Creer en Dios después de Auschwitz
Análisis filosófico-teológico

 

JUAN A. ESTRADA DÍAZ

 

 

Según la concepción judeocristiana, Dios es Padre y señor de la historia, que ha escogido para revelarse un pueblo insignificante, sin tierra propia y luego siempre amenazado en su supervivencia al que ha bendecido y del que se ha constituido en garante y responsable último. La vieja fe hebrea se basa en el Dios del éxodo, que libera al pueblo de la esclavitud y en el Dios de los padres, que promete una tierra a un pueblo nómada e itinerante. A partir de ahí, se extiende la fe en Yahvé a todos los pueblos, recibiendo y reinterpretando los viejos mitos de la creación, que preparan el paso del inicial henoteísmo hebreo (Yahvé es mejor y mayor que los dioses de los pueblos vecinos) a la fe monoteísta en un Dios universal, padre creador de todos los hombres. La concepción bíblica de Dios es la de un creador que tiene al ser humano como interlocutor, a su imagen y semejanza, y que ha puesto toda la creación en función del hombre. De ahí, la dignidad humana, establecida a través de la filiación universal, y la soberanía divina, resaltada por el Dios garante hasta de la dignidad del mismo Caín, al que se pone un sello en la frente para que nadie atente contra él. Desde Caín, a la liberación de un pueblo esclavo, y de ahí a la esperanza de un mesías que ponga fin a la violencia y el sufrimiento humano, se desarrolla una promesa divina y una teología de la historia como alianza. El papel humano es el de agente protagonista en una historia que, en última instancia, descansa en la providencia divina. 

La dignidad humana es la otra cara de la paternidad de Dios, reafirmada por Jesús en el Nuevo Testamento, donde se le llama Padre 170 veces. Si el Antiguo Testamento realza su trascendencia y la desigualdad con el hombre, el Nuevo Testamento pone el acento en la cercanía e intimidad del hombre con Dios, el papá de Jesús, que es lo que posibilita la figura femenina de Dios como Espíritu. Dios tiene una paternidad maternal, la cual se muestra en la naturaleza yen la historia. Hay una historia con sentido. El final feliz, la era mesiánica, posibilita redimir el sufrimiento del pasado, y la elección del pueblo israelita continúa en el nuevo pueblo de Dios, siendo ambos los representantes de toda la humanidad y los protagonistas principales de la historia de salvación. A partir de ahí, es posible mantener la esperanza en medio de las contradicciones, abrirse con fe a la providencia divina en la historia y proclamar el puesto de privilegio del judaísmo en un primer momento y luego del cristianismo en el conjunto de las religiones de la humanidad. La afirmación tradicional de que "fuera de la iglesia no hay salvación", se deber a una comprensión teológica que afirma una asimetría absoluta entre la religión judeocristiana y todo lo demás. Según eso, sólo la primera tendría la garantía de la revelación, mientras que las demás sólo podrían ser asumidas como búsquedas humanas de Dios, o a lo sumo, como revelaciones secundarias que preparan o sustituyen provisionalmente al judaísmo y cristianismo hasta que éste irrumpa como revelación definitiva, última y absoluta.

De ahí, el sentido de la existencia humana. Hay una meta histórica, la era mesiánica para el pueblo judío y la instauración del reinado de Dios para los cristianos. En ambos casos, el sentido de la historia no está en el pasado, en el mito del paraíso original, sino que apunta al futuro, hacia una era que ponga fin al mal y la injusticia, en la que Dios sea todo en todos, es decir, en que se dé finalmente la unión entre Dios y el hombre, la convergencia entre la filiación común y la fraternidad. A partir de ahí, se manifestará el Dios de Israel como el de toda la humanidad. Por eso, tanto el cristianismo como el judaísmo viven de una promesa, son grupos humanos orientados al futuro y ponen en primer plano la praxis salvadora. La presencia de Dios en la historia garantiza el futuro del hombre. Se mantiene la teología negativa: a Dios no lo conoce nadie, pero se afirma su bondad y su capacidad para transformar al hombre, y con él, el mismo cosmos que espera con dolores de parto la salvación final (Romanos 8,22-23).

1. El cuestionamiento de la fe en Dios

En 1755, el terremoto de Lisboa se convirtió en el símbolo de la crisis de la fe ante la razón ilustrada. Poco antes, Leibniz pregonaba que vivimos en el mejor de los mundos posibles, ya que Dios, siendo infinita bondad y omnipotencia, no podía haber creado un mundo malo o menos bueno de lo posible. Luego, necesariamente, el mundo debía ser perfecto en su conjunto, aunque nosotros no pudiéramos captarlo. Leibniz se enojaba de Alfonso X el Sabio, rey de Castilla, cuando éste afirmaba que si el creador le hubiera preguntado su opinión, le hubiera dado buenos consejos acerca de la creación. El contraste entre la realidad del mundo, tal y como lo percibimos, y la creencia en un Dios bueno y omnipotente, llevó a Leibniz a negar nuestra comprensión de la realidad en favor de una fe racional que sólo se podía mantener desde la apelación al misterio y a lo limitado de nuestra razón finita. El credo quia absurdum est, defendido por Tertuliano, resurgía en el contexto del sacrificio del intelecto en función de la fe. Hay que negar la imperfección del mundo, porque lo exige la fe, no importa que con ello se renunciara a la razón y a preguntar críticamente a la teología. 

Hay una larga tradición platonizante en el pensamiento cristiano. El mundo empírico engaña, tiene un carácter apariencial y no debe ser punto de apoyatura para las construcciones humanas. Por el contrario, hay que abrirse a la contemplación de las realidades divinas, y, desde ellas, interpretar el mundo. Cuando encontramos algún dato empírico, histórico o físico, que impugna la perspectiva de la creencia religiosa no se revisa ésta, que podría haber sido falsada, sino que se niegan los hechos o se crea una hipótesis ad hoc para mantener inalterable el postulado teológico, y ¡tanto peor para la realidad! Se trata de ver las cosas con los ojos de Dios, más que desde la perspectiva humana, sin caer en la cuenta que la pretendida interpretación divina es humana, ¡demasiado humana! como diría Nietzsche y que, a la larga, no se puede mantener una comprensión religiosa que choque con la razón (Kant). 

Esto es lo que ocurrió al postulado de Leibniz acerca del mejor de los mundos posibles. Cayó por tierra con el terremoto de Lisboa que marcó el siglo XVIII. A partir de ahí, no sólo retrocedió el esfuerzo por conciliar la fe y la razón, el intento kantiano de una religión dentro de los límites de la razón, sino que se denunció la perversión de la fe. Había que justificar a Dios ante el tribunal de la razón, reconciliar el mal con la afirmación cristiana de la paternidad de Dios. Al derrumbarse el optimismo fideísta de Leibniz sobre la creación, arrastró en su caída la fe en un Dios padre y creador. Voltaire, constató la irracionalidad de sacrificar el intelecto a mayor gloria de Dios: Sólo tenemos una pequeña luz para orientarnos, la razón. Viene el