contemporáneos. Esta historia constituye el único punto de partida legítimo para buscar, en la teología y en la predicación, expresiones de la fe primitiva que respondan mejor al hombre de hoy y a sus necesidades de orden religioso.

La perspectiva histórico-salvífica constituye la clave para penetrar en el misterio de esta historia antigua. En esta perspectiva podremos comprender el punto de partida de cada uno de los escritores y su evolución conjunta.

Los modernos estudios sobre cristología han dedicado una atención desproporcionada a lo que podríamos llamar constitución estática del Dios hombre: la historia de los dogmas ha aceptado demasiadas veces la teoría de que las definiciones de Calcedonia y Constantinopla son perfectas en todos los aspectos.

 

DESARROLLO DE LA CRISTOLOGÍA

El JUDEOCRISTIANISMO

1. Dos tipos de cristología

La cristología clásica, desarrollada a partir del siglo II por los Padres de la Iglesia y los Concilios, se funda en las ideas de las cartas tardías de san Pablo y en san Juan. En estos documentos, la persona del Señor glorificado es presentada con ayuda de las concepciones veterotestamentarias y del judaísmo tardío sobre la Sabiduría y la Palabra. El hombre Jesús es la revelación de Dios; en él aparece en medio de nosotros la palabra creadora y salvadora de Dios. Nacen así una serie de diseños cristológicos que, a pesar de todas sus diferencias, coinciden en describir una cristología de preexistencia: Jesús es un ser divino que se hace hombre, vive como hombre hasta la muerte y mediante su resurrección torna al Padre.

Pero, a pesar del predominio absoluto que posteriormente adquirirá esta cristología de preexistencia, no puede olvidarse que la Iglesia ha proclamado también el mensaje de Jesucristo sin recurrir a esta representación. De los primeros capítulos del libro de los Hechos y de otros muchos textos neotestamentarios se desprende una comprensión diferente de Jesús. Se trata de un hombre que vive sencillamente como un profeta, como el Siervo de Yahvé obediente, que después ha muerto y mediante la resurrección ha sido constituido Señor. También en esta concepción se registran variaciones; a veces se acentúa que la investidura mesiánica de Jesús tiene lugar a raíz de la resurrección, y en otras ocasiones se adelanta esta investidura hasta el bautismo. En cualquier caso, podemos hablar aquí de cristología de exaltación.

Hasta qué punto estas ideas tan diferentes y de ángulos tan distintos se relacionan es uno de los problemas de la teología del NT. Para penetrar la posterior historia del dogma puede ser útil tener en cuenta la comprensión semítica de la unidad entre la acción de Dios y su palabra. Si en la cristología de exaltación la vida, la muerte y la resurrección de Jesús son la actividad salvífica de Dios por y para los hombres, en la mentalidad semítica aparece también ese acontecimiento como palabra de Dios (debido a la referencia de la creación a la salvación: palabra creadora de Dios) y es su autorrevelación definitiva como Dios salvador. Teniendo en cuenta este trasfondo, extraña la facilidad con que los Padres más antiguos equiparan a Jesús en su historia humana con Jesús en su dimensión de Dios y autorrevelación divina. Pero cuanto más profunda se va haciendo la penetración del cristianismo en el mundo helenístico, más problemática resulta la unidad de acontecimiento y palabra. El intelectualismo griego había separado el pensamiento de la palabra y de la acción. Por ello en las controversias cristológicas posteriores habría de darse una lucha contra la ruptura entre ambas líneas (acontecimiento salvífico y palabra salvífica), es decir, un intento de reconstruir la plenitud unitaria de la figura de Jesús, el hombre en el que Dios lleva a cabo su obra salvífica por todos y a la vez la palabra en la que Dios mismo se revela como Dios de nuestra salvación. Ambos motivos están siempre presentes en el pensamiento cristiano, que no descansa hasta que no da con ese punto unitario. Mientras no se llega a este punto surgen continuos conflictos entre aquellos que buscan la comprensión del misterio de Cristo por diversos caminos. Al exponer estas primeras síntesis católicas observaremos esta unidad, pero también las fisuras que en ella se encuentran.

Hemos de preguntarnos en primer lugar si en la predicación de la Iglesia posapostólica siguió teniendo validez la cristología de exaltación. ¿Habrá que considerarla más bien como una cristología subdesarrollada, superada por san Pablo y san Juan?

2. Testimonios antiguos

Justino e Ireneo nos otorgan la pista. Justino, que nace en Palestina y escribe en Roma hacia el año 165, habla en su Diálogo con Trifón; (48, R 136) de personas de procedencia judía "que confiesan efectivamente que (Jesús) es el Cristo, pero que le predican como un hombre que desciende de hombres". Justino, por su parte, con la inmensa mayoría de los cristianos, cree que Jesús "preexistía como Hijo del Creador y como Dios, y se hizo hombre por mediación de la Virgen". Sin embargo, parece que considera también como cristianos a aquellos que enseñan "que nació hombre de los hombres y vino a ser Cristo por elección". Esto se confirma en otro pasaje, suponiendo que se trate del mismo grupo descrito en el capítulo. Habla aquí Justino de algunos cristianos que siguen observando la ley judía. Sabe que muchos no quieren tener relación con estos judeocristianos; él, en cambio, está dispuesto a tratar con ellos con tal de que no pretendan obligar a los demás a observar la ley (Diálogo con Trifón, 47, ed. Goodspeed, 144s). A un siglo de distancia de Pablo, nos encontramos aún en plena controversia sobre la vigencia de la ley entre los cristianos procedentes del judaísmo y de la gentilidad; entre estos últimos no hay acuerdo sobre la admisión de los judeocristianos en el seno de la comunidad. Si los dos capítulos citados se refieren al mismo grupo, nos encontraremos con que hay judeocristianos que aún pertenecen a la gran Iglesia, pero que siguen confesando a Jesús a base del modelo de la exaltación.

El problema se agrava notablemente treinta años después, según las noticias que nos da Ireneo sobre los ebionitas (Adversus Haereses, I, 26, 2, K 115). Muy probablemente estos ebionitas son judeocristianos que tal vez descienden de la primitiva comunidad jerosolimitana, como se desprende de su veneración por la Ciudad Santa como morada de Dios y de la noticia de que viven aún en la zona del Jordán. Su cristología corresponde, según Ireneo, a la de Corinto: Jesús es el hijo de José y María, un hombre corriente, aunque extraordinariamente santo; en el momento de su bautismo descendió sobre él un ser divino, el Cristo (ibíd., 26, 1, K 114). A los ojos de Ireneo, los ebionitas son herejes que pervierten la naturaleza de la salvación (Adv. Haer., III, 19, 1: SourcesChr 34, 330). La verdad es que su fe tiene evidentes rasgos sectarios: aceptan exclusivamente el evangelio de Mateo y se atienen a la ley judía; más aún, acusan a Pablo de renegado y se apoyan sobre todo en las profecías (Adv. Haer., I, 26, 2, K 115).

Los puntos de vista se han endurecido por ambas partes. Justino parece aún dispuesto a recibir fraternalmente a los judeocristianos, con tal de que dejen a los cristianos gentiles la libertad paulina frente a la ley; en tiempos de Ireneo, los ebionitas rechazan completamente a Pablo y son expulsados de la Iglesia. Aun en el caso de que Justino e Ireneo hablen de grupos distintos, el agravamiento del conflicto es evidente; la cristología que Ireneo atribuye a los ebionitas responde al modelo de la exaltación y, a diferencia de Justino, la condena sin paliativos.

3. "Kerygmata Petrou" y Hermas

Algunos documentos judeocristianos confirman esta imagen. Pero se han conservado pocos, ya que los judeocristianos dejaron pronto la gran Iglesia.

En primer lugar, conservamos algunos fragmentos del Evangelio de los Ebionitas. Encontramos aquí la supresión del relato de la infancia, que da la impresión de conocer; tiene, además, la descripción del bautismo de Jesús, en el que el Espíritu Santo "entra" en él (no "desciende sobre" él, como dicen los sinópticos) y la voz del cielo proclama: "Hoy te he suscitado". La última particularidad dice poco en sí misma; este verso sálmico que en los Hechos se refiere a la glorificación, en muchos autores de la gran Iglesia y en algunos manuscritos de Lc se emplea al relatar el bautismo de Jesús. Pero en conjunto estos rasgos de tan escaso relieve traen al recuerdo el cuadro que traza Ireneo de la cristología ebionita.

Fragmentos de la obra ebionita Kerygmata Petrou pueden entresacarse con gran probabilidad de las Homilías y Recognitiones pseudoclementinas, En los Kerygmata Petrou es evidente la posición contraria a Pablo, a quien se tilda de inimicus homo. A Jesús no se le asignan más títulos que el de Maestro y, sobre todo, el de "verdadero profeta" (por ejemplo, Hom., I, 19, 1: GCS 42, 32; Recogn., I, 16, 1: GCS 51, 15) 3. Como profeta, enseña Jesús la fe en un solo Dios, Creador y Juez; llama a los hombres de la corrupción del paganismo a la ley de este Dios y proclama la inutilidad de los sacrificios antiguos, en cuyo lugar establece el bautismo. En conjunto, la obra parece arcaica y recuerda fuertemente a los documentos de Qumrán 4. Cabe sospechar aquí la existencia de una cristología adopcionista.

Pero es interesante observar que este adopcionismo no se encuentra en estado puro. Jesús es en algún sentido la encarnación de un ser supraterrestre Como "verdadero profeta", Jesús está en la misma línea que Adán, quien, según los Kerygmata Petrou, poseía "el grande y santo espíritu de la profecía" (por ejemplo, Hom., III, 17, 1: GCS 42, 62). Este espíritu que fue otorgado a Adán "ha recorrido todos los tiempos desde el principio del mundo; cambió su nombre y su figura hasta que alcanzó su propio tiempo y - ungido por Dios como recompensa a su esfuerzo - halló descanso eterno" (Hom., III, 20, 2: GCS 42, 64; cf. Recogn., II, 22, 4: GCS 51, 65), de modo que Jesús "es el verdadero Cristo" (Hom., II, 17, 5: GCS 42, 42). Tal vez los Kerygmata piensan en más de una encarnación del Espíritu Santo, como los gnósticos judeocristianos. En ambos es presentado Jesús como la morada definitiva del Espíritu Santo, de modo que su vida es el tiempo propio del Espíritu. Así, pues, es el Espíritu Santo quien es descrito aquí con los rasgos de la sabiduría veterotestamentaria. Esto es lo que se desprende de la mención de su "descanso" (cf. Eclo 24,7), así como de otros detalles: él estaba unido con Dios; fue su consejero y su mano poderosa en la creación (Hom., XVI, 12, 1: GCS 42, 223s; XX, 3, 4: GGS 42, 269; cf. XI, 22, 1-3: GCS 42, 165). No se trata de un adopcionismo puro: Jesús es algo más que un hombre extraordinariamente agraciado; en él se hace presente, de un modo definitivo, la Sabiduría-Espíritu de Dios. Estas especulaciones sólo son posibles dentro de un marco ideológico en el que de algún modo se identifica al hombre Jesús con el Espíritu divino.

Que semejante identificación no era del todo desconocida en el ambiente que rodeaba a los Kerygmata lo ponen de manifiesto otras fuentes, recogidas también en las pseudoclementinas que no son ebionitas, pero que acusan estrecho parentesco con los Kerygmata. Este escrito pone también de manifiesto la decisiva cuestión de fe "sobre Jesús, si es el profeta preanunciado por Moisés y el Cristo eterno" (Recogn., I, 43, 1-2: GCS 42, 33; cf. I, 50, 5: GCS 42, 37). Este "Cristo eterno", como es llamado también aquí el Espíritu Santo, existía desde el principio; de un modo oculto estaba siempre con los justos (Recogn., I, 52,3: GCS 42, 38); se apareció a Abrahán y a Moisés, ,pero después "volvió a su trono celeste" (Recogn., I, 33, 1-2: GCS 42, 27; I, 34, 4: GCS 42, 28); por último, ha "venido a la tierra", ha abolido los sacrificios y ha instaurado el perdón de los pecados por el bautismo en su nombre (Recogn., I, 37, 3: GCS 42, 31; I, 49, 1-5: GCS 42, 36, entre otros pasajes). Jesús es, pues, mayor que Moisés o que Juan; éstos eran profetas, él es al mismo tiempo profeta y Cristo; ellos eran seguidores de la ley, él es el legislador (Recogn., I, 59-60: GCS 42, 41s). Las categorías empleadas son las mismas que en los Kerygmata, pero aquí aparecen vinculadas expresamente a una cristología de preexistencia, en la que Jesús es identificado con el Cristo eterno.

Mientras los Kerygmata responden al punto de vista de un judeocristianismo separado de la gran Iglesia - el judeocristianismo que describe Ireneo - , el "Pastor" de Hermas refleja la situación descrita por Justino. El escrito, que adquiere su forma definitiva en Roma, precisamente por los años en que Justino actúa en aquella ciudad, es declaradamente judeocristiano, pero había sido aceptado comúnmente por la gran Iglesia. Las reflexiones cristológicas desempeñan en él un papel subordinado. Sin embargo, la parábola V conserva la más perfilada cristología adopcionista de la primitiva literatura cristiana. La parábola habla de un señor que ha plantado una viña. Al salir de viaje, la confía a un esclavo fiel. Cuando vuelve, se encuentra con que el esclavo ha hecho más de lo que se le había encargado. El señor, entonces, después de deliberar con su hijo y con los consejeros, determina adoptar al esclavo como heredero de su hijo (Sim., V, 2, 2-11: GCS 48, 53s). Después se explica la parábola. El señor es Dios Creador. Su heredad es la tierra; la viña, el pueblo de Dios. "El hijo es el Espíritu Santo, y el esclavo es el Hijo de Dios" (Sim., V, 5, 2-3: GCS 48, 56). El trabajo del esclavo en la viña del pueblo es el siguiente: lo rodea con una cerca, es decir, pone a unos ángeles de guardas, purifica los pecados del pueblo y le da los mandamientos de su Padre (Sim., V, 6, 2-3: GCS 48, 57). Por último, la adopción del esclavo: "Dios ha hecho habitar al Espíritu Santo, que existía anteriormente y que ha hecho la creación, en la carne que él había elegido. Mas la carne en que habitó el Espíritu Santo sirvió bien al Espíritu... Tras haber vivido en el bien y en la pureza y haberse esforzado y colaborado en todo con el Espíritu... Dios la eligió como compañera del Espíritu. Pues el comportamiento de esta carne fue de su agrado, ya que no mancilló al Espíritu Santo que poseía en la tierra. El deliberó entonces con el Hijo y con los gloriosos ángeles, para que la carne adquiriera una morada y no le faltara la recompensa por su servicio; pues toda carne pura y sin mancha, en la cual vive el Espíritu Santo, será recompensada" (Sim., V, 6, 4-7: GCS 48, 57).

La carne es, sin duda, el hombre Jesús. El Espíritu Santo, aquí representado por el Hijo de Dios, tiene los rasgos de la sabiduría preexistente. Como recompensa de este servicio recibe el hombre Jesús la participación en la dignidad de este Hijo; aquí Hermas está pensando en la resurrección y glorificación. Hermas es en este punto más arcaico que los demás textos judeocristianos que poseemos, pues Jesús es constituido Hijo no en su bautismo, sino en su resurrección Durante su vida mortal, Jesús no parece ser aún el Hijo de Dios; se le eleva a esta dignidad como recompensa por su actuación. Este adopcionismo se acentúa aún más mediante la frase final; produce la impresión de que en ella se coloca a Jesús en la misma línea que a otros hombres

Y, sin embargo, atención: la contraposición posterior entre filiación adoptiva y filiación trascendente no puede aplicarse todavía a estos textos. En efecto, el texto nos prohibe sacar consecuencias precipitadas en esta dirección. En primer lugar, desde el principio no es aquí Jesús un simple hombre, sino el elegido, en el que el Espíritu Santo habita de una manera particular. La obra salvífica del Espíritu y del esclavo apenas se distinguen, y más bien discurren conjuntamente. El hijo purifica al pueblo de los pecados y proclama la ley de su Padre; es lo mismo el Espíritu preexistente que el hombre Jesús. Con relación a la obra salvífica se advierte la tendencia a ver al hombre Jesús y al Espíritu como a un sujeto, un Salvador. Particular atención merece, finalmente, el título "Hijo de Dios". Se trata de una designación del hombre Jesús: "El esclavo es el Hijo de Dios". Pero en la alegoría se presenta como "hijo" al Espíritu preexistente; este nombre expresa dignidad divina, hasta el punto de que Hermas se siente torturado por la pregunta "¿Por qué el Hijo de Dios vive en la condición de esclavo?" (Sim., V 5, 5: GCS 48, 57). Se suscita aquí un problema al que aún no han dado respuesta los estudios más recientes. En la predicación más primitiva, a la que se atiene este judeocristianismo, "Hijo de Dios" indica duramente el hombre Jesús. Ahora bien, parece ser que dicha denominación pasó a designar también al Espíritu preexistente. ¿Cómo puede explicarse este desplazamiento de significación, a menos que existiera en el judeocristianismo una fase en que el hombre Jesús se identificaba con el Espíritu?

Se puede avanzar la conclusión de que Hermas presupone cierta identificación del hombre Jesús con el Espíritu Santo preexistente. Para explicarla recubre al esquema de la adopción; pero este esquema no queda confundido con el dato previo: Jesús lleva el nombre y participa en la dignidad de un ser divino, con el cual forma en su obra y su relación con Dios una unidad. El esquema adopcionista de Hermas parece más bien una muestra de teología privada que una herencia intacta de la tradición antigua.

La parábola IX, la del "Pastor", pertenece con toda probabilidad - una mano distinta, aunque haya recibido el conjunto de la obra su forma definitiva a mediados del siglo II. Aquí, el Hijo de Dios, llamado también Espíritu Santo (Sim., IX, 1, 1: GCS 48, 76), es "más antiguo que toda la creación, hasta el punto de ser consejero de su padre en esta obra creadora", y al mismo tiempo es nuevo "porque fue revelado en los últimos dios de la consumación" (Sim., IX, 12, 1-3: GCS 48 85s). Esto demuestra una clara concepción de la preexistencia.

Hay otros escritos del siglo II que muestran también una doctrina expresa de la preexistencia: la Epístola Apostolorum, los Oráculos Sibilinos, el Testamento de los Doce Patriarcas, la Ascensión de Isaías. Pero se distinguen de los textos que hemos estudiado en que acusan una clara influencia de Pablo y Juan.

4. Conclusión

De lo dicho se desprende una conclusión de gran importancia para la historia primitiva del pensamiento cristiano. Los Kerygmata Petrou, Anmabathomoi Iakobou y Hermas representan un tipo de judeocristianismo no influido por Pablo ni por Juan. Faltan las referencias al Logos y a la Sabiduría, pero se habla del Espíritu Santo, que es descrito con los rasgos de la Sabiduría veterotestamentaria, pero no con este nombre, Por otra parte, este Espíritu Santo no presenta los mismos rasgos que le atribuyen Pablo o Juan, sino los que se aplican a la Sabiduría como auxiliar y consejero de Dios en la creación y en la historia salvífica.

Más aún, el hombre Jesús aparece unido a este Espíritu preexistente, bien sea a base de la adopción o la inhabitación, o bien expresamente identificado con él. Pero incluso en el primer caso la terminología de los textos nos lleva a un estadio más primitivo en el que puede sospecharse algún tipo de identificación. Al Espíritu Santo preexistente le llaman "Hijo de Dios" y "el Cristo". Originariamente eran estos títulos, concretamente en el judeocristianismo, los que se aplicaban al hombre Jesús. El hecho de que mientras tanto estos nombres sirvan también para designar al Espíritu en su preexistencia nos lleva a la conclusión de que en este judeocristianismo se dio, con independencia del pensamiento joánico y paulino, una identificación del hombre Jesús con el Espíritu preexistente

La cristología judeocristiana se vio acorralada hacia el año 200 por las síntesis del primitivo catolicismo. Sus valores son, no obstante, muy dignos de consideración. Jesús es presentado como siervo de Yahvé, profeta y maestro, portador de la nueva remisión de los pecados y de la nueva ley, que pone fin a los antiguos sacrificios. Esta cristología continúa el modelo de la exaltación propio de la más antigua predicación neotestamentaria.

Ahora debemos dar una respuesta matizada a la pregunta que se nos planteaba al principio de nuestro estudio. Este judeocristianismo es, efectivamente, independiente de Pablo y Juan y probablemente también de las ideas de los evangelios de la infancia. Pero su cristología no se redujo simplemente al modelo de la exaltación, sino que, partiendo de la referencia al "Espíritu Santo"' se desarrolló como cristología de preexistencia, aunque en forma menos perfilada que las de la escuela paulina o joánica. Este hecho, poco tenido en cuenta hasta ahora, arroja nueva luz a la dinámica de la fe originaria en Jesús. No sólo el genio de Pablo o Juan, sino también otros doctores desconocidos del judeocristianismo han reconocido en el Señor exaltado un misterio del presente que se despliega en toda la historia de la salvación ya desde su principio.

