Cristo resucitado
Artículos de Selecciones de Teología
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Articulo |
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JACOB KREMER | 6 | 23 | Julio - Septiembre | 1967 | La resurrección de Cristo en 1 Cor 15, 3-8 | Ver | |
HANS KESSLER | 6 | 23 | Julio - Septiembre | 1967 | Cuestiones en torno a la Resurrección de Jesús | Ver | |
WOLFHART PANNENBERG | 8 | 30 | Abril - Junio | 1969 | Consideraciones dogmáticas acerca de la resurrección de Jesús | Ver | |
JEAN DELORME | 9 | 33 | Enero - Marzo | 1970 | Resurrección y tumba de Jesús Me 16, 1-8 en la tradición evangélica | Ver | |
GERHARD LOHFINK | 9 | 33 | Enero - Marzo | 1970 | La resurrección de Jesús y la crítica histórica | Ver | |
MEDARD KEHL | 10 | 39 | Julio - Septiembre | 1971 | Eucaristía y resurrección | Ver | |
GERARD SIEGWALT | 10 | 40 | Octubre - Diciembre | 1971 | La resurrección de Cristo y nuestra resurrección | Ver | |
EDOUARD POUSSET | 11 | 42 | Abril - Junio | 1972 | Teología de la Resurrección | Ver | |
WILHELM BREUNING | 15 | 58 | Abril - Junio | 1976 | Existencia para los demás y resurrección | Ver | |
JOHN P. GALVIN | 20 | 80 | Octubre - Diciembre | 1981 | La Resurrección de Jesús en la actual teología sistemática católica | Ver | |
EDUARD SCHWEIZER | 21 | 81 | Enero - Marzo | 1982 | La Resurrección, ¿realidad o ilusión? | Ver | |
JOSEPH RATZINGER | 21 | 81 | Enero - Marzo | 1982 | Entre muerte y resurrección | Ver | |
JOSEPH DORÉ | 22 | 86 | Abril - Junio | 1983 | Creer en la resurrección de Jesucristo | Ver | |
RUDOLF PESCH | 22 | 86 | Abril - Junio | 1983 | El «sepulcro vacío» y la fe en la resurrección de Jesús | Ver | |
JACOB KREMER | 28 | 112 | Octubre - Diciembre | 1989 | El testimonio de la resurrección de Cristo en forma de narraciones históricas | Ver | |
ADOLPHE GESCHÉ | 34 | 134 | Abril - Junio | 1995 | La agonía de la Resurrección o el descenso a los infiernos | Ver | |
LUIS M. MENDIZÁBAL S.I. | 3 | 10 | Abril - Junio | 1964 | Asimilación progresiva del cristiano a Cristo resucitado | Ver | |
JEAN CARMIGNAC | 12 | 47 | Julio - Septiembre | 1973 | Apariciones del Resucitado y calendario de Qumarn | Ver |
JACOB KREMER
LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EN 1 COR 15, 3-8
La Resurrección de Cristo es la piedra de toque de la fe cristiana. «Si Cristo no
resucitó --escribe Pablo a los Corintios-- es vana vuestra fe». De ahí que sea uno de los
temas más debatidos de la teología actual. Por su interés único desde el punto de vista
católico, creemos oportuno presentar a nuestros lectores el número monográfico de
Bibel und Kirche dedicado a este tema. Es una invitación a profundizar hoy en la
veracidad del testimonio pascual.
Das Zeugnis für die Auferweckung Christi in 1 Kor 15, 3-8 y Die Deutung der
Osterbotscharft des Neuen Testaments durch R. Bultmann und W. Marxsen im Lichte
des Auferstehungszeugnisses 1 Kor, 3-8, Bibel und Kirche, 22 (1967) 1-7 y 7-14.
A. EL TESTIMONIO DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EN 1 COR 15, 3-8
Todo el NT da testimonio de la fe de la Iglesia primitiva en la Resurrección de Cristo.
La investigación moderna nos descubre los distintos estratos de la tradición
neotestamentaria y el crecimiento progresivo del mensaje bíblico en la Iglesia, obra del
Espíritu a ella prometido (Jn 16, 13).
Profesiones de fe breves (Rom 10, 9s; Lc 24, 34) e Himnos (Flp 2, 6-11) -"incrustados
como cristales en una roca amorfa" (Stauffer)- pertenecen a los estratos más antiguos.
Para orientar hoy nuestra predicación sobre la Resurrección de Cristo, vamos a estudiar
el texto 1 Cor 15, 3-8, reconocido generalmente como la más antigua profesión de fe en
la Resurrección con mención explícita de testigos.
Naturaleza y antigüedad del texto
Pablo escribió 1 Cor hacia los años 56/57. En el cap. 15 recuerda a los corintios el
Evangelio que les predicó durante su misión (hacia el 50/52). Si su fe no ha de ser vana,
lo han de retener en la forma que (tíni lógò) él lo predicó (v 2). Pablo subraya
expresamente la concordancia de su Evangelio con la Predicación de los Apóstoles:
"Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido" (v
3a). Si el conocimiento del Evangelio lo recibió Pablo por Revelación (Gál l, 19s), la
tradición recibida se ha de referir aquí a la palabra (lógos) del Evangelio que cita a
continuación: "que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas,
luego a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los
cuales muchos viven todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a
todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a
mí".
Se trata de una fórmula estereotipada: repetición, ritmo, paralelismo. Llama también la
atención el número de expresiones que en otras cartas paulinas no aparecen si no es, a lo
más, en fórmulas fijas: "según las Escrituras" (sólo aquí), "que resucitó (egègertai)
(fuera de 1 Cor 15 sólo en la fórmula 2 Tim 2,8), "al tercer día" (sólo aquí), "apareció"
(sólo aquí y en la fórmula 1 Tim 3, 16). Pablo cita, pues, una palabra tomada de otros.
Si prescindimos de algunas adiciones, se admite hoy que se trata de una fórmula antigua
transmitida a Pablo cuando se convirtió (hacia el 35) o en su visita a Jerusalén (hacia el
38) o, a lo más tardar, a comienzos del 40. La predicación de la Resurrección de Cristo
tuvo, pues, ya muy pronto, un lenguaje fijo al que estuvo ligada la fe.
Las afirmaciones del Evangelio transmitido
- "que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras": Se habla de Cristo, es
decir, aquel que en la Iglesia primitiva era confesado como el Mesías en quien reposaba
toda la esperanza de Israel.
La afirmación murió se refiere a la muerte en la Cruz, escándalo para los judíos,
necedad para los gentiles (1 Cor 1, 23s). ¿No se ha de interpretar esta muerte como un
castigo (cfr. Gál 3, 13) o una debilidad (cfr. 2 Cor 13, 4)? Por esto se añade: por
nuestros pecados y según las Escrituras. El primer inciso subraya la inocencia de
Cristo; el segundo se refiere directamente al murió acentuando que su muerte está
plenamente de acuerdo con las Escrituras de la antigua Alianza (cfr. Lev 24, 26s).
- "que fue sepultado": El tema de la sepultura, tan importante en los Evangelios, es
comprendido, ante todo, como el sello de la muerte corporal de Cristo y de las
esperanzas mesiánicas de sus seguidores (Lc 24, 21). ¿Nos encontramos aquí con la
tradición de la tumba vacía? Si se piensa en las tumbas de los Reyes en Jerusalén,
mencionadas por el AT -por ej. la de David en 1 Re 2, 10-, no se puede excluir esta
posibilidad. Sobre todo si se mira el contexto inmediato de la afirmación: Cristo murió -
resucitó. Pues, de acuerdo con la antropología judía, la Resurrección es concebida como
un dejar la tumba.
- "que resucitó al tercer día según las Escrituras": El verbo griego egéiró tiene diversos
significados según el contexto. En el NT se usa a 'menudo para la Resurrección de
Cristo, ya como obra de Dios, ya como obra de Cristo. Pablo lo toma aquí en sentido
pasivo -fue resucitado-, según su forma gramatical (cfr. v 15), de acuerdo con la
mayoría de los textos más antiguos (1Tes 1, 10; Act 3, 15). Pero no se excluye el que se
entendiera intransitivamente, como obra de Cristo. Así aparece ya en la fórmula antigua
1 Tes 4, 14. Y nótese que se emplea el perfecto y no el aoristo como en murió, fue
sepultado, apareció: no es un mero hecho del pasado, sino algo que sigue obrando hoy.
La palabra resucitó es una metáfora, tomada del despertar, para expresar un hecho del
que los hombres no tenemos experiencia. Aunque la Biblia use esta expresión otras
veces para indicar el re-vivir de un muerto, no podemos entender la resurrección de
Cristo como un simple volver a la vida de este mundo, pues la Iglesia primitiva critica
esta concepción judía de la resurrección (cfr Mc 12, 25) y entiende la resurrección como
la superación definitiva del poder de la muerte (Rom 6, 9). Nótese que el NT nunca
describe el momento de la resurrección.
Al tercer día nos indica que es un acontecimiento constatable en nuestro tiempo e
historia. Este dato temporal es frecuente en los Evangelios y en los Hechos: después de
tres días (Mc y Jn); al tercer día (Lc). Esta oscilación en la fecha parece indicar un
espacio breve de tiempo. ¿Cómo se llegó a ella? Seguramente por el descubrimiento de
la tumba vacía al tercer día de la crucifixión o por la primera aparición del Resucitado.
Pues el único texto del AT que podía haber influido en la fecha -Os 6, 2- no es
mencionado en el NT y la relación con Jonás 2, 1 aparece relativamente tarde (Mt 12,
40). Pero es probable que la Iglesia primitiva, de acuerdo con su interpretación de la
Escritura, incluyera esta nota en su Credo como signo de que también en este punto se
había cumplido la Escritura, si bien el según la Escritura se refiere primariamente al
resucitó (cfr. Lc 24, 26s). Para un judío la prueba de Escritura valía más que las
vivencias personales de los Discípulos. Probablemente no se piensa en ningún texto
concreto, sino en el cumplimiento de la promesa de salvación en su totalidad (cfr. Act
13, 32s), según el esquema mental "promesa-cumplimiento". Pronto se empezaría a
pensar en textos concretos (Sal 2, 7) o en narraciones típicas (Jon 2, 1; Lev 23, 9).
- "y que se apareció": El aoristo pasivo del verbo horáò puede tener diversos
significados. Aquí hay que entenderlo en sentido medio, de acuerdo con el contexto (a
Pedro, en dativo) y con el uso de la traducción gr iega del AT (cfr. Gén 18, l): se
apareció. Se trata de una fórmula antigua, anterior a Pablo, que encontramos también en
Lc 24, 34 y en el Himno 1 Tim 3, 16.
¿De qué tipo fueron las apariciones?
En el siglo pasado se afirmó que se trataba de visiones subjetivas, convertidas luego en
apariciones al escribirse los evangelios. Pero en el AT se usa la expresión en los
encuentros con Yahvé, concebidos realísticamente (Gén 12,7). Y nada indica
positivamente en el texto que se trata de una mera visión, por ejemplo una visión
nocturna (Act 16, 9) o una vivencia extática (Act 22; 17s). Más aún: la conexión con la
sepultura y la resurrección exige algo más que una vivencia subjetiva.
Pablo cuenta entre las apariciones su vivencia irrepetible de Damasco, descrita en 1 Cor
9,1 como un Ver y en Gál 1, 16 como una Revelación, contraponiéndola a otras gracias
místicas (no la menciona en 2 Cor 12, 1-4). Además para Pablo - y los evangelios- el
cuerpo del Resucitado es real, pero no terrestre (cuerpo espiritual: 1 Cor 15, 44). En este
sentido las apariciones no tenían un carácter objetivo -no podían ser fotografiadas-; por
eso fueron invisibles para los ojos corporales de los observadores neutrales. Pero no se
trataba tampoco de visiones subjetivas, meramente internas. El Resucitado es corporal,
aunque posea un modo de existencia totalmente nuevo y carezcamos, por eso, de
posibilidad de comparación y de un lenguaje adecuado. ¿Encontramos aquí el motivo de
que los apóstoles apenas nos hablen del cómo de las apariciones y de que en el antiguo
Credo se afirme simplemente el hecho?
Los testigos mencionados
La lista de testigos quiere dar mayor credibilidad y posibilidad de conocimiento directo
al hecho de la Resurrección. Como en la antigua fórmula Le 24, 34, el primer testigo es
Pedro.
Concluyamos diciendo que sólo perseverando en esta Palabra -el evangelio de la
Resurrección aquí analizado-, encontraremos, según Pablo, la salvación (v 2).
B. LA INTERPRETACIÓN DEL MENSAJE PASCUAL DEL NT EN R.
BULTMANN Y W. MARXSEN A LA LUZ DE 1 COR 15, 3-8
Un estudio crítico breve sobre la Resurrección en Bultmann y Marxsen -tema candente
hoy en la Iglesia evangélica- puede ayudar a comprender y a formular mejor el anuncio
pascual.
Motivos y presupuestos de Bultmann
A menudo se ha entendido mal a Bultmann, quien se pregunta cómo puede predicarse
hoy la Biblia a los hombres en una lengua inteligible. Parte del presupuesto de que el
mensaje pascual, tal como es predicado habitualmente, es increíble y de ninguna
importancia vital para la mayoría. A lo más se admite como una verdad de fe que hay
que mantener sise quiere ser cristiano. Presupuestos:
1.º La imagen del mundo y la autocomprensión del hombre son hoy radicalmente
distintas de las de los Apóstoles. Para el hombre moderno, conocedor de las leyes de la
causalidad intramundana, es imposible una acción milagrosa de Dios en el mundo (por
ejemplo la resurrección de un muerto). Es algo mítico. Por eso el predicador ha de
desmitologizar la Biblia, es decir, indicar qué quiere decir el NT con sus afirmaciones
mitológicas.
2.º Nuestras categorías mentales adolecen de cosismo. Incluso Dios es real sólo si puedo
pensarlo como un objeto opuesto al sujeto. Pero Dios es el fundamento original y no
puede colocarse al mismo nivel que las otras cosas. Está siempre en todo, incluso en mi
pensamiento. No puedo contemplar a Dios desde lejos sin desfigurarlo (recuérdese que
la teología evangélica rechaza o apenas admite la "analogia entis"). Sólo en la
realización de la existencia, en el acto del pensar y comprender, se da verdadera
existencia humana, verdadero pensamiento y comprensión. De ahí la necesidad -B.
sigue a Heidegger- de un análisis de mi existencia.1
La Revelación en la Biblia no es una comunicación de doctrinas o verdades, sino una
palabra dirigida a los hombres, en la que "al hombre se le abren los ojos sobre sí mismo
y puede comprenderse de nuevo" (GuY III, p. 29). La interpretación existencial debe
exponer la autocomprensión del hombre que se trasluce en la Biblia en lenguaje mítico,
a fin de ayudar al oyente a una auténtica autocomprensión (es decir, conocimiento de su
pecaminosidad y, al mismo tiempo, del ofrecimiento de la gracia). Sólo en la opción
personal puede el hombre oír esta palabra de la revelación.
El mensaje pascual
B. constata en el NT diversas formas de este mensaje. Al comienzo se predicaba sólo la
fe en el Resucitado, basada en vivencias que los discípulos interpretaban como obra de
Dios. Más tarde -es un presupuesto de B.- se añadieron las leyendas de la tumba vacía y
las apariciones gráficas, que explicaban el hecho míticamente, como si fuera el retorno a
la vida de este mundo. ¿Cómo traducir esto a la mentalidad actual? El contenido del
mensaje no es un hecho que se puede probar históricamente, sucedido la mañana de
Pascua en Jerusalén, sino la fe de los Discípulos -obrada por Dios- en el valor único de
la muerte de Cristo (y no de un hombre cualquiera, por ejemplo Jesús de Nazaret) para
nosotros: "la fe en la Resurrección no es otra cosa que la fe en la cruz como
acontecimiento salvífico, en la cruz como cruz de Cristo" (KuM I, p. 45s). Es una
interpelación al oyente para que, por la fe, reconozca la cruz de Cristo como el
acontecimiento salvífico y se comprenda a sí mismo como pecador y perdonado.
B. no niega la resurrección real de Cristo -aunque sí toda ligazón a la historia de este
mundo. Pues para su concepción existencialista de la fe, preguntarse por el suceso
objetivo y querer probarlo es atentar contra la fe. Sólo en el acto de fe encontramos al
Resucitado.
La contradicción con 1 Cor 15,3-8
B. mismo reconoce y califica de fatal fruto de los ataques gnósticos, el esfuerzo de
Pablo por presentar la Resurrección como un hecho histórico. No niega la antigüedad ni
la importancia del testimonio, sino su esfuerzo por asegurar y hacer verosímil el hecho
objetivo, en contraposición con el resto del mensaje paulino. ¿Tiene razón Bultmann?
En este texto Pablo quiere mostrar (no probar en el sentido científico moderno) la
Resurrección de Cristo como digna de fe, apoyándose en testigos. Lo cual no está en
consonancia con la concepción existencialista de . B., pero sí con la actitud de la Iglesia
primitiva que nos refleja el NT. Ya entonces era raro el Mensaje de la resurrección de
un muerto y la Iglesia tenía que defender su fe en el Resucitado contra las burlas y las
calumnias.
Además B. olvida que Pablo no conoce nuestros conceptos histórico y objetivo. La
Resurrección de un cuerpo espiritual sólo puede recibir este calificativo en sentido
análogo. Pero la terminología de B. es insuficiente: respeta poco el mensaje
neotestamentario que habla de la Resurrección como de un suceso dado de antemano al
creyente y del Resucitado como viviendo independientemente de mi acto de fe, aunque
no podamos entenderlo nunca adecuadamente (como un objeto).
Tampoco parece compatible con 1 Cor el poner entre paréntesis la tradición de la tumba
vacía. Hoy está superada la interpretación de B. en este punto. La tumba vacía no es una
prueba de la Resurrección, sino un signo del comienzo del Reino de Dios en este
mundo, incomprensible sólo para el que tiene el prejuicio injustificado de que es
imposible una intervención maravillosa de Dios en el orden de este mundo.
Concluyamos que un diálogo crítico con B. resulta fructuoso: nos hace conscientes de
los límites de nuestra comprensión y vocabulario, así como del misterio y peculiaridad
de la Resurrección. Sólo el creyente entiende lo que confiesa en la frase: Cristo ha
resucitado.
La interpretación de W. Marxsen
La Resurrección, tan inverosímil para el hombre moderno, científico, ¿es un hecho
positivo? Marxsen, como muchos discípulos de B., no considera esta pregunta como
superflua. Reconoce que 1 Cor 15, 3-8 habla de la realidad del hecho. Pero no es una
prueba histórica. Pues es posible ver por qué camino llegó la Iglesia primitiva a esta
convicción: Los discípulos reflexionaron sobre sus experiencias después de Pascua y
con ayuda de un Interpretamento (es decir, un modo de pensar corriente entonces) hoy
superado, Resurrección, llegaron a la conclusión lógica: Jesús ha resucitado. En Grecia
hubieran dicho simplemente "que Jesús había dejado su cuerpo". Luego la Resurrección
es un Interpretamento al que hoy no estamos ligados.
Motivos de Marxsen:
En el NT no aparece nadie que haya visto la' Resurrección. Las experiencias de los
discípulos a menudo no parecen apariciones, sino un Ver al Señor (1 Cor 9, 1) o una
Revelación del Hijo (Gál 1, 16). Ya desde el comienzo los Apóstoles interpretaron sus
vivencias como encargo y legitimación de continuar la predicación del mensaje de
Jesús, después de su muerte, sin hablar de la persona, es decir, del Resucitado sólo
posteriormente este interpretamento funcional -que indicaba simplemente que el
"asunto de Jesús" continuaba- fue sustituido por el interpretamento personal: Esta
historización del interpretamento es inadmisible para el hombre moderno, que debe
preguntarse por su significado original.
Incompatibilidad con los testimonios más antiguos
La interpretación, aquí sólo bosquejada, no parece compatible con 1 Cor 15, 1-11. Es
verdad que nadie vio la Resurrección. Pero los motivos en que se basa M. para explicar
el origen de esta creencia no son convincentes.
1. Ni 1 Cor 9, 1 ni Gál l, 16 -también aquí Cristo es Hijo y Señor por la Resurrección -prueban,
en contraposición con 1 Cor 15, 3-8, que primero se habló de una visión del
Crucificado y luego de una aparición del Resucitado.
2. Las fuentes más antiguas no nos dan testimonio de un interpretamento primitivo,
independiente del concepto Resurrección. Aunque es posible que en los comienzos
apelaran más a las apariciones del Resucitado para legitimar la predicación.
3. La Iglesia primitiva fundamenta la Resurrección refiriéndose a las apariciones. Pero
éstas no son meras experiencias, sino encuentro personal con el que fue sepultado. La
mentalidad de la época puede haber influido en la formulación del concepto
Resurrección. Pero según la Escritura este interpretamento se refiere primariamente a la
autorevelación del Resucitado, ligada a la aparición, o sea, a una revelación de Dios
(Gál 1, 16s; Mc 16, 6). Así esta Palabra (1 Cor 15, 2), aunque exprese inadecuadamente
el contenido, tiene un valor definitivo siempre que queramos hablar de lo acontecido en
Pascua y estamos ligados a ella.
4. La Resurrección de Cristo (no su mero pervivir) es el acontecimiento fundamental
para nuestra fe y salvación (cfr. 1 Cor 15, 14. 17). Sin este acontecimiento -afirma
Pablo- toda la predicación sería vana.
Notas:
1
Para una mejor intelección de la terminología de Bultmann, usada aquí por el autor,remitimos a nuestros lectores al artículo: Hermenéutica y teología en R. Bultmann,
aparecido en el t. V de nuestra revista pp. 287-297. Las siglas Guk-Glauben und
Verstehen. KuMKerygma und Mythos. (N. del E.)
Tradujo y condensó: XAVIER ALEGRE
HANS KESSLER
CUESTIONES EN TORNO A LA RESURRECCIÓN
DE JESÚS
Fragen um die Auferstehung Jesu, Bibel und Kirche 22 (1967) 18-22
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS: CUESTIÓN VITAL DE LA FE
A veces se quiere ver el fundamento permanente de la fe en el Jesús prepascual, como si
la fe de los primeros testigos se hubiese desarrollado en continuidad desde el contacto
con el Jesús terrestre. Es cierto que algunos creyeron en El durante su vida. Pero con su
muerte en la cruz murió también esta fe. Sus partidarios huyeron de Jerusalén y no es
lógico que en esta atmósfera madurara sin más la convicción de que el asunto de Jesús
continuaba teniendo valor.
Si nos atenemos a los testimonios neotestamentarios sólo una experiencia posterior a la
muerte de Jesús, interpretada como una acción de Dios, podía recrear su fe. Y una
acción de Dios en Jesús que fuera más allá de lo que había ocurrido con El hasta su
muerte. Por eso la Resurrección es la clave de bóveda de toda teología y fe cristianas.
Creemos en Jesús de Nazaret, no por su vida, sino porque Dios lo ha resucitado de entre
los muertos.
¿CÓMO ADQUIRIMOS LA CERTEZA DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS?
Muchos piensan que la razón, por medio de la investigación histórica, puede probar la
facticidad histórica de la Resurrección como obra de Dios.
La Resurrección, ¿se puede probar históricamente?
El NT nos indica que en el proceso de la Resurrección no hubo espectadores a) Los
estratos más antiguos de la tradición nos presentan las apariciones como fundamento
de la fe pascual de los discípulos. Esta afirmación de la aparición y la fe pascual son
hechos que se pueden probar históricamente. Más allá de estos hechos -abiertos a
múltiples interpretaciones- no podemos ir sólo por caminos históricos. No sabemos
cómo los discípulos llegaron a esta fe. Si llamamos histórico sólo al hecho que se puede
probar con los métodos históricos, la Resurrección de Jesús; como obra de Dios, supera
la historia. Lo cual no significa que no haya sucedido y no sea real.
b) Encontramos un estrato posterior de las tradiciones pascuales en las narraciones de la
tumba vacía. Antes se las consideraba una reproducción exacta de lo sucedido en la
mañana de Pascua. Pero, aun así, no probarían la Resurrección: no se habla en ellas de
un ver a Jesús mismo. No son relatos en sentido histórico moderno, sino predicación:
subrayan -de modo intuitivo, en la medida que esto es posible- la significación de la
Resurrección. No es una prueba visible lo que fundamenta la fe de los testigos. Sería
grotesco que a los primeros predicadores de la fe una visión perfectamente clara les
dispensara de la fe (Ebeling).
c) La investigación histórico-crítica sobre la Resurrección nos muestra la situación en
que tuvo lugar la opción de los discípulos. Pero ella sola no puede decidir si es una
acción de Dios la que produjo la fe. Para ello necesitaría los ojos de la fe.
La Resurrección: Dato de fe
a) Con la palabra aparecer se quiere describir bíblicamente una experiencia -
primariamente no ocular- de la realidad de Dios. No se trata de sueños apocalípticos,
sino que los testigos experimentan la acción de Dios en el Jesús resucitado de la muerte.
Dios, de un modo inesperado, lo ha recibido en su vida infinita. No se trata, como en
Lázaro, de un revivir terrestre, controlable humanamente, sino de una nueva creación.
b) Cristo inaugura una nueva dimensión. Se nos abre -por pura gracia de Dios- un nuevo
espacio que supera toda experiencia intramundana. Nuestra razón sola no puede
explicarlo. Conceptos como Resurrección Ascensión, Vida son insuficientes. Y, sin
embargo, son necesarios, pues hay que predicar el hecho -como hay que hablar
analógicamente de Dios.
c) Lo nuevo tuvo que causar una nueva percepción en los hombres para que pudieran
captarlo. Quien no captó la experiencia como obra de Dios y como vida nueva de Jesús,
es decir, el que no creyó, no experimentó nada en absoluto. La experiencia misma tuvo
que desplegarse en la fe de los discípulos y los convirtió en testigos.
Así la obra de Dios en Jesús lo fue también en los discípulos, creando su fe. Se les abrió
la nueva dimensión del amor creador de Dios, que supera todo lo intramundano.
Pertenecieron a la nueva creación.
El Resucitado es dado de antemano a nuestra fe.
Que Jesús resucitó es una realidad para el creyente. Pero lo es también
independientemente de su fe. Jesús no ha resucitado sólo en la fe y en la predicación de
la Iglesia. No vive sólo en su comunidad. Es más que todo esto: trasciende la fe, la
predicación y la misma comunidad. Es algo previo a ellas. Afirmar esto es fundamental.
Porque la Resurrección es primariamente algo que Dios realizó en el Crucificado: Dios
no lo abandonó en la muerte, ni le abandonó muerto.
Visto desde la fe, no puede haber testigos neutrales de la Resurrección. Nuestra certeza
en la Resurrección se apoya -es verdad- en unos testigos creyentes, pero no por esto
menos verídicos. Para apropiarnos esa certeza es necesario que Dios cree de nuevo en
nosotros la fe y nos abra la dimensión de su amor liberador.
Tradujo y condensó: XAVIER ALEGRE
WOLFHART PANNENBERG
CONSIDERACIONES DOGMÁTICAS ACERCA DE
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
W. Pannenberg es una de las jóvenes promesas del protestantismo actual, dentro del
cual se le suele encuadrar en una postura conservadora, por lo formal de su actitud
teológica, que puede pasar por catolizante». Parece presuponer unos ciertos «derechos
de la razón», tanto en el interior del quehacer teológico como en la formulación de los
motivos o «pruebas» de credibilidad. En el artículo que presentamos Pannenberg
muestra la necesidad de fundamentar la cristología en la resurrección de Jesús. Esto le
lleva a tratar de la historicidad del acontecimiento pascual y a mostrar las
implicaciones que lleva consigo el contenido histórico de este suceso.
Dogmatische Erwägungen zur Auferstehung Jesu, Kerigma und Dogma, 23 (1968) 105-118
Para el cristianismo primitivo la resurrección de Jesús es el fundamento de la salvación
y, muy verosímilmente también, el punto de partida de todas las expresiones
cristológicas. La teología más reciente, tanto católica como evangélica, se ha esforzado
por fundamentar de otra forma la cristología. Este hecho se puede explicar, como hace
Rahner, a partir de la tradición "occidental" que pospone la resurrección de Jesús al
significado salvífico de su muerte: al poner la salvación -primariamente- en la liberación
del pecado por la obra satisfactoria del sacrificio de Cristo, no puede la resurrección
mantener el sentido dogmático central que ocupaba en el cristianismo primitivo y que
perdura en la Iglesia oriental.
De todos modos, esta razón no basta para explicar el poco significado que tiene para la
actual teología el hecho de la Pascua. Hay que añadir un segundo motivo: en los dos
últimos siglos se ha desarrollado -al menos en el campo evangélico- una forma de
piedad orientada hacia la persona de Jesús que, sin olvidar el sentido de su muerte, tiene
su centro en la enseñanza y en la obra del Jesús prepascual, en cuya actitud religiosa (o
fe) se busca el modelo de la piedad cristiana. La cristología de Schleiermacher es,
quizás, el documento dogmático más significativo e influyente de esta corriente. La
forma actual de esta corriente estaría en la tendencia a poner por fundamento de la fe en
Jesús su poder peculiar (eigentümliche Vollmacht). Esta concepción, a pesar de las
divergencias, presupone -junto con la cristología occidental centrada en el tema de la
satisfacción- la encarnación como fundamento de la humanidad de Jesús, tanto para
explicar el valor infinito de su obra satisfactoria como el misterio de su poder peculiar.
E incluso cuando no se explícita este presupuesto (como en la moderna investigación de
la teología evangélica acerca de Jesús, que se ha emancipado de todo prejuicio
dogmático), la especial acentuación de la "inmediatez" de Jesús para con su Dios
denuncia la validez del influjo de la idea dogmática de la encarnación.
Si se compara el valor autónomo de la encarnación en la cristología occidental -en
relación al Jesús prepascual- con las concepciones de los primeros tiempos de la Iglesia,
llama la atención que desde Ignacio e Ireneo hasta Cirilo de Alejandría y su antípoda,
Teodoro de Mopsuestia, encarnación y resurrección de Jesús van estrechamente ligadas.
Lo que ha acontecido en la encarnación sólo llega a su total realización en la
resurrección. Desde esta perspectiva no se puede pensar en la encarnación como
fundamento de una piedad hacia la persona de Jesús, o de una cristología que se fije
primaria y casi exclusivamente en el Jesús prepascual. Con todo, también es verdad que
el estrecho nexo entre encarnación y resurrección podía dar lugar a un cambio de
acento, como de hecho sucedió en el siglo segundo: mientras que en el cristianismo
primitivo la fe en la encarnación surge del mensaje pascual, en la atmósfera helenística
de epifanía la encarnación adquirió claramente un valor autónomo, de forma que la
resurrección sólo aparecía como consecuencia de la encarnación.
Se logró así un punto de partida para concertar y explicitar la vida de Jesús a partir de su
inmediatez con Dios, sin necesidad de dar el rodeo de la resurrección. Este cambio de
perspectiva lo ha seguido, especialmente, la cristología occidental, llegando primero a la
concentración característica en la muerte en cruz y su valor de satisfacción, y más tarde
a la reducción al Jesús terrenal y a su poder peculiar. Tal concepción está condicionada
por la historicidad del hecho de la resurrección, cuyas acuciantes inseguridades sugieren
la retirada teológica al campo -poco peligroso a pesar de las críticas- de las noticias
acerca del Jesús terreno.
Frente a todo esto la cristología debería repensar hoy (independientemente de las
diferencias confesionales) el significado fundamental de la resurrección para toda
concepción cristológica, basándose en la constatación histórico-exegética del
significado de la fe pascual para el cristianismo primitivo en conjunto, y para su
formulación cristológica en particular. Es más: el mensaje de la resurrección de Jesús
podría muy bien ser la palabra liberadora frente a la problemática humana actual. Hoy
se acentúa la experiencia del carácter incompleto y pasajero de todo lo terreno, hasta
llegar a considerar la existencia como un absurdo. La cultura y la ética, a las que el
hombre intenta agarrarse, se han mostrado demasiado cuestionables en sus formas
concretas, e incluso el entusiasmo de la tarea individual en pro de la sociedad no puede,
a la larga, significar una solución. El dolor de la finitud es general en nuestro tiempo
secular. La superación del dolor y de lo fragmentario de nuestra vida y su asunción
hacia la totalidad y plenitud de la vida verdadera, ¿no nos dice existencialmente mucho
más que el problema aislado del pecado que, a través de la progresiva relativización de
las evidencias morales, ha perdido hoy la claridad que tuvo en otro tiempo? Incluso, en
un tiempo para el cual "Dios" ya no es tenido por la verdad más elevada, el mensaje de
la encarnación puede ir despojándose de una cierta abstracción dogmática si se hace
intuitivo en la presencia de una vida que ha superado el dolor y la muerte en la
resurrección de Jesús. La pregunta por una revelación de la divinidad, no sólo afirmada
sino testimoniada por sí misma, se ha hecho acuciarte para la teología moderna. Esta
cuestión está radicalmente enlazada con el tema de la encarnación como manifestación
total y definitiva de Dios a nuestro mundo. La resurrección de Jesús podría ser la clave
para estas cuestiones, pues desde ella recupera su sentido el dato histórico de que la fe
en Cristo se desarrolla a partir de la fe pascual. Y la misma profesión de fe en la
encarnación gana en fundamento y concreción si se entiende como desarrollo de la
resurrección de Jesús, en quien se manifiesta la vida definitiva que supera la muerte.
Que Jesús sea establecido Hijo de Dios ex anastáseòs nekròn (Rom 1, 4) no hay que
entenderlo en sentido adopcionista, como si sólo desde entonces fuese "Hijo de Dios".
La resurrección significa más bien la ratificación divina de la pretensión terrena de
poder de Jesús y afirma retroactivamente que Jesús, como persona, ha sido siempre
"Hija de Dios". A partir de la resurrección la mirada retrospectiva de la primitiva
comunidad descubre en la vida terrena de Jesús huellas del señorío del resucitado. Por
su parte, la afirmación de la encarnación, basada en la resurrección, se refiere al todo de
la persona y de la historia de Jesús; naturalmente que esta historia -y con ella la
encarnación- tuvo un comienzo: el nacimiento. Pero este comienzo aislado no
fundamenta todo el contenido del concepto teológico de encarnación, a no ser que lo
consideremos desde la resurrección.
LA HISTORICIDAD DEL HECHO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
El problema de fondo con que se enfrenta toda fundamentación cristológica que parte de
la resurrección es el de la historicidad de este hecho. Con todo, debemos partir de ahí,
ya que si partimos de la encarnación presuponemos lo que ha de fundamentar la
cristología: por qué nosotros, cristianos, confesamos a Jesús como Hijo de Dios. Y si
partimos de la conciencia de poder de Jesús no encontramos, en definitiva, respuesta a
la cuestión de por qué hemos de fiarnos de su pretensión.
Si nos preguntamos seriamente por la resurrección no podemos esquivar el espinoso
problema de la historicidad de este acontecimiento. En otras palabras: si no
renunciamos a afirmar que la resurrección fue un hecho que aconteció verdaderamente
en nuestro mundo, entonces hemos de soportar la acción cauterizarte de la crítica
histórica., Mostraremos la utilidad del estudio crítico sobre la historicidad de la
resurrección en contra de una serie de prejuicios convencionales que afirman que la
cuestión de la resurrección de Jesús no puede ser planteada con seriedad histórica.
Hume, por ejemplo, dice que toda afirmación de que un muerto ha resucitado es
increíble a priori -por más que pueda atestiguarse- porque contradice todas las analogías
de nuestra experiencia. Pero este argumento no es concluyente ya que todo
acontecimiento histórico es único y la falta de analogía comparativa es tan sólo un caso
límite de esta unicidad. Tampoco es concluyente la afirmación de que la ciencia excluye
que un muerto pueda volver a la vida. Lo que hace la ciencia es bosquejar modelos para
la descripción de la estructura regular de un acontecimiento, pero no juzgar sobre la
posibilidad o imposibilidad de un caso único; en todo caso, juzgará sobre el grado de
probabilidad de hechos anormales. Además sólo se entra en contradicción con la ciencia
cuando se mira un hecho excepcional como algo que rompe las leyes naturales. Por otra
parte, los sucesos concretos son más complejos que la ley abstracta e incluyen una serie
de factores -no comprendidos en la fórmula- cuya eficacia provoca la apariencia de una
ruptura de la ley. Consecuentemente sería un malentendido hablar de cese de la ley de la
gravedad por el hecho de que haya objetos que no caigan, como lo harían si, de hecho,
dependieran únicamente de esa ley.
Existe además un prejuicio teológico que, a los ojos de muchos cristianos, hace inútil la
cuestión histórica de la resurrección de Jesús. Dicen: como gracias a este suceso tiene
lugar la irrupción de un mundo nuevo, es imposible percibirlo en el ámbito y con los
ojos del mundo viejo. Prejuicio surgido de un desconocimiento de la encarnación, que
viene precisamente a afirmar que la vida de la nueva creación ha empezado en el ámbito
del mundo viejo y que es perceptible también con los ojos del hombre viejo, de forma
que por esta percepción quedan renovados aquellos ojos.
Por tanto la pregunta sobre el suceso de la resurrección no puede ser desestimada a
priori antes de un examen crítico de las fuentes. Debemos añadir, por otra parte, que no
hay solución positiva posible a esta cuestión mientras se pretenda dejar de lado las
tradiciones cristiana primitivas. Algunos opinan, todavía hoy, que en la hipótesis de un
encuentro personal e inmediato con el resucitado podría adquirirse una certeza sobre la
resurrección de Jesús, sin necesidad de recurrir para nada a las fuentes que poseemos.
Pero surge entonces la pregunta: ¿cómo conseguiría un hombre de hoy identificar una.
aparición del resucitado con Jesús de Nazaret?, ¿por una audición en conexión con la
aparición, por una palabra del resucitado? Incluso puede suscitarse la cuestión de cómo
llegó Pablo a conocer a Jesús en la aparición que tuvo. La pregunta queda sin respuesta
si no se recurre a las apariciones que ya habían acontecido y a la predicación -fundada
en ellas- de la comunidad primitiva de Jerusalén. De ahí que, también en este aspecto, le
interesase tanto a Pablo -en bien suyo y en bien de las generaciones posteriores- el
reconocimiento de su vocación por parte de los apóstoles.
La razón está en que la fe cristiana depende del testimonio de aquellos que vieron al
resucitado y antes hablan conocido al Jesús terreno; de modo que le pudieron re-conocer
en las apariciones. Por tanto, incluso suponiendo una automanifestación actual del
resucitado, siguen siendo decisivas para la aceptación o rechazo de dicho suceso tanto la
tradición primitiva de la resurrección como su examen crítico.
Recientemente se viene acentuando, y con todo derecho, que la predicación del
cristianismo primitivo acerca de la resurrección se basa en una conclusión deducida de
las apariciones del Señor vivo: fue enterrado y no está muerto. Conclusión que está
ligada a la tradición de la tumba vacía. y que lleva a la afirmación de que Jesús ha
resucitado. Esta conclusión no es arbitraria: si Jesús vive ahora es que o bien revivió o
bien ha pasado a otra "vida". Entrecomillamos "vida" porque es cuestionable qué clase
de vida pueda ser. Y con esto nos acercamos a la dificultad específica contra la que
choca la pregunta histórica por la resurrección de Jesús.
Un suceso histórico ha de tener lugar, necesariamente, en el espacio y en el tiempo, y ha
de ser afirmado o negado con relación a un determinado momento y a un determinado
lugar como distinto de otros. ¿Podemos afirmar esto acerca del hecho de la
resurrección? Sí respecto a la temporalidad: el suceso es aproximadamente datable, pues
por un lado es datable la muerte de Jesús y por otro lo son la apariciones y el
descubrimiento de la tumba vacía. ¿Es localizable? Por una parte podemos decir
también que si, en cuanto tuvo lugar en Palestina, seguramente en Jerusalén y (supuesta
la historicidad de la tumba vacía) en y cerca de esa tumba. Por otra parte, hay hechos
que, además de tener lugar en el espacio, se prolongan en una serie de consecuencias,
también espaciales; pero no es éste el caso de la resurrección de Jesús que, por el
contrario, no tiene -con relación a Jesús mismo- consecuencias en el espacio y, para ser
exactos, tampoco en el tiempo. Porque el hecho de que las apariciones pascuales, como
experiencias, fuesen sucesos espacio-temporales, no incluye que la realidad que se
aparecía - supuesto que no se trataba de simples alucinaciones- estuviese también en el
espacio y en el tiempo.
Podemos decir, pues, que la resurrección de Jesús -como suceso- se puede fijar espacial
y temporalmente. Pero hemos de decir también que el proceso ulterior del
acontecimiento, en cuanto toca a Jesús mismo, permanece desconocido. En todo caso, si
Jesús no ha permanecido muerto, sino que ha resucitado a una nueva "vida", apenas se
puede soslayar la constatación de que, desde entonces, ha desaparecido de nuestro
mundo. Por lo demás, lo que propiamente sucedió sólo se indica muy vagamente:
podemos decir que murió y ahora "vive". Pero de la "vida" del resucitado, a partir de las
apariciones, sólo podemos decir que es distinta de la vida terrena. Las apariciones
pascuales apenas nos permiten captar nada respecto a una determinación positiva de esa
vida.
La critica histórica nos ha conducido a estas constataciones. No podemos decir que el
resultado sea negativo, sino muy positivo y teológicamente muy importante: tuvo lugar
un acontecimiento. Y aunque la cualidad de este acontecimiento se sustrae al juicio del
historiador, no se trata sin embargo de un abstracto "que... ", puesto que es un
acontecimiento que atañe a Jesús, al Jesús muerto, y que significa que Jesús ya no está
muerto. Con esta expresión críticamente limitada -pero eminentemente positiva, gracias
a la concreta determinación de su forma negativa- la historia recubre el misterio de la
resurrección de Jesús.
Si intentamos decir lo que propiamente fue la resurrección de Jesús resulta superado lo
históricamente controlable. Tanto si usamos la expresión "vida" como si usamos la
expresión "existencia", el lenguaje, aplicado al suceso de la resurrección, escapa a
nuestro control porque lo que "se hizo de Jesús" después del suceso se sustrae a toda
prueba. Pero como sigue siendo necesario dar nombre al suceso, echamos mano de
expresiones e imágenes que el hombre ha construido para expresar una vida o una
existencia más allá de la muerte: expresiones de esperanza escatológica. Los testigos de
las apariciones lo expresaron en el lenguaje de la escatología judía apocalíptica: vida
imperecedera frente a nuestra vida transitoria, vida en indisoluble unidad con el origen
divino de toda vida (esto es lo que significa el paulino sòma pneumatikón). La
afirmación del carácter imperecedero de la vida que se muestra en Jesús supera toda
comprobación: si la vida de Jesús resucitado es imperecedera se ha de mostrar en el
futuro. Se trata de una expresión que ha surgido del hecho de haberse comprendido la
resurrección de Jesús a la luz de la esperanza. escatológica. La lógica de esta expresión,
en el conjunto de las tradiciones escatológicas de Israel, es iluminadora. Y aun cuando
está claro que se puede traducir a un mundo de ideas distinto del judío-apocalíptico,
siempre habrá de ser un mundo de ideas referido al problema de un ser o de una vida
más allá de la muerte. A este problema nos lleva, en definitiva, el contenido histórico
que late en las primitivas tradiciones pascuales, sea el que sea el lenguaje y la forma de
pensar en que se exprese dicho contenido.
EL CONTENIDO HISTÓRICO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Vamos a reflexionar sobre lo que propiamente se dice con la expresión "resurrección de
Jesús de entre los muertos". Para lo que sigue, suponemos el significado escatológico de
este suceso como resurrección a una vida imperecedera. El problema más difícil lo
ofrece la realidad presente del resucitado y se formula. con la simple pregunta:
¿"dónde" vive Jesús desde su resurrección? El cristianismo antiguo respondía que en el
cielo. Ahora bien, para nosotros hablar de la ascensión de Jesús al cielo ha perdido el
sentido visible y coherente que tenía en una imagen del mundo antes coherente y hoy
caduca. Sin embargo, hemos de dar una respuesta positiva a la cuestión de la realidad
presente del resucitado, no sea que nos encontremos con el resultado fatal de que el
resucitado ha desaparecido, por decirlo así, en la nada.
Repensemos el significado teológico de la "ascensión al cielo": el cielo es como el lugar
en que Dios vive. Ascensión al cielo significa, entonces, unión con Dios. La vida del
resucitado en el cielo significa que vive con Dios, que comparte la vida de Dios. Así se
puede salvar la intención de esta expresión de fe -el resucitado vive "en el cielo"-
aunque cambien las condiciones de comprensión del mundo y de Dios. Decimos
también comprensión de Dios porque todas las cuestiones acerca de la realidad de Dios
tienen importancia capital en nuestra reflexión, supuesto que la vida del resucitado "en
el cielo" significa que Él - también como hombre- comparte el modo de ser de Dios. No
podemos entretenernos ahora en debatir expresamente los problemas que presenta la
idea de Dios, por más que tengamos conciencia de que sólo en relación con la doctrina
de Dios se puede obtener una comprensión suficientemente clara de lo que significa la
vida del resucitado. Nos limitaremos a un aspecto característico del mensaje de Jesús
acerca de Dios: su predicación sobre la venida del Reino.
Este tema está relacionado con nuestra comprensión de la comunidad de vida del
resucitado con Dios, pues el Reino pertenece al ser de Dios y la futuridad del Reino de
Dios implica que, de alguna manera, el ser de Dios también es futuro. Todo lo cual
corresponde a la comprensión actual de la relación Dios-mundo, ya que hoy no
consideramos a Dios como la causa eficiente (Wirkursache) primera, sino como el
máximo bien que, en cuanto futuro y no realizado todavía, actúa de forma creadora. Esta
futuridad de Dios significa, para nuestro tema, que también el resucitado está oculto en
el futuro de Dios.
Ahora bien: la futuridad de Dios, en el mensaje de Jesús, no significa que Dios todavía
no esté presente. Más bien Dios, en cuanto es el que viene, determina el presente. Y
podemos decir que la futuridad de Dios ha determinado todo presente, incluso el que
para nosotros es pasado. De esta forma el Dios que viene es contemporáneo de todos los
tiempos, abriéndose así una comprensión de la eternidad de Dios a partir de su futuro.
Por ser el Dios vivo, y poderoso para crear siempre algo nuevo, es siempre -para el
hombre temporal- el que viene; y en cuanto "viene" es contemporáneo de todos los
tiempos. Así habría que pensar también la realidad del resucitado: oculto en el futuro de
Dios y participando de una nueva vida -objeto de nuestra esperanza- que no se nos ha
mostrado todavía en nuestro mundo, el resucitado sería, por el poder de Dios,
contemporáneo de todas las cosas y, en primer lugar, contemporáneo de su propia
existencia terrena. Por este camino se abre, quizás, una comprensión más exacta del
modo cómo el resucitado es idéntico con su tránsito terreno. Se comprendería así la
resurrección de Jesús como el cumplimiento de la pretensión escatológica de Jesús
quien, con su irrupción histórica y su obra, ha hecho ya presente el Reino de Dios que
viene y, por tanto, a Dios mismo. Por su resurrección, que ratifica su pretensión, se
mostró en Él la vida de Dios con fuerza retroactiva para toda su vida terrena. Su vida y
su obra transparentaban para sus discípulos, de forma anticipada, el señorío del
resucitado. Si el Dios que viene está presente en todo tiempo desde su futuro se abre una
mejor comprensión del significado retroactivo de la resurrección de Jesús respecto a su
unidad con Dios, una comprensión más clara de la relación entre resurrección y
encarnación. La encarnación es la unidad del Jesús resucitado con el Jesús terreno.
A partir de ahí se inicia, también, una posibilidad de justificar las expresiones propias
del evangelio de Juan sobre la presencia de la realidad escatológica de la vida (y del
juicio) en el Jesús terreno, sin necesidad de caer en un minimalismo escatológico que
elimine toda escatología futura y esté en contradicción con otras expresiones juaneas.
Una mirada al evangelio de Juan nos obliga a preguntarnos por el significado de la
identidad del resucitado con el Jesús terreno para los que creen en él. Los primeros
cristianos coincidían en que Jesús es "primicia de los resucitados", no sólo en el sentido
de ser el primero en quien se manifestaba la vida futura del justo, sino en el sentido de
que sólo a través de Él esperan todos la vida y salvación futuras. Esto corresponde a la
pretensión de Jesús de que la salvación o condenación futura depende de la toma de
posición frente a Él o su mensaje. Entonces nos preguntamos: ¿cómo se relaciona la
salvación futura de los creyentes con su vida presente de fe en Jesús y su mensaje? El
Jesús juaneo afirma: "el que escucha mi palabra y cree en Aquel que me envió tiene
vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a
la vida" (Jn 5, 24). Si en lugar de oponer el presente de la salvación a su futuro,
entendemos el presente como presente de toda realidad futura, llegaremos a una
comprensión, sobre la identidad de nuestra vida futura de resucitados con lo que ahora
somos históricamente, análoga a la que se dio en Jesús (la identidad del Jesús resucitado
con el Jesús terreno y su historia terrena) la vida del resucitado es su historia
transformada e imperecederamente viva en unidad con Dios. Así, los que creen en Jesús
participan, por el Espíritu, en el futuro de la vida resucitada y toda vida futura -con la
transformación radical que la Biblia llama transfiguración- es idéntica a nuestra
mismidad presente, que tiene su realidad sólo en la historia individual de la propia vida.
La vida futura no es otra que la presente, si bien transformada y transfigurada hasta la
participación en la vida misma de Dios.
Con esto quizá respondemos a la cuestión fundamental sobre la continuidad entre la
vida presente del individuo y el acontecimiento final de la resurrección y juicio
universales. Para establecer el puente que los une, la teología no necesita el recurso a un
alma sin cuerpo, ni a la prolongación del tiempo finito hasta el fin de los tiempos. La
fundamentación de la identidad de nuestra vida futura con nuestra mismidad presente
hemos de buscarla en el poder del futuro de Dios para ser contemporáneo a todo
presente. Poder de Dios que captamos, de alguna manera, como la misteriosa
profundidad de nuestra existencia actual concedida al cristiano por el Espíritu Santo. Tal
identidad pierde, de este modo, lo que tenia de contradictorio e imposible en las
presentaciones tradicionales.
Bajo la superficie de la realidad mundana actual está todavía oculta la realidad
imperecedera, que constituye el misterio de nuestra existencia. Es más: su realidad sólo
será decidida en el futuro, todavía inacabado, de nuestro mundo. Sólo entonces se podrá
decir que está ya presente ocultamente. Así, Dios -en la venida de cuyo Reino
esperamos - está oculto en el presente. ¿No es este el significado de "Dios está en el
cielo? Su existencia y su poder están actualmente ocultos porque su Reino es futuro. En
este sentido está también oculto actualmente el Reino de Cristo, en el cielo, y también
nuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3, 3). El futuro es la manifestación
sobre la tierra del Reino de Dios, y con él la vida del resucitado, y en él nuestra vida
misma: este es el futuro en que esperamos y cuya fuerza nos hace vivir. En la
resurrección de Jesús irrumpió ya este futuro. No en balde coinciden las apariciones con
el tiempo de la conciencia de que todo está cumplido, con el tiempo de la fe en la
inmediata cercanía del fin. Este tiempo ha pasado ya, pero con él va ligado
estrechamente lo normativo de todo momento cristiano: la presencia real del Dios que
vive en la historia de Jesús, en la unidad de resurrección y encarnación.
Tradujo y condensó: LUIS TUÑI
JEAN DELORME
RESURRECCIÓN Y TUMBA DE JESÚS
Mc 16, 1-8 EN LA TRADICIÓN EVANGÉLICA
Como núcleo y raíz de la fe, la resurrección es objeto de una constante y profunda
reflexión teológica. Abordando, en este artículo, el punto concreto de la relación que
guardan entre sí resurrección y tumba vacía, el autor estudia aquellos elementos
fundamentales que sitúan nuestra fe en el acontecimiento pascual a resguardo de
posibles falsas interpretaciones ajenas al evangelio mismo. Ciñéndose a los ocho
verículos finales de Me, la aportación que presentamos es un modelo de trabajo
exegético y de seriedad creyente.
Résurrection et tombeau de Jesús : Marc 16, 1-8 dans la tradition évangélique, del libro
«La Résurrection du Christ et l’exégèse moderne», Du Cerf, «Lectio Divina», n 50,
París (1969) 105-151
Es imposible hablar actualmente de la resurrección de Cristo sin abordar el tema de la
tumba vacía. Este problema nos llevará a investigar cómo se ha enfrentado con el hecho
de la tumba vacía la primera generación cristiana y a analizar la historia, espíritu y
sentido de esos textos. Partimos de Me 16, 1-8, texto -en toda hipótesis- el más antiguo
de nuestras redacciones evangélicas. Nos preguntaremos si implica una tradición
anterior y si hay otras formas de tradición semejantes. Este estudio, con toda la parte de
hipótesis que encierra, intenta caracterizar el interés que han atribuido a la tumba de
Jesús los primeros creyentes y puede enseñarnos la prudencia y discreción en el modo
de investigar hoy este punto.
El relato de Mc 16, 1-8
Los vv 1-2 constituyen la presentación de los personajes situándolos en el espacio y en
el tiempo. El lector moderno, gracias a los detalles que se le dan, queda predispuesto a
la lectura de un relato de tipo biográfico. Pero pronto queda sorprendido ante la
reflexión que las mujeres se hacen en el v 3, y que es difícilmente justificable en un
relato estrictamente biográfico; ya debieron haber pensado antes en la dificultad de la
piedra del sepulcro. Tal reflexión de las mujeres debe analizarse desde el punto de vista
de su función en el relato: preparar el efecto sorpresa del v 4, al que sigue el espanto del
v 5 (exezambézesan), con todo el matiz de terror sagrado que esta palabra, propia de Me
en el NT, expresa a menudo. El joven de blanco queda designado como un personaje
celeste, pero de momento no se dice absolutamente nada acerca de la presencia o
ausencia del cuerpo de Jesús. El interés se centra en el modo cómo las mujeres quedan
desorientadas frente al mensajero: no encuentran la tumba vacía sino ocupada por el
ángel. Este género literario bíblico nos dice que el ángel aparece para ser escuchado, no
para ser observado o descrito; su mensaje nos dará lo esencial del relato.
Después de la recomendación clásica a la tranquilidad viene la afirmación decisiva en la
vigorosa antítesis del v 6: "buscáis a Jesús el Nazareno, el Crucificado; ha resucitado,
no está aquí", e invita a las mujeres a constatar esta realidad: "ved el lugar donde le
pusieron". Es importante notar que la resurrección es afirmada antes de mencionar la
ausencia del cuerpo y que por tanto no se parte de una constatación física a fin de llegar
a una explicación sobrenatural, ya que la invitación a constatar la ausencia del cuerpo
no es presentada como prueba de la resurrección: sucede todo lo contrario: la revelación
viene de Dios para afirmar lo inesperado: "ha resucitado", y esta revelación explica el
hecho extraño: "no está aquí". El relato acusa, de esta manera, el carácter de lo
inesperado y desconcertante, de algo que sobrepasa al hombre y que tan sólo puede ser
revelado por Dios. El mensaje que el ángel confía en el v 7 a las mujeres traslada
nuestra atención hacia la experiencia prometida a los discípulos y a Pedro (cfr. 14, 28).
