Cristiano, imagen de Dios

 

          Se dice que el cristiano debe ser como Cristo y es cierto, sólo que esto no se logra por medio de la imitación, como si el Señor fuera un modelo externo y hubiera que esforzarse por asemejarse a Él.

         El “ser como Cristo” es una promesa inconcebible: “A los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8,29). La imagen de Jesucristo, a través de la contemplación, penetra en el cristiano, le inunda, le transforma, para hacerle semejante a su Señor. De Cristo brota una fuerza transformadora que, a través de la comunión diaria, esculpe su propia imagen en la del cristiano.

         Al principio Dios creó a Adán a imagen suya. En Adán, plenitud de su creación, Dios buscaba complacerse en su propia imagen; “y vio Dios que era bueno”. El misterio del hombre consiste en ser una criatura y, al mismo tiempo, asemejarse a su Creador. El hombre creado debe llevar la imagen de Dios increado, debe llevar, con gratitud y obediencia, su misterio de ser criatura y, no obstante, semejante a Dios.

         La mentira de la serpiente consistió en insinuar a Adán que debía hacerse como Dios por medio de su propia acción y decisión. Entonces Adán rechazó la gracia y eligió la acción personal queriendo, por su cuenta, resolver el misterio de su esencia, el de ser a la vez criatura y semejante a Dios. Intentó ser “por sí mismo” lo que ya era “por obra de Dios”, consiguiendo hacerse un dios que ya no tenía Dios y, reinando solo como dios de un reino sometido privado de Dios.

         Así, el hombre no consiguió descifrar el enigma de su existencia tan peculiar y, además estropeo su naturaleza que le hacía ser imagen de Dios. Desde entonces, los orgullosos hijos de Adán intentan restaurar en ellos, con sus propias fuerzas, la imagen de Dios que han perdido. Pero precisamente cuanto más serios e intensos son sus esfuerzos por reconquistar lo que han perdido, cuanto más convincente y grandioso parece ser el éxito, tanto más profunda es la contradicción con Dios.

         El camino equivocado que emprendió el hombre en su día y que continúa andando, le hace acuñar una imagen falsa semejante al dios que se ha creado, lo que le va convirtiendo cada vez más parecido a Satanás. Mientras tanto, la tierra sigue desprovista de la imagen auténtica de Dios, en cuanto gracia del Creador.

         Pero Dios no aparta su mirada de la criatura perdida. Por segunda vez quiere crear en ella su imagen. Dios quiere complacerse de nuevo en su criatura. Busca en ella su propia imagen para amarla. Pero sólo la encuentra de una forma: tomando Él mismo, por pura misericordia, la imagen y la forma del hombre perdido. Puesto que el hombre no podía ya asemejarse a la imagen de la divinidad, fue el mismo Dios quien se asemejó a la imagen del hombre.

         La imagen de Dios debía ser restaurada en el hombre de forma plena. La pretensión no era que el hombre volviese a tener ideas correctas de Dios, ni que volviera a situar sus actos aislados bajo la palabra divina. El cuerpo, el alma y el espíritu, la persona entera del hombre, debía llevar la imagen de Dios en la tierra, pues la complacencia de Dios sólo descansa en su imagen perfecta.

         No existen más posibilidades, o bien la imagen brota del Modelo vivo, que es el mismo Dios, o bien es una forma imaginaria de Dios la que modela el propio hombre. Se precisa una transformación, una “metamorfosis” (Romanos 12,2; 2ª Corintios 3,18), para que el hombre caído vuelva a ser imagen de Dios. El problema está en saber cómo es posible tal transformación del hombre en imagen de Dios.

         Puesto que el hombre caído no podía reencontrar ni tomar la forma de Dios, sólo quedaba un camino. Dios mismo tomó la forma del hombre y vino a él. El Hijo de Dios, que vivía junto al Padre en la forma de Dios, se despoja de esta forma y viene a los hombres en forma de siervo (Filipenses 2,5 s.). Esta transformación, que no podía producirse en los hombres, se realiza en el mismo Dios. La imagen de Dios, que había permanecido junto a Él desde toda la eternidad, toma ahora la imagen del hombre caído y pecador. Dios envía a su Hijo en una carne semejante a la del pecado (Romanos 8,2 s.).