 

SÍNTESIS DEL CATOLICISMO PRIMITIVO

I. LA PALABRA DE DIOS EN LA HISTORIA HUMANA: IGNACIO, JUSTINO, IRENEO

A lo largo del siglo II se trazaron los fundamentos de la cristología clásica; en el siglo III fraguó en su forma definitiva, poniendo de manifiesto a la vez sus debilidades. Ignacio de Antioquía (junto al cual puede mencionarse a Melitón de Sardis); Justino, palestino de nacimiento y profesor en Roma, y, por fin, Ireneo de Lyon, constituyen un grupo de personalidades muy variadas que abarca desde el redactor carismático de las cartas al predicador retórico y al apologeta infatigable y profundo debelador de la herejía. Sin embargo, tienen la suficiente relación como para poder seguir a través de ellos la evolución conjunta de la cristología. El contexto geográfico es el siguiente: las cartas de Ignacio fueron escritas, reunidas y leídas con veneración en el Asia Menor en esa misma zona es donde Melitón desarrolla su actividad episcopal hacia el 160; Justino se convierte al cristianismo en Efeso y, por fin, Ireneo recibe la catequesis de Policarpo en Esmirna. Melitón conoce las cartas de Ignacio y a Ireneo le son familiares los escritos de Ignacio, Melitón y Justino. Se da también una relación interna: para Ignacio, Justino e Ireneo la clave es siempre el puesto que Jesús ocupa en la historia salvífica.

1. Ignacio

La cristología de Ignacio se caracteriza por su paralela acentuación de la divinidad de Jesús y de la realidad de su vida humana, así como por la audacia con que afirma lo humano de Dios. Al ver cómo han de salvarse los cristianos gravemente extraviados, exclama: "Uno es el médico, carnal y espiritual, génito e ingénito, hecho Dios en carne (o bien: en el hombre), verdadera vida en la muerte (hijo), lo mismo de María que de Dios, pasible primero e impasible después, Jesucristo, Señor nuestro" (Ef 7,2; cf. IgnPol 3,2)l. Jesús es al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo de hombre (Ef 20,2).

"Dios venido en la carne" es la versión de los manuscritos y de las traducciones antiguas; "Dios en el hombre" es la fórmula de las citas patrísticas. Este pasaje fue reproducido frecuentemente, por ejemplo, por Tertuliano, De carne Christi 5 7 CChrL 2, 881, cf R. Cantalamessa, La cristología di Tertulliano (Paradosis, 18).

En comparación con la reserva del NT, es sorprendente la espontaneidad con que Ignacio denomina a Jesús "Dios nuestro". Desde la eternidad estaba junto al Padre y ha aparecido al fin de los tiempos (Mago 6,1; cf. 7,2), "Hijo único" de Dios (Rom., Inscr.), el "amado" (Esmirn, Inscr.). Dios ha "aparecido humanamente" (Ef 19,3). Por nosotros se hizo visible el intemporal e invisible; el impasible padeció y sufrió todo (IgnPol 3,2). Según el plan de Dios, nació de María Virgen y del linaje de David; fue bautizado por Juan y clavado en la cruz bajo Poncio Pilato y Herodes (Ef 18;,2; 19,1; Esmirn 1,1-2). Incluso después de su resurrección vive realmente en carne; come con los suyos "como un ser de carne, aunque en espíritu era una sola cosa con el Padre" (Esmirn 3,1-3).

Ignacio es el primer autor que propone una serie de contraposiciones entre los atributos divinos y humanos, que serán en seguida muy populares y que posteriormente determinarán la doctrina de las dos naturalezas. Pero atribuye tan fuertemente lo humano de Jesús a Dios, que se permite hablar de la sangre y la pasión de Dios. La acentuación de la realidad y efectividad histórica de la vida terrena de Jesús y de su destino tiene una resonancia fuertemente polémicas. Esta acentuación se enfrenta con dos tendencias del docetismo gnóstico. Lo acontecido en Jesús no es un mito intemporal, sino que tiene su lugar en la historia humana; ocurrió bajo Poncio Pilato. Nuestra corporeidad no es una enajenación de nuestra persona y de la semilla divina que habita en nosotros, sino que en Jesús la carne y la sangre, la pasión y la resurrección, la carne y el Espíritu son nuestra unión con Dios (Esmirn 12,2, entre otros). El que no "confiesa a Jesús como portador de carne" es un "portador de cadáveres" (Esmirn 5,2: juego de las ,palabras sarcóforo y necróforo).

La realidad terrena e histórica de Jesús tiene para Ignacio una serie de derivaciones en el pasado, en el presente y cara al futuro. El camino del Señor es el camino de los cristianos, como lo era ya de los patriarcas y los profetas. En su exageración retórica es significativa la exclamación: "Si esto sólo lo ha hecho el Señor aparentemente, entonces yo estoy preso también aparentemente" (Esmirn 4,2; cf. Trall 10). Sólo al sobrellevar pacientemente el odio de sus perseguidores y al morir por su fe comienza Ignacio a ser realmente discípulo. Para llegar a la unidad con el Señor y con Dios deben los creyentes recorrer el camino de su Señor, es decir, su caminar por la tierra en una vida humana: mandamientos, concordia en la Iglesia, paciencia y amor a los perseguidores (Ef 10,1-3), hasta la muerte si es preciso. Así es como el cristiano "se hace perfecto en Jesucristo" (Ef 3,1) o, dicho de un modo más pregnante, "se hace hombre" (Rom. 6,2). En este camino Jesús es "el hombre nuevo" y el "hombre perfecto" (Ef 20,1; Esmirn 4,2) 8 Pero no sólo los cristianos son seguidores del Señor, también lo eran los patriarcas y los profetas; éstos eran "sus discípulos y le buscaban como a su maestro (Mago 9,2). Creían en él y esperaban en él; su anuncio, comparado con el evangelio, era anuncio, y perseveraban por su gracia en la persecución. También ellos estaban unidos con Jesús y eran participes de su evangelio y de su salvación; en su venida fueron resucitados de entre lo: muertos (Mago 8,2; Filad 5,2; 9,1s).

Queda aquí formulado por vez primera según indicaciones neotestamentarias un tema que iba a ser decisivo en la evolución de la cristología. Lo acontecido en Jesús, aunque limitado histórica y localmente, es una realidad vivificante y presente en toda la historia. Desde el punto más elevado de su "presencia" (Filad 9,2), el Señor irradia sobre el pasado y el futuro y "capacita" a los creyentes para su seguimiento (Esmirn 4,2). Podríamos concluir que para Ignacio lo auténticamente humano de Jesús, de su nacimiento, pasión y resurrección es el núcleo de su obra salvífica, en la que los creyentes toman parte también recorriendo su trayectoria humana en fe, esperanza y amor.

El estilo de las cartas de Ignacio hace que resulte arriesgada una exposición sistemática de su pensamiento. Pero, con todas las reservas, cabe sospechar la existencia de una relación entre el poder salvífico de la vida del hombre Jesús y las denominaciones que le atribuye Ignacio, llamándole boca, saber y designio del Padre (Rom 8,2; Ef 3,2; 17,2). Jesús, obediente al Padre en su carne (Mago 13,2), era "su palabra, que salió del silencio", mediante la cual se ha revelado Dios {Mago 8,2). La doctrina posterior de las dos naturalezas puede llevarnos, en este punto, a un error de interpretación. Jesús es la autorrevelación de Dios, es decir, su palabra salvífica, precisamente en su vida humana: "la virginidad de María, su alumbramiento, y también la muerte del Señor: tres ,misterios proclamados en alta voz, que se realizaron en el silencio de Dios" (Ef 19,1). Es evidente el contraste con los misterios paganos, que llevaban consigo la estricta obligación del secreto. En los acontecimientos que relatan los evangelios la palabra de Dios resuena como un grito salvador sobre el mundo; comienza entonces lo que Dios ya habla preparado (Ef 19,3). El mismo acontecimiento expresa la salvación de Dios. "La vida humana es un acontecimiento divino". Dios se revela a sí mismo haciendo que nazca un hombre que le obedece hasta la muerte y que emprende una nueva vida después de su muerte y su resurrección, "la puerta al Padre, por la cual entran Abrahán, Isaac y Jacob, los profetas, los apóstoles y la Iglesia" (Filad 9,1).

El Jesús de Ignacio es verdaderamente hombre y más que hombre: Dios, Hijo y Palabra de Dios. Lo paradójico de su figura estriba en que precisamente en la autenticidad y limitación de su existencia humana es para nosotros la Palabra de Dios y Dios.

Con los apologistas sale el pensamiento cristiano del interior de la Iglesia y del mundo de las escrituras judías para afrontar valientemente un diálogo con el pensamiento del helenismo tardío. Se amplía entonces el horizonte en que será vista la figura Jesús. En seguida se advertirá que eso implica posibles errores de apreciación. Pero estas sombras no pueden oscurecer el valeroso compromiso apostólico que intenta predicar al mundo helenístico la significación salvífica de Jesús en las categorías que le eran comprensibles.

Para Justino, Jesús es "el otro Dios y Señor, que está bajo el creador de todo", su Hijo y Siervo, "que nació mediante la Virgen y se hizo hombre, que se hizo pasible igual que todos". El acento se desplaza del Señor, a quien anuncia el evangelio, al Hijo de Dios preexistente. Aun cuando Justino está dispuesto a mantener una comunidad con cristianos que sólo consideran a Jesús como "hombre (que procede) de los hombres" y niegan su preexistencia i2, éste sigue en el centro de su pensamiento. El motivo de este desplazamiento de acento puede radicar en su diálogo con el judaísmo y el helenismo, pero más que nada se basa en el lugar que se confiere a Cristo en el culto cristiano, en el que se le aclama e invoca junto con el Padre.

En el Diálogo con Trifón el judío no se discute sólo el problema del mesianismo de Jesús, su nacimiento de la Virgen, su pasión y su glorificación, preanunciada por las Escrituras. Se insiste también en que ese Dios que habló a los patriarcas y profetas, ese segundo Dios, es el Hijo propio de Dios, que nació antes de la creación como una "fuerza lógica", que le sirve como enviado suyo y que aparece en diversas figuras hasta hacerse finalmente hombre. El Dios altísimo no puede aparecerse en persona, pues no puede ser circunscrito por lugar alguno, sino que "él, que por voluntad de Dios es también Dios, su Hijo y su Angel..., del cual se dispuso que debía hacerse hombre por medio de la Virgen". Pueden reconocerse aquí motivos ya conocidos en el judeocristianismo: siervo, ángel y otras figuras, si bien la predominante es la de "otro Dios", poder y sabiduría y Logos de Dios.

Esta figura procede de los libros sapienciales, al igual que del platonismo del medio ambiente. Al cristianismo se le acusa de ser indigno del hombre y, por tanto, irracional, y también de ser una novedad. Racionalidad y antigüedad eran en el mundo helenístico la piedra de toque de lo bueno y lo verdadero. Celso escribe: "No tengo nada nuevo que enseñar, sino que traigo una enseñanza antigua". Justino demuestra entonces que el cristianismo es racional y de una antigüedad venerable, pues es una vida según el antiguo Logos que, en cuanto sentido y razón divina, da coherencia al mundo y constituye la norma de la vida humana. Justino, pues, no sólo identifica a Jesús con la Sabiduría veterotestamentaria, que actúa como palabra salvífica de Dios en la humanidad, sino que le describe como el "segundo Dios" del medioplatonismo; este "segundo Dios" es el lugar de las ideas, que da sentido y ordenamiento del mundo, la fuente más profunda de la comprensión racional y la más elevada norma de moralidad. Gracias a esto le cabe la posibilidad de reivindicar en favor del cristianismo no sólo a los santos del AT, sino también a los mayores sabios de la gentilidad. Jesucristo es, efectivamente, "el Logos en el que todo el género humano participa. Los que vivieron con el Logos eran cristianos, incluso cuando se les tenía por irreligiosos, como en el caso de los griegos Sócrates y Heráclito y otros semejantes, y entre los bárbaros, Abrahán y Ananías". Y viceversa: "Los antiguos, que vivieron sin Logos, fueron malos y enemigos de Cristo". Así, pues, Justino llama cristianos a los patriarcas, no tanto por creer en las promesas, sino por haber sido los primeros filósofos: "Porque fueron los primeros hombres que se dieron a la búsqueda de Dios". Para Justino, la encarnación del Hijo de Dios es la coronación no sólo de la historia salvífica, sino de toda la historia humana.

Justino apenas habla del significado de la encarnación en la perspectiva de la presencia duradera del Logos. Hay un pasaje en que parece que, al igual que los Anabathoi Iakobou, contrapone la encarnación a las anteriores teofanías del AT. En otro lugar da a entender que los sabios de la antigüedad, tras fatigosos estudios, no llegaron a ver más que una diminuta parte del Logos, pero que ahora ha aparecido en plenitud y él mismo instruye a las turbas, La realidad de la vida y actuación terrena de Jesús no desempeñan un papel decisivo. Se ha olvidado aquí que precisamente estos acontecimientos son la palabra salvífica poderosa de Dios.

A pesar de todo, habla Justino de la significación salvífica de la pasión de Cristo. Por su sangre purifica a todos los que creen en él, y en los cuales él vive como semilla divina. Muriendo y resucitando ha vencido a la muerte y a Satán. Se hizo pasible al igual que los hombres, a fin de salvarnos, "El Cristo (de Dios) ha cargado con la maldición de los hombres de todas las generaciones", todos ellos pecadores. Alude también Justino a una seducción a que estará expuesta la cristología posterior, en el sentido de sublimar la pasión de Jesús en una concepción elevada, aunque irreal: "El Padre ha decretado que su propio Hijo padezca realmente estos dolores por nuestra causa; no queremos, pues, decir que por ser Hijo de Dios no le afectaba nada de lo que le ocurría". Se anuncia también aquí un tema que desempeñará un papel central en Ireneo: la contraposición de la desobediencia de Adán y la obediencia de Jesús. Justino ha reconsiderado de modo peculiar la doctrina tradicional sobre la pasión redentora de Jesús. Sin embargo, no habla expresamente de la relación entre el poder salvífico de la pasión y la dignidad de la Palabra, nuestro Maestro. Puede ya sospecharse cómo se van separando dos concepciones de la salvación de las que dependerán sus propias imágenes de Jesús.

3. Ireneo

Con Ireneo esta reflexión histórico-salvífica sobre la persona y la obra de Jesús alcanza un momento de plenitud que en contadas ocasiones se ha alcanzado en la teología posterior. En él aparece por una parte la visión de Ignacio sobre la vida de Jesús como cumplimiento de la acción de Dios por su pueblo, y juntamente la idea de Justino sobre la definitiva presencia de la palabra creadora. Ireneo es por antonomasia el hombre de la unidad, tanto formal (unidad de las Escrituras y de las iglesias con su tradición) como de contenido (unidad del Dios de la creación y de la salvación, unidad de alma y cuerpo, unión del hombre con Dios en el único Señor Jesús). El motivo de esta teología de la unidad lo brindaron el gnosticismo y Marción; ambos establecen un dualismo que enfrenta al Creador con el Padre del evangelio e incluso distingue al hombre Jesús del ser divino Cristo que durante algún tiempo llena a Jesús de Nazaret. A estas teorías opone Ireneo la unidad de la economía salvífica, que se extiende desde la creación hasta la consumación final; la clave para comprender la persona de la Palabra que se hace hombre es ésta: "La Palabra, que está en el principio junto a Dios, mediante la cual fueron creadas todas las cosas y que en todos los tiempos asistió al género humano, esta palabra, al fin de los tiempos..., se unió con su criatura y se hizo hombre mortal... Mediante esta encarnación restauró y compendió la larga serie de los hombres y en este compendio nos ha otorgado la salvación. Así recobramos en Cristo lo que perdimos en Adán, esto es, el ser a imagen y semejanza de Dios".

Por el amor "que él tiene con todo aquel a quien puede hacer beneficios", creó Dios al hombre con sus propias manos, a saber: mediante su Hijo y su Espíritu. El hombre fue creado a imagen de Dios para una vida que consiste en "la comunidad con Dios" y en ir siendo formado ("plasmado") por él. "Pues la gloria de Dios es el hombre viviente, mas la vida del hombre es la visión de Dios" (Adv. Haer., IV, 20, 7: SourcesChr 100, 648), por la cual participa en su inmortalidad. El hombre ha perdido culpablemente por su inexperiencia este regalo y la imagen de Dios. Por eso se convirtió en esclavo de Satanás y presa de la muerte.

Pero tampoco el hombre caído "queda fuera de las manos de Dios"; Dios le lleva no sólo al principio, sino hasta el final; su palabra actúa en el hombre en un ritmo binario que comprende la culpa del hombre y la fidelidad de Dios. La culpa, la muerte y la ley que se le impone al esclavo tienen su función en este plan salvífico, pues la experiencia de su propia debilidad va enseñando al hombre que su vida es Dios, y la ley le va enseñando a adherirse a Dios.

Por último, la palabra misma, el Hijo eterno de Dios "se hizo carne y sangre según la creación del principio... para al final salvar en sí mismo lo que al principio pereció en Adán". Se hizo realmente un hombre de nuestra carne y sangre para salvar a Adán y a su linaje. Pero nació de una virgen para mostrar que esta salvación se debe a una iniciativa exclusiva de Dios. Jesús es, pues, según la "sustancia", Dios y hombre; ni sólo hombre ni Dios sin carne. Frente a los gnósticos, que separan a Jesús del Cristo, repite incansablemente Ireneo: este unigénito de Dios y creador, este mismo se hizo carne, la antigua carne formada de la tierra es, entonces, uno y el mismo. "El Unigénito" que por todos los tiempos está con el linaje humano, se ha unido y mezclado con su criatura..., Jesucristo, nuestro Señor". Y viceversa

"Este hijo de hombre es el Cristo, el Hijo de Dios"

Ireneo habla de diversas maneras sobre la obra salvadora del Señor, pero son sobre todo las categorías de la recapitulatio y del intercambio las que iluminan el carácter de su pensamiento y de su significación histórico-dogmática.

a)                  Apenas alude Ireneo al tema de la muerte de Jesús como víctima expiatoria, Tal vez convendrá recordar que Ireneo desarrolla su actividad en las Galias y, por tanto, entre poblaciones célticas. Ni la influencia judaica ni las especulaciones filosóficas habían purificado allí el concepto de Dios, y tal vez expresiones como sacrificio y reconciliación podían dar lugar a malentendidos. Para él, la muerte de Jesús es más bien la consecuencia de la desobediencia de Adán, soportada y vencida por la obediencia del hombre nuevo. Este aspecto remite a la recapitulatio.

b)                  Con mayor énfasis habla Ireneo de la victoria sobre Satán. Para que se realizase la salvación era preciso que Satán fuera vencido por un hijo de Adán, pero más poderoso que él. Por eso Jesús fue realmente tentado y salió victorioso por su fidelidad a la palabra de Dios y a la ley; los hombres deben igualmente resistir al enemigo "por la palabra de la ley y con ayuda del mandamiento del Padre".

c)                  Al igual que en Justino y en los posteriores alejandrinos, el conocimiento de Dios ocupa en el pensamiento de Ireneo un lugar preponderante. Pero aparece más claramente que en Justino que no se trata de un reconocimiento puramente intelectual del verdadero Dios, sino de una comprensión de su amor que salva. Sí, "es imposible reconocer a Dios en toda su grandeza...; pero, por su amor, que nos conduce a Dios a través de la palabra, comprenderemos cada vez mejor - si somos obedientes - toda la grandeza de Dios", Desde la creación y sobre todo en la revelación a los patriarcas y profetas, la palabra de Dios comunicaba el conocimiento del Padre. Pero ahora la palabra se ha hecho pequeña y como un niño, a la medida del hombre s7, de modo que "en la carne del Señor nos sale al encuentro la luz del Padre y se derrama sobre nosotros" s8, Ireneo añade significativamente que no hemos de limitarnos a ver y oír a nuestro Maestro, sino que debemos seguir su conducta si queremos participar del saber vivificante que él tiene del Padre s9 También aquí es de enorme importancia el papel que desempeña la autenticidad de la vida humana del Señor.

d)                  Lo más característico de la doctrina ireneana sobre la redención es, sin duda, la recapitulatio. Esta palabra significa varias cosas: volver a colocar bajo una cabeza, compendiar la historia de la salvación, restaurar y completar la creación de los orígenes. Comprende también la idea de que el nuevo Adán recorre en sentido inverso el proceso de la caída de Adán. El nudo con que estaba atado el hombre se suelta, en cuanto que los cabos de la maroma vuelven a su postura inicial 60, La obediencia de la virgen María corresponde a la desobediencia de la virgen Eva 61, y así la cruz se convierte en antítesis del árbol del que comió Adán Q.

Pero la principal contraposición es la que se establece entre la desobediencia de Adán y la obediencia del hombre: "Como por la desobediencia de un hombre ha entrado el pecado y por el pecado el dominio de la muerte, así por la obediencia de un hombre ha entrado la obediencia y produce frutos de vida para los hombres" 63, El punto más alto de esta obediencia vivificante fue la muerte de Jesús en la cruz, en la cual "el Señor dio cumplimiento a la ley de la muerte para convertirse en primogénito de los muertos", Pero tenía que pasar por toda la vida de los hombres y cargar sobre sí con todas sus debilidades, a fin de ser obediente en todo y santificar así toda nuestra vida y a todos los hombres. El pensamiento es, pues, el siguiente: el Hijo, que desde el principio de los tiempos glorifica al Padre en cuanto que es la respuesta divina al querer de éste, y que, en cuanto imagen del Padre, formó a los hombres a imagen suya, se hizo también miembro de la familia humana caída y por obediencia vivió una vida humana total. En él queda restaurada, pues, definitivamente la creación originaria, se cumple la vocación de los orígenes y el final empalma con el principio. "Uno es el Hijo, que ha cumplido la voluntad del Padre, y uno es el género humano en el que se llevan a cabo los misterios de Dios...; su Hijo, la palabra unigénita, desciende a su criatura y la coge entre sus manos; por otro lado, la criatura agarra la palabra y asciende hacia ella..., haciéndose de este modo a imagen y semejanza de Dios".

e) Con esto aparece también, finalmente, el tema del trueque o intercambio. La palabra de Dios, Hijo suyo, "se hizo, llevado de su amor infinito, lo que nosotros somos, a fin de hacernos lo que él es". "La palabra de Dios se ha hecho hombre, y el Hijo de Dios, hijo de hombre, para que el hombre, captando la palabra..., se haga Hijo de Dios... Pues ¿cómo podríamos nosotros participar de la eternidad e inmortalidad si primero no se hubiera hecho como nosotros el eterno e Inmortal?". Posteriormente, este motivo desempeñará un papel decisivo en la cristología y soteriología. Pero entonces se hablará de divinización y de naturaleza humana. En Ireneo estos conceptos son menos abstractos. El Hijo asume no sólo una naturaleza humana, sino también un destino y una vida humana. El hombre no sólo es divinizado en un sentido general, sino que es "reconciliado": se convierte en un sujeto que todo lo recibe del Padre y le da gracias por todo. El Hijo obediente se hace hombre para hacer de los hombres hijos obedientes.

Por parte nuestra, la divinización es entonces un "seguimiento de la palabra", a lo largo del camino de nuestra vida, hasta la muerte. "Pues seguir al Salvador es participar de la salvación", y la "glorificación del hombre es perseverar en el servicio de Dios".

El núcleo del pensamiento de Ireneo consiste en que la palabra creadora es una y la misma que el hombre Jesús con su carne, sangre y alma. Lo esencial es que el sujeto de la encarnación es el Hijo, en el que se contiene la idea toda de la creación; por su obediencia a la voluntad divina, Dios revela a Dios en toda la economía salvífica, y, finalmente, vive nuestra vida como un hombre de nuestro linaje, hasta asumir incluso nuestra muerte. Por obediencia a Dios comparte el destino del hombre desobediente. Así queda vencido el pecado y Dios se revela como creador, salvador y vivificador. En el seno de la familia humana vuelve a erigirse esa fuerza imperecedera mediante la cual el hombre es capaz de vivir en una nueva obediencia y seguir al Señor hasta la visión facial del Padre.

Como decíamos al principio, quedan ya puestos en el siglo Ir los fundamentos de la cristología posterior. En los círculos judeocristianos pervivieron conceptos que aún tendrían influencia en la gran Iglesia. Pero iban madurando una serie de ideas comunes que reconocían a Jesús como Dios, como el Hijo en sentido trascendente y como la palabra creadora y salvífica anterior a los tiempos; ésta era, a la vez, hombre verdadero, miembro de nuestra raza y partícipe de nuestro destino. En el período siguiente se repiten los elementos de esta síntesis, pero sus distintos aspectos no siempre quedan enfocados en la espléndida perspectiva de Ireneo. Cada elemento va por su lado y sólo después de siglos se recupera el amplio horizonte de su obra. Cada faceta va siendo profundizada progresivamente, pero mientras tanto pierden no poco de su riqueza originaria.

La teología latina se concentrará en el destino humano de Cristo sobre todo en su muerte de cruz, y acentuará el análisis del concepto estático Dios-hombre. En cambio, el pensamiento griego dirigirá su mirada sobre todo a la persona de la Palabra y a su función reveladora. Cuando esta perspectiva amenace con volatilizar la realidad humana de Jesús estallarán los grandes conflictos.

 

SÍNTESIS DEL CATOLICISMO PRIMITIVO:

II. OCCIDENTE Y ORIENTE

Hacia fines del siglo II son las jóvenes iglesias de Cartago y Alejandría las que llevan la voz cantante en la reflexión sobre la fe. En Occidente no sólo se emplea ya el latín para rezar y predicar, sino que se comienza a pensar en romano; de ahí que penetren en la teología los puntos de vista morales y jurídicos. En cambio, los pensadores de Alejandría se sienten más afines al neoplatonismo, que en estos decenios se presenta con una enorme carga de entusiasmo religioso. Oriente y Occidente siguen líneas diversas, que sólo llegarán a entrecruzarse mucho más adelante.

1. El Occidente: Tertuliano

Tertuliano e Hipólito desarrollan las ideas de Justino e Ireneo. Para ellos, Jesús es la Palabra, que procede de Dios como poder creador y que se ha hecho hombre, Contra el dualismo y el docetismo gnóstico acentúan los dos la autenticidad de la carne de Jesús. Ambos utilizan también la idea ireneana del intercambio y declaran que Cristo es uno sólo: Dios y hombre. Hipólito antepone enfáticamente el pronombre "éste" al enumerar las propiedades humanas y divinas de Jesucristo. Tertuliano muestra que el Cristo divino no es distinto del hombre Jesús. No se arredra ante la idea de presentar al Hijo de Dios como sujeto verdadero y propio de la vida y destino humano de Jesús: "Dios sufre" el "nacer" de una madre humana, y con la Escritura puede decirse que "ha muerto el Hijo de Dios".

Es curioso cómo Hipólito emplea nuevamente el arcaico paij "qeou; parecen también arcaizantes sus preferencias por las categorías de sacerdote y sacrificio: Jesucristo es "el rey y sacerdote perfecto, que ha cumplido la voluntad del Padre"' y que se ha entregado a los hombres como ofrenda al Padree. A veces resume hábilmente las ideas de Ireneo, aunque pueda percibirse un cierto desplazamiento del acento.

En su reflexión cristológica, Tertuliano sigue esencialmente la ruta trazada por sus maestros. En el único Jesucristo distingue dos "sustancias": la divina, a la que llama también espíritu, y la corpórea t°. A la sustancia divina de Jesús atribuye sus milagros, y a la humana, sus debilidades, como el hombre y la sed, la angustia y la muerte. Esto se debe a un doble motivo. Por una parte, Tertuliano ha aprendido de sus predecesores la significación del nacimiento virginal de Jesús, que nació primero de un Padre divino y más adelante de una madre humana. Ahora bien, el nacimiento significa participación en la materia constitutiva del origen; tal es la primera significación que para Tertuliano tiene la palabra sustancia. Como Hijo de Dios, Jesús participa de la sustancia de su Padre, el Espíritu, y como Hijo de María participa de la sustancia humana. Por otra parte, hay diversas herejías que le llevan a esta distinción. Sus adversarios gnósticos y marcionitas reconocen en Jesús un ser de orden divino, pero niegan que su humanidad sea auténtica. Tertuliano responde apelando a las debilidades humanas reales de Jesús. Pero precisamente en ellas es donde algunas corrientes monarquianas hallaban una prueba contra su verdadera divinidad.

El nacimiento virginal no significa entonces, como algunos han pensado, que Jesús no sea verdadero hombre, sino que por una parte es verdadero hombre de nuestra carne, pero por otra "no es total y absolutamente hijo de hombre", pues es también de sustancia divina.

Se objeta contra la doctrina de la encarnación que implica una mutación, imposible en Dios. O bien, "si él nació y se revistió realmente de hombre, cesó de ser Dios, pues perdió lo que era al convertirse en lo que no era". Este principio - contesta Tertuliano - es válido tratándose de las cosas terrestres; pero en Dios el asunto es distinto: "Dios puede cambiarse en todas las cosas y seguir siendo lo que es". Prescindiendo de la palabra "cambiarse", que más adelante rechazará, se trata de una profunda idea que, tal vez, es presupuesto esencial para la idea de la encarnación. Como Dios es la afirmación perfecta de todo ser y que para él nada supone lo que existe frente a él, la encarnación no significa que él se haga algo distinto.

Partiendo de estas consideraciones, Irán madurando formulaciones de gran significación en la historia de la Iglesia. El que la Palabra se haya hecho carne y hombre, ¿quiere decir que se transforma en carne o que se ha revestido de carne? Lo primero es inaceptable, debido a la inmutabilidad divina. Y, además, "si la Palabra se ha hecho carne por la transformación o mutación de su sustancia, Jesús sería una sustancia resultante de dos..., una aleación, como el electrón, que es aleación de oro y plata; entonces no sería... ni espíritu ni carne, pues lo uno se cambia por lo otro, resultando así una tercera realidad. Jesús en ese caso no sería Dios, ya que ,por la encarnación dejaría de ser Palabra. Y no sería tampoco realmente carne y hombre, puesto que es la Palabra. Procediendo de ambos, no sería ninguno de ellos, sino una tercera realidad, completamente distinta de ambos". Semejante mezcla contradice a la Escritura, que le llama Hijo de Dios e Hijo de hombre, "tanto Dios como hombre, con ambas sustancias, distintas en sus propiedades... Vemos una doble condición, no mezclada, sino unida en una única persona, Dios y hombre, Jesús... Lo peculiar de cada una de las dos sustancias es tan inviolable que en él el Espíritu ha operado lo que le corresponde, los prodigios, milagros y signos, y también la carne ha sufrido lo suyo", padeciendo hombre, sed, llanto, angustias de muerte y por fin la muerte misma.

La continuación del texto muestra que la cristología de Tertuliano no es tan madura como hacen sospechar estas frases. Ante todo es dudoso que él haya querido expresar con el término "una persona" la identidad de sujeto. Estas fórmulas no se impusieron tan de repente; sólo con Agustín la fórmula "una persona de dos sustancias o en dos naturalezas" es la clave de la ortodoxia latina. A pesar de eso, Tertuliano es más profundo que sus predecesores en la penetración del problema de Jesús, uno y el mismo; hasta tal punto Dios, que ello no supone una ruptura con su verdadera humanidad, y hasta tal punto hombre, que es también Dios perfecto. El forjó expresiones y elaboró conceptos que posteriormente serán de gran utilidad.

Comparado con esto resulta decepcionante su visión de la obra salvífica. Da un paso adelante al relacionar las dos sustancias con la mediación de Jesús, que contiene en sí las "primicias" de Dios y del hombre. Pero se limita a elementos que proceden de Ireneo, aunque sin una visión tan comprehensiva. Su atención se centra en que Dios se hace hombre, no en que el Hijo obediente se hace hijo de Adán. La filiación divina y el nacimiento de María son pruebas de la humanidad y divinidad de Jesús, pero no tienen una significación inmediata para nuestra salvación. La cruz (y la resurrección) son las obras salvíficas propiamente dichas. Dios se hizo hombre para poder morir. Carece de un punto de arranque de las controversias posteriores. Para él, Jesús lo es todo. Por eso es imposible reducirlo a un solo concepto. Es Dios e Hijo de Dios, palabra, sabiduría, vida, pero también redentor, médico, primogénito de los muertos, etc.. De estos títulos, unos le corresponden por ser el Hijo eterno del Padre, anterior a la creación, y otros por haberse hecho hombre llevado de su amor al hombre caído. Así, pues, durante su vida mortal puede hacerse una distinción entre lo que él hace o dice en cuanto Dios y lo que realiza en cuanto hombre, "por razón de su naturaleza divina y humana y su condición humana". En él, como primicia de la nueva humanidad, "se entrelazaron por vez primera la naturaleza divina y la humana". Aquí Orígenes da a la idea ireneana del intercambio una orientación que posteriormente tendrá gran importancia. Se plantea el problema de si Jesús tiene alma humana y responde que el Hijo de Dios ha asumido un hombre perfecto, puesto que "no se salvaría el hombre entero si él no hubiera asumido al hombre entero.

Al ser poderoso, Jesús venció al enemigo, y al ser inocente podía perdonar los pecados. En cuanto Hijo de Dios es, debido a su parentesco con el Padre, "gran sumo sacerdote", y como hombre es el cordero inmaculado que carga con nuestra culpa. La consumación de este sacrificio es la ascensión, en la cual él lleva a su total pureza y consagra a Dios las primicias de nuestra carne. Jesús es el mediador "que se sitúa entre la naturaleza del ingénito y la realidad génita", que nos transmite los beneficios del Padre y lleva nuestras oraciones a su presencia.

Orígenes entiende la salvación sobre todo como visión del Padre, que se nos da por medio del Hijo de Dios y por la cual nos hacemos hijos con él, En este contexto surgen continuamente ideas que provocarán más tarde dificultades. Puede decirse que la concepción de Orígenes es ésta: el Hijo eterno procede del Padre como imagen suya y está pendiente de él con toda su voluntad. Las almas, por su parte, son creadas por el Hijo como imágenes de esa imagen; pero mientras las demás almas llegan a la detección, el alma de Jesús sigue desde la eternidad íntimamente unida a la Palabra; su venida a la carne no se debe a su infidelidad, sino a su obediencia a Dios. Aparece así una línea descendente - la de la dependencia - , que es, a la vez, una línea retrospectiva que mira a la inhesión. El Padre se expresa en su imagen eterna; ésta se manifiesta en el alma humana de Jesús como imagen suya y, a su vez, en el cuerpo, y viceversa, el alma de Jesús está íntimamente unida y en dependencia de visión y amor de la Palabra, que a su vez ama y contempla al Padre. Es, pues, el alma humana de Jesús la que media entre la Palabra y la carne. Nuestro camino de salvación está en que confesemos y sigamos la figura humana de la Palabra, a fin de unirnos a ella y alcanzar finalmente la visión del Padre. El Salvador comprende en su persona todos los escalones de este camino, y se acomoda a nuestras posibilidades: para unos es leche, para otros medicina, para los perfectos es el manjar sustancioso de la Palabra en sí misma.

Este modelo de cristología, en el que el hombre Jesús está en dependencia amorosa respecto de la palabra de Dios, plantea la cuestión de si Orígenes piensa más bien en una unión "moral" en el "hombreDios". Tal sospecha parece confirmarse cuando él apela para confirmar esta unidad al siguiente verso escriturístico: "Quien está unido al Señor forma con él un mismo espíritu" (1Cor 6,17), y nos propone esta unidad como modelo, ¿Quiere esto decir que la unidad del hombre-Dios no se distingue de nuestra unión con Dios por la gracia más que de una manera gradual? ¿Valora rectamente Orígenes la fórmula tradicional "uno y el mismo"? Subraya, es cierto, que la unidad del Hijo de Dios con el hombre asumido por él es una unión tan íntima, que supera nuestra unión con Dios, La Escritura habla del Hijo de Dios e Hijo de hombre "no como de dos seres, sino como de uno solo". El hombre asumido no es "alguien distinto" de la Palabra, "no son dos" sino "una realidad compuesta". No es solamente una unidad de predicación, sino una unidad real. A pesar de todo, esta unidad deja lugar a un cierto crecimiento: la glorificación consiste en que el hombre "no es ya alguien distinto de la Palabra, sino él mismo con ella".

El interés por distinguir lo divino y lo humano en la Palabra encarnada impide a Orígenes atribuir lo humano sin más al Hijo de Dios. Pero no sería justo acusarle de defender una unidad puramente moral. Para él, la libre adhesión del hombre es su ser mismo; con toda seguridad, esto es así en la relación del hombre con Dios. Más tarde se pensará, a propósito de la naturaleza humana, que existe antes de actuar, que la contemplación y el amor serán en ese caso consecuencias de la unión hipostática. Pero para Orígenes son su núcleo esencial y el punto central de la unidad. La unión del Logos con la naturaleza lógica del hombre no acaece primariamente al nivel del ser objetivo, sino precisamente en la conciencia y amor de este hombre. Para Orígenes, el hombre Jesús puede ser expresión de la Palabra debido exclusivamente a su unión total de amor y contemplación con ella: "Como el hierro en el fuego, así está el alma... siempre en la Palabra, siempre en la Sabiduría, siempre en Dios. Lo que hace, siente y piensa es Dios" fijado una vez más en el papel central que compete al alma humana en la encarnación, y en la importancia del pensamiento, el amor y toda la actividad vital humana de Jesús. En efecto, si miramos hacia atrás la evolución de la cristología hasta el 250, podremos advertir una paradoja inquietante. El punto de partida de la reflexión sobre Jesucristo era la fe en que la salvación de Dios acontece en la vida, muerte y resurrección de este hombre, y que, por tanto, su existencia humana tiene significación divina y es el lugar donde se verifica el encuentro del hombre con Dios. Esta fe se afirmaba confesando que este hombre es el Hijo de Dios. Poco a poco la perspectiva fue desplazándose tan radicalmente que en el resplandor de la divinidad se desvaneció la auténtica humanidad de su vida terrena. Después de Ireneo sólo Orígenes sigue mostrando interés por la actividad humana de Jesús, entendida con excesiva unilateralidad como unión voluntaria a la Palabra. En Tertuliano, Clemente y otros autores de menor importancia son únicamente las pasividades humanas las que desempeñan un papel, situación que persistirá hasta el III Concilio de Constantinopla, cuando la Iglesia tome otro punto de partida, dentro de perspectivas muy diferentes.

Como segundo mérito de Orígenes podemos subrayar que considera la misma existencia humana de Jesús como revelación de Dios; en su actividad humana, Jesús es la imagen de la Palabra, que a su vez lo es del Padre. Partiendo de la convicción de que la salvación del hombre consiste en la visión de Dios, comprende globalmente la persona de la Palabra encarnada como mediadora de esta visión. Pero también aquí se advierte cómo queda desplazado el contenido de la revelación divina. En la Escritura se trata de la autorrevelación de Dios, nuestro Salvador, que se revela salvando, es decir, a través de sus obras salvíficas. En la concepción de Orígenes, que al fin y al cabo es la del helenismo, se trata de la revelación de Dios en imágenes: en su Palabra, en el alma y en el cuerpo de Jesús. Estas imágenes pueden ser entendidas de manera estática. El alma de Jesús resulta entonces algo superfluo. En efecto, ¿qué dificultad habría para que la Palabra, creadora de todas las cosas, se expresara inmediatamente mediante el cuerpo? Orígenes afronta este riesgo explicando que la adhesión al prototipo pertenece a la esencia de la imagen. Sus discípulos no captan la profundidad de esta perspectiva y descubren en el papel de la libertad una amenaza para la unidad. Cuando posteriormente haya que defender la existencia del alma humana de Jesús se hará en un terreno muy distinto: será valorado como componente esencial de la naturaleza humana, es decir, dentro de una concepción estática. Lo mismo ocurre más tarde en el problema de la voluntad humana de Jesús; ésta aparecerá como una componente de la naturaleza humana y no tanto como principio de actividades y vivencias auténticamente humanas.

3. Visión retrospectiva

Hacia el 250 están ya delimitadas las posiciones de partida de las posteriores reflexiones y discusiones cristológicas. El horizonte en que habrán de desarrollarse es fundamentalmente el que acabamos de presentar con cierto detalle. Los dos siglos que siguen inmediatamente al retorno de Jesús al Padre son los que crean los presupuestos para la predicación del evangelio y su significación divina en el mundo del helenismo tardío; esto lleva consigo que algunos aspectos de este mensaje quedan muy en segundo plano. Podríamos recoger en un corto resumen los siguientes puntos, que vienen a ser los resultados definitivos de esta evolución:

a)                  El hombre Jesús es un ser divino, que existe ya antes de su encarnación y de la creación del mundo. El adopcionismo, que no veía en Jesús más que un hombre curtiente, dotado por Dios de una plenitud particular, desapareció casi definitivamente del pensamiento eclesiástico, aunque reapareció nuevamente por algún tiempo en Pablo de Samosata. Pero mientras anteriormente se veía en Jesús sobre todo la palabra poderosa de la creación y la salvación, referida intrínsecamente a los hechos reveladores de Dios, alrededor del año 200 comienza a acentuarse la idea de su relación intradivina con el Padre y su generación por éste.

b)                  Este Hijo de Dios se ha hecho realmente criatura humana. El docetismo ha quedado vencido de una vez para siempre. Originariamente, esta confesión se refiere sobre todo a las vivencias humanas que Cristo ha compartido con sus hermanos. Poco a poco su nacimiento y muerte son considerados como "pruebas" de su divinidad y humanidad. Queda en un segundo plano la significación salvífica de su existencia humana globalmente considerada.

c)                  Se afirma generalmente que el Hijo de Dios e Hijo de hombre son "uno y el mismo": el Hijo de Dios encarnado. Unicamente Orígenes parece algo reticente en este aspecto, pues dentro de esa unidad considera ambas dimensiones como sujetos activos libres y conscientes.

d)                  Comienzan muy pronto a establecerse las contraposiciones entre las propiedades divinas y humanas. Si todavía en el siglo II se afirmaban audazmente de Dios acciones y pasiones humanas, Tertuliano y Orígenes comienzan a distinguir dos "sustancias" o "naturalezas". De ahí la tendencia a atribuir las pasividades al hombre y las actividades a Dios. En el sacrificio de Jesús el Logos es el sumo sacerdote oferente, el hombre es la víctima. Para Orígenes, el hombre es también activo, ya que está adherido a la Palabra de una manera voluntaria y consciente; lo que no afirma el alejandrino en ningún lugar es que el hombre participe en la función y actividad sacerdotal de la Palabra.

Puede constatarse a lo largo de estos siglos una trayectoria que va de una comprensión dinámica a otra más bien estática. Junto con ello tienden a separarse el aspecto revelador y el de acontecimiento salvífico, aunque todavía Orígenes intenta una visión unitaria. Tal intento muestra precisamente que la razón de la trayectoria descrita radica en el influjo de la concepción griega de Dios y del hombre. El mundo griego se preguntaba por Dios en sí y por el hombre en sí; la predicación cristiana no podía por tal motivo limitarse a describir al hombre y a Dios en el diálogo de la alianza tal como aparece en la Biblia.

 

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SECCIÓN CUARTA

El PRELUDIO DE LAS GRANDES CONTROVERSIAS

 

La gran discusión cristológica comienza a principios del siglo V. Pero la materia del conflicto y los elementos de solución van apareciendo en el transcurso del siglo IV. Este hecho dificulta la presentación panorámica del proceso histórico, ya que este siglo está dominado por los temas en torno a la divinidad de Cristo y del Espíritu Santo, discusión en la que el problema de la relación entre lo divino y lo humano de Cristo, a pesar de su importancia, no constituye el punto central ni el hilo conductor utilizable a la hora de exponer una situación tan complicada. Partiendo del punto de vista de la unidad de Jesús y del reconocimiento de su alma y su actividad humana, puede ordenarse la materia con arreglo al esquema siguiente:

1)                  Negación del alma humana de Jesús desde Malquión hasta Apolinar.

2)                  Nicea, san Atanasio y el Concilio I de Constantinopla.

3)                  La escuela de Antioquía.

1. De Malquión a Apolinar: negación del alma humana de Jesús

El año 268 se pone de manifiesto en el Concilio de Antioquía una inquietante evolución del origenismo 1 Pablo, obispo de Samosata, quien, por lo demás, se comportaba como un déspota del Oriente, es acusado de profesar errores en materia cristológica. Parece tender a un adopcionismo estricto: Cristo fue un hombre como los demás, lleno de la sabiduría de Dios como los profetas, aunque en una medida muy superior. Después de diversos intentos por hacerle cambiar de opinión entre los cuales contamos con una carta de Himeneo de Jerusalén y otros cinco obispos fue atacado por el presbítero Malquión y por fin destituido por el Concilio. Por desgracia no es segura la autenticidad de los fragmentos, pero ,puede advertirse en ellos una temprana reacción de la escuela origenista contra el adopcionismo. Himeneo habla en primer término de la divinidad preexistente del Hijo y explica que éste se hizo carne y hombre, "de tal forma que el cuerpo... se une inmutablemente con la divinidad y es deificado por ella. Por eso el mismo Jesucristo es creído en la Iglesia como Dios y hombre... Cristo es uno y el mismo según la esencia (ousi/a), aunque se le comprende mediante diversos conceptos (epi/noiai)" 3. Los fragmentos de las actas del Concilio dicen también que Jesucristo es "uno y el mismo" (Fr., 18, 19, 23) y que la unidad es una verdadera unidad entitativa (vuelve a aparecer la palabra owca en otros muchos contextos (Fr., 14, 16, 22-24, 29, 33), comparable con la unidad existente entre el alma y el cuerpo del hombre (Fr., 30). Puede entonces decirse que la Palabra eterna ha nacido de María, ha padecido sed, cansancio y dolores (Fr., 18, 19, 23), como por otra parte los Magos de Oriente adoran también el cuerpo humano de Jesús, lleno de Dios (Fr., 15). A pesar de todo es preciso distinguir bien entre lo que conviene primariamente a Dios y secundariamente al hombre, y viceversa (pro$youme/noj kata/ deu/teron lo/gon Fr., 34).

Esta distinción es típica dentro de la escuela origenista. Pero Malquión va más allá. Para él, la unidad de alma y cuerpo es más que una comparación. En Jesús, "la palabra es lo que en nosotros es el hombre interior" (Fr., 30). Por ello pregunta a Pablo si "al igual que nosotros estamos compuestos de carne y eso otro que está en la carne, así también... el Logos estaba en la carne", y si, al igual que el hombre consiste en la unión de alma y cuerpo, también Jesús está integrado por "la convergencia de la Palabra de Dios con lo que procede de la Virgen" (Fr., 36, p. 156s). No hay aquí lugar alguno para un alma humana dotada de verdadera libertad. Se subraya fuertemente que la palabra de Dios es en sí misma el último sujeto también de la vida humana de Jesús y que ha aparecido en forma humana; se niega, en cambio, que esta unidad incluye, por parte del hombre, la conciencia humana y el seguimiento de la Palabra, como pensaba Orígenes. Entre Orígenes y el origenista Malquión hay un cambio de orientación en el que la unidad del Dios-hombre se convierte en una unidad entitativa estática.

Esta concepción se difunde mucho por los círculos origenistas. En la doctrina trinitaria, los seguidores de Orígenes siguen distintas trayectorias: Arrio, Eusebio de Cesarea y un partidario entusiasta de Nicea como Apolinar. Pero en todos ellos podemos hallar la misma concepción de la persona de Jesús. El mártir Pánfilo defiende a Orígenes de la acusación de que, al reconocer el alma de Jesús, divide al Señor. El discípulo de Pánfilo, Eusebio, acusa a Marcelo de Ancira de que, al atribuir a Jesús un alma humana, le convierte en un simple hombre. Tal vez el mismo Arrio, que a través de su maestro Luciano tiene relación con Malquión, negaba también el alma humana de Jesús. Ciertamente pensaban así los arrianos posteriores, que veían en las debilidades humanas del Salvador una prueba de que el Hijo es mudable y, por tanto, criatura, negándose a admitir en él un alma humana, que sería el sujeto inmediato de estas debilidades. En seguida nos ocuparemos de la doctrina de Apolinar. Pero lo más inquietante era que los guardianes de la ortodoxia en Alejandría apenas advirtieron en un principio este peligro.

Apolinar de Laodicea, que durante largos años combatió al lado de Atanasio por el cumplimiento de los decretos de Nicea, era un anacoreta de los alrededores de Antioquía. Probablemente fue esta situación la que le llevó a radicalizar su postura y a endurecer sus puntos de vista. Con toda la tradición antigua, confiesa Apolinar que el hombre-Dios no es "uno y otro", no un Hijo por naturaleza y el otro por la gracia, sino que son uno y el mismo. También él utiliza la comparación del alma y el cuerpo. Para expresar la unidad recurre a expresiones como "una esencia" (ousi/a) y "una naturaleza encarnada (fu/sij) del Verbo de Dios". Se refiere con ello a una real unidad entitativa del Hijo de Dios con el hombre Jesús, quien desde su concepción es el hombreDios.

Esta unidad del hombre-Dios es para Apolinar, y en ello se muestra fiel discípulo de Atanasio, algo esencial en la obra salvífica. Si no es Dios mismo nuestro Salvador, nuestra esperanza es vana. Pero Apolinar emplea sus propios argumentos, con los que entra más profundamente en la paradoja del hombre-Dios, que le llevan a una negación expresa del alma humana de Jesús, o por lo menos del nou/j, sede de la libertad y del propio yo. Su primer argumento es más bien filosófico: dos seres cerrados en sí mismos, y cada uno de los cuales tiene su propio principio vital, no pueden formar una persona viviente. Su prueba segunda y más importante es de tipo religioso. Si Jesús hubiera tenido nou/j y libertad como un hombre, nuestra salvación habría tenido un fundamento muy endeble, puesto que el alma humana es esencialmente mudable (y Dios mismo se atiene a esta condición), lo que vale tanto como decir frágil ante el fiel. Si nuestro Salvador hubiera tenido una libertad humana, la obra salvífica quedaría amenazada por la inconsistencia inherente a la libertad. "La Palabra se hizo carne, pero no asumió el nous humano, sometido al cambio y a los pensamientos impuros; es, en sí mismo, un nous divino, inmutable, celeste". De lo contrario, podrían darse conflictos entre su voluntad divina y su querer humano. Apolinar, pues, se sitúa ante el dilema siguiente: la santidad de Jesús, ¿es sustancial o procede del libre albedrío? Como de otra manera no podría habernos santificado, Apolinar se decide por lo primero, a costa de la plena humanidad de Jesús. Cuando, tras del análisis de una larga serie de textos bíblicos, concluye que Cristo no es "un hombre", pretende afirmar que no es un hombre como nosotros, que por naturaleza somos débiles ante el pecado.

Como veremos en seguida, la reacción contra Apolinar fue más enérgica de lo que cabía esperar. Tal vez ello fuera debido a la nueva vigencia del antiguo principio del intercambio en el pensamiento de Atanasio. Pero no debemos olvidar que todas las cristologías deberán el planteamiento de algunas cuestiones de auténtica garra a la refutación de la doctrina apolinarista.

2. Nicea-San Atanasio-Concilio I de Constantinopla

Aunque el Concilio de Nicea no se ocupó expresamente de las cuestiones cristológicas propiamente dichas, tuvo enorme importancia para la cristología. No sin razón los Padres de Efeso y Calcedonia declararon que su intención era exclusivamente interpretar la doctrina de Nicea. La definición de este primer Concilio universal se dirige contra Arrio y afirma la total divinidad del Hijo, que no es una criatura, sino que procede de la naturaleza del Padre y que es de la misma condición divina (DS 125s). Es importante la estructura de esta confesión de fe. La afirmación de su verdadera divinidad se introduce en el texto de un símbolo tradicional de manera que su objeto es Jesucristo, al cual se le van añadiendo, mediante pronombres relativos, afirmaciones referentes a su nacimiento y destino humanos. No existió dificultad alguna en confesar que Jesucristo no es una criatura, sino el Hijo de Dios, y decir a continuación que éste, tan fuerte como Dios, nació de María Virgen y murió bajo Poncio Pilato. No cabía una confesión más vigorosa de ese uno que es Dios y hombre, que lo que nos ofrece este dato tan obvio. De ahí que las afirmaciones de Nicea fueran posteriormente invocadas como piedra de toque de la cristología ortodoxa.

Pero las afirmaciones trinitarias de Nicea no fueron admitidas rápidamente. Su marcha victoriosa debe achacarse sobre todo a la tenacidad de Atanasio, que durante medio siglo sostuvo, a voces en solitario, el combate a favor del Concilio.

Probablemente ya durante su primer destierro en Tréveris (335-337) había compuesto un tratado sobre la encarnación en el que se advierte claramente la influencia de Orígenes y aún más la de Ireneo: la vida del hombre consiste en su adhesión a Dios; cuando el hombre deja a Dios, se condena a muerte; la vida sólo puede ser otorgada nuevamente a los hombres si el Dios-Palabra, que es la vida, se instala en nuestro cuerpo humano, redime nuestra deuda y vence a la muerte con su poder vivificador. Puede advertirse aquí una vez más la idea ireneana del intercambio, aunque sin los temas de la recapitulatio y de la santificación de la existencia humana. La visión ireneana de la historia de la salvación se aparta de una consideración preferentemente estática y la divinización desempeña un papel más importante que la contraposición obediencia-desobediencia. "Se hizo hombre para que nosotros fuéramos deificados; se reveló a sí mismo mediante un cuerpo, a fin de que pudiéramos conocer al Padre invisible; llevó consigo la ignominia del hombre para que nosotros heredáramos la inmortalidad". A la desobediencia de Adán no se opone aquí la obediencia humana del Hijo, sino que al hombre enajenado de Dios se contrapone el hombre divinizado, el hombre-Dios: apios se ha hecho hombre para divinizarnos". A consecuencia de este desplazamiento en la idea del intercambio, no necesita Atanasio introducir en el Hijo encarnado un principio de actividad humana ni de reconocer en él un alma humana. Aunque no la niega, este alma tiene para Atanasio una importancia muy escasa. Sin embargo, por otro camino completamente diferente, la versión atanasiana de la idea del intercambio lleva, finalmente, a la confirmación de este alma, si no como principio de actividad, al menos como componente de la naturaleza humana.

El principio del intercambio adquiere una enorme significación en el pensamiento de Atanasio. En su polémica contra los arrianos es su argumento fundamental: sólo aquel que es verdaderamente Dios nos puede divinizar. Pero, por otra parte, el mismo axioma presupone que Jesús es verdadero hombre y carne de nuestro linaje. "Por tanto, ésos niegan que el Hijo procede de la naturaleza del Padre..., y discuten también que haya asumido verdadera carne humana de María siempre virgen. Pero para nosotros los hombres tan inútil sería que la Palabra no fuera el verdadero Hijo de Dios por naturaleza como que no fuera verdadera carne la que asumió". En cuanto primicias, él es el principio de nuestra salvación; ahora bien, las primicias deben tomarse de la misma materia. Partiendo de esta idea del intercambio avanzará Atanasio ulteriormente.

Cuando, tras el advenimiento al trono de Juliano, los obispos desterrados pudieron volver a sus sedes, Atanasio hizo un nuevo intento de restaurar la paz entre todos los antiarrianos, sobre todo en Antioquía. Para ello convocó un sínodo en Alejandría (362), en el que tomaron parte los emisarios de Paulino y de Apolinar. En su carta sinodal dedicaba Atanasio una sección a la encarnación. La Palabra descansó sobre Jesús no como antiguamente sobre los profetas, sino que "la Palabra misma se hizo carne... y por nosotros nació en la carne como hombre... El Redentor no tenía un cuerpo sin alma, sin sensibilidad o sin razón (a)no/ntoj). Pues como quiera que el Señor se hizo hombre por nosotros, es imposible que su cuerpo sea irracional, y que en la Palabra tenga lugar exclusivamente la redención del cuerpo y no del alma. El, que era verdaderamente Hijo de Dios, se hizo también Hijo de hombre... Por ello no era uno el que existía antes que Abrahán como Hijo de Dios y otro posterior a Abrahán; no es uno el que resucitó a Lázaro y otro el que preguntó por él, sino que el mismo dijo al modo humano: ¿dónde le habéis puesto?, y luego le resucitó al modo divino".

A pesar de los ataques de los arrianos, Atanasio subraya con todo énfasis que el Hijo eterno es el hombre Jesús. Distingue, como ya se hacía anteriormente, entre lo que compete al Hijo por razón de su naturaleza divina y por su encarnación. Es aquí una novedad la afirmación sobre el cuerpo animado y racional del Señor. Aunque también Apolinar pensaba poder subrayar estas palabras, puesto que para él el cuerpo de Jesús estaba animado por la Palabra misma de Dios, sin embargo, en el contexto del pensamiento atanasiano sólo pueden interpretarse como reacción contra el apolinarismo. De acuerdo con su idea del intercambio, la Palabra "ha tomado sobre sí lo nuestro... para revestirnos de lo suyo". Contra Apolinar se dirigirá también la frase que dirá Atanasio años más tarde en su refutación del docetismo: el cuerpo del Logos no era una apariencia, pues "en la Palabra misma aconteció - no sólo en apariencia, sino verdaderamente - la redención de todo el hombre; no sólo del cuerpo, sino del alma y del cuerpo"'. En años posteriores ha visto, pues, Atanasio la necesidad de reconocer en Jesús un alma humana, pero ello debido exclusivamente al principio del intercambio, no porque valore en todo su alcance teológico la actividad humana de Jesús. Cuando enumera los aspectos humanos de Jesús son siempre los pasivos, como el hombre, la sed, la ignorancia, la pasión y la muerte.

La elevada personalidad de Atanasio tuvo una significación decisiva en el desarrollo de la doctrina trinitaria, pero con sus aciertos y fallos ha determinado también considerablemente la cristología. No solamente aseguró la victoria de la fe en la divinidad total del Hijo, sino que en el amplio y variado círculo de sus discípulos consiguió que quedara fuera de toda duda la unidad de este Hijo con el hombre Jesús. Uno y el mismo es el Hijo eterno de Dios y el hombre Jesús. Repensando la idea del intercambio, Atanasio volvió a situar la problemática cristológica desde la perspectiva salvífica, de la que amenazaba con desviarse la especulación sobre el hombre-Dios.

Pero también tuvieron repercusiones sus unilateralidades y defectos. Su idea del intercambio, en el que la encarnación ocupa un Iugar más importante que la cruz y la resurrección, lleva no sólo a la introducción de las fiestas de Navidad y Epifanía, que en el futuro llegarán a veces a dejar a la Pascua en un segundo plano; además, y sobre todo, favorece la tendencia a ver en Cristo más bien los polos abstractos Dioshombre que la realidad concreta del Hijo y de su vida humana. La falta de una actitud clara contra Apolinar por parte de Atanasio dio ocasión a perturbaciones irremediables pocos años después su inclinación a difuminar las vivencias y la realidad) humana de Jesús en la luz radiante del sujeto divino precisará durante siglos la reflexión sobre la fe y la piedad misma. Sin embargo, su influencia, en extremo profunda en Egipto, Capadocia y en la Iglesia latina, no fue universal. Antioquía siguió durante la controversia arriana una línea propia por lo que respecta a la cristología. El gran conflicto cristológico surge en el choque entre el atanasianismo riguroso de Cirilo de Alejandría y la tradición antioquena de Nestorio. Pero antes de ocuparnos de la cristología antioquena daremos una ojeada por la cristología de los seguidores de Atanasio, Dídimo de Alejandría, los Capadocios y el Concilio Constantinopolitano del 381.

Durante el decenio que siguió a la muerte de Atanasio el año 373, la discusión se centró en la divinidad del Espíritu Santo, al igual que en la cristología de Apolinar. La controversia quedó zanjada en el Concilio Constantinopolitano I (381), en el que sobre todo se reunieron obispos de Asia Menor, Capadocia y Antioquía y que sólo posteriormente fue reconocido como ecuménico en el pleno sentido de la palabra. El canon primero cita a los apolinaristas entre los herejes condenados (DS 151). La exposición de motivos de esta condenación se recogía probablemente en un legajo que se ha perdido. Pero cabe sospechar que lo principal se contiene en la carta que la mayoría de los obispos escribieron al papa Dámaso, a Ambrosio y a otros obispos latinos, cuando volvieron a reunirse al año siguiente en Constantinopla. En la carta confiesan "que la economía de la carne no es inanimada, ni irracional (a(noun), ni incompleta", sino que "el Dios-Palabra entero perfecto antes de todos los tiempos, se hizo hombre perfecto en los últimos días por nuestra salvación" (K 652).

Esta condenación de Apolinar estaba ya preparada por no pocas vertientes. Aparecen continuamente exposiciones que presuponen la idea del intercambio según Atanasio. Ya por el año 374 escribe Epifanio contra la doctrina de Apolinar - a quien alaba como persona - que la Palabra ha asumido "un hombre perfecto, todo lo que hay en el hombre y lo que es el hombre" "para efectuar la plenitud de la salvación en un hombre perfecto, no faltando nada del hombre, no fuera a ocurrir que se dejara una parte" y ésta volviera a ser botín del diablo. Es la misma idea que expone por esos años el papa Dámaso en numerosas cartas y documentos, como cuando escribe: "Si hubiera sido asumido un hombre incompleto, significaría que la gracia de Dios es incompleta e incompleta nuestra salvación, pues no habría sido redimido todo el hombre. ¿Y dónde queda entonces la palabra del Señor: 'El Hijo de hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido? Todo, esto es, en alma y cuerpo, en el entendimiento (sensus = nous,) y en toda la naturaleza de su sustancia. Si todo el hombre estaba perdido, debía ser salvado lo que estaba perdido; pero si fue salvado sin la razón, se sigue de ello que no fue salvado todo lo que estaba perdido, lo cual contradice al evangelio". Antes del Concilio de Constantinopla exclama también irónicamente Gregorio de Nacianzo: "Una vez afirmada la unidad de la divinidad, hubo que partir la humanidad... y decir que no fue salvado el hombre entero, totalmente caldo y condenado". Precisamente se deja a un lado lo más importante del hombre, su nous, mediante el cual es imagen de Dios. En su carta a Cledonio, en la que se defiende de la acusación de apolinarista, Gregorio da a la idea atanasiana del intercambio su forma clásica: "Lo que no es asumido no es salvado; pero lo que está unido a Dios, es también salvado".

En esta forma la idea atanasiana del intercambio constituye una base de la posterior reflexión cristológica. Pero precisamente esta forma deja entrever cómo se trata más bien de asumir una auténtica naturaleza de hombre que una auténtica vida humana. Eso es tanto más sorprendente si tenemos en cuenta que Gregorio defiende, el año 362, al principio de su carrera, el alma humana de Jesús desde un punto de vista tomado de Orígenes: para restaurar la imagen de Dios y divinizar al hombre, "Dios se ha mezclado con la carne por mediación del alma (y) todos los opuestos han quedado unidos en ese miembro intermedio que es el alma, emparentada con el uno y con el otro. Pero mientras en Orígenes este parentesco del alma con Dios estaba fundado también - aunque no principalmente - en la libertad con la que podía unirse a Dios, aquí el parentesco consiste sólo en la naturaleza inmaterial del alma. Gregorio apenas deja espacio a una actividad humana de Cristo en el Espíritu y tiende a pasar de largo por los correspondientes pasajes de la Escritura. La unidad del hombre-Dios se concibe como unión de dos "naturalezas" consideradas estáticamente.

De hecho, Gregorio emplea esta expresión "naturaleza". Con toda la tradición alejandrina mantiene firmemente que el hombre-Dios es uno, es decir, la Palabra divina, que se hace hombre sin menoscabo de su divinidad. Aun cuando lo humano y lo divino pueden entenderse distintamente (Gregorio emplea aquí la expresión e(pi/noiai, que procede de Orígenes y que posteriormente hará suya Cirilo de Alejandría), "no son uno y otro, sino algo y algo distinto"; no dos hijos, sino "dos naturalezas que concurren en una realidad (du/o fu/seij ei(j e/(n sundramou=sai)42 Por dos razones es interesante un pasaje de la carta. Gregorio compara las dos naturalezas en uno y el mismo con el alma y el cuerpo en un hombre; esto quiere decir que entiende la palabra fu/sij; más en el sentido de suma de propiedades que en el de esencia. Alude a la situación inversa de la teología trinitaria, en la que se habla también de uno y otro, pero no de alguna otra cosa. La distinción entre sujeto y naturaleza o esencia, que en la doctrina trinitaria se expresa sobre todo en san Basilio (a partir del escrito de Atanasio a los antioquenos) mediante la fórmula mi/a ou(si/a tre=ij u(posta/seij), comienza ahora a desempeñar un papel importante en la cristología. Pero es sólo un principio. Gregorio no emplea en cristología las palabras upo/stasij y ou(si/a (en este pasaje llega a afirmar que la unidad del hombre-Dios no es por la gracia, sino kat’ou(sia/n); la palabra favorita es fu/sij y "no otro distinto". Para la unidad de sujeto no encuentra término apto. En unión con la tradición antigua y con toda la escuela alejandrina expresa así sus propias ideas: "No uno y otro, sino una cosa y otra". Pero precisamente en este punto la escuela antioquena había de recorrer en el siglo IV un camino diferente, como en seguida veremos.

Antes diremos algo sobre otras figuras de Capadocia y Alejandría. Gregorio de Nisa habla con la mayor convicción de la naturaleza divina y humana del Hijo de Dios hecho hombre, como se desprende de su Oratio Catechetica. Pero advierte con mayor profundidad que su homónimo de Nacianzo que asumir la naturaleza humana significa también asumir sus propiedades como el nacimiento, la educación, la maduración y la prueba de la muerte. Dada la espontaneidad con que opera sobre la distinción de naturalezas en el hombre-Dios, tampoco le supone esfuerzo atribuir a Jesús una actividad verdaderamente humana espiritual. En el Huerto de los Olivos, Jesús, en cuanto hombre, no sólo sintió angustia, sino que pidió que pasara de él aquel cáliz que había querido en cuanto Dios. A pesar de esta gran importancia que le merece a Gregorio la distinción de naturalezas, mantiene intacta la unidad del sujeto; este mismo pasaje presupone que el único Señor, cuya voluntad es la voluntad del Padre, pide también como hombre que pase de él el cáliz de la pasión. Aun cuando Gregorio designa a Dios y al hombre en Jesucristo como "uno y otro", sigue siendo cierto para él que es "el mismo" que existe antes de todos los tiempos, que padeció y que vive eternamente.

Tal vez sea Anfiloquio de Iconio, paisano y contemporáneo de los tres capadocios, un ejemplo característico de cómo la influencia de Atanasio sigue pesando sobre los escritores de segunda fila. En Anfiloquio podemos advertir variaciones de la idea atanasiana del intercambio. Conoce la distinción de las dos naturalezas, rechaza explícitamente el apolinarismo e incluso en una ocasión habla de "uno que padece y otro que no se arredra" ante la pasión. Pero el sujeto propio de la vida terrena de Jesús es el Hijo eterno de Dios; él es el yo que habla de sus vivencias en Getsemaní. Este sujeto divino domina de tal forma la escena, que Anfiloquio atribuye a Jesús: Padecimiento y la muerte física, pero pasa por alto sus vivencias propiamente humanas: la angustia mortal de Jesús y su oración al Padre son meras apariencias destinadas a engañar al diablo. Más que la teología erudita, debió ser la trivialización popular de la humanidad de Jesús lo que provocó la indignación de la teología antioquena.

Por el contrario, Dídimo el Ciego (313-398, que es el último director de la escuela catequística de Alejandría, sabe librarse bien de las unilateralidades de su gran obispo. También para Dídimo es cierto que "no es uno el Hijo del Padre y otro el que se hizo carne y fue crucificado". El Hijo de Dios ha asumido al hombre "para que nos pueda proteger y pelear en favor nuestro, ha asumido "nuestro cuerpo y nuestra alma, para poder ayudarnos a través de él", En su comentario a los Salmos decide Dídimo esta nueva condición del Hijo como una a(lloi/wsij, en la que ha tomado un nuevo rostro ((prw/sopon), pero al mismo tiempo repite que en su divinidad sigue inmutado y sin mezcla: "Dios-Palabra se hizo... hombre por el hombre pecador, sin cambio, sin mezcla, sin pecado, inefablemente, como él quiso y supo, de la Virgen, según la carne de ella y de todos nosotros; sigue siendo lo que era y es y será uno y el mismo" Para Dídimo, la encarnación no significa solamente haber asumido un cuerpo y un alma, sino también "todas las consecuencias del ser humano" 59, es decir, no sólo haber asumido el padecimiento físico, sino también "las angustias ((frnti/dej) ante la pasión". Por eso reconoce también Dídimo que el Hijo, que escucha nuestras oraciones en cuanto Dios, "ora, pues él, incontaminado e inocente, se hizo igual que nosotros", y según la Carta a los Hebreos, se hizo "solidario nuestro por la carne y aprendió realmente la obediencia de la carne, esto es, aceptó la obediencia y redimió la antigua desobediencia". Vuelve aquí a salir a la superficie, probablemente bajo influencia de Ireneo, la antigua forma de la idea del intercambio.

A raíz de este hecho, también el alma humana de Jesús en cuanto principio de libertad vuelve a recibir una nueva significación teológica. Jesús tiene un alma consustancial (o(mou/siouj) a la nuestra, pues de lo contrario no sería igual a sus hermanos ni verdadero hombre. Aquí Dídimo va directamente contra Apolinar. El alma de Jesús es por naturaleza mudable y por eso capaz de tentación, Jesús ha pasado realmente por la ((pro/spa/qeia, "uno de esos momentos críticos que sitúan a otros seres al borde del pecado". Siendo absolutamente inocente conserva la imagen perfecta y por eso pertenece totalmente al Santo que ha asumido a ese hombre. Pero esta fidelidad humana "la tiene del DiosPalabra". Es clara la influencia de Orígenes, pero con la profundidad que le ha dado el planteamiento de Apolinar: la santidad humana de Jesús no es sustancial en el sentido de "involuntaria" - pues entonces no sería meritoria -, sino que es intocable, dado que la libertad humana de Jesús está cubierta por la gracia todopoderosa del Dios-Palabra. Una concepción semejante, aunque sin reminiscencias origenianas, la encontramos en Teodoro de Mopsuestia. Es digno de notarse que en Dídimo esta concepción coincide con la convicción firme de que el hombre-Dios es "uno y el mismo".

3. La escuela antioquena

Uno y el mismo: tal es el lema que recorre toda la tradición a partir de la extinción del judeocristianismo, como acabamos de ver. Sin embargo, en Antioquía se albergan dudas sobre la verdad de este aserto.

El comienzo de la cristología antioquena, así como su primera evolución, son sumamente oscuros. Esta escuela no tuvo un maestro genial como Orígenes, ni un polemista tan fascinante como Atanasio, ni un historiador entusiasta de la talla de Eusebio. Los escritos de sus mejores representantes se perdieron en su mayoría y los fragmentos que conservamos están casi siempre en contextos polémicos. Los antiguos heresiólogos y los modernos historiadores de los dogmas establecen una relación entre Pablo de Samosata y la cristología antioquena. Tal vez en el fondo haya cierta coincidencia en el distanciamiento de Orígenes y en una idea de Dios absolutamente monolítica"; pero en cristología la situación es diferente. Mientras Pablo pensaba en sentido adopcionista, la cristología característica de Antioquía parece haber nacido y haberse desarrollado a partir de un serio cuidado por salvaguardar la verdadera divinidad de Cristo. Estos antioquenos son defensores entusiastas del Concilio de Nicea.

El arranque de esta cristología podemos situarlo con Eustacio Antioqueno (muerto hacia el 335-340), que fue desterrado hacia el 330 por defender el Concilio de Nicea. Ya antes de la controversia arriana enseñaba con entusiasmo que Jesús es el Hijo unigénito de Dios, que participa de la naturaleza y gloria divinas. Pero cuando Arrio dedujo de la pasión de Jesús que no podía ser el Dios inmutable, Eustacio siguió una línea distinta de Atanasio, que distingue dos estadios de la Palabra.

Eustacio advierte que la concepción arriana, en la que la Palabra ocupa el lugar del alma humana, incluye a Dios demasiado inmediatamente en el destino humano. Entonces comienza a distinguir con agudeza en Cristo al Dios que unge y a aquel que es ungido; al hombre que padece y al Dios que vive en él, le resucita y le glorifica. Estos son de naturaleza diversas, de modo que la debilidad del hombre no supone menoscabo de la grandeza de Dios. Como fiel partidario del Concilio de Nicea, también Eustacio presupone la unidad del Hijo de Dios y del hombre; habla de los dos nacimientos de Cristo, de María como Madre de Dios y de la cruz de Dios. Fuera de la distinción de naturalezas, no hallamos en Eustacio término alguno que no se encuentre también en sus contemporáneos de Alejandría. Pero si se piensa en el lema "uno y el mismo", repetido allí tantas veces, se advierte aquí el crecimiento de una idea distinta en la que Dios y el hombre se distinguen como dos sujetos, "uno y otro". Eustacio no va tan lejos, habla de "una cosa y la otra", y de aquí a la distinción de los dos sujetos no hay más que un paso.

Este paso lo da Diodoro (muerto antes del 394), que fue obispo de Tarso hacia el 378 y uno de los prohombres del Concilio de Constantinopla y, según el emperador Teodosio, piedra angular de la ortodoxia.

En los mismos años sesenta, cuando Apolinar dirige en Antioquía sus pequeñas huestes de partidarios extremistas de Nicea, Diodoro es presbítero y doctor de la gran iglesia de Melecio, que profesa un nicenismo moderado. Sin duda, la política eclesiástica ha envenenado las controversias cristológicas. Los fragmentos dogmáticos de Diodoro pasaron por tantas y tan enemigas manos, que resulta imposible reconocer la motivación e inspiración real de su cristología, en la que - si tenemos en cuenta la impresionante calidad de su comentario a san Pablo - es imposible que haya tenido fallos. En este comentario presupone Diodoro sin vacilar la unidad del hombre-Dios; creador y señor de todas las cosas desde el principio, que ha llamado a ser, tras su venida en la carne y su obediencia hasta la muerte, primicia de la resurrección. Pero en su polémica contra Apolinar no sólo combate sus expresiones "la única naturaleza" y "la única ou(si/a, sino también su doctrina de que el cuerpo y la Palabra-Dios es el mismo y no uno y otro, sino un compuesto..., un Hijo único en ambos". Distingue siempre entre Dios y el hombre; éste es el templo en que habita la Palabra. Rechaza el término "mezcla", que se empleaba desde los primeros tiempos para expresar la unión íntima. Jesús se distingue de los profetas porque le llenó la plenitud del Espíritu Santo de manera ininterrumpida a partir de su admirable concepción en el seno de la Virgen; en este sentido, también llama a María Madre de Dios. Pero normalmente distingue entre el Hijo de Dios y el hijo de María. Explica que "la Palabra-Dios sólo puede ser llamado hijo de David en sentido impropio". Advierte entonces la dificultad que supone el hablar de dos Hijos de Dios, y contesta que sólo hay un Hijo natural de Dios y un hijo único de David, y que aquél habitó en éste. Así, pues: "El hombre nacido de María es Hijo por la gracia; la Palabra-Dios lo es por naturaleza... Al cuerpo humano debe bastarle poseer por la gracia la filiación, la gloria y la inmortalidad".

Nos encontramos aquí con el mismo dilema que se planteaba Apolinar al hablar de santidad sustancial y accidental y sacrificar a aquélla el nous humano de Cristo. Diodoro opta por la solución contraria: la filiación de Jesús es una gracia. Una generación después se discutirá la posibilidad de que un hombre sea por la gracia el hijo natural de Dios. Provocado por los excesos de Apolinar, Diodoro llegó a rechazar todos los términos tradicionales para expresar la unidad, si exceptuamos algunos especiales como los de templo, inhabitación y "hombre asumido". Mientras la cristología alejandrina parte del supuesto de que el mismo Hijo de Dios eterno ha vivido una vida humana, y después intenta investigar cómo son compatibles las propiedades y el destino auténticamente humanos con su ser divino, la escuela antioquena parte desde Diodoro de la idea de que el Salvador es Dios y hombre, e intenta estructurar una unidad que tenga en cuenta esas dos dimensiones, que se presentan propiamente como dos sujetos distintos. La grandeza de Diodoro, que más tarde había de ser tachado de hereje contumaz por Cirilo de Alejandría, puede medirse a la vista de sus dos discípulos, que hay que colocar entre los mayores exegetas de la antigüedad.

Juan Crisóstomo (muerto el 407), presbítero de Antioquía, que fue elevado a la sede patriarcal de Constantinopla y hubo de sufrir hasta la muerte el odio del patriarca alejandrino Teófilo, era discípulo de Diodoro. Tal vez no compartía totalmente la cristología de Diodoro, pues aunque predicó en Antioquía en la ápoca de estas controversias, apenas toca este problema. Incluso sus mismas catequesis se contentan con una frase lacónica sobre el misterio del hombre-Dios. Pero a veces parece corregir adrede a su maestro. Así, por ejemplo, en su comentario a Jn 1,14: "Dice 'la Palabra se hizo carne' para mostrar que no se trata de un fantasma; ahora bien, 'hacerse' no significa tampoco un cambio de su esencia (ousía), sino la asunción de una verdadera carne... No se trata de un cambio de esta naturaleza inmutable, sino de un tabernáculo o morada. Lo que en ella habita no es lo mismo que el tabernáculo, sino una cosa distinta. El uno vive en el otro... Una cosa distinta, digo, según la esencia. Pues por la unión y vinculación de ambos el Verbo de Dios y la carne forman una sola realidad: no por una mezcla o aniquilación de la esencia, sino por una unión inexpresable e indecible". El recelo de la teología antioquena por un cambio en la Palabra o por una mezcla de la esencia sigue predominando. Al revés que Diodoro, el Crisóstomo utiliza con marcado interés la forma neutra "una cosa distinta" y añade que este ser-otro se refiere a la esencia (en lo cual puede verse tal vez una polémica contra Apolinar, que sólo habla de una ousía. Con mayor equilibrio que su maestro mantiene en el hombre-Dios tanto la distinción como la unidad: Cristo no es un "puro hombre". "No era sólo lo visible, sino también Dios. Pues era visible en cuanto hombre, pero no igual al resto de los hombres, aunque sí lo era según la carne... Sin dejar de ser lo que era, asumió lo que no era, y al hacerse carne, siguió siendo lo que es: la Palabra de Dios... No lo mezclemos ni tampoco lo separemos. Un Dios, un Cristo, el Hijo de Dios. Cuando digo uno, pienso, una unión, no en una mezcla como si una naturaleza se cambiara en otra, sino que está unida con ella". Unión, no mezcla, un solo Cristo. No deja de ser significativo oír esta sencilla confesión de labios de un antioqueno. Tal vez la imagen de la escuela antioquena ha quedado desfigurada por la polémica.

Al contrario que su condiscípulo y amigo Juan Crisóstomo, el presbítero antioqueno Teodoro, obispo de Mopsuestia los años 392-428 93, se mete de lleno en las controversias cristológicas. Vilmente juzgado y calumniado, se convierte en caballo de batalla, y después de su muerte es acusado de nestorianismo por Cirilo Alejandrino, pero es rehabilitado por el Concilio de Calcedonia; por presiones del emperador, le condena el papa Vigilio en el Concilio Constantinopolitano II, y en nuestro tiempo es todavía objeto de las más diversas interpretaciones y valoraciones.

El motivo de esta inseguridad radica sobre todo en que de sus obras dogmáticas sólo se conservan fragmentos, en su mayoría en traducciones, y muchos de ellos adulterados. Tal vez el mismo Teodoro fuera un hombre contradictorio: sus catequesis respiran un aire distinto al de sus comentarios a san Juan, aunque los puntos de vista fundamentales son semejantes en las dos obras. Con Teodoro de Mopsuestia alcanza la tradición antioquena su forma más madura.

Se acentúa fuertemente la distinción de las "dos naturalezas", expresión que, como hemos visto, era usual entre los capadocios, para Teodoro de Mopsuestia, esta expresión domina toda la cristología. En las obras y palabras del Señor quedan cuidadosamente delimitadas su dimensión divina y humana. Todavía más característico de la escuela antioquena es el hecho de que esta cuidadosa distinción no viene inspirada por un interés positivo por lo humano de la persona de Cristo, sino sobre todo ,por la preocupación de librar a lo divino de toda contaminación humana. Así, por ejemplo, en el comentario a san Juan se centra en seguida en la predicación y los milagros en los que se hace visible la presencia de Dios y sólo atiende a lo humano, en el sentido de que sus propiedades "sobrenaturales" remiten a ese Dios que habita en el hombre y actúa a través de él.

Para la distinción de lo divino y lo humano no sirve sólo el término "dos naturalezas". Teodoro de Mopsuestia emplea también otras expresiones muy concretas: Dios que inhabita y el hombre o el templo en que Dios habita; Dios que asume y el hombre asumido. Un ejemplo: "No era sólo Dios ni sólo hombre, sino que por naturaleza era verdaderamente en ambos tanto Dios como hombre. Es el Dios-Palabra el que asumió, y el hombre, que fue asumido; el que fue asumido no era el que asumió, sino que el que asumió es Dios, mientras el que fue asumido es hombre". La frase de Juan de que el Logos se hizo carne no significa cambio, sino inhabitación por la cual él es igual externamente que cualquier hombre. "Hoc sensu factus est caro, quatenus habitavit in natura nostra... At non acsi mutatus esset dixit factum est, sed quia propter apparentiam ita esse credebatur". Al igual que en Diodoro, se indica al Hombre como "otro frente a la Palabra, y se rechaza como apolinarismo la expresión "uno y el mismo". Aunque Teodoro no ataca directamente el título "Madre de Dios" - si lo hubiera hecho, sus enemigos nos hubieran transmitido seguramente los pasajes en cuestión - , parece rechazarlo, pues dice que no es Dios, sino el hombre, quien fue concebido y nació de María.

Jesús no era un simple hombre, aunque lo parecía; pero sí un verdadero hombre de nuestro linaje, un hombre de alma y cuerpo; en él no puede excluirse el nous, que, en cuanto lugar de la libertad y el pecado de Adán, es también el punto en el que se ha combatido la victoria decisiva sobre Satán. Se advierte aquí un eco lejano de la idea atanasiana del intercambio: "Quod non est assumptum, non est redemptum", pero estos pasajes no se refieren a la actividad humana.

En esta distinción de las naturalezas es donde la unidad del hombreDios, que para la teología alejandrina era un presupuesto evidente, es estructurada teológicamente. Teodoro de Mopsuestia acepta negativamente que no puede ser una unidad "natural" o una unidad de esencia o acción. Unidad natural significaría mutación en la naturaleza divina es; por esencia y potencia, Dios está presente en todas partes, de modo que aquella unidad no puede ser el fundamento de la peculiar presencia de Dios en Jesús. Positivamente, su respuesta es: unidad por la "complacencia" y por la comunicación del Espíritu Santo, es decir, por la gracia.

De aquí arranca la controversia sobre la significación de Teodoro de Mopsuestia. Sus antiguos adversarios, a los que siguen los modernos historiadores del dogma, afirman que únicamente pensaba en una unidad "moral", sólo gradualmente distinta de la unión de los justos con Dios. El punto de apoyo para esta interpretación lo da el mismo Teodoro al establecer esa comparación con los justos y resaltar la función de la libertad de Jesús y su santidad como factores de su unión con la Palabra. Por otra parte, conviene advertir que el dilema "unión moral-unión ontológica" - como veíamos en Orígenes - no es tan sencillo como algunos han creído después, y que Teodoro, al partir de la libertad y la santidad como factores de unidad, no va mucho más allá de Gregorio de Nisa o Dídimo, aunque arranquen éstos de otras perspectivas. Además, Teodoro suele subrayar la diferencia entre la gratificación de Jesús y la nuestra. La unión de Jesús con la Palabra comenzó a raíz de su concepción en el seno de su madre, y en cuanto santidad voluntaria es ella misma indisoluble, pues que la autodonación de la Palabra "protegía" la libertad humana de Jesús "de cualquier mutación tendente al mal". A este hombre se le otorgó la plenitud del Espíritu Santo, de la cual los demás hombres sólo recibieron partículas.

Para explicar esta unión utiliza Teodoro imágenes como las de inhabitación, asunción o la del vestido regio, muy conocidas en Antioquía y Alejandría. Su contribución peculiar es la triple temática, estrechamente entrelazada, de la filiación, la participación en el honor divino, la omnipotencia y la adorabilidad y la unidad del prw/sopon. Con respecto a la filiación, sólo habla Teodoro en una ocasión de adoptio. No obstante, subraya que no se trata de dos hijos; aunque sólo la Palabra es el hijo natural y el prototipo, el hombre Jesús recibe por la gracia y por derivación del prototipo prwto/tupoj e)po/menoj, la participación en la filiación auténtica. Teodoro parece aproximarse aquí a la idea de que el hombre asumido lo es por la gracia en la filiación natural de la Palabra y, por tanto, no es en realidad un segundo hijo. En virtud de la plena comunidad que su asunción implica, el hombre asumido penetra en la peculiar relación del Hijo de Dios con el Padre y puede decir: "Soy el Hijo por mi unidad con el Dios-Palabra". Sin embargo, el verso escriturístico "entregó a su Hijo unigénito" supone para Teodoro una dificultad casi insoluble: no es el propio Hijo, que no puede padecer, quien es entregado a la muerte, sino "otros; pero a causa de su unión se atribuye todo a la divinidad. Tal vez la ambigüedad de Teodoro pueda resolverse de la manera siguiente: afirma una amplia asunción de la naturalezalhumana en la divina, pero luego se echa atrás por miedo a comprometer demasiado al Hijo de Dios en lo humano.

La asunción en el Hijo de Dios confiere al hombre una exaltación sobrenatural, participación en su honor y en su adoración, señorío y omnipotencia. A la cuestión de qué significa que la Palabra habite en hombre como en el único Hijo, responde Teodoro: "Que de tal modo habitó en él, que se unió enteramente con el (hombre) a quien asumió y lo dispuso para que participara en todos sus honores, en los que ya participa el inhabitante en cuanto que es Hijo por naturaleza; de tal manera que, en virtud de su unión con él, lo perfeccionó hasta formar con él un prósopon y le dio participación en toda soberanía, actuando en él de tal manera que por él y por el su parusía lleva a cabo el juicio universal" 119. Palabras como "honor" y "adoración" podrían insinuar que para nosotros los hombres Jesús vale exclusivamente como Dios. Pero consideradas en paralelo con la soberanía universal y la omnipotencia tienen, sin duda, un contenido real; para el Padre, el hombre es también el Hijo. "De hecho", el hombre recibe esta gloria sólo tras su resurrección, pero la "dignidad" (de derecho) le pertenecía ya anteriormente Nos encontramos aquí una vez más con un fenómeno paradójico: para evitar cualquier apariencia de subordinacionismo, Teodoro se opone a referir a la naturaleza divina las frases del evangelio en que Jesús dice que recibe algo del Padre, pero entonces se ve obligado a aceptar una exagerada divinización del hombre; la omnipotencia, en una teología rigurosa de la unión, no es una propiedad de la naturaleza humana, y el poder del hombre de renunciar a su vida y volver a asumirla implica una peligrosa lesión de la autenticidad de su muerte.

También la fórmula "una persona" (prósopon) debe su puesto en la cristología griega en gran parte a Teodoro de Mopsuestia, ano cuando en él no tenga tanta importancia como la de las dos naturalezas. Ya sabemos cómo la palabra prósopon, que originariamente significaba máscara y personaje teatral, fue entrando a lo largo del siglo IV en la doctrina trinitaria. Primero resultaba sospechosa, puesto que reducía al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo a meras manifestaciones del mismo Dios, pero paulatinamente fue tomada como sinónimo de hypostasis, con lo que adquirió una significación de realidad. Así la empleó también Teodoro en su doctrina trinitaria. Pero el problema está en determinar si la cristología le daba también ese sentido real. Hay tres razones que nos inducen a dudar de ello.

En primer lugar, Teodoro se ve forzado sólo por necesidad a hablar de unidad personal. El motivo radica en la Escritura o en la confesión de fe de Nicea, que le obligan a reconocer que Jesús habla en lo divino y en lo humano de "un solo yo", o que los Padres de la Iglesia hablan del Hijo de Dios y del hijo de María como de un solo sujeto. Hasta tal punto domina en su pensamiento el esquema de las dos naturalezas, que dichos textos representan para El dificultades insolubles. El estilo de tales textos nos induce a pensar que eran utilizados en su antigua significación de personaje y actitud teatral, aunque Teodoro dice en una ocasión que esta manera de hablar es "verdadera".

Segundo, tenemos la comparación con que Teodoro intenta explicar la unidad del prósopon. Lo mismo que el varón y la mujer son dos hombres, pero forman una sola carne, y al igual que el hombre interior y exterior son dos naturalezas distintas con su propia hipóstasis, y, sin embargo, constituyen el mismo ser humano, así también el Dios que asume y el hombre asumido son dos si atendemos al análisis de las naturalezas, pero son sólo uno referidos a su unión. Como puede verse, estas comparaciones de nada sirven a la hora de resolver las dudas que nos hemos planteado.

Existe, por último, un fragmento siríaco en el que expone Teodoro el uso cristológico del término prósopon: "Prósopon se emplea de dos modos: o bien significa la hipóstasis y eso que es cualquiera de nosotros, o bien se atribuye al honor, la grandeza o la adoración, de la manera siguiente: 'Pablo' y 'Pedro' indican la hipóstasis y el prósopon de cualquier' de ellos (ambos); mas el prósopon de nuestro Señor Jesucristo significa el honor, la grandeza y la adoración. Porque el Dios-Logos se reveló en la humanidad, unió el honor de su hipóstasis con lo visible. Y por ello el prósopon de Cristo significa que es un prósopon de honor, no (un prósopon) de la usía de las dos naturalezas". Entre los hombres, el prósopon significa quién es y qué es lo que ellos son; pero hablando de Jesucristo no expresa lo que él es, sino la unidad en la dignidad. Tampoco este texto nos ofrece un significado unívoco de la unidad del prósopon.

No cabe duda de que Teodoro intenta comprender la unidad de la criatura humana con el Hijo de Dios del modo más completo e intrínseco posible. Puso a disposición de este objetivo sus conocimientos escrituristicos, su cultura y su agudeza mental. La sinceridad de sus deseos de seguir siendo católico se desprende del hecho de que utilizó los escritos de los capadocios y del alejandrino Dídimo. Su síntesis contiene elementos que utilizará con gratitud el Concilio de Calcedonia y que son aún dignos de consideración. No obstante, su postura resulta demasiado hermética. Cuando uno interpreta su idea sobre la unidad de filiación, de dignidad y de prósopon comprueba que los textos de la Escritura y la tradición han de crearle serias dificultades. Como ya les ocurría a sus predecesores antioquenos, estos textos escriturístico, en vez de servirles de fuente de inspiración, se les convertían en objeciones. Precisamente por ello en algunas ocasiones sacrifica su fidelidad a la Escritura en favor de interpretaciones favorables a su teoría. La distinción de naturalezas está tan en primer plano, que es incapaz de decir que el Hijo de Dios es "uno y el mismo" que el Hijo de María. Pero ¿no es éste precisamente el núcleo del mensaje evangélico, a saber: que este hombre en su vida, muerte y resurrección es la Palabra propia de Dios y que el Unigénito en persona ha hecho suyo el destino humano?

A partir de Eustacio, la escuela antioquena siguió en cristología su propia línea, a pesar de los contactos que parece haber tenido Teodoro de Mopsuestia con los capadocios y con Dídimo. Esta línea se caracterizaba por su dificultad, acentuada en la polémica contra Apolinar, en aceptar la antigua fórmula "uno y el mismo". Todo eso está en relación con el progresivo predominio que va adquiriendo a lo largo del siglo IV la doctrina de la duplicidad de naturalezas entre los antioquenos. Habría que investigar más despacio si lo peculiar de la cristología antioquena no vendrá de su incapacidad para renunciar a un concepto absolutamente estático de la "naturaleza" divina (al igual que de la "naturaleza" humana). Ante un Dios concebido de esta manera, ¿cabe pensar aún que se haya comprometido seriamente en la historia humana, y mucho menos que haya tomado parte en ella? Las doctrina del Logos, que, a pesar de todo, conservaba aún su importancia en Alejandría, brindaba la posibilidad de una apertura. La Palabra salvífica y creadora de Dios a los hombres se hace hombre y experimenta el destino humano; este hombre, que como todo hombre es expresado e interpelado por esta Palabra, es hombre perfecto en virtud de su perfecta unidad con la Palabra; Dios se autorrevela entonces en ese hombre: tales son los puntos fundamentales de este insondable misterio de gracia, en los cuales, no obstante, quedan abiertas nuevas perspectivas llenas de significado. Con todo, ¿es una casualidad el que en Antioquía la doctrina del Logos y la referencia de todo hombre a la Palabra no desempeñe ya un papel importante y que el acento se coloque cada vez más sobre la dignidad "sobre"-natural de la humanidad de Jesús?

Pero el conflicto futuro no habrá de resolverse a este nivel de profundidad. El motivo determinante será la cuestión de si el Hijo de Dios y el Hijo de María aparecen justamente como "uno y el mismo" o como "uno y otro. ¿Ha entregado Dios a su Hijo unigénito (dentro de la significación trinitaria que se da por ambas partes al término "unigénito") a participar efectivamente del destino del hombre? Este motivo determinante quedará borrado por las discusiones terminológicas a propósito de los conceptos de naturaleza, ousía, hipóstasis, prósopon y persona y por no haber sabido los adalides de la teología alejandrina esquivar a tiempo el apolinarismo.

 

LA GRAN CONTROVERSIA CRISTOLÓGICA:

DE ÉFESO A CALCEDONIA I

La gran disputa cristológica que se encendió el año 438, con su punto álgido en Efeso y su conclusión pasajera en Calcedonia, es una de las páginas más trágicas de la historia de la Iglesia. De ella arrancan divisiones aún no cicatrizadas. El malentendido entre el Oriente y el Occidente quedó con ese hecho alimentado para siglos. El ejemplo de comportamiento anticristiano entre los mismos cristianos, casi universal en aquel período, ha tenido luego demasiados imitadores. Uno se pregunta, mirando hacia atrás, si no podría haberse evitado el conflicto. En realidad, los puntos de vista de ambas partes se distanciaban mucho menos de lo que ellos pensaban. Pero procedían de ángulos y tradiciones muy diversos. Tal vez la discusión fue necesaria, pues, pasadas las primeras incidencias, obligó a ambas partes a no reflexionar solamente sobre su propia herencia doctrinal, sino también a reconocer en la doctrina de la otra elementos de verdad capaces de integrarse en una doctrina general. La disputa significó, finalmente, un paso adelante en la cristología y llevó a las partes a una visión más ponderada y católica.

1. Efeso: Cirilo contra Nestorio

El año 428 el monje antioqueno Nestorio (muerto en el destierro el 451) fue elevado por el emperador Teodosio II a la dignidad de obispo de Constantinopla. Se propuso desde el principio la tarea de reformar las costumbres y purificar de toda mancha herética la capital del Imperio. A los cinco días de su entronización, la policía imperial clausuró las capillas arrianas y a las pocas semanas el emperador firmó una ley por la que era condenada al destierro una variada serie de herejes (Cod. Theod., XVI, V, 65). El nuevo obispo encontró una comunidad dividida a propósito de la designación qeoto/koj (Madre de Dios). En presencia del obispo hizo Proclo, uno de sus futuros sucesores, un panegírico de la encarnación que terminó con el nombre de la qeoto/koj; pero otro predicador forastero proclamó: "¡El que llame a María Madre de Dios, sea anatema!". El patriarca propuso en una serie de homilías si María debería ser llamada qeoto/koj o anqropoto/koj. qeoto/koj implicaba la dificultad de que dicho nombre favorece a la idea de la madre de los dioses entre los paganos y que no puede emplearse correctamente; en realidad, "María no llevó a la divinidad..., sino a un hombre, instrumento de la divinidad, y el Espíritu Santo no hizo de la Virgen al Dios-Palabra..., sino que le edificó un templo". Nestorio mismo prefiere la designación xpristo/koj, puesto que el nombre Cristo designa al mediador, es decir, la unión de Dios y el hombre.

Si Nestorio esperaba conseguir el restablecimiento de la paz valiéndose de este trazo de teología antioquena, hubo de sentirse fuertemente decepcionado. Surgió una reacción muy vigorosa por parte de los numerosos monjes de la capital, que, a partir de entonces, se negaron a recibir la comunión de manos de Nestorio. Se enviaron trozos de los sermones del patriarca a Cirilo de Alejandría y al papa de Roma, Celestino, con lo que comenzó una violenta correspondencia. Cirilo escribió a Nestorio diciéndole que no podía dar crédito a los rumores y que haría muy bien llamando a María "Madre de Dios"'. Nestorio contestó fríamente a Cirilo y le acusó de falta de caridad cristiana. En efecto, Cirilo habla enviado a los monjes constantinopolitanos de tendencia alejandrina un tratado que venía a echar leña al fuego. En una segunda carta a Nestorio, carta que después fue aprobada por el Concilio de Efeso, hace Cirilo un comentario detallado del Símbolo de Nicea y exhorta a Nestorio a adherirse a su contenido. La respuesta de Nestorio fue dura: Cirilo no entendía la doctrina de Nicea. Grave ultraje para un hombre que se consideraba el heredero de Atanasio.

Entre tanto, ambos partidos enviaron a Roma sus legados y sus informes. Pero mientras Nestorio mandó un informe redactado en griego, cuya traducción dio enorme quehacer en Roma y en que se aludía con evidente falta de tacto a la cuestión pelagiana, Cirilo cuidó de enviar del suyo una traducción. Roma pide asesoramiento a Casiano, especialista en cuestiones griegas. El acta de Cirilo y el informe de Casiano presentan a Nestorio como un nuevo Pablo de Samosata que ve en Jesús un simple hombre. En el verano del 430 convoca Celestino en Roma un sínodo que condena la doctrina de Nestorio. El papa no comprende que el patriarca de Constantinopla se sienta heredero de una tradición dignísima, sino que sólo ve en su doctrina una serie de novedades perturbadoras. Bajo pena de destitución y excomunión ordena a Nestorio que acepte la doctrina de Roma y Alejandría y proclame: "Si estás de acuerdo con este hermano (Cirilo), queremos que tú, condenando todo lo que hasta ahora has dicho, proclames lo que le oyes proclamar". Cirilo recibe el encargo de ejecutar la sentencia. En este sentido, Celestino escribe también a los otros dos patriarcas del Oriente, Juan de Antioquía y Juvenal de Jerusalén, al igual que a los obispos de Salónica y Filipos en Macedonia.

El nombramiento del patriarca de Alejandría como plenipotenciario fue un grave error táctico. En el problema de Nestorio chocaban no sólo las escuelas tradicionales de Antioquía y Alejandría, sino que ambos patriarcas sostenían una lucha violenta por la hegemonía. Veinticinco años antes, Teófilo de Alejandría se había confabulado con la corte imperial para deshacerse de Juan Crisóstomo, sacerdote antioqueno nombrado obispo de la corte; Teófilo le había llevado a la muerte. Ahora residía en Alejandría el nieto de Teófilo y el obispo de Constantinopla era una vez más un sacerdote antioqueno. ¿Tendría el drama una nueva reproducción? Nestorio lo vio así. Pocos días después de haber recibido el escrito del papa, hacía alusión en una agitada homilía a las santas víctimas de la persecución de los patriarcas alejandrinos. Cirilo daba, efectivamente, motivos de sobra para estas sospechas. También él buscó protección en la corte. Pero no se limitó a enviar tratados teológicos, sino que mandó también considerables sumas de dinero a fin de ganar "para la causa" a los dignatarios imperiales. Tampoco teológicamente estaba Cirilo dispuesto a respetar a su adversario.

En posesión de los plenos poderes que Celestino le había otorgado, Cirilo redactó, junto con un sínodo reunido en Alejandría, un escrito que, tras una introducción al Símbolo de Nicea, añadía una confesión cristológica muy detallada que concluía con una serie de doce anatemas. Todo esto habría de suscribirlo Nestorio. Con ello quedó desvanecida toda esperanza de entendimiento. Juan de Antioquía (429-441) habia buscado, junto con varios obispos de la región, un nuevo intento de reconciliación. Exhortó a Nestorio, que el 6 de diciembre del 430 había dicho que el nombre qeoto/koj era la única diferencia entre ellos, a afirmar esta designación ante la cual los Padres tampoco tuvieron reservas y cuya no aceptación pone en peligro toda la doctrina de la economía salvífica. Pero era imposible que Nestorio suscribiera la nueva confesión de fe de Cirilo; le parecía apolinarismo puro. Para expresar la unidad del hombre-Dios, Cirilo utilizaba la fórmula "unión natural" (e)nwosij fusik$/), que él imaginaba ser atanasiana, pero que en realidad procedía de Apolinar. Para explicar esta "unión natural" de la Palabra con la carne, empleaba la comparación del alma humana que habita en el propio cuerpo. Es cierto que hacía notar cómo la "carne" significa en este caso "un hombre animado por el alma racional", pero no comprendía que la discusión sobre el apolinarismo se hubiese agudizado precisamente por el problema del nous.

Con el fin de restablecer la paz, el emperador Teodosio convocó un Concilio general en Efeso A mediados de junio habían llegado a dicha ciudad Cirilo, Nestorio y con ellos más de doscientos obispos, mientras los obispos orientales y los legados del papa estaban aún de viaje. Pero como pasaba la fecha señalada para el comienzo del Concilio, Cirilo urgió la apertura del mismo el 22 de junio, a pesar de las protestas del comisario imperial y de unos sesenta obispos. El primer día - se habrían reunido unos ciento cincuenta obispos - llegó la decisión. Nestorio fue conminado tres veces - ¡había que guardar la norma evangélica! - a comparecer ante el Concilio. El se negó. Entonces se levó el Símbolo de Nicea y a continuación la segunda carta de Cirilo a Nestorio, así como la réplica de éste. La carta de Cirilo fue aprobada y la contestación de Nestorio condenada por oponerse al Símbolo de Nicea. Ese mismo día se promulgó la destitución de Nestorio. Con ello concluyó prácticamente el cometido dogmático del Concilio.

Algunos idas después llegó Juan de Antioquía con los obispos orientales. Tampoco perdió tiempo. En su reunión del 26 de junio condenaron el procedimiento de Cirilo por no ajustarse a los cánones y por los errores arrianos y apolinaristas que se involucraban en sus anatemas. A principios de julio llegaron por fin a Efeso los legados romanos. Con arreglo a las instrucciones de Celestino, tomaron contacto con Cirilo y se hicieron leer el protocolo de la sesión del 22 de junio. Confirmaron la condena de Nestorio. Por último, el Concilio de Cirilo excomulgó al patriarca de Antioquía. Para poner término a las perturbaciones consiguientes, el emperador clausuró el Concilios y detuvo a Nestorio y a Cirilo. Pero unos meses después Cirilo pudo volver a su sede, mientras Nestorio seguía recluido en su monasterio de Antioquía y luego fue desterrado al oasis de Achmim, en el alto Egipto. Otro de los tristes resultados del Concilio fue que Cirilo (en unión con Roma) y Juan de Antioquía se habían excomulgado mutuamente. Sólo después de difíciles negociaciones, aunque provechosas para el dogma, se consiguió nuevamente la paz.

El Concilio de Efeso no promulgó ningún símbolo propio, sino que se contentó con aprobar la segunda carta de Cirilo a Nestorio como expresión exacta de la fe católica y de la fidelidad a la fe de Nicea, condenando además la carta de Nestorio. Dentro de su estilo, las conclusiones de Efeso no se refieren apenas a los detalles de doctrina y terminología y sí más bien a la orientación general; todo su proceso se desarrolló a lo largo de un solo día particularmente movido por otros acontecimientos. Si intentamos conocer esa orientación general, notaremos que se nos escurre de las manos como en pocas ocasiones. Sin duda, pretendió sancionar el uso tradicional del término qeoto/koj; pero en realidad es difícil comprender la oposición profunda entre Cirilo y Nestorio. Es también absurdo empeñarse en atribuir a Nestorio una doctrina adopcionista (como si Jesús fuera un hombre corriente unido sólo "moralmente" con la Palabra) como tachar a Cirilo de apolinarismo o arrianismo. Todas estas contradicaones, debidas a la simplificación de los planteamientos, impidieron en aquel entonces llegar a una verdadera solución satisfactoria. Cirilo y Nestorio confiesan la unidad del hombreDios entendiéndola como verdadera unidad de ser. Pero Nestorio subraya, de acuerdo con la tradición antioquena, que dicha unión es una unión divina, pero también una gracia peculiar y una adhesión voluntaria y libre de Jesús a la Palabra; por entender una unidad de ser, es el primer antioqueno que se opone críticamente a la fórmula "uno y otro".

Cirilo, por el contrario, habla, con una terminología no menos cortante, de una unión "física", con la que quiere designar su realidad entitativa, pero parece negar el aspecto de la encarnación como gracia. Ambos afirman que Jesucristo es total e inmutablemente verdadero Dios y verdadero hombre. Ambos subrayan también en esta unidad lo divino y lo humano como focos de las diferentes propiedades y actividades, aun cuando en este punto se fija Nestorio más en la distinción de las "naturalezas", mientras Cirilo, por el contrario, acentúa la unidad del sujeto, mediante la cual puede afirmarse de Dios lo humano y del hombre lo divino (lo que luego se llamará "communicatio idiomatum").

¿Quiere esto decir que la discusión se reducía en realidad a una diferente acentuación y a ciertas diferencias terminológicas? Ni mucho menos. Ambos veían en las afirmaciones del contrario una lesión grave contra el centro de la fe salvadora. Para la tradición antioquena de Nestorio, este centro se sitúa en la plena divinidad de la Palabra; desde este punto de vista, la doctrina de Cirilo, que hablaba del nacimiento de la Palabra misma (en su propia physis) como sujeto del seno de María, al igual que de la pasión y la muerte, resultaba un peligro para la divinidad. Pero resulta que para Cirilo el núcleo de la salvación está precisamente en que Dios mismo asume nuestra existencia humana, la comparte y la santifica; el modo como Nestorio separa lo divino y lo humano, refiriendo lo humano exclusivamente a Cristo, significaba a los ojos de Cirilo la negación pura y simple de la redención.

En esto radica la significación esencial del Concilio de Efeso: el Hijo de Dios en persona es misteriosamente el sujeto de la vida humana de Jesús. Este punto se veía amenazado en los decenios posteriores a Nicea por diversos factores. Los arrianos habían aprovechado la unidad del sujeto para negar la verdadera divinidad del Hijo. Apolinar había comprometido la unidad con sus exageraciones, al dejar vana la realidad humana del hombre-Dios. En el intento de conjurar ambos peligros, los antioquenos habían desarrollado una serie de distinciones, con las cuales no se negaba la unidad, pero quedaba encubierta su visión. En este conflicto quiso el Concilio de Efeso mantener sobre todo de manera inequívoca la unidad como base de la fe en Jesucristo. ¿Qué sentido podría tener el confesarle como Dios si él no fuera realmente hermano nuestro?

La tragedia de Cirilo de Alejandría en Efeso consistió en que no se dio cuenta a tiempo de que era preciso hacer una reflexión más profunda sobre las diferencias entre lo divino y lo humano del hombre-Dios (en esto iban por delante los antioquenos) y, sobre todo, en que estudió insuficientemente cómo nuestra salvación presupone la plena realidad del ser humano de Jesús. A consecuencia de esto, su postura ante el apolinarismo era poco clara. La evolución futura de la cristología había de centrarse precisamente en la superación de estas insuficiencias.

2. El símbolo de unión del 433

Después del trágico desarrollo del Concilio, Juan de Antioquía se esforzó sobre todo por conseguir el restablecimiento de la paz. Ya en Efeso, y bajo su dirección, habían redactado los orientales una breve confesión cristológica que luego propusieron al emperador. Este texto, que muy probablemente fue elaborado por Teodoreto de Ciro (ca. 393406) 26, el último gran exegeta y teólogo de la escuela antioquena, será de gran significación, debido a lo ponderado de su contenido: "Confesamos a nuestro Señor Jesucristo, unigénito de Dios, perfecto en cuanto Dios y perfecto en cuanto hombre, con verdadera alma y verdadero cuerpo, que según la divinidad nació del Padre antes de todos los tiempos y según la humanidad nació de la Virgen María, consustancial al Padre según la divinidad y consustancial a nosotros según la humanidad; pues hubo una unión de dos naturalezas, y por eso confesarnos un solo Cristo, un solo Hijo, un solo Señor. Considerando esta unión sin mezcla (kata/ tau/th/n th/n thªj a)sugu//tou), confesamos a la santa Virgen como Madre de Dios, pues el Dios-Palabra se hizo carne y hombre, y en la encarnación se unió al templo que había asumido".

Según se deduce de las cartas que acompañan al Símbolo, los orientales pretendían ante todo la condenación de lo que ellos consideraban apolinarismo de Cirilo. Este sometería la Palabra a la mutación de un nacimiento humano y a la muerte y, por tanto, daría pie al arrianismo. Los obispos se dejaron guiar del antiguo motivo antioqueno de la inviolabilidad de la divinidad. Por eso acentuaban por ambas partes la opuesta. Pero al mismo tiempo afrontaron la preocupación de Cirilo. Confiesan un solo Señor y un solo Hijo, convicción que los antioquenos no habían negado, pero que Cirilo encontraba muy poco clara en Nestorio. Desechan, como también el propio Nestorio, el axioma clásico antioqueno "uno y otro, y explican que "el mismo" es Dios y hombre. Advierten con claridad que la unidad del Dios-hombre nace en la misma encarnación, deshaciendo así la impresión de que favorecen los puntos de vista adopcionistas de Pablo de Samosata. Al hacer suyo el título qeoto/koj se apartan de Nestorio, que quería unir esta designación a antropotókos, limitando así su sentido.

Tras el retorno de los obispos a sus sedes hubo una serie de difíciles negociaciones, en las que medió el centenario Acucio de Berea, con Pablo de Emesa como legado de los antioquenos. Hacia finales del año 432 se encuentra éste en Alejandría, con lo que la comunión queda restablecida. La base de la unidad es el Símbolo de la unión, que añade a la confesión cristológica ya citada la siguiente explicación: "Por lo que respecta a las palabras del evangelio y del Apóstol sobre el Señor, sabemos que los teólogos han empleado algunas (de estas palabras) a la vez como de una sola persona, pero que otros distinguen entre dos naturalezas, y refieren las palabras dignas de Dios a la divinidad, y las de humillación a la humanidad" (DS 273). En la última fase de estas negociaciones podemos registrar las homilías de Pablo, abogado antioqueno, en la catedral de Alejandría durante la fiesta de Navidad. Estas homilías son muy significativas. Con ímpetu enorme llama él a María qeoto/koj. Explica que "el mismo" es enteramente Dios y enteramente hombre, un solo Hijo y un solo Señor, y excluye el adopcionismo. No obstante, la teología que predica a sus oyentes es una teología auténticamente antioquena. El pueblo le interrumpe frecuentemente con entusiasmo. Pocas son al parecer las diferencias reales; el conflicto se concentra en mínimas palabras.

También Cirilo acepta el Símbolo de la unión sin reservas. En su escrito dirigido a Juan de Antioquía, las palabras introductorias reproducen perfectamente la atmósfera recién creada: "Alégrense los cielos y exulte la tierra", Sin embargo, es él quien más concesiones se ve obligado a hacer.

Los antioquenos acaban por aceptar la excomunión de Nestorio (a la que sólo se sigue oponiendo Teodoreto) y dejan caer en el silencio sus acusaciones contra los anatemas de Cirilo. Este, por su parte, no se empeña en mantener a toda costa sus textos, y llega a reconocer que puede hablarse de dos "naturalezas" y dividir las frases referentes al hombreDios con arreglo a esas naturalezas.

Los jefes de ambos partidos no hallaron en sus partidarios una aprobación incondicional. Muchos orientales se negaban a reconocer el Concilio de Efeso y la condenación de Nestorio y a hablar del hombre-Dios como de "uno y el mismo". Y muchos partidarios de Cirilo se atenían a sus anatemas y a la fórmula "una naturaleza" como piedra de toque de la ortodoxia. Más adelante se negarán a aceptar el Concilio de Calcedonia, lo que originó el nestorianismo y el monofisismo. Hoy no es posible determinar si se trata de una discusión de palabras o tenían ambos un verdadero y propio carácter de "herejía".

Durante los años siguientes tuvo que pelear Cirilo en dos frentes. Hasta la hora de su muerte siguió dirigiendo sus ataques contra Nestorio, al igual que contra Diodoro y Teodoro, en los cuales veía los padres del nestorianismo. Pero también tenía que defenderse contra la acusación de haber traicionado al Concilio de Efeso y a sus propios anatemas. Para ello no disponía de una terminología suficientemente clara, pues por una parte reconocía las "dos naturalezas" y por otra seguía apegado a su fórmula "una sola naturaleza del Verbo encarnado". Tal vez esta inseguridad le llevó a más profundas reflexiones. Tras los días de la gran disputa contra Apolinar, en los que llegó a su pleno desarrollo la doctrina atanasiana del intercambio, la discusión cristológica se había centrado en la constitución formal del hombre-Dios y en las cuestiones terminológicas, con lo que quedaba el peligro de olvidarse del trasfondo soteriológico. Cirilo se vio entonces obligado a volver una vez más sobre ese trasfondo.

Esto es lo que vienen a indicar sobre todo sus cartas a Sucenso, en las que explica que su fórmula de la "única naturaleza" concuerda con el Símbolo de la unión. Reconoce que la encarnación no significa transformación de lo humano en la naturaleza divina, cambio de la omousia del hombre-Dios con nosotros y, por tanto, tampoco asunción de la función del alma humana por parte de la Palabra. Emplea aquí expresiones que más adelante hará suyas el Concilio de Calcedonia: "Las dos naturalezas se unieron en una unión indivisible, sin mezcla ni cambio", de modo que "cada una de ellas continúa con sus propiedades naturales". Esta convicción le deba a matizar la idea atanasiana de la "divinización por asunción". La del intercambio del mismo Atanasio acentuaba el momento de la encarnación, en el que despierta el nuevo hombre deificado, que, en cuanto primicia, es dador de vida para todos. En este sentido, el undécimo anatema habla de la "carne vivificadora" del Señor. Ahora Cirilo reconoce que la carne de Jesús estaba sometida durante su vida mortal a la caducidad, heredada por los hombres de Adán; que compartió nuestras debilidades, pero que con su santidad las venció mediante la resurrección. Esto implica una nueva valoración del destino humano y de la vida entera de Jesús. Tal es el sentido de su comentario a san Lucas. Mientras Apolinar había hecho de la unidad de voluntad y la consiguiente santidad el punto de partida de su sistema y los antioquenos habían procurado también hablar de la única voluntad de Cristo, Cirilo reconoce en la lucha de Jesús con la muerte una tensión entre su voluntad humana y divina. En Jesús se daba también la natural actitud defensiva contra la ley de la muerte, y por eso pedía que pasara de él aquel cáliz. Pero, siendo el Hijo, superaba esta contradicción por su obediencia, de modo que en él la naturaleza humana se renueva, como en su primicia, con nueva fuerza y vida: "También en Cristo la naturaleza humana, considerada en sí misma, es débil; pero mediante la Palabra, que está unida con ella, es elevada a una firmeza divina". En esta perspectiva, que ya se insinúa en escritos anteriores, Cirilo parece tomar más en serio la pasión del hombre-Dios, incluida su repugnancia ante la muerte, que casi todos los demás escritores, si exceptuamos a Ireneo. El hombre-Dios es totalmente hombre, incluso en las debilidades de sus hermanos; pero desde el momento en que hace suyas nuestras debilidades con irreprochable obediencia, merced a la fuerza que le viene del Hijo, nos da una nueva fuerza. Entrevé Cirilo algo de la paradoja que advierte Ireneo: la Palabra, que se hace hombre, no es una negación, sino la confirmación de su auténtica humanidad; en efecto, "por la unión... conservó la humanidad en lo que era...; pero le dio además una plenitud, efecto de su fuerza".

3. El Concilio de Calcedonia

Mediante el Símbolo de la unión había quedado oficialmente restablecida la unidad de los grandes patriarcados. Pero siguió adelante con la misma crudeza la discusión sobre la ortodoxia del gran doctor antioqueno Diodoro, así como la de Teodoro y de los anatemas de Cirilo. Hacia mediados del siglo v, la atmósfera estaba tan envenenada, tan cargada y politizada, que cualquier chispa podía provocar la explosión. Esta chispa fue la conducta de Eutiques, archimandrita de los monjes cirilianos de Constantinopla, que rechazaba el Símbolo de la unión y acusaba de nestorianismo a sus defensores. Condenado por el patriarca de Constantinopla, Flaviano, y por su "sínodo permanente" el año 448, Eutiques recibió ayuda de Dióscoro (444-461), que había sucedido a su tío Cirilo como patriarca de Alejandría, y además la ayuda de la corte y del emperador Teodosio II, que sentía gran admiración por aquel monje venerable. Un Concilio reunido en Efeso y que el emperador consideraba como Concilio general degeneró, por la conducta de su presidente Dióscoro, de sus monjes y soldados, en un verdadero "latrocinio" (449). No solamente depuso el Concilio a Flaviano, que murió al poco tiempo, sino también a Domno de Antioquía, Teodoreto de Ciro y otros antioquenos. En vano intentó el papa san León impedir la catástrofe mediante una declaración dogmática, el Tomus ad Flavianum (449), y unas cartas dirigidas al emperador.

El sucesor de Teodosio II, Marciano, convocó un Concilio general que debía celebrarse en Calcedonia. Junto a los legados del papa y dos obispos africanos tomaron parte en él unos seiscientos obispos del Oriente. El Concilio transcurrió bajo la dirección de los funcionarios imperiales desde el 8 de octubre hasta el 1 de noviembre del 451. Las actas nos han dejado un cuadro verdaderamente penoso de los debates. Dióscoro y sus partidarios quedaron en el aislamiento. Las conclusiones del "latrocinio de Efeso" - el Concilio del 449 - fueron anuladas y Dióscoro condenado, sobre todo por su actuación en dicho Concilio. Se reconoció la ortodoxia de Flaviano, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edema. Estos tres últimos habrían de dar ocasión en el siglo siguiente a la controversia de los "tres capítulos".

A pesar de la violenta lucha político-eclesiástica que habría de desencadenarse en estos años, el ;prólogo y las decisiones de Calcedonia han tenido una enorme importancia en la evolución de la cristología.

Contribuyeron con sus aportaciones, sobre todo, los patriarcas de Constantinopla Proclo (434) y Flaviano (446-450), que aportaron definitivamente a la cristología la palabra hypóstasis como paralela de prósopon y distinta de fysis. Proclo introdujo en la confesión para la unidad una importante modificación tal como quedaba indicada en los anatemas de Cirilo: "Yo confieso la única hypóstasis de la Palabra de Dios encarnada, y Flaviano enseña que "tras haberse encarnado y haberse hecho hombre, subsiste Cristo de dos naturalezas en una hipóstasis y un prósopon. Con ello se alcanzaba no sólo una aclaración terminológica, sino que se daba un paso decisivo en el conocimiento del asunto: la unidad del hombre-Dios no se sitúa al nivel de las naturalezas, es decir, allí donde cabe preguntarse qué es Cristo, sino al nivel de la hipóstasis, como respuesta a la cuestión de quién es Cristo.

Se impone aquí decir algo sobre la terminología. A partir de los capadocios se había empleado en la doctrina trinitaria la fórmula "tres prosopa o hipóstasis, pero una physis". Padre, Hijo y Espíritu Santo son iguales y una sola cosa en cuanto que son un solo qué - Dios - por lo que respecta a su physis. Pero son, al mismo tiempo, tres quiénes reales y no sólo tres figuras o denominaciones del mismo y único Dios. Al emplear, junto a la palabra prósopon-persona, que desde su origen era sospechosa de suscitar la idea de una triple aparición, la expresión upostasij que etimológicamente y en lenguaje filosófico indica la realidad más profunda del ser, se subraya que las tres divinas personas subsisten como tres quiénes reales. En la doctrina trinitaria, pues, hipóstasis y prósopon (como expresión del quién) se distinguían de la physis (expresión del qué). Pero fuera de algún que otro punto aislado en esta dirección no se había aplicado aún esta terminología al problema cristológico. Los antioquenos rechazaban expresiones como "una hipóstasis" o "una physis", y se limitaban a hablar exclusivamente de "un prósopon"; pero en el trasfondo de su "uno y otro y de su unidad "por nombre, poder y honor" surge la sospecha de que el hombre-Dios no sería entonces verdaderamente un ser, sino que se habría limitado a actuar y a comportarse como si lo fuera.

Cirilo, por su parte, hablaba, para subrayar esta unidad real de ser, de una physis, una ousia, una hipóstasis. Pensaba entonces en una realidad concreta, una "cosa". Pero, prescindiendo incluso de su sabor apolinarista, esta terminología estaba poco lograda y se prestaba a malentendidos. Teniendo en cuenta el uso trinitario, daba la impresión de que pensaba en una unificación del hombre-Dios al nivel del qué y, por tanto, en una confusión de las propiedades divinas y humanas; al hablar de una ousía, parresía negar que el hombre-Dios tiene una ousía verdaderamente humana y que es omousios con nosotros; la fórmula "una hipóstasis" parecía negar la realidad sustancial de esta humanidad y tendía hacia una modalidad de docetismo. Estas sospechas se vieron confirmadas por el peculiar empleo de la communicatio idiomatum por Cirilo y su insistencia machacona en subrayar la divinización de la humanidad de Jesús.

En este mundo de malentendidos y sospechas sólo Proclo y Flaviano comenzaron a aportar cierta claridad. Fundamentalmente estaban cada vez más de acuerdo en lo siguiente: hay realmente una unidad de ser, la cual no radica en la physis divina (que es común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo), sino en la persona del Hijo, en su prósopon-hypóstasis. La unidad no se sitúa en el qué, sino en el quién. A la pregunta qué es el hombre-Dios?, es preciso contestar: Dios y hombre, con todas las diferencias que ambos implican; a la pregunta ¿quién es él?, hay que responder: el Hijo eterno, que como hipóstasis es distinto del Padre y del Espíritu y que ahora vive también como hombre.

Probablemente protestaba Eutiques contra esta terminología nueva, que le parecía una traición a los anatemas de Cirilo. Su concesión última era: "Nuestro Señor es resultado de la unión de dos naturalezas, pero tras la misión confieso que es una sola naturaleza". Negaba, posiblemente para mantener la única ousía de Cirilo, que el hombre-Dios es omoúsios, con nosotros. ¡Eso no podía ser! Dos naturalezas antes de la unión: esto presupone una existencia de la naturaleza humana de Jesús anterior a la unión, lo cual significa un adopcionismo grosero. Y una naturaleza después de la unión: después de haber empleado en la primera parte la palabra naturaleza para la divinidad y la humanidad, esto significa una composición y composisión de lo divino y lo humano, por lo menos tan grave como en el caso de Apolinar. Si no era omoúsios; con nosotros, no se había hecho tampoco auténtico hombre y - seguramente para oídos latinos, que al escuchar la palabra omoúsios pensaban también en el nacimiento - ni había nacido verdaderamente de María y de Adán. Es muy poco verosímil que Eutiques pensara en una colección tan peregrina de errores. Pero lo cierto es que demostraba adónde podría conducir la terminología de los anatemas de Cirilo una vez planteada la cuestión de la unidad al nivel del qué y del quién.

Las insensateces de Eutiques son las que explican por qué razón Roma no vaciló en ponerse de parte de Flaviano. León Magno t440-461), que había desempeñado anteriormente el papel de archidiácono del papa Celestino en la condenación de Nestorio, envía el 13 de junio del 449 una detallada exposición cristológica al patriarca de Constantinopla: el Tomus ad Flarianum 46. En la doctrina de Eutiques ve el papa un nuevo docetismo: el que regatea al hombre-Dios la naturaleza humana y le niega su omoúsia con nosotros, ataca la realidad de su nacimiento, su muerte y su resurrección (c. 2 y 5); pero León protesta también contra el absurdo de que el hombre-Dios resulte de la unión de dos naturalezas y después sea una sola naturaleza (c. 6).

Lo que más impresiona en la declaración de León Magno es la seguridad con que acentúa lo esencial partiendo de la comprensión latina tradicional. La confesión de fe dice que el Hijo eterno, nacido del Padre, nació de María "por nosotros los hombres". Para León, que vuelve a hablar en sus homilías de estos dos nacimientos, se da una relación entre nativitas y natura: dos nacimientos quiere decir dos naturalezas. Pero ambas se refieren - según la confesión de fe - al mismo sujeto, el Hijo de Dios: en los dos nacimientos y naturalezas éste es "uno y el mismo, como siempre hay que repetir" (c. 4), es decir, una persona. Es y sigue siendo verdaderamente Dios y se hace - aquí resuena el recuerdo de la disputa apolinarista - enteramente hombre: "El Dios verdadero ha nacido en una naturaleza humana perfecta y total, entero en lo suyo y entero en lo nuestRom, a excepción del pecado (c. 3: DS 293). Así, pues, el hombre-Dios no es ni un semidiós ni tampoco un semihombre.

Esta distinción de naturalezas es la condición indispensable de nuestra salvación: Cristo debe ser mortal para poder participar de nuestra muerte, pero debe ser al mismo tiempo la vida inmortal para vencer esta muerte. A esta distinción de naturalezas corresponde después la consiguiente distinción de obras y destinos y la diferencia de las frases bíblicas. Pero sigue dándose a la vez la unidad, consistente en la comunidad de efectos y en la intercambiabilidad de predicados. "Cada forma hace, en comunión con la otra, lo que le es propio: la Palabra realiza lo que corresponde a la Palabra, y la carne lo propio de la carne. Lo primero resplandece en los milagros, la otra sucumbe ante las violencias". La unidad de la persona hace que lo que corresponde a cada una de las naturalezas pueda decirse también de la persona, incluso en el caso de que se la nombre con arreglo a la otra naturaleza: la Escritura dice que el Hijo de hombre bajó del cielo y que el Hijo de Dios murió y fue sepultado (c. 5).

No tiene nada de extraño que esta carta obtuviera en el Concilio de Calcedonia una aprobación unánime. Es verdad que León Magno apenas tocaba los sutiles problemas de los griegos, pero los diversos grupos reconocían en el documento sus convicciones fundamentales. Los cirilianos moderados hallaban al Hijo de Dios como sujeto propio de los predicados humanos, y veían cómo se acentuaba lo de "uno y el mismo"; se empleaba en él la communicatio idiomatum y en la communio de la acción ,podía advertirse una indicación de la santidad sustancial de la humanidad. Los antioquenos, por su parte, reconocían en la carta el acento puesto en las dos naturalezas distintas, que continuaban siendo las mismas en la unión y eran los principios de peculiares propiedades y actividades. Una vez superados los escrúpulos de los obispos de Palestina y del Ilírico, a quienes causaba extrañeza la doctrina de las dos naturalezas, demostrando que esa doctrina se hallaba también en Cirilo, la gran mayoría concluyó que se reconocía como explicación cristológica autorizada del Símbolo de Nicea y Constantinopla la carta segunda de Cirilo a Nestorio, su carta a Juan de Antioquía con el Símbolo de la unión anejo, así como la carta del papa León: estos documentos serían la piedra de toque de la ortodoxia. Sólo un grupo de obispos egipcios, que, tras la destitución de Dióscoro, habían quedado sin jefe, exigieron una enmienda: en vez de decir "en dos naturalezas", debía decirse "de dos naturalezas".

Los Padres no tuvieron intención de redactar ningún nuevo Símbolo. Pero los representantes del emperador, que buscaban en todo la mayor claridad posible, exigieron alguna fórmula. Se encargó de elaborarla una reducida comisión. La fórmula no se nos ha conservado, pero debía decir, como la de Flaviano: "de dos naturalezas". La gran mayoría podía darse ya por satisfecha, aunque la fórmula resultaba ambigua: el hombreDios, ¿nació de dos naturalezas, que en la unión se convirtieron en una (cosa que podrían aceptar también Dióscoro y Eutiques), o también después de la unión se compone de dos naturalezas, tal como pensaba Flaviano y enseñaba el papa León? Los legados pontificios protestaron contra la fórmula y amenazaron con trasladar el Concilio al Occidente. Tras una deliberación con el emperador, sus representantes apoyaron la amenaza y exigieron que los asistentes se decidieran por Dióscoro o por León. Los obispos exclamaron entonces: ¡Nosotros tenemos la misma fe que León, sus adversarios son eutiquianos! Ello trajo consigo el nombramiento de una nueva comisión formada por los obispos dirigentes de las diversas regiones con excepción de los egipcios. Su esbozo fue aprobado como definición de Calcedonia (DS 300-303).

Esta definición contiene, en primer lugar, el Símbolo de Nicea-Constantinopla, después añade la aprobación conciliar de la segunda carta de Cirilo a Nestorio y su escrito del 433, "que están en consonancia", y del Tomas de san León, en el que se condena a los que "fantasean que antes de la unión habla dos naturalezas, pero después de la unión hacen una", y, finalmente, agrega una definición propia:

1.      "Uno y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad.

2.      Verdadero Dios y verdadero hombre, con un alma racional y un cuerpo.

3.      Consustancial al Padre según la divinidad y consustancial con nosotros según la humanidad, igual en todo a nosotros menos en el pecado.

4.      Nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad, pero (nacido) al fin de los tiempos por nosotros y por nuestra salvación de la Virgen y Madre de Dios María, según la humanidad.

5.      Uno y el mismo reconocido Cristo, Hijo, Señor, Unigénito.

6.      En dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación.

7.      La distinción de las dos naturalezas no queda anulada por la unión, sino que en ella se conserva el carácter de cada una.

8.      Y (las naturalezas) convergen en un prósopon y una hipóstasis.

9.      No dividido o separado en dos prósopa.

10.  Uno y el mismo Hijo unigénito, Palabra de Dios, el Señor Jesucristo" (DS 301-302).

Esta fórmula constituye un extraño mosaico. La primera parte (1-4) está tomada, hasta en sus pequeñas variantes, del Símbolo de la unión redactado por el antioqueno Teodoreto de Ciro. Pero, como quiera que desde el principio se antepone la expresión "uno y el mismo", expresión que se repite constantemente, esta confesión fundamental, por la que tan apasionadamente se habían batido los alejandrinos, adquiere un relieve particular. "En dos naturalezas" es la fórmula de León Magno, que corresponde a las preocupaciones de los antioquenos. "Sin confusión" es una expresión que hallamos ya en Tertuliano, y junto con "sin cambio" también en Dídimo y el Crisóstomo; ambas expresiones, que indican la permanencia de lo divino y lo humano, se habían convertido ya en patrimonio común. "Sin división ni separación" se dirige contra el adopcionismo, que hacía depender totalmente la unidad le la voluntad humana mudable; eso quiere decir que la divinidad y la humanidad sólo pueden distinguirse en su unidad, pero no separarse. Esta fórmula cuadriforme se fue elaborando durante el transcurso de las sesiones conciliares, probablemente bajo influencia de los legados pontificios. "Dos naturalezas" corresponde a una antigua fórmula latina, al igual que a la doctrina antioquena. Que "La distinción de las naturalezas no queda anulada por la unión" se contenía en la segunda carta de Cirilo a Nestorio; que "se conserva el carácter de cada naturaleza" dice lo mismo con palabras que pueden encontrarse ya en Tertuliano, en Cirilo y León. De Tertuliano y de la tradición latina procede lo de "una persona"; los antioquenos habían hablado también de un prósopon, pero al relacionar esta palabra con hipóstasis, como hacían Proclo y Flaviano, expresaba de modo inequívoco que "una persona" tiene en cristología el mismo sentido real que posee en la doctrina trinitaria. Resulta entonces que la Palabra misma, el Hijo único y eterno es el sujeto de la economía salvífica.

Con todas estas piezas diferentes en su origen se fue construyendo, tras un siglo de duras luchas, una fórmula que pone lo peculiar de las distintas escuelas al servicio de la fe común. El modelo básico es el de la fórmula "uno y el mismo", afirmación tradicional por la que se batieron denodadamente Atanasio y Cirilo. El propio Hijo de Dios vino para salvarnos, no un ser celeste subordinado. Pero es verdadera y totalmente hombre de nuestra naturaleza y de nuestro linaje: tal era el punto de vista sostenido por los antioquenos en contra del docetismo y de determinadas tendencias del origenismo alejandrino. El Salvador no es un ser a medias, mitad Dios y mitad hombre, sino que es a la vez verdadero Dios y Creador y verdadero hombre. Que este hombre sea Dios no supone limitación alguna de su humildad, sino, al contrario, su plena realización. La Palabra creadora es un sí dado a su criatura. En la perspectiva de Ireneo la encarnación del Hijo significa el despertar del hombre nuevo en toda su perfección. El sobrio lenguaje de Tertuliano y de la tradición latina expresan este misterio con la fórmula "una persona en dos naturalezas". El Concilio no intenta determinar con más precisión el significado de tales expresiones, conocidas ya suficientemente en su orientación general por la doctrina trinitaria: la persona designa el quién, es decir, el Hijo eterno; las naturalezas, el qué, es decir, su consubstancialidad con el Padre desde la eternidad y su consubstancialidad con nosotros en el acontecimiento salvífico.

La catarsis que supuso el Concilio de Calcedonia tras esta lucha secular, consiguiendo que su confesión fuera aceptada por casi todas las iglesias hasta nuestros días, no impide que debamos decir algo sobre sus puntos débiles.

Las discusiones orientaron cada vez más su atención a la condición formal del hombre-Dios. De la significación salvífica, que había sido el punto de arranque de toda la discusión, sólo se habla en el sentido de que al texto se incorpora el "por nuestra salvación" del Símbolo niceno. No se subraya que el Hijo y la Palabra se ha hecho hombre, sino que Dios se ha hecho hombre; no se dice que el hombre-Dios vivió una vida verdaderamente humana, sino que asumió una naturaleza humana perfecta. ¿Cabe hablar de manera tan simplista de la "naturaleza" de Dios, reduciéndola a la inmutabilidad e impasibilidad, como suponían los antioquenos y aceptaron los demás? ¿No es verdad que la Escritura habla de un Dios "comprometido"? ¿No es demasiado el influjo de la concepción griega, según la cual la naturaleza del hombre es una composición estática de alma y cuerpo? ¿No es demasiado escasa la importancia concedida al desenvolvimiento histórico, libre y consciente? Si las "naturalezas" divina y humana se distinguen tan fácilmente como da a entender Calcedonia, ¿cómo puede la aparición y actuación humana de Jesús seguir siendo la autorrevelación de Dios? ¿Se trata sólo de un encubrimiento?

Los grandes maestros alejandrinos, desde Orígenes a Cirilo, pensaban que la vida humana de la Palabra divina podía ser revelación. En las frases del Concilio de Calcedonia no hay manera de encontrar este punto de vista. La consideración, predominantemente estática, de la condición del Dios-hombre, tal como quedó expresada por el Concilio de Calcedonia, implicaba el riesgo de que cayera en el olvido la autenticidad de su actuación humana. Los siglos siguientes habrían de completar este punto; pero es significativo que conciban siempre la voluntad y la actividad humanas de Jesús sobre todo como consecuencia de su auténtica naturaleza humana y no como real participación en nuestra vida y destino humanos.

 

El CONCILIO III DE CONSTANTINOPLA REDONDEA LA CRISTOLOGÍA

También en los dos siglos que siguieron al Concilio de Calcedonia continuó siendo la cristología motivo de vivas discusiones. Pero por parte ortodoxa sus portavoces fueron menos los obispos que los monjes, de modo que las discusiones no aparecieron por preocupaciones pastorales, por lo que muchas veces terminaron en sutilezas. El que dediquemos a estos siglos aquí una sección es debido, no obstante, a nuestra opinión de que en ellos se hicieron correcciones y adiciones importantes a la doctrina calcedonense. Demasiadas veces se las ha pasado por alto, a pesar de su innegable valor para la fe en Cristo.

La mayoría de los obispos egipcios siguió combatiendo al Concilio de Calcedonia por haber empezado con una traición al de Efeso y a Cirilo y por haber favorecido el nestorianismo. La corriente anticalcedonense, que abogaba por la "única naturaleza", tuvo gran audiencia entre los monjes, sobre todo en Egipto y Siria. Aquí y allí el monofisismo, dividido en varias escuelas, llegó a convertirse en religión popular. Tal situación era políticamente peligrosa, pues estas provincias se encontraban cada vez más alejadas en lo cultural de Constantinopla y además vivían bajo la amenaza de los persas y del Islam. Los emperadores y patriarcas de la capital intentaron constantemente dar satisfacción a las corrientes monofisitas a fin de robustecer, mediante el sentimiento de pertenencia religiosa, la lealtad política. Esto podía llevarse a cabo sin renunciar a la fe calcedonense; bastaba subrayar más fuertemente que lo había hecho el Concilio la unidad de la persona divina, incluso con el peligro de que la autenticidad de la vida humana de Jesús quedara desdibujada ante el resplandor del sujeto divino. A veces hubo ataques directos contra el Concilio de Calcedonia, como ocurrió en la "controversia de los tres capítulos", en la que primero el emperador Justiniano (527-565) y - tras una tenaz resistencia - también el papa Vigilio (537-555) y el II Concilio de Constantinopla (553) pronunciaron una condena póstuma no sólo contra Orígenes, sino también contra Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa (DS 403-438). Aun cuando su ortodoxia había sido defendida expresamente por el Concilio de Calcedonia, se les tachó de haber favorecido a Nestorio.

Debe enfocarse también desde esta perspectiva la acción del patriarca Sergio de Constantinopla (610-638), que contó con el apoyo del emperador Heraclio (610-641). La doctrina del patriarca era que en Cristo se dan efectivamente dos naturalezas, pero una sola operación divinohumana . Con ello se ponía de parte de una doctrina básica del monofisismo, que se dirigía sobre todo contra el modo y forma con que el papa León había dividido en su Tomus la actividad del hombre-Dios en dos naturalezas. De hecho, se consiguió la reconciliación de algunas provincias con Constantinopla. Pero Sergio hubo de chocar con la resistencia de Sofronio de Jerusalén (634-638), que veía en ello una traición al Concilio de Calcedonia. El año 638 publica el emperador un decreto en virtud del cual queda prohibido hablar en adelante de "una o dos operaciones", puesto que "uno y el mismo Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, obró tanto lo divino como lo humano". Pero - así continúa la ekthesis de Heraclio - a fin de evitar la impresión de que en Cristo hay dos voluntades opuestas, confesamos "una sola voluntad de nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios, pues la carne, animada por el Espirita, nunca actuó por propio impulso y en oposición a la voluntad de... la Palabra de Dios su propio movimiento natural, sino sólo como y en cuanto lo quería la Palabra de Dios" s. Este texto significa el nacimiento del monotelismo. Si Sergio y Heraclio se limitaban exclusivamente a opinar que la libertad humana de Jesús es siempre una actividad del Hijo de Dios y que está inspirada por su voluntad divina, su pensamiento era ortodoxo. El papa Honorio (625-638) no adoptó precisamente una postura negativa ante las ideas de Sergio (DS 487s).

Pero los mejores teólogos de la égoca, Sofronio y el monje Máximo el Confesor, de Constantinopla (580-662), advirtieron que con estas ideas se escamoteaba la idea fundamental de Calcedonia. Si la libertad humana de Jesús no es más que el instrumento pasivo de su voluntad divina y está privada de toda autonomía, el hombre-Dios debe asumir precisamente esa realidad que en el hombre constituye el lugar de la rebeldía y de la obediencia a Dios. Por eso estos autores dieron el toque de alarma a la iglesia latina. En un sínodo numeroso celebrado en Letrán el año 649 consiguió Máximo que el papa Martín (649-655) condenara la doctrina de la única voluntad y la única operación y promulgara la siguiente definición: "Las dos voluntades del mismo único Cristo, Dios nuestro, la divina y la humana, que se han unido armónicamente (cohaerenter-sumfu/wj), pues él mismo quiere nuestra salvación con ambas naturalezas" (DS 510). Sólo puede hablarse de operación teándrica en cuanto que con ella se expresa la unión de su operación divina y su operación humana (DS 515). La afirmación permanece enteramente dentro del horizonte del Concilio de Calcedonia: Jesús tiene una voluntad humana y una operación humana, por tener una naturaleza humana perfecta; pero no se detalla cuál es la significación de esta voluntad humana en orden a la obra de la redención.

El ángulo de visión se amplió cuando el nuevo emperador Constantino IV, cuya capital fue sitiada durante largos años por los árabes, convocó un concilio general que debía restañar la paz en la Iglesia. El papa Agatón (678-681) preguntó por escrito a todos los metropolitanos de la iglesia latina cuál era su punto de vista y después celebró un sínodo en el que tomó parte un centenar de obispos (primavera del 680). Este sínodo redactó para la preparación del Concilio una confesión de fe que transcribe literalmente el dogma del Concilio de Calcedonia y en el que se cita también a san León: "Es uno sólo de ambas (naturalezas) y cada una (de las naturalezas) es por la otra, pues la excelencia de la divinidad y la pequeñez de la carne convergen. Cada naturaleza conserva, incluso después de la unión, sus propiedades, y cada forma hace en comunión con la otra lo que le es propio: la Palabra realiza lo que corresponde a la Palabra, y la carne lleva a cabo lo que pertenece a la carne; lo primero resplandece en los milagros, lo otro sucumbe ante la violencia. Así como nosotros confesamos que tiene dos naturalezas o sustancias..., así también (confesamos) que tiene dos voluntades naturales, puesto que uno y él mismo es totalmente Dios y totalmente hombre". Mediante la cita de san León la atención se dirige no sólo al esquema formal de las dos naturalezas, sino en alguna medida también a la realidad concreta e histórica de la vida del hombre-Dios.

Un paso más en esta dirección es el que da el sexto concilio ecuménico, que se celebró del 7 de noviembre del 680 al 16 de septiembre del 681 en la sala de la cúpula (in trullo) del palacio imperial de Constantinopla. En este Concilio se renueva la condenación de las herejías cristológicas anteriores y ,para ello se reproducen los anatemas contra los defensores y favorecedores del monotelismo, entre los cuales se incluye al papa Honorio de Roma y a los patriarcas Sergio, Pirro, Pablo y Pedro de Constantinopla (DS 550ss). En la última sesión promulga el Concilio una definición cristológica (DS 553-559). En ella se reproduce una vez más la definición de Calcedonia y se proclama la doctrina de las dos voluntades y operaciones del hombre-Dios. En esta definición se recogen también las palabras del papa san León. Corrige a la vez el Concilio determinados defectos de su doctrina. Llevado de su predilección retórica por la simetría de las frases, san León había escrito que la Palabra efectúa lo que compete a la Palabra y la carne lo que corresponde a la carne, unidas entre sí. Eso podía insinuar que el hombre-Dios era también según su humanidad un solo principio activo de operación. Dicha simetría se prestaba a errores. En el primer miembro se cita, es verdad, al sujeto personal (la Palabra), al par que en el segundo se habla propiamente de la naturaleza humana concreta (la carne); la formulación parece dar a entender como si la "carne" efectuara acciones !humanas como sujeto propio e independiente, paralelo a la Palabra. Dicho de otra manera: tanto León como el Concilio de Calcedonia, al utilizar la fórmula "una persona en dos naturalezas", habían expresado insuficientemente que esta única persona es idéntica con su naturaleza divina (que es desde la eternidad) de modo diferente a como se identifica con su naturaleza humana (que le viene por gracia "por nosotros y por nuestra salvación"). La oposición de los monofisitas contra esta fórmula no era del todo infundada, pero expresaba muy vagamente la autenticidad del ser humano de Jesús. La oposición de los monoteletas obliga ahora al Concilio a profundizar más en la relación de la voluntad humana y divina y en la operación humana y divina de Jesús y a corregir la simetría de las naturalezas. Pero, al centrarse ahora el problema en la voluntad y en la operación, evita el peligro, latente en el monofisismo, de considerar la humanidad del hombre-Dios sólo como un elemento pasivo y no como una realidad auténticamente humana.

Tras haber citado la confesión de fe de Calcedonia, la definición del III Concilio de Constantinopla continúa: "Asimismo proclamemos en el dos voluntades naturales y dos operaciones naturales, indivisibles, inmutables, inseparables, inconfundibles... Las dos voluntades naturales no se contraponen mutuamente..., sino que su voluntad humana sigue a su voluntad divina y omnipotente y se somete (u)posta/ghªmai) a ella sin resistencia ni posposición... Pues como su carne se llama carne de la Palabra de Dios y lo es, así también la voluntad humana de la carne se llama y es la propia naturaleza de la Palabra de Dios. Así, dice él en persona: Bajé del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me envió. Con ello llama a la voluntad de la carne su propia voluntad, pues también la carne era su propia carne. Pues así como su... carne animada no quedó destruida por la deificación, sino que continuó en su propio modo (e(n twª i)di/w o)/rw te kai lw/go), así también su voluntad humana no quedó destruida por la deificación, sino que, por el contrario, quedó a salvo".

Los Padres consideraron estas afirmaciones como simples consecuencias del Concilio de Calcedonia, pero completaron esencialmente la antigua definición, guardándola de falsas interpretaciones. Por una parte corrigen el esquema simétrico, que podía prestarse a un cierto nestorianismo calcedonense, y por otra reprueban una concepción puramente estática de la naturaleza humana de Jesús, que, bajo las palabras de Calcedonia, ,podría seguir ocultando un monofisismo de hecho. Entre la divinidad y la humanidad del hombre-Dios se da una asimetría. Lo divino es la persona del Hijo eterno de Dios que se da a sí mismo y que asume a la humanidad en su propia filiación; lo humano es lo que se toma y asume y ha sido creado y santificado por la autodonación del Hijo. Pero, por otra parte, la naturaleza humana de Cristo no puede entenderse como una dimensión estática, como a veces ocurre - y no sin consecuencias - cuando se dice solamente que asumió una naturaleza humana perfecta con cuerpo y alma. Según el Concilio de Constantinopla, a la humanidad de Jesús corresponde también una operación auténticamente humana y un querer real humano: un querer santificado y divinizado, ,pero que a la vez no es menos humano, sino precisamente más. La "naturaleza" del hombre no es precisamente la realidad a que se refiere el aristotelismo materialista a saber: una realidad estática, sino, al contrario, dinámica. En ese ser que se da a sí mismo el hombre es llamado a proyectarse, a afirmarse y a realizarse con una operación consciente y libre. Si esto se olvida, lo más excelente y lo peculiar del hombre, lo que responde a la Palabra creadora y redentora de Dios - su libertad - se convierte en un titulas sine re, como dice el Concilio de Trento a propósito de otro tema (DS 1555). Pero con esto nos encontramos ya ante un riesgo propio del período subsiguiente, en el que la cristiandad mantendrá formalmente el esquema del Concilio de Calcedonia, pero con grave peligro de olvidar el contenido viviente del Concilio, que era precisamente lo que Constantinopla indicaba.

A la luz de la historia precedente puede resumirse la significación de este último Concilio cristológico en los siguientes puntos:

a)                  En la vida humana de Jesús el sujeto activo es el mismo Hijo de Dios, que vive cama hombre lo que ya es en cuanto Hijo de Dios: la obediencia al Padre y el amor a los hombres. Se expresa, pues, como Palabra de Dios a los hombres y revela al Padre en una auténtica existencia humana

b)                  Como hombre actúa con una auténtica Libertad humana. Con su decisión libre de ser entre los hombres la forma y expresión del Hijo afirma y realiza su obediencia divina y su amor divino a los hombres Como hombre "sigue" voluntariamente a la Palabra, la cual le habla de tal manera que es él mismo. Justamente en esa obediencia perfectamente humana a la Palabra de Dios y su fidelidad al hombre es Cristo la Palabra y la revelación salvadora del Padre, es decir, la Palabra de Dios.

c)                  El Concilio de Constantinopla abrió nuevamente el campo de visión en que la penetración de la fe podría haber adquirido ulteriores desarrollos. Esta penetración se había recortado excesivamente durante un par de siglos, limitándose a la discusión sobre la condición formal del hombre-Dios. Cabe volver la vista a Orígenes, cuya doctrina - entendida a medias - fue el substrato del adopcionismo y del monofisismo, aun cuando tenía en cuenta en el alma humana de Jesús la imagen voluntaria y la expresión del Hijo. Podemos incluso retroceder hasta Ireneo, para quien la obediencia humana del Hijo de hombre era la revelación y actividad graciosa del Padre hacia la humanidad. El III Concilio de Constantinopla parte de Ias naturalezas, pero vuelve a fijarse en la vida histórica concreta del Hijo de Dios.

Observación final

No es sólo la falta de espacio la que nos obliga a terminar aquí nuestro bosquejo. Tras el III Concilio de Constantinopla no ha habido en cristología progreso alguno comparable al que acabamos de describir. Hay que esperar a un período muy reciente para advertir nuevos movimientos en el frente cristológico. Esta tranquilidad tan duradera puede deberse a que los antiguos concilios configuraron en este aspecto una serie de líneas aptas para impedir cualquier desviación y cualquier error. No obstante, esta tranquilidad suscita preocupaciones. ¿Puede explicarse semejante calma siendo como es la proclamación y la teología del hombreDios el corazón de la fe? Hace ya muchos siglos que dejó de estar vigente el mundo helenístico y del primer Bizancio en el que fraguó el dogma cristológico; sus representaciones, conceptos, presupuestos y esquemas mentales han ido resultando extraños a la humanidad. No puede sorprendernos el que se hayan suscitado malentendidos y que, por ejemplo, en una teología literalmente fiel a Calcedonia se mantenga un monofisismo larvado que volatiliza la realidad humana del hombre-Dios y que ha pasado a la piedad, o también que pervive un nestorianismo no menos larvado según el cual no es en esta realidad humana donde se reconoce al Hijo de Dios.

El respeto y la fidelidad que nos merecen la fe de nuestros antepasados, que custodiaron el antiguo tesoro, traduciéndolo a su mentalidad y poniendo a su disposición los mejores recursos, nos mueve ahora a preguntarnos: ¿no es verdad que el pensamiento creyente y la predicación deben afrontar una vez más, paciente, esforzada y arriesgadamente, la tarea de reinterpretar el misterio del hombre-Dios, expresándolo en palabras capaces de ayudar a los hombres a reconocer en Jesús al Señor, Palabra salvífica de Dios, pronunciada y realizada para siempre sobre la tierra en una vida humana, en su muerte y su resurrección? La historia nos recuerda que esta empresa exige mucha paciencia y una disposición cristiana a escuchar a los demás, por extrañas que puedan sonar al principio sus palabras. Ha sido una constante en cristología hallar el punto de equilibrio sólo cuando se ha logrado integrar diversos elementos de verdad existentes en doctrinas que primero fueron consideradas heréticas. El misterio del Señor, en el que todos los cristianos reconocen y confiesan la Palabra definitiva de Dios, escapará siempre al alcance de nuestras palabras humanas.