Con ello el relato parece querer tomar un nuevo punto de partida: tras la dispersión la
reagrupación en torno al Resucitado a quien "verán" en Galilea. Pero el lector queda
sorprendido ante la brusca conclusión del v 8. La orden del ángel no es ejecutada. Como
no vamos a entrar en la discusión del final original de Me -que sigue en debate- nos
vemos precisados a iluminar nuestro problema a la luz de los vv 1-8.
La insistencia sobre el espanto de las mujeres es típica de un relato de revelación divina.
Su huida recuerda la de los discípulos en la hora en que el Hijo del hombre era
entregado (cfr. 14, 41.50) ; abandono que implicaba la incapacidad de comprender el
misterio del Hijo del hombre llamado a morir y resucitar a los tres días. Su silencio nos
sorprende todavía más. Si no dijeron nada a nadie, ¿cómo se enteró el narrador?, ¿no se
explica suficientemente el mutismo de las mujeres por su miedo?, ¿no se trata, más
bien, de un silencio ligado a la duración de esa fuerte emoción, en lugar de ser un
silencio definitivo? No hay que atenuar lo más mínimo la fuerza de la doble negación
del v 8: "no dijeron nada a nadie". Encontramos la misma construcción en el episodio de
la curación del leproso (cfr. 1, 44) en donde el silencio y la obligación de dar testimonio
al sacerdote son incompatibles, pero urgidos al mismo tiempo. Me, en función de sus
ideas sobre el secreto mesiánico, probablemente intensifica la formulación de una orden
de silencio que quizá no era tan absoluta en su fuente o en la realidad. La expresión
tajante de Me sobre el silencio de las mujeres reve la el carácter paradójico de la
revelación de Jesucristo. El desconcierto de la mañana de Pascua lleva a su culmen la
evocación dramática -subyacente en todo el segundo evangelio- de la impotencia
humana para penetrar el misterio revelado de Jesucristo.
Así, todo el relato está en función de la revelación del misterio de la resurrección del
Crucificado. Dirigida a las mujeres, que tan sólo piensan en un muerto, esta revelación
alcanza un relieve sorprendente y deja a sus auditores en una confusión extrema. En
torno a este punto, que es el esencial, se organizan todos los elementos del relato
omitiéndose todo lo que no es estrictamente indispensable. Las mujeres no constatan la
ausencia del cuerpo de Jesús; su única función es quedar enfrentadas, bien a pesar suyo,
con un misterio impenetrable y quedar sumidas en ese temor con el que la Biblia
expresa el total desconcierto del hombre ante las manifestaciones de Dios. La única
función del ángel es revelar esta intervención de Dios remitiendo a la revelación que los
discípulos y Pedro han de recibir.
Estamos muy lejos del relato detallado de una experiencia vivida contada al nivel de la
psicología humana. La significación teológica de esta escena eclipsa todo otro interés: la
resurrección del Crucificado no es una idea humana, sino un acto de Dios que no puede
dejar de ser revelado.
EL RELATO DE MARCOS Y LA TRADICIÓN
Para la búsqueda de las fuentes de Mc 16, 1-8 la comparación con Mt y Lc no es de gran
ayuda, ya que sus perspectivas son muy diferentes. Por otra parte, la explicación de Mt
y Le a partir de Me no es desmentida por ningún acuerdo significativo en contra de Mc,
quien permanece como el primer testimonio del relato de la visita de las mujeres a la
tumba. Es, en definitiva, a Mc mismo a quien hay que interrogar sobre sus fuentes
eventuales. Ciertas incoherencias, que exigen una explicación, pueden revelar una
redacción por etapas o a partir de elementos ajenos que Mc aprovecha.
Coherencia del relato
En el v 2 hay dos precisiones temporales que no se concilian bien: "muy de madrugada"
y "habiendo salido el sol", incoherencia que ya sintieron los copistas de los códices y
que sigue incomodando a los actuales comentaristas. La expresión "de madrugada"
(proï) puede quedar en Mc bastante vaga, pero el "muy de madrugada" (lían) expresa
"antes del día" (cfr 1, 35). No parece ser una explicación suficiente decir que Me se
imagina a las mujeres saliendo de casa muy pronto y llegando al sepulcro habiendo
salido ya el sol. Lc es más coherente y dice sólo "muy pronto", al paso que Jn dice
"temprano, cuando todavía estaba oscuro". La incoherencia se agrava debido a que la
expresión paralela de Mt, "al alborear el primer día de la semana", puede designar tanto
la aurora del primer día como el comienzo de éste en la tarde del sábado según el
cómputo judío. M. Black se pregunta si los titubeos fueron debidos a la diversa
comprensión de una expresión aramea. Acaso son las dos indicaciones de Mc su
interpretación de un dato anterior.
Analicemos ahora el desacuerdo de los vv 7-8 que muestran una unidad muy
imperfecta. La huida y el silencio de las mujeres es desconcertante después de la misión
que el ángel les encarga. Muchos críticos estiman que el v 7 es un añadido a un estadio
anterior al relato. Este texto aparece ya en el 14, 28 como algo ajeno a su contexto. Mc
parece querer completar allí el anuncio de la dispersión del rebaño con el de la
reagrupación en Galilea en torno al Resucitado. De modo semejante, en 16, 7 la
afirmación del hecho de la resurrección es completada por una obertura sobre la
tradición de las apariciones a los discípulos y a Pedro, de quienes los cristianos han
recibido la predicación. En el v 8 la preocupación por justificar con dos partículas
causales (gar) la huida y el silencio de las mujeres, lo integra en su visión de las cosas.
Por otra parte, que éstas parezcan desobedecer al ángel no es sorprendente si tenemos en
cuenta las veces que Me subraya el caso omiso que los beneficiados por los milagros
hacen de las prohibiciones de hablar que Jesús les impone. Aquí se trataría de lo
inverso: prohibición de guardar silencio. Es improbable que ya en la tradición anterior a
Mc el mandato angélico y el mutismo de las mujeres hayan entrado al mismo tiempo en
el relato 1. El desacuerdo entre los vv 7 y 8 no es, pues, tan insuperable en la perspectiva
de Mc y no parece que deba remontarse a algún relato tradicional, pues el mismo Mc ha
podido modificar la conclusión en sus vv 7 y 8.
Respecto al papel de los vv 7-8 en el conjunto del relato, M. Brändle ha demostrado que
todos los elementos de esta perícopa se concatenan perfectamente en una sucesión
narrativa. Las diversas peripecias, el suspense, subrayan el carácter inesperado de lo que
les acontece a las mujeres por medio de las cuales somos colocados ante el misterio de
la resurrección. Frente a los críticos que no se resignan a ver en 16, 8 el final de Me es
más sencillo pensar que en los vv 7-8 el evangelio alarga la conclusión de un relato
tradicional, cuyos elementos esenciales ha presentado ya en los vv 1-6. La pluma de Me
se reconoce claramente en el v 8, y el paralelismo del v 7 con 14, 28 permite explicar su
inclusión 2. Aunque Mc termine de ese modo tan extraño, quizá le baste haber afirmado
el hecho de la resurrección gracias a un relato en el que se expresa el misterio por me
dio del espanto y desorientación de las mujeres, al mismo tiempo que remite al lector a
la tradición bien conocida de las apariciones a los discípulos y a Pedro. Si el silencio de
las mujeres es un dato de la tradición, se confirmaría lo que sugieren los discursos de los
Hechos y 1 Cor 15 donde el testimonio apostólico no se refiere en nada a la experiencia
de las mujeres. Avanzamos por este camino hacia la idea de una cierta independencia
original de las dos tradiciones: las apariciones y la visita de las mujeres a la tumba.
Los nexos del relato con el contexto
La existencia de un relato de la pasión anterior a Mc es comúnmente admitida.
Elementos de interés secundario parecen haber sido incrustados en una trama más
antigua. Si se pudiese mostrar que el relato de las mujeres en la tumba vacía pertenece a
la trama, su carácter antiguo sería muy claro. Pero los expertos no están de acuerdo
sobre los límites exactos del relato primitivo más allá de la muerte de Jesús.
E. Dhanis, basándose en las conexiones literarias que unen crucifixión, sepultura y
visita a la tumba, piensa que estas perícopas forman parte del "antiguo relato
catequético de la pasión". Invoca la correspondencia de las tres afirmaciones de la
confesión de fe de Pablo en 1 Cor 15, 3-5 "murió... fue sepultado... resucitó al tercer
día", en favor de un relato primitivo que hubiera influido tanto sobre estas perícopas de
Me como sobre la confesión de fe de Pablo. Si tal relato nació de la necesidad en que se
hallaba la catequesis cristiana de hacer asimilable el escándalo del suplicio del Mesías,
ese relato no podía finalizar con la crucifixión, sino que pudo muy bien terminar con la
visita a la tumba, en la que se da el anuncio celeste de la victoria de Jesús sobre la
muerte.
Notemos tan sólo dos dificultades frente a esta hipótesis. En primer lugar, las sensibles
diferencias que existen en la triple mención de las mujeres -después de la muerte de
Jesús (15, 40), durante la sepultura (15, 47) y de camino hacia la tumba (16, 1)- no se
explican claramente según la teoría de una composición literaria unitaria. Al contrario:
la triple mención señala las fluctuaciones de la tradición y el distinto origen de los
relatos de la sepultura y de la visita a la tumba que debieron tomar forma independiente
entre sí y con anterioridad a Me, sin que esto excluya el que haya n podido pertenecer -
con anterioridad a Me- a un relato seguido de la pasión. Además carecen de las típicas
referencias al AT. Por otra parte en la sepultura no son ellas, sino un judío rico el que se
encarga de todo. Nada precisa que la sepultura haya sido precipitada o incompleta: se
insiste sobre la rapidez de la muerte de Jesús, no sobre la rapidez de la sepultura. Las
mujeres, ajenas a la acción, sólo son mencionadas al final y tan sólo como testigos del
lugar en que pusieron el cuerpo de Jesús. Pero sucede que en el versículo siguiente las
mujeres compran perfumes y se dirigen a la tumba para ungir el cuerpo de Jesús como si
fuera algo que les correspondiese a ellas (16, 1). ¿Han podido ser contados así estos dos
relatos, desde un comienzo, uno a continuación de otro, como si ambos hubieran nacido
de la misma predicación o catequesis primitiva?
En segundo lugar, es claro que el kerigma une fuertemente la pasión y resurrección, y
así aparece en las tres profecías de la pasión de Mc (8, 31; 9, 31; 10, 33-34). Sin
embargo el largo relato de la pasión parece no hacer referencia a la resurrección sino en
un único versículo (14, 28). Parece, pues, imposible hacer derivar de la misma
catequesis primitiva los relatos evangélicos de la pasión y de la resurrección. El carácter
tradicional de Me 16, 1-8 no puede reivindicarse en nombre de sus posibles lazos con
un relato catequético de la pasión. Busquemos pues, una situación vital (Sitz im Leben)
para Mc 16, 1-8.
BUSCANDO UN MEDIO DE ORIGEN
El mensaje pascual (v 6a)
Lo esencial del mensaje del ángel es: "buscáis a Jesús, el Nazareno, el Crucificado; ha
resucitado". El Nazareno es el uso típico de la predicación de Pedro en Jerusalén para
distinguir a Jesús de cualquier otro Jesús (Act 2, 22; 3, 6: 4, 10). De hecho, Jesús "el
Nazareno" es "el Crucificado". En un caso concreto Pedro precisa: "ha sido por el
nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios
resucitó de entre los muertos" (Act 4, 10). Y Me 16, 6a presenta le misma estruc tura que
este texto: opone crucifixión a resurrección, emplea el mismo vocabulario (crucificarresucitar)
y usa la misma precisión, Jesús, el Nazareno. Es la fórmula más sintética en la
que se concentra lo esencial de las predicaciones de Pedro, construidas sobre la
oposición entre cruz y resurrección.
He aquí cómo el mensaje del ángel en la tumba nos remite, por razones estructurales y
de' léxico, a los discursos de Pedro en los Hechos. Tal interrelación debe ser explicada a
partir de un lugar común que posibilite la afirmación de la resurrección en contraste con
la crucifixión. Ese lugar común es Jerusalén donde se inicia un lenguaje apologético e
incluso polémico. Allí había que superar el escándalo de la cruz y oponerse a las
impugnaciones de los adversarios proclamando la rehabilitación, por el poder de Dios,
de "el Nazareno, el Crucificado". La formulación kerigmática de Mc 16. 6a nos aclara
que se trata de un texto destinado a un público concreto. Pronunciado por el ángel
significa que el mensaje pascual de los apóstoles es Palabra de Dios. Pero, ¿en qué
medio comunitario de Jerusalén se ha acuñado esta formulación?
"No está aquí. Ved el lugar en que le pusieron" (v 6b)
Esta expresión es única en los evangelios. No basta, a fin de explicarla, invocar el
carácter visual de muchos relatos de Me. Aquí hay algo más: este modo de dirigir la
mirada hacia un lugar preciso testimonia un interés por el lugar en cuanto tal. ¿En qué
medio se ha podido manifestar este interés bajo esta forma concreta?
a) Nuestro relato y el interés del judaísmo por las tumbas de los profetas y los
justos
Se podrían encontrar con facilidad fórmulas análogas a Mc 16, 6b en los relatos de los
peregrinos cristianos a Palestina. En el judaísmo contemporáneo de Jesús y de los
orígenes cristianos está bien comprobado el interés religioso popular por las tumbas de
los personajes santos. Muestra de ello son los monumentos edificados sobre o junto a
las tumbas, como testimonia Mt 23, 29. Se creía en el poder taumatúrgico y de
intercesión de esos personajes y tenemos indicios suficientes como para hablar de
peregrinaciones populares a sus tumbas.
En este ambiente es inconcebible que la comunidad primitiva de Jerusalén haya podido
desinteresarse completamente de la tumba en que fue puesto el cuerpo de Jesús: no se
trata simplemente de la tumba de un mártir o de un profeta venerado, sino del lugartestigo
del misterio de la salvación. El relato de la sepultura de Jesús (Me 15, 42-47)
constituye una explicitación de ese interés judío y su transmisión no puede entenderse a
no ser que se refiera a una tumba concreta que se mostraba en Jerusalén como la de
Jesús. Sin tratar del valor histórico de este texto, la simple existencia de tal relato
tradicional supone que se podía mostrar una tumba de esas características en Jerusalén.
Tras las palabras del ángel podemos captar el interés, manifestado inicialmente en
Jerusalén, por mostrar un lugar preciso ("el lugar en que le pusieron") y rodear ese lugar
de una atmósfera de asombro ante lo divino, muy característica de Mc.
b)Nuestro relato y la conmemoración religiosa de la pasión en Jerusalén
En el relato de la pasión nos encontramos junto al interés doctrinal con precisiones
topográficas y cronológicas que no pueden ser todas de carácter estrictamente
biográfico. Por ejemplo: el horario del viernes que Me propone no es l a duras penas
pudo serlo) el de los acontecimientos -Jesús es crucificado a la hora tercia (15, 25), dato
que Lc omite- sino el correspondiente a las horas tradicionales de la oración. Además, la
dotación de los hechos que propone Me es difícil de explicar sin tener en cuenta la
influencia de un calendario litúrgico que lleva a situar en plena fiesta de Pascua el
proceso y la ejecución de Jesús.
G. Schille propone ver en el origen del relato de la pasión una celebración anual de la
Pascua en Jerusalén con tres grandes momentos: 1) anámnesis (recuerdo,
conmemoración) de la última noche de Jesús, ligada a los ágapes fraternales: 2) liturgia
del viernes santo a las horas de la plegaria judía; 3) liturgia de la mañana de Pascua con
visita a la tumba de Jesús. Es ésta una hipótesis atrevida, pues ¿cómo reconstruir una
liturgia pascual seguida a partir de unos datos tan separados? Además, el relato de la
pasión ofrece muchos rasgos que permanecen inexplicados si se quiere hacer derivar
únicamente de la predicación o catequesis, mientras que esos rasgos reciben todo su
valor en un movimiento de conmemoración religiosa, que favorece la evocación del
pasado y la asimilación presente del misterio evocado. Esa conmemoración religiosa
puede explicar tanto la forma dramática de unos relatos bien situados en el espacio y en
el tiempo, como dar razón de un relato seguido sobre el drama de la salvación.
Los peregrinos cristianos de origen judío que van a Jerusalén (dato atestiguado por los
Hechos y cartas de Pablo) difícilmente podrían desinteresarse de los lugares de la pasión
y la tumba. Lo mismo podemos decir de los cristianos de Jerusalén. Sin llegar a hablar
de una celebración pascual cristiana, hay que contar en el origen de nuestros relatos -y
en concreto en éste de las mujeres en la tumba- con la visita a los lugares de la pasión,
así como con la conmemoración religiosa en Jerusalén de esos acontecimientos. La
ausencia de todo relato de aparición del Resucitado no tiene nada de extraño desde este
punto de vista; mientras que la concentración de la fe en la resurrección en un relato de
visita a la tumba, conviene perfectamente a este contexto sin exigir una aparición. Así se
corrobora la evolución diferente -antes constatada-, e incomprensible a partir del
kerigma, de la tradición de la pasión y de la tradición de las apariciones.
La forma literaria de Mc 16, 1-8
Se trata de un relato de revelación en un lugar concreto: la tumba de Jesús. La Biblia
abunda en relatos semejantes como son los de fundación de santuarios en los que el
ángel juega tan sólo el papel de explicitador de una misteriosa intervención divina
importante en la historia de la salvación. Es inexacto hablar de "ángel intérprete", ya
que no contesta a ninguna pregunta de las mujeres; sólo la Palabra de Dios, revelada en
la Iglesia, da acceso al misterio incaptable del poder de Dios. El interés por el lugar, la
intervención del ángel, el acento kerigmático de su mensaje, el espanto de sus
auditoras... revela el sentido del relato ausente de toda apologética. El peregrino no
busca pruebas, va al lugar con su fe para captar mejor el objeto, más allá de lo sensible.
Un movimiento de veneración en torno a la tumba de Jesús puede explicar la formación
y la orientación fundamental del relato: lo esencial es el encuentro inesperado de las
mujeres con el mensajero divino. Aunque este dato no permite restaurar el contenido del
relato primitivo, autoriza sin embargo algunas indicaciones:
a) Hemos apuntado que los vv 6-7 revelan la influencia de una formulación kerigmática,
de origen apostólico, que uniera resurrección y apariciones. Sin embargo, la forma
literaria de los relatos sobre lugares sagrados no implica una orden de misión. En este
caso el creyente que viene a la tumba con la fe de los apóstoles no tiene necesidad de
que se le expliciten las garantías. Además en un relato de interés local no se justifica la
alusión a Galilea. De aquí hemos de inferir que el v 7 ha sido añadido después. Su
adición manifiesta la preocupación -quizá catequética- de enlazar la tradición particular
de Jerusalén con la de las apariciones a los apóstoles, al mismo tiempo que anticipa ya
el prurito de Mt y Le por articular en un relato seguido la ida a la tumba y la revelación
del Resucitado por sí mismo.
b) La redacción de Me del v 8 nos oculta su prehistoria pero es posible considerar como
elemento más antiguo la huida y el silencio de las mujeres. Notemos que más antiguo
no quiere decir, a la fuerza, primitivo. Los relatos bíblicos de revelación sobrenatural se
caracterizan por concluir con el temor o la alegría de los beneficiados por ella. Ya que
una tradición literaria no está determinada por leyes rígidas en un caso particular puede
conocer variantes (cfr. Mt 28, 8), y por ello el género literario y el medio de origen no
autorizan ninguna inferencia segura sobre el modo de su conclusión. El silencio de las
mujeres -por el que Me tenía razones para interesarse- podría ya, si es anterior a su
redacción, revelar el interés por comparar el relato de Jerusalén con otros datos de la
tradición (Mt y Le) que parecen ignorar ésta. De aquí que este silencio no pueda ser
explotado como una prueba del carácter tardío del relato.
c) El inicio del relato primitivo es difícil de imaginar. El inicio actual busca subrayar
que las mujeres no están preparadas para la revelación que les espera, o bien muestra la
preocupación por colocar en torno del cadáver de Jesús a amigos y creyentes. Este
inicio puede convenir realmente a un relato destinado a los creyentes que van a la tumba
de Jesús por motivos de veneración y meditación.
En definitiva: se nos escapan las pruebas decisivas para poner, sin más, el relato de Mc
en relación con una liturgia pascual ya bien estructurada. Sin embargo, es posible
aproximar el motivo de conmemoración religiosa con el que lleva a los visitantes a la
tumba de Jesús, ya que el movimiento de fe en la resurrección se manifiesta en ambas
partes. Esta indicación no agota el problema del "tercer día" ni de su sentido biográfico
o teológico; si bien podría permitir reconocer también en el dato cronológico de Mc 16,
2 un rasgo del relato primitivo que está de acuerdo con el espíritu de este relato de Mc.
CUESTIONES ABIERTAS
Para una historia de la tradición
1) Formación del relato de Mc 16, l-8. a) El misterio de la resurrección de Cristo
recordado y meditado en esa tumba vacía, que se afirmaba ser la de Jesús, explica la
formación de un relato centrado sobre la revelación del misterio, en términos de
predicación apostólica, recibida como Palabra de Dios.
b) El interés de los residentes en Jerusalén y de los peregrinos se reconoce en la
atención por los lugares concretos que sostienen una evocación e incluso
conmemoración y visita de los lugares en que ocurrieron los acontecimientos de la
historia de la salvación. Y al querer reagrupar los relatos de la tradición jerosolimitana,
éste de la visita a la tumba ofrecía una conclusión sugestiva al afirmar la victoria
definitiva del Crucificado allí donde la muerte pudiera haber parecido victoriosa.
c) Nuestro relato fue puesto en relación con la tradición de las apariciones a los
discípulos, de gran importancia en la predicación ,y catequesis de las primitivas
comunidades. El mensaje del ángel constituía ya un llamamiento a la predicación
apostólica, acentuada por la orden de comunicarlo a Pedro. Esta adición oficial
testimonia, quizá, una preocupación catequética, pero en todo caso un interés por el
modo cómo nació la fe pascual.
d) Quizá sea Mc el responsable de esta adición, que recoge y reformula en 16, 7 la
palabra de Jesús de 14, 28, haciendo de ella el culmen de la evocación de la existencia
terrena de Jesús. Pensaría que integrando así el kerigma y nombrando a sus garantes
principales, el episodio de las mujeres podría conc luir su libro sin que tuviera que
elaborar los datos tradicionales en un relato más largo. Este episodio le ofrecía los
rasgos suficientes para subrayar el carácter paradójico de la manifestación de Jesucristo
en estos tiempos del "secreto" que debían finalizar -una vez cumplido el misterio- con la
misión de los doce. La conducta de las mujeres ilustra la incomprensión de los hombres
ante el misterio del Mesías crucificado y resucitado.
2) De Mc a los otros evangelios. Aunque los elementos paralelos a Mc 16. 1-8 en los
relatos de Mt. Lc y Jn son fáciles de reconocer, nuevas preocupaciones y deseos han
impuesto transformaciones de importancia.
Mt ofrece una composición original para refutar una versión judía que acusa a los
discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús. Al mismo tiempo se nota un deseo de
síntesis doctrinal presentando el mensaje del ángel como una introducción a las
apariciones del Resucitado a las mujeres (Mt 28, 9-10) y a los once (Mt 28, 16-20).
Le testimonia un interés por la tumba vacía en cuanto tal: la constatación es hecha por
las mujeres antes de la intervención de los ángeles Le 24, 3) ; después, los discípulos y
Pedro verifican el hecho (Le 24, 12. 24).
Jn es todavía más original. A partir del descubrimiento de la tumba por María
Magdalena (Jn 20, 1) sugiere la inconsistencia de la posibilidad de un traslado del
cadáver de Jesús (Jn 20, 2. 6. 7. 13. 15). Sobre todo intenta mostrar cómo se sitúan ante
la fe, o cómo acceden a ella los diversos tipos de discípulos.
Según estas diversas perspectivas evangélicas, se puede considerar la escena así: a) la
venida de las mujeres a la tumba abre una narración en la que se evoca el nacimiento de
la fe en la resurrección de Jesús. El hecho decisivo es el autotestimonio del Resucitado
que se aparece. En cambio Mc nos deja desconcertados ante un misterio revelado por la
Palabra de Dios: b) se hace necesaria una apologética sobre la tumba vacía. Mt lucha
contra un malévolo medio judío. Lc y Jn van contra objeciones que parecen venir del
mundo griego: de ahí su insistencia en la constatación de la tumba vacía y en las
verificaciones físicas de la realidad del Resucitado (Le 24. 36-43; Jn 20, 2428) ; c) la
evolución de la tradición lleva a subordinar el interés por la tumba a otros puntos de
vista. Para Mt, el anuncio a las mujeres prepara la intervención del Resucitado mismo.
Para Le, la fe y la predicación de los apóstoles es independiente de lo que dicen las
mujeres (Le 24, 11. 22-24) y los discípulos de Emaús (Le 24, 11. 34) : la fe de la Iglesia
ha nacido de las apariciones (Le 24, 2434.36-43). Jn nunca presenta la tumba vacía
como prueba de la resurrección. En el paralelo entre Pedro y el otro discípulo (Jn 20, 8-
9), éste interpreta el signo gracias a una fe que se anticipa a los acontecimientos.
En Me la huida y silencio de las mujeres, además de asegurar la independencia de la
tradición apostólica, excluye toda preocupación por fundar hasta la fe de las mismas
mujeres en la experiencia que acababan de tener. Quizá este punto de vista pudiera ser
ya el del relato primitivo. En todo caso, el estilo de kerigma apostólico del mensaje del
ángel es indicio de la importancia primordial que Mc concede al testimonio de los
apóstoles en los orígenes de la fe. La tradición que se interesa por la tumba de Jesús
traduce el reflujo de la fe pascual sobre el último lugar que fue la presencia terrestre de
Cristo. Pero la fe pascual surge de la revelación de la realidad presente del Resucitado
en el seno de la existencia de sus discípulos.
3) Otros datos de la tradición evangélica. Los relatos de Mt. Lc y Jn aportan otros datos
interesantes respecto a Me 16, 1-8: aparición del Resucitado a las mujeres y verificación
de la tumba vacía por los discípulos.
a) El lugar que tenían las mujeres en la comunidad primitiva de Jerusalén, según Act 1,
14, podría estar justificado por una aparición que la tradición oficial habría marginado al
no ser estimado el valor testimonial de las mujeres. Es delicado decir más, hablar de un
relato o de su contenido, e imaginar sus relaciones con el relato tradicional de la
angelofanía en la tumba. La sobriedad se impone.
b) P. Benoit explica el parentesco de Lc y Jn por una tradición juanea utilizada por Lc
(24. 12) en un estadio de evolución anterior al que atestigua Jn 20. 3-10. Esa tradición
comprendería: las mujeres y después los apóstoles, alertados por ellas han encontrado la
tumba de Jesús abierta y habiendo constatado la ausencia del cuerpo de Jesús quedan
perplejos. Este sobrio relato sería el origen de Me 16. 1-8. más teológico y suficiente en
sí mismo para enunciar el mensaje de la resurrección. Pero esta tradición parece
demasiado comprometida con una apologética de tipo griego como para ser la más
antigua. Es más bien característica de la importancia que toma la tumba vacía después
de la difusión de un relato tipo Me. En cuanto a la pretendida sobriedad podría
constituir un indicio de su carácter secundario: en una comunidad como la de los
orígenes cristianos es difícil pensar que hayan existido relatos limitados a la
constatación neutra de un hecho material. ¿Pudo existir alguna vez un relato
concerniente a la tumba de Jesús sin que fuese iluminado de alguna manera por la fe en
la resurrección? Nos parece que Me 16, 1-8 ofrece mayores garantías de antigüedad.
Con todo, interesa situarlo también en relación a la tradición de la predicación y
catequesis.
4) Mc16, 1-8 y la predicación apostólica. Mientras unos críticos pretenden declarar
"secundaria" la tradición de Me 16, 1-8 basados en el silencio de Act y 1 Cor 15, otros
piensan que la idea de la tumba vacía se halla implícita en estos textos. Ante la
imposibilidad de entrar en tal debate contentémonos con fijar algunos puntos de
referencia.
a) Parece juicioso renunciar a ver en los textos kerigmáticos y catequéticos que la
comunidad primitiva recibe de Pedro y Pablo, un relato de la tumba vacía; los textos en
sí mismos no nos lo dicen. A quien insista en las concepciones judía y cristiana
primitivas de la resurrección corporal habrá que decirle que la resurrección era un tema
debatido en el judaísmo de aquella época, pues siendo un tema escatológico y por ello
forzadamente impreciso, era susceptible de muchos matices; que Mc 12, 21-27 no está
de acuerdo con las concepciones de los fariseos sobre este punto; que la experiencia
desconcertante de las apariciones del Resucitado tuvo que romper algunos esquemas
mentales demasiado estrechos.
b) Tampoco habría que esgrimir los textos de Act y 1 Cor 15 en contra del carácter
tradicional de Mc 16, 1-8. Este relato debe su origen a otras preocupaciones distintas de
las kerigmáticas y catequéticas y se ha transmitido por otros caminos. Si se respeta la
diversidad de formas literarias y medios o funciones comunitarias, se buscará en cada
relato lo que es propio suyo. Mc 16, 1-8 puede ser anterior a la catequesis paulina sin
que Pablo la haya utilizado. El silencio de la predicación misionera no excluye una
tradición, en un medio concreto, sobre la tumba de Jesús.
c) La forma de tradición atestiguada por Mc 16, 1-8 es, con todo, posterior a la tradición
de las apariciones, sin que esto quiera decir que sea posterior a los relatos actuales de
apariciones cuya formulación puede no ser anterior a la del relato primitivo de Me" La
distinción entre los medios de formación y transmisión explica este hecho. La
formulación del mensaje del ángel supone una cierta elaboración de la predicación
misionera en Jerusalén. Y este tipo de relato implica la práctica ya instaurada de visitas
a la tumba de Jesús.
La comparación de las dos tradiciones es más interesante desde el punto de vista de su
antigüedad. Es la inclusión de las dos tradiciones en la forma de un relato continuo por
Mt, Lc y Jn lo que ha engendrado la idea de un doble fundamento para la afirmación de
la resurrección: la tumba vacía y las apariciones. En su origen, el relato giraba no sobre
la ausencia del cadáver sino sobre el contraste entre el pensamiento completamente
humano de las mujeres y el misterio inesperado realizado por el poder de Dios y
revelado por su Palabra. Su intención no era formular una prueba ni valorar un signo,
pues la forma del relato supone la fe ya iluminada y garantizada por el testimonio
apostólico.
Ahí reside la razón del silencio de la predicación misionera y de la catequesis paulina
sobre la tumba vacía: las apariciones y la calidad de los testigos es lo que fundamenta la
fe. Si Pablo no habla de la tumba vacía se debe a que en su situación concreta no puede
sacar de ella ningún provecho. La tradición que se interesa por la tumba implica una
concepción muy realista de la resurrección, que también es poseída por la teología de
Pablo. Pero la primera no es exigida como condición necesaria de la segunda, ya que la
desaparición del cadáver no es capaz de definir la naturaleza del cuerpo resucitado. Sólo
las apariciones pueden fundar a la vez la realidad y el carácter indefinible de la
corporeidad de Cristo resucitado. Será precisamente la reflexión sobre el cómo de esta
corporeidad lo que provocará el desarrollo de los relatos de aparición no de los que
tratan de la tumba. A partir de la apologética de los medios ambientes reflejados por Lc
y Jn la tumba vacía será valorada como un preámbulo a la fe, pero siempre sin
importancia a no ser que hubiese unas apariciones que suscitasen la fe.
El punto de vista de la crítica histórica
Las reflexiones anteriores han sido necesarias para captar el sentido de los textos a fin
de abordar el problema de su valor histórico. Pero lo esencial de esta tradición -la
afirmación de la resurrección del Crucificado, recibida como Palabra de Dios- escapa a
los métodos de investigación propios del historiador. El hecho de que las mujeres hayan
ido al sepulcro y no hayan encontrado su cuerpo le es accesible tan sólo a través de un
texto o de una tradición integrada en una síntesis que implica toda una antropología y
una escatología de las que recibe el sentido. El historiador, creyente o incrédulo, es
invitado a la prudencia si, no contento con homologar el hecho humano transmitido,
intenta además extraer de él un hecho bruto. Si lo intenta sus conclusiones dependerán
de su propia postura personal filosófica c religiosa. Sin esperar del historiador más de lo
que puede dar, podemos hacer algunas constataciones.
1) El historiador se encuentra ante un interés manifiesto, en la comunidad cristiana
primitiva, por una tumba que se tenía por la de Jesús, a la que se iba con un espíritu de
veneración religiosa, suscitada por la fe en la resurrección de Jesús.
2) Esta tradición refleja la visión que podía tener un peregrino de una tumba excavada
en la roca, abierta, vacía, y expresa la fe en el misterio, revelado por Dios, de la
resurrección del Crucificado. Este valor de actualidad y este significado de la tradición
para los que la reciben ,y la transmiten, ¿son compatibles con un recuerdo auténtico?: a)
¿puede explicarse como pura creación legendaria la existencia de esta tradición, ligada a
un lugar concreto de Jerusalén y surgida en un intervalo de tiempo tan corto respecto a
los acontecimientos?, ¿podría enseñarse la tumba de Jesús como la de un desconocido, o
dudar de unos personajes conocidos por su nombre como José de Arimatea o las
mujeres?: b) esta tradición no revela, en su origen, ninguna preocupación apologética,
pues ésta hubiera tenido interés en poner hombres en escena y no mujeres. Su
pretensión es ayudar a leer en la fe un hecho extraño 3 ; c) podría decirse que la idea y el
relato de la tumba vacía han sido exigidos por la concepción que un judío o un judeocristiano
tenía de la resurrección. Pero en este caso, ¿por qué razones este postulado no
ha jugado ningún papel en la predicación oficial de Pedro y Pablo que afirma la
resurrección y expresa la realidad del "cuerpo' espiritual" de Cristo, sin necesidad de
esta tradición? Tampoco hay que esperar la reacción del ambiente griego (Lc y Jn) que
conduce a insistir sobre las verificaciones físicas de la persona de Cristo y sobre el valor
de la tumba vacía en cuanto tal. En su origen la tradición de la tumba vacía no insiste en
ninguna concepción determinada de la resurrección, y no dice nada sobre el misterio,
sin testigos, de la resurrección en sí misma. En estas condiciones, ¿no es más sencillo
admitir que el recuerdo de un hecho - la ida de las mujeres a la tumba y el no encontrar
el cuerpo de Jesús- ha sido iluminado por la fe nacida de las apariciones, y ha sido
utilizado después en un relato adaptado a la proclamación y meditación, en la tumba de
Jesús, del misterio de su resurrección?
3) Por tanto, no hay que pedir al historiador más de lo que sus instrumentos de crítica
racional le permiten obtener. El hecho de las apariciones, como experiencia vivida en
los orígenes de la Iglesia, puede estar fuera de su competencia, pero no la importancia
reveladora de las mismas, ni la interpretación que las apariciones han proporcionado del
estado de la tumba de Jesús y que se ha expresado en la tradición de Mc 16, 1-8. El
único hecho bruto sobre el que el historiador puede ser inducido a pronunciarse (las
mujeres no han encontrado el cuerpo de Jesús) permanece ante sus ojos como un
enigma al que no puede, en nombre de su ciencia, aportar la solución. Si intenta una
explicación natural no dispone de ninguna prueba que le permita hacerlo. Consciente de
los límites de la crítica histórica y dotado de sentido del humor dejará pendiente el
asunto.
Para una reflexión teológica
1) La reflexión teológica parte del testimonio apostólico expresado en los textos del NT
y no de las conclusiones de una investigación racional sobre el objeto de la fe. Una
tumba vacía es un hecho que depende de la historia como las tumbas vacías de los
faraones egipcios. La tumba vacía de Jesús, desde esta perspectiva, no podría ser objeto
de la fe, pues la realidad a la que llega la fe no es de orden histórico. La tumba vacía no
tiene valor de signo sino iluminada por el autotestimonio del Resucitado revelándose a
los apóstoles. Si la tumba vacía no es objeto de la fe, ¿no será, al menos, su fundamento
o punto de partida? Para nosotros esta cuestión no tiene sentido, pues nuestro itinerario
hacia la fe en Cristo resucitado no parte de una investigación histórica sobre el hecho,
aunque pudo ser así para aquellos que vivieron los acontecimientos que nos narra el
relato. Pero aun en este caso hay que subrayar que aquellos no supieron hacer de su
constatación una prueba de la resurrección: de no hallar el cuerpo no infirieron
directamente la resurrección. El problema es distinto para las apariciones que, sin
constituir pruebas en sentido riguroso, están ligadas al nacimiento de la fe y constituyen
para el teólogo hechos de revelación.
2) ¿No será, como mínimo, la tumba vacía la conditio sine qua non de la fe en la
resurrección de Jesús? El historiador, si intenta examinar esta cuestión, debe averiguar
la secuencia original de los acontecimientos e informarse de la concepción escatológica
judía de la resurrección. Esta noción se reveló como la única capaz de traducir la fe en
la nueva realidad que se manifestó en un contacto nuevo de los discípulos con Jesús
después de su muerte. Lo que era una categoría del lenguaje de la esperanza se llenó de
una experiencia inusitada y jamás expresada que tuvo que romper los moldes de las
representaciones judías tradicionales. Por otra parte, el historiador deberá tener en
cuenta las estructuras del pensamiento apocalíptico, que aparecen en la expresión de la
fe cristiana primitiva y que nos son, en parte, bien extrañas 4.
El teólogo, por su parte, debe abordar el tema desde una reflexión que no está dominada
por la contingencia histórica, por la necesidad de que la tumba haya quedado vacía. Sin
llegar a una hipótesis límite, se puede muy bien concebir que un hecho como la tumba
vacía haya sido histórico sin ser necesario. Este ha sido el caso de otros muchos
acontecimientos significativos de la historia de la salvación. De aquí que en nuestro
caso venga exigido un examen de las representaciones ligadas a la afirmación de la
resurrección. Las concepciones actuales - físicas y biológicas- de la materia corporal
reclaman urgentemente una crítica atenta del lenguaje de nuestra fe. Para esta crítica, el
tema de la tumba vacía no nos es de gran ayuda en orden a expresar la realidad nueva
del Resucitado. La tumba vacía posibilitaría una traducción del realismo de la fe, pero
habría que conjurar inmediatamente el peligro demasiado real de representarnos la
resurrección de Jesús como la reanimación o revivificación de un cadáver a la manera
de Lázaro.
3) La crítica de las representaciones debe conducir al teólogo a una búsqueda de las
significaciones, ya que el objeto de la fe no puede ser presentado de manera
satisfactoria, y tan sólo se alcanza gracias a un lenguaje en el que va implicada la fe.
Desde este punto de vista el interés no recae sobre el hecho de la tumba vacía, sino
sobre la importancia de las significaciones teológicas que el relato encierra.
En primer lugar, el significado cristológico se encuentra en la afirmación de la identidad
del Crucificado con el Resucitado. Esta significación no es percibida sino en la adhesión
viva al Cristo crucificado y resucitado. Este movimiento de la fe capta toda la novedad
inesperada e imprevisible de un misterio sobre el que los sentidos no tienen nada que
hacer y del que el lenguaje no sabría adueñarse. La huida y el silencio de las mujeres
son particularmente aptos para sugerir todo esto. El creyente puede reconocer entonces
la iniciativa de Dios que ha arrebatado a Jesús de la muerte ("ha sido resucitado"), lo ha
revelado a los testigos encargados de la misión ("id a decir a sus discípulos y a Pedro"),
ha interpelado por su predicación (acento kerigmático del lenguaje del ángel) a los
hombres invitados a un encuentro personal con Jesucristo en lo invisible e inefable de la
fe.
Importa no olvidar tampoco la dimensión escatológica del relato de Me que no se cierra
sobre el pasado, sino que se proyecta sobre una realidad que va a revelarse todavía más,
ya que las apariciones anunciadas por el ángel son experiencias que anticipan la
manifestación definitiva del Reino de Dios. El kerigma apostólico que está en el centro
del relato, es acción de Dios que realiza ya la venida de su Reino. Esta tensión hacia el
futuro permite superar las aporías de la crítica del lenguaje y de las representaciones, y
puede expresar la traducción siempre necesaria de las expresiones de la fe de los
apóstoles. El relato de Me 16, 1-8 puede ser traicionado si se lo inmoviliza en una
constatación puramente objetiva, en lugar de encauzarlo sin cesar hacia el "misterio de
Cristo entre nosotros, esperanza de la Gloria" (Col 1, 27).
El relato de Mc 16, 1-8 nos invita, además, a caer en la cuenta de la importancia
antropológica y cósmica de nuestra esperanza. La tumba, vacía y abierta, se convierte en
un símbolo del futuro del hombre y del universo, y anuncia la humanidad nueva de la
nueva creación como realidad irreductible a las de este mundo, pero asumiéndolas en
una nueva existencia que tan sólo puede ser otorgada por Dios. Desde este punto de
vista la desaparición del cuerpo de Jesús y la tumba vacía son el signo necesariamente
negativo de la novedad realizada en Cristo, novedad en la que todo debe ser
transfigurado, y por la que el creyente recibe desde ahora la posibilidad de comprender
de nuevo el mundo, la historia y la existencia. "No habrá ya muerte... porque el mundo
viejo ha pasado... Mira que hago un mundo nuevo" (Ap 21, 4-5).
Notas:
1
Mt y Lc intentan obviar esta dificultad y nos presentan a las mujeres que van a ejecutarla orden recibida (sin que Mt muestre la ejecución, a diferencia de Lc). Este arreglo es
explicable como reacción ante la dificultad de una conclusión a la manera de Me, más
que como fidelidad a un relato más antiguo que Mc hubiera complicado ex profeso (N.
del A.).
2
Metodológicamente todo análisis estructural no sustituye el examen de la redacciónsino que debe ser completado por éste. De una estructura general narrativa no se puede
concluir la existencia de un relato conforme a esa estructura ya que ésta puede ser
quebrada voluntariamente por el narrador o modificada por otra, pues toda estructura
puede influir en un relato en curso de transmisión y su análisis no permite, sin más,
reconstruir los estados sucesivos de un mismo relato. Así pues: la estructura de
predicación podría explicar que en un relato de importancia doctrinal, el v 6 se una al v
7 unificando así la afirmación de la resurrección y las apariciones tal como aparece en el
kerigma primitivo (N. del A.).
3
Bultmann define esta tradición como «leyenda apologética» lo cual prueba hasta quépunto en nuestros espíritus está ligada esta tradición a un prurito de apologética, pues es
significativo que la expresión «la tumba vacía» falte totalmente en el NT. Mc no está
interesado por sacar un argumento de la tumba: es el ángel quien señala la ausencia del
cuerpo y no las mujeres. La intervención de un ángel ni implica un motive apologético,
sino una significación teológica (N. del A.).
4
Esas estructuras nos hacen muy difícil la interpretación de textos tales como 1 Cor 15,35-53 y 2 Cor 5, 1-10: la resurrección forma parte de la nueva creación la cual viene
anticipada en la de Jesús, en quien se revela ya la gloria futura. Este tipo de pensamiento
no entra en la dialéctica de una reflexión a partir de la tumba vacía (N. del A.).
Tradujo y extractó: CARLOS MARÍA SANCHO
GERHARD LOHFINK
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y LA CRÍTICA
HISTÓRICA
¿Hasta dónde llegan las afirmaciones del NT sobre la resurrección de Jesús?, ¿pueden
fundamentar de una manera cierta y suficiente nuestra fe en la resurrección? Este
problema, en apariencia meramente histórico, encierra en realidad una serie de
cuestiones sistemáticas sobre las posibilidades del método histórico, las concepciones
en la interpretación de los datos, la posibilidad de alcanzar la resurrección misma con
dicho método histórico, etc. Desde esta amplia perspectiva nuestro autor aborda tres
preguntas fundamentales, cuyas respuestas vienen a integrar la valiosa aportación del
presente artículo. Su claridad y sencillez nos aportan elementos de reflexión que nos
ayudan a una más correcta --y siempre necesaria-- comprensión de la resurrección,
fundamento y clave de toda la fe cristiana.
Die Auferstebung Jesu und die historische Kritik, Bibel und Leben, 9 (1968) 37-53
Para resolver la pregunta fundamental sobre si nuestra fe puede apoyarse en los datos
históricos que nos ofrece el NT, tendremos que proponer previamente una serie de
reflexiones que dividiremos en tres apartados: a) ¿qué significa propiamente la
resurrección?; b) ¿cómo hay que juzgar históricamente los testimonios del NT sobre la
resurrección?; c) ¿fundamentan estos testimonios nuestra fe en la resurrección de Jesús?
¿QUÉ SIGNIFICA PROPIAMENTE LA RESURRECCIÓN?
Desde el principio debemos decir claramente que la resurrección de Jesús no es
simplemente devolver un muerto a la vida de este mundo, como ocurrió en la
resurrección del joven de Naím (Lc 7, 11-17).
Según el testimonio de las cartas de Pablo y de los evangelios, la resurrección de Jesús
no es la revivificación de un cadáver, sino un acontecimiento escatológico. Es decir:
con la resurrección de Jesús han comenzado los últimos acontecimientos; en Jesús
resucitado ha comenzado ya la "nueva creación", la resurrección general de los muertos.
Esta estructura, radicalmente distinta, del acontecimiento de la resurrección se
manifiesta en los evangelios precisamente en que el acontecimiento mismo no es
descrito. El acontecimiento de la resurrección no pertenece ya a nuestro mundo
empírico, espacio-temporal y, por tanto, no puede ser delimitado espaciotemporalmente.
De ahí se sigue naturalmente que no podemos decir con verdad
ontológica que Jesús después de su resurrección estuvo cuarenta días en la tierra, que en
el día cuarenta ascendió al cielo y allí espera centenares de años para aparecer
finalmente de nuevo en la tierra, en la parusía. Quien piense así, piensa míticamente y
no hace justicia a la intención bíblica, a pesar de que la letra suene así.
Para demostrar la estructura mitológica de las frases dichas se puede partir de la
reflexión sobre las dimensiones espacio y tiempo. La desmitologización espacial es la
más conocida: cuando Jesús en la resurrección es glorificado y transfigurado por el
Padre, vive ya en la glorificación del Padre y es absolutamente incomprensible que, con
un movimiento puramente local, pueda después encontrar al Padre todavía más cerca.
¿A dónde podría ir exactamente?, ¿al cielo? La moderna teología nos dice, con pleno
derecho, que el "cielo" fue constituido precisamente por la resurrección de Jesús, pues
la humanidad glorificada de Jesús es el único "sitio" (en sent ido análogo, claro está)
donde nosotros podemos ver al Padre. Jesús, pues, por su resurrección está ya junto al
Padre y no existe ninguna situación intermedia (Zwischenzustand) para el Resucitado.
Cuando se aparece a sus discípulos se aparece desde el cielo y entendemos "cielo" no
míticamente como bóveda celeste o firmamento, sino como la propia dimensión del
Resucitado, que es inconmensurable según nuestro mundo espacio-temporal. La misma
estructura de las llamadas apariciones corresponde a una autorrevela ción del Resucitado
desde su propia dimensión.
Si reflexionamos sobre el acontecimiento de la resurrección de Jesús desde el punto de
vista temporal tenemos que decir que en el cielo ya no hay tiempo. Con esto no
queremos decir que no haya algo que analógicamente pueda llamarse tiempo, sino que
ya no hay tiempo terreno. Por esto, entre la resurrección, la ascensión y la parusía de
Cristo no podemos interponer un tiempo terrestre y hacer el tiempo del Resucitado
paralelo al nuestro. Entre la resurrección, la ascensión y la parusía de Cristo no hay -
visto desde Cristo- ninguna diferencia temporal terrena. Así es posible que cuando
muramos y atravesemos la frontera del tiempo para alcanzar a Cristo nos encontremos
no solamente con el Resucitado, sino con el que está resucitando. La resurrección no es
un acontecimiento que pertenece simplemente al pasado, es actual; hace saltar los
límites de la historia.
Quizá surja ahora la pregunta sobre la fórmula neotestamentaria "resucitó al tercer día".
Si querernos interpretar esta fórmula correctamente sólo podemos decir que Jesús fue
experimentado como resucitado al tercer día o bien -partiendo del hecho de la tumba
vacía- que al tercer día el cuerpo de Jesús ya no estaba en la tumba. No tenemos motivo
para suprimir la fórmula, sólo hay que saberla interpretar correctamente. Pero
entendamos bien que ni la tumba vacía ni las apariciones son el acontecimiento mismo
de la resurrección. Son manifestaciones en nuestro mundo empírico de un hecho que
acontece en una dimensión completamente diferente. Teniendo bien clara esta distinción
se evitarían muchos malentendidos pues las manifestaciones del Resucitado (tumba
vacía y apariciones) pertenecen a nuestro mundo, mientras que la resurrección misma se
sustrae a toda comprensión histórica. La resurrección misma no puede ser objeto
inmediato de la ciencia histórica, aunque sí lo pueden ser la tumba vacía y las
apariciones.
¿COMO HAY QUE JUZGAR HISTÓRICAMENTE LOS TESTIMONIOS DEL
NT SOBRE LA RESURRECCION?
Géneros literarios
Para poner de manifiesto adecuadamente un texto de la Biblia nos tenemos que
preguntar en primer lugar por su género literario. Si aplicamos esta investigación
metódica a los textos neotestamentarios de la resurrección de Jesús aparecen
inmediatamente dos géneros esencialmente diferentes: las "formulaciones breves de la
fe", esparcidas por todo el NT, sobre todo en la literatura epistolar, y las llamadas
"narraciones" (Erzühlungen), que solamente encontramos en los evangelios.
Formulaciones de la fe en la resurrección de Jesús son por ejemplo, Rom 1, 3 ss; 1 Cor
15, 3-7; Mc 8, 31; Flp 2, 6-11; 1 Tim 3, 6. Casi todas ellas muy anteriores a las
narraciones de la resurrección de los evangelios, no solamente porque las cartas de
Pablo fueron escritas 15 6 20 años antes que los sinópticos, sino porque estas fórmulas
ya eran conocidas y usadas en la Iglesia mucho antes de quedar fijadas por escrito. Eran
cantos litúrgicos (1 Tim 3, 16; Flp 2, 6-11) o fórmulas catequéticas (1 Cor 15, 3-7). La
consecuencia que de ahí sacamos es importante: los testimonios más antiguos de la
resurrección de Jesús no son relatos neutrales, en el sentido moderno de historia, sino
confesiones de una fe.
En las narraciones hay que distinguir entre las que tratan del hallazgo de la tumba vacía,
y todas las demás cuyo contenido son las apariciones del Resucitado. Originalmente
unas y otras son completamente diferentes. En Marcos y Lucas no hay ninguna
aparición de Jesús en el descubrimiento de la tumba vacía. Pero pronto se entremezclan
ambos tipos de narración. En Mateo Cristo se aparece a las mujeres poco después de
haber abandonado la tumba (29, 9 ss) : lo secundaria que es esta composición de Mateo
se ve en el hecho de que Cristo prácticamente no dice nada más a las mujeres de lo que
el ángel les ha dicho, que los discípulos deben ir a Galilea. En Juan ya se alcanza un
mayor desarrollo (20, 14-17). Estas interferencias de las narraciones de la tumba vacía y
de las apariciones nos pueden mostrar lo poco que debemos considerar las historias de
la resurrección como relatos históricos exactos de la externa sucesión de los
acontecimientos y el gran número de contradicciones nos lo indica con toda claridad: el
ángel de la tumba en Lc 24, 4 y Jn 20, 12 se ha duplicado en contradicción con Mc 16, 5
y Mt 28, 25. En Marcos los ángeles dan a las mujeres el encargo de que los discípulos
deben ir a Galilea para encontrarse con el Resucitado (Mc 16, 7). Sin embargo Lucas -
que ha leído a Marcos- abandona por una intención teológica el encargo de ir a Galilea y
pone en boca del ángel un vaticinio de la pasión y resurrección que fue hecho en Galilea
(Lc 24, 6 ss). En Lucas la última aparición de despedida tuvo lugar en el monte de los
olivos junto a Jerusalén (Lc 24, 50) y en Mateo esta última aparición tiene lugar en un
monte de Galilea (Mt 28; 16-20).
Historia de las tradiciones e historia de la redacción en los testimonios del NT
¿Cómo hay que aclarar estas contradicciones de los evangelios? Hay que tener en
cuenta que las narraciones evangélicas de la resurrección tal como las tenemos hoy han
recorrido el largo proceso de la historia de las tradiciones (Traditionsgeschichte). Ya en
la tradición oral se añadieron determinados rasgos, otros en cambio se perdieron; se
entremezclaron narraciones originalmente independientes y se transfirieron motivos de
una narración a otra. Cuando los evangelistas introducen en sus evangelios estas
narraciones tradicionales, las trabajan una vez más.
Se pueden distinguir preocupaciones (Tendenzen), que en el proceso de la tradición oral
y en el trabajo de redacción de los evangelios logran dar forma a un género
determinado: a saber, preocupaciones de composición, apologéticas y teológicas.
Según los Hechos de los Apóstoles, la última aparición de Jesús ocurre después de 40
días (Act 1, 3) . Por el contrario, el mismo Lucas en su evangelio nos lo narra de tal
manera que el lector inadvertido puede creer que esta última aparición tuvo lugar el
mismo día de Pascua. Ahora bien, es muy improbable que para Lucas existan dos fechas
diferentes para el mismo acontecimiento. Si el espacio de tiempo en el que Jesús se
apareció a sus discípulos aparece en el evangelio de Lucas tan concentrado, en
contraposición a los Hechos, es simplemente por una exigencia de coriposición, pues
Lucas quería terminar con ello su evangelio.
Las preocupaciones apologéticas han modelado e influido en las narraciones de la
resurrección de una manera especialmente vistosa: ya muy temprano debía correr en
Jerusalén el rumor de que los mismos cristianos habían eliminado el cuerpo de Jesús
para lanzar al mundo el cuento de la resurrección (Mt 28, 15). La respuesta cristiana a
esta historia gratuita fue la no menos gratuita narración de los guardianes del sepulcro
dormidos y sobornados. Esta narración presupone como condición necesaria, que los
judíos ya sabían el viernes que Jesús debía resucitar al tercer día (cfr. Mt 27, 62-66),
dato que ni siquiera los mismos discípulos sabían claramente como nos demuestra el
estado de ánimo de los que van a Emaús (Lc 24, 20 ss )
Esta misma preocupación apologética de defender la verdad de la resurrección contra
las impugnaciones judías sale al encuentro del falso rumor de que un jardinero hubiese
trasladado el cuerpo de Jesús para evitar que los numerosos visitantes de la tumba
estropeasen sus plantaciones; encontramos huellas de la réplica cristiana en Jn 20, 13-
15; donde María Magdalena dice a los ángeles que se han llevado el cuerpo de Jesús y
que no sabe dónde lo han puesto. Inmediatamente después toma a Jesús por el jardinero.
Otra objeción contra la verdad de la resurrección provenía del pensamiento helenístico,
según el cual lo que habrían visto los discípulos era solamente el alma del Crucificado,
una especie de fantasma. La Iglesia primitiva también tuvo que distanciarse de esta
falsificación narrando la conveniente réplica apologética: "mientras estaban hablando de
estas cosas se presentó Jesús de repente en medio de ellos... atónitos y atemorizados se
imaginaban ver algún espíritu. Y Jesús les dijo: mirad mis manos y mis pies... palpad".
Y para confirmación de que no es un fantasma come un trozo de pescado asado (Lc 24,
36-43).
Para explicar la preocupación teológica pondremos el ejemplo de Mt 28, 19 ss: el
Resucitado da a los discípulos la misión eclesial. Ellos deben bautizar a todo el mundo
en nombre del Dios trinitario. Pero en realidad la Iglesia apostólica tomó conciencia de
su misión frente al mundo muy lentamente. Hubo muchas dificultades hasta dar el paso
hacia los gentiles y en el principio no era conocida todavía la fórmula trinitaria del
bautismo, sino que se bautizaba simplemente en el nombre de Jesús (1 Cor 1, 13). Con
esto queda claro que la grandiosa despedida narrada por Mateo es la explicación
teológica de un desarrollo posterior.
Juicio crítico-histórico de estas narraciones
Estos pocos ejemplos son suficientes para mostrarnos con qué preocupaciones se
escribieron las narraciones de la resurrección y que no pretenden ser un reportaje
histórico en sentido moderno, sino más bien narraciones kerigmáticas al servicio de la
predicación de que Jesús resucitó realmente. No pretenden ofrecer material para un
archivo científico, sino dar testimonio a los hombres de su tiempo de la resurrección de
Jesús. Para ello se incluyen reflexiones, profundizaciones teológicas posteriores,
prevenciones contra falsas interpretaciones, etc, con medios narrativos, que entonces
eran usuales y legítimos, y que han dado forma y estructura a las narraciones tal como
las tenemos hoy.
Debemos evitar dos posiciones extremas ante estas narraciones: ni querer mantener a la
letra cada rasgo particular de la narración, como si se tratase de un reportaje documental
histórico, ni rechazar fragmentos enteros considerándolos como leyendas sin ningún
sentido para nosotros. Ambos extremos son falsos. Debemos entender las narraciones de
la resurrección como un desarrollo teológico de lo que experimentaron los discípulos de
una manera pre-refleja y pre-conceptual en los acontecimientos pascuales a raíz de la
verdad de la resurrección y glorificación de Cristo. El interés está 'menos centrado en el
desarrollo externo de los hechos que en el esfuerzo de traslucir y así aclarar la realidad
interna del acontecimiento pascual.
Valoración histórica de los acontecimientos externos
Dentro de la brevedad obligada nos fijaremos primero en la tumba vacía y luego en las
apariciones.
1) La tumba vacía
La narración más antigua del descubrimiento de la tumba vacía la encontramos en Mc
16, 1-8. Podemos tranquilamente presuponer que en esta narración han influido las
diferentes preocupaciones composicionales, apologéticas y teológicas. Pero esto no nos
permite considerarla simplemente, en su conjunto, como una leyenda, por las siguientes
razones:
a) La predicación de la resurrección presupone necesariamente el hecho de la tumba
vacía. Según Mc 15, 42-47, Jesús fue sepultado por José de Arimatea, "un acreditado
varón del consejo". En caso de que no queramos cometer la arbitrariedad de considerar
la figura de José de Arimatea como una pura invención de la comunidad primitiva,
hemos de suponer que esta tumba era conocida en Jerusalén. Sin embargo, poco después
en la misma Jerusalén donde Jesús fue ajusticiado y sepultado, sus seguidores predican
abiertamente que Jesús ha resucitado. Si tenemos presente que para los judíos de aquel
tiempo resucitar de entre los muertos significaba necesariamente la resurrección del
cuerpo, tenemos que concluir que la comunidad primitiva no podía predicar que Jesús
había resucitado si en verdad no hubiese sabido que la tumba objetivamente estaba
vacía.
b) El pésimo testimonio que podían ofrecer las mujeres ante los judíos nos confirma
que en realidad las mujeres encontraron la tumba vacía. Si la narración de la tumba
vacía fuese una leyenda inventada por los primeros cristianos para tener a mano un
argumento irrefutable de la resurrección, es imposible comprender cómo dejan que sean
precisamente unas mujeres las que encuentran la tumba vacía. Con esto se habrían
esforzado en buscar los peores testigos imaginables, pues las mujeres para el judaísmo
de entonces, eran incapaces de dar pruebas testificales. En realidad, la narración de la
tumba vacía pronto fue ampliada en el sentido de que tras las mujeres los apóstoles
mismos corrieron a la tumba para confirmar, como quien dice, oficialmente lo que las
mujeres habían visto (Lc 24, 24; Jn 20, 3-10). Esta ampliación es secundaria pero
muestra que no se podía empezar una polémica con los judíos a base de una historia de
la tumba vacía en la que los únicos testigos eran mujeres. Esto habla a favor de que en
realidad fueron las mujeres quienes fueron a la tumba y la encontraron vacía.
c) Tras el dato de que Jesús resucitó "al tercer día", yace el hecho real de la tumba
vacía. Ya en las formulaciones más antiguas del evangelio de la resurrección (cfr. 1 Cor
15, 4) se encuentra la afirmación de que Jesús resucitó al tercer día: .cómo se llega a
este dato? Se ha afirmado que podría ser una fórmula antigua para designar un corto
espacio de tiempo. Resucitar al tercer día significaría entonces que Jesús resucitó muy
pronto. Pero esto no explica por qué se afinca ya desde el principio tan fuertemente este
dato en todo el anuncio de la resurrección. Tampoco basta decir que es un dato sacado
del AT (Jon 2, 1), pues parece que la cita fue buscada a partir de los acontecimientos. La
explicación más clara es que el tercer día juega un papel tan importante en la tradición
primitiva porque en él se descubrió la tumba vacía.
Por causa de estas razones ningún científico o historiador crítico puede remitir
globalmente la narración al campo de la leyenda. Pero añadamos que estas razones no
aportan una demostración histórica de la resurrección: tumba vacía v resurrección no
son una misma cosa; más bien el hecho de la tumba vacía es susceptible de
interpretación.
La polémica judeo-cristiana se centró desde un principio en la interpretación de la
tumba vacía, no en el hecho. Se dijo que los cristianos habían robado el cuerpo de Jesús,
que un jardinero lo había cambiado de sitio, incluso se recurrió a terremotos que habrían
provocado la desaparición del cuerpo en una grieta. Más tarde se supuso que la tumba
no era conocida de nadie y que las narraciones del entierro y la tumba vacía eran
leyendas tardías. Las razones antes aducidas y el hecho de que los judíos no pusiesen en
duda la objetividad de la tumba vacía, nos impiden inutilizar estas narraciones como si
fueran meras leyendas.
Con todo, debe entenderse bien que el hecho de la tumba vacía no es todavía la
resurrección. En Lucas los discípulos no llegan a la fe por la noticia de la tumba vacía
(Lc 24, 11) y en los cuatro evangelios el significado de la tumba vacía debe ser
explicado por los ángeles. Esto nos indica que considerado en sí mismo el fenómeno de
la tumba vacía es ambivalente y abierto a distintas interpretaciones.
2) Las apariciones
Nos servirá de punto de partida el testimonio más antiguo de la resurrección: 1 Cor 15,
3-8. La primera carta a los Corintios fue escrita por Pablo en el año 55 ó 56 en Éfeso.
Pero las fórmulas de fe citadas son mucho más antiguas y el mismo Pablo lo advierte:
"Yo os he transmitido lo que yo mismo he recibido". Con este testimonio, pues, nos
acercamos mucho a los acontecimientos. Pero el punto valioso de este testimonio es la
afirmación, en conexión directa con la fórmula de fe citada, de que a él mismo se le
apareció el Resucitado de la misma manera que se apareció a los otros apóstoles. Nos
encontramos ante un testigo de primera mano, tan valorado por los historiadores.
No es posible coordinar perfectamente la enumeración de las apariciones que nos hace
Pablo con las narraciones del evangelio. Pues las apariciones a Santiago y a los 500
hermanos no tienen ningún paralelo en los evangelios y de la aparición a Pedro sólo nos
habla Lc 24, 34. De todas maneras podemos afirmar, siguiendo el testimonio de Pablo,
que hubo una serie de apariciones -aunque el orden, el lugar y el círculo exacto de
personas presentes sea muy difícil de determinar- en las que los discípulos creyeron ver
a Jesús como resucitado, y entre ellos Pablo se cita a sí mismo.
Con toda intención hemos dicho que los discípulos creyeron ver a Jesús, pues así
introducimos la cuestión histórica más difícil: ¿cómo se han de interpretar propiamente
estos fenómenos de las apariciones? Que tales fenómenos existieron está prácticamente
fuera de duda. La cuestión se reduce a cómo se deben interpretar. ¿No se tratará de una
simple proyección del subconsciente? Los discípulos apenas podían creer que el asunto
de Jesús estuviera liquidado y entonces surgió de su interior una imagen de su maestro
que no estaba muerto, sino que seguía con vida. El deseo sería el padre de las
apariciones. Dicho de otra manera, ¿puede ser excluida la hipótesis de una visión
meramente subjetiva?
a) La existencia de apariciones a lo largo de un tiempo habla en contra de una visión
meramente subjetiva. No hubo apariciones un solo día en el que el estado de ánimo de
los discípulos fuese especial, sino que, como nos indican las fuentes, las apariciones se
sucedieron a lo largo de un espacio de tiempo.
b) La diversidad de personas y grupos de personas que ven al Resucitado es un
argumento mucho más serio en contra de unas visiones meramente subjetivas.
Recordemos la aparición a "500 hermanos a la vez" de la que habla Pablo. No se puede
explicar esta aparición sólo psicológicamente sin recurrir a una sugestión recíproca o a
una psicosis colectiva. Y si alguien estuviese dispuesto a ir tan lejos, ¿cómo explicaría
la visión de Pablo, en quien una sugestión por parte de otros cristianos queda excluida y
que además no tenía ningún interés en que el asunto de Cristo (die Sache Christi)
sobreviviera. Recordemos que Pablo estaba persiguiendo a los cristianos.
La diversidad de personas a las que se aparece el Resucitado queda recalcada también
en la persona de Santiago, el hermano del Señor, pues no pertenece al círculo de
discípulos, sino al círculo de parientes de Jesús. Los evangelios nos dejan ver que
surgieron tensiones entre los parientes de Jesús y el mismo Jesús (cfr. Mc 3, 21 y Jn 7,
5). Sin embargo, poco después de Pascua, Santiago desempeña repentinamente un papel
director en la comunidad de Jerusalén: ¿cómo es posible esto? La explicación la de 1
Cor 15, 7: Santiago tuvo una aparición del Resucitado que, por decir así, le legitimaba.
Es prácticamente imposible considerar como meras visiones subjetivas las apariciones a
personas tan distintas como Pedro, Santiago y Pablo. Personas con diferentes intereses,
diferentes metas, diferente origen y diferente posición personal ante la realidad de Jesús.
Quien quiera explicar positivamente cómo hombres tan distintos llegaron a una visión
subjetiva tendrá que recurrir a complicados montajes psicológicos completamente
artificiales. Y es asombroso ver cómo en este punto incluso investigadores sensatos se
llenan de fantasía.
c) Todas estas construcciones psicológicas para explicar las apariciones como visiones
meramente subjetivas tienen en común lo siguiente: en el alma de los discípulos surge la
fe y esta fe provoca las visiones. Precisamente todo lo contrario de lo que testifica el
NT: solamente las apariciones logran hacer surgir la le. Yo no entiendo cómo un
historiador científico pueda llegar a interpretar una fuente tan clara en un sentido tan
completamente contrario.
d) Una proyección de origen psicológico necesita determinados presupuestos
inteligibles que no se daban en los discípulos. Quien consigue la certeza de que Jesús
resucitó debió de alguna manera contar con una tal resurrección. ¿Es éste el caso de los
discípulos? Partamos del sitio que tenía la resurrección de los muertos en el
pensamiento judío de entonces. La resurrección pertenecía a la doctrina de "los últimos
acontecimientos". La mayoría de los judíos del tiempo de Jesús estaban convencidos de
que Dios resucitaría a los muertos al final de la historia. La resurrección pertenecía pues
al fin del mundo. Pero esto significa que cuando los discípulos predican que Dios ha
resucitado a Jesús de entre los muertos, predican -a partir de los presupuestos judíosque
en la resurrección de Jesús ha empezado la resurrección final de los muertos, el fin
del mundo, y empieza el mundo nuevo. ¿De dónde sacan los discípulos esta perspectiva
que tenía que parecer horrorosa a aquel mundo adormilado? Ni en la historia de las
religiones, ni en las narraciones judías anteriores encontramos nada parecido.
Naturalmente se conocían narraciones de resurrecciones según las cuales los muertos
volvían a la vida terrena. Pero los discípulos no entendieron nunca así la resurrección de
Jesús. Tanto en el judaísmo como en el helenismo existía la creencia de que Dios podía
raptar a un hombre liberándolo de este mundo. Todo judío conocía las narraciones de
Enoch o Elías, Esra o Baruch, y éstos deberían ser los datos inteligibles para posibilitar
una proyección psicológica. Pero la comunidad primitiva no afirma nunca que Jesús
haya sido llevado por Dios, raptado, sino que ya ahora ha empezado la resurrección
escatológica de los muertos.
No es comprensible cómo hombres que provienen de la tradición judía pudiesen
concebir la irrupción de los últimos acontecimientos solamente para Jesús. Los últimos
acontecimientos, según la mentalidad judía, conciernen a la comunidad y sólo deben
ocurrir al fin del mundo. Los presupuestos inteligibles, por tanto, que podrían tener los
discípulos no podían motivar una proyección psicológica de una resurrección como la
predicada por la Iglesia primitiva. Por consiguiente, surge la fe de la experiencia real y
escatológica con el Cristo resucitado.
Limitación del método histórico aplicado a la resurrección
Con todo, aquí el historiador está ante una frontera infranqueable. Quien esté
convencido de que hay un Dios, de que creó el mundo y de que dirige toda la historia
humana, podrá permanecer abierto a la posibilidad de que Cristo haya resucitado y de
que en su resurrección haya empezado ya el fin de la historia y el comienzo de la nueva
creación. Por el contrario, el historiador que no crea en Dios y debe, por tanto,
interpretar la historia sólo inmanentemente en sí misma, se encogerá de hombros ante
los acontecimientos pascuales y. muy pronto optará por la solución de visiones
subjetivas y psicológicas o, en todo caso, se escudará en la falta de material necesario
para una investigación médico-psiquiátrica de los primeros testigos, tal como hace hoy
la Iglesia en los milagros.
Solamente con el método histórico no se puede probar la resurrección de Jesús a partir
de los fenómenos de las apariciones. Una demostración concluyente, cuya frase final sea
"luego Cristo ha resucitado" no es factible. Naturalmente tampoco se podrá probar nada
contra el hecho de la resurrección de Jesús. Un historiador honrado y autocrítico
permanecerá ante los hechos de la tumba vacía y las apariciones, como ante fenómenos
no esclarecibles por los métodos históricos.
En conclusión podemos decir: los hechos históricos quedan abiertos a la resurrección,
más aún, exigen una interpretación, que no puede dar el historiador en cuanto mero
historiador.
¿PUEDEN LOS TESTIMONIOS DEL NT FUNDAMENTAR NUESTRA FE EN
LA RESURRECCION DE JESÚS?
Hemos visto que la resurrección de Jesús no puede demostrarse por métodos puramente
históricos. Pero esto no condiciona una respuesta negativa a la pregunta que nos ocupa
ahora, pues ya establecimos desde un principio que la resurrección de Jesús no es un
acontecimiento más en nuestro espacio y tiempo como los hechos de los que se ocupa el
historiador. Es completamente normal que el historiador choque con esta frontera que
no puede superar si maneja honradamente su método; y esto no por falta de mejores
fuentes, sino por la naturaleza misma del hecho, que no es solamente un hecho que
trasciende la historia, sino que es también una verdad personal.
En el campo puramente personal no se puede dar ninguna "demostración". Cuando
hablamos de "demostración" esgrimimos un concepto con una fuerte componente
matemático-científica. Es característico de la ciencia que pueda manejar el objeto de su
conocimiento como una "cosa", como un mero "objeto". Pero esta forma de
conocimiento, de análisis frío, es insuficiente cuando se trata de conocer una verdad
personal. Naturalmente se puede objetivar incluso a un hombre, analizarle y someterle a
una consideración científica, pero con esto no se entra en el terreno de lo que constituye
su verdad propia, su existencia personal.
El que "otro" con toda su interioridad se me dé a conocer, solamente ocurre cuando yo
mismo doy a conocer mi interior. El "otro" se abre a mí cuando yo no titubeo en
abrirme. No se puede llegar nunca a un verdadero conocimiento personal mientras el
que conoce permanece distanciado, mientras se mantenga neutral, mientras quiera
analizar a su compañero. En otras palabras, el conocimiento personal sólo es posible
cuando entra en juego la categoría de riesgo.
Porque esto ocurre en todo conocimiento personal y porque el Cristo resucitado es una
verdad personal en sentido exclusivo, la resurrección de Jesús sólo puede ser conocida
si en el conocedor existe la disponibilidad de abrirse al mensaje de la resurrección, al
riesgo de esta Buena Nueva, a dejar determinar su vida por este evangelio. Para esta
reciprocidad de la franqueza, esta disponibilidad y este riesgo, tenemos una antigua
palabra: la fe. Si la resurrección de Jesús ha de ser verdaderamente conocida, solamente
puede ocurrir en la fe. No hay otro acceso al Resucitado. Correspondientemente a esta
verdad, cuando el acontecimiento de la resurrección es anunciado a otro, no se trata
nunca de un probar, demostrar o convencer, sino simplemente de dar un testimonio, de
un kerigma.
Supongamos por un momento que los apóstoles estuviesen a nuestra disposición y
pudiésemos vigilarlos, analizarlos y examinarlos con todos los medios de la ciencia
antes, durante y después de las apariciones: que consiguiésemos dictámenes médicos y
psiquiátricos que pudiesen fundamentar un juicio histórico. Al final de la experiencia
deberíamos creer o no creer en el testimonio del apóstol que nos dice que ha visto al
Señor resucitado. El riesgo propio y la confianza sin reserva en la palabra del testigo, no
podrían tampoco evitarse. Una documentación médico-psiquiátrica ideal no nos evitaría
el riesgo de creer o no creer en el sencillo testimonio que nos da Pablo en 1 Cor 9, 1: yo
he visto al Señor.
Repitamos con toda claridad, una vez más, que el hecho de que la resurrección de Jesús
no pueda ser probada o demostrada no es una deplorable falta que Dios haya cometido,
ni algo que los teólogos deban ocultar angustiosamente, sino algo positivo que sólo
acontece allí donde la realidad personal es reconocida. Al fin y al cabo, con el método
exacto de la ciencia sólo podemos alcanzar un sector muy reducido de nuestra vida
humana: ¿cuándo ha sido medible la confianza?, ¿cuándo ha sido demostrable el amor?
Quien exija que su compañero le "demuestre" su amor, en aquel momento lo echa todo
a perder. Quien exige que se le demuestre la resurrección (pues también él "querría
creer" en la resurrección de Jesús) comete el mismo trágico error.
Tenemos también que evitar caer en el extremo contrario, en un escepticismo histórico o
en un desinterés histórico total como el propugnado por Bultmann. Los hechos quedan
siempre abiertos a la resurrección y exigen una ulterior explicación, que el historiador
como tal no nos puede dar. La verdadera explicación de los hechos posteriores a la
muerte de Jesús sólo la encuentra aquel que acoge el evangelio de la resurrección en la
fe. Quien acepta este riesgo, sabe y confiesa que verdaderamente Cristo ha resucitado.
Tradujo y condensó: ANTONIO PASCUAL NADAL
MEDARD KEHL, S. I.
EUCARISTÍA Y RESURRECCIÓN.
UNA INTERPRETACIÓN DE LAS APARICIONES
PASCUALES DURANTE LA COMIDA
Eucharistie und Auferstehung. Zur Deutung der Ostererscheinungen beim Mahl, Geist
und Leben, 43 (1970) 90-125 1
La eucaristía es un sacramento pascual. Esto se puede entender en el sentido de que es
una "reinterpretación" cristiana de la Pascua (cfr. Lc 22, 15-18) o, también, como una
comunidad de mesa con Jesús que prefigura el banquete escatológico en el Reino (cfr.
Mc 14,25; Hch 2,46). Se puede entender como el acontecimiento representativo de la
nueva alianza que entra en vigor por la resurrección de Cristo, entendiendo la
resurrección o bien como la nueva creación (cfr. 1 Co 11, 25; Lc 22, 19) o bien como la
aceptación por el Padre del sacrificio de Cristo (cfr. Hb). Otro punto de partida sería la
teología paulina del cuerpo de Cristo, el cual puede designar lo mismo el cuerpo
eucarístico del Señor como su cuerpo resucitado y, por tanto, también la Iglesia.
Pero en el presente trabajo nos fijaremos en otro aspecto de la relación Pascuaeucaristía:
el de las comidas pascuales (sobre todo Lc 24,13ss; Jn 21,1ss; Hch 1,4;
10,41). Según el testimonio de los discípulos, el resucitado se les aparece en varias
ocasiones durante una comida, suceso que se narra con una terminología de tipo
litúrgico-eucarístico. Piénsese, además, en la costumbre de la primitiva comunidad de
celebrar la eucaristía "el primer día de la semana" (cfr. 1 Co 16,2; Hch 20,7), es decir el
día en que se recordaba la resurrección de Jesús y que por eso no tardó en llamarse día
del Señor ("dominicus" = domingo).
Así, pues, ¿qué relación tiene la comunidad de masa con la resurrección y con las
apariciones del resucitado? Es lo que intentaremos iluminar con un estudio de los textos
correspondientes y una reflexión teológica sobre su contenido.
Al hacerlo, suponemos superada la tesis de Lietzmann sobre los dos tipos de eucaristía
primitiva (uno jerosolimitano que continuaría la comunidad de mesa con el Jesús
terreno y experimentaría gozosamente la presencia del Señor resucitado, y otro tipo
paulino relacionado con la muerte del Señor y con la última cena). Pero suponemos
también, con F. Hahn, que la celebración eucarística no adquirió desde el principio una
configuración unitaria sino que fue creciendo a partir, fundamentalmente, de tres raíces
íntimamente ligadas entre sí: la última cena, su "prehistoria", constituida por las
comidas comunitarias con el Jesús terreno, y su "post- historia", constituida por los
banquetes pascuales. Nos referimos, por tanto, a esta única celebración eucarística de la
Iglesia primitiva, procedente de las raíces antedichas, y lo que nos interesa es llegar a
una comprensión profunda de las "apariciones" del resucitado en las comidas
comunitarias post-pascuales, a partir de las cuales se fue desarrollando, poco a poco, la
celebración eucarística de la Iglesia primitiva.
Para ello arrancaremos de nuestro horizonte teológico y de lo que dentro de él significan
para nosotros conceptos como resurrección, eucaristía, etc. Entonces tendremos una
"pista" para acercarnos a los textos escriturísticos y comprender mejor lo que nos dicen
hoy a nosotros.
PRESUPUESTOS TEOLÓGICOS
Según K. Rahner la muerte del hombre supone, por una parte, la experiencia de absoluta
impotencia de quien se ve entregado a un acontecimiento que le viene de fuera y, por
otra parte, tiene lugar precisamente en esta experiencia la consumación de la libertad
humana. Si el hombre no termina su vida de manera completamente pasiva, lo mismo
que un animal, y si con la muerte no se acaba todo; si, por lo tanto, la muerte es el final
histórico de una persona, entonces el hombre puede aceptar o rechazar esta experiencia.
Puede convertirla en un sí libre frente al Dios que dispone de él, o bien en la expresión
última de su autoafirmación egoísta. Y en esta "opción fundamental" puede integrar
toda su vida. Naturalmente, esto no tiene que ocurrir, ni ocurre normalmente, en el
momento de la muerte biológica, la cual no es más que la necesaria "ramificación"
corporal de esa decisión. En la muerte así aceptada se hace definitivo lo que el hombre
es como persona, lo que ha llegado él mismo a ser en libertad y gracia. Con todo, en la
muerte humana queda "velada" esta configuración definitiva de la persona; la
impotencia (tan inherente a la muerte como la libertad) no permite al hombre saber si su
opción definitiva ha sido realmente un íntegro sí de su amor o un encubierto e
inconfesado no de su egoísmo frente a Dios y a los hombres.
La muerte y resurrección de Jesús
A partir de esta concepción de la muerte humana, se entiende mejor que la muerte y
resurrección de Jesús son dos "fases" de un único acontecimiento internamente
coherente.
La realidad más íntima de Jesús era su existencia "por los muchos", y esto "hasta el
extremo", hasta la muerte "por" sus amigos. Ahora bien, este su amor a nosotros tuvo su
consistencia concretamente en su obediencia y amor al Padre. Es decir: nos amó en
cuanto él, como hombre, se decidió totalmente por Dios. En su amor a nosotros superó
completamente el pecado, el odio y la "muerte" en que nosotros vivíamos. Al entregarse
totalmente en vida y muerte a la voluntad de Dios, asumió en sí mismo esa voluntad y
con ella el amor y la vida de Dios; se dejó, como hombre, "inundar" por ellas, y en él la
inundación arrastró a toda la realidad humana. Este hecho "redentor" de Cristo se hizo
definitivo en su muerte; a partir de ella, Jesús es eternamente el que existe "por los
muchos"; él es la entrega a los hombres realizada libremente en su vida y muerte en
obediencia al Padre. Y esto es al mismo tiempo la "resurrección de Jesús". No se trata
de una "recompensa" concedida por el Padre a la muerte "meritoria" de Jesús. No, la
resurrección de Cristo no es un nuevo suceso que tiene lugar después de su pasión y
muerte, sino la manifestación -cumplida en el espacio y en el tiempo- de lo que
aconteció en la muerte de Jesús. "Jesús ha resucitado" significa que, al aceptar
completamente como hombre la voluntad y el amor de Dios -que son la misma vida de
Dios-, ha entrado definitivamente y "por los muchos" en esa vida de Dios, en la "gloria
del Padre" (cfr. 2 Co 13,4; Rm 6,9).
¿Pero no estaremos reduciendo demasiado la resurrección corporal de Jesús al "núcleo
personal"?, ¿cómo escapar a una peligrosa espiritualización que sería muy poco bíblica?
En primer lugar hay que tener en cuenta que en el lenguaje bíblico "cuerpo" no se
contrapone simplemente a "alma", como una especie de sustancia material. La
"resurrección de entre los muertos" abarca al hombre entero, en su personalidad
corpórea (cfr. 1Co 15). Esta componente corporal de la resurrección podría explicarse
tal vez -dentro de una antropología teológica- en el sentido de que las funciones
esencialmente humanas del cuerpo (por ejemplo, su insustituible mediación en toda
comunicación -comunidad- y en toda actuación -historia-) pertenecen intrínsecamente al
nuevo estado definitivo del hombre. Esto quiere decir que la "resurrección de entre los
muertos" es necesariamente también un acontecimiento "social" y "cosmológico" y no
la pura felicidad privada de un "alma" independiente, es un acontecimiento que incluye
la consumación de la comunidad humana y de la configuración humana del mundo (cfr.
1 Co 15, 23; Rm 8, 19-23).
La resurrección corporal de Jesús es el fundamento y el comienzo de esta consumación
(cfr. 1Co 15, 20). Por ser corporal implica la "nueva creación" del mundo, "el cielo
nuevo y la tierra nueva". Con estas figuras la escritura muestra que la resurrección de
Jesús es también un suceso "social" y "cosmológico" que atañe a todo el hombre Jesús
con su historia y su "obra" (en solidaridad universal con todos los hombres) y que, por
tanto, incluye a sus hermanos los hombres, junto con su historia y con el mundo que es
la "obra" de ellos, en la consumación de la nueva creación. Sólo a partir de aquí tienen
sentido la Iglesia y los sacramentos como manifestación intramundana de este
acontecimiento.
Con esta interpretación no se niega de ninguna manera que la resurrección de Jesús es,
según el testimonio del NT, obra de Dios, del Dios que "da vida a los muertos y llama a
las cosas que no son para que sean" (Rin 4, 17). Lo que ocurre es que, cuando Dios
resucita a Jesús, su acción no consiste simplemente en devolver la vida a un cadáver, a
una cosa pasiva. Se trata de la acción de Dios en una persona, y por consiguiente
incluye, necesariamente, la libertad personal del hombre que libremente "deja hacer" a
la voluntad de Dios, que se deja amar por su amor. Y esto alcanza precisamente su
punto culminante en la aceptación humilde de la muerte. La entrega total del hombre al
poder de su creador es la vida que cl creador regala a su creatura, es la gloria del grano
de trigo que cae en la tierra y produce mucho fruto. Que esta vida y esta gloria
"aparezcan", que entren en la experiencia del hombre, que el hombre reciba por tanto
una nueva luz para ver la "dimensión profunda" del amor (dimensión escondida en la
muerte y tan sólo esperada), todo esto es un don de Dios, un don tan indeducible y
gratuito como el mismo hecho de su existencia y de su amor al hombre.
Presencia del resucitado en la eucaristía
A partir de lo dicho hasta aquí, podemos comprender mejor que la presencia real de
Cristo en la eucaristía es una presencia personal y no meramente "local". Es decir,
Cristo está presente como lo está una persona para otras personas, con su amor que ha
pasado por la cruz y en el que nos ofrece su Tú marcado por la cruz y la resurrección.
La eucaristía es realmente un "sacramento pascual", es decir el signo eficaz e
históricamente manifiesto de la presencia permanente de Cristo, del crucificado y
resucitado que nos ama definitivamente y definitivamente existe por nosotros.
Aquí nos queda ya próxima la comprensión de la Iglesia como cuerpo de Cristo, en
cuanto ella es la participación en su amor y su entrega "por los muchos", es decir en su
cuerpo crucificado y resucitado. Lo que el Señor dio a sus discípulos en la cena como
mandamiento nuevo, se lo dio en la misma cena como nuevo don, en los signos de pan y
vino. La comunidad de los que han recibido su cuerpo en la cena constituye ella misma
"un solo cuerpo" (1Co 10, 17), el de Cristo crucificado y resucitado. En la comunidad
de la Iglesia y, sobre todo, en su quehacer sacramental eucarístico, se perpetúa la
presencia histórica de Jesús resucitado y se significa la consumación del mundo que
comenzó con su resurrección.
INTERPRETACIÓN DE LOS TEXTOS NEOTESTAMENTARIOS
Nos limitamos a los textos que relatan "apariciones" del resucitado en el contexto de
una comida. No pretendemos, por tanto, hacer afirmaciones generales sobre las
"apariciones", sino sólo mostrar en qué dirección podría ir, tal vez, una interpretación de
estas y otras apariciones.
A partir de Lc 24,13ss, nos acercaremos también a otros textos que no hablan
expresamente de eucaristía sino, todo lo más, de una comida comunitaria; y lo hacemos
con la esperanza de que este acercamiento en oblicuo a la intención del autor respectivo,
pueda iluminar el suceso narrado más que la simple constatación de esa intención.
La perícopa de Emaús
La exégesis moderna está de acuerdo en que esta perícopa (Lc 24, 13-35) habla de la
eucaristía (vv 30-31 en concreto). Las razones más importantes para esta afirmación
son:
a) La expresión "fracción del pan" se refiere, en la Iglesia primitiva, al banquete
eucarístico. En el ámbito judeo-palestino se designaba con esta expresión o bien sólo la
partición del pan por el presidente al comienzo de la comida más importante, o bien
todo el proceso ritual de esa partición, pero nunca la comida entera. Es el uso que
encontramos todavía en el NT en los relatos de la cena y de la multiplicación de los
panes. Pero en los Hechos de los Apóstoles encontramos un nuevo uso "cristiano" del
término: designa toda la comida comunitaria cristiana que se celebraba o en relación
con la eucaristía o exclusivamente como eucaristía (Hch 2,42; 2,46; 20, 7-11). 1Co
10,16 y dos testimonios del tiempo post-apostólico -la Didajé e Ignacio de Antioquiaconfirman
esta interpretación. Se puede decir que la antigua expresión palestina
"fracción del pan" es, probablemente, el nombre más antiguo que se dio a la cena
litúrgica de la primera comunidad cristiana.
b) Lc en el v 30 emplea casi los mismos términos que conocemos por la tradición de la
cena: "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio". Es claro el eco de la
antigua tradición litúrgica.
c) El lugar que ocupa este versículo en el conjunto de la perícopa indica el sentido
eucarístico de esta comida. Porque fue en la fracción del pan cuando "se les abrieron los
ojos" a los discípulos, y es de suponer que no porque Jesús tuviera una manera peculiar
de partir el pan o de pronunciar la bendición, sino porque esta fracción del pan contenía
algo especial que abría los ojos para el conocimiento del resucitado -se trata
primariamente de los ojos del corazón-, y eso no podía ser efecto de una comida
corriente sino sólo de la "cena del Señor".
d) El género literario de la perícopa confirma la misma interpretación. No haría justicia
al relato el calificarlo de leyenda ni, en mi opinión, tampoco el catalogarlo entre los
"relatos de vivencias privadas" (como la escena con María Magdalena en Jn 20,14ss),
con lo cual quedaría fuera de la tradición pascual "oficial". Cierto que no se trata de un
relato estrictamente histórico, reproducción exacta de un recuerdo biográfico de dos
discípulos. Se trata, primariamente, de una catequesis a fíeles cristianos contemporáneos
de Lucas, que muestra cómo se puede llegar ahora a la fe en el resucitado. Para ello
Lucas elabora, de forma historizante, una tradición sobre el encuentro de dos discípulos
(ajenos al grupo de los doce) con el resucitado. Por medio de su interpretación de la
escritura y sobre todo por la fracción del pan, Jesús mismo los conduce a la fe en él y a
la plena comunidad con él. De esta manera, Lc quiere mostrar a sus lectores cómo Jesús
puede estar muy cerca de ellos sin la presencia "corporal-terrena" que se había dado
anteriormente; cómo su corazón puede "arder" al dejarse guiar por el Espíritu en la
lectura de los escritos del AT que les descubren el destino de Jesús determinado por el
Padre; pero, sobre todo, cómo pueden llegar por la comunitaria "fracción del pan" al
pleno "conocimiento" del resucitado, es decir, precisamente a la comprensión creyente
de su nueva y real presencia.
Sobre el trasfondo histórico de la perícopa de Emaús poco se puede decir. ¿Es una pura
catequesis religiosa para quienes ya no habían podido ver al resucitado?, ¿no podría ser
que entre las primeras experiencias pascuales hubiera algunas que tuvieron lugar en
contacto con el AT y en la celebración comunitaria de la fracción del pan, experiencias
que luego, en la catequesis apostólica, fueron ejemplificadas en la figura de los
discípulos de Emaús? Tal vez esta sospecha (no puede llegar a más) se refuerza si nos
fijamos en otros textos que relatan apariciones del resucitado en relación con una
comida.
La aparición en Tiberíades
Prescindiendo de los numerosos motivos y elementos que componen este capítulo (Jn
21, 1-14), nos limitamos al peculiar desayuno de que se nos habla en los vv 9 y 13. No
se trata, ciertamente, de una comida normal: se habla de revelación o aparición (v 1). En
el v 9 se habla de un pez asado y de pan, sin explicar su procedencia ni quién los ha
preparado. Los vv 5 y 6a indican como objetivo de la empresa el coger peces para
comer, pero misteriosamente la comida aparece lista antes de que la pesca llegue a feliz
término. La intención resulta clara: esta comida es un don que el resucitado ofrece a sus
discípulos independientemente de lo que ellos preparen para él. Esta hipótesis se
confirma en los vv 12-13, en los que Jesús invita a sus discípulos a esa comida. Al
mismo tiempo, se describe la actitud ambivalente de los discípulos: saben que es el
Señor y, sin embargo, no se atreven a preguntarle si realmente lo es. No es el mismo
que habían conocido antes y, sin embargo, sí que es el mismo. Esta experiencia
ambivalente se aclara luego, al comer, cuando -igual que en Emaús- la
automanifestación de Jesús alcanza su punto culminante.
La comida está introducida por un giro típicamente joanneo que no cuadra con la
situación externa: "Jesús viene". Como en otros relatos de apariciones (Jn 20, 19.24.26),
el autor juega con la venida" del Hijo al mundo, frecuentemente aludida en el evangelio
(cfr. sermón de la cena). Esta introducción solemne empalma perfectamente con las
palabras que siguen: "toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez". Es patente la
semejanza con Jn 6, 11 (la multiplicación de los panes) y, por tanto, la relación con el
alimento eucarístico.
Otra vez, como en Lc 24,13ss, la comunidad de mesa (eucarística en el fondo) es el
lugar en que ocurre el reconocimiento del resucitado, y esto como punto culminante de
una experiencia hasta entonces sólo vislumbrada y ambigua de su proximidad (cfr. Jn
21,4.12; Lc 24,16.32).
Otras apariciones
a) Hch 1,4. Como ejemplificación del v. 3, Lc refiere un diálogo del Señor con sus
discípulos "mientras estaba comiendo con ellos", usando para ello el mismo verbo
griego que las cartas pseudoclementinas usan para referirse a la eucaristía. No se puede
sacar mucho más de Lc 1,4; pero nos basta retener que aquí se cita una aparición del
Señor durante una comida.
b) Hch 10,41. Lc presenta a Pedro explicándole a Cornelio que Dios resucitó a Jesús y
le concedió la gracia de aparecerse a los testigos que había escogido de antemano, "a
nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Y
nos mandó que predicásemos al pueblo y diésemos testimonio...". No está claro si hay
aquí un recuerdo histórico o sólo el deseo de resaltar el lugar especial que tienen en la
Iglesia los primeros testigos de la resurrección. Pero, en todo caso, parece significativo
que Lc, en relación con el dar testimonio, hable de la comunidad de mesa con el
resucitado. No se puede rechazar de antemano el posible sentido eucarístico de esta
comida, y más si se tiene en cuenta que el comer y beber parecen acentuar precisamente
el carácter eucarístico de aquel comer comunitario.
c) Jn 20,19ss; Lc 24,36ss; (Mc 16,14). Según estos relatos, la primera aparición de Jesús
a sus discípulos tuvo lugar en un recinto en el que se habían reunido (¿para qué?). Jn
añade además que ello ocurrió "el primer día de la semana". Con esta expresión
palestina, una antigua tradición litúrgica designaba al mismo tiempo el día de la
resurrección y, por eso mismo, el día de la celebración eucarística en la cristiandad
primitiva. La perícopa siguiente nos dice que la aparición a Tomás tuvo lugar "ocho días
después" (v 26); por lo tanto, Jesús se manifiesta a los discípulos en sendos "días del
Señor" (como se llamarán más tarde), en los cuales se reunían las comunidades para
celebrar la eucaristía. Si estos datos litúrgicos que nos da el texto proceden de la praxis
litúrgica, o si esta praxis nació del recuerdo de una antigua tradición pascual (de
reuniones eucarísticas en las que tenían lugar "apariciones" del resucitado), son
hipótesis que evidentemente no se excluyen.
Pero hay otro aspecto que relaciona esta perícopa con la tradición litúrgica: la alusión al
costado de Jesús, que en Jn tiene un sentido especial (cfr. Jn 19,34s). Jesús es
presentado como el que ha redimido al mundo en la cruz, como el que da a los creyentes
la salud y el espíritu bajo los signos de sangre y agua, signos que aluden a la manera
como se trasmite ahora y siempre esa salud: en los sacramentos del bautismo y la
eucaristía. ¿Se trata acaso, en esta perícopa, de una aparición del resucitado a sus
discípulos durante la cena (interpretada eucarísticamente) y configurada luego por la
teología de Jn? Esto la aproximaría bastante a las narraciones de Lc 24,13ss; Hch 3,26ss
e incluso Jn 21,Iss.
El relato paralelo de Lc 24,36-43 está dominado por el motivo (apologético) de probar
la realidad histórica del resucitado, su identidad con el crucificado y su vida
completamente nueva. Ahora bien, ¿es casual que Lc vea la "prueba" decisiva en el
hecho de que el resucitado coma un pez?, ¿no puede haber, en el fondo de este relato
apologético, el recuerdo histórico de una comida con los discípulos en la que recibieron
el don de la fe en el resucitado (v 40)? Es interesante notar que las adiciones posteriores
al texto (v 42: "y un panal de miel"; v 43: "y tomó el resto y se lo dio a ellos") sugieren
ya claramente una interpretación sacramental y eucarística del pasaje.
El resumen ulterior de Mc 16,14 parece reforzar nuestra interpretación cuando introduce
la aparición con el dato: "estando ellos a la mesa".
Creo que las observaciones hechas hasta aquí justifican la conclusión de que, al menos
en las tradiciones lucana y joannea (y ambas recogen tradiciones antiguas), existe una
relación muy íntima entre las apariciones del resucitado y las comidas comunitarias que
celebraban los discípulos después de Pascua, las cuales, además, están descritas en una
terminología que las aproxima a la tradición litúrgica eucarística.
Comida pascual, comidas del Jesús terreno y eucaristías primitivas
Llama la atención el papel que jugaba ya para el Jesús terreno la comunidad de mesa.
Jesús no sólo come y promete comer con sus discípulos sino, preferentemente, con
pecadores, publicanos y otros marginados sociales y religiosos. Era una manera bien
concreta de hacer visible el mensaje central de Jesús: la irrupción del reino de Dios que
viene. No le bastaba anunciar el Reino futuro con las figuras apocalípticas del banquete
de bodas o el banquete celestial (cfr. Mt 8,11; Lc 14,16-24); no, los anticipaba en sus
propias comidas para mostrar precisamente a los pecadores (Me 2,17) que Dios entra en
comunidad con ellos y les ofrece su paz y su alegría, significadas en la comida con
Jesús.
Esta serie de comidas tiene su punto culminante en la última cena, no sólo por su
carácter de despedida sino porque en ella Jesús mismo da el nuevo sentido a esa comida,
sentido que apunta a su muerte expiatoria "por los muchos". Este nuevo sentido, junto
con la promesa escatológica de Mc 14,25 (= Lc 22,15-18), se experimentan ya como
algo "cumplido", como una realidad escatológica, en la comunidad con el resucitado, es
decir en sus "apariciones" estando ellos reunidos a la mesa. Es el Señor crucificado el
que se les revela en toda la plenitud de su gloria, anticipando así el prometido reino de
Dios. El hecho de "comer y beber con él" ya ahora (Hch 10,41), es el suceso
escatológico anticipado. De ahí que la nueva "comunidad escatológica" parta el pan
"con alegría" (Hch 2,46) y celebre la presencia en medio de ella del Señor resucitado.
Pero, al mismo tiempo, vuelve la vista al futuro y grita su esperanzado "Marana tha" (1
Co 16,22; Ap 22,20). Las celebraciones eucarísticas de la primera Iglesia viven a la vez
en la alegría de la "venida", ya experimentada, del resucitado y en la esperanza de lo
que falta "hasta que él venga" (1 Co 11,26).
APARICIÓN DEL RESUCITADO Y EUCARISTÍA
Volvamos a las "apariciones pascuales eucarísticas". Según Dupont, "la eucaristía es
para los cristianos la gran señal de la resurrección del Señor, la señal que les permite
reconocer: el Señor vive y está entre nosotros". ¿Vale esto sólo para los cristianos de la
época postapostólica, o la eucaristía era ya para los primeros testigos una "gran señal"
del Señor resucitado? Con otras palabras: las "apariciones" reseñadas en los textos que
acabamos de estudiar, ¿significan algo que va más allá de la celebración eucarística
comunitaria o son idénticas con ella?
Primero hemos de estudiar lo que significan las "apariciones" en los relatos pascuales.
Resurrección de Jesús y apariciones pascuales
El NT entiende por resurrección de Jesús una acción creativa de Dios que despierta para
una vida gloriosa al muerto Jesús de Nazaret. Pero esta actuación no tiene lugar
secretamente, sino que entra en la historia de los hombres, puesto que se hace asequible
a la experiencia humana. Y esta manifestación tiene lugar precisamente por medio de
las "apariciones" del resucitado a determinados testigos. En este sentido, las
"apariciones" no son fenómenos secundarios que lo mismo podían no haber ocurrido,
sino que pertenecen esencialmente a la resurrección. Sólo ellas la hacen realmente
histórica. De lo contrario, la resurrección de Jesús no sería el giro decisivo de la historia
salvífica, la nueva creación (cfr. Rm 4, 17; lCo 15, 42ss; 2Co 5,17). Con esto no
queremos decir que la resurrección de Jesús se reduzca a las apariciones o se identifique
con ellas; pero no podríamos hablar de ella ni de su realidad si no se hubiera expresado
de alguna manera.
El término "él se ha aparecido" (òpthè, con dativo) juega un papel decisivo en el
kerigma pascual (cfr. 1 Co 15, 3ss; Lc 24, 34; Hch 13,31). Los setenta lo emplean para
describir teofanías. Suele expresar que una realidad hasta entonces escondida se hace
manifiesta y perceptible. Es una experiencia que no depende del hombre, sino que le es
regalada por Dios cuando y donde Él quiere. Está relacionada casi siempre con la gloria
de Dios. Es una revelación -no una vulgar percepción empírica-, pero tiene un carácter
esencialmente sensorial (sea óptico o acústico).
El testimonio del NT
El kerigma pascual del NT parece hacer un uso parecido de esta palabra, afirmación que
se ve reforzada por otros dos términos usados en el mismo contexto: "Dios le concedió
hacerse visible" (Hch 10,40), o bien, "Jesús se manifestó a sus discípulos" (Jn 21,14). Se
trata, pues, de una revelación inesperada y regalada por Dios, del "desvelamiento" de un
misterio escondido: el resucitado se deja percibir. Lo que ya no se especifica es la forma
de esa percepción. Las descripciones evangélicas de la "visión" o del "cuerpo" del
resucitado apuntan claramente al carácter inefable, totalmente distinto, de las
experiencias. Con todo, desde un punto de vista negativo se puede afirmar lo siguiente:
a) La visión que se da en las "apariciones" no está en el mismo plano de experiencia
empírico-sensorial en el que puede estar la vivencia de la muerte de Jesús. El resucitado
lo mismo se deja ver que desaparece según su voluntad. Es imposible retenerle. Su
aparición es puro don. Los relatos describen al resucitado, por una parte, cromo el
mismo Jesús de Nazaret, el crucificado ya conocido de antes; y, por otra parte, como
una persona distinta de la que los discípulos habían conocido. Se presenta de maneras
extrañas y el lenguaje humano parece no poder captar la nueva realidad que tras ellas se
esconde (de ahí las contradicciones y discordancias históricas en los relatos pascuales).
Estas observaciones quedan confirmadas por Pablo y los Hechos cuando hablan de la
experiencia de Damasco (1Co 15, 8; 9, 1; Hch 9,27; 22,17), o cuando Pablo reflexiona
sobre la corporalidad de la resurrección (1Co 15, 14).
b) Pero, por otra parte, las apariciones no se pueden colocar en el terreno de las
visiones. Los relatos evangélicos no son simplemente objetivaciones de vivencias
psíquicas (más o menos causadas por Dios); tal explicación no haría justicia ni a su
contenido teológico ni a su forma literaria. De la misma manera, Pablo separa
claramente su vivencia de Damasco de sus otras vivencias místico-extáticas, las
"visiones" que cita en 2 Co 12, 1-4. La aparición del resucitado es, para él, la
legitimación de su apostolado y el fundamento de su predicación; no así sus visiones.
En nuestra manera de pensar actual, parece que una manifestación milagrosa de Dios
hubiera de ocurrir en forma visionaria. El Antiguo y el Nuevo Testamento son mucho
más realistas: Dios no obra primariamente en el campo intrapsíquico, sino en el
histórico.
Ahora bien, ¿qué se puede decir positivamente sobre las apariciones del resucitado? La
alternativa entre lo puramente empírico-sensorial" y lo "puramente anímico- visionario",
resulta claramente insuficiente. Hoy existen una serie de intentos exegéticos que
explican las apariciones en una dirección bastante unitaria. Se habla de un encuentro
personal con el resucitado (Schlier, Koch), de un acontecimiento transformador que
conduce a la fe y al testimonio (Marxen), de una experiencia de la comunidad de vida
de la Iglesia con el Señor glorificado (Seidensticker), etc. Y es que los relatos de las
apariciones no hablan sólo de "ver" al resucitado, sino también de oír su palabra, de
escuchar su saludo y su enseñanza, de comer con él, de recibir su espíritu y su poder, de
ser enviados a predicar. La "aparición" abarca más que un mero ver; es una experiencia
y un encuentro que atañe a toda la persona del hombre y hace de él un creyente en
Cristo en sentido pleno e incluso lo hace responsable de la constitución de la comunidad
de creyentes que empieza a nacer.
Se trata, por tanto, de sacar a las apariciones de una consideración aislada para situarlas
-como lo exige el NT- en la íntima relación que tienen, por una parte, con la historia de
Jesús y, por otra, con la historia de la Iglesia:
a) con la historia de Jesús: las apariciones son revelaciones de aquel Jesús de Nazaret
que durante su vida ha anunciado el reino de Dios y lo ha incluido ya en su mismo obrar
(Hch 1, 3-8; Mt 28, 18ss); del que subió a la cruz por amor a los pecadores y para pagar
su culpa en obediencia al Padre (Lc 24, 26-41). Las "apariciones" son, sobre todo, la
experiencia de ese amor de Cristo que supera la muerte en toda su gloria y señorío.
b) con la historia de la Iglesia: pero, además, esas apariciones tienen lugar en y para la
historia del hombre. La resurrección de Jesús que se manifiesta en las apariciones sólo
llega a su realidad plena cuando se manifiesta como el suceso que cambia el destino del
hombre. Es primicia de la "nueva creación" allí donde "embarga" hombres que
realmente se dejan convertir a la fe por ese "amor que se aparece" y que se dejan enviar
a amar "como yo os he amado" (Jn 15,12; cfr. Jn 20,21; Mt 28,20). Esta interpretación
está justificada por los mismos textos bíblicos, cuyo núcleo no es la mera constatación
de la aparición como un hecho, sino un mensaje para los hombres, sea directamente en
forma de enseñanza, de autorización o de misión, o indirectamente en forma de
indicación del camino hacia la fe en el resucitado (cfr. Lc 24,13ss; Jn 20,26ss; 21,1ss).
Cada aparición se trasciende a sí misma, concretamente en dirección a la Iglesia y su
servicio a los hombres.
¿Pero podremos decir, además, algo más "fenomenológico" acerca de las apariciones?,
¿qué apariencia externa tenía ese "encuentro personal" con el resucitado? Pues es fácil
que al decir "personal" nos situemos, otra vez, en el plano interior de la subjetividad y
abreviemos así :a realidad "objetiva".
En primer lugar, hemos de tener claro que en los textos del NT no encontramos ninguna
respuesta directa a esta pregunta. A pesar de su concreción, no nos explican, por
ejemplo, cómo podía el Señor entrar por puertas cerradas, comer un pez o aparecérseles
en forma de caminante o de jardinero. No es esto lo que pretenden los evangelios. Lo
que les importa es la realidad de la presencia del resucitado, su identidad con el Jesús
terreno y muerto, su vida nueva, la fe en él y en la misión que de él procedía. Pero, tal
vez, precisamente a partir de esta intención de los textos podamos encontrar en ellos
algo más concreto sobre la visibilidad de esas experiencias.
La eucaristía: una forma de "aparición"
Decíamos en páginas anteriores que si la aparición del resucitado es una experiencia
personal que atañe a todo el hombre, no puede faltarle la vertiente corporal, ya que es
elemento esencial de la personalidad humana; y, de hecho, esta experiencia "corporal"
es constitutiva en las apariciones del resucitado. Lo que falta saber es qué significa aquí
"corporal". No quiere decir, ciertamente, que Jesús se presentara entre sus discípulos
con la misma figura palpable y visible que tenía antes de su muerte, que apareciera de
repente como el duodécimo comensal que, sentado a la mesa, comía como si no hubiera
muerto. Semejante interpretación no es imposible pero no parece responder a las
tendencias kerigmáticas y apologéticas de los relatos.
Entonces, ¿qué? ¿Lo veían "en espíritu", a la manera de una visión? Tampoco se puede
excluir en absoluto tal posibilidad, pero habría sido un fundamento muy débil para la
Iglesia que brotó de aquellas experiencias pascuales, basada en la fuerte convicción de
que el Señor vivía de verdad y de que había enviado a los discípulos.
¿Qué queda, pues? En los casos que hemos discutido queda la experiencia "corporal" y
muy concreta de la comida comunitaria de los discípulos. ¿No puede haber sido esta
experiencia el "medio" -entre otros- por el que el resucitado se manifestó vivo y
presente? Veíamos más arriba la frecuencia con que las apariciones ocurrieron en una
comida comunitaria. Este dato no puede ser puramente casual o accidental. En mi
opinión no es sólo el marco en el que tuvo lugar la "aparición" propiamente dicha, sino
más bien el elemento decisivo que proporciona la experiencia del resucitado.
Con esta tesis no se excluyen de ninguna manera otras situaciones u otras formas de
"apariciones" del resucitado. Es claro que ha habido muy diversas mediaciones
"sensoriales" de la automanifestación del resucitado (en general, las apariciones que no
hemos comentado... ). Sin embargo, se podría sospechar -sin que podamos fundamentar
aquí la sospecha que también estas "apariciones" están en relación interna con las
"apariciones" durante la comida comunitaria, recibiendo de ellas algo así como el
sentido eclesial de la nueva fe...
Ahora bien, ¿qué razones podemos aducir para fundamentar nuestra hipótesis de que la
comida comunitaria lleva en sí misma la posibilidad de convertirse en una "aparición"
del resucitado?
Según los relatos de las apariciones, no es Jesús el que reúne a los discípulos sino que se
les aparece estando ellos reunidos (previamente). Parece, por consiguiente, que entre los
discípulos no todo había terminado el viernes santo. Por el contrarío, se puede suponer
que la comunidad de discípulos había continuado en parte y que, de alguna manera,
seguía celebrando las comidas comunitarias a las que Jesús los había habituado. Pues
bien, puede ser que en tales ocasiones la experiencia de las comidas con el Jesús terreno
(presencia del anunciado reino de Dios) y, sobre todo, la experiencia de la última cena
(junto con la experiencia de la muerte de Jesús) cobraran nueva vitalidad hasta
convertirse en la experiencia de una presencia nueva y completamente distinta, pero
muy real, de su Señor.
Evitemos posibles malentendidos: esta experiencia no se refiere a un sentimiento o
estado de ánimo que embargara a los discípulos, ni niega de ninguna manera una
resurrección real, referida a la persona misma de Jesús. Al contrario, en nuestra
interpretación la damos por supuesta, ya que nos preguntamos por el modo de su
manifestación histórica, de su transformación en experiencia humana. Y esta
automanifestación podría, precisamente, haber encontrado su centro en la figura de una
comida comunitaria, la cual, en efecto, había sido elevada ya por el Jesús terreno como
lugar de la llegada del reino de Dios y (en la última cena) como lugar de la presencia
permanente de su muerte "por los muchos".
Si después de Pascua prosiguieron, como parece, estas comidas, lo que estaba presente
en ellas no era el recuerdo de algo pasado, sino el mismo Señor glorificado que, por su
muerte y resurrección, había llegado a ser "el reino de Dios" en persona y que, por
tanto, tenía poder para manifestárselo a sus discípulos. Los relatos de Pascua hablan de
manera muy real de la presencia nueva del Señor, presencia que no se puede diluir en
ningún tipo de sentimientos o recuerdos. La cuestión es ver si esta realidad, que vencía
la incredulidad y la duda de los discípulos, se experimentó de una manera harto
misteriosa y en el fondo poco real, o en la comunidad real de la fracción del pan y por
medio de ella. Lo segundo me parece más probable; ya que la comida comunitaria,
elevada por el mismo Jesús terreno a "representación" del reino de Dios y de la nueva
alianza en su sangre, era ya por sí misma la expresión más apropiada y más convincente
del Señor crucificado y -como tal- resucitado. Esta manifestación de su muerte y de su
gloria, "preparada" ya por el Jesús terreno, fue después utilizada por el Señor resucitado
(por él y no por los discípulos que al reunirse sólo ofrecían la ocasión) como "medio" de
su nuevo "aparecerse", y por cierto un medio íntimamente relacionado con el
acontecimiento de su muerte y resurrección.
Una pequeña confirmación de todo esto podría encontrarse tal vez en las palabras de
Jesús (recordadas o formuladas después de Pascua): "Donde están dos o tres reunidos en
mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20; cfr. Jn 20,19.26; Lc 24,36: "él se
presentó en medio de ellos"). El que los discípulos en sus cenas pascuales
experimentaran verdaderamente esta nueva presencia del Señor vivo, no provie ne de sus
sentimientos, expectaciones o recuerdos, sino que es puro don del resucitado. Él se deja
experimentar en ellas.
Si todo esto tuvo lugar junto con una fuerte "experiencia del Espíritu", o junto con una
viva experiencia del amor fraterno en la celebración eucarística, o si se produjeron
visiones o fenómenos extraordinarios que hacían "inconfundible" la aparición del
resucitado, es algo que no puede pasar del plano de las suposiciones, supuesto lo poco
que sabemos de la situación concreta inmediatamente después de Pascua.
Es posible que a más de uno esta interpretación de las apariciones le resulte "demasiado
poco": ¿podría nacer realmente de ahí la fe pascual?, ¿no tenía que "añadirse" algo más
a la comida eucarística para hacer "claro" el acontecimiento? Puede ser. Pero no
podemos equiparar sencillamente nuestra actual experiencia eucarística a la de las
primeras semanas y meses después de Pascua. ¿No podrá la experiencia inicial de la
eucaristía -tan próxima a las comidas celebradas con el Jesús terreno y, sobre todo, a su
última cena y al acontecimiento de su muerte- provocar precisamente ese movimiento
de la fe y del amor (= misión, Iglesia) que brotaba del encuentro con el Señor vivo en
ella?, ¿habían de ser más apropiadas para ello verdaderas "apariciones" en forma de
visiones o audiciones o de otros "encuentros" inexplicables? Seguramente, no. Tampoco
se puede excluir esta posibilidad -como ya hemos dicho antes- pero, en mi opinión, la
cena eucarística, la común fracción del pan que el Señor mismo había designado como
su cuerpo entregado, y el común beber del vino que el mismo Señor había designado
como su sangre derramada, podía ser un medio suficientemente "expresivo" y "visible"
de su nueva presencia.
LOS PRIMEROS TESTIGOS
Para terminar, examinemos brevemente una objeción que tal vez podría hacerse a
nuestra interpretación: si una serie de "apariciones" han ocurrido así, ¿en qué se
diferencian los testigos del comienzo de todos los demás, incluidos nosotros?
A esto hay que responder, en primer lugar, que no se trata de interpretar todas las
apariciones en la dirección de la eucaristía. Los textos presentan otras manifestaciones
del resucitado y no se las puede reducir a un único "tipo" de encuentro.
En segundo lugar, el "ver" de los testigos de pascua consiste en una percepción del
acontecimiento revelatorio de Cristo. Es decir, que ese ver incluye la fe y sólo en la fe
llega a ser una verdadera experiencia personal y un verdadero encuentro. La fe no es
sólo un efecto de esa experiencia, la fe es la experiencia plena. Por eso resulta
completamente ocioso preguntar qué estuvo antes, la experiencia de las apariciones o la
fe. Hay algo así como una evolución o una historia de la fe de los testigos de Pascua,
cuyo comienzo tal vez no fue más que la fe, todavía no del todo muerta en el Jesús
terreno, fe que se expresaba en las reuniones y comidas post-pascuales (presupuesto de
las apariciones). Después es Jesús, el resucitado, el que eleva esa fe a una experiencia
verdaderamente nueva de su nueva vida en la gloria de Dios. Pero esta misma
experiencia sólo es asequible a la fe, y ambas son puro don del resucitado; lo mismo que
sus apariciones. Es decir, en su "aparecerse" a los testigos el resucitado les otorga a la
vez el "órgano cognoscitivo" para reconocerle: la fe. Y esto incluso en el caso de
Tomás, al cual no se le dan pruebas "contundentes" que lleven a la fe, sino "signos" que
Tomás interpreta con la fe que el mismo Señor le otorga; si bien, parece claro en la
intención de Jn que Jesús no volverá a ofrecer en tiempos posteriores unos signos tan
claros y fuertes. Pero lo decisivo es que, tanto para los primeros testigos como para
nosotros es la fe el verdadero "órgano" por el que hacemos la "experiencia" del
resucitado, y esta experiencia de la fe no es tan distinta para ellos y para nosotros. Y es
que nuestra fe no es sólo, ni en primera línea, la aceptación del testimonio fidedigno de
los discípulos. No; si de verdad creemos a su testimonio, entonces creemos
primariamente en el resucitado y en su realidad viviente entonces y ahora. Y esta fe sólo
se nos otorga si aceptamos esa realidad del resucitado hoy, si nos dejamos amar por él y
dejamos que nos envíe a amar y a predicar en el mundo esta fe.
Es claro que esta fe se les exigía igual a los primeros testigos que a nosotros; y no
parece plausible suponer que la fe de los primeros haya sido más fácil que la nuestra; los
relatos de las apariciones hacen suponer lo contrario. El resucitado les proporcionó
"signos" de su nueva presencia; notémoslo bien: signos que debían creerse, no pruebas
que pudieran saberse.
Con todo, no hay que negar el carácter peculiar e irrepetible de las primeras apariciones
del resucitado con respecto a toda ulterior experiencia de fe sobre la realidad y presencia
del Señor resucitado. Los discípulos son los "testigos que Dios había escogido de
antemano" (Hch 10,41) de la vida, muerte y resurrección de Jesús, y sobre su testimonio
-junto al testimonio "interior" del Espíritu- descansa nuestra fe en él. ¿En qué consiste
entonces el carácter especial del testimonio apostólico? Seguramente hay que verlo en el
hecho de que los apóstoles (según el modo de hablar de Lc) estuvieron con él "a partir
del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado" (Hch 1,22), es decir hasta el
acontecimiento de la cruz, y de que ahora captan en el signo (por ejemplo, de la fracción
del pan) su nueva presencia poderosa y activa. Ellos son los que reconocen y testifican
la identidad del Señor histórico (del crucificado) con el resucitado, y sólo ahora
entienden, a partir de esta experiencia, lo que el Señor dijo e hizo durante su vida
terrena, lo que el Señor en realidad es. Y, cabalmente, esa experiencia es el privilegio
único y perdurable de los primeros testigos. Es el testimonio que ellos transmiten con
carácter normativo a la Iglesia y a la tradición y que nosotros recibimos como la
mediación de nuestra propia fe en aquel Jesús de Nazaret que resucitó y que hoy todavía
vive.
Cuáles fueron los signos que el Señor escogió para esta "manifestación de identidad", es
algo que no sabemos con exactitud en cada caso particular. Pero hay una cosa que
parecen iluminar nuestras observaciones y reflexiones: un signo (y, quizá, el decisivo)
de su nueva presencia era, ya al principio de todo, y es, todavía hoy, la celebración
comunitaria de la cena eucarística por parte de los que tienen puestas en él su fe, su
esperanza y su amor.
Notas:
1
La longitud del original nos ha obligado a hacer un extracto apretado y a renunciar ainteresantes párrafos de ampliación; por la misma razón omitimos las 74 citas que
remiten a otros autores (N. del T.).
Tradujo y extractó: RAFAEL PUENTE
GERARD SIEGWALT
LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y NUESTRA
RESURRECCIÓN
Es un hecho cada día más claro que la teología se halla continuamente interpelada por
las cuestiones que le plantea el ambiente humano y cultural. Puede rechazar esta
situación y dedicarse, entonces, a repetir invariablemente su testimonio, como voz que
clama en el desierto. Por el contrario, la teología puede ponerse al frente del desafío
que se le dirige, y, «teologizándolo», identificarse de tal forma con él que se niegue
como pensar teológico.
El autor busca en este trabajo una vía intermedia para abordar la problemática de la
resurrección y el concepto de historia implicado en ella: en estrecha unidad con el dato
bíblico y, al mismo tiempo, atento a la interpelación del ambiente, de forma que el
hablar de la fe sea, en verdad, significativo; pero al mismo tiempo, de manera que. esta
significación se encuentre siempre en conexión con el acontecimiento originario de la
fe.
Le Résurrection du Christ et nostre résurrection, Revue d’historie et de philosophie
religieuses, 50 (1970) 221-243
EL LUGAR DE LA FE EN EL RESUCITADO Y DE NUESTRA RESURRECCIÓN
La fe y la Iglesia, lugares adecuados
Únicamente en la fe se puede hablar, adecuadamente, de la resurrección de Cristo y de
nuestra propia resurrección y esto implica que únicamente se puede hacer en la Iglesia.
Esta afirmación depende simplemente de que la resurrección de Cristo sólo es conocida
en la fe. Los únicos testigos del resucitado fueron los discípulos creyentes.
Este hecho puede tener dos explicaciones opuestas: la primera, que el testimonio de los
discípulos es pura invención de estos (cfr. Mt 27, 62ss y 28, 11-15). Reimarus
(16941768) fue el primero en indicar el problema del Jesús histórico como problema
decisivo de la cristología. Rechazando la cristología dogmática, ve en Jesús un profeta
que se tiene a sí mismo por el Mesías, pero que fracasa: la muerte manifiesta su fracaso.
Sin embargo, después de su muerte, los discípulos lo espiritualizaron; le aplicaron la
imagen del mesianismo davídico-real e hicieron de él el Mesías-Hijo del hombre de
Daniel que ha venido en humillación y volverá en gloria. Robaron y ocultaron el
cadáver para poder decir que había resucitado y que volvería enseguida. Pero la parusía
no llegaba. Los apóstoles dieron razones de este retraso, totalmente arbitrarias; pero la
cristiandad les creyó. Así, pues, el cristianismo, perpetuado hasta hoy, descansa en una
mentira de los discípulos.
Desde otro punto de vista, la fe de los discípulos es, no una impostura, sino una
ideologización o mitificación del Jesús histórico. Así lo afirma D. F. Strauss en su "Vida
de Jesús" (1835). Hegeliano, afirma que la vuelta al Jesús histórico es imposible, pues el
Cristo de los evangelios es un mito; la significación de los evangelios no es histórica,
sino mítica. Jesús representa la idea mítica (hegeliana) del dios-hombre, no su realidad
histórica. Esta idea mítica se formó por la proyección sobre Jesús de toda la esperanza
del AT. El mito expresa la verdad religiosa del dios-hombre históricamente; es la fusión
de idea e historia.
Pero, en estas dos posturas, la fe no se halla "cubierta" por la realidad del Cristo
resucitado; en ambos casos no es la "fe".
Para la segunda explicación, la fe, en lugar de ser un producto del hombre, es la obra
misma de Cristo resucitado en el hombre. La resurrección de Cristo únicamente es
conocida en la fe porque la fe es, precisamente, el signo del resucitado en los que creen;
es la intervención de Cristo vivo sobre unos hombres a quienes coloca de este modo en
su campo de acción.
Todo el NT ve en la fe en el resucitado la obra del resucitado. Por ello no se puede
hablar de la resurrección de Cristo más que en la fe.
Esta fe, obra del mismo resucitado, hace participar al creyente en la vida de la
resurrección, que es la de Cristo. Así, fe en el resucitado y resurrección del creyente se
implican mutuamente. Cristo es las primicias de los que han muerto (1 Co 15, 20).
Desde ahora y en la fe participamos en el resucitado, pues hemos recibido las primicias
del Espíritu Santo (2 Co 1, 22; Ef 1, 14) ; hemos resucitado con Cristo (Rm 5, 18; 2 Co
5, 17ss); esta vida, ya real, sin embargo está aún oculta, la poseemos en la fe (Flp 3, l
1s; Col 3, 3). Juan insiste en la realidad presente de la resurrección, de la vida eterna (Jn
5, 24; 1 Jn 3, 14), sin olvidar la perspectiva escatológica futurista (Jn 5, 28s; 1 Jn 2, 28).
(Los sinópticos contienen fundamentalmente las mismas afirmaciones).
Hablar, pues, de la resurrección de Cristo es, al mismo tiempo, hablar de la resurrección
de aquellos que viven en la fe en Cristo. La cristología surge sobre la antropología
"cristiana", es decir, sobre el hombre "en Cristo". La resurrección de Cristo coloca, al
que cree, en la esfera de la vida del resucitado.
El lugar de la fe en el resucitado y de la vida nueva es la Iglesia, porque Cristo, en el
Espíritu Santo, está presente en ella. Esta relación Cristo-Iglesia (que no
fundamentamos aquí) nace de la designación de la Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo
de Cristo, templo del Espíritu Santo. La afirmación de que la Iglesia es el lugar de la fe
debe comprenderse en dos direcciones: es tal lugar en cuanto es la comunidad de fe a lo
largo del tiempo; en ella, Cristo vivo, en el Espíritu Santo, es el autor de la tradición de
la fe. Y, en segundo lugar, la Iglesia es el lugar de la fe en el culto, donde el Cristo se le
entrega en la Palabra y los sacramentos. En la Iglesia, la fe y por consiguiente, la vida
nueva de la resurrección, son creadas y renovadas, transmitidas continuamente por
Cristo en el Espíritu Santo.
Así pues, no se puede hablar de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección más
que en la fe y, por tanto, en la Iglesia, porque únicamente en la fe y en la Iglesia es
reconocido el resucitado y es recibida su vida.
Fuera de la fe el lenguaje es inadecuado
La teología contemporánea se aparta, expresamente, de las aproximaciones de Reimarus
y Strauss por inadecuadas, pues no se puede hablar de la resurrección sino en la fe y en
la Iglesia. Expondremos, muy esquemáticamente, tres momentos esenciales de esta
teología.
Martin Kähler publica en 1892 un pequeño escrito en el que aparece como precursor de
la "historia de las formas". Descubre en las "Vidas de Jesús" del siglo XIX un a priori
positivista (se ocupa del positivismo, pero lo que dice puede extenderse al
racionalismo). Estas "Vidas de Jesús" quieren presentar al Jesús real, al histórico, pero
"el Jesús histórico de los biógrafos contemporáneos... nos oculta al Cristo vivo". Por el
carácter suprahistórico de Jesús, los evangelios no son fuentes para una "Vida de Jesús",
sino testimonios de Jesús en cuanto Cristo. Ven a Jesús a partir del fin, de su
resurrección y glorificación y, por ello, descubren ya en el Jesús histórico al Cristo de la
fe. No tenemos, pues, acceso al Jesús histórico más que por el Cristo de la fe, es decir,
por el resucitado. Kähler distingue, en todo esto, entre lo "histórico" y lo
"geschichtlich": lo "histórico" es lo propio de la historia positivista que no alcanza al
Cristo verdadero; la "Geschichte" es la historia en el sentido bíblico, es decir, la historia
que es suprahistórica, que no puede ser alcanzada más que por la fe y que,
consiguientemente, es objeto del testimonio de la fe, objeto de la predicación.
La historia de las formas nace de aquí. Aunque es un método histórico de investigación,
sin embargo, reemplaza al acercamiento positivista a los textos bíblicos. Parte del hecho
de que los evangelios, particularmente los sinópticos, no son fuentes históricas en el
sentido positivista. Son el final de una tradición de fe de la comunidad primitiva (no
importa ahora si parten del Jesús terrestre o del resucitado). Los evangelistas son, ante
todo, recopiladores de las unidades literarias que la tradición había formado y que han
podido marcar con su sello propio.
La historia de las formas no se dedica a liberar el "núcleo histórico" de esta tradición,
pues este núcleo no es reconocible con precisión. Y, por otra parte, reconoce en esta
tradición una tradición kerigmática; es decir, que los motivos que han presidido la
formación de los relatos son motivos kerigmáticos de la primera comunidad. El material
que nos han transmitido los evangelios está muy ligado al desarrollo y vida de la joven
Iglesia. Las palabras, actos, vida y muerte de Jesús tal como eran conocidos por los
discípulos, fueron poco a poco modelados por esta joven Iglesia, en un proceso continuo
de "actualización" y adaptación del evangelio a las diversas situaciones de la comunidad
y de la formación del nuevo pueblo mesiánico (culto, catequesis, misión, polémica... ).
Finalmente, para Jürgen Moltmann (Teología de la Esperanza, cap 3, 6), la cuestión
histórica implica una presuposición filosófica de lo que es histórico. La noción de
historia, desde el Renacimiento, "se ha constituido a partir de experiencias diferentes de
la experiencia de la resurrección de Jesús de entre los muertos"; en esta noción no hay
lugar para el resucitado. Es la noción positivista de la historia, basada en el principio de
analogía. Con ella no se tendrá acceso jamás a la resurrección porque ésta implica una
noción diferente de la historia que está, precisamente, constituida por la resurrección de
Cristo. La resurrección de Cristo no apunta a un proceso posible en la historia del
mundo, sino que apunta al proceso escatológico con la historia del mundo. Se trata,
pues, de definir -a partir de la realidad, comprendida en la fe, de la resurrección- una
nueva noción de historia que, lejos de legitimarse por relación a otras comprensiones de
la historia, les exigirá legitimarse
ante ella o, más bien, ella las juzgará en su error y las asumirá en su verdad. La
resurrección de Cristo es un acontecimiento creador de historia, a partir del cual,
cualquier otra historia se ilumina, se cuestiona y se transforma.
Hablar, por tanto, de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección fuera de la fe y
de la Iglesia es inadecuado en el sentido de que es imposible. Al hablar desde fuera de la
fe y de la Iglesia, no se habla ya de la resurrección de Cristo y de la nuestra, sino de otra
cosa. El lenguaje de la resurrección es el lenguaje de la fe y el lugar de este lenguaje es
la Iglesia.
LA BASE DE LA FE EN EL RESUCITADO Y DE NUESTRA RESURRECCIÓN
Es preciso buscar el fundamento de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección
para establecer la verdad de ambas. La fe en el resucitado y nuestra propia resurrección
no tienen su verdad en sí mismas. Si esta afirmación puede parecer
fenomenológicamente contestable (desde este punto de vista, en efecto, el fundamento
de una certeza no es previo, sino que se encuentra en esta certeza misma), Reimarus y
Strauss muestran que una fe (una certeza) puede ser otra cosa que la fe verdadera, una
mentira creída o una idea erigida en sistema. Hemos dicho que tal fe no queda
"cubierta". De ahí, la necesidad de recurrir a la base o fundamento de la fe y de la
resurrección.
No es el testimonio de la escritura
El testimonio de la escritura no vale por sí mismo, sino por aquel que la inspira y de
quien da testimonio. A propósito de esto, podemos recordar la distinción clásica entre
principio formal y material de la fe. La sola referencia al principio formal conduce a un
formalismo que es legalismo: la escritura es entonces "ley". Únicamente por la
referencia al principio material de la fe, en relación indisoluble con el principio formal,
la escritura es "evangelio", testimonio inspirado por el Cristo y que da testimonio de él.
Es insuficiente la apelación calvinista a la "autoridad soberana de la escritura". Tal cual,
presenta la fe cristiana no como fe en Cristo, sino como fe en un libro. Esta distinción
entre principio formal y material, entre la escritura y el Cristo de la escritura, no quiere,
sin embargo, minimizar la importancia de la escritura. Sólo conocemos al Dios de
Jesucristo por ella. Ésta es su única dignidad. Pero el que inspira su testimonio y del
cual es testigo es más que ella y solo él "cubre" su testimonio.
No es la fe misma
El testimonio de la escritura es testimonio de fe de los discípulos o de la comunidad
primitiva. Por tanto, la fe no es su propia base.
Que el testimonio de la escritura es el testimonio de la fe, es una afirmación evidente:
los testigos son creyentes. Pero, contrariamente a Kähler, y, más claramente, a
Moltmann, la historia de las formas, en cuanto ha hecho una alianza con la filosofía de
Heidegger, tiene tal noción de la fe que el testimonio de la escritura que concierne a la
resurrección aparece como el producto de esta fe. La fe sería, entonces, su propia base.
Bultmann, eminente representante de la historia de las formas en su unión con la
filosofía de Heidegger, dice que la muerte de Jesús era un escándalo para los discípulos,
para su fe en Jesús. Pero, de hecho, si la muerte fue una prueba decisiva para la fe, esta
prueba no acabó con la derrota, sino con el triunfo de la fe. ¿Cómo explicar este cambio,
ya que para Bultmann ningún hecho que pueda llamarse "objetivo" ha intervenido entre
la prueba de la fe acontecida en la muerte y el triunfo de la fe que se expresa en la fe en
la resurrección? Según Bultmann, el hecho que ha intervenido es que los discípulos han
descubierto el sentido de la muerte de Jesús, expresado en la fe en la resurrección. Han
comprendido que la venida de Jesús es ya, en sí misma, el acontecimiento escatológico.
El contenido de la fe pascual que proclaman los discípulos es: Dios ha hecho Mesías al
profeta Jesús de Nazaret. El contacto con este kerigma crea la fe en el hombre y ésta es
la resurrección del hombre. Así pues, para Bultmann, la afirmación de que el testimonio
de la escritura es el testimonio de la fe, no significa testimonio de Cristo, sino
testimonio de la fe de la comunidad en Cristo, ya que la resurrección, como hecho
objetivo, es imposible. Este hecho no sólo es del orden de la fe, sino que incluso su
sentido se agota en el hecho de ser una afirmación de la fe. El "extra nos" de Cristo, su
objetividad o transparencia, el "quid" de la fe, no importan; lo que importa es la fe
misma, su "quod".
El fallo de Bultmann consiste en que, por no fundar la fe en el resucitado (y en nuestra
propia resurrección) en la realidad de la resurrección de Cristo, hace de ésta una
construcción de la fe de la comunidad y de la afirmación de nuestra propia resurrección
una filosofía (una concepción heideggeriana de la existencia).
Es la realidad de la resurrección
La fe no tiene su fundamento en sí misma, sino en la obra misma de Cristo resucitado
en el hombre. El testimonio de la escritura que es testimonio de fe, tiene su "soporte", su
"cobertura", fuera de sí. De otra manera, ¿quién sería el garante de su verdad?
Por ello, el fundamento de la fe en el resucitado y de nuestra propia resurrección es,
para la primera cristiandad y para nosotros, la realidad de la resurrección de Cristo.
De ahí, la importancia del problema histórico de la resurrección de Cristo. Si el
testimonio del NT y, en particular, los evangelios, no son fuentes en sentido positivo,
sin embargo, no es posible eliminar la pregunta por la realidad histórica de la
resurrección de Jesús. De otra manera no escaparíamos a una petición de principio que
afirmaría sin fundar.
El problema supera la sola cuestión de la resurrección y se extiende a todo el
planteamiento del "Jesús histórico y el Cristo de la fe". Este problema no "se le presenta
a Kähler, ni, sobre todo, a Bultmann; ambos fundan su fa lta de interés por el Jesús
histórico en que los evangelios son testimonios de la fe y presentan al Jesús histórico a
la luz de la resurrección. Para Bultmann, hay en los evangelios toda clase de relatos
referidos al Jesús histórico que son proyecciones de la fe en el resucitado sobre la vida
terrestre de Jesús (cfr. bautismo, confesión de Pedro... ). Así, pues, viendo todo a la luz
de la fe de la comunidad, Kähler y Bultmann pasan al lado del problema histórico, tanto
del Jesús histórico como de la resurrección.
Los post-bultmannianos (Bornkamm, Käsemann, Conzelmann... ) notan el fallo de los
anteriores y buscan caminos de fundamentación del kerigma en el Jesús histórico. Lo
que para Bultmann era pre-suposición del kerigma y por tanto de la fe de la comunidad,
para los post-bultmannianos es el fundamento. El americano J. M. Robinson dice que no
se trata de volver a la Leben-Jesu Forschung, como en el siglo XIX, a partir de
presupuestos positivistas, sino, en términos heideggerianos, de anclar el kerigma de la
primera cristiandad en una existencia histórico-kerigmática que lo funde. No supera a
Bultmann en la comprensión de la fe de la primera comunidad, pero sí en su
fundamentación explícita en Jesús.
Conciencia mesiánica como anticipación
Debemos ir más lejos aún y decir que el Jesús histórico no llega a ser el Cristo
únicamente a partir de la resurrección, sino que es ya el Cristo. Afirmamos la identidad
de Jesús con el Cristo, que implica a su vez la afirmación de la conciencia mesiánica de
Jesús; y, por lo tanto, el que Jesús no ha sido declarado Cristo solamente por la fe de la
comunidad primitiva, sino que era el Cristo y sabía que lo era. Esto es necesario si se
quiere fundar la fe en Cristo (aunque esta afirmación no se dará sólo porque sea
necesaria) y si se quiere escapar al idealismo, tanto de Strauss como de Bultmann.
El que los evangelios sean testimonios de fe no se opone, de ninguna manera, al
reconocimiento de su valor como testimonios del Jesús histórico, aunque estén
"sobrecargados" por la fe de la primera comunidad. ¿Cómo admitir, aun con esta
"sobrecarga", que lo que dicen de Jesús no proviene de él mismo? Las ideas mesiánicas
de los primeros discípulos, ¿fueron en realidad más poderosas en su vida y pensamiento
que la realidad histórica del que llamaban su Maestro? Los evangelios, pues, están
fundados en el Jesús histórico que es el Cristo; presentan la imagen de Jesús como el
Cristo tal y como se impuso a los discípulos y esta imagen es tal, que es preciso afirmar
la conciencia mesiánica de Jesús. Ésta se desprende de sus palabras y de su
comportamiento, en particular de su camino de cruz.
Dejando un análisis minucioso de las palabras de Jesús, Lc 4, 16ss muestra dos temas
estrechamente relacionados: el tema del "hoy" del tiempo de salvación y el tema del
"yo" de Jesús que manifiesta su conciencia de ser enviado. Jesús se sabe revestido de
poder, porque Dios actúa por medio de él. Su señorío y su autoridad nace de su relación
de obediencia al Padre.
La cruz es la piedra de escándalo para todos los que quisieran afirmar la conciencia
mesiánica de Jesús. Según Bultmann: "la comunidad debía superar el escándalo de la
cruz, y lo hizo en la fe pascual". Así, pues, ¿no es la comunidad la autora de la
mesianidad de Jesús? De hecho, el Jesús de los eva ngelios aparece como el Cristo
bíblico (por usar la fórmula de Kähler), el Cristo que se comprende a la luz del AT.
Desde su bautismo, Jesús comprende su mesianidad como un camino de cruz, como un
servicio que le llevará a la muerte (cfr. Mt 3, 13ss, con la cita de Is 42, 1 y Sal 2, 7, voz
que anuncia implícitamente a Jesús que es el Mesías en cuanto Siervo de Yahvé). La
respuesta de Jesús a Juan Bautista pide una interpretación en este sentido: "conviene que
nosotros cumplamos de esta manera toda justicia". Esta justicia por cumplir, que es una
con el amor por los pecadores, puede verse prefigurada en Is 53, que parece ser el
trasfondo de todo este pasaje. Jesús se sabe llamado a ser el siervo de Jahvé. La cruz es
la confirmación última de la mesianidad de Jesús. Tomando el camino de la cruz,
demuestra que no es el Mesías creado por los hombres, sino aquel que hace solamente la
voluntad del Padre. La cruz es el cumplimiento de su obediencia a Dios, no es el fracaso
de su mesianidad.
Así, pues, el Jesús histórico es ya el Cristo; el Cristo no es solamente el resucitado. Esta
afirmación, decisiva para el Jesús histórico, lo es también para la cuestión de la
resurrección. La relación entre el Jesús histórico y el resucitado puede definirse como
paralela a la que hay entre la promesa y el cumplimiento.
La muerte de Jesús es, sin duda, una ruptura, incluso siendo el cumplimiento, según
hemos dicho, de su misión. Sin continuación, toda la vida y ministerio de Jesús hubieran
quedado desautorizados. Estos últimos, que se acaban con la muerte de Jesús, piden una
confirmación: la conciencia mesiánica de Jesús, tal como soportaba toda su vida y
muerte, pedía una confirmación. Hay que hablar aquí, con W. Pannenberg del carácter
proléptico de la conciencia mesiánica del Jesús terrestre: "La pretensión de Jesús, por la
que Dios mismo actúa en él, es la anticipación de una confirmación que intervendrá
únicamente en el porvenir". En esto, la pretensión de Jesús se aproxima a la palabra
profética. Los profetas anunciaban, de parte de Yahvé, palabras que debían ser
confirmadas por su cumplimiento ulterior. De igual manera, la pretensión de Jesús pedía
una confirmación ulterior. Puede decirse que Jesús era consciente de esta necesidad: sus
anuncios de la pasión y resurrección (en los que nada obliga a pensar como vaticinia ex
eventu) muestran que él esperaba esta confirmación.
El carácter proléptico de la conciencia mesiánica de Jesús no crea la confirmación de
ésta, no crea la fe en la resurrección. Los textos muestran unánimemente el desconcierto
de los discípulos ante la muerte de Jesús. La promesa que implicaba la conciencia
mesiánica de Jesús no les hizo capaces de esperar el cumplimiento anunciado. Sin
embargo, de este hecho se ha deducido más de lo debido: el miedo de hacer de la
resurrección una simple afirmación de los discípulos, la oposición a la explicación
psicológica de la fe (cfr. Goguel), han motivado el que se acentuase la discontinuidad, la
ruptura: la resurrección es, entonces, algo absolutamente nuevo, propiamente
inesperado, el milagro absoluto. En efecto, es un acto nuevo. Pero los textos no
justifican el desconcierto de los discípulos, sino que, más bien, ven allí incredulidad
(cfr. el relato de los discípulos de Emaús muestra que el desconcierto y la incredulidad
de los discípulos eran contrarios a todo lo que sabían de Jesús, a la fe suscitada por
Jesús en ellos).
Sin la resurrección, la fe de los discípulos habría muerto necesariamente. En esto, la
resurrección era un acto nuevo. Pero en razón del carácter proléptico del ministerio de
Jesús terrestre, su muerte podía dejar a los discípulos en la expectativa, predispuestos
para una acción de Dios. Pues la realidad de la resurrección la habían conocido ya en su
comunión con el Jesús histórico (cfr. el relato de la transfiguración, en el que no es
preciso ver con Bultmann, un relato post- pascual mal datado. Igualmente, en el
evangelio de Juan, para quien la resurrección de Jesús no es sino la manifestación de la
gloria del Jesús terrestre; por lo tanto, el resucitado está ya oculto en el Cristo terrestre).
Ciertamente, la resurrección ilumina toda la vida terrestre de Jesús, pero esto no impide
el que Jesús terrestre fuera ya el que, por su comunión única con el Padre,
transparentara, por anticipación, al resucitado. ¿No manifestaba él la realidad de la
"vida" de Dios resucitando literalmente unos hombres, espiritualmente muertos, a una
vida nueva, vida en Dios? Por lo tanto, el carácter proléptico del ministerio de Jesús, si
no establece la resurrección, la anuncia y la pide.
El hecho de la resurrección
Al hecho "histórico" de la resurrección de Jesús no tenemos acceso más que por los
textos. Es preciso establecer su valor como testimonios. El texto más antiguo es 1 Co
15, 2-11. Pablo cita aquí una parádosis que él ha recibido de la primera comunidad (v
3); hace, además, mención de la aparición del resucitado de la que él mismo ha sido
beneficiario (v 8). El análisis de 1 Co 15, 3-7 permite descubrir una cierta ruptura
después del v 5 (proposiciones introducidas por oti o épeita, éita, respectivamente). Los
dos grupos de versículos (3-5; 6-7) relatan apariciones, pero, verosímilmente, la
parádosis se reduce a los vv 3-5. Harnack, en 1922, propuso la hipótesis, hoy
generalmente admitida, de que en los vv 3-7 existen dos capas de diferente antigüedad.
En cuanto a la segunda (6-7) el terminus ad quem es la visita de Pablo a Jerusalén, tres
años después de su conversión (Ga 1, 18ss ), pues las apariciones relatadas aquí
conciernen a toda la comunidad de Jerusalén. Entonces, lo más tarde, debió recibir
Pablo el testimonio de estas apariciones. Esto permite, por las razones de estilo
indicadas, datar con anterioridad los vv 3-5: hay que admitir, con Grass y otros, que
Pablo recibió de la iglesia de Damasco esta fórmula antigua; allí pasó el tiempo
siguiente a su conversión, tres años después de la muerte de Jesús. La fórmula es
antigua y muy próxima a los acontecimientos que atestigua; las indicaciones que da, y
que son de orden histórico, reciben de ella un crédito y una credibilidad, históricamente
hablando, muy grandes. Desde el punto de vista estrictamente histórico, es totalmente
improbable la idea de que se tratara aquí de leyendas. La afirmación según la cual Jesús
se apareció después de su muerte está históricamente bien fundada.
Los textos de los evangelios no hablan solamente, como 1 Co 15, de las apariciones del
resucitado, sino también de la tumba vacía. La afirmación del carácter legendario de la
tumba vacía es frecuente; esta tesis se encuentra, en particular, en la escuela de la
historia de las formas. Ésta aborda los textos a partir de los motivos que han podido
formarlos de las más diversas maneras: motivos apologéticos (en particular, la polémica
con el judaísmo anticristiano), catequético-teológicos (necesidad de ser realista), etc. Se
llega, de esta manera, incluso a reemplazar el hecho por las motivaciones, de modo que
aparece como una pura construcción, con un sustrato histórico más o menos dudoso, o,
simplemente, ausente. Se absolutizan manifiestamente los motivos, que no pueden ser
negados, pero que son, quizá, secundarios en relación al hecho mismo narrado. Para
Grass, por ejemplo, el relato de la tumba vacía es, con toda probabilidad, una leyenda
sin más. Ciertamente concede que lo que le hace poner en cue stión la realidad de la
tumba vacía tiene una base muy débil, pero se declara partidario de una crítica radical,
en nombre de la cual hay que considerar como improbable lo que no es seguro.
Se dan razones históricas (sólo consideraremos éstas) a favor de la autenticidad de la
tumba vacía. Vienen a decir que los contemporáneos de los discípulos sólo podían
comprender la proclamación de la resurrección de Jesús suponiendo que la tumba
estuviera vacía y que los discípulos no habrían podido anunciar, después de la muerte de
Jesús, su resurrección en Jerusalén, si su sepulcro no hubiera estado vacío. Puede
añadirse que la polémica judía no hizo jamás intervenir el argumento de que la tumba de
Jesús contenía todavía su cuerpo (cfr. Mt 27, 62ss; 28, 11ss, que responde
apologéticamente a una acusación de robo del cuerpo de Jesús). Tanto por parte
cristiana como por parte judía se conocía el hecho de la tumba vacía. Esto es una
afirmación histórica que se opone a toda negación de la tumba vacía. Como en el
dominio de la historia factual no se dan sino probabilidades, afirmamos, sin que con ello
quede ya probada la resurrección de Jesús, la gran probabilidad histórica de la tumba
vacía.
Entre los textos de los cuatro evangelios se dan diferencias que no tocan al hecho de la
tumba vacía, sino a varios puntos del relato. Pero estas diferencias no pueden poner en
cuestión la conclusión histórica indicada. A propósito de las apariciones, Marcos y
Mateo las sitúan en Galilea, Lucas y Juan en Jerusalén; pero estas diferencias no tocan
al hecho mismo de las apariciones, hecho ya atestiguado en 1 Co 15.
La realidad de la resurrección
Entonces, ¿cuál es la "realidad" de la resurrección de Jesús? En esta cuestión se halla
implicada la realidad de nuestra resurrección.
No se trata simplemente de una revivificación. Los testimonios son unánimes. La
resurrección de Lázaro es una revivificación, la de Jesús no. En la resurrección de Jesús
no se trata, en todo caso, del destino de su cuerpo físico. La simple resurrección de éste
no describe adecuadamente la resurrección de Jesús.
Para Pablo, la cuestión es ésta: ¿cómo se manifiesta el resucitado en sus apariciones?
Hay que distinguir, en Pablo, entre la aparición del resucitado y otras experiencias del
orden de la visión. En cuanto a la aparición del resucitado, Pablo habla así: "yo he visto"
(eóraka) al Kyrios (1 Co 9, 1; 15, 5s) ; "ha agradado a Dios revelarme (apokalypsai a su
Hijo" (Ga 1, 16); en Hch 26, 19 habla, a propósito de la aparición de Damasco, de
visión celeste (ourá nios optasía). Con motivo de otras experiencias de visiones, Pablo
habla en términos parecidos. En 2 Co 12, lss menciona sus visiones y revelaciones del
Señor (optasíai kai apokalypseis) y cuenta que, catorce años antes, fue elevado hasta el
tercer cielo, fue introducido en el paraíso y escuchó palabras inefables. Sabemos, por
otros textos, que Pablo tenía revelaciones (Ga 2, 1; Hch 16, 9... ).
Pero la visión de Damasco es única. Pablo la caracteriza en 1 Co 15, 7 como última
cristofanía; es la visión del resucitado. Pablo no ha visto al resucitado más que una sola
vez. Las otras visiones y revelaciones eran diferentes de esta visión del resucitado ante
Damasco. Ésta es para Pablo una visión objetiva; es lo mismo que decir que se trata de
Una aparición. El contenido de la aparición es el resucitado glorioso, no el resucitado
terrestre del que hablan los evangelios; es decir, aquel del que dicen los evangelios que
ha subido al cielo. Esto se deduce de lo que Pablo dice del cuerpo de Cristo resucitado.
Es un sõma t?s dox?s (Flp 3, 21 ). Este texto deja entender que el cuerpo que tendremos
en la resurrección será el mismo cuerpo de Cristo glorificado. La relación que este texto
establece entre el cuerpo glorificado de Cristo y el cuerpo de nuestra resurrección
permite extender lo que Pablo dice en 1 Co 15, 35-53, a propósito de nuestro cuerpo
celeste (de resurrección), al cuerpo de la resurrección de Cristo. Pablo se separa aquí
tanto del realismo vulgar del judaísmo, para quien el cuerpo de la resurrección es el
cuerpo físico-terrestre restaurado (algo así como la revivificación), como del dualismo
gnóstico para quien el cuerpo es la prisión del alma (concepción griega de la
inmortalidad del alma) . El cuerpo de la resurrección es un sõma pneumatikón.
El término sóma (aplicado tanto al hombre terrestre como al celeste) define una unidad
estructural entre las dos condiciones, terrestre y celeste. Se da identidad personal, pero
no identidad de la condición. La condición terrestre es caracterizada por la sarx: ésta
queda destruida en la muerte, para ella no hay resurrección. Pero el sõma, la estructura
ontológica del hombre, permanece en Dios. Dios recrea el sõma en una nueva
condición. El sõma psychikón es la persona terrestre, mortal; el sõma pneumatikón es la
persona celeste, la que Dios reviste de la condición celeste, haciéndola participar en su
eternidad.
Pablo habla, al mismo tiempo, de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección.
Ambas están inseparablemente unidas. La realidad de la resurrección de Cristo aparece
en nuestra propia resurrección sin confundirse con ella. Inversamente, nuestra propia
resurrección, signo de la suya, nos permite significarla. Por ello, es indispensable evocar
a propósito de la resurrección de Cristo lo dicho de nuestra propia resurrección. Lo que
se dice de nuestra resurrección en 1 Co 15 y otros textos, no sólo está fundado en la
resurrección de Cristo, sino que describe al mismo tiempo su resurrección.
La resurrección ha llegado y debe aún manifestarse. Esto es cierto de Cristo, es cierto
del cristiano. Pablo describe la resurrección como el cambio (transformación, allássõ)
del cuerpo terrestre, mortal o ya muerto, en el cuerpo celeste. En 1 Te 4, 13 ss habla del
"ser arrebatados sobre las nubes" de los vivos que no morirán cuando vuelva el Cristo;
imagen que, verosímilmente, tiene el mismo contenido que "cambio". 2 Co 5, 1-10
muestra que este cuerpo nos está preparado en el cielo. Nuestro cuerpo terrestre es
destruido después de esta vida y en la muerte (2 Co 4, 16), pero esta destrucción
comporta, para el que está en Cristo, un crecimiento del hombre espiritual; se da, pues,
desde ahora, un comienzo de transformación del hombre terrestre en el hombre celeste,
del cuerpo corruptible en incorruptible. La resurrección de Jesús y la nuestra no es
únicamente un hecho nuevo después de la muerte, sino también el cumplimiento y
manifestación del hombre nuevo que existía ya durante su vida terrestre. La muerte es
ruptura porque es la muerte del hombre terrestre. Pero también es paso, el paso del
hombre nuevo, 'ya presente y real en el hombre terrestre, al estado glorioso celeste.
Así, para Pablo, la nueva corporeidad de la resurrección no tiene necesidad de la materia
antigua. Por ello, Pablo no necesita hablar de la tumba vacía. Este hecho, como dato
ambiguo, no es el fundamento de la fe en el resucitado ni de nuestra resurrección. Este
fundamento es la realidad de Cristo pneumático tal y como se apareció a los primeros
testigos y a Pablo y tal y como él prepara en nosotros el sõma pneumatikón.
Los evangelios, sobre todo Lucas, elaboran representaciones muy realistas de la
corporalidad del resucitado, haciendo referencia a una resurrección que no es sólo
espiritual, como en Pablo, sino también corporal- física. Pero, en primer lugar, excluyen
la idea de una simple revivificación y afirman la diferencia entre el terrestre y el
resucitado. Además, para ellos, el cuerpo carnal de Jesús ha sido asumido por el cuerpo
"pneumático". El resucitado lleva las marcas del crucificado, pero el crucificado está
transfigurado.
Por tanto, para los evangelios la resurrección, que es más que la revivificación, no es, al
mismo tiempo, menos que ésta. La tumba vacía expresa la resurrección física del
crucificado; las apariciones expresan que esta resurrección se trasciende en una
resurrección pneumática, en Dios. Si hay tensión entre Pablo y los evangelios, ésta
establece precisamente la realidad de la resurrección contra toda espiritualización, y la
espiritualidad de la resurrección contra toda materialización.
Resurrección e historia
Supuesta la afirmación: el Jesús histórico es ya el Cristo de la fe, y teniendo en cuenta
lo dicho de la resurrección, podemos preguntarnos ahora por el concepto de historia
implicado en dicha afirmación, o, lo que es lo mismo, en la afirmación de la
encarnación, del envío de Jesús por Dios y de su transparencia a Dios.
Para responder, es importante tener en cuenta que la mesianidad de Jesús implica una
relación. No es mesianidad en sí, sino para nosotros. Por ello, la noción de historia que
vale para Jesús como el Cristo no debe ser extraña a la noción de historia que vale para
el hombre; más aún, la pregunta antropológica previa, y que debe ser respondida
correctamente para alcanzar el concepto recto de historia implicado en la afirmación de
que Jesús es el Cristo, es la siguiente: ¿cómo reconocían en Jesús al Mesías, al enviado
de Dios, los discípulos del tiempo de Jesús y, más allá de ellos, nosotros?
HISTORIA MÍTICA
Si el hombre reconoce a Jesús como el Mesías, el enviado de Dios, es que puede
reconocerlo. Puede porque ha sido creado en la imagen de Dios (Gn 1), por la
participación fundamental del hombre en Dios. Esta participación está expresada por el
mito. El hombre es un ser mítico por esta participación en Dios; es un ser histórico por
la ruptura de esta participación. Como esta ruptura no es tal que no permanezca la
participación en Dios, aunque sea de forma oscurecida, podemos decir que el hombre
real, de la caída, es, en cuanto permanece creatura de Dios, un ser mítico y, en cuanto
pecador, un ser histórico; es a la vez un ser mítico e histórico.
Entonces, el hombre reconoce a Jesús como Cristo en virtud de su estructura mítica.
Con esto, no sólo afirmamos algo del hombre, sino que decimos también algo de Jesús
como Cristo, es decir, que en él el Creador y el Redentor están presentes (cfr. Jn 1; Col
1, 16; Heb l, iss), pues la estructura mítica del hombre define su participación en el
creador. Es preciso, entonces, afirmar que Jesús como Cristo es un ser mítico-histórico.
El hombre es mítico e histórico en la oposición. Es mítico por la participación
estructural-esencial en Dios; es histórico por la ruptura de esta participación. Pero Jesús,
como Cristo, es un ser mítico e histórico en la unidad, manifiesta la participación
fundamental en Dios en las condiciones del tiempo del hombre, en las condiciones de
ruptura de esta participaci6n. Es un ser histórico porque vive en la historia, en las
condiciones de ruptura de aquella participación esencial; pero en la historia es un ser
mítico porque su participación en Dios no está rota. Esto no significa que la función de
Jesús quede reducida a ser simplemente prototipo del hombre. También es esto: el
hombre original, la imago Dei... (cfr. la teología de los dos Adam en Pablo) ; pero es
preciso superar esta concepción puramente antropológica. Jesús como el Cristo no es
únicamente la imagen de Dios como el hombre, en el sentido de que es transparente a
Dios; sino que es Dios mismo (jn 12, 45). Que Jesús como Cristo es un ser míticohistórico,
significa entonces, no sólo que es el hombre esencial en las condiciones de la
historia, sino que es, en la unidad de este hombre esencial, Dios mismo en las
condiciones de la existencia del hombre, es decir, Dios en las condiciones de la ruptura
con Dios. Así llegamos -y respondemos a la pregunta por la noción de historia
implicada en la afirmación de que Jesús es el Cristo- a hablar, a propósito de Jesucristo,
de historia mítica o mito histórico.
Historia de salvación
Pero la concepción de la historia mítica, aunque esencial, es insuficiente. Es la
concepción de la historia en cuanto epifanía de Dios, su manifestación en el tiempo,
Dios en el tiempo de la caída. Está basada sobre la oposición entre la eternidad y el
tiempo. Es una concepción a-histórica de la historia.
J. Moltmann ha puesto de relieve la diferencia entre una religión de epifanía y una
religión de promesa. La primera es estática, una escatología realizada, presentista
(eschatologia gloriae); la otra es dinámica futurista (eschatologia crucis). La historia de
la salvación, la de la fe bíblica, sigue la concepción de la historia de la religión de
promesa. Kähler recordó ya que Jesús es el Cristo bíblico anunciado por el AT.
Únicamente en el interior de esta historia de salvación, que comienza con la promesa
hecha a Abraham, puede darse cuenta de Jesús como el Cristo. Sólo se hace inteligible
en esta historia de salvación el que Dios sea un Dios de vivos y no de muertos. Es
fundamental la afirmación de 1 Co 15, 3: resucitó katá tás graphás ("según las
escrituras").
Historia escatológica
Pero, de nuevo, la concepción de historia de salvación es insuficiente; tomada con
exclusividad conduce a una concepción de una historia particular en la historia general
y, así, a un cierto positivismo de la historia de la salvación. Pero este positivismo choca
irremediablemente con el hecho de la resurrección. Allí, el futuro hace irrupción en el
presente. Es preciso, pues, llegar a la concepción de una historia escatológica.
"No se habla de la participació n en la resurrección en pretérito, sino en futuro"
(Käsemann). "Cristo ha sido resucitado y arrancado a la muerte, pero los suyos no han
sido aún arrancados a la muerte; sólo por su esperanza participan en la vida de la
resurrección" (Moltmann). Con la resurrección nos colocamos en el plano de una
"escatología de la promesa": Dios viene; está presente en cuanto aquel que viene. La
escatología, por la crítica y la esperanza, mantiene la historia abierta.
La resurrección es un acontecimiento escatológico. Se da allí una irrupción del mundo
nuevo, del reino por venir. Este acontecimiento anuncia algo, es un acontecimiento
abierto. (E. Bloch en Principio Esperanza afirma que lo por venir es constitutivo del ser
de Dios). Se comprende entonces que no se puede hablar de este acontecimiento con la
distancia del historiador, como si se tratara de un relato que nos coloca ante un hecho
cumplido, sino, únicamente, con una esperanza conmemorativa. En este sentido, el
acontecimiento de la resurrección de Cristo de entre los muertos es un acontecimiento
que sólo puede ser comprendido como una promesa. Su tiempo está aún ante él; se le
comprende como fenómeno histórico únicamente en relación con su propio porvenir;
confiere al creyente un porvenir en el que él debe entrar históricamente. Por tanto, la
historia de la resurrección deberá leerse siempre en una perspectiva escatológica a la luz
de la pregunta: ¿qué puedo esperar?
No se trata de una eschatologia gloriae, sino de una escatología crucis. El resucitado
coloca a los suyos en el camino de la cruz. "Id a Galilea" (Mt 26, 32 par; 28, 10).
"Aceptando la cruz, el sufrimiento y la muerte con Cristo, aceptando la prueba y el
combate por una obediencia del cuerpo, comprometiéndose en el sufrimiento del amor,
la fe proclama el porvenir de la resurrección y éste en la cotidianidad del mundo. El
porvenir de la resurrección viene hacia la fe cuando ella toma la cruz sobre sí. Así,
escatología futurista y escatología de la cruz se interpenetran" (Moltmann).
En conclusión, podemos decir que la concepción de una historia mítica es la del primer
artículo; la de una historia de salvación (como promesa-cumplimiento; AT-NT), la del
segundo artículo; la de una historia escatológica, la del tercer artículo. La tercera
implica y supera las otras dos. La noción de historia implicada en la afirmación de la
realidad pneumática de la resurrección de Jesús y de nuestra resurrección es la de la
historia escatológica.
El sentido de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección
El sentido de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección es abrir el pasado, el
presente y toda la realidad al porvenir de Dios.
Podemos definir a la Iglesia como comunidad del éxodo. Pero de una forma general
puede decirse también que el hombre y toda la realidad están bajo el signo del reino por
venir, bajo la luz de la esperanza. Esta es la dimensión cosmológica de la resurrección
de Cristo.
Mostraremos aquí, simplemente, las implicaciones de esta tesis para la concepción de la
historia.
1. El sentido indicado de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección muestra la
insuficiencia de una concepción existencial del hombre que pueda incluir la afirmación
de su cualidad de ser mítico. Esta concepción, en cuanto pretenda bastarse a sí misma,
comprende a Dios existencialmente, antropologizándolo y haciendo de 1:1 un prototipo
del nombre. Únicamente consigue interpretar al hombre desde sí mismo, con la ayuda
de la categoría antropológica que es Dios. Pero esta hermeneútica no sabrá dar cuenta
del porvenir y, por lo mismo, de la alteridad de Dios. La hermenéutica no es la
dogmática, aunque la implique. La dogmática está centrada en la afirmación de Dios
que viene y que, por consiguiente, rompe el círculo del hombre encerrado en sí mismo.
2. El sentido indicado de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección, hace aparecer
la insuficiencia de una concepción de la historia de la salvación que se pretenda
autosuficiente. Tal concepción conduce, en efecto, a un positivismo: la historia de la
salvación es comprendida como una historia particular en la historia humana universal.
Toda teología unilateral de la encarnación, porque no es vista a la luz de la resurrección,
lleva también a un positivismo, como lo muestran los teólogos de la muerte de Dios. La
diferencia entre el positivismo de la historia de la salvación y el de la teología unilateral
de la encarnación está en que el primero define una realidad específica en la realidad
total, mientras el segundo define el todo de la realidad como una realidad específica.
3. El sentido indicado de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección muestra el
alcance de una concepción escatológica de la historia. Indica que el porvenir está
delante y que, por la resurrección, el pasado y el presente (y toda la realidad) quedan
abiertos al porvenir.
Consecuencias éticas
1. La solución a los problemas del tiempo no está en una vuelta al pasado. El
tradicionalismo, que pretende la restauración de una situación histórica cumplida,
conduce a la crispación, ya que esta restauración es ilusoria y está en las antípodas de la
esperanza. La noción de tradición debe definirse a la luz de lo dicho sobre la historia
escatológica.
2. La solución a los problemas del tiempo no está en la sumisión a lo que podríamos
llamar el espíritu del siglo. Los que tienen el espíritu del siglo están enmudecidos por
los elementos del mundo. La actitud de ahogarse en el presente lleva a la confusión. La
noción de "siglo", de "tiempo presente", debe colocarse bajo el signo de la historia
escatológica.
3. La solución a los problemas del tiempo no puede aparecer sino en la esperanza vivida
en el seguimiento de Jesucristo por el camino de la obediencia que es el camino de la
cruz. "Pues a nosotros nos mueve el Espíritu a esperar por la fe los bienes esperados por
la justicia" (Ga 5, 5). Desde Abraham, en Jesucristo, Dios es un Dios que viene.
Tradujo y condensó: ALEJANDRO BOSQUE
EDOUARD POUSSET, S.I.
TEOLOGÍA DE LA RESURRECCIÓN
La résurrection, Nouvelle Revue Théologique, 91 (1969) 1009-1044
INTRODUCCIÓN
La resurrección de Cristo comporta un hecho histórico y es acontecimiento para la fe.
Entendemos por histórico aquel hecho del que se alcanza un conocimiento cierto por los
métodos de la historia. Lo real abarca todo lo que ha sucedido y tiene más extensión que
lo histórico. ¿Qué hay de histórico en la resurrección?
En primer lugar, para nosotros es histórico el testimonio de los apóstoles por el que
proclaman que, después de su muerte, han visto vivo al Jesús con quien habían
convivido. El contenido del testimonio: la experiencia en la que han visto y reconocido
a Jesús resucitado, es considerada real por los apóstoles. ¿Hay ahí algo que pueda ser
tenido por estrictamente histórico o se trata de una realidad sólo perceptible por la fe?
Anticipando, podemos responder lo siguiente:
1) La resurrección, como acto de pasar de la muerte a la vida no es histórica y no puede
ser verificada; es desaparición: el cuerpo del resucitado no pertenece ya al universo
fenoménico. No se trata, pues, de la reanimación de un cadáver como en el caso de
Lázaro.
2) Podemos considerar histórico aquello que fue objeto de una constatación sensorial, es
decir, la tumba vacía y las apariciones, dos elementos por tratar mediante los métodos
de la exégesis y de la historia.
3) Los testigos de la resurrección han visto unos signos y en ellos han reconocido a
Jesús como quien los producía. Hay, pues, dos tiempos bien marcados: la percepción de
los signos y el acto de fe.
De los relatos evangélicos se deduce que, primeramente, los apóstoles perciben un signo
sin reconocer a Jesús; a continuación, pasan de esta percepción a la fe por medio de una
reflexión sobre su experiencia anterior con Jesús, iluminada ahora por las escrituras que
él les interpreta. Como objeto de fe la resurrección plantea tres problemas: a) la génesis
de la fe de los testigos en la resurrección estudiada a partir de los datos de la crítica
literaria e histórica; b) reflexión sobre la resurrección en sus dos aspectos: el
fenoménico y el que trasciende la historia y solicita la fe. Si la reflexión sobre el primer
aspecto no supone la fe, la consideración del segundo designa el objeto mismo de la fe y
presenta al no creyente la cuestión que plantea el testimonio evangélico, junto con la
respuesta que el mismo testimonio evangélico propone; c) la relación entre el acceso
subjetivo al hecho y las estructuras objetivas del mismo. Esta relación se funda en el
vínculo que hay entre Cristo y la naturaleza e historia. Habrá que esbozar una filosofía
del cuerpo que permita formular la relación entre Cristo resucitado y la naturaleza, y
una teología de la libertad en la historia que exprese la relación entre Cristo resucitado y
esta historia.
La antinomia hecho histórico-acontecimiento trascendente es superada por el acto de fe,
pero el fundamento de esta superación no queda de manifiesto en la primera descripción
de la génesis de la fe, ni en el análisis de las estructuras objetivas de la resurrección
como hecho histórico y acontecimiento para la fe. El fundamento del acto de fe es el
mismo misterio de Cristo. Este fundamento no puede ser desvelado más que en la fe,
pues no es legítimo confundir las razones para creer con el último fundamento de la fe.
Estas razones aparecen al exponer la génesis de la fe en los primeros testigos, pero
descansan en un último fundamento que no puede ser alcanzado más que cuando
aquellas razones suscitan el acto de fe.
LA RESURRECCION: HISTORIA Y FE
La realidad de la resurrección
Decimos que la resurrección de Jesús es una realidad y precisamos: hecho histórico y
acontecimiento para la fe (incluso para quienes fueron sus testigos).
Lo real no coincide estrictamente con lo que es objeto de una experiencia sensible. Es
adquisición definitiva de la filosofía que lo real es síntesis de cosa y pensamiento, de
hecho y sentido; lo real no puede reducirse a la experiencia sensible ni a la abstracción.
El acceso a lo real comienza por el análisis crítico del hecho que es objeto de
experiencia, penetrándolo hasta una última estructura que soporta este análisis. A partir
de ahí debe comenzar un proceso de síntesis en el que se alcanza lo real concreto al
captar el universo de relaciones emanadas de aquella última estructura alcanzada por el
análisis. En la cosa aparece el pensamiento; en el hecho, el sentido.
Hay, pues, un doble criterio de realidad: la capacidad de resistir un análisis y la
posibilidad de síntesis. Según este doble criterio, la resurrección es real porque el
descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones de que nos hablan los documentos
soportan una crítica histórica razonable. En segundo lugar, la resurrección es real por
razón de la coherencia que el método de la hipótesis comprehensiva hace aparecer en
los hechos alcanzados por análisis, cuando son enfocados desde la perspectiva de la fe.
Esta coherencia da razón del poderoso movimiento religioso que la fe en la resurrección
ha desencadenado en la historia. A la luz de esta coherencia, dicho movimiento
religioso es, a su vez, criterio. Por la correspondencia de estos dos criterios, la cuestión
de la realidad de la resurrección puede ser zanjada en el sentido de la fe. Pero esta
correspondencia no constituye un conjunto de razones necesitantes. Estas razones llegan
a formar un círculo de necesidad sólo en virtud del acto de fe que ellas solicitan pero
que no producen, pues su coherencia se completa precisamente mediante este acto de fe.
La génesis de la fe en los testigos
La resurrección de Jesús es para la Iglesia motivo de fe, pues cree que Jesús es Señor
porque ha resucitado. Pero antes de ser motivo de fe es objeto de fe, tanto para los
primeros testigos como para los que escuchan su palabra. Se trata ahora de coordinar los
momentos de la génesis de la fe en la resurrección.
1. Jesús y sus discípulos en su vida y en su muerte
Después del exilio se dio una tensión entre el Israel agrupado en torno a sus sacerdotes
y al templo, pero privado de la independencia política, y el Israel de la antigua realeza
davídica que permanece en el recuerdo y al que no se puede renunciar por formar parte
de la tradición auténtica. Se trata de una tensión entre dos contrarios inconciliables, un
Israel espiritual y un Israel terrestre. Lo que hará Cristo en su persona y en su obra es,
precisamente, superar esta tensión. Por su muerte y resurrección, Cristo revela que ha
unido estas dos realidades en su persona: es hombre salido de su pueblo, es el Hijo que
viene de arriba.
La comunidad prepascual se forma a partir de la adhesión a Jesús quien, con sus obras,
da testimonio de ser el Mesías del nuevo Israel anunciado por las escrituras. Pero esto
no es aún la fe pascual. En esta primera fe hay un equívoco; en efecto, cuando Jesús
anuncia la obra que le ha de revelar plenamente como Señor, a saber: su muerte y su
resurrección, los discípulos se escandalizan. Y el equívoco permanece hasta el día de
Pentecostés, cuando se llega a la unidad entre el Israel terrestre y el Israel espiritual por
la adhesión al verdadero misterio de Jesús.
2. Jesús resucitado y sus manifestaciones a los discípulos
La narración del hallazgo de la tumba vacía casi no juega ningún papel en la génesis de
la fe de los discípulos; es un elemento que, aislado del conjunto del acontecimiento
pascual, constituye un detalle de poca importancia para el historiador. Pero admitido el
acontecimiento pascual por la fe, adquiere el valor de un signo negativo de la
resurrección, y no se le puede reducir a una construcción sin fundamento debida a
motivos apolo géticos.
Por lo que toca a las apariciones, se tropieza a menudo con el apriori de que una
aparición no puede ser más que alucinación colectiva y patológica. E. le Roy desarrolla
la objeción resaltando los indicios de alucinación que se pueden observar en los textos
evangélicos y les opone las siguientes observaciones (Dogme et critique, p 218):
1) "Alguien ha creído primero, sin sugestión de otro, en la resurrección de Jesús. Aquí
sería preciso hablar de autosugestión... Quedaría aún por comprender cómo una fe tan
débil antes de la decepción pudo renacer tan exaltadamente después. Era un peligro
mucho mayor predicar a Jesús resucitado que confesar en el momento de su proceso que
se le había seguido".
2) El elemento subjetivo constructor que interviene en una aparición, como en toda
percepción natural, incluso el elemento patológico posible, que puede entrar en una
actividad mental fecunda, no suprimen el valor de realidad objetiva de la percepción ni
de la obra genial. ¿Por qué una aparición, aunque implique elementos de construcción
subjetiva, no puede tener valor objetivo?
Al hablar del "valor objetivo" de las apariciones se quiere decir que éstas son reales
porque los discípulos perciben al resucitado en virtud de una iniciativa que no viene de
ellos sino del mismo resucitado. El examen intrínseco del contenido de las apariciones
va a manifestar una coherencia propia de esta experiencia que da razón de su verdad
objetiva. Al analizar la génesis de la fe de los discípulos en la resurrección vemos, en
primer lugar, que la experiencia no está situada en el plano psicológico; se parece a las
experiencias místicas que presenta la historia de la Iglesia por su sobriedad en la toma
de conciencia refleja de los procesos psíquicos, a través de los cuales Dios llega a ser
objeto de experiencia. Pero la experiencia de la resurrección se distingue de las
experiencias místicas comunes en que comporta una experiencia predominante de Cristo
en su cuerpo al nivel de los sentidos. Además los sujetos de esta experiencia son los que
habían conocido a Jesús antes de su muerte. Podemos, pues, decir que las apariciones
muestran a los miembros de la comunidad prepascual la continuidad entre la vida mortal
y la existencia espiritual de Jesús.
Precisemos la génesis de la fe en la resurrección. Un primer momento está constituido
por el encuentro con Jesús en su vida mortal. El segundo momento es la experiencia de
la muerte de Jesús. Los discípulos pierden la fe en su mesías crucificado y en el Padre y
se dispersan (cfr. Emaús), aunque continúan siendo los que se adhirieron a Jesús. Las
manifestaciones del resucitado constituyen el tercer momento. En primer lugar,
provocan incredulidad. Jesús se presenta y no es reconocido: sobre este punto los
testimonios evangélicos concuerdan. Y ello se debe a que Jesús resucitado no puede ser
reconocido por los sentidos naturales. Es un signo que irrumpe en el mundo natural,
pero signo de un ser que el mundo natural no puede ya contener. El paso a través de la
muerte implica un acto de libertad soberana frente a la naturaleza y la historia.
Únicamente se le puede reconocer situándose, con la propia libertad, frente a esta
libertad soberana. Es Jesús mismo quien les conduce al punto en el que brotará este acto
de libertad, haciéndoles caer en la cuenta de que los profetas anunciaron el sufrimiento
y la muerte del Mesías. La transformación de su fe hace que la muerte de Jesús y las
condiciones no meramente naturales de la manifestación del resucitado pasen, de ser
obstáculos, a ser motivos de la fe.
La presencia del resucitado hace renacer la fe de los discípulos y ésta les permite
reconocer a Jesús; la presencia reconocida confirma y fundamenta su fe. La fe es
necesaria para reconocer a Jesús resucitado, pero sólo Jesús resucitado puede hacerla
nacer. Mas la fe no es anterior a la visión del resucitado, pues es la presencia de éste lo
que suscita la fe. Tampoco es anterior la visión, pues la fe prepascual es previa y la sola
percepción del signo no produce la fe. Y esta relación visión-fe no cae en un círculo
vicioso, pues hay un tercer término gracias al cual se relacionan: Jesús presente.
La fe en el Señor y en el Padre que lo ha resucitado precisa de un paso más para ser la fe
perfecta. Este paso se da en la ascensión, cuando se supera toda dependencia de un
signo particular y se entra, en Pentecostés, en la fe según el Espíritu.
EL HECHO HISTORICO Y EL ACONTECIMIENTO PARA LA FE
El dogma de la resurrección contiene dos afirmaciones. La primera es que Jesús
resucitado ha entrado en la vida de Dios de la que se había despojado al encarnarse, y
que su cuerpo participa de esta vida. La segunda afirmación dice que la resurrección,
además de ser una realidad trascendente, comporta un hecho histórico.
De la percepción del signo al reconocimiento de fe
Entre estas dos afirmaciones parece que hay contradicción; y se presenta un problema
que puede ser definido por la oposición entre dos elementos: histórico-fenoménico y
transhistórico-trascendente. Se supera la oposición al ver la correspondencia entre estos
dos elementos y los dos momentos de la génesis de la fe de los testigos: percepción de
un signo, reconocimiento de fe. La distinción entre estos dos momentos y la posibilidad
de pasar del signo a la fe por la mediación de Jesús presente (que les hace reflexionar
sobre los años vividos con él), son las condiciones del acto de fe, anteriormente al cual
no se puede captar la unidad de ambos momentos.
Sin la fe, los signos tienden a desmoronarse (se negará, por ejemplo, la tumba vacía
como hecho histórico). La fe actúa sobre los signos revelando su coherencia y solidez.
Pero no puede caer en el extremo de sobrevalorar los datos históricos, como si el
significado del dato fuera perceptible sin la mediación de la fe. En tal caso, la tumba
vacía y las apariciones se verían como pruebas de la resurrección, la cual quedaría
entonces reducida a una realidad histórica, sin que el acto de fe fuera necesario para
identificar al resucitado.
La historia positiva puede llegar a admitir la historicidad de los datos alcanzados por
análisis crítico. Pero con ello sólo se ha recorrido una parte del camino: hay una
cuestión planteada (por la tumba vacía), se propone una respuesta (en las apariciones).
Para llegar a unir con sentido los dos elementos es preciso recurrir al método de síntesis,
el cual, mediante una hipótesis, trata de dar coherencia a los datos históricos como paso
intermedio entre la constatación del dato y el reconocimiento de su sentido en el acto de
fe. Esta hipótesis es una especie de construcción propuesta por el historiador; no es
reagrupación de hechos, sino intuición que avanza hacia su sentido. El paso de hipótesis
a tesis es a la vez discontinuo (supone un acto de libertad) y continuo (la libertad halla
en la misma hipótesis las razones para su acto). La síntesis hipotética no agota las
implicaciones mutuas entre el hecho histórico y su sentido, el cual, en el caso de la
resurrección de Jesús, no es plenamente percibido más que por el acto de fe. La
reagrupación de los hechos, según una intuición directriz que propone el sentido, invita
a producir el acto simple de la captación global. No realizarlo es quedar en la duda
respecto del sentido. El agnosticismo es, en este caso, una posibilidad; pero, dada la
presencia de la fe de la Iglesia, que exige una explicación, no se puede mantener a la
larga. El historiador debe reconstruir entonces la génesis de la fe según las perspectivas
de la incredulidad, llegando a una coherencia propia.
En el acto de fe se capta la unidad de la resurrección como hecho histórico y realidad
trascendente. La resurrección queda situada así con respecto al ser natural (la tumba
vacía implica una transformación misteriosa del cuerpo) y con respecto a la historia
humana (en las apariciones se relacionan la libertad divina con libertades humanas). A
partir del plano de la historia humana, la resurrección aparece como realidad
trascendente al ser iluminada por las escrituras (historia sobrenatural); la resurrección se
ve entonces como una acción de Dios en favor de su Ungido y de su pueblo.
SIGNIFICADO DE LA RESURRECCIÓN
El aspecto histórico y el aspecto de realidad trascendente de la resurrección sólo se
pueden unir en el acto de fe, de cuyo fundamento objetivo vamos a tratar ahora. En la
primera parte vimos las razones para creer: estas razones son un camino hacia la fe,
pero no su fundamento. El misterio de Cristo, muerto y resucitado, constituye el
fundamento de la fe; y ahora vamos a hablar de ello en función de nuestro acto de fe.
Es verdad que no podemos decir nada de la resurrección en cuanto es vida de Cristo en
Dios: esto es algo absolutamente inefable. Pero sí que podemos hablar de la
resurrección considerada de cara a nosotros: Cristo resucitado está, en cuanto tal, en
relación con nosotros y con nuestro mundo. ¿Cuál es esta relación? Esto es lo que nos
ocupará ahora. Vamos a esbozar una teología de la resurrección, lo cual supone, a su
vez, una justa concepción del cuerpo.
Elementos para una definición del cuerpo
El cuerpo animado de un hombre se puede entender, en cuando es un centro de
relaciones, como el mismo universo a partir de un centro individualizado. Este centro es
cada uno como persona, sujeto singular capaz de reflexionar, decidir y actuar. Este
centro está particularizado por las características físicas y psíquicas propia s de cada
uno. Finalmente, este centro se universaliza al hacerse un nudo de relaciones con todo
el universo. La singularidad del sujeto es mediación entre la particularidad y la
universalidad en cuanto el sujeto se decide a utilizar sus características particulares
como medio para relacionarse con el universo. Tal es el sentido de mi libertad: salir de
la propia subjetividad singular y ponerse en relación con la naturaleza y con los otros.
La particularidad del sujeto es, a su vez, una mediación entre el sujeto singular y el
universo. Y podemos decir que la persona no se decidiría a este uso determinado de su
particularidad si no hubiera en ella una anticipación de lo universal en forma de
imágenes, ideas o deseos.
Esta relación de lo singular, lo particular y lo universal teje la historia individual y
colectiva del hombre. Esta historia, destruida por la muerte, es restaurada y
transformada por la resurrección, de modo que el hombre resucitado debe pensarse
también como dotado de singularidad, particularidad y universalidad.
A la muerte del hombre, lo que se coloca en la tumba no es sólo un agregado de células
en descomposición, es también una historia ya acabada y marcada siempre por el
pecado. Precisamente por el pecado, el espacio se ha experimentado no como
posibilidad de buen orden entre los cuerpos, sino como separación; y el tiempo no ha
sido ocasión de entendimiento y armonía, sino de malentendidos. Por el pecado, la
oposición entre seres distintos se convierte en enfrentamiento y exclusión, la simple
exterioridad natural de los cuerpos se convierte en opacidad de individuos que se
rehúsan mutuamente.
Principio fundamental
Nuestra reflexión estará dirigida por el siguiente principio: el Hijo de Dios se encarna
para unir a todos los hombres en la unidad de su cuerpo. Por tanto, toda la realidad de
Cristo tiene que ver con nosotros; pero hay una distinción entre lo que sucede en Cristo
y lo que Cristo es para nosotros. La mañana de pascua, Cristo resucitado entra en su
gloria reconciliando en él todo el universo. Esta reconciliación, cumplida ya en Cristo,
sólo se da en los discípulos a medida que, renacida su fe, constituyen la Iglesia naciente,
primicias de la reconciliación universal en Cristo.
¿En qué consiste la resurrección?
En una primera aproximación hemos de decir que la resurrección del cuerpo de Cristo
no consiste en la reanimación de un cadáver. Resucitar es entrar en la vida divina a
través de la muerte, en una vida de la que participa el cuerpo que ya es cuerpo espiritual,
según Pablo. En esta expresión, "cuerpo" no indica algo groseramente material, ni por
"espiritual" se entiende lo que pertenece al mundo de lo pensado. "Espiritual" incluye y
supera lo físico, e indica que el cuerpo de Cristo participa de la vida según el Espíritu
Santo. La desaparición del cadáver es signo de la transformación radical del cuerpo de
Cristo. Pero, según la concepción que se expuso más arriba, el cuerpo es un centro de
relaciones con todo el universo. Por tanto, con el cuerpo de Cristo es todo el universo lo
que queda transformado en Dios.
El creyente no alcanza esta renovación de su vida al menos en la medida en que no está
confirmado en su fe. Conforme su fe progresa, el cristiano ve más el universo según esta
renovación y la vive más, hasta llegar al progreso absoluto en la fe, que alcanza cuando
muere en Cristo y se afianzará así definitivamente en el cuerpo de Cristo resucitado.
Esta renovación de los cristianos por la fe se da especialmente por su unión en una
comunidad fraternal en la que reina al menos una cierta reconciliación.
El cuerpo y la libertad
La siguiente reflexión se funda en el dato revelado del señorío universal de Cristo y
utiliza un principio: la historia de la salvación es la historia de las libertades humanas y
de la Libertad divina. Cristo es libre en su anonadamiento, en su resurrección y en su
glorificación. El hombre es libre en su pecado, en su conversión y en su participación en
el misterio de Cristo. Si, por su encarnación, Cristo asumió una carne de pecado y
quedó sometido a las leyes del universo, por la resurrección vino a ser libre respecto de
las condiciones naturales de la existencia y de las consecuencias del pecado. Cristo se
manifestó a los discípulos a fin de suscitar en ellos la fe que les haría participar de su
libertad de resucitado.
La tumba vacía
Cristo, al resucitar, recobra su cuerpo particular conteniendo en él al universo. El
universo se convierte así en un movimiento de íntima comunicación de todas las partes
entre ellas mismas y con el todo. Este movimiento constituye la presencia de Cristo en
el universo y del universo en Cristo. Pero como los hombres permanecen en las
separaciones y divisiones propias de un mundo marcado por el pecado, Cristo
resucitado desaparece a sus ojos. Esta desaparición supone una ruptura en la cadena de
fenómenos naturales, lo cual es inadmisible para el que no se deja llevar por la fe.
La ciencia, fundada en la afirmación del determinismo universal de los fenómenos
(encadenamiento estricto de causas y efectos), intenta hallar coherencia en la
experiencia común -caótica a primera vista. Pero este determinismo (válido como
método de investigación) niega la libertad humana y somete al hombre a fuerzas
objetivas opresoras cuando se lo erige en el único principio de interpretación de la
realidad.
Por su resurrección Cristo queda libre respecto de este determinismo pero no para
habitar en un mundo fantástico y arbitrario, sino para entrar en la coherencia superior de
la vida y la libertad del reino de Dios. El sepulcro vacío es signo de ello. Si el cadáver
de Cristo hubiera quedado en el sepulcro, el determinismo quedaría constituido como
explicación integral del universo; pero faltando un eslabón a la cadena de causas y
efectos, el hombre queda invitado a buscar el sentido de su vida y de su libertad más allá
de la sucesión de fenómenos naturales: en Jesús vivo, centro y principio del orden
nuevo.
El sentido de la historia producida por la libertad del hombre no puede surgir más que
de un fin de la historia en el que se unan naturaleza y libertad. La dialéctica hombre-naturaleza,
superada momentáneamente por el trabajo, resulta equívoca si se concibe sin fin.
Cristo da sentido a esta dialéctica porque asumió efectivamente en su vida la naturaleza
y la libertad -como comienzo en su encarnación y como fin en su resurrección. La
historia del mundo es asumida por la historia del pueblo que él suscita por la fe; la
naturaleza es asumida por su cuerpo desaparecido del sepulcro.
Si el cuerpo depositado en el sepulcro permanece allí, la naturaleza no es integrada en la
Vida y la condición natural queda disociada de la existencia sobrenatural, lo cual es
contrario a la encarnación. El modo como acontece la resurrección queda dicho por las
palabras de Pablo: "se siembra ignominia, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita
fuerza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual" (1 Co 15, 43-44).
Si se afirma que el cuerpo de Cristo resucitado es el universo, resulta incoherente
afirmar que su cadáver permanece en la condición de cadáver. Se piensa su cuerpo
según las categorías de singularidad (Cristo como sujeto) y universalidad (su cuerpo es
el universo), pero se deja de lado la particularidad de su cuerpo, que también es
esencial. Con ello queda sin explicar cómo la persona del resucitado no se disuelve en el
cosmos. Algunos reducen la particularidad a la memoria; pero esta reducción, que no
tiene en cuenta el cuerpo del resucitado, cae de nuevo en la dicotomía de considerar la
historia humana como asumida por la resurrección, quedando la naturaleza sin ser
asumida, lo cual es contrario a la resurrección.
Sostener que el cuerpo individual de Cristo ha resucitado, no significa aferrarse a una
representación según la cual la resurrección pondría al cuerpo individual aparte del resto
del cosmos. La resurrección recobra el cuerpo individual como cosmos entero, pero
particularizado en un hombre. El cosmos es una unidad, pero con tantas modalidades
como hombres por resucitar. El cuerpo de Cristo resucitado es, pues, el universo entero
pero individualizado por la particularidad de su cuerpo; y esto se puede decir también de
nuestra propia resurrección.
Cristo puede situarse a voluntad en el determinismo, precisamente porque por su
resurrección lo ha vencido y ha obtenido la libertad sobre él. Por lo mismo, Cristo puede
manifestarse en el mundo natural y humano. Y esto es lo que hace al manifestarse a sus
discípulos en las apariciones.
Las apariciones
Esta nueva inserción de Cristo en el universo comporta las características de su
soberanía (no necesita entrar para estar en el cenáculo). Cristo resucitado está en
relación sin distancia con todo ser; sin embargo, cuando se aparece a los discípulos se
da una cierta opacidad y resistencia al contacto de los sentidos. Para los discípulos, las
apariciones tienen el carácter de una relación sensible, propia del mundo anterior a la
resurrección. Esta imperfección de la relación constituye la historicidad de las
apariciones.
Los relatos de las apariciones no reflejan la imaginación de los primeros cristianos que
se complacen en lo maravilloso, sino el conflicto entre la libertad de los
imperfectamente creyentes y la libertad de Cristo resucitado. De ahí su ambigüedad: son
acontecimiento natural y manifestación de lo sobrenatural; son una concesión a la
condición aún natural de los testigos que no puede ser más que transitoria. Las
apariciones corresponden al paso de la fe muerta a la fe perfecta que ya no necesita de
las apariciones para adherirse al Hijo de Dios. Acabado el tiempo de las apariciones
comienza en Pentecostés el tiempo de la fe pura, propia de los liberados de sus pecados
pero que viven aún en las condiciones de vida natural y pecadora.
Nacimiento y desarrollo de la Iglesia
Por la fe en el misterio pascual nace la comunidad en la que se comienza a vivir el
misterio de la total reconciliación. En ella los discípulos verifican el misterio de la
resurrección de Jesús. Se puede decir que el nacimiento de esta Iglesia, que confiesa y
anuncia el kerigma, es la resurrección de Jesús, con tal que se comprenda que la
resurrección personal de Jesús en su cuerpo es el principio de este nacimiento.
Después de la ascensión, Cristo no está ya presente en una manifestación particular.
Cristo es la vida de la Iglesia y promesa de vida para el mundo; es el centro y principio
en quien todos se conocen y se reconcilian haciéndose hermanos; y su cuerpo resucitado
es la transparencia y el medio en el que tiene lugar esta relación.
El que vive de esta fe accede a la alegría de amar como Cristo ama y descubre que ya no
hay que elegir entre Dios y las criaturas: del amor de Dios brota el amor a las criaturas,
y éstas remiten a Aquél. Ser pobre con Cristo y en él poseerlo todo. Ser hermano
universal que sirve como Cristo sirvió. Abandonarse a la voluntad de Dios, y participar
del mismo sufrimiento de Cristo. Esto es ser resurrección entre los hombres.
Tradujo y condensó: JOSÉ M. MILLÁS
WILHELM BREUNING
EXISTENCIA PARA LOS DEMÁS Y RESURRECCIÓN
El artículo que sigue quiere ser una aportación a la discusión suscitada por el exegeta
R. Pesch, en un artículo sobre el origen de la fe en la resurrección de Jesús, aparecido
en Theologische Quartalschrift ,153 (1973) 201-228 junto con las tomas de posición de
diversos teólogos y exegetas (W. Kasper, M. Seckler, H. Schelkle, P. Stuhlmacher, M.
Hengel), contrarias a la tesis de Pesch. En el eco suscitado por esta discusión,
interviene el artículo que presentamos haciendo ver que la cuestión decisiva, suscitada
por las tesis de R. Pesch, es si la resurrección tiene algún punto de entronque en la vida
misma de Jesús (contra una hipoteca bultmaniana que todavía pesa en la teología). La
razón de Pesch radicaría en la respuesta afirmativa a esa pregunta (y nuestro autor
formula ese punto de entronque como la existencia para los demás de Jesús). El error
de R. Pesch radicaría en haber presentado ese entronque como una continuidad, como
igualación o anticipación de la pascua a la vida terrena, y no como respuesta o
decisión sobre lo que en la vida terrena de Jesús no era más que pregunta o
ambigüedad. Para facilitar la comprensión del artículo, daremos primero, en forma de
Noticia Introductoria, un resumen de las posiciones de R. Pesch, que parecen haber
sido retomadas y ampliadas recientemente en la Cristología de E. Schillebeeckx.
La existencia entregada de Jesús
Aktive Proexistenz. Die Vermittlung Jesu durch Jesus selbst, Trierer Theologische
Zeitschrift, 83 (1974) 193-213
FE EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y FE EN SU PERSONA
Desde un punto de vista sistemático, el factor decisivo en la discusión suscitada por R.
Pesch es el siguiente: la vida de Jesús se hace eficaz en la fe de sus discípulos. Esa fe es
la "obra" de aquella vida. Al vincular la fe totalmente a la persona de Jesús se le está
quitando toda ambivalencia a la palabra fe. La fe es aquí una forma de vida que sólo se
hace posible por la vida de Jesús y sólo puede ser entendida a partir de él. Esto supone
que Pesch está convencido de que existe un acceso viable a la vida de Jesús, que puede
darnos el sentido de esa vida tal como él lo entendió y realizó.
Puestas así las cosas, Pesch cree poder renunciar a la apologética actual sobre la
resurrección, y mostrar que la fe en la resurrección no es más que una consecuencia de
la fe fundada por el Jesús terreno y de la decisión de compartir su vida. Esto supone que
la mesianidad de Jesús es una cuestión decidida para los discípulos, ya antes de Pascua.
Es claro que la muerte de Jesús afecta a esa fe: pero no destruyéndola, sino sus' citando
la adhesión a Dios que le ha resucitado de entre los muertos. Por tanto: las pascua no
funda la fe; sino que la fe, ya fundada, llega en la muerte de Jesús a la seguridad de la
resurrección como elemento esencial de esa muerte. Esto lleva a una igualdad de
estructura entre la fe de los discípulos y la de las generaciones posteriores.
Las comprensibles ampollas levantadas (renuncia a las apariciones, acusación de
volatilizar la pascua... ) no siempre hacen justicia a Pesch. Dado que Pesch mantiene
una clara adhesión al contenido de la fe en la resurrección, la cuestión central es más
bien esta otra: dicho contenido ~ puede tener el carácter de una conclusión lógica hecha
desde la fe?, ¿o sólo puede ser conocido una vez ha acontecido?
FE Y CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE JESÚS
Resurrección y fe
Pesch declara identificarse con la interpretación de Rahner. Y Rahner afirma: "si la
resurrección de Jesús es la validez permanente de su persona y de su causa (Sache) y si
esta persona-causa se definen por el triunfo de su pretensión de ser el mediador absoluto
de la salvación, entonces la fe en la resurrección es un momento interno de esa misma
resurrección: no es el conocimiento de algo que igual existiría aunque no fuese
conocido. La resurrección sólo es la victoria total de Dios en el mundo cuando existe la
fe (libre) en la que esa victoria llega a su plenitud. En este sentido, se puede decir y se
debe decir que "Jesús ha resucitado en la fe de sus discípulos" (1 ). Pero esta fe en la que
Jesus resucita no es la fe-en-la-resurrección,.sino la fe que se sabe liberada por Dios del
poder de la finitud, del pecado y de la muerte, y se sabe así porque dicha liberación ha
tenido lugar en Jesús y se nos ha revelado" (2).
Por tanto, para Rahner, la fe es efecto directo de la resurrección y no una reflexión
argumentativa sobre la vida y muerte de Jesús que llega, por su cuenta, a la conclusión
de 7ue Jesús vive. Y la frase "Jesús resucita en la fe de sus discípulos" no apunta a diluir
el acontecimiento en la fe, sino a fundar la fe en el acontecimiento de la resurrección. Es
verdad que de esa mutua pertenencia entre fe y resurrección no tenemos evidencia
racional, porque la fe, al realizarse, no "ve inmediatamente a su fundamento (el Señor
vivo). Pero ni Rahner ni Pesch apuntan a este cortocircuito.
Fe y conocimiento histórico
Lo que preocupa a Pesch, al insistir en el conocimiento demostrable de Jesús, es que no
se fundamente el contenido de la fe, en una legitimación del acto de fe declarado como
revelación. Hay aquí una reacción contra afirmaciones como las de Bultmann: "Todo
intento de demostrar la pretensión de verdad del mensaje con medios históricos es un
círculo cuadrado... tal demostración aniquila la esencia de la fe... que sólo puede ser
creación de Dios en el hombre". Frente a eso, reclama Pesch una mediación entre fe y
razón que no liquide la tensión entre ambas, ni por el lado racionalista, ni por el fideísta.
Este conocimiento demostrable no será fundamento de la fe, pero sí será el presupuesto
necesario para que la fe pueda ser pensada con pleno sentido.
Fe y revelación
Pesch está dispuesto a otorgar a la fe el calificativo de reveladora, en el sentido de que
en ella tiene lugar una automanifestación del Señor. Pero la fe sólo tendrá ese carácter si
es reflexionada de forma autocrítica (referida a la situación del creyente) y de forma
histórico-crítica (referida a la situación del NT y su tradición). No se puede mitificar el
origen de la fe, separándolo de los procesos y presupuestos históricos de la misma. Más
bien hay que buscar una comprensión de lo histórico tal, que permita pensar, en forma
creyente, la revelación en la historia y como historia. Por eso, sorprende la pregunta
que le hace Kasper: ¿en qué medida la cuestión histórica del origen de la fe puede
clarificar la cuestión teológico-sistemática del fundamento de la fe en la resurrección?
Mediación para llegar a Jesús y método histórico
Kasper teme que la confianza de Pesch en el método histórico sea excesiva y por eso ha
querido subrayar sus debilidades, que él resume así, siguiendo a Troeltsch: el método
histórico llega sólo a juicios de probabilidad y capta cada acontecimiento por analogía y
en relación con los demás. De ahí que la pretensión creyente de "lo nuevo indeducible"
(que se da en la resurrección de Jesús) caiga fuera de su ámbito.
Sin embargo, Kasper no niega la posibilidad y necesidad de un uso teológico de dicho
método, siempre y cuando esté subordinado a determinados intereses cognoscitivos. Es
misión de la teología proporcionar al hombre una perspectiva de conocimiento que le
haga escuchar la historia para ver si hay en ella una respuesta a su pregunta por el
sentido de la totalidad. Si se consigue hacer del hombre un "oyente de la Palabra" (K.
Rahner ), entonces el método histórico no será más que la más alta forma científica
asequible al hombre de una atención aguda al lenguaje de la historia. Y, en cuanto tal, es
indispensable para la teología.
Por ello, sorprende que Kasper juzgue imposible la tarea de presentar a Jesús, por medio
de la crítica histórica, como la figura revelatoria decisiva. La crítica histórica ¿ha de ser
sólo el método que lo relativiza absolutamente todo? Pesch intenta una perspectiva más
justa a través del estudio de la historia, para que el bloqueo de un secularismo, que niega
la revelación, sea superado atendiendo a la realidad histórica misma de Jesús.
Origen de la fe y prefiguración de la fe
¿Cómo aprendemos a entender la historia en el caso de Jesús? Dice Pesch: "la pregunta
por la fe que Jesús ha fundado es la pregunta por la prefiguración-eminente (VorSprung)
de esta fe en la historia y no por su origen (Ur-Sprung) en la historia. Pero esa
prefiguración eminente de la fe, en Jesús, conduce a la libre pregunta por su origen, que
no puede ser buscado en la historia". En efecto: si el método crítico pone de relieve que
la fe de Jesús es única, entonces nos lleva libremente a la pregunta por el origen de esta
forma de vida de Jesús. De este modo -como dice Pesch- el mismo Jesús es el
"Fundamento divino" de la fe. Con ello no se dan saltos; pues argüir desde la vida de
Jesús al fundamento garante de su libertad, incluiría el atender especialmente a su
relación con Dios vivida en la historia. Con ello, Dios no es aportado a Jesús "desde
fuera", como razón aclaratoria, sino que entra en consideración a partir de Jesús. Esta
forma de argumentar vale tanto para Jesús como para los que "acompañan" a Jesús. Y,
así, el recurso de Pesch a Jesús mismo pone de relieve que el motivo de la fe recibe su
fuerza motriz de Jesús mismo.
De esta forma, el estudio crítico-histórico comparativo, con sus juicios de verosimilitud,
sirve para introducir la pregunta libre por el origen de Jesús y captar desde dentro el
fundamento de su singularidad. Creo que es un acierto de Pesch, el haber conseguido
esta visión conjunta de fe en Jesús y problema histórico de Jesús.
Razón teológica y razón histórica
Sin embargo, una vez aquí, la reflexión sobre el proceso de la fe no puede darse por
satisfecha. El uso de la razón histórica ¿es el primer paso o más bien ha de haber tenido
lugar un paso previo, para que la razón histórica apunte y camine en la dirección
correcta?
En este puntos Pesch no parece haber contestado a todas las cuestiones que Kasper le
propuso. Pesch intenta superar las formas de fundar la fe que él llama "autoritarias" (es
decir: que el que predica la fe se reclama de visiones o apariciones que el interpelado
debe aceptar). Pero Kasper viene a decirle que el remitir el asunto al Jesús terreno no
hace más que retrasar el problema.
¿Apertura de la historia a la teología?
Kasper intenta solucionar esta dificultad: no deja que la razón histórica dé el primer
paso, sino que antepone un interés histórico-teológico muy consciente. "Dentro de un
pensar histórico sólo la historia como totalidad puede pretender un significado absoluto.
Pero dicha totalidad sólo puede darse al final de la historia, o bien en un acontecimiento
intrahistórico que se manifieste como anticipación del final". Ahora bien, "la pregunta
por la totalidad de la historia es una pregunta esencial al hombre". Aquí comienza un
trabajo teológico considerable, que antes de responder a la pregunta por el sentido tiene
que abrir primero al sentido de dicha pregunta. En la entrega del hombre a una apertura
trascendente, está sin duda la condición de posibilidad para una comprensión de la
historia como un acontecer lleno de sentido. Sólo así puede el hombre ser "oyente de la
palabra". Pero la realización de una apertura a la trascendencia no está ligada a una
determinada antropología' teológica sobre ella.
Fe e historia
En otra ocasión, Kasper había elaborado una contribución que es esencial para el tema
(3 ), y podría ser un presupuesto positivo para Pesch. Siguiendo a U. von Balthasar,
Kasper habla de las dos posibilidades ofrecidas al pensar occidental: o la experiencia de
un mundo fundado como orden, y que permite al hombre encontrar su lugar en él, o la
otra posibilidad" que comienza en la libertad que abre y libera al mundo. Ambas tienen
sus dificultades para encontrar a Dios como real: pueden llevar a una reducción
cosmológica - una reducción antropológica del cristianismo. Como tercera posibilidad,
se insinúa una "teología teológica" que parte de la confesión: Dios es Amor (1 Jn 4, 8).
Esta frase presupone dos cosas: que este amor se ha hecho acontecimiento en Cristo, y
que Dios, en este mismo acontecimiento, ha mostrado que El es el amor. Tarea del
teólogo es desarrollar los dos aspectos mencionados por Kasper.
El papel de la reflexión
El hombre es sensible al amor: ésta es la condición de posibilidad para poder identificar
al amor. Pero junto con esta capacidad-sensibilidad para el amor, le es dada al hombre
una imposibilidad: él no puede "inventar" el amor que le tienen otros. Y lo que hace
feliz no es la reflexión sobre la posibilidad del amor; ni siquiera puede funcionar la
reflexión, si el amor no está ya ahí. Y, sin embargo, la reflexión puede ayudar al
crecimiento del amor, puesto que abre la mirada hacia aquel que quiere entregarse
amorosamente, y, con esto, tiene lugar un cambio de centro de gravedad: el que
reflexiona y se experimenta como querido por otro, va no lo refiere todo ciegamente a sí
mismo sino, en lo profundo y en lo último de sí, lo refiere a aquel que le ama.
Pues bien: aunque es cierto que se puede reflexionar así sobre las condiciones del amor,
no debe olvidarse que esta reflexión más bien habría de ser consecuencia de algo más
profundo, que es el acontecimiento mismo del amor; y que la reflexión consciente sobre
el proceso del amor no es la condición necesaria para poder ser cogido por el amor de
Dios. En una lógica teológica, la toma de conciencia de la apertura previa del hombre
puede tener un lugar sistemático importante. Pero esta toma de conciencia se queda en
un plano teórico. La reflexión no produce el amor. Más bien constata a posteriori algo
que ocurre como ajeno al poder del hombre y como posibilitándose por sí mismo.
Fundamentación no autoritaria de la fe en la historia humana
Aquí radican la grandeza y los limites de una teología trascendental (a lo K. Ralhner) :
ella proporciona al hombre una coherencia y una consistencia indispensables, pero sólo
en el plano de la reflexión. Sus presupuestos -la Gracia y la apertura que ésta provocahay
que buscarlos; no se dispone de ellos. El papel de la teología trascendental, para el
acto concreto de la fe, sólo puede ser el crear unas condiciones para que escuchemos en
la historia, por si descubrimos en ella la Gracia como amor concreto. Y este amor
proveniente de Dios apunta a trascender la reflexión o reconciliarla con ese anhelo tan
humano y que los hombres no consiguen saciar, Cuando Rahner habla de una
cristología anónima y piensa con ello en la posibilidad de que uno se acerque por la
gracia a Cristo, aun antes de aceptar el dogma cristológico, y cuando intenta hacer
comprensible la posibilidad de este acercamiento sobre la base de una antropología
trascendental, está tratando sólo de una parte del camino que, pasando por una
antropología captada en profundidad, puede conducir a una cristología ya tematizada.
Pero el camino también puede ser inverso: ¡cuántas veces ocurre que una cristología
iniciada como interés por Jesucristo es lo que hace que se vea al hombre como un ser
referido a Dios!
Interpelación no autoritaria
Es cierto que el ser interpelado por Cristo supone la capacidad de interpelación del
hombre y que esta capacidad juega un papel importante en la cuestión del contenido real
de la fe. Pero puede suceder muy bien que el hombre se sienta interpelado sin saber
reflejamente que es un ser de necesidad trascendental que, en todo acto de conocimiento
o libertad, va más allá de sí mismo, hacia el Misterio incomprensible; o sin saber que la
pregunta por la totalidad pertenece esencialmente al hombre. Conviene repetir esta
perogrullada, porque la coherencia interna de la teología no necesita estar -y a menudo
no está- en el camino hacia el devenir creyente; lo cual produce la impresión de que la
coherencia interna de la teología no se acredita en la praxis.
A la posibilidad de interpelación pertenece el que el estímulo se haga presente en forma
de llamadas. Esta llamada es en el hombre llamada a algo que le pone en movimiento;
dispara en él algo, que sin ella permanecería oculto. La llamada recibe una acogida
mayor si aquello oculto que despierta forma parte de la identidad a la que el hombre
apunta en esperanza. Se abre aquí un camino de comprensión que no es autoritario y
que, sin embargo, influye en la subjetividad del hombre activándola.
Alcance y límite de modelos hermenéuticos y lingüísticos
El escepticismo absoluto no tiene sentido. Pero toda reflexión sobre su superación se
pilla los dedos si sólo es reflexión. El cambio de centro de gravedad por medio del amor
¿puede proporcionar el ánimo suficiente para romper el círculo de la subjetividad y salir
fuera de uno mismo? Lo positivo de Pesch estaría entonces en fundar este ánimo en la
persona de Jesús. El "apoyo en el Jesús histórico" es necesario no sólo para el contenido
de la predicación, sino también para el proceso de hacerse creyente. Si la persona de
Jesús, en sentido global, es tan decisiva, entonces cabe hablar de la mediación de Jesús
para la fe. ¿No es ésta, precisamente, la obra de Jesús? Jesús es el fundador de la fe no
sólo por su fe, sino (en primer y último término) por su amor.
Aquí fracasan, hasta cierto punto, los intentos hermenéuticos y los modelos de lenguaje,
pero no por ello se hacen superfluos: lo típico de ellos es aquella doble posibilidad de la
analogía: semejanza y diferencia.
La mediación del amor presenta gran semejanza con el aprendizaje de un lenguaje. Un
animal es incapaz de aprender un lenguaje. Pero el hombre no lo aprende por sí solo,
sino relacionándose con los que hablan. Y esta relación le da no sólo la posibilidad de
utilizar un instrumento común con los otros, sino también la de comprenderse a sí
mismo en el horizonte de ese lenguaje común.
Pero es innegable que la identidad así lograda corre el peligro de ser absorbida por el
horizonte. El acontecimiento del amor, en sus últimas consecuencias, le llama a salir del
contexto en que se desarrolló su vida. El contenido de ese nuevo lenguaje del amor hace
que toda la sintaxis anterior sea tenida por secundaria, ante la dosis de sentido surgida
en esa nueva relación. El amor hace que la base válida hasta ese momento pueda ser
trascendida, no ciegamente sino por un acto libre. Y el centro de interés no lo ocupa este
acto, sino aquel a quien el acto se dirige. Se llega así a una comunidad en la que, aunque
la afirmación del amor constituya la "norma", la cuestión de la autonomía o
heteronomía ya no tiene objeto. En el primer plano de ese "sometimiento", hay una
emancipación.
Y para que lo dicho sea válido, no puede ser entendido como reflexión a priori sobre las
condiciones de posibilidad del amor (esto sería contradictorio en sí mismo). No
obstante, al hombre que se debate con los problemas de una fundamentación
trascendental, le puede aclarar la relación invertida que se produce cuando Jesús es para
él el Mesías.
La existencia para los demás de Jesús en su función para la fe y como principio de
comprensión de la cristología
Saquemos algunas conclusiones de todo lo dicho.
1. Generalizando la tesis de Pesch: "El nacimiento de la fe -no sólo de la fe en la
resurrección debe ser mediado por Jesús mismo, su obra, su destino, su muerte, su
persona".
Y si la mediación de Jesús sólo puede acontecer por la fuerza de Jesús, entonces, el
aspecto bajo el que deben ser vistas las apariciones pascuales no es un planteamiento de
teología fundamental contemporánea (hoy probablemente perpleja por la situación
epocal). La mirada se hace libre para leer las apariciones no en un contexto
"autoritario", sino a partir de la persona de Jesús, que ha de ser medida en sus propias
proporciones. Pesch ha captado que una resurrección, en cuanto milagro aislado, no
sirve para gran cosa. Y aunque muchos digan que eso es evidente, es útil repetirlo. De lo
que se trata es de la resurrección de Jesús. Su exaltación se identifica con la permanente
comunicación a sus discípulos; y ésta es su forma de presencia en la historia actual. A
través de esta comunicación, Jesús está presente activamente en la historia.
Pero, contra Pesch, es más digno de fe y más creíble el que esta comunicación haya
comenzado en la forma narrada en el NT de un encuentro de Jesús con los suyos, que el
pensar que fue descubierta en forma de conclusión. Aunque sigue siendo verdad que el
caminar espiritualmente con Jesús -en el sentido de ser interpelado por él- es un
presupuesto para la resurrección como acontecimiento lleno de sentido.
2.. Con ello, se mantiene algo que Pesch considera muy importante: la unidad real de
muerte y resurrección de Jesús por un lado, .y de vida y muerte de Jesús por otro.
Como escribe Rahner: "La resurrección no significa el comienzo de un nuevo período
en la vida de Jesús, que ha de ser llenado con otra novedad, sino que significa la
salvación definitiva de la única vida de Jesús quien, a través de la muerte libremente
aceptada en obediencia, conquistó esa permanente definitividad de su vida". En esto es
decisiva la dimensión teológica de la vida y muerte de Jesús, y por ello hablaba Pesch
de la necesidad de interpretar la muerte de Jesús como la posibilidad de su vida, y de
entender la conciencia de Jesús como seguridad en Dios, y su muerte como la apertura
de esta seguridad para los creyentes.
3. Desde aquí se puede valorar el significado de Jesús para el problema de Dios, y se
puede ver que la respuesta a ese problema ha sido dada a través de la vida y muerte de
Jesús. El es, a la vez, revelador y revelación. El problema de Dios, al que responde, es
nuestro problema. Pero su certeza-de-Dios no es imitable (como si fuese el maestro que
sólo enseña el método para llegar a esa certeza). Y es que Dios está presente en su vida
no sólo en su fe, sino en su amor activo que es la "obra más original de Jesús" (4). Por
ello, su vida sólo se puede entender como entrega: desde su amor al Padre -como Hijose
convierte en donación a nosotros. Y esta donación no es algo sobreañadido a la
revelación, sino que se identifica con ella. Creo, por eso, que la tarea más importante de
la cristología actual es el redescubrimiento de esa dimensión de Jesús que Schürmann
llama "existencia para los demás activa" (aktive Proexistenz). Recuérdese que una
predicación postpascual primitiva afirmaba que en la muerte de Jesús no sólo se
manifiesta Dios como el que está actuando paradójicamente, sino que también se
manifiesta Jesús como el que muere "por nuestros pecados". Esa existencia-para- losdemás-
activa es el elemento de continuidad de la cristología, que hace de la muerte de
Jesús, vista desde su vida, una muerte activa y salvadora (eso significa el "por
nosotros"). Es también el elemento que enlaza la vida terrena con aquello que ha
comenzado y sigue sucediendo como resurrección. Este existir para los demás es
también el Eschaton (la Plenitud final) que nos incluye activamente al activarnos al
amor. Cuando hoy describimos nuestra relación con Cristo como fe, estamos aludiendo
a esa activación nuestra por la existencia entregada de Jesús. Este ser-para es, por tanto,
más que un modelo. Y no es que neguemos que Jesús en su vida humana no encontrase
a Dios también en la forma humana del buscar. Pero en él, la fe y el amor que a nosotros
nos toca ir distinguiendo, fueron una única realidad en la unidad indisoluble de su
entrega (Proexistenz) a Dios y a nosotros (sabiendo que el segundo "a" está fundado en
el primero y expresa el mismo amor que éste).
Y aunque no hayamos aceptado, en su sentido inmediato, la tesis de Pesch, sin embargo,
su tendencia va en la línea que es decisiva para la cristología: Jesús, en su cruz, no fue
sólo la ocasión del paradójico juicio misericordioso de Dios, sino que la entrega activa
de Cristo, en cuanto es obra suya que vincula a Dios y a los hombres, es la prueba de
que Dios es amor, porque se ha hecho realidad en esa obra.
Notas:
1
Alusión a una frase parecida de R. Bultman, cuyo sentido se discute. (N. del T.)2
Las citas de Rahner que hace este artículo proceden de la obra Cristodogía. Estudiosistemático o ezegético. Madrid 1975 (N. del T.).
3
Fe e Historia, Salamanca 1974, pp 42-46.4
Título de una obra de R. Pesch sobre los milagros de Jesús (N. del T.)Tradujo y condensó: LUÍS TUÑI
JOHN P. GALVIN
LA RESURRECCION DE JESÚS EN LA ACTUAL
TEOLOGIA SISTEMATICA CATOLICA
La afirmación «Jesús ha resucitado», que parece tan simple, lo es todo menos sencilla.
Los mismos teólogos católicos tienen pareceres muy distintos sobre el tema, aun
cuando su gama de opiniones sea algo más restringida que la de los protestantes. El
presente artículo pretende ofrecer un examen general de las posiciones de los actuales
teólogos sistemáticos católicos sobre la resurrección de Jesucristo. A manera de
conclusión se ofrecerán unas observaciones valorativas.
The Resurrection of Jesus in Contemporany Catholic Systematics, The Heythrop
Journal, 20 (1979) 123-145
Naturaleza de la resurrección
El primer campo de estudio es la naturaleza de la resurrección. Ninguna definición ha
podido conseguir una aceptación general entre los autores católicos contemporáneos. El
punto de debate más importante es la relación entre la muerte de Jesús y su
resurrección: algunos mantienen el parecer tradicional de que la resurrección es un
acontecimiento distinto de la muerte de Jesús y posterior al mismo, mientras que otros
la entienden como un aspecto profundo de aquella muerte.
Revelación de la resurrección
La segunda serie de cuestiones atañe a la revelación de la resurrección. El parecer
tradicional del origen histórico de la fe en la resurrección encontraba sus principales
puntos de referencia en el descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones de Cristo
resucitado, que analizaba sobre la base de las narraciones evangélicas. Bajo el impacto
de la exégesis moderna, en la que se discute a menudo la historicidad de estos relatos, el
centro de atención ha pasado ahora de los evangelios a la antigua tradición referida por
Pablo en 1 Co 15, 3-5; no se ha conseguido, sin embargo, un acuerdo general. Entre los
puntos de debate se encuentran: la historicidad del descubrimiento de la tumba vacía y
de las apariciones, la naturaleza de las "apariciones", la presencia o ausencia de fe en
Jesús durante el tiempo de su vida, y el grado de continuidad, si es que la hay, entre
aquella fe y la fe de los discípulos después de su muerte. Los que mantienen una
concepción más tradicional de la naturaleza de la resurrección suelen seguir también
cuidadosamente la reconstrucción tradicional de su forma de revelarse; pero algunos
autores se apartan de este esquema. No siempre se percibe claramente el hecho de que
ambos puntos se entretejen, y la vaguedad de muchas formulaciones, especialmente las
que se emplean para explicar el contenido de las apariciones, es de por sí un indicio
suficiente de que muchas cuestiones siguen sin resolver.
Lugar de la resurrección en Cristología
La última variable es el papel de la resurrección en cristología y en el conjunto de la
teología. El sistema teológico neoescolástico, que constituye el antecedente histórico
inmediato de la teología católica actual, trataba principalmente de la resurrección dentro
de la teología fundamental y desde una perspectiva apologética. La cristología, en el
sentido más estricto de doctrina sobre la persona de Cristo, se concentraba en la
Encarnación. Y la Soteriología, la doctrina sobre la obra de Cristo, se fijaba
principalmente en la crucifixión. Hace ya tiempo que se han vuelto corrientes las
críticas a esta perspectiva tan limitada. La tendencia de ahora es más cristocéntrica en
general y más centrada en la resurrección en Cristología. Sin embargo, hay voces que se
apartan de esta tendencia, sobre todo entre los que se inclinan hacia concepciones
menos tradicionales de la resurrección y su revelación. En este tercer punto las
posiciones varían todavía más que en los dos anteriores, pues aquí entra en juego el
parecer del autor sobre la naturaleza y tareas de la teología, sobre el lugar de la
Cristología dentro del conjunto de la teología, y sobre el papel que se atribuye a la. vida
pública de Jesús.
KARL RAHNER
1. El punto de partida de la teología de la resurrección de Rahner es la teología de la
libertad humana. El ser humano, siempre tocado en su existencia concreta por el libre
ofrecimiento que Dios hace de sí mismo por la gracia, no sólo dispone de libertad en el
sentido de capacidad de elección entre alternativas distintas, sino que queda constituido
por su libertad como facultad de autodisposición personal ante Dios. Esta libertad, que
por su misma naturaleza tiende a la permanencia más bien que a la reversibilidad, la
ejerce cada individuo de una vez por todas en la historia finita y situada de su vida que
culmina con la muerte. La muerte, que en este sentido no coincide necesariamente bajo
todos los puntos de vista con el final biológico de las funciones vitales, comprende
elementos activos y pasivos: si, por una parte, nos viene impuesta desde fuera y en
último término no podemos eludirla por otra, representa el ejercicio concentrado y
definitivo de nuestra libertad ante Dios. La muerte es, pues, una realidad
multidimensional, cuyos distintos aspectos pueden guardar diferentes tipos de relación
con el tiempo.
La esperanza trascendental en la validez permanente de lo que uno ha llegado a ser en
la historia de su propia vida es algo intrínseco, dice Rahner, al ejercicio de la libertad
humana y, por consiguiente, coextensivo con esa libertad, aun cuando no se traduce
necesariamente en forma temática, es decir, no se reconoce por lo que es o no se afirma
explícitamente. Podemos negarla, pero sólo al precio de contradecirnos a nosotros
mismos, y no se destruye ni siquiera por el hecho de rechazarla. Ya que no es
precisamente un deseo de continuar la vida en su forma presente sino más bien un deseo
de permanencia de lo que acontece con la muerte, esta esperanza trascendental
constituye el horizonte antropológico para entender lo que significa la resurrección.
Siendo una esperanza de permanencia personal total que incluye todas las dimensiones
genuinas de la realidad humana, su objeto no es la mera inmortalidad del alma sino
también lo que puede denominarse resurrección del cuerpo. No obstante, la capacidad
del hombre para imaginar el contenido de esta esperanza es inexorablemente restringida,
sobre todo por lo que se refiere a sus dimensiones corporales; y las diversas imágenes
que necesariamente acompañan e influyen en los intentos de tematizarla, deben tratarse
con gran reserva, para que sus inevitables deficiencias no impidan la conciencia de su
verdadera realidad.
La resurrección de Jesús es, a la vez, la confirmación de esta esperanza y su realización
en un individuo concreto. En cuanto que Jesús es único, su resurrección contiene
características únicas, pero contiene también los elementos formales esperados con
respecto a la resurrección en general. Así, puesto que la muerte de cada hombre conduce
intrínsecamente a su condición definitiva, la resurrección de Jesús es el fruto de su
existencia temporal y no un período completamente heterogéneo que sigue después.
Lejos de ser un signo de aprobación divina puesto extrínsecamente, es la validez
permanente de su destino ante Dios, "el final completo que lo completa todo" de su
muerte específica. "La resurrección de Cristo no es otro acontecimiento después de su
pasión y su muerte, sino (a pesar de la prolongación temporal, que es un aspecto interior
de la acción del hombre espacio-temporal, por muy unificada e indivisible que sea tal
acción) la manifestación de lo que tuvo lugar en la muerte de Cristo: la entrega activa y
pasiva de la entera realidad de aquel hombre corporal al misterio del Dios de amor y
misericordia a través de la libertad concentrada de Cristo, que dispone de toda su vida y
existencia".
2. Sólo en sus obras más recientes trata Rahner explícita y extensamente las cuestiones
que se refieren a la revelación de la resurrección; aunque ya en sus primeros escritos
advierte que las apariciones deben entenderse como una especie de transposición de lo
que es realmente Jesús resucitado al mundo perceptivo de los discípulos, no como una
visión directa del modo actual de existencia del Señor resucitado. Es una característica
del enfoque de Rahner su esfuerzo por evitar una interpretación positivista, haciendo
hincapié en la esperanza humana trascendental en la resurrección como condición de
posibilidad para conocer la resurrección de Jesús. Una tumba vacía no basta como
garantía de la resurrección, pues podría explicarse de muchas maneras. En algunas obras
Rahner habla de la experiencia de la resurrección por parte de los primeros discípulos
como única y sostiene que los cristianos posteriores dependen de su testimonio, no sólo
en cuanto a la información sobre el hecho sino también en cuanto al conocimiento- de la
posibilidad y naturaleza de su experiencia. Sin embargo, en algunos escritos más
recientes, en forma tentativa denomina los relatos del descubrimiento de la tumba vacía
y de las apariciones explicitaciones secundarias de la experiencia básica de los
discípulos de que Jesús vive en la gloria de Dios, y afirma que esta experiencia es
accesible a todos los cristianos, los cuales siguen dependiendo de los primeros
discípulos para el conocimiento del Jesús histórico que les permite creer y esperar que el
deseo humano trascendental de la resurrección se ha cumplido en él. Esto refleja el
acento que pone Rahner cada vez más en el horizonte "trascendental" formado por la
esperanza humana, aun cuando sigue afirmando la necesidad de acontecimientos
revelatorios "categoriales".
3. En sus primeros escritos cristológicos Rahner recalca sobre todo la Encarnación.
Posteriormente, en su "enfoque histórico salvífico" de la Cristología, la resurrección
desempeña un papel más destacado. En la mayoría de estas obras posteriores se recurre
a la resurrección como a uno de los dos puntos básicos de referencia de la Cristología
fundamental; el otro es la autocomprensión, por implícita que fuese, del Jesús histórico
como Salvador escatológica. Aunque la resurrección no opera simplemente como
confirmación divina del conocimiento claramente expresado por el Jesús histórico, sí
cumple un papel de fundamento de la fe, puesto que es a través de la Pascua que la
autocomprensión implícita en los hechos y palabras de Jesús alcanza para nosotros su
credibilidad definitiva.
Sin embargo, Rahner ha especificado de diferente modo el punto de referencia histórico
de la Cristología. Su preocupación principal, a menudo repetida, es la absoluta
necesidad de recurso histórico al hecho de la existencia de Jesús y a cierta información
positiva acerca de El. Al corriente de las dificultades que hay que afrontar para llegar
hasta el Jesús histórico e inclinado a sostener que la autointerpretación de Jesús es, ante
todo, objeto de fe y no base de la misma, Rahner sugiere en uno de sus escritos que los
teólogos consideren la posibilidad de que la resurrección pueda ejercer la función de
base histórica suficiente para la Cristología, sin mucha información sobre la
autocomprensión de Jesús. Con todo, sabedor de que muchos teólogos no contarían la
resurrección entre los hechos históricamente verificables y consciente de que no es fácil
para el hombre contemporáneo considerar la resurrección como base de la fe aun
cuando esté dispuesto a aceptarla como contenido de la fe, Rahner en otras ocasiones
recurre casi exc lusivamente a la vida y muerte del Jesús histórico. Con eso ha variado
considerablemente el papel que se atribuye a la resurrección. Puesto que la resurrección
está subordinada a la muerte de Jesús, no es el centro de la Cristología; ni tampoco la
misma cristología es, bajo todos los puntos de vista, el centro de la teología.
WALTER KASPER
1. Kasper habla de la resurrección como de un "acto escatológico del poder divino", el
cual es la unidad profunda de un acontecimiento histórico y escatológico-teológico: la
entrada de Jesús en la dimensión de Dios. La corporalidad de la resurrección, que hay
que afirmar para evitar el docetismo, debe entenderse bíblicamente como la totalidad de
la persona y como contacto continuo con el mundo, aunque de una manera totalmente
nueva, divina; "apenas pueden formularse afirmaciones concretas sobre el cómo de este
cuerpo pneumático ".
A veces Kasper vincula estrechamente la resurrección con la cruz, como cuando señala
el contenido de la confesión de la resurrección en el sentido de afirmar que en la muerte
de Cristo ha amanecido la nueva era. Dice, refiriéndose al texto de Rahner: "La
resurrección es el final completo, que lo completa todo, de la muerte en cruz. Por tanto,
no es otro acontecimiento después de la vida y después de la pasión de Jesús, sino lo
que tuvo lugar más profundamente en la muerte de Jesús: la entrega activa y pasiva de
aquel hombre corporal a Dios y la aceptación, llena de amor y misericordia, de este don
por parte de Dios. La resurrección es, en cierto sentido, la dimensión divina más
profunda de la cruz... "
Sin embargo, en otras partes Kasper habla de la resurrección como de un acto nuevo de
Dios, no derivable de ningún otro acto, y rechaza la concentración exclusiva en el Jesús
histórico aduciendo que la resurrección ha añadido contenido propio: la vida nueva del
Crucificado en el reino de Dios. La consecuencia es cierta ambigüedad, acerca de la
posición que toma Kasper, pues muchas expresiones pueden interpretarse de maneras
diferentes: su argumento cristológico global depende indiscutiblemente de la presencia
de nuevo contenido revelatorio en la resurrección, mientras que algunas de sus
explicaciones de la naturaleza de la resurrección parecen incoherentes con tal programa.
2. Por lo que se refiere a la revelación de la resurrección, Kasper defiende que, dada la
imposibilidad de concluir la resurrección a partir del contenido de la vida de Jesús, es
necesario recurrir a nuevo comienzo para explicar el origen, después de su muerte, de la
fe en su resurrección. Si bien Kasper atribuye cierta probabilidad histórica a la tradición
del descubrimiento de la tumba vacía, su referencia principal son las apariciones de
Cristo resucitado, consideradas como representativas de una nueva iniciativa por parte
de Cristo o de Dios. Sin embargo, Kasper se aparta algo de la opinión tradicional, al
insistir en que estas apariciones no tienen que concebirse necesariamente como
milagrosas; son, más bien, "la experiencia creyente de que el Espíritu de Jesús sigue
actuando y de que Jesús vive y está presente en el Espíritu".
3. Kasper hace de la resurrección el punto focal de su Cristología y a menudo se
muestra crítico hacia otros autores porque colocan la resurrección más hacia la periferia
de sus correspondientes cristologías. Al poner de relieve la importancia para la
Cristología de la presencia de Cristo en el Espíritu, pretende elaborar lo que él
denomina "una Cristología orientada pneumáticamente" como alternativa tanto a las
cristologías "desde arriba" como a las cristologías "desde abajo"; a su juicio, las
primeras no están suficientemente atentas a la situación contemporánea, mientras que
las segundas son incompletas debido a la autocomprensión "desde arriba" del mismo
Jesús histórico y debido a la resurrección, que Kasper considera "pura Cristología desde
arriba". El Jesús histórico no ofrece una base suficiente para creer, puesto que el final de
su vida quedó abierto y la cruz aparecía como una declaración de falsedad de su
mensaje; tampoco el Jesús histórico es el contenido exclusivo de la fe cristiana, puesto
que la revelación se da no sólo en el Jesús histórico sino también, e incluso de una
manera superior, en la resurrección y en la misión del Espíritu. Así la resurrección
forma parte del fundamento de la fe y desempeña las funciones de legitimar al Jesús
histórico y de ofrecer el nuevo contenido que Kasper considera esencial para construir
una Cristología no reduccionista.
HANS KÜNG
Küng define categóricamente su Cristología como una Cristología "desde abajo", lo que
considera el único procedimiento legítimo para tal estudio después de Hegel y Strauss.
Contra Kasper, su colega de Tübingen, Küng insiste en que es posible incorporar la
resurrección a este enfoque, puesto que la fe en la resurrección no es una pura
cristología "desde arriba" y, por tanto, no precisa de otro método.
1. Contra las tendencias bultmanianas, Küng sostiene que la resurrección de Jesús no es
sólo una manera de expresar la significación de su muerte ni es un mero acontecimiento
para los discípulos, sino un hecho real en el que "Dios interviene allí donde todo ha
terminado desde un punto de vista humano"; sin embargo, no es histórico en sentido
estricto, puesto que sobrepasa los límites de la historia y ésta, como ciencia, no puede
verificarlo. La resurrección no es una vuelta a esta vida en el espacio y el tiempo, ni una
continuación de la misma, sino una asunción en la realidad definitiva, un "morir en
Dios". Aunque claramente distinta de la muerte y la sepultura, la resurrección no es
necesariamente distinta de la muerte en el tiempo, pues "ocurre con la muerte, en la
muerte, a partir de la muerte".
2. Si bien Küng descarta como elaboraciones legendarias las tradiciones de la tumba
vacía, su juicio sobre el origen de la fe en la resurrección es, por lo demás, parecido al
de Kasper. La revelación de la resurrección tuvo lugar ante todo en la experiencia
radicalmente nueva de los discípulos de Jesús después de su muerte.
3. El papel principal que Küng atribuye a la resurrección es el de legitimar al Jesús
histórico. Tanto la persona como la causa de Jesús parecían terminar ignominiosamente
con la crucifixión, que equivalía al abandono público por parte de Dios y de los
hombres. Su vida pública dejó sin respuesta la cuestión de la validez de las expectativas
y esperanzas que había suscitado, y su muerte como tal no manifestó la victoria de Dios
sobre la muerte. Sin embargo, fue sólo en este instante del tiempo cuando empezó
realmente el movimiento que invoca el nombre de Jesús, pues Jesús en tal momento
adquirió por primera vez credibilidad definitiva. Aunque así la resurrección opera como
legitimación divina de Jesús y su causa, sin la cual no habría base suficiente para la fe
cristiana, Küng insiste en que la misma resurrección es objeto de fe y no un milagro que
autentifica la fe. La Pascua no debe considerarse aisladamente, ni puede menoscabar la
centralidad de la cruz, la cual, a su vez, permanece vinculada a la vida pública de Jesús.
Así Küng puede afirmar que el criterio primario de la Cristología es el "Jesucristo
bíblico", "el mismo Jesucristo... en su existencia terrena y en su cruz, en su resurrección
y en el kerigma de la comunidad". La resurrección es indispensable pero, al parecer,
más subordinada a la vida pública de Jesús y a su muerte que en la opinión de Kasper.
WARD SCHILLEBEECKX
1. Schillebeeckx, difiriendo claramente de Rahner, insiste en que la resurrección es más
que la revelación de lo que sucedió en la muerte de Jesús: es la victoria divina que
corrige la negatividad de la muerte, un acontecimiento nuevo y distinto que otorga un
nuevo significado a la muerte de Jesús. Firmemente categórico al rechazar cualquier
identificación de la resurrección con los comienzos de la fe pascual de la Iglesia
(aunque advirtiendo que ambas cosas no deben separarse), es casi tan firme al negar que
la resurrección pueda considerarse como "la otra cara" de la muerte de Jesús, o como su
aspecto salvífico: la razón fundamental para ello es la negatividad de la crucifixión. Sin
embargo, Schillebeeckx considera que la resurrección es metahistórica y metaempírica,
y niega que la resurrección corporal de Jesús implique la desaparición de su cadáver.
2. Schillebeeckx, a la vez que pone de relieve la importancia del recuerdo del Jesús
histórico por parte de los discípulos, encuentra la revelación de la resurrección en sus
experiencias, repletas de gracia, de que Jesús vive después de su muerte. Interpreta estas
"apariciones", sin que sea la visión óptica elemento esencial de las mismas, como
íntimas experiencias religiosas personales del ofrecimiento renovado del perdón divino
a través de Jesús, lo cual llevó al reagrupamiento de los discípulos bajo la iniciativa de
Pedro. Si bien estas experiencias deben distinguirse de convicciones meramente
subjetivas, no deben interpretarse de una manera ingenuamente realista, y se parecen
mucho a nuestro propio acceso a la fe.
3. El papel que atribuye a la resurrección en su cristología viene determinado por su
principio básico de que la norma y criterio de toda interpretación de Jesús de Nazaret es
el mismo Jesús de Nazaret. Aunque critica agudamente el parecer de que la salvación
está sólo vinculada a la resurrección y de que la Pascua es el único punto de partida de
la teología, rechaza como un falso dilema la alternativa de colocar la salvación en el
Jesús histórico o en el Cristo resucitado, puesto que la resurrección sin el Jesús histórico
sería un mito, mientras que el Jesús histórico sin lo que los cristianos denominan
resurrección sería meramente un trágico fracaso. Para Schillebeeckx, la ruptura decisiva
en la interpretación de Jesús no ocurre en el momento de su muerte sino antes, con su
rechazo público definitivo. Encuentra pruebas en los evangelios de que Jesús, después
del fracaso de su mensaje y su praxis en conseguir la aceptación general, previó que su
muerte se acercaba y fue capaz de integrarla en la comprensión de su misión, a la vez
que la dejaba como un signo profético final para que otros la interpretaran.
Entre la muerte de Jesús y la predicación de la Iglesia primitiva no se halla precisamente
la resurrección como tal sino la experiencia de los discípulos de que El vive.
Schillebeeckx no quiere hablar de la resurrección como legitimación o confirmación
divina en el sentido normal de estas palabras, pues dice que una afirmación de fe no
puede legitimar a otra y que la verdadera legitimación de la fe cristiana no es una
realidad presente sino futura (escatológica).
RUDOLF PESCH, ETC.
1. R. Pesch, exegeta que quiere aportar algo a la teología fundamental, alude
favorablemente a la concepción de Rahner de la resurrección.
2. No le convencen los argumentos a favor de la historicidad del descubrimiento de la
tumba vacía y de las apariciones. Sostiene que los discípulos de Jesús creyeron en El
como mesías profético durante su vida, cuando afirma que el fundamento de la fe
cristiana radica en el mismo Jesús histórico más que en acontecimientos posteriores a su
muerte. Puesto que los discípulos disponían de tradiciones judías que se representaban
la resurrección del mesías-profeta escatológico, fue posible la transformación cualitativa
de su fe transformación necesaria a consecuencia de la crucifixión de Jesús sin recurrir a
apariciones o a tumba vacía; sobre todo si tenemos en cuenta que Jesús pronosticó su
muerte hacia el final de su vida pública y si consideramos que en la última cena El dio
una interpretación salvífica a su muerte inminente.
La opinión de Pesch sobre la revelación de la resurrección se apoya en el Jesús histórico
y presupone un alto grado de reflexión por parte de los discípulos; insiste en que
revelación y reflexión no se excluyen mutuamente de ningún modo.
3. La resurrección no desempeña el papel de legitimación del Jesús histórico, pues en la
vida pública y en la muerte de Jesús se encuentra (histórica y sistemáticamente) base
suficiente para la fe cristiana, y es innecesaria una ulterior legitimación. Así la
resurrección aparece como una legítima y necesaria confesión cristológica del
significado escatológico de Jesús en, vista de su muerte, pero no como parte del
fundamento de la fe, que puede establecerse históricamente.
Hans Jellouschek y Franz Schupp, que aluden también favorablemente a la opinión de
Rahner, sobre la naturaleza de la resurrección, explican los dos de modo parecido la
función de la resurrección en Cristología. El primero sugiere que el término
"resurrección" hace referencia a la muerte de Jesús y, por ende, a su vida terrena como
genuinamente salvíficas y expresa la importancia permanente de la persona de Jesús. La
confesión de que Jesús ha resucitado es equivalente a la confesión de que El es el
Cristo; no una expresión de las razones para poder afirmarlo. Schupp, a su vez, se opone
a hacer depender la validez de la vida de Jesús de una ratificación subsiguiente y teme
una devaluación de la cruz si la salvación, se coloca en una resurrección objetivada
como suceso aparte de la muerte o posterior a ella. La resurrección es, así, la confesión
cristológica fundamental de Jesús, y sobre todo de su muerte, como salvíficos.
Asimismo, Hans Kessler bosqueja una Cristología en la que la resurrección desempeña
sólo una función sistemática limitada. Se apoya en la obra exegética de F.J. Schierse,
según el cual "Jesús reveló la verdad final entera en su palabra y su acción, y todas las
explicitaciones posteriores no son sino intentos de conceptualizar uno u otro aspecto
parcial del acontecimiento de la salvación". Kessler hace hincapié en la actividad
liberadora de Jesús. En un artículo posterior atribuye importancia a la resurrección en
cuanto fundamento para el hecho de que Jesús vive con Dios de una manera nueva y
única en la que está activo en el presente a través del Espíritu.
JON SOBRINO
1. Jon Sobrino, jesuita vasco que enseña teología en El Salvador, considera la
resurrección desde la perspectiva de la teología de la liberación. Intensamente influido
por Jürgen Moltmann, Sobrino sostiene que el punto de partida idóneo para tratar la
cuestión es la actitud de esperanza contra la injusticia y la muerte, y no meramente por
encima o más allá de la injusticia o de la muerte. Sobrino califica la resurrección de
acontecimiento escatológico y dice que, como tal, no puede ser comprensible de una
manera pronta e inmediata.
2. Si bien considera como una cuestión pendiente la historicidad de la tradición de la
tumba vacía, observa que la época de las tradiciones de apariciones apunta hacia la
historicidad y que su núcleo ofrece indicios de ser auténtico. A su juicio, no cabe duda
de que los discípulos tuvieron "algún tipo de experiencia privilegiada" que restauró su
quebrantada fe, aunque es difícil ser más preciso sobre la naturaleza de tal experiencia.
3. Pero el interés principal de Sobrino no radica en esos aspectos de la cuestión.
Deseoso de orientar su Cristología sobre la base del Jesús histórico y advirtiendo de que
"la tentación más radical con que se enfrenta el cristianismo es la de centrarse
unilateralmente en el Cristo resucitado", Sobrino evalúa la resurrección como el suceso
que fundamenta la fe en Jesús y, a la vez, como el que hace posible olvidarse de la vida
concreta de Jesús. Concentrarse en la resurrección, lo que es síntoma de un trabajo
teológico separado de la realidad concreta, lleva de por sí a la perversión de la fe en
"religión" y a la glorificación del poder. Para evitar ésto, la resurrección debe
considerarse íntimamente vinculada con la crucifixión y nunca debe permitirse que
difumine el escándalo de la cruz. Debidamente considerada, la resurrección define quién
es Dios, supera las ambigüedades de la vida de Jesús y clarifica el significado de la
existencia y de la historia humana.
HANS URS Von BALTHASAR, ETC.
1. Considera la resurrección como un acontecimiento separado temporalmente de la
muerte de Jesús. Aunque tiene que ver con la historia, la resurrección no es ni puede ser
un acontecimiento dentro de la historia en el sentido normal, puesto que no es una
vuelta a esta vida sino la transición de Jesús a una forma de existencia en la que para
siempre ha dejado atrás la muerte y ha superado los límites de este tiempo. Para von
Balthasar, dado que la resurrección es un acontecimiento sin analogía, el estado del
Resucitado es absolutamente único y las consideraciones antropológicas generales
tienen un valor restringido al estudiar su naturaleza.
2. Von Balthasar observa antecedentes para entender la resurrección en el concepto
bíblico del Dios vivo, las categorías de la apocalíptica judía y la pretensión escatológica
del Jesús histórico, pero considera que tales antecedentes no bastan en sí mismos para
explicar el acontecimiento único de la resurrección. Si bien el descubrimiento de la
tumba vacía es histórico en sí la tumba vacía es ambigua, no es más que un signo. Lo
decisivo en la revelación de la resurrección fueron las apariciones, que están más allá
del alcance de toda crítica y que se entienden con la máxima precisión como encuentros
con una persona viva; sin las apariciones no hubiera podido predicarse la resurrección,
ya que la fe de los discípulos estaba tan vinculada a la obra y a la persona de Jesús que
de otro modo hubiese sido imposible la continuación de su causa después de su muerte.
3. Atribuye a la resurrección un papel en el centro de la teología; la considera el punto
de partida de toda teología eclesial, pues posibilita una comprensión exacta del
significado de la vida de Jesús, es esencial para la revelación de la divinidad de Cristo y
de la Trinidad y es intrínseca a la fundación de la Iglesia. Teniendo en cuenta, sin
embargo, la concentración de von Balthasar sobre la cruz, sería inexacto considerar su
teología como centrada en la resurrección.
El jesuita australiano Gerald O' Collins y el teólogo irlandés Dermot Lane proponen
concepciones bastante similares de la resurrección. El primero critica duramente las
tendencias a " maximalizar la importancia del Jesús histórico para la fe" que descubre
en J. Jeremías y E. Fuchs. La muerte y la resurrección de Jesús son el punto culminantede
la revelación divina, y el respeto por la particularidad de la vida de Jesús no debe
reducirlas a un apéndice prescindible. Asimismo para el segundo la consideración de la
vida pública de Jesús, aunque esencial para la Cristología, en sí no es suficiente. La
resurección y Pentecostés son las etapas finales necesarias de una revelación gradual
que clarifica lo que ya está implícito en las palabras y acciones de Jesús y añade algo
nuevo al contenido de la fe cristiana, que ahora tiene su nuevo objeto en el Cristo
resucitado.
LEO SCHEFFCZYK, ETC.
1. La afirmación más categórica del parecer tradicional sobre la naturaleza de la
resurrección se encuentra en el libro de Scheffczyk sobre el tema. Habla repetidamente
de la necesidad de una consideración "realista" de la resurrección, que él pone en
contraste con las concepciones "existencialistas" o "hermenéutico-existencialistas ". Si
bien la resurrección está unida con la crucifixión, las dos no son un solo acontecimiento;
la resurrección es una intervención creadora por parte de Dios, un acto divino de nueva
creación. La resurrección de Jesús implica necesariamente el que la tumba quede vacía.
2. Insiste en que la tradición de la tumba vacía no es una "leyenda", aunque tiene menos
importancia que las apariciones, las cuales no sólo son el fundamento necesario de la fe
pascual de los discípulos sino que están tan intrínsecamente vinculadas a la misma
resurrección que negar las apariciones equivale a negar la resurrección.
3. Afirma que a) explicar la resurrección como elemento característico del cristianismo,
b) descubrir su genuino. significado teológico a partir de las escrituras y c) presentar su
verdad como la clave para todas las demás verdades cristianas y como el centro de las
mismas, son las tres tareas que corresponden a la teología sistemática al considerar la
resurrección. Cree que la última es la más importante y por eso dedica gran parte de su
obra a defender que la resurrección es el punto de referencia central para comprender
debidamente la Trinidad, la persona de Cristo, la creación, la Iglesia, los sacramentos y
la escatología. Así, no sólo la Cristología sino toda la teología queda centrada en la
resurrección. Scheffczyk critica agudamente a la teología tradicional porque no
reconoció esta centralidad.
Franz Courth, antiguo estudiante de Scheffczyk, cita numerosos textos del Nuevo
Testamento para defender que la afirmación central del mismo Nuevo Testamento es
que la resurrección de Jesús es la revelación decisiva de Dios. Dice que la última norma
de interpretación de la fe cristiana no es el Jesús histórico sino el Señor crucificado y
resucitado que actúa en la Iglesia a través del Espíritu. A su parecer, otras posiciones
conducen inevitablemente a cristologías reduccionistas, puesto que ignoran el contenido
real que la resurrección tiene de por sí, además de confirmar el Jesús histórico. Más
recientemente, Courth critica la valoración que hace Schillebeeckx de los
acontecimientos posteriores a la muerte de Jesús, como base insuficiente para la idea de
la resurrección (fundamentalmente válida) que tiene el mismo Schillebeeckx.
CONCLUSIÓN
Observemos algunas cuestiones centrales que están en el fondo de las distintas
opiniones
Naturaleza de la resurrección y papel teológico que se le atribuye
Sería bueno explicitar más la correlación entre la forma de entender la naturaleza de la
resurrección con la función teológica que se le atribuye. Por ejemplo, ¿es coherente
entender la resurrección como inseparable de la muerte de Jesús, mientras se evalúa la
crucifixión en términos negativos y se atribuye a la resurrección el papel de legitimar las
pretensiones (implícitas) del Jesús histórico? Parece que autores como Küng y Kasper
han extraído eclécticamente de fuentes discordes sin haberse dado suficiente cuenta de
los problemas que ofrece una síntesis de concepciones diferentes. Sus pareceres sobre la
función de la resurrección en Cristología nos recuerdan a W. Pannenberg mientras que
al explicar la conexión de muerte y resurrección dependen notable y explícitamente de
K. Rahner. Parecería, sin embargo, que la idea de Rahner sobre la naturaleza de la
resurrección es incompatible con la argumentación cristológica de Pannenberg. O por lo
menos, un estudio más explícito de esta cuestión ayudaría a disipar la imagen de
incoherencias.
Suficiencia del Jesús histórico como base y criterio de la Cristología
Parecería que éste es el punto central del debate por lo que se refiere al papel teológico
de la resurrección. Esta es también una cuestión central en la cristología protestante del
momento, como lo indican claramente los pareceres opuestos de Pannenberg y Ebeling.
Es lástima que el análisis de este punto se vea estorbado por el uso de idéntica
terminología para referentes distintos: algunos de los que afirman la suficiencia del
Jesús histórico (p.e. Schierse, Kessler) y la mayoría de los que la niegan (p.e. Courth,
Kasper, Lane) tienden a hacer abstracción dé la muerte de Jesús cuando se refieren al
Jesús histórico, mientras que otros (p. e. Pesch, Schupp, Jellouschek) no sólo incluyen
la crucifixión sino que incluso le atribuyen un lugar muy destacado en su comprensión
de la vida de Jesús.
La acusación de que las teologías que consideran al Jesús histórico como base y criterio
suficiente para la Cristología son inevitablemente reduccionistas tiene mucha fuerza
cuando se alza contra los que prescinden de la crucifixión en su concepto del Jesús
histórico, pero no es necesariamente válida cuando se dirige contra los que no hacen tal
abstracción. El hecho de dar por supuesta acríticamente la problemática distinción de
Pannenberg entre acciones de Jesús y su doble destino de muerte y resurrección, puede
estar aquí en la raíz de muchos problemas. Teniendo presente que la muerte de Jesús fue
la consecuencia de su actividad pública, apenas es posible evaluar su vida pública
haciendo abstracción de su muerte.
Quienes afirman la suficiencia del Jesús histórico incorporando la crucifixión a su
comprensión del mismo, requieren y merecen un examen más cuidadoso. Gozan de la
importante ventaja de que su base y criterio de Cristología es accesible históricamente,
mientras que otros criterios propuestos, como el "Cristo bíblico" de Küng o "el Jesús
terreno y el Cristo resucitado y exaltado" de Kasper, presuponen la resolución de lo que
Rahner acertadamente considera como la primera y más básica cuestión cristológica: la
legitimidad del paso del Jesús histórico al kerigma cristológico de la Iglesia primitiva.
Interpretación teológica de la muerte de Jesús
Se trata de la clave para estudiar la resurrección. Aquí corresponden las valoraciones
críticas recientes de la teoría de la satisfacción y de la categoría de sacrificio, pero el
asunto es mucho más complejo que estos solos aspectos. Se requiere con urgencia un
ulterior estudio sistemático que podría documentarse con provecho en el examen
exegéticamente renovado de las distintas interpretaciones que se hallan en el Nuevo
Testamento. Evitar el aislamiento de la muerte de Jesús de su vida pública es una
importante condición previa para elaborar una interpretación válida. Sugeriríamos,
finalmente, sin defender una falsa glorificación de la crucifixión, que una teología que
evaluara la muerte de Jesús en términos exclusivamente negativos resultará al fin
incapaz de ofrecer un juicio positivo de su vida bien fundamentado cristológicamente.
Tradujo y condensó
: AURELI BOIX
JOSEPH DORÉ
CREER EN LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO
Pascua debería ser para los cristianos la ocasión de verificar el vigor de su fe en la
resurrección de Jesús. Pues de su testimonio depende la credibilidad humana de la
resurrección de Jesús hoy. El autor, después de presentar, de modo sistemático, las
opiniones actuales sobre el tema y las actitudes del espíritu humano que representan,
muestra a partir del N.T. cuál es el contenido y el significado de la fe en la
resurrección.
Croire en la résurrection de Jésus-Christ, Etudes 356 (1982) 525-542
Todas las palabras del título han sido medidas para que su análisis ilumine la intención
que pretenden.
... de Jesucristo
Subraya, en primer lugar, la referencia al hombre Jesús de Nazaret. Lo siguiente pondrá
en claro que esta referencia no es secundaria ni evidente para todos.
Pero, en segundo lugar, subraya un aspecto de gran importancia. No se quiere sólo
evocar un suceso asombroso referente a un profeta, en cierto modo comparable a otros,
crucificado por Pilatos. Creer en la resurrección es reconocer a Jesús como el Cristo, es
decir, más que "simplemente Jesús y, por tanto, situarle de forma singular con relación a
Dios y a los hombres.
Eso significa que la postura frente al suceso de la resurrección de Jesús aparecerá
vinculada a una interrogación sobre su identidad como Cristo.
... creer en
La modalidad concreta de la postura ante la resurrección es un creer, una fe. Las
páginas siguientes pondrán de relieve la dificultad en comprender el alcance de esta
afirmación.
No es superfluo indicar que no se trata de un creer neutro, sino de creer "en ... ". Lo que
significa que si la resurrección nos atañe por el acto de fe a que estamos invitados, ese
acto tiene el efecto de introducir y hacer partícipes a los creyentes del dinamismo de
vida en que se traduce. Es preocupación principal de estas páginas no separar el
contenido del acto mismo y poner de relieve que, si somos invitados a creer en una
resurrección, lo somos por y en un proceso que tiene algo de resucitante para el que lo
lleva a cabo. Es decir, queremos subrayar que creer en la resurrección de Jesús es creer
en Jesu-Cristo como resucitado y resucitarte.
... la resurrección...
No basta con preguntarse si Jesús resucitó y, en caso afirmativo, qué significa como
revelación de la identidad personal de Jesús y de su interés por los hombres. Hay que
explicar, primero, qué significa "resurrección, pues no es de ningún modo un concepto
diáfano. Podría acudirse a los textos del NT en que se habla del destino de Jesús
después de su muerte y a los términos en que la expresan. Pero nosotros seguiremos
otro camino. Presentaremos y evaluaremos, primero, las opiniones que son hoy
comunes. Y sólo luego acudiremos a la fe y al testimonio apostólicos, consignados en
los escritos sinópticos, paulinos y joanneos.
OPINIONES Y PROBLEMAS DE HOY
Lo que creen y piensan los cristianos respecto a la resurrección de Jesús es, con
frecuencia, algo nebuloso y difuso. Pero es posible establecer ciertos esquemas que
agrupan sus opiniones y las estructuras mentales que básicamente las originan.
Cuatro tipos de opinión
Para dar una visión de conjunto nos serviremos de un cuestionario de Témoignage
Chrétien de 1980, ampliamente contestado, que distinguía cuatro tipos de posturas.
1. El primero imagina que Jesús ha vuelto a tomar posesión de su cadáver y que, como
cuerpo glorioso, está a la derecha de Dios. Esta opinión se apoya en dos datos que
admite, sin más, como históricos y como prueba perentoria, por figurar en el N.T., la
tumba vacía y las apariciones a algunos discípulos.
Rechaza cualquier sospecha de mitología o ingenuidad, pues la sola pregunta por la
historicidad de estos datos significa no ser auténtico creyente o, al menos, situarse en
camino de no serlo. Y, finalmente, pasando del contenido de la fe en la resurrección a lo
que ella misma fundamenta, afirma, apologéticamente, que ahí reside la prueba de la
divinidad de Jesús., pues sólo Dios tiene poder para resucitarse a sí mismo.
2. Una segunda opinión sostiene que Jesús es personalmente vivo y que ha atravesado
efectivamente la muerte como todo hombre. No sabe ni se preocupa demasiado de la
entidad de esta vida (cómo sea verdaderamente corporal), ni tampoco lo que esa
afirmación sobre el profeta de Galilea entraña para la concepción de Dios o para la
misma identidad de Jesús, o para el sentido que puede aportar al destino humano en
general o incluso a la decisión misma de fe.
Se afirma indudablemente que lo que se llama 'la resurrección' ha afectado a Jesús en el
sentido de volverle a la vida. Pero no ven posibilidades de trascender esta afirmación ni
qué interés tendría lograrlo. Pues, por una parte, los exegetas del N.T. concluyen que
existe composición literaria y presentación apologética en los relatos de la tumba vacía
y de las apariciones y que, por tanto, hay que librarse de ciertos lastres tradicionales y
declarar tanto más doctas ciertas ignorancias cuanto son más insuperables. Por otra
parte, se ha acabado por asumir, una idea muy repetida en estos últimos años que la fe
no es primariamente cuestión de contenido, sino de conversión y compromiso contra
todo lo mortífero que exista en la propia vida y en el mundo.
No se olvida reconocer que Jesús ha sido, y es todavía hoy, una llamada sin par a una
vida plena de sentido y el camino hacia el cumplimiento de una esperanza fundada. Sin
cuestionar la importancia de lo que haya podido sucederle a Jesús en otro tiempo, el
centro de interés se fija en lo que permite vivir en la actualidad. Se intuye que no se
acabó con Jesús y que tiene relació n con el sentido de la propia vida. Esto lo expresa la
tradición cristiana diciendo que resucitó. Hablando, sin embargo, con propiedad no
queda claro qué significa esto para Jesús y, en el fondo, tampoco preocupa demasiado.
3. El tercer modelo da un paso más allá en la dirección precedente. Propiamente no
tiene en cuenta la resurrección de Jesús. Se limita a decir que "Jesús vive"... pero,
dejando de lado representaciones tradicionales y el hecho de ser arrancado de la muerte,
añadirá que si Jesús debe y puede ser declarado viviente, es pura y simplemente por y
en aquellos que hoy se refieren a El. No es Jesús quien sobrevive, sino nosotros quienes
tomamos su relevo. Lo que perdura es su "causa", su "espíritu", en la medida en que
ciertos hombres, siguiendo su ejemplo, mantienen lo que en El la muerte ya puso fin.
Esta postura que se juzga la única aceptable en adelante, tiene una doble lucidez y un
doble coraje. Primero, frente a la tradición cristiana que la juzgará como infiel y
contaminada del espíritu del mundo, pues se resigna a perder definitivamente a Jesús.
Pero también frente al espíritu secular, pues le repite, quiéralo entender o no, un dato
incontestable: que se deben a Jesús de Nazaret y a nadie más algunas "de las ideas,
modelos o jerarquías de valores" sin los que la mejor sociedad volvería a la barbarie. No
es preciso aceptar toda la dogmática cristiana (y, en concreto, una verdadera
resurrección) para entender que la defensa de ciertos valores e ideales es algo que tiene
su origen en Jesús y sólo en El; es revivir entre los hombres algo que tomó vida en Jesús
en tiempos de Tiberio... y que de hecho no murió con El.
4. Hay un cuarto modelo que interpreta la resurrección de Jesús como una "clave", como
un puro símbolo. Símbolo de una honda verdad humana universal (que deberá
desligarse finalmente de Jesús): es decir, que nada debe considerarse jamás como
radicalmente comprometido en la existencia humana; que con ciertas condiciones el
bien puede siempre brotar del mal; que la esperanza puede mantenerse frente a todo;
que incluso la muerte tiene sentido si permite llegar a la auténtica sabiduría o a la
entrega como servicio... Es cierto que esta verdad, al menos en Occidente, se ha
expresado unida a Jesús y referida a su resurrección. Lo cual puede haber dado y seguir
dando sentido a la vida. Pero seria un engaño alienante e ilusorio seguir refiriéndola por
más tiempo a representaciones ideológicas o anécdotas históricas caducas. Hay que
decirlo claramente: Jesús está muerto y ya no existe.
Jesús habría enseñado a los hombres paradójicamente cómo vivir sin Dios y sin dioses,
sin Cristo, e incluso, sin Jesús. Según esta concepción, en un contexto en que la
existencia de Dios era una verdad indiscutida, afirmar a Jesús resucitado era la forma de
expresar que Jesús, en contra de sus adversarios, había tenido razón de vivir y morir
como lo hizo. En el mundo ateo de hoy debe ser posible percatarse que allí no se
expresaba más que una convicción fundamental que puede dar sentido pleno a la vida:
el amor en acto y el servicio desinteresado. Jesús murió en el abandono de Dios y
declaró que convenía que partiera. Sus lugares respectivos están ahora vacíos, pero han
permitido a los hombres descubrir cómo deben mantener solos los suyos respectivos. Se
les debe agradecer su papel, pero hay que dejarles desaparecer definitivamente. En
resumen: hay que olvidar la historia de Jesús, que podría enmascarar nuestra tarea y
procurar vivir o sobrevivir siempre. Jesús nos ha demostrado que es posible hacerlo. Y
no hay que buscar en otra parte el sentido y alcance de lo que, en tiempos de fe ya idos,
se hallaba en la afirmación de la resurrección de Jesús.
Dos actitudes fundamentales
Después de describir los esquemas en que se concreta la resurrección de Jesús, será
conveniente analizar las dos estructuras mentales que las fundamentan.
1. Hay una actitud objetivista. Estima que para hablar verdaderamente de una
resurrección de Jesús, hay que poder decir que ésta ha sido objeto de una constatación,
en cierta forma objetiva y neutra, por parte de los que la atestiguan. Este habría sido el
caso. Es cierto que nadie fue testigo de la misma salida de Jesús de la tumba; pero sí que
hay testigos objetivos de los efectos de la resurrección. Desde luego, en la constatación
objetiva de la tumba vacía y en la constatación objetiva de las apariciones, los
discípulos han hallado la prueba de que Jesús había atravesado la muerte y había
resucitado.
El problema se reduciría hoy a asegurar la veracidad de este testimonio y en la medida
en que se consiga, se creerá fundado hablar de la resurrección como de un hecho
objetivamente atestiguado. No habrá, entonces, timidez alguna en equiparar la
resurrección a cualquier otro hecho histórico como la reaparición de la hija del zar
Alejandro II o el retorno de Napoleón de Santa Elena. Hay testigos que constataron,
verificaron y hablaron.- Y cuanto mayor objetividad se halle en sus testimonios, más
fundada será su afirmación y la nuestra de la resurrección de Jesús.
2. En contraste con esta mentalidad hay otra que se puede llamar subjetivista. Empieza
por subrayar que en los mismos textos del N.T. los testigos no dicen jamás que
constataron la resurrección ni que poseyeran pruebas perentorias, sino que han creído
en la resurrección de Jesús.
De ahí se deduce que no se trataba de una absoluta evidencia, ni poseía la seguridad que
se le atribuía. Es cierto que comprometieron su vida por ella, pero no se puede excluir la
hipótesis de un engaño, incluso de buena fe. Por ello no podemos basarnos, sin más en
su alegaciones. Se deberían tener pruebas verificables hoy por sí mismas para apoyar
esta afirmación. Sin embargo, de Jesús sólo sabemos lo que nos transmitieron los
apóstoles y la resurrección, en concreto, no tiene ninguna analogía con hechos
posteriores. Ante un suceso que se afirma, pero del que no se ofrece verificación alguna,
la postura correcta es pensar que se debe atribuir a la subjetividad de los apóstoles. Es
decir, que todo ocurrió en su espíritu, "en su corazón".
No se puede negar que en un determinado momento cambian de vida y de actitud; se
reúnen, predican, etc. Pero no fue más que el resultado de proyectar en Jesús lo que sólo
era experiencia subjetiva. La pretendida resurrección de Jesús, si existe, debe buscarse
en nosotros mismos, en nuestra subjetividad, en nuestra vida, lo único que puede, en
todo caso, ser verificado... Por esta vía se llega a concebir la resurrección como símbolo
de una verdad general, accesible a cualquier hombre, autónoma de cualquier referencia
cristiana
3. Parece como si no se pudiera salir de ese dilema: por una parte, tanto más se afirma la
resurrección cuanto más se parte de una perspectiva objetivista. Pero, por otra, admitir
una subjetividad creyente parece que conduce a negar la posibilidad de mantener una
resurrección que concierna a Jesús mismo y, en definitiva, a la afirmación de que se
trata de una cuestión de nosotros mismos, de nuestra propia subjetividad y del sentido
que demos a nuestra propia existencia.
Quizás, las cosas no sean, sin embargo, tan nítidas. No se puede decidir con prejuicios
dogmáticos ni a prioris de sospecha. La única solución está en recurrir a los textos
mismos de los que pretenden haber sido testigos, o al menos heraldos, de la
resurrección, para inclinarnos por una afirmativa o una negativa. Los mismos textos han
sido utilizados por los partidarios de una u otra solución. Conviene, pues, examinar y
poner en claro qué significan y qué dicen hoy.
TESTIMONIOS Y RESPUESTAS DEL NUEVO TESTAMENTO
Llama la atención que tales textos no parecen encontrar oposición entre el hecho de que
la resurrección afectara a Jesús mismo y que los testigos aparezcan existencial y
radicalmente implicados en la afirmación que establecen. Al contrario, en todos ellos, el
hecho de la resurrección de Jesús no se atestigua de otra forma que en la experiencia de
los discípulos.
La experiencia y la fe de los discípulos
1. Pasó ya el tiempo en que un racionalismo ingenuo, aceptando como criterio último de
verdad el vulgar buen sentido o la pura razón, solventaba la cuestión de la resurrección
atribuyéndola a una superchería de los discípulos. Para mantener la faz después de la
derrota del maestro habrían inventado la tumba vacía y, a partir de ello, una
sobrevivencia de Jesús. A reserva de ciertas correcciones de su mensaje, habrían
logrado invertir en su favor el prestigio que Jesús había logrado en algunos círculos de
su entorno. Otros discípulos, ilusionados y engañados, se habrían luego adherido, y de
esta forma habría ido tomando cuerpo una leyenda de resurrección a través de los
siglos... pero montada en realidad sobre el vacío y que, de hecho, tendría escaso relieve
en las motivaciones reales de los que, sin embargo, pretenden luego hacer profesión de
cristianismo.
En la teoría expuesta se prescinde olímpicamente de un dato en que concuerdan todos
los testigos. La postración moral de los discípulos después de la pasión fue tan grande,
que no es fácil comprender cómo pudieron convertirse, con peligro de su vida, en
campeones de una causa que sabían sin fundamento alguno. Por otra parte, la ciencia
exegética ha establecido modernamente que la tradición de la tumba vacía parece ser
independiente de las tradiciones de apariciones. Si esto es así, hay que deducir dos
cosas: algunos textos no pretenderían más que atestiguar la tumba vacía, y tendrían
cierta credibilidad, ya que carecerían del interés de probar ninguna otra cosa, es decir,
la resurrección. Y otros textos anunciarían la resurrección sin argumentar a partir de la
tumba vacía y eso despojaría, al menos en parte, a la postura racionalista de su
evidencia.
2. Pero no hay que caer en una apologética tan fácil y racionalista como el racionalismo
que hemos cuestionado. La apologética en cuestión argumentaba también racionalmente
a partir de dos datos considerados como indiscutibles: la tumba vacía y las apariciones.
Es falso argüir el hecho de la resurrección del primer dato (aunque hoy se le tenga por
cierto), pues muchas otras cosas pueden dar razón de una tumba vacía. Y si se quiere
apoyar en las apariciones, sería preciso que Jesús se hubiera manifestado en ellas con
una evidencia tan "masiva" y "objetivamente" constatable, que los testigos hubieran
tenido la prueba tangible de su retorno a la vida. Pero sobre esto los textos son claros:
los discípulos no "han visto" al Resucitado independientemente de un acto de fe.
3. Existen, pues, algunos puntos claros y sólo de ellos se debe partir.
Es seguro que la muerte de Jesús sumió a los discípulos en un descorazonamiento total.
También es cierto que, poco después, esos mismos discípulos proclaman segura, por no
decir triunfalmente, la resurrección de Jesús. La cuestión está, por tanto, en averiguar la
razón de este cambio. Pero es seguro también que si se ha producido es porque han
creído en la resurrección.
El problema reside, pues, en averiguar lo que ha llevado a los discípulos a creer lo que
han creído poder y deber anunciar. Ellos, al menos, lo atribuyen a los sucesos que hoy
llamamos apariciones. Sobre ellas fundaron su paso a la fe.
La cuestión se centra en saber qué pasó en las apariciones. A partir de los textos que las
refieren, y que son los únicos datos que poseemos, se presentan como experiencias
visuales, auditivas, táctiles incluso, pero tan ricas y complejas que desbordan el marco
de la pura sensibilidad. Presentan los siguientes caracteres: fueron experiencias
inesperadas en las que los testigos se sienten desconcertantemente movidos "desde
fuera". Su desarrollo obedece al esquema: ver/no-ver; tocar/no-tocar; reconocer/noreconocer
y, en conclusión, aparecer/desaparecer. Parece que a ojos de los testigos las
apariciones no llegan a su plenitud más que en los efectos inmediatos que producen.
Sólo después de la desaparición de lo que han visto comprenden que se produce el
reconocimiento de "Jesús"; y ese hallazgo es inseparable de la comunicación a los
demás, y del compromiso en cambiar la propia vida y el mundo.
No se puede, pues, decir que los discípulos han fomentado una superchería basada en
sus propios deseos ni que se han enfrentado a una evidencia en total "objetividad". Lo
que se debe decir es que han hecho una experiencia "de que algo les advenía" y han
puesto el acto de creer que ese "algo" no tenía sentido aparte de la inesperada
resurrección de Jesús.
Queda ahora por ver de qué manera han llegado a esta conclusión.
Resurrección y divinidad de Jesús
1. Abrumados por la muerte de Jesús, algunos discípulos, sin esperarlo, han tenido
experiencias acompañadas de un doble sentimiento: reencontrar algo de lo que ya
habían vivido con Jesús antes de su muerte, pero que, sin embargo, era de otro orden de
lo que entonces habían pensado.
Vinculada a estas experiencias los discípulos advirtieron una transformación, una tal
promoción de su vida que vieron en ella el cumplimiento de la esperanza que la
tradición de Israel les había enseñado a poner en Dios mismo. Para Israel Dios se
revelaba en las obras de liberación y salvación que llevaba a cabo en favor de los suyos.
Como israelitas, también para los discípulos de Jesús, Dios no era otro que la Fuerza y
la Fuente que conduce y da sentido a la historia, la Roca que fundamenta y la Fortaleza
que protege los destinos del pueblo y de sus miembros. Y lo que aparecía como la firma
y la revelación de Dios, eso mismo se reproducía en experiencias inexplicables
vinculadas a Jesús más allá de su muerte. Abrumados por la desaparición del maestro,
los discípulos descubren luego, con sorpresa, que ningún miedo, ninguna coacción
podía hostigar ni quebrantar su esperanza. Todo ocurría como si por medio y gracias a
Jesús Dios mismo hubiera retornado y permaneciera con ellos.
Se llega, pues, a este resultado: si la fe en la resurrección es la lectura que los discípulos
han creído poder y deber hacer de las apariciones, eso supone dos cosas: haber
compartido previamente la vida terrena de Jesús y, asimismo, la fe y la esperanza en un
Dios reconocible en lo que realiza por y en la vida de los hombres. Se puede, pues,
establecer que: 1) originariamente la resurrección de Jesús representa la lectura que los
discípulos hicieron de lo que les ocurrió poco después de la muerte de Jesús y 2) que
esa lectura consistió en reconocer ese "algo" como un acto del poder de Dios; como un
acto que manifestaba que el poder divino que experimentaron en Jesús antes de su
muerte, llegaba en El mucho más allá de lo que entonces imaginaban.
Ya antes de la cruz, Jesús había ejercido en la vida de los discípulos una influencia
dinámica que les había hecho preguntar sobre la fuente de poder vital que le poseía; ya
habían acabado por buscar la respuesta en el vínculo particular que le ataba al que, de
una forma u otra, llamaba su Padre. Lo que comprenden ahora, en la misma línea, pero
desbordándola, es que el poder de vida que habitaba y surgía de Jesús era la potencia de
vida de Dios mismo. Si ese poder había atravesado la misma muerte, debía
reconocérsele como "divino", pues su historia atestiguaba que el dominio de la vida y la
muerte no sólo era una prerrogativa divina, sino el signo irrecusable de la presencia de
Dios entre los suyos. Si el Dios de Israel es Dios de vivos y no de muertos (Mc 12,27),
Jesús representa su intervención activa entre los creyentes pues entre ellos aparece como
"Príncipe de la vida" (Hch 3,15).
2. De esta manera los discípulos han comprobado que se les aclaraban mutuamente dos
cuestiones: Primero, la cuestión de la fuente de las experiencias hechas después de la
muerte de Jesús se aclaraba, si se relacionaban con lo que traslucía ya su vida antes de la
cruz. E, inversamente, la cuestión de la identidad que se planteaba ya en la vida de Jesús
se aclaraba a la luz de lo que se había vivido ahora, más allá de los sucesos del Calvario.
Lo que estaba en juego en ambos casos era la identidad de Jesús, la "naturaleza" de las
relaciones del crucificado de Nazaret con la Realidad trascendente a la que reconocían
el señorío y el poder de vida sobre toda carne: lo que se llama Dios y que Jesús
denominaba su Padre.
Hay, pues, un punto absolutamente claro: la confesión de fe en la resurrección de Jesús
equivale a confesar la pertenencia de Jesús a la realidad misma de Dios. Si la fe de
Israel se resumía en la confesión de Dios como el liberador de Egipto, la de los
cristianos se concreta en proclamar que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos y en
eso reveló su auténtica faz (2 Co 4,6). Por eso Pablo podrá escribir: "Si confiesas con tu
boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos,
serás salvo" (Rom 10,9); y Pedro podrá invitar a los cristianos a encontrar en la
resurrección el motivo último, la energía y el objeto de su fe en Dios: "Por El (Jesús)
creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo
que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios" (1 P. 1,21).
3. Si esta es la forma como se desarrolló la afirmación de fe en la resurrección de Jesús,
quedan firmemente establecidos varios datos.
a) Que la resurrección afecta a Jesús mismo y no es sólo un cambio psicológico o de
vida de los discípulos. Afecta de tal forma a Jesús que sólo por ella puede reconocerse
su auténtica identidad.
b) Es cierto que con la afirmación de la resurrección no queda plenamente establecida la
cuestión de la identidad de Jesús. Pero al menos queda ya planteada en términos de
divinidad y cuando sea resuelta en el aserto de la filiación, se precisará sólo el modo de
esa participación de Jesús en el poder de vida de Dios. Se explicitará que si Jesús es
detentador de la vida de Dios, lo es en cuanto engendrado a esa vida; si Jesús puede ser
confesado como Dios, lo será a título de Hijo.
c) Si lo que ha llevado a los discípulos a confesar la fe en la resurrección era la
articulación de una referencia a la vida de Jesús y una fe previa en un Dios vivo, es
claro que toda confesión ulterior de esa fe supondrá aceptar el testimonio de los que
habiendo conocido a Jesús en la vida mortal, pretenden haberle reencontrado en sus
experiencias después de la muerte. Pero es claro que sólo podrán recibir ese testimonio
los que tengan por inseparable la cuestión de Dios de la cuestión de la vida del hombre;
aquellos para quienes Dios es susceptible de manifestar su divinidad precisamente en lo
que realiza en la vida de los que creen en El, aquellos que puedan reconocer con Ireneo
que "la gloria de Dios es el hombre vivo".
***
La mejor forma de concluir será plantear algunas cuestiones para reflexionar.
1. Los cuatro esquemas explicados en la primera parte comprometen a una concepción y
a una práctica de la globalidad de la fe cristiana. La segunda parte ha subrayado
fuertemente la vinculación neotestamentaria de la afirmación de la fe en la resurrección
de Jesús al reconocimiento de su identidad divina y su función de salvación. ¿No
deberían los cristianos de hoy verificar qué lugar ocupa, de hecho, en su fe la creencia
en la Resurrección y en qué medida y cuándo la integran y cómo aclara su noción de
Dios y, en consecuencia, su propio destino?
2. Los discípulos han visto confirmada la resurrección de Jesús en el cambio producido
en su propia existencia. ¿No deberían los creyentes actuales recurrir a implantar su fe,
que encuentran tan difícil, en las experiencias vivificantes que de hecho esa fe suscita en
sus vidas... sin perjuicio de adaptar mejor sus prácticas a la fe que estiman poder
profesar?
3. Si la fe en la resurrección de Jesús se extendió más allá de los círculos
jerosolimitanos y galilaicos, es porque esos círculos no se limitaron a narrar un "suceso
de Jesús", sino en la medida en que su transformación de vida era testimonial. Hay que
ver ahí la definición misma del testimonio cristiano en el mundo. Son los mismos
cristianos esparcidos entre los hombres la credibilidad humana de la resurrección de
Jesús. A ellos compete ahora hacer aparecer que Jesús resucitó como el Cristo,
haciendo ver que se da testimonio del resucitado en el cambio que ocasiona en su
existencia. No parece que eso sea agobiar excesivamente a los cristianos porque está
escrito, dicho y se canta incluso que "somos el cuerpo de Cristo". ¿No se nos pregunta a
nosotros: "Qué habéis hecho de El"?
Tradujo y condensó: JOSE M. ROCAFIGUERA
RUDOLF PESCH
EL «SEPULCRO VACÍO» Y LA FE EN LA
RESURRECCIÓN DE JESÚS
El progreso de los métodos exegéticos ha llevado a los especialistas, tanto católicos
como protestantes, a la convicción de que los textos del Nuevo Testamento deben ser
analizados e interpretados primero como textos -hay que preguntarse por el género
literario y por la intención primaria del texto-, si, en un paso ulterior, el lector quiere
plantearse la pregunta de su posible trasfondo histórico. Por ello, en el presente
artículo el autor analiza las narraciones del sepulcro vacío (o «abierto») para,
teniendo en cuenta las características propias de cada evangelio, ver su género
literario, su significado teológico y su fundamento histórico en la comunidad primitiva.
El «sepulcro vacío» y la fe en la resurrección de Jesús, Revista Católica Internacional,
4 (1982) 724-740
EL SEPULCRO VACÍO EN CADA UNO DE LOS EVANGELIOS
Si echamos una ojeada general a las narraciones de los cuatro evangelios en lo referente
al sepulcro, podemos sistematizar toda la gama de las distintas formas de emplear en la
narración el "motivo" del "sepulcro vacío":
Presentación de Marcos y Mateo
En uno y otro "sepulcro vacío" no aparece en boca del narrador sino en las palabras del
ángel. Para el ángel de Marcos se trata de un ind icio comprobatorio de su anuncio de la
resurrección; para el de Mateo es, además, una ratificación de la verdad y el
cumplimiento de la profecía del propio Jesús sobre su Resurrección (27,63).
En la tradición más antigua, al final de Marcos (16,1-8), no se relata que las tres
mujeres que iban a embalsamar a Jesús se encontraran el sepulcro vacío. Lo que se
relata es la sorpresa porque la pesada piedra estaba removida y el espanto a la vista del
ángel. No es el "narrador" quien habla de sepulcro vacío, es el ángel quien se refiere a
ello, y lo hace como indicio comprobatorio de su mensaje de Resurrección: "No está
aquí, ved el lugar donde le pusieron". El lector de la narración, al tomar conocimiento
de las palabras del ángel, concluye con toda lógica que las mujeres vieron que Jesús ya
no estaba allí donde le habían puesto. Pero no ha sido el narrador quien ha formulado tal
idea; él no relata el acontecimiento representándolo de esta manera.
Mateo 28,1-18, es una reelaboración de la tradición apologética sobre la base de Marcos
y dependiente asimismo de una tradición apologética sobre la guardia del sepulcro.
Tampoco hace decir al narrador que las mujeres encontraran el sepulcro vacío, incluso
ni siquiera relata que entraran en él, porque el ángel estaba sentado delante del sepulcro.
Nuevamente es el ángel quien se refiere al sepulcro vacío, en este caso invitando a verlo
como comprobación de la verdad y del cumplimiento de la profecía de Jesús, según la
cual resucitaría a los tres días. También aquí el lector piensa que las mujeres
inspeccionarían el sepulcro; pero no es el narrador sino el ángel quien usa esta idea o
"representación".
En la composición de Mateo el sepulcro vacío cobra mayor importancia porque en ella
se presupone y, a un mismo tiempo, se rechaza la impugnación judía contra los
cristianos, según la cual el anuncio de la resurrección hecho por los discípulos era una
impostura en correspondencia con la engañosa profecía de Jesús. Los discípulos habrían
robado el cuerpo y luego habrían anunciado la resurrección, utilizando el sepulcro vacío
como prueba de la misma.
Presentación de Lucas y Juan
En sus presentaciones el motivo "sepulcro vacío" sí que aparece dicho ya por el propio
narrador y también en los discursos (de María Magdalena) que explican hechos
comprobados.
La reelaboración que hace Lucas (24,1-10) del texto básico de Marcos es la primera que
en la narración muestra a las mujeres encontrando el sepulcro vacío. Pero enseguida
añade que su reacción fue de "turbación y perplejidad", sólo solucionada por el ángel,
quien, dando por supuesto que han visto bien ("No está aquí") les anuncia la
resurrección de Jesús y les aclara que buscaban entre los muertos al que estaba vivo, de
acuerdo con lo que él mismo les había profetizado. En la "conversación" -más o menos
como en Mt- el sepulcro vacío" sirve de indicio (comprobatorio) del cumplimiento de la
profecía de Jesús que permite a las mujeres creer y acabar con su turbación.
A pesar de ser el primero que lo haga mencionar al narrador, Lc muestra la poca
importancia que le concede en los versículos que siguen y que evidentemente recoge de
otra tradición. También Pedro comprueba el sepulcro vacío, pero no llega a la fe sino
sólo al asombro; los discípulos de Emaús, por su parte, cuentan que incluso "algunos de
los nuestros" se convencieron por sí mismos de que el sepulcro estaba vacío, como las
mujeres habían dicho, pero también certificaban que a pesar del relato de las mujeres
sobre la aparición de ángeles que decían que él vivía, los discípulos no llegaron a creer;
y es importante notar que estos datos de Emaús son, evidentemente, redaccionales de
Lucas.
En la presentación que hace Juan (20,1-18) de las tradiciones ya manifiestas de Marcos
y Lucas, encontramos un espectro más rico. Magdalena comprueba que el sepulcro está
abierto, y luego que está vacío, pero ante ello sólo reacciona yendo a comunicar que "se
han llevado del sepulcro al Señor". De igual manera reacciona ante los ángeles que le
preguntan por qué llora, y ante el "jardinero", al cual contesta: "Señor si tú te lo has
llevado dime dónde lo has puesto". Se pretende con ello, por un lado, una refutación
apologética de la acusación judea de robo por parte de los discípulos o de malentendido
(el hortelano habría trasladado el cuerpo y María se habría equivocado de sepulcro) y,
por otro, patentizar que el sepulcro abierto y vacío no hace concluir a la primera testigo
que hubiera habido resurrección.
Tampoco la inspección de Pedro lleva a la fe, sino sólo a la constatación del orden en
las vendas y sudario, que refuta la idea de robo, y a la constatación de la ausencia del
cuerpo, de la que no se deduce la fe "pues todavía no habían comprendido las
Escrituras, según las cuales Jesús había de resucitar de entre los muertos". Sin embargo,
en contraposición, el Discípulo amado vio y creyó con una simple mirada (igual que en
21,7, tras la pesca abundante, es capaz de comprender: "Es el Señor"). El Discípulo
amado puede, por así decirlo, leer las huellas y señales de su Señor; ello es lo que le
convierte en el discípulo ideal, de fe ejemplar.
Conclusión
El motivo del "sepulcro vacío" es utilizado por Marcos y Mateo, sólo en boca del ángel
para ratificar el mensaje de la resurrección y la profecía del propio Jesús. Lucas y Juan
lo incluyen también en la parte narrativa como constatación de un hecho, aunque, por
otra parte, muestran toda su radical ambigüedad; sólo tiene valor de prueba dentro del
"mensaje" del ángel. No es el contenido concreto del motivo -el hecho del sepulcro
vacío-lo que aparece como controversia, sino sus interpretaciones. Parece no haber
habido ninguna impugnación del hecho tal como se presenta en los relatos.
Este motivo es utilizado de maneras distintas: Marcos, Lucas y Juan indican que es
encontrado abierto al amanecer; Mateo dice que era de noche cuando las mujeres son
testigos de la apertura por obra del ángel.
Hay que notar también que la terminología usada por los evangelistas para expresar el
motivo del "sepulcro vacío" nunca contiene las palabras: "sepulcro vacío". Se dice: "El
(Jesús) no está aquí", Ved el lugar donde le pusieron", "Se han llevado del sepulcro al
Señor", etc.
Todos entienden la vaciedad como consecuencia de la resurrección corporal de Jesús,
pero nunca se aduce como causa de la fe, sino sólo como signo comprobatorio. Y no
deja de ser curioso cómo y dónde se echa mano de tal signo: nunca en el kerigma
apostólico, y en ninguno de los escritos del N.T. sino solamente en los relatos del
sepulcro y únicamente en boca de los ángeles. Quien encuentra el sepulcro vacío no
sabe qué ha pasado con el muerto. Que Dios ha actuado en él, que le ha resucitado, ellos
únicamente lo pueden creer, bien de los mensajeros de Dios, bien del propio Resucitado
que se lo revela. Por esto en los relatos del sepulcro son los ángeles, en cuanto
encargados y habilitados para anunciar las obras de Dios, los únicos que pueden aducir
la ausencia de Jesús del sepulcro como comprobante de su resurrección.
¿CAE DENTRO DEL CAMPO DEL SABER HISTÓRICO EL HABLAR DE
"SEPULCRO VACÍO"?
Dado que para el creyente la fe en la resurrección de Jesús excluye hasta la simple
suposición de que Jesús "el viviente" pueda ser buscado y encontrado en el sepulcro
"entre los muertos" (Lc) conviene examinar si el hablar del "sepulcro vacío" cae o no
dentro del campo del saber histórico. La fe en el Resucitado implicaba, cuando menos
para los primeros testigos, el convencimiento de fe de que el cuerpo de Jesús no podía
encontrarse en el sepulcro. No deja de ser, sin embargo, cuestionable que aquella fe
dependiera de la verificación de su contenido mediante la prueba de que el sepulcro de
Jesús estaba efectivamente vacío. Que el N.T. no lo discuta no está, en principio a favor
de que fue comprobado, ya que las controversias sobre la interpretación del sepulcro
vacío surgieron, probablemente, en un tiempo en que ya no era posible comprobar si el
sepulcro fue -o no fue- encontrado vacío.
Hay que notar que son los narradores más tardíos los que presentan a los visitantes
comprobando el sepulcro "vacío", mientras que en Marcos el único que habla de ello es
el mensajero celestial que anuncia la resurrección, y como lo hace en el sepulcro, es
consecuente, desde el punto de vista narrativo, que remita al sepulcro vacío como
confirmación de su mensaje. La pregunta es, por tanto, si la tradición más antigua pone
tales palabras en boca del ángel basándose en el conocimiento de un hecho histórico
(fue encontrado vacío en la mañana de Pascua), o en las implicaciones conceptuales de
la fe en la resurrección.
El género de las narraciones de búsqueda sin resultado
Esta cuestión sólo puede resolverse mediante un examen histórico-crítico del relato más
antiguo del sepulcro, transmitido en Mc 16,1-8. Un exhaustivo análisis crítico- literario
da como resultado en mi opinión (a pesar de otras opiniones al respecto) que, en la
forma textual recibida, el texto no es una unidad narrativa independiente (aparecida un
tanto tardíamente), sino la conclusión de una antigua historia de la pasión anterior a
Marcos.
El análisis crítico del género da pruebas de que este texto es una narración construida
(narración cuya finalidad no es "informar sobre acontecimientos" sino "escenificar
verdades" de las que "se habla" en la narración que parece "construida" para esto; el
narrador no está interesado en la verdad del acontecimiento, sino en la verdad del
mensaje, lo que naturalmente no excluye la elaboración de la verdad del
acontecimiento), configurada con gran originalidad y muy entroncada en el contexto,
pero influenciada por los géneros de tradiciones de aperturas (de puertas) o liberaciones
maravillosas, de las narraciones de angelofanías y, especialmente, de las narraciones
que escenifican la búsqueda infructuosa de personas arrebatadas o resucitadas.
La crítica de la tradición tiene como primera tarea distinguir los rasgos típicos del
género, que necesariamente le vienen prescritos al narrador, de los rasgos particulares
de los cuales puede disponer libremente. Ha de examinar hasta qué punto unos y otros
le permiten inferir los datos históricos básicos que impulsaron al narrador a la
construcción del relato.
Las narraciones de búsqueda sin resultado (de personas arrebatadas o resucitadas) tienen
como soporte básico de la acción esta búsqueda infructuosa. En nuestro caso la
búsqueda de las mujeres se presenta como una marcha hacia el sepulcro con esta
estructura:
Introducción (v. 1)
1. Las mujeres "llegaron al sepulcro" (v. 2)
2. "entraron en el sepulcro" (v. 5)
3. "Y salieron huyendo del sepulcro" (v. 8).
La escenificación de los rasgos necesarios, que forman el soporte básico de la
narración, presenta una nota especial en la "huida" de las mujeres; la razón que se aduce
(temblor y espanto) la interpreta como reacción al mensaje del ángel y, así, la
caracteriza como un rasgo legendario (tomado del género de las angelofanías).
La introducción
Menciona tres mujeres (de las cuatro ya conocidas en Mc 15,40) como ejecutoras de la
búsqueda. Su marcha está motivada por la intención de embalsamar (hecho muy inusual
ante un muerto de tiempo) que es un rasgo narrativo necesario para la escenificación del
relato, al exigir la marcha y la entrada en el sepulcro; apenas cabe pensar un motivo más
apropiado que éste para justificar su objetivo. El dato temporal ("pasado el sábado")
indica la hora más temprana para comprar los aromas y señala que la visita se realiza "al
tercer día", por lo que puede ser también una transposición narrativa de la indicación
temporal teológica del kerigma (cfr. 1 Co 15,4).
1.ª parte
La marcha al sepulcro está encuadrada por dos indicaciones de tiempo: salieron de
madrugada el primer día de la semana, llegaron a la salida del sol. No cabe incluir estas
indicaciones entre los datos históricos, son rasgos narrativos libres puestos al servicio de
la interpretación teológica del relato. Se trata del motivo de la ayuda de Dios en las
primeras horas de la mañana (aquí, además, del tercer día) y del motivo según el cual la
liberación nocturna de los encarcelados es descubierta a primeras horas de la mañana.
La entrada en el sepulcro se hace gracias al motivo de las tradiciones de liberaciones
maravillosas; su apertura maravillosa es ya una premonición de la búsqueda infructuosa.
Para hacer entrar en el sepulcro a las mujeres, el narrador ha recorrido a motivos
legendarios de libre elección que le permiten por un lado introducir la angelofanía, y
que por otro, bañan de luz de leyenda hasta la misma marcha al sepulcro, y que,
finalmente, excluyen la posibilidad de dar otra interpretación racional a las causas de
que el sepulcro estuviera abierto y vacío (como la difamación de las mujeres o de los
discípulos).
2.ª parte
La infructuosa búsqueda de las mujeres no es "narrada" sino "hablada" por el ángel. El
narrador evita que las mujeres comprueben el sepulcro vacío; es el ángel quien, para
reforzar su mensaje de resurrección, las hace reparar en ello ("Ved el lugar donde le
pusieron"), después de haber constatado formalmente la "imposibilidad de encontrar" al
buscado Jesús de Nazaret: "¡No está aquí!". En esta escenificación, el "sepulcro vacío"
es un motivo que necesariamente ha de ser "hablado", porque es en el sepulcro, donde -
según el estilo del género "búsqueda sin resultado"- el mensajero celestial, el único que
puede dar noticia de la actuación de Dios en el Crucificado, comunica el mensaje de la
resurrección. Que para la escenificación se eligiese una angelofanía -cosa que no
prescribe el género- se debe sin duda al juicio teológico del narrador, que piensa que la
noticia de la resurrección es una "revelación" que las mujeres no hubieran podido
deducir en absoluto del simple descubrimiento del sepulcro vacío.
3.ª parte
El narrador hace imposible toda demanda de información indicando que las mujeres,
por miedo, "no dijeron nada a nadie". Esta indicación, increíble para una buena lógica
histórica (si las mujeres no hubieran dicho nada, tampoco el narrador hubiera podido
relatar nada), es una advertencia significativa para el lector familiarizado con relatos
legendarios.
En conclusión
El narrador, para escenificar su relato dentro de este género, se ve obligado a atenerse a
los siguientes datos precios: 1) los nombres de las tres mujeres, que han de ser tomados
de 15,40. 2) La sepultura en un sepulcro excavado en la roca, que ya se había relatado
en 15,42-46. 3) La muerte en cruz recogida en 15,21-45. 4) La fe en la resurrección "al
tercer día", que excluye toda suposición de que el cuerpo pudiera ser encontrado en el
sepulcro. Esta fe se debía, como se indica en 16,7, a la profecía de Jesús (obsérvese la
referencia a 14,28) y a las apariciones.
El propio narrador sustrae el hecho del "sepulcro vacío" a toda verificación histórica,
situándolo en el ámbito ideal o representativo, necesario para creer en la resurrección
corporal de Jesús. Por ello hace entrar a las mujeres en el sepulcro, pero no les permite
constatar la ausencia del cuerpo. Por ello pone en boca del ángel la referencia al
"sepulcro vacío", como comprobante de la resurrección.
El lector familiarizado con relatos legendarios comprende que no debe inquirir si el
sepulcro estaba vacío, que no debe repetir la marcha hacia el sepulcro, porque estaba
motivada por una falsa búsqueda, que, en fin, no debe "buscar entre los muertos al que
vive" (Lc). El lector se ve remitido al lugar en que ahora se encuentra el Resucitado,
donde se da a ver en su nuevo cuerpo: la comunidad de los discípulos.
El discurso del ángel se convierte en un mensaje directo a los lectores del texto. Ante
todo les quita el miedo. Luego constata que la búsqueda (presente: "buscáis") del
Crucificado en el sepulcro es impertinente, porque "ha resucitado" (aoristo) y "no está
aquí" (presente), como puede comprobarse echando una mirada al lugar "donde le
pusieron" (aoristo). Acto seguido, con verbos en imperativo, obliga a situarse en el
futuro: "id y decid a sus discípulos...", "va delante de vosotros a Galilea" (presente) y en
el presente se aplica su promesa: "¡Allí le veréis!" (futuro). El "ir por delante" a Galilea
es la marcha del pastor a reunir su rebaño (14,27 ss.), del Jesús ensalzado a reunir su
comunidad de discípulos que es el lugar concreto donde Jesús se deja experimentar
como el "templo no hecho por hombres", que el mismo "ha levantado en tres días"
(14,58, cfr 15,29).
Puesto que la "visión" del Resucitado no era narrada ni en la historia de la pasión
anterior a Marcos, ni en el eva ngelio de Marcos, sino que dicha visión era escenificada
prolépticamente en la transfiguración (9,2-13), hemos de deducir que la promesa de Mc
16,7 ("allí le veréis") resulta una invitación a todos los oyentes para que vayan a buscar
en la comunidad de los discípulos la experiencia pascual fundamental.
CONCLUSIÓN
El análisis crítico de la tradición parece que nos lleva a no poder aceptar como
históricamente seguro que el sepulcro fuera hallado por las tres mujeres abierto y ,vacío.
En la medida en que este juicio esté suficientemente fundamentado nos hace cobrar más
clara conciencia de que la fe en la resurrección no depende de la certidumbre histórica
del sepulcro vacío, sino más bien de la constatación histórica y actual a la vez, del
"cuerpo" del Resucitado, de su comunidad, de su Iglesia, así como de su "vida".
Hay que saber ver la fuerza del símbolo que tiene el discurso del sepulcro vacío en el
lenguaje de la predicación de la resurrección. El modo de ver de la fe (que es el que
condiciona la "narració n construida", la leyenda del sepulcro) contradice a la simple
apariencia, pues ésta no puede percibir la verdadera realidad de un acontecimiento, cuya
particularísima realidad y auténtica profundidad, consiste en ser, al mismo tiempo,
acontecimiento personal y obra invisible de Dios.
Que el Resucitado (realmente resucitado en forma corporal, no un fantasma; el
Crucificado, el condenado por la maldición de la ley y legitimado por Dios) vaya "por
delante" de sus discípulos (para sacarlos de sus sepulcros de increencia, esto es de la
muerte, y para abrir a toda la humanidad por la constitución de su "cuerpo" el camino de
la vida) es el acontecimiento desde el que (mirando hacia atrás) se puede reconocer el
sepulcro (símbolo de la muerte) como vacío (ya que la muerte, al ser vencida por el
Resucitado ha perdido el aguijón).
El mensaje "Ha resucitado", interpretado desde el relato de la transfiguración (en el
contexto originario de la historia de la pasión anterior a Marcos), significa a la vez:
"Este es mi Hijo amado, escuchadle" (9,7). Que los creyentes vean y obedezcan en la
persona de Jesús al mismo Dios, es el punto principal y singular de la resurrección de
Jesús, punto que la diferencia de otros relatos de resurrecciones y arrebatos de muertos.
"En él hemos visto a Dios" y "en él tenemos que obedecer a Dios" así es como reza el
mensaje; no de otra forma "podemos ver el sepulcro vacío".
Y tal posibilidad vale solamente si se entiende como consecuencia de la resurrección de
Jesús: Podemos ver que la muerte ha perdido su poder porque en el "cuerpo"
nuevamente constituido del Resucitado se alcanza "vida tras la muerte", porque en él se
puede vivir y se da a conocer la solución de Dios, y porque en él es posible vencer el
pecado y la muerte, la pobreza y la enfermedad.
El mensajero de Dios en el sepulcro abierto dice "Ha resucitado! No está aquí; ved el
lugar donde le pusieron". Y el creyente evocando la muerte de Jesús, no puede por
menos de decir: "Su carne no experimentó la corrupción" (Hch 2,31; cfr Sal 16,10).
Pues el creyente habla basado en la experiencia de la resurrección de Jesús como
comienzo de la visible-invisible consumación y transformación del mundo.
Condensó: FRANCESC RIERA I FIGUERAS
JACOB KREMER
EL TESTIMONIO DE LA RESURRECCIÓN DE
CRISTO EN FORMA DE NARRACIONES
HISTÓRICAS
Las descripciones de la Resurrección (R.) en Lc 24 han configurado la versión más
usual de la experiencia pascual de los discípulos y han servido de base a la apologética
clásica, que las tomó como "pruebas de la realidad" de la R. Por el contrario, la actual
exégesis las considera "historias o narraciones" que no proporcionan acceso directo a
lo ocurrido. Ante la perplejidad del lego, que se pregunta cómo pueden los evangelios
predicar la verdad de la R. con "historias", la ciencia bíblica muestra que precisamente
este modo de interpretar el evangelio nos permite entenderlo como testimonio fidedigno
de la R.
Die Bezeugung der Auferstechung Christi in Form von Geschichten. Zu Schwierigkeiten
und Chancen heutigen Verstehens von Lk 24, 13-53, Geist und Leben, 61 (1988) 172-187
Análisis de Lc 24,13-53
Contexto
Todo texto es comprensible sólo en su contexto. En este caso nos encontramos ante una
serie de perícopas que forman parte de la sagrada escritura, la cual nos ha sido confiada
como "palabra de Dios". No por ello deja de ser obra humana, sometida a
condicionamientos históricos y lingüísticos; pero su carácter canónico le confiere una
autoridad que reclama una escucha atenta y respetuosa del mensaje comunicado.
Como su autor explicita, el evangelio de Le y los Hechos de los apóstoles forman una
sola obra, cuyo propósito es convencer a Teófilo de la absoluta credibilidad de la "buena
nueva" sobre Jesús que ya ha recibido. Así pues, Lc 24 no pretende ser una primera
información sobre la R. de Jesús, sino un "testimonio" de ésta que visualiza y recoge las
tradiciones, cuidadosamente revisadas, de los testigos directos, en orden a la catequesis
de los neófitos.
Estructura de conjunto
Lc 24 está articulado en tres secciones. Comparando la narración lucana del sepulcro
vacío con su paralelo en Mc 16, 1-8 salta a la vista la estructura propia de la misma: a
una breve introducción (1-3) sigue la escena principal (47) en la que los dos mensajeros
(únicos testigos fidedignos) anuncian a las mujeres desconsoladas el mensaje pascual, y
con una pregunta los obligan a reflexionar y acordarse de las palabras del propio Jesús.
A continuación (8-11) se relata la reacción de las mujeres, que hacen memoria, vuelven
del sepulcro e informan a los discípulos; pero éstos no toman en serio su testimonio.
Finalmente (12) se dice que Pedro, a pesar de su vacilación, va a inspeccionar la tumba
y vuelve lleno de asombro. Este último versículo remite al final de las perícopas
siguientes (34).
La historia de Emaús (vv. 13-35) posee una estructura similar. Presenta a dos discípulos
que huyen de Jerusalén y conversan sobre lo allí sucedido (13s). Se les acerca Jesús, a
quien no reconocen (15s) y que con sus preguntas y respuestas les ayuda a entender el
increíble mensaje de la R. a la luz de las Escrituras (17-27). El punto culminante de la
narración es la comida en Emaús, cuando a los discípulos se les abren los ojos (28-32).
Finalmente, los discípulos vuelven a Jerusalén, escuchan allí el mensaje pascual e
informan sobre su propia experiencia (33-35).
La narración de la aparición del resucitado la tarde de pascua (vv. 36-53) está
construida, a pesar de diferencias notables, de modo semejante. Al principio presenta el
miedo y la confusión de los discípulos reunidos, que toman la repentina aparición de
Jesús por un fantasma (36s). Jesús intenta despejar sus dudas mostrándoles su
corporalidad real; pero esto no les lleva a la fe plena (38-43). Entonces lo intenta
mediante sus palabras: a la luz de las Escrituras les explica el misterio de su R. y la
necesidad de su misión entre los paganos como testigos de ésta (44-49). La narración
acaba con una corta descripción de la ascensión y la vuelta a Jerusalén de los discípulos,
que proclaman su fe alabando a Dios en el templo.
La armoniosa construcción de estos tres fragmentos en Lc 24 ya nos indica cuál es el
objetivo principal del evangelista: la superación de las objeciones al mensaje pascual y
de las posibles dudas en los recién convertidos, mostrándoles que los mismos apóstoles
habían recorrido todo un proceso hasta llegar a la fe plena en el resucitado, que se les
dio a conocer en el partir el pan y les explicó el sentido de la Escritura.
El estilo narrativo
Al comienzo de la historia de Emaús, el narrador dirige la atención del lector hacia los
dos discípulos. No detalla el motivo de su viaje de Jerusalén a Emaús y tan sólo da el
nombre de uno de ellos, Cleofás. Únicamente se detiene a precisar el contenido de su
conversación. El giro "y sucedió que" marca la entrada de un tercer personaje cuyo
nombre (Jesús) es indicado al instante. Los discípulos no lo reconocen porque sus ojos
estaban "retenidos" (no porque la figura de Jesús fuera diferente). Asimismo queda
remarcado el dato de que Jesús se les acerca mientras discutían entre ellos. El lector,
que ya conoce por el relato anterior la R. de Jesús, queda intrigado por el desenlace del
encuentro.
Con su pregunta, Jesús da lugar a que los discípulos relaten brevemente la misión de
Jesús, cómo fue rechazado, las esperanzas que alentó, ahora decepcionadas, y los
sucesos de la mañana de pascua, cuya innegable realidad no parece llevarles a la fe.
Tras este relato Jesús, reprochándoles su poca fe, les recuerda que ya los profetas
anunciaron el camino del mesías hacia la gloria a través del sufrimiento. En la escena
siguiente los discípulos ruegan a Jesús que se quede con ellos. El relato de la cena,
introducido por el giro "y sucedió que", se centra en la bendición y reparto del pan, que
abre los ojos a los discípulos. Pero al reconocer a Jesús, éste desaparece. El narrador
introduce entonces una pregunta histórica ("¿no ardía nuestro corazón?"), con la cual se
le abren los ojos al lector: los discípulos ya habían experimentado la cercanía del
resucitado antes de cenar con él. La historia acaba con la apresurada vuelta de los
discípulos a Jerusalén (al narrador no le interesa si esto cuadra con las anteriores
coordenadas temporales). Todavía de noche, encuentran a los once reunidos, que les
anuncian; "¡Es verdad! El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!". Entonces
ellos relatan su experiencia en el camino de Emaús.
Esta perícopa parece ser una historia ficticia por los indicios siguientes: 1) Recoge sólo
momentos puntuale s de un suceso más largo. 2) Los datos del lugar y tiempo son
irrelevantes, ambiguos y hasta contradictorios. 3) En cambio sorprende la repetición de
ciertos giros y la descripción de los aspectos emotivos. 4) Finalmente, todo el relato se
concentra en la comprensión de la R. de Jesús a la luz del A.T. y de la praxis de la
naciente iglesia: el partir el pan y la predicación de los Once en Jerusalén. Asimismo
abundan elementos retóricos: la disposición dramática capta la atención del lector, que
se identifica enseguida con los discípulos de Emaús. De este modo el narrador le mueve
a confiar en el testimonio apostólico del mensaje pascual.
La perícopa siguiente (vv. 36-53) presupone el mismo círculo de discípulos, en medio
de los cuales se presenta Jesús con el saludo de paz. Pero no se describe cómo aparece
ni su aspecto; sólo se indica la impresión de miedo que causa en los discípulos, que lo
toman por un espíritu irreal. Por eso Jesús les incita a tocarle y a reconocer, las señales
de su pasión (¡no su rostro!). No se especifica si realmente llegaron a tocarle, sino que
ante la incredulidad de los discípulos, Jesús pide algo de comer. Tampoco se dice si esta
vez creyeron al ver a Jesús comiendo. Entonces el narrador centra el relato en las
palabras de Jesús (44-49), que: 1) les recuerda cómo les instruyó sobre la necesidad de
que se cumpliera lo anunciado por la Ley, los Profetas y los Salmos; 2) resume las
predicciones de la Escritura acerca de su R. y de la conversión de todos los pueblos. 3)
instituye a los discípulos como "testigos" y les ordena permanecer en Jerusalén,
prometiéndoles el don del Espíritu. En el último fragmento (50-53) el resucitado
conduce a los discípulos a Betania (no se especifica cómo ni lo que pasó en el camino),
bendice a los discípulos y asciende al cielo. Finalmente se dice que los discípulos
adoraron a Jesús y volvieron a Jerusalén con gran gozo a alabar a Dios en el templo.
Esta escena, en paralelismo con 1, 5-22, que también transcurre en el templo, concluye
el evangelio y enlaza con Hch 1, 1-3.
Como la perícopa de Emaús, también ésta parece ser un relato de ficción: no hay interés
por las coordenadas espacio-temporales (es inverosímil que los apóstoles vayan a
Betania justo después de la aparición del resucitado, que tiene lugar tras la vuelta de los
discípulos de Emaús). En cambio se resaltan las diversas emociones de los discípulos, y
es evidente la intención apologética del fragmento en contra de la objeción, según la
cual los apóstoles sólo habrían visto un fantasma. Lucas mezcla, pues, el día de pascua
con su situación
presente.
De todos estos datos, en conexión con otros relatos (Jn 20,19-29 / Hch 1, 9-11), se
deduce que no hay lugar para una especulación sobre la forma de aparición del
resucitado. El género literario nos muestra que estos relatos estaban al servicio de la
catequesis sobre la pascua: responden a las inquietudes y dudas de los primeros
cristianos, explicándoles que los discípulos no eran unos crédulos, que Jesús resucitado
no era una aparición fantasmal y que tanto el testimonio de los apóstoles como su
misión en y a partir de Jerusalén están en conexión con el A.T.
La formación de los relatos pascuales y su verdad
Historia de la redacción e historia de la tradición
Investigaciones diversas han mostrado en los últimos años la existencia de una unidad
lingüística y teológica en la obra lucana. Un ejemplo de ello es la configuración que da
Lucas al relato del sepulcro vacío (comp. con Mc 16, 1-8 y con Mt 27,62 - 28,15).
Característico de Lucas es su preferencia por las interrogaciones; el adormecimiento de
los discípulos a lo largo del camino; los motivos de la incomprensión de éstos ante la
aparición en forma corporal de Jesús; el insistente "era necesario" con el que éste
reinterpreta las escrituras y toda la historia de la salvación; la misión de los discípulos,
designados como "testigos" y reunidos en torno a Pedro en Jerusalén, a predicar el
evangelio a todos los pueblos tras la recepción de la promesa del Espíritu Santo.
El tinte lucano del texto es tan marcado que apenas se pueden apreciar restos de un
sustrato previo, escrito u oral. Indicios de éste serían tan sólo los nombres de Emaús y
Cleofás, la confesión de fe comunitaria del v. 34 (cf. 1 Co 15, 5) y acaso también el
reconocimiento del Señor con ocasión de una comida. Pero no podemos reconstruir esta
tradición prelucana, sino sólo inferir que a Lucas le pareció apropiada para consolidar y
dar mayor realce a su redacción del evangelio bajo el lema "El Señor ha resucitado
realmente".
Indudablemente la redacción definitiva que nos ha llegado contiene trazos que apuntan a
tradiciones escritas anteriores.
Los empalmes entre diversas escenas son a veces inverosímiles; a la "demostración" que
Jesús hace de su realidad corporal comiendo delante de los discípulo s no sigue la
descripción de cómo reaccionan éstos, sino las instrucciones del resucitado. Es
indiscutible que Lucas ha recogido de los apóstoles la tradición según la cual el
resucitado se les apareció con forma real (cf. Jn 20, 25-27), el leimotiv del "según las
Escrituras" (cf. 1 Co 15, 4) y el tema del envío de los apóstoles (cf. Ga 1, 16; 1 Co 15,
810). Se discute si el doble relato de la ascensión que presenta Lucas es creación suya o
lo recogió de la tradición. En todo caso con esa narración muestra que reconoce la
diferencia fundamental que la primitiva iglesia sostenía entre las apariciones pascuales
del resucitado y las experiencias posteriores a su ascensión.
Valor histórico de la tradición prelucana y verdad de la redacción de Lucas
Sin lugar a dudas los apóstoles tuvieron experiencias singulares en los días posteriores a
la R. de Jesús. Los testimonios más antiguos hablan de una "revelación" (Ga 1,16 / Mt
16,17 / Lc 10,22) o "aparición" (1 Co 15,5-8 / Lc 24,34). Pablo expresa su experiencia
de Damasco con términos como "ver" (1 Co 9,1) o "conocer" (Flp 3,8). Estas
expresiones no son nuevas: ya se encuentran en el A.T. Pero así como en éste el empleo
del término "teofanía" o "revelación" no siempre denota lo mismo, no podemos sin más
poner las experiencias de los discípulos al mismo nivel que las de los profetas o
videntes del A.T. El contexto nos obliga más bien a interpretar sus expresiones como
testimonios de un conocimiento de Cristo que les ha sido gratuitamente dado, o de un
encuentro con el crucificado que vive y actúa de modo nuevo.
Desde la perspectiva de la moderna psicología estas apariciones pueden ser
interpretadas como vivencias puramente "subjetivas". Pero este adjetivo no disminuye
para nada la realidad de estas experiencias; para quienes las tuvieron eran
completamente reales y transformaron por completo su juicio acerca del crucificado. La
realidad que las fundamenta no puede ser inferida de los términos "aparición" o
"revelación", sino que se "experimenta" en el contexto de la predicación y actuación de
sus testigos que apelan, como fundamento de credibilidad de sus afirmaciones, a la
concordancia de su experiencia con las de otros testigos y con las Escrituras.
El conocimiento que podamos tener de la R. de Jesús, dada la condición metahistórica y
metamundana de su realidad, se diferencia esencialmente no sólo de cualquier saber
científico, sino también de experiencias interhumanas que escapan a la objetivación (p.
Ej. el amor). Los apóstoles no podían sino recurrir al lenguaje de su época para expresar
una experiencia que lo trascendía por completo. Especialmente utilizan el lenguaje del
A.T., con sus narraciones de vocaciones proféticas, teofanías antropomórficas y
apocalipsis. Pablo presenta en Ga 1,16 su experiencia según el esque ma de "vocación
profética" y utiliza el término "Hijo" con las connotaciones de Dn 7,13. También el
conocimiento prepascual de Jesús, de su doctrina y milagros, de la última cena y de la
pasión, influyó decisivamente en la configuración de los relatos pascuales. Indicios de
ello encontramos en el mandato misional, la referencia a las señales de la pasión y la
conexión entre reconocimiento del Señor y comida en común.
En una mentalidad como la de la época, la experiencia que los apóstoles querían
transmitir con este lenguaje podía parecer fácilmente a quienes no participaban de ella
un caso más entre otros fenómenos "extraordinarios". La argumentación de Lc 24, 36-
43 va dirigida contra el reproche, generalizado en Jerusalén y fuera de allí, de que los
discípulos sólo habían visto un "espíritu". Expresiones como "cuando partió el pan" o
"lo comió ante sus ojos", utilizadas para defender la "realidad" de la R. fueron más tarde
ampliadas y transformadas bajo el influjo de otras imágenes (cf. la ampliación de Lc 24,
39 en Ignat., ad Smyrn. 3,2s).
Nuestra mentalidad actual ha de situarse en una perspectiva hermenéutica; para
convencer a alguien de la verdad de una afirmación basta con que mi argumento caiga
en su horizonte de comprensión. Por ejemplo, la versión que da Lucas del salmo 16,10 a
propósito de la predicación de Pedro el día de Pentecostés ("pues no abandonarás mi
alma al Hades, ni dejarás a tu santo experimentar la corrupción") es perfectamente
aceptable para un griego como prueba escriturística de la R. de Jesús, en tanto que para
un judío o para un exegeta cristiano no tiene fuerza probativa. Igualmente las
afirmaciones sobre la tumba vacía fueron en el pasado aceptadas como prueba
irrefutable de la R., mientras que hoy la exégesis muestra que dicha interpretación no
hace justicia al texto. Así pues, cuando se trate de aportar pruebas o testimonios,
siempre se ha de distinguir entre "lo que" se quiere demostrar y "cómo" se lleva a cabo
la demostración.
Los evangelios fueron escritos dentro de una mentalidad en la que comúnmente no se
contraargumentaba con silogismos, pues estos sólo convencen al entendimiento, sino
con narraciones que se dirigen a la totalidad de la persona. Un gráfico ejemplo es la
descripción mateana del acontecimiento pascual (27,62 - 28,15).
Lucas es hijo de su época cuando, para convencer a Teófilo de la autenticidad y verdad
absoluta de la enseñanza eclesial sobre la R. de Jesús, no se remite a la simple
descripción de hechos neutros, sino a lo que los discípulos experimentaron el día de
pascua y a su predicación sobre la vida, muerte y R. de Jesús como cumplimiento de las
promesas. Los relatos pascuales bien podrían llamarse "historias sobre la historia",
testimonio de la experiencia histórica de la pascua en forma de historias.
Para una comprensión actual de la resurrección
Ya tempranamente los textos de Lc sobre la R. fueron sometidos a interpretación literal
(introducción de la fiesta de la Ascensión en el s. III, intentos de localizar exactamente
Emaús, de armonizar los datos de Lc con los de Mt...). Mas en general durante los
primeros siglos los datos bíblicos no fueron comprendidos en sentido "histórico", como
muestra la libertad de los hagiógrafos en su uso de tradiciones antiguas y el propio
hecho de la agrupación de versiones tan dispares de la "buena nueva" en un único canon
bíblico. Sólo la irrupción de la cosmovisión historicista de la modernidad ha provocado
el problema de la "verdad objetiva" de las Escrituras. Ciertamente nosotros ya no
podemos acercarnos a los evangelios desde una perspectiva acrítica. Pero hemos de
superar el abordaje `crítico", que al fin y al cabo es sólo un aspecto de nuestra visión del
mundo y de la historia, para recobrar una "ingenuidad de segundo grado".
Reconociendo la especificidad de los géneros literarios de la biblia y los límites de la
ciencia, que nada puede demostrar ni a favor ni en contra de la R., se nos abre el acceso
a la verdad de ésta en la escucha atenta del mensaje evangélico, cuyo lugar es la
asamblea eclesial, en orden a introducirnos cada vez más en la vida de la iglesia y
conformar con ella nuestra propia vida. Para ello ofrecemos a continuación algunas
sugerencias.
1. En los discípulos de Emaús debemos reconocernos a nosotros mismos, con nuestras
esperanzas y decepciones. Como ellos, estamos ciegos y no vemos a Jesús que camina
con nosotros y nos pide que le confiemos nuestras penas, pero también lo que sabemos
por otros hombres que creen en El y ante los cuales permanecemos escépticos: creemos
poder hacernos un juicio exacto y personal de todo. Jesús entonces nos reprocha nuestra
dureza de corazón, nos remite a la totalidad de la biblia, que anuncia el amor de Dios y
su poder sobre la muerte, la salvación que ha concedido a los hombres. Asimismo,
somos nosotros esos discípulos que piden a Jesús que se quede con ellos y que le
reconocen en el partir el pan de la eucaristía. El nos libera para la fe en él y nos impulsa
al anuncio gozoso de nuestra propia experiencia de fe, en conexión con la confesión de
la comunidad eclesial entera.
2. Como ocurría en tiempos del evangelista, nuestra fe se ve impugnada. El Señor
entonces nos anima a contemplar las señales de su pasión y meditar sobre su misión
salvífica, sobre su vida, muerte y resurrección. Aunque nos cueste creer y la
participación en la eucaristía no nos proporcione una fe tan firme como quisiéramos,
ello no debe desanimarnos. Si escuchamos la palabra de Jesús, él nos enseñará no sólo
el sentido de las Escrituras, sino el de nuestra propia vida, y nos enviará como testigos
suyos al mundo, para que la salvación llegue a toda la humanidad. Su presencia directa
entre nosotros ya no es experimentable, pero él se nos da a conocer en el nuevo templo,
la iglesia. Cada encuentro con Cristo resucitado nos ha de llevar, como a los discípulos,
a adorar al Señor (Flp 2,11) y alabar a Dios en el nuevo Israel.
Tradujo y condensó: MARIA JOSE DE TORRES
ADOLPHE GESCHÉ
LA AGONÍA DE LA RESURRECCIÓN O EL
DESCENSO A LOS INFIERNOS
El lenguaje teológico echa mano de todos los medios expresivos -conceptuales o
simbólicos- a su alcance para balbucear lo indecible. Por esto se ayuda tanto de los
conceptos cortados a pico del pensamiento filosófico como de las imágenes de
contornos indefinidos de los poetas. Pero hay teólogos que, sin abandonar el rigor del
lenguaje conceptual, apuestan por la imagen del poeta, por la paradoja atrevida del
literato y osan abordar las cuestiones teológicas por el reverso, como quien se propone
observar la luna por su cara oculta. Uno de esos teólogos es, sin duda, Adolphe
Gesché, el cual nos tiene acostumbrados a planteamientos paradójicos y sorprendentes.
Es lo difícil, lo arduo, lo aparentemente oscuro, lo que ilumina lo presuntamente fácil y
claro. Así, en el presente artículo, el motivo temático del "descenso a los infiernos", que
recitamos (¿mecánicamente?) en el credo y que a nadie se le antoja ni fácil ni diáfano,
sirve para arrojar luz sobre el acontecimiento central de nuestra fe: la muerte y
resurrección de Jesucristo.
L’agonie de la Résurrection ou la Descente aux Enfers, Revue Théologique de Louvain
25 (1994) 5-29.
Hablar de la resurrección de Jesús apelando al tema del descenso a los infiernos es optar
por el planteamiento más difícil y problemático, expuesto como está a la ingenuidad
cosmológica y al peligro de caer en la mitología.
Hay enfoques más racionales: el histórico, el antropológico, el lingüístico, el
escatológico. Y vocablos más conceptuales: despertar, vida, exaltación... ¿A qué viene,
pues, un planteamiento tan paradójico en un tema ya de sí difícil y delicado? Justamente
porque el lenguaje cosmológico y el discurso mitológico posee capacidades de las que
la pura razón carece. Pese al riesgo de deriva gnóstica, el lenguaje cosmológico permite
un despliegue que el discurso abstracto ignora. Los Padres griegos lo comprendieron así
cuando, en cristología y soteriología, echaron mano de las representaciones cósmicas.
Y, para la hermenéutica actual, el discurso mitológico, pese a sus riesgos, resulta más
rico que el de la pura razón. Entra en juego aquí la famosa "distancia hermenéutica" que
permite recurrir a un esquema culturalmente alejado.
A propósito del pecado original reconocía ya Kant a las "representaciones religiosas"
una fuerza que no posee la expresión filosófica del "mal radical". "No existe para
nosotros -afirma Kant- una razón que nos haga comprender de dónde nos podría venir,
de entrada, el mal moral. Es ese algo incomprensible lo que la Escritura expresa". La
razón no puede traducirlo en palabras, pero, "por lo que se refiere al sentido, la
representación no resulta menos exacta filosóficamente".
Y ¿cómo no citar aquí un texto sobrecogedor de Schelling precisamente sobre el
descenso a los infiernos? "Palabras oscuras -dice Schelling- de los Padres de la antigua
Alianza que hablan de un lugar de ocultamiento, simple sombra de vida, bajo tierra,
donde todo reposa, y del infierno como de un poder que custodia y no se deja arrebatar
su presa, aunque de vez en cuando penetre un rayo de esperanza, un cantar que dice que
el justo no quedará allí: palabras que no cabe considerarlas todas como fábulas, si es que
nos queda todavía una pizca de respeto para las antiguas tradicio nes"
A la vista de estos dos testimonios se nos antoja que nada nos impide lanzarnos a una
conquista especulativa que más allá de lo ilustrativo alcanzaría el plano conceptual. En
teología sabemos por experiencia que, cuanto mayor es el envoltorio mitológico de un
dato de fe (caso del pecado original), más importante, pero también más difícil, es el
tema. Y por esto ha habido que apelar -inconscientemente- a recursos distintos de las
abstracciones comunes.
La hipótesis del esquema bajada-subida de los infiernos puede reservarnos sorpresas
que -paradójicamente- apuntan a una mejor comprensión de la resurrección que nos
permita superar algunas dificultades clásicas.
Por lo demás, las fuentes de nuestra fe hablan del descenso a los infiernos. Cuando dos
famosos filósofos actúan de una forma tan distinta, sería poco sensato y poco teológico
no reflexionar en el significado de un lenguaje tan íntimamente ligado a nuestra
tradición de la resurrección.
I. EL HECHO DE ESTA TRADICIÓN
Prácticamente todos los credos antiguos, todas las liturgias bautismales y eucarísticas,
tanto orientales como occidentales, mencionan el descenso a los infiernos como parte
integrante de la gesta pascual. Pero vamos a referirnos aquí al texto teológicamente más
argumentado, el del discurso de Pedro en Pentecostés, que sintetiza la fe esencial en
Cristo resucitado y la conversión que ella entraña.
"Este hombre (que) habéis entregado y quitado de en medio haciéndolo crucificar, Dios
lo ha resucitado rompiendo las ataduras de la muerte" (según algunos manuscritos: del
hades o lugar de los muertos), "pues no era posible que la muerte le retuviera bajo su
dominio" (Hch 2, 23-24).
La "muerte" de que se habla responde a la concepción de la permanencia entre los
muertos vivida como una cautividad ("ataduras"), donde reina un poder que domina. La
cita del salmo 15, 8-11, que viene a continuación, lo confirma: "Porque no me
abandonarás en la morada de los muertos (hades) ni dejarás a tu fiel conocer la
descomposición (diaphthorá)" (Hch 2,27). La cita está tomada de la versión de los
Setenta, en la que diaphthorá responde a un término hebreo que significa más bien
"fosa" que "descomposición". Nos encontramos, pues, de nuevo en el lugar de los
muertos.
En el discurso se subraya a continuación la diferencia entre la muerte de Jesús y la de
David. Este también "murió y lo enterraron". En cambió, Jesús "no fue abandonado en
la morada de los muertos" (hades). "Dios lo resucitó" y así "fue exaltado a la diestra de
Dios", lo que no le sucedió a David, "que no subió a los cielos" (Hch 2, 29-35).
Importa recalcar en ese texto la secuencia de los lugares que forman el escenario de la
resurrección: 1) tierra (crucifixión, entierro) 2) infiernos (bajada, permanencia de "tres
días"); 3) cielo (subida de los infiernos el tercer día, resurrección y exaltación, en este
preciso momento, a la derecha del Padre). Cabe advertir que no se menciona la tumba
vacía (aunque tampoco se excluye); que la resurrección no se presenta como un salida
de la tumba; que tampoco se menciona n las apariciones (que suponen una etapa de
transición en la tierra). En una palabra: no se trata de una salida de los infiernos para
volver a la tierra, sino para entrar en el cielo. El esquema es, pues: tierra/infiernos/cielo.
Ahora bien, el esquema que espontáneamente tenemos en mente es: 1) tierra
(crucifixión, colocación del cadáver en la tumba, permanencia en ella durante tres días y
-accesoriamente- una permanencia "parcial" -del alma y/o de la divinidad- en los
infiernos); 2) salida de la tumba y vuelta a la tierra (resurrección de la tumba al tercer
día, permanencia en la tierra durante cuarenta días, apariciones, sin hacer mención de
una permanencia en el cielo); 3) solamente entonces: acceso al cielo (ascensión después
de los cuarenta días). El esquema es, pues, aquí: tierra/ segundo episodio en la
tierra/cielo.
No es que esta segunda secuencia sea falsa. Pero sí que responde a una preocupación
cronológica, más "histórica" y, sin duda, más reciente (característica de los Sinópticos,
en especial de Lucas), que se superpone al esquema más teológico, más trascendente,
del discurso de Pedro. No se trata de discutir si estos dos esquemas son o no pertinentes.
De hecho, cada uno tiene sus ventajas. Lo que importa aquí es sacar a la luz del primero
-el "mitológico"- todo su contenido teológico oculto, que nos permitirá comprender
mejor toda la gesta salvífica de Cristo desde su muerte hasta la subida a la derecha del
Padre, pasando por la bajada a los infiernos y la resurrección.
II. LA TEOLOGÍA DE ESTA TRADICIÓN
Esta tradición nos permite una comprensión mucho más rica de la muerte de Jesús, de
su resurrección personal, de las apariciones y de la ascensión, y de la resurrección como
acción salvífica.
La muerte de Jesús
La muerte es, para nosotros, un fenó meno biológico e instantáneo. Sobreviene y tiene
lugar un "no se sabe qué" de orden metafísico o religioso: o la nada o el paso del alma a
la inmortalidad o la resurrección inmediata o diferida. En todo caso, aunque sea el paso
a otra cosa, se trata de un instante en el que dejamos de vivir.
Esta misma lectura la hacemos espontáneamente a propósito de Jesús: él muere en cruz
en el momento en que expira, tal como testifica legalmente el centurión. La iconografía
occidental sitúa también en la cruz el momento de la muerte.
Pero, para los hebreos, la muerte es otra cosa. Es un proceso temporal. Sí que es expirar.
Pero también (¿y sobre todo?) es entrar (y permanecer) en la morada de los muertos (el
sheol). La muerte no es el drama de un instante. Es un acontecimiento que consiste -si
cabe hablar así- en vivir la vida de los muertos. Claro que sabían perfectamente que el
cuerpo envejecía, sucumbía a la enfermedad y se descomponía en la tumba. Pero, para
ellos, la muerte no acaba aquí: el ser que somos no desaparece, se va a la morada de la
muerte a vivir una vida de "alma en pena", en un país sin retorno y sin sentido. "Señor
¿qué sentido tiene mi vida si ha de terminar en la fosa? ¿te va a dar gracias el polvo o va
proclamar tu lealtad?" (Sal 30, 10).
Es cierto que algunas tradiciones no desconocen la esperanza de que "un día" pueda
ocurrir un salvamento (véase 1 S 2,6; Os 6,2; Jb 19, 25-27; Sb 16,13). Pero ésta no es la
idea dominante. Ni deja de incluir la duración larga -eterna- viviendo en los infiernos,
cautivo de la muerte. En el fondo, el lugar en el que a uno le entierran es el infierno
(véase Lc 16,23). Morir es bajar a los infiernos.
Aplicándolo a Jesús, lo que se nos dice con este tema es que Cristo conoció la muerte, la
"verdadera" muerte, en toda su ve rdad, "durante tres días". No la vivió como una vela
que se apaga, como una lanzada, sino con todas sus consecuencias. Jesús conoció la
muerte. No se le dispensó de ella. La vivió con todos sus horrores, que no se reducen a
los dolores físicos de la cruz. El supo verdaderamente lo que significa ser hombre. No
se zafó de nada de lo que el hombre conoce a partir del pecado, ya que, por si fuera
poco, "fue hecho pecado por nosotros" (2 Co 5, 21).
A fin de cuentas, al descender a ese lugar de desolación, lejos de los hombres (no está
en la tierra) y de Dios (no está en el cielo), no hace sino seguir la lógica de la
encarnación. Así vivió hasta las últimas consecuencias, sin eludir nada de lo que es ser
hombre, la kénosis total de la encarnación. Vivió esa agonía de sentido que es la muerte
para todo hombre. "El mundo de abajo se alarma al anuncio de tu llegada. (¡Así que es
verdad! -añade Claudel-). También tú, lastimado, igual a nosotros" (Is 14, 9-10).
Incluso cuando se consideran los infiernos como pura representación, todo esto es
capital para comprender la realidad y el realismo de la muerte de Jesús. En su poesía
"Descenso de Cristo a los infiernos" el gran poeta alemán R.M. Rilke lo expresa de una
forma que produce vértigo: "Se plantó allí, sin aliento. / De pie, sin parapeto,
dominando el dolor. / Levantó los ojos, raudo, sobre Adán. / Se abismó, brilló, se perdió
en la hondura" (invirtiendo el orden de los versos). Jesús no resucitará como si no
hubiese conocido del todo la muerte. "Desde lo hondo a ti grito, Señor" (Sal 130,1) "Mi
grito sube desde lo más hondo; Señor, escucha mi voz. Si formase parte de la llanura, se
habría detenido ante la cima de la montaña y no habría penetrado de lleno en la nube"
(E. Hello) ¿No vino para esto?
Una vez más: la muerte no es un simple hecho biológico. Quedarse en la muerte en cruz
-realísima, por supuesto- ha podido poner el acento en el dolor y la emotividad y
generar así una teología soteriológica exagerada, en la que el dolor físico se presta a ser
considerado salvífico por sí mismo. La "simple" compasión afectiva por el Cristo
moribundo no basta. Se trata de un drama que posee las dimensiones del destino (de la
vida: la suya y la de los demás). "En fila con todos los muertos, codo con codo con las
hileras de pueblo horizontal, durante treinta horas, los despojos del que queda libre con
los muertos ha participado de nuestro cementerio, ha homologado nuestro silo"
(Claudel).
Se valora, pues, mejor el drama de la muerte de Jesús. Y se adivina lo que esto ha de
significar para comprender mejor la resurrección. Pues, en realidad, es de ese estado, de
ese lugar en el que la muerte ejerce su poder, de donde Jesús va a ser "despertado". Es
acaso algo distinto, algo más que salir de la tumba, lo cual, en el fondo, no sería sino su
consecuencia empírica: "ved, ya no está aquí" (véase Mt 28,6). Y que, encima, no se
vivió como un descubrir a Jesús. Sí que unas mujeres les asustaron -se lamentan los
discípulos de Emaús-, pero lo que es a él, no le vieron (Lc 24,24).
La resurrección personal de Jesús
¿Qué es lo que dicen nuestros textos? Que Jesús resucita de ese estado: resucitó de
entre los muertos. O sea: salió de la morada de los muertos. No se dice (tampoco se
niega) que resucite de la tumba. El Evangelio habla sólo de la tumba hallada vacía. Si la
piedra estaba corrida no era para que Jesús saliese, sino para que las mujeres y luego los
discípulos entrasen (Lc 24,3; Jn 20, 3-9).
Cristo, pues, resucita: sale de la morada de los muertos, o sea, de la auténtica muerte. La
iconografía oriental lo ha entendido perfectamente. Representa a Cristo saliendo y
subiendo del abismo que se abre entre peñas que representan la puerta de los infiernos y
no la entrada de la tumba. Los dos temas -salida de la tumba y subida del abismopueden
estar imbricados. Pero el segundo prevalece: la anábasis (subida) es una
auténtica anástasis (resurrección). En cambio, el hecho de que el mismo vocablo griego
mnemeîon signifique a la vez "tumba" y "recuerdo" ¿no es una invitación a dejar la
tumba en el rincón de los recuerdos?
Jesús sale victorioso de los infiernos. Y ésa sí que es su resurrección: salir de los
infiernos a donde ha ido a vivir su muerte -a beberla hasta las heces- y de donde resurge
vivo para la vida eterna. Es en esa permanencia ahí (y no simplemente en la tumba) y en
ese combate (y no simplemente en la cruz) donde ha vencido la muerte. La ha vencido
en su propio terreno.
A nadie se le escapa la importancia de esa temática. La resurrección adquiere así una
densidad mucho mayor. No corre el riesgo de aparecer como algo puramente
"milagroso" (en mal sentido), como cuando se habla de resurrección de la tumba. Ni hay
peligro de confundirla con la "reviviscencia", que no propiamente "resurrección", de
Lázaro. La resurrección es resurrección-de- los- infiernos: el Señor pasa de los infiernos
al cielo (como en el primer esquema). No es tanto el paso de la tumba a la tierra, sino el
paso "de este mundo al Padre" (Jn 13,1).
La resurrección es un acto de Dios que arranca a Cristo (o un acto de Cristo
arrancándose) de la muerte "total" ("metafísica", "teológica": poco importa cómo se la
llame), de la verdadera muerte, no de la simple muerte biológica, material, a riesgo de
que la resurrección se entienda también únicamente como biológica. Cristo resucita a la
verdadera vida (zôe, y no bíos). La victoria de Jesús es sobre la muerte que hace perder
la vida.
Además, al no ser la resurrección una simple reanimación personal, aparece totalmente
como es: una victoria contra la muerte y no simplemente contra una muerte. La muerte
es vencida en su propio terreno. No se trata simplemente de un muerto, sino de "uno
entre los muertos" que sale de la muerte, del ámbito en el que ella ejerce su poder. No
es un simple episodio, sino un acontecimiento. Ahí está el nervio de la cuestión: con la
resurrección de Jesús ha sido vencida no simplemente su muerte, sino la muerte.
Los cuarenta días
Aunque esto pertenezca a otra tradición (segundo esquema) ¿qué es de los cuarenta días
y de las apariciones en la tierra? ¿con esto no se nos sugiere que Jesús, al abandonar los
infiernos, pasó algún tiempo en la tierra antes de pasar al cielo? Vayamos paso a paso.
1. Por importantes que sean las apariciones, la resurrección no se identifica con ellas. Se
trata de realidades muy distintas. Las apariciones no constituyen la resurrección: son su
mediación -signos y testimonios-, pero no su contenido. La resurrección no es una
vuelta - maravillosa- de Jesús a la tierra.
2. No por eso se niegan las apariciones. Por el contrario, se convierten en lo que son: la
manifestación de alguien que está en el cielo y no de alguien que se encuentra en algún
lugar de la tierra. De repente se esfuman algunas preguntas tontas (¿dónde se escondía
Jesús entre aparición y aparición?). Pero, sobre todo, las apariciones recuperan su
verdadero sentido: son teofánicas, o sea, que van del cielo a la tierra. De paso nos
permiten comprender que Esteban y Pablo puedan hablar de apariciones del Resucitado
incluso después del período privilegiado de las apariciones. Cierto que las apariciones
poseen un carácter particular (signo, testimonio, afianzamiento de la fe, instrucciones a
los apóstoles, envío a la misión) que es propio de estos cuarenta días. Pero las
apariciones, aun teniendo un punto de apoyo empírico, son teofanías, manifestaciones
"celestes", revelación de la presencia de Dios en Cristo devenido Señor (véase Hch
10,40). No es un Jesús redivivo, sino un Jesús resucitado el que se aparece.
No se trata, pues, de negar los cuarenta días. Sí que hubo, durante un período
determinado, esas manifestaciones excepcionales del Señor que venía del cielo y
compartía en la tierra la intimidad de los creyentes y de los apóstoles para iniciarles en
su resurrección y en lo que ella significaba. Pero estos días privilegiados no constituyen
una especie de "tregua", durante la cual Jesús residiría (?) como entre cielo y tierra (!).
El que se aparece no es un Jesús que está en la tierra, sino un Jesús resucitado que viene
de junto al Padre ¿Quién habla de apariciones de Lázaro?
3. Pero entonces ¿qué decir de la ascensión? Si Jesús se encuentra ya en el cielo ¿no se
negaría la ascensión, que parece suponer que es justamente después de una permanencia
en la tierra cuando alcanza Jesús finalmente el cielo? No es eso. Pues, en realidad, la
ascensión constituye con toda propiedad, la última aparición y el final de las
apariciones. Los testigos no se beneficiarán ya más de esas manifestaciones
excepcionales: desapareció de sus ojos y en adelante no le vieron más (véase Hch 1,9).
La ascensión es, pues, la última "subida" al cielo, igual que la que había tras cada
aparición. Pero ésta fue la última, ni más ni menos prodigiosa que las otras.
En el esquema espontáneo (el segundo) -el de los Sinópticos y sobre todo de Lucas- la
ascensión viene a ser el momento único en que el Señor "sube al cielo". Se trata de un
esquema más "cronológico", pero que no se impone a la fe. La mayor parte de los
credos y los textos citados consideran que la subida al cielo se realiza mucho antes de la
ascensión. ¿En qué consiste entonces el carácter excepcional de la ascensión? En que es
en esta última aparición en la que Jesús confía definitiva y solemnemente a sus
apóstoles su misión de Iglesia, que les será confirmada en Pentecostés.
Empeñarnos en los días y en la duración concreta sería olvidar que no estamos ante un
simple reportaje periodístico. Todo ese subir y bajar no son hechos cosmológicos, sino
realidades trascendentes. Non est quaestio motus (no se trata de movimiento) afirma
rotundamente santo Tomás a propósito de la ascensión. Y si, a pesar de todo, se habla
de días -tres y cuarenta- es porque Dios respeta nuestro tiempo. Ahí está el aspecto
importante de esa cronología: ni creación ni salvación fue cosa de un día. Pero en uno y
otro caso los números no cuentan. Por otra parte, la existencia de distintos esquemas,
refractarios a todo concordismo historicista, nos invita a reparar en el contenido: Jesús
experimentó la muerte, la venció, pasó al Padre, se hizo reconocer por los apóstoles y
sólo entonces dio por concluida la obra comenzada. Todo esto -permítasenos la
expresión- exige tiempo, dado que se trata de un Dios que respeta al hombre en la
lentitud de su temporalidad y no de un Dios que le visitaría en una eternidad
incandescente.
Esto es, pues, lo esencial de las apariciones: son la continuación, con otro estilo, de la
enseñanza del Señor a sus apóstoles y su envío en misión, y constituyen otros tantos
testimonios destinados a revelar la resurrección. Cierto, en una determinada lógica
teológica "habría bastado" con "una voz del cielo" (como en el Jordán) o simplemente
con un anuncio como el de los ángeles "hermeneutas", que interpretan el hecho de la
tumba vacía. Pero no se puede negar que, de hecho, las apariciones fueron las
mediaciones por las que Jesús se hizo conocer como resucitado y viviendo la verdadera
vida. Dejando esto a salvo, ni los apóstoles ni nosotros tenemos por qué atribuir un peso
excesivo, y a veces exclusivo, a ese carácter testimonial. La historia de la teología
muestra que la insistencia apologética en las apariciones acaba ocupando todo el
"imaginario", a costa de otros aspectos. Non sunt probationes, sed signa (no son
pruebas, sino signos) afirmará una vez más magistralmente santo Tomás.
En definitiva: se trata de apariciones del que no está ya en los infiernos (en la muerte),
sino a la derecha de Dios. Él no es uno redivivo o un fantasma que se aparece (véase Mt
14,26), sino ho erchómenos, el esperado, el que tenía que venir (Mt 11,3), el que viene
(Ap 1,7). Esta es la resurrección y no un simple retorno a la tierra. Y su anuncio es ya
saludable. Y lo es más si se llega a captar cómo y por qué nos salva.
La resurrección, acto salvífico
Todos nuestros textos afirman que lo acontecido con Jesús no concierne únicamente a
su destino personal. Si él resucita es "para nuestra rehabilitación" (Rm 4,25). El
pensamiento occidental no percibe tan bien el carácter soteriológico de la resurrección
como el de la pasión y de la cruz. Una vez más el tema del descenso a los infiernos va a
contribuir a que comprendamos la resurrección como un acto específico de salvación.
En su conjunto, la tradición ve como tres momentos en el descenso a los infiernos. Se
trata de momentos salvíficos. No los convirtamos en cronológicos.
1. Un combate contra el demonio. La tradición oriental ha conservado fielmente este
aspecto que nuestro occidente tiende a racionalizar más a base de abstracciones (lucha
contra el mal, el pecado, la muerte). No es el momento de plantearnos la cuestión de la
personalidad demoníaca. Lo que sí importa es captar el significado de ese descenso a los
infiernos.
¿Y qué nos dice? Que después de su muerte en cruz, Cristo prosigue, en el último
reducto del mal (del Maligno), la lucha contra el pecado, el mal y la muerte, entablada a
partir de la encarnación. Pero este combate no ha terminado. Todavía falta un último
combate en el propio campo del adversario -los infiernos- donde él domina casi sin
resistencia, "en su casa" -la del Maligno, encarnación misma del mal radical (véase Hb
2,14)-. Es la obra de la encarnación y de la redención la que sigue adelante.
Esta dramatización tiene la ventaja de subrayar una vez más que Cristo experimentó
verdaderamente la muerte. Pero, sobre todo, la de mostrar que el pecado no depende de
una situación simplemente moral (en este sentido: "terrestre", o sea, que se refiere a las
solas relaciones entre los hombres). En este caso la salvación podría quedar asegurada
por un simple esfuerzo moral. La situación reviste una gravedad mucho mayor: por el
pecado el hombre ha errado su destino. Ha perdido el acceso a (el árbol de) la vida. El
drama del pecado consiste en un error de destino, no de simple moral.
En esa "demonización" del descenso a los infiernos se trata de significar que su combate
va hasta las raíces "ontológicas" del mal y no parará hasta lograr la victoria contra el
que impide el acceso a la vida (significada por el segundo árbol), que constituye el
destino del hombre. Ese combate contra el que tiene secuestrada la vida ha de abrir de
nuevo el acceso a la vida.
¿No aparece así mejor el aspecto soteriológico de la resurrección? No olvidemos que es
de los infiernos de donde Jesús resucita. La resurrección se realiza, pues, al término de
un combate. No se trata de un prodigio, sino de una victoria. Y es aquí de nuevo Pedro
quien lo ha expresado de una forma sorprendente.
2. La predicación a los cautivos. "Cristo murió por los pecados una vez por todas -el
inocente por los culpables-, para llevarnos a Dios; muerto en su carne, vivificado por el
Espíritu. Es así como fue a predicar a los espíritus encarcelados, a los rebeldes de
antaño, cuando, en los días de Noé, la paciencia de Dios persistía en su empeño..." (1 P
3, 18-21; véase también 4, 6).
La tradición occidental, esta vez plenamente de acuerdo con la oriental, se mantuvo fiel
a esa visión de las cosas. El Señor va a anunciar la buena noticia también a los que no le
conocieron en tierras de Judea y Galilea. Sólo entonces la evangelización se completa.
"El que le preguntó a Adán (en el paraíso) dónde estaba, bajó al sheol y lo encontró. Lo
llamó y le dijo: He bajado a por ti para llevarte a tu herencia" (San Efrén, Lit. pascual
siríaca).
El tema del descenso a los infiernos permite universalizar la obra de salvación. Y
advirtamos que la predicación a los cautivos se dirige también a los pecadores ("los
rebeldes" -dice Pedro-), lo cual acentúa el carácter salvífico del descenso. En el fondo,
es en los infiernos donde se manifiesta la victoria de la resurrección. "El Señor se
durmió y el mundo entero despertó" (C hromatius de Aquilea).
3. La salida victoriosa. Ahora vamos a abordar el carácter resurreccional del descenso a
los infiernos, que en adelante deberíamos llamar "subida" de los infiernos.
Tras permanecer en los infiernos (combate contra el príncipe del mal, predicación a los
muertos), entonces sale Cristo de los infiernos -auténtico éxodo- y finalmente resucita.
Ya vimos que, a nivel personal, la resurrección de Jesús era resurrección de los infiernos
(lugar donde uno conocía verdaderamente la muerte). Los dos puntos que acabamos de
explicar nos permiten ahora abordarla a nivel soteriológico. La salida de los infiernos es
una victoria contra el mal que tiene cautivos a los hombres. "Al subir a lo alto, llevó
consigo cautiva la cautividad" (Ef 4,8). En esta línea, vale la pena notar que,
originariamente, la triple inmersión (no digo la triple invocación) bautismal se refería,
no a la Trinidad, sino a los tres días de sepultura en la muerte. El bautismo cristiano es
una inmersión en la muerte de Cristo (Rm 6,3) y una subida victoriosa con él.
Los iconos orientales representan a Jesús cogiendo del brazo a Adán y Eva, y
sacándolos de los infiernos. La resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, su
resurrección y la de los demás. No se trata sólo de un triunfo personal, sino de una
victoria que arrastra consigo a las víctimas del cautiverio. Al resucitar, Cristo es, al
mismo tiempo, "resucitado" y "resucitante".
La resurrección es también, como la cruz, un combate y una victoria sobre el mal. La
resurrección es también agónica (un combate). No lo fue sólo la pasión y la cruz. Hay
que haber visto la salida de los infiernos de la pequeña iglesia bizantina San -Salvador -
in - Chôra en Istanbul, para comprender ese carácter de lucha y de victoria "difícil" de
la resurrección: es con "esfuerzo", fatigosamente, que Cristo arranca literalmente los
primeros padres del infierno. Este carácter de victoria que "exige esfuerzo" se pone de
relieve por el hecho de que Cristo agarra a Adán y Eva por la muñeca, -según afirman
los iconólogos- para que no corran el riesgo de deslizarse, si se les sostenía sólo por la
mano. La resurrección no fue "asunto de poca monta". El tema de la "derecha del Padre,
necesaria para sacarle, y del poder del Espíritu, que le hizo entonces Señor, sugieren una
salida de los infiernos "fatigosa", también para Cristo. "¿Hemos de ver en las palabras
que relatan la victoria lograda por Cristo sobre el antiguo reino de la muerte formas de
hablar muy generales, desprovistas de sentido? Yo creo más bien esto: la muerte se
había convertido en un poder" (Schelling).
Gracias, pues, a esa temática de los infiernos, la salvación encuentra en la resurrección
la expresión de su realización. ¿No se comprende mejor así que la resurrección es parte
integrante (no simplemente culminación) de la obra de salvación? Si Cristo hubiese
"renunciado" a los infiernos (con lo que no hubiese llevado hasta el extremo su kénosis),
si simplemente hubiese resucitado, sin más, no habría que decir que faltaba algo? Al
menos a nuestro imaginario ¿no le hubiera faltado un soporte indispensable para
concebir la resurrección como lucha victoriosa y como salvación? Por lo demás, no se
trata sólo de imaginario: la resurrección fue rigurosamente esa victoria sobre la muerte,
de la que Adán y Eva fue ron los primeros beneficiarios. Es en los infiernos donde Jesús
vivió la agonía de la resurrección, como en Getsemaní vivió la de la pasión y en la cruz
la de su muerte.
El destino personal de Jesús y la salvación de los salvados coinciden. ¿No "era
necesario" que Cristo fuese -él mismo- salvado de los infiernos (véase Hch 2,24), para
que él pudiese salvar a los demás? De un golpe, sale -él- y saca -a los demás- de los
infiernos. La resurrección fue un combate en este sentido: una agonía (sentido originario
del término griego), una victoria "costosa". Uno piensa en el tema de los dolores de
parto, que se asocia al de la vida y al del cosmos en espera de la resurrección de los
hombres (véase Rm 8, 1924). Una resurrección presentada como la continuación
demasiado inmediata, demasiado "fácil", de la cruz, ¿no llega incluso a contradecir el
carácter oneroso de la misma cruz?
Hablar de agonía de la resurrección se nos ha podido antojar, de entrada, inadecuado.
Tras la opresión de la pasión y de la cruz, con ganas de acabar con todo aquello, nos
apresuramos a revestirlo de su aspecto de victoria y gloria. Cierto que, tanto para Jesús
como para los salvados, la resurrección posee un acento de alegría y liberación
inexpresable. Pero esto no impide el que sea un combate contra el mal, como lo son la
pasión y la cruz. A Miguel Unamuno "el hombre le parecía impensable sin la referencia
a lo divino, pero lo divino también, sin referencia de otro orden a la existencia agónica
del hombre". El sábado santo es tan santo como el viernes. Si san Juan habla de la gloria
de la cruz, ¿no nos podemos nosotros tomar la libertad de hablar de la agonía de la
resurrección? Una agonía no tiene sentido si no desemboca, fuera de ella misma, en una
victoria. Pero tampoco la victoria tiene sentido, si no pasa por una combate, por una
agonía.
¿No se comprende así mejor el valor soteriológico de la resurrección? Afirmar que
Jesús nos salvó por su muerte está de acuerdo con la Escritura. Pero tomado
exclusivamente, sabemos a qué peligros está exp uesto en teología de la redención.
También está de acuerdo con la Escritura afirmar que nos salva la resurrección. Pero,
además de los riesgos propios de una afirmación exclusiva, la cosa no resulta evidente
para nuestra sensibilidad. Lo mejor es afirmar que Cristo nos salvó por su muerte y por
su resurrección. Es esta afirmación la que se esfuerza por pensar la realidad en cuestión
y hacerla verdaderamente comprensible.
Una reflexión que se ejerce sobre el tema del descenso a los infiernos, asociando muerte
y resurrección en el seno de una misma agonía victoriosa, ¿no da una lectura más
apropiada de la salvación? Al no reducir la muerte a la cruz, sino extenderla a todo el
desarrollo de un drama en el tiempo y en la eternidad, ¿no permite comprender mejor
todo el significado "destinal" de la salvación de Cristo?
Para una mejor comprensión, importa recordar la especificidad de la antropología
cristiana, como antropología de destino. Entre las numerosas antropologías que ocupan
el campo del pensamiento humano -filosófica, cultural, fenomenológica, etc.-, todas
ellas válidas y, en principio, no concurrentes, está también la antropología teologal:
¿qué es el hombre según la fe cristiana? Es un ser destinado a participar un día
plenamente de la vida de Dios.
Ese destino él lo ha recibido del Padre en la creación. Pero en lo que se denomina
enigmáticamente un drama original, y que fue precisamente un error de destino, él ha
perdido el camino. La resurrección es justamente el acto del Padre por el que remodela
la creación. La diferencia entre la creación primordial y esa re-creación está en que
ahora nuestra naturaleza se convierte en resurreccional. Para Adán, esto no era
necesario. Porque él podía "sin más", escoger el árbol de la vida. Pero, fuera de eso, la
resurrección no posee una naturaleza fundamentalmente distinta de la creación. El Hijo
de Dios hace del hombre un ser resurreccional, igual que el Padre le hizo un ser
creacional.
En adelante, la resurrección pertenecerá a la capacidad teologal del hombre creado
(homo capax Dei), que queda así restituido a su vocación destinal, propuesta en la
creación y remodelada en la resurrección (homo capax resurrectionis). En última
instancia, cabría decir que es el pecado (error de destino) el que ha modificado el orden
de la creación, más que la resurrección, que no hace sino reasumir el antiguo deseo
creador para otorgárselo de nuevo al hombre. En adelante, es aceptando su naturaleza
resurreccional que el hombre encontrará el camino de su destino.
"No soy el Dios de los muertos, sino de los vivientes" (Mt 22, 32). El Hijo de ese Dios
de los vivientes es el que lleva adelante esa afirmación: "Yo soy la resurrección y la
vida" (Jn 11, 25). Al recurrir al vocabulario de la fuerza dula derecha del Padre y del
poder del Espíritu en la resurrección, la Escritura remite a todo el vocabulario de la
creación. Ha sido menester fuerza y esfuerzo ("han sido necesarios seis días") para
crear. Igualmente ("he terminado la obra" del Padre [véase Jn 14,4]) ha sido menester
fuerza y poder ("han sido necesarios tres días") para arrancar a Jesús de la muerte y para
que él arrancase de la muerte a los muertos, restableciendo así el acceso al árbol de la
vida. Por esto lo hemos llamado "la agonía de la resurrección: desde el huerto de
Getsemaní hasta el tercer día en la salida de los infiernos.
Pero ¡qué gloriosa, esa agonía!
Tradujo y condensó: Màrius Sala
LUIS M. MENDIZÁBAL S.I.
ASIMILACIÓN PROGRESIVA DEL CRISTIANO A
CRISTO RESUCITADO
La vida, espiritual como participación progresiva de la resurrección de Cristo,
Gregorianum 39 (1958), 494-524.
Jesucristo nos vino a traer, la Vida para que la tuviéramos en abundancia. Esta vida, al
venir sobre la muerte en que nos encontrábamos, constituye una verdadera resurrección,
iniciada ya ahora en el espíritu y participada progresivamente por el cuerpo.
La característica de la resurrección escatológica es la resurrección del cuerpo glorioso;
pero no de cualquier manera, sino en cuanto el cuerpo glorioso es efecto de la sumisión
al alma resucitada-gloriosa. La idea es de S. Agustín recogida y limada por Santo
Tomás: "La vida del alma es Cristo, como la vida del cuerpo es el alma". El alma tiene
plena vida cuando por ella circula plenamente, sin obstáculos, la vida comunicada por
Cristo, por medio de su resurrección, como causa eficiente y ejemplar; y el cuerpo
adquiere su plenitud de vida cuando queda plenamente sujeto al alma, sujeta ésta a
Cristo, de modo que sea Dios todo en todo. Esta misma idea puede aplicarse al cristiano
cuando resucita a nueva vida en el bautismo.
Admitiendo en la resurrección diversos grados según el mayor dominio positivo de la
Vida, tendremos que la resurrección será más o menos perfecta según la perfección de
los elementos que la constituyen, que son precisamente la sumisión del alma a Cristo
resucitado y del cuerpo al alma gloriosa.
El agobio de la carne
El primer síntoma en que se manifiesta la presencia de la vida resucitada en el hombre
es la advertencia dolorosa de la carnalidad, del peso de lo carnal. Es ya un comienzo de
liberación de la muerte. Mientras el hombre es plenamente esclavo de la carne, no cae
en la cuenta de que es esclavo de ella, por no haber aún en él un principio de vida que
constituya un elemento de rebelión contra la muerte, contra el yugo de la materia.
Cuando el hombre siente que es esclavo, ya ha comenzado a liberarse. Comienza la
guerra contra la carne, el duelo de la vida y de la muerte, que se prolongará hasta que el
espíritu sobrenaturalizado tome la plena iniciativa y se convierta en la Lex Spiritus,
dominada la Lex carnis.
La integración de la afectividad
La integración sobrenatural, lo mismo que la natural, se realiza principalmente por el
recto funcionamiento de la afectividad; tanto espiritual como psicológica y aun
orgánica, pero siempre sobrenatural.
Mientras la afectividad sobrenatural no haya sido desarrollada y confirmada en el
hombre, no puede decirse que se ha llegado a la perfecta resurrección a la vida
sobrenatural. En el orden natural no hay perfecta Integración psicológica personal
mientras una persona no siente afectivamente lo que estima rectamente y en el grado en
que lo estima. Lo mismo sucede en la invasión de la vida resucitada sobre la psicología
del hombre.
Mientras no ha llegado a esta integración personal sobrenatural, no diremos que el
hombre está muerto, pero sí que aún no se ha desarrollado plenamente su vida
sobrenatural, que los dones del Espíritu Santo dados en el bautismo para que informen
el entendimiento y la voluntad y sobre todo la afectividad formando el principio
humano-elevado de una afectividad sobrenatural, no han llegado a su debido desarrollo
integral.
Es cierto que el sentimiento interno sobrenatural no depende de la voluntad de cada uno
directamente, como tampoco depende en el orden natural. Su desarrollo una vez que
está en germen en nosotros, depende de la acción de Dios, de la purificación
sobrenatural del alma, de la oración. Pero por tratarse de un proceso normal en la vida
sobrenatural, es una gracia que Dios no niega a nadie que la pida con las debidas
disposiciones.
Esta afectividad interna sobrenatural constituye esa nueva potencia (correspondiente a la
"nueva criatura") compuesta de la afectividad humana natural informada por el alma
enriquecida con el don del Espíritu Santo. Tiene su parte también orgánica, que en nada
impide que el sentimiento resultante total sea sobrenatural. Su actuación constituye un
paso más en la gloria actual del cuerpo resucitado por el bautismo y derivada a el de la
gloria del alma.
A medida que el alma es glorificada, comunica esa gloria al cuerpo; a su vez esa gloria
del cuerpo facilita -y aumenta la, actividad sobrenatural del alma que se siente como
liberada del peso corporal. Disminuida progresivamente la fuerza de la concupiscencia -
puede quedar siempre el "angelus Satanae", el "spiritus fornicationis"- por la
espiritualización progresiva del cuerpo, los sentidos mismos son integrados en Cristo, la
mente se fija en Dios, con los ,ojos de una fe cada vez más iluminada, y la afectividad
gusta del, gozo .del -Señor, superior a todo gozo.
La vida de Cristo resucitado antes de la Ascensión, es la expresión sensible de lo que
era su vida terrena hasta su muerte en su aspecto afectivo: estaba en la tierra sin ser de la
tierra, llevaba un verdadero cuerpo de carne pero no carnal. A su semejanza, el cristiano
resucitado a la nueva vida vive con la mente en el cielo, estando en la tierra no es de la
tierra. Con el gozo fijo en el cielo donde está su cabeza, el cristiano sufre en sus
miembros de la tierra que continúan crucificados a ella precisamente porque están
invadidos de la gloria de la resurrección y siendo de carne no son carnales.
La devoción
La intensidad de esta vida se gradúa por el fervor de la devoción, entendida como un
estar siempre a punto para servir a Dios, con plena docilidad a su voluntad, de tal suerte
que ya no viva el hombre, sino que Cristo viva en el hombre.
El pleno dominio de Cristo sobre el alma y por el alma sobre el cuerpo, se manifiesta en
la docilidad suave de la devoción.
Somos cuerpo de Cristo porque nuestra vida está informada por la vida divina de Cristo
resucitado, y el miembro de Cristo se integra en una vida de devoción, ocupando el
puesto señalado por el mismo Cristo en su Iglesia.
Este vigoroso estado de fervor no significa necesariamente la supresión de toda
presencia sensible de la "carne" Jesucristo, que era él mismo la Vida, quiso participar de
nuestro cuerpo de muerte sintiendo en su cuerpo el peso de la muerte, a la que superó.
Después de nuestra resurrección en e bautismo nos hallamos ahora nosotros en las
circunstancias en que se hallaba Jesucristo en su vida mortal: nuestra vida de gracia nos
hace participantes de la vida de Dios, pero aún sentimos en nosotros el peso de lo carnal
y las penalidades - no ya para nosotros castigos- del pecado original.
La crucifixión de la carne
El vigor de la vida resucitada se muestra también en la fuerza de la crucifixión de la
carne.
La resurrección eterna de Cristo participada, establece en nosotros el duelo admirable de
la resurrección -en estado de progreso- contra la fuerza de la muerte aún no totalmente
vencida en nosotros. No entramos en la vida eterna, donde está excluida la muerte, hasta
que no se destruya nuestro cuerpo de pecado, por medio de aquella crucifixión de la que
el bautismo fue abanderado y continúa siendo sacramento eficaz; crucifixión que señala
en nosotros el triunfo de la virtud de Jesucristo resucitado, ya que morimos
gustosamente.
Hay un equilibrio entre los dos elementos: "los que son de Jesucristo tienen crucificada
su propia carne con los vicios y las pasiones" (Gal 5,24). Es una crucifixión perpetua
que nunca cesa del todo. Por eso dice S. Pablo: "proceded según el Espíritu de Dios, y
no satisfaréis los apetitos de la carne" (Gal 5,16). No dice que no sentirán los deseos
desordenados de la carne, sino que no los realizarán, porque los crucificarán vivos.
Sólo en los últimos estadios de la vida espiritual cesa en alguna manera esa crucifixión
de la carne, en cuanto cesa el carácter doloroso de ella, manteniéndose el de separación
de todo lo creado, y en cuanto parece que hasta los sentidos se alegran en Dios vivo.
Pero no cesa en modo alguno en cuanto se desahoga n las tendencias naturales, sino en
cuanto quedan sobrenaturalizados los sentidos y hasta los primeros movimientos. Pero
aún entonces queda un dolor mucho más grande que todos los dolores producidos por la
crucifixión de la carne en los estadios precedentes, y que suelen designar los autores de
espiritualidad como "nox Dei". Un amor muy puro e intenso es por sí mismo dolor.
Cuanto menos puro y menos intenso es el amor, tanto más lleva consigo dolores que no
son él mismo. Cuando el amor es suave y sensible, el dolor reside en la parte humana y
natural. Cuando el amor se purifica, es aún, más gustoso,. pero es también más
doloroso; y el dolor invade el espíritu retrayéndose tal vez de la parte humana y natural,
cuyos padecimientos son un refrigerio.
Los últimos estadios
Se habla a veces, con invocación de san Agustín y de san Juan de la Cruz, como si en la
cumbre de la resurrección gloriosa en la vida presente desapareciese la crucifixión,
entendiendo esta desaparición, al menos prácticamente, como si ya cesaran entonces los
frenos de la abnegación y de la renuncia. Aunque el fondo de la idea que quiere
expresarse sea verdadero, la expresión puede resultar ambigua.
La crucifixión nunca cesa. Como en la resurrección final no se recupera la carnalidad y
quien renuncia al placer prohibido de la carne renuncia para siempre, sin que lo goce
tampoco en la otra vida, de modo semejante en el orden actual de la resurrección
presente no existe una recuperación de la carnalidad ni siquiera en el sentido de amor
propio e independencia en el obrar. Esta se ha perdido para siempre. Ya no se recupera
la propia personalidad en el sentido de disposición independiente de sí, aun respecto de
Dios. Esa disposición independiente ha perecido para siempre puesto que Jesucristo es
Cabeza del hombre resucitado que va invadiendo progresivamente hasta las últimas
fibras del cuerpo mismo.
No es exacta la afirmación de que el hombre estará tan sometido a Dios que haciendo su
propia voluntad hará la de Dios. Son matices que pueden parecer despreciables. Pero en
realidad lo contrario es cierto: que el alma haciendo formalmente la voluntad de Dios
hará su misma voluntad, que es obedecer en todo a Dios su Vida.
Del mismo modo no gustará a Dios por el gusto de las criaturas, sino que en el uso de
las criaturas gustará de Dios mismo. Sirvámonos de un ejemplo banal: cuando vemos
sonreír a una persona, no contemplamos y gozamos primero del movimiento de los
labios y de los músculos faciales de ella para deducir de allí la belleza de su estado
interior, sino que sin detenernos reflejamente ni gozar de los movimientos de los
músculos intuimos directamente y gozamos de la sonrisa interior de aquella persona
amable. Lo mismo pasa con Dios en este estadio: el alma no se detiene en la
consideración, como reflejo, del valor y belleza de las criaturas ni en su goce, para pasar
de allí a la consideración y gozo del amor de Dios, sino que todas las criaturas se
convierten para ella como en la sonrisa de Dios que le ama, siendo más realidad para el
alma el amor y la sonrisa de Dios que la materialidad de las criaturas.
Oigámoslo con palabras de san Juan de la Cruz: "Porque echa allí de ver el alma cómo
todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y fuerza y duración en Él... Y
aunque es verdad que echa allí de ver el alma que estas cosas son distintas de Dios, en
cuanto tienen ser criado, y las ve en él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce
ser Dios en su ser con infinita eminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en su
ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios
las criaturas y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa y no la
causa por los efectos, que es conocimiento trasero y ese otro es esencial" (Llama 4,5).
El hombre ha llegado así a la plenitud de su resurrección actual.
Condensó: LUIS JUANET
JEAN CARMIGNAC
LAS APARICIONES DE JESÚS RESUCITADO Y EL
CALENDARIO BÍBLICO-QUMRÁNICO
El artículo siguiente presenta una nueva hipótesis sobre el difícil problema de las
apariciones de Jesús Resucitado en Jerusalén y en Galilea: gracias al uso del
calendario bíblico-qumránico, el autor cree poder zanjar la larga discusión existente
sobre el tema. Ésta es la razón por la que lo damos a conocer, sabiendo que algunos
exegetas discutirán sus presupuestos concordistas. Pero el camino de una discusión es
el que deben seguir todas las hipótesis nuevas. Por nuestra parte es honrado constatar
que el autor no ha realizado su trabajo a la ligera. Nuestro resumen es el que ha tenido
que aligerarlo eliminando multitud de citas.
Les apparitions de Jésus ressuscité et le calendarir bíblico-qumranien, Revue de
Qumrân, 7 (1971) 483-504
EL PROBLEMA
El problema de las apariciones de Jesús resucitado se complica si se admite la existencia
de apariciones en Jerusalén y en Galilea, pues parece difícil armonizarlas.
Deseo de Jesús
Es un hecho que Jesús, tras su resurrección, quería que sus discípulos retornasen a
Galilea. Así se desprende de sus palabras: "después de mi resurrección, iré delante de
vosotros a Galilea" (Mc 14, 28; Mt 26, 32) y del encargo del ángel y del mismo Jesús a
las santas mujeres de anunciar a los discípulos que les verá resucitado en Galilea (Mc
16, 7; Mt 28, 7. 10).
Son obvias las razones de esta insistencia de Jesús. Tras los últimos acontecimientos, el
ambiente en Jerusalén era muy tenso. Si los discípulos permanecían en la ciudad, se
condenaban a vivir enclaustrados por miedo a los enemigos de Jesús (Jn 20, 19. 20). Si,
por el contrario, se trasladaban a Galilea, podían reencontrar la paz, tan necesaria,
dedicándose a una actividad saludable (Jn 21, 3 ). Éste sería el lugar ideal para acabar de
desarrollar Jesús su tarea formativa, en un ambiente íntimo y tranquilo, hablando a sus
discípulos sobre el reino (Hch 1, 3). En realidad, ya en su vida pública Jesús había
retrasado más de una vez su viaje desde Galilea a Jerusalén por motivos semejantes (Jn
7, 1. 9) ; ahora, tras el drama del calvario era normal que prefiriera ver a sus discípulos
en la paz de Galilea más que en el ambiente tenso de Jerusalén.
Desobediencia de los discípulos
Lo que realmente produce extrañeza es que los discípulos, una vez convencidos de la
resurrección, no obedecieron a las órdenes reiteradas de su maestro y permanecieran en
Jerusalén retrasando ocho días su viaje hacia Galilea (según Jn 20, 26-29). Incluso,
según algunos (Reimarus, Lessing, D. F. Strauss ), esas mismas órdenes son
contradictorias, pues no tiene sentido el citar a unas personas en un lugar -Galilea- y una
fecha concretos cuando uno sabe que las va a ver pocas horas después y varias veces en
la misma Jerusalén.
Nos encontramos ante un problema. Veamos ahora las diferentes posturas que se han
tomado y se toman ante el mismo.
Intentos de solución
Para muchos exegetas, como P. Bonnard, carece de importancia el identificar, numerar
y armonizar las apariciones; lo esencial, para ellos, es que Cristo resucitado se encontró
con sus discípulos.
Algunos críticos, con D. F. Strauss, oponen las apariciones de Galilea a las de Jerusalén
como excluyentes las unas de las otras y, ante la dificultad de poder armonizarlas,
concluyen que todas son pura invención de los evangelistas ante ciertos rumores que
corrían de apariciones de Jesús resucitado.
Otros exegetas (J. Weiss, A. M. Ramsey, G. H. Boobyer) solucionan el problema
acogiéndose a la alegoría y dando al nombre "Galilea" un sentido puramente
metafórico. Para éstos, Galilea sería el símbolo de la patria, el lugar del reino de Dios, el
de la victoria y de la misión escatológico-redentora tras el fracaso desastroso de la cruz.
Esta "tradición galilea", propia de Marcos y Mateo y completamente independiente de
la de Lucas, no sería más que un producto de la imaginación creativo-teológica de las
primeras comunidades.
Otro grupo da la preferencia a las apariciones galileas y no concede verosimilitud
alguna a las jerosolimitanas. Así M. Goguel, P. Gardner-Smith y, ya anteriormente, C.
Weizsiicker. Afirman estos autores que no se trata de dos tradiciones independientes,
sino que una es la transposición de la otra. Defienden, en consecuencia, la originalidad
de la tradición galilea (Marcos) sobre la que se habría construido más tarde, la
jerosolimitana (Lucas).
Oponiéndose a los anteriores, F. C. Burkitt afirma que las únicas apariciones posibles
son, histórica y psicológicamente, las de Jerusalén, pues, dice él, no sería natural que
Pedro y el pequeño núcleo de discípulos, tras haber experimentado a Jesús resucitado en
Jerusalén se ausentaron de la ciudad por un espacio de tiempo superior a un día -téngase
en cuenta que para ir a Galilea y volver se necesitaban varios. Últimamente otro
representante de esta opinión, L. Schenke, afirma que si Marcos habla de apariciones en
Galilea lo hace como reacción contra el predominio que iba teniendo la iglesia de
Jerusalén y en apoyo de Galilea, lugar privilegiado de la predicación del Jesús histórico,
destinado a ser, según Marcos, origen de la misión de la Iglesia.
La mayoría de los comentadores no están de acuerdo con esta oposición entre las
apariciones de Jerusalén y las de Galilea, aunque tampoco las consideran todas
auténticas. E. Lohmeyer, por ejemplo, sin pronunciarse sobre la realidad histórica de
ninguna de las dos categorías de apariciones, admite dos tradiciones que reflejan dos
teologías diferentes y provienen de dos comunidades cristianas primitivas.
Unos pocos recurren a una solución desesperada: la de localizar la "Galilea" sobre el
monte de los olivos. En esta línea, siguiendo a J. Soarez (s. XVI), están J. Hardoun, R.
Hoffmann, A. Resch, J. Lepsius y K. Bornháuser. Se les oponen, entre otros, A. Meyer,
E. Mangenot y C. Kopp.
Algunos autores modernos, como X. Léon-Dufour y J. Ponthot, intentan explicar todo
invocando los procedimientos redaccionales. Dicen que las indicaciones concretas de
lugar y tiempo de las apariciones no tienen ningún valor histórico, pues la artificialidad
de las mismas demuestra que los evangelistas no pretendían escribir una biografía del
Resucitado, sino que se preocupaban por la totalidad del misterio. Dicha artificialidad
redaccional la ve Léon-Dufour en la disposición del relato de las apariciones: los
evangelistas colocan las privadas en Jerusalén; las oficiales -cfr. Marcos, Mateo y Juan
21- en Galilea, si exceptuamos Lucas y Juan 20 que sitúan estas últimas también en
Jerusalén por razones cronológicas o de otro tipo. Hay, pues, una artificialidad
redaccional.
Otros, como M. J. Lagrange, esquivan el problema. Hablan de un retraso sin
importancia y que no es de admirar.
Por el contrario, yo siento extrañeza ante dos hechos: 1) la permanencia de los
discípulos en Jerusalén hasta pasada la octava de la fiesta de los ázimos (podían haber
emprendido en seguida el viaje hacia Galilea, como Cleofás y su amigo lo hicieron
hacia Emaús) y 2) el retraso injustificado de un día en Jerusalén, una vez cumplido el
descanso del día último de la octava.
Así, pues, la dificultad está en la oposición entre la prolongación de la estancia de los
apóstoles en Jerusalén y la insistencia de Jesús en que partiesen inmediatamente hacia
Galilea. ¿Por qué desobedecieron?, ¿por qué Jesús no les reprendió, sino que incluso se
les apareció en Jerusalén a pesar de haberles dado cita en Galilea? En el fondo se trata
de la objeción de D. F. Strauss que tantas respuestas ha provocado y que no ha sido
solucionada del todo.
Solución
La oposición entre el deseo expreso de Jesús y la actuación de los apóstoles queda
resuelta si se tiene en cuenta el antiguo calendario bíblico aún en uso entre muchos en
tiempo de Cristo, como lo demuestran los descubrimientos de Qumran.
Existencia de dos calendarios
Parto de las conclusiones de A. Jaubert sobre la fecha de la santa cena y la cronología de
la pasión, basadas en la tesis del uso de dos calendarios diferentes entre los habitantes
de Palestina en tiempo de Jesucristo: uno más tradicional (lo seguían en Qumran y parte
del pueblo) y otro más oficial (lo seguían los fariseos y parte del pueblo). Mientras el
primero -de origen bíblico- era de ritmo solar, el segundo -de origen helenístico- era de
ritmo lunar. A pesar de la oficialidad de este segundo calendario, el bíblico-tradicional
estaba en uso entre quienes no caían bajo la influencia farisea y eran fieles a la
verdadera tradición bíblica -como Jesús y sus discípulos (cfr. Jn 7, 6. 14 y los relatos de
la pasión).
Cronología de la última pascua de Jesús
Siguiendo este calendario bíblico, Jesús comió en Betania el domingo 12 del primer
mes (Mc 14, 1; Jn 12, 1); celebró la pascua e instituyó la eucaristía el martes 14 al
atardecer (Me 14, 12-16); murió el viernes 17 -14 de nisan, vigilia de la pascua oficial
de los fariseos- (Jn 18, 28; 19, 14); resucitó la madrugada del domingo 19 (Lc 24, 1; Jn
20, 1); se apareció este mismo día a los discípulos de Emmaús (Lc 24, 13) y a los
discípulos sin Tomás (Jn 20, 19-25); se apareció de nuevo a los discípulos, con Tomás,
el domingo 26 (Jn 20, 26-29).
Siempre según este mismo calendario bíblico-qumránico, encontramos dos fechas
festivas y que exigían descanso: el miércoles 22, octava de pascua, último día de los
ázimos (Lv 23, 8; Nm 28, 25; Dt 16, 8) y el domingo 26 -día siguiente al sábado
posterior a la semana de los asimos- en que se celebraba, según el calendario del que
estamos tratando, la ofrenda de la primera gavilla (Lv 23, 10-12) y que también era día
de reposo. Todo esto, por supuesto, de acuerdo con la tradición bíblico-qumránica
seguida por Jesús y sus discípulos.
Plan de Jesús: reunión en Galilea
Teniendo presentes estos dos días festivos, miércoles 22 y domingo 26, nos será fácil
seguir los acontecimientos que tuvieron lugar la semana de la resurrección. Jesús sabía
que sus discípulos sólo disponían de tres días (domingo 19, lunes 20, martes 21) para
llegar a Galilea antes del miércoles 22, octava de la pascua. El espacio a recorrer entre
Jerusalén y Galilea era de unos 100 kilómetros. En tres días podían hacerlo bien; pero
no en menos, teniendo en cuenta que formaban parte del grupo algunas mujeres. Debían
partir, pues, en seguida y así lo encargó Jesús en las dos apariciones a las santas mujeres
del domingo por la mañana (Mc 16, 7 = Mt 28, 7; Mt 28, 10) : los amigos de Jesús, sin
otra prueba que el testimonio de las mujeres, debían partir en seguida hacia Galilea en
donde su fe sería robustecida por el trato íntimo y prolongado del Resucitado. Pero este
proyecto de Jesús fracasó, bien porque las mujeres no se atrevieron a transmitir el
encargo (Mc 16, 8), bien porque los discípulos reaccionaron con escepticismo (Lc 24,
38-41).
Cambio de plan: apariciones en Jerusalén
Jesús se vio obligado a cambiar sus planes apareciéndose a Pedro (Lc 24, 34; 1 Co 15,
5), a los discípulos en Emaús (Lc 24, 35) y a los apóstoles sin Tomás (Lc 24, 36-43; Jn
20, 19-25). Estas apariciones provocaron, por fin, la fe definitiva del grupo. Pero ya se
les había hecho tarde para salir el domingo y si lo hacían el lunes no tenían tiempo de
llegar a Galilea antes del día festivo, miércoles 22. Igualmente el margen de tiempo
entre el 22 y el descanso del sábado 25 les era insuficiente. El domingo 26 era también
día de reposo. En consecuencia, la marcha se retrasó 8 días, desde el domingo 19 hasta
el lunes 27. Durante esta semana, Jesús se apareció lo menos posible a sus discípulos.
Tras la manifestación a los apóstoles, a excepción de Tomás, en el cenáculo el domingo
19 por la tarde, Jesús se mantuvo alejado del grupo hasta el domingo 26 en que se
volvió a presentar a los apóstoles, esta vez con Tomás, con el fin de convencer a éste
antes de la partida hacia Galilea (Jn 20, 26-29). Podemos concluir que las
manifestaciones en Jerusalén tuvieron sobre todo un carácter apologético de cara a los
discípulos mientras que las de Galilea fueron educativas de la fe y con miras a la
misión. En estas últimas, Jesús acabó de completar la formación espiritual de los
discípulos llevando con ellos un género de vida semejante al de su "vida pública" (cfr.
1Co 16, 6-7; Mt 28, 16-20; Lc 24, 4449; Jn 21, 1-23).
Así, pues, gracias al calendario bíblico-qumránico recibe una explicación satisfactoria el
retraso de 8 días de los discípulos en su viaje hacia Galilea a pesar de la insistencia del
maestro en que lo hicieran en seguida. Con todo, se podría objetar que los discípulos
podían haber partido el lunes 20 y haber cumplido el descanso festivo del miércoles 22
en el camino, reemprendiendo el viaje hacia Galilea el lunes 23. A esta objeción se
puede responder de dos maneras, a saber: a) tanto en la biblia como en el libro de los
Jubileos consta que se procuraba no estar de viaje durante el día de descanso (A.
Jaubert), y b) el día octavo de los ázimos no era puramente un día de descanso, sino que
además todos debían participar en una "convocatoria santa" (Lv 23, 8; Nm 28, 25; Dt
16, 8) ; esto era imposible cumplirlo si uno se encontraba de viaje entre Jerusalén y
Galilea por parajes semidesérticos.
Confirmación
La solución presentada concuerda con lo que dice C. F. D. Moule 1 sobre la influencia
de las peregrinaciones en los acontecimientos de pascua y pentecostés: los galileos
fieles al calendario bíblico tradicional no podían volver a su casa, tras la pascua, si no
era emprendiendo el viaje la mañana del domingo 19 (primera caravana) o el lunes 27
(segunda caravana); de este modo cumplían el precepto festivo del sábado 18, del
miércoles 22, del sábado 25 y del domingo 26. El proyecto de Jesús era que sus
discípulos se unieran a la primera carava na; éstos, por falta de fe, se retrasaron y no
tuvieron más remedio que esperar a la segunda.
Pruebas
Según la Torah (cfr. Ex 12, 16. 18) la fiesta de la pascua dura solo 7 días; en nuestro
caso, el último día sería el martes 21 y no el miércoles 22. Por lo tanto, entre el
descanso del 21 y el del 25 quedarían días suficientes para regresar de Jerusalén a
Galilea. Esta es la objeción fundamental. Pero estudiando más a fondo el calendario de
Qumran veremos que no tiene fuerza esa objeción, aparentemente decisiva, contra la
hipótesis propuesta. Hagámoslo.
Fiesta de los ázimos entre los sadûgiyyah
1) El escritor caraíta 2 del siglo X, Jacob al-Qirgisáni, describe en árabe, en su "libro de
las luces y de los vígías", la secta judía de los sadûgiyyah (opuesta a la de los
rabbanitas, descendientes de los fariseos y afiliados al judaísmo oficial) y recuerda,
entre otras cosas, que aquéllos, tanto para la fiesta de las tiendas (8 días) como para la
de pascua (7 días), no contaban el sábado en el cómputo de los días de fiesta. Añade que
esto lo hacían basándose en 1Re 8, 66 que habla de que al octavo día ya se podían ir a
sus casas mientras en Lv 23, 36.39 y Nm 29, 35-38 figuran 8 día s de fiesta. Así, pues,
siempre en su opinión, 1 Re hablaría de 7 días que unidos al sábado harían los 8 días del
Lv y Nm.
2) Lo mismo afirma otro escritor caraíta del siglo XII, Judah ben Eliahu Hadas¡,
en una obra en hebreo.
3) Las dos noticias son paralelas: a) los dos aluden a Noé para justificar un calendario
de 30 días al mes; b) citan ambos 1 Re 8, 66 para justificar el cálculo diferente de la
duración en la fiesta de las tiendas; c) tras hablar de los sadûqiyyah, lo hacen de los
magâ(r)-iyyah; d) Hadasi depende de un escrito árabe, pues a pesar de escribir en
hebreo utiliza los nombres árabes de las sectas antes mencionadas. Esto no quiere decir
que se inspire en Qirgisáni ya que parece que ambos tienen una fuente común - los dos
remiten a ella- a la que son completamente fieles, David al-Mugammis, escritor (sin
duda caraíta) del año 900.
Lo cierto es que tenemos noticias muy uniformes sobre esta secta de los sadûqiyyah por
medio de estos tres autores caraítas de los siglos X a XII. Los tres afirman que dicha
secta no contaba el sábado en el cómputo de los 7 días de la fiesta de pascua ni entre los
8 días previstos para la de las tiendas. Indican los textos en que se apoyaban los
sadûqiyyah para su interpretación y precisan así que la fiesta de las tiendas acababa el
23 del séptimo mes (no el 22) y por consiguiente la de pascua -que duraba un día
menos- lo hacía el 22 (no el 21) del primer mes, según el cómputo de esta secta.
Los sadúqiyyah se identifican con Qumran
Ahora bien, vamos a ver que, cuando estos autores nos hablan de los sadúqíyyah, se
están refiriendo en realidad a los miembros de la comunidad de Qumran aun sin
nombrarlos. Esto se evidencia por las siguientes razones:
a) Atribuyen la paternidad de la secta de los sadügiyyah a un tal Sadóq o Sadúq (el
árabe y el hebreo premasorético no distinguen entre ô y ú). Ahora bien, los textos de
Qumran (de los que al menos uno, el documento de Damasco, les era conocido, ya que
algunos manuscritos del mismo han sido encontrados en la genizah 3 caraíta de El
Cairo) hablan 11 veces de los hijos de Sadóq (o Sadúq). Lo importante es que este título
no estaba reservado a los sacerdotes, sino que se atribuía globalmente a los "elegidos de
Israel", a todos los miembros de la comunidad, ya que habían dejado el camino de los
impíos. La conclusión obvia es que la expresión "hijos de Sadôq" era un término
genérico por el que los de Qumran se designaban a sí mismos.
b) La época de la fundación de la secta de los sadúgiyyah corresponde a la de la
fundación de la comunidad instalada en Qumran. Porque aun situando el origen de la
comunidad esenio-qumránica en el principio, mitad o fin del siglo II a. C., caería dentro
de los límites indicados por Qirgisâni para la fundación de los sadûqiyyah -entre el
cisma de los rabbanitas (fariseos) y "Jesús, hijo de María" que vivió "bajo el reinado de
Augusto".
c) Ambos movimientos prohibían, dando las mismas motivaciones, el matrimonio con
una sobrina carnal como consta en el documento de Damasco y en Qirgisáni.
d) En el calendario de ambas sectas, pentecostés caía siempre en domingo.
e) los sadùqiyyah prohibían el divorcio a pesar de que Dt 24, 1-4 lo admite. Esta
prohibición parece bastante característica de dicha secta en el período anterior al
cristianismo ya que el narrador caraíta Qirqisâni la subraya oponiéndola incluso a la
norma de los caraítas que admitía el divorcio. Pues bien, también el documento
qumránico de Damasco prohíbe el divorcio.
f) El libro de los Jubileos y los manuscritos de Qumran presuponen un calendario con
meses de 30 días (solar). Los caraítas, que como los rabbanitas y los musulmanes
seguían un calendario lunar, hacen notar que los sadûqiyyah utilizaban uno diferente
que como comprobamos corresponde al de Qumran.
g) Los escritores caraítas precisan que este calendario de los sadûqiyyah se basaba en la
historia de Noé. En Gn 7, 11 se habla del día 17 del segundo mes como principio del
diluvio; en 8, 3-4 se dice que "tras ciento cincuenta días las aguas habían bajado y en el
mes séptimo el día diecisiete del mes varó el arca sobre los montes de Ararat" (5 meses
de 30 días = 150 días). Los manuscritos de Qumran hasta ahora publicados no comentan
este pasaje, pero el libro de los Jubileos subraya esta equivalencia entre 5 meses y 150
días.
De todo lo anterior podemos concluir que los miembros de Qumran, que se llamaban a
sí mismos "hijos de Sadòq", coinciden con los llamados sedûquim (en ebrero) y
sadûqiyyah (en árabe) por los tres autores caraítas mencionados. Y, dada la coincidencia
de dichos autores al hablar sobre las particularidades del calendario qumrano-sadoquita,
debemos creerles cuando dicen: 1) que entre los sadûqiyyah, nuestros qumranitas, el
sábado no era computado entre los 7 días durante los cuales no se podía comer más que
ázimos; y 2) que la fiesta que concluía esta semana de los ázimos caía siempre el 22 del
primer mes (es decir, un miércoles según el calendario de qumran).
Confirmación
Una confirmación de todo lo anterior es el esclarecimiento que esta hipótesis arroja
sobre un texto difícil del libro de los Jubileos en que se habla de la "adición de un día
suplementario" a la octava de la fiesta de las tiendas (lo mismo en relación a la de la
pascua). Esto coincidiría con la afirmación de los caraítas de que los sadûqiyyah no
contaban el sábado entre los días de la octava de la fiesta de las tiendas y de la pascua y
por eso, según ellos, la primera duraba nueve días y la segunda ocho (un día más de lo
aparentemente prescrito).
Esto es una confirmación de que, de acuerdo con los documentos caraítas, los
sadûqiyyah y nuestros qumranitas son las mismas personas.
Conclusiones
De la explicación dada al problema que nos ocupa podemos concluir varias cosas, a
saber:
4
1) Las tesis de A. Jaubert quedan confirmadas por esta nueva aplicación.2) No hay oposición entre las apariciones de Jesús en Galilea y en Jerusalén. No se
excluyen mutuamente. Primero se manifestó en Jerusalén para alimentar la fe de los
apóstoles y luego en Galilea, cuando pudieron ir allá, para acabar de formarles con
vistas a la misión.
3) La conducta de Jesús no fue ilógica, a pesar de lo que diga D. F. Strauss. Sabiendo
que sus amigos no podían acudir a la cita en Galilea, les visitó a domicilio en Jerusalén.
4) Los descubrimientos de Qumran nos ayudan a comprender mejor otro detalle de los
evangelios. Una vez más, la oposición aparente entre Juan y los sinópticos queda
resuelta en una mejor comprensión de ambos.
5) Finalmente vemos que el evangelio de Juan no está en contra de la realidad histórica
incluso en lo que se refiere a los datos cronológicos a primera vista desconcertantes.
Notas:
1
En New Testaraent Studies, 4 (1957) 58-612
Caraítas: miembros de una secta judía contrarios a las tradiciones de los rabinos; noquisieron admitir la obra de éstos en el Talmud y se quedaron sólo con el texto de la
biblia (N. del T.).
3
Genizah: literalmente significa, en hebreo, escondite, archivo. En sentido amplio,designa un lugar donde los judíos guardan libros bíblicos profanados o con varias
erratas en una misma página; libros deuterocanónicos o apócrifos; libros considerados
heréticos por los rabinos; documentos civiles con alguna irregularidad; objetos y
escritos que han estado en contacto con la biblia o que contienen el nombre de Dios (N.
del T.).
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A. Jaubert compone una cronología de la pasión, basándose en la existencia de doscalendarios en tiempos de Cristo: uno bíblico-tradicional, y otro fariseo-helenístico (N.
del T.).
Tradujo y condensó: RAFAEL DE SIVATTE