         El hombre no precisaba de una nueva enseñanza, o de una manera distinta de pensar. Ante todo el hombre es una persona, una imagen de Dios, no una palabra, un pensamiento o una voluntad. Lo que se produce en la encarnación es una nueva imagen.

         En Jesucristo, la imagen de Dios ha venido a nosotros bajo la forma de nuestra vida humana. En su doctrina, en sus hechos, en su vida y en su muerte, nos ha revelado su imagen. En Él Dios ha recreado su imagen sobre la tierra, una imagen diferente de la de Adán en la gloria primera del paraíso.

         Es la imagen del que se sitúa en medio del mundo del pecado y de la muerte, toma sobre sí la miseria de la carne humana, se somete humildemente a la cólera y al juicio de Dios sobre los pecadores y permanece obediente a la voluntad divina en la muerte y en los sufrimientos; la imagen del que nació en la pobreza, fue amigo de publicanos y pecadores, con los que comía, y se vio rechazado y abandonado por Dios y por los hombres en la cruz. Es Dios en forma humana, el hombre, nueva imagen de Dios.

         Sabemos que las huellas del sufrimiento, las heridas de la cruz, son ahora los signos de la gracia en el cuerpo de Cristo resucitado y glorificado, que la imagen del crucificado vive ahora en la gloria del sumo y eterno sacerdote, que intercede por nosotros ante Dios en el cielo.

         En la mañana de Pascua la forma de siervo de Jesús se transformó en un cuerpo nuevo de aspecto y claridad celestes. Pero quien quiere participar, según la promesa de Dios, en la claridad y en la gloria de Jesús, debe asemejarse primero a la imagen del siervo de Dios, obediente y sufriente en la cruz. Quien desea llevar la imagen glorificada de Jesús debe haber llevado la imagen del crucificado, cargada de oprobio en el mundo.

         Nadie encontrará la imagen perdida de Dios si no se configura a la Persona de Jesucristo encarnado y crucificado. Dios sólo se complace en esta imagen. Por eso, sólo puede agradarle quien se presenta ante Él con una imagen semejante a la de Cristo.

         Asemejarse a la forma de Jesucristo no es un ideal que se nos haya encomendado, consistente en conseguir cualquier parecido con Cristo. No somos nosotros quienes nos convertimos en imágenes; es la imagen de Dios, la Persona misma de Cristo, la que quiere configurarse en nosotros (Gálatas 4,19). Cristo no descansa hasta habernos transmitido su imagen. Debemos asemejarnos a la Persona entera del encarnado, crucificado y glorificado.

         Cristo ha tomado esta forma humana. Se hizo un hombre como nosotros. En su humanidad, en su anonadamiento, reconocemos nuestra propia figura. Se hizo semejante a los hombres para que estos fuesen semejantes a Él. 

         Por la encarnación de Cristo, la humanidad entera recibe de nuevo la dignidad de ser semejante a Dios. Ahora, quien atenta contra el hombre más pequeño atenta contra Cristo, que ha tomado la forma humana y ha restaurado en Él la imagen divina. Comulgar a Cristo nos arranca del aislamiento que ha producido el pecado, y nos hace partícipes de toda la humanidad acogida por Él.

         Sabiéndonos acogidos y llevados en la humanidad de Jesús, nuestra nueva forma de ser hombres consistirá en llevar sobre nosotros las faltas y las miserias de los otros. Cristo convierte a sus discípulos en hermanos de todos los hombres. El amor de Dios (Tito 3,4), que se manifestó en la encarnación de su Hijo, fundamenta el amor fraternal que los cristianos experimentan para con todos los hombres de la tierra. Es la Persona del encarnado la que transforma a la comunidad en cuerpo de Cristo, este cuerpo sobre el que recaen el pecado y la miseria de toda la humanidad.

         La imagen de Dios es la imagen de Jesucristo en la cruz. La vida del cristiano debe ser transformada en esta imagen. Es una vida configurada a la muerte de Cristo (Filipenses 3,10;Romanos 6,4 s.). Es una vida crucificada (Gálatas 2,19).

         Por el Bautismo, Cristo esculpe la forma de su muerte en la vida de los suyos. Muerto a la carne y al pecado, el cristiano ha muerto a este mundo y el mundo ha muerto para él (Gálatas 6,14). Quien vive de su Bautismo, vive de su muerte.

         Cristo marca la vida de los suyos con la muerte diaria en el combate del espíritu contra la carne, con el sufrimiento diario de la agonía, inflingido al cristiano por el diablo. En la tierra todos los cristianos deben padecer el sufrimiento de Jesucristo. Sólo a un número pequeño de cristianos se les concede el honor de la comunión más íntima con su sufrimiento, el martirio. En él, la vida del cristiano ofrece la más profunda semejanza con la forma de la muerte de Jesucristo. En el oprobio público, en el sufrimiento y la muerte a causa de Cristo es como cristo se forma visiblemente en su Iglesia. Pero desde el bautismo hasta el martirio es el mismo sufrimiento, la misma muerte. Es la nueva creación de la imagen de Dios por el crucificado.

         Quien está en la comunión del encarnado y crucificado, habiéndose configurado con Él, se asemejará también al resucitado y glorificado. “Revestiremos también la imagen del hombre celeste” (1ª Corintios 15,49). “Seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es” (1ª Juan 3,2). La imagen del resucitado, igual que la del crucificado, transformará a los que la vean. Quien vea a Cristo, será incorporado a su imagen, ya en esta tierra se reflejará en nosotros la gloria de Jesucristo.

         De la forma de muerte del crucificado, en la que vivimos en la miseria y la cruz, brotarán la claridad y la vida del resucitado; cada vez será más profunda nuestra transformación en imágenes de Dios, y cada vez será más clara la imagen de Cristo en nosotros. Es un progreso de conocimiento en conocimiento, de claridad en claridad, hacia una identidad cada vez más perfecta con la imagen del Hijo de Dios: “Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, de gloria en gloria” (2ª Corintios 3,18).

         Es la presencia de Jesucristo en nuestros corazones. Su vida no ha terminado en la tierra, continúa en la vida de los que le siguen. Ya no debemos hablar de nuestra vida cristiana, sino de la verdadera vida de Jesucristo en nosotros. “Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20). Cristo encarnado, crucificado, glorificado, ha entrado en mí y vive en mi vida; “Cristo es mi vida” (Filipenses 1,21). Pero con Cristo es el Padre quien vive en mí, y el Padre y el Hijo por el Espíritu Santo. La Santa trinidad ha establecido su morada en el cristiano, le llena y transforma en su imagen.

         Habiéndonos convertido en imágenes de Cristo, se entiende que debamos ser como Él, sólo Él puede ser nuestro modelo, y dado que vive en nosotros su verdadera Vida, podemos “vivir como Él vivió” (1ª Juan 2,6), “hacer lo que Él hizo” (Juan 13,15), “amar como Él amó” (Efesios 5,2;Juan 13,34;15,12) ,“perdonar como Él perdonó” (Colosenses 3,13), “tener en nosotros los sentimientos que tuvo Cristo” (Filipenses 2,5), “seguir el ejemplo que nos dejó” (1ª Pedro 2,21), “dar nuestra vida por los hermanos como Él la dio por nosotros” (1ª Juan 3,16).

         Lo único que nos permite ser como Él fue (y es) es que Él fue (y es) como nosotros somos. Lo único que nos permite ser “como Cristo” es que nos hemos vuelto semejantes a Él. Convertidos en imágenes de Cristo, podemos vivir según el modelo que nos ha dado. Ahora es cuando actuamos como nos corresponde; sólo así, en el seguimiento de Cristo, vivimos una Vida semejante a la suya obedeciendo con sencillez a su palabra.

         Ninguna mirada puede dirigirse ya a mi propia vida, a la nueva imagen que llevo, pues en cuanto desease verla, la perdería. El cristiano sólo mira a aquel a quien sigue. El auténtico cristiano, que se ha dejado convertir en imagen de Dios es el seguidor de Jesús, el imitador de Dios: “Haceos imitadores de Dios como hijos queridísimos” (Efesios 5,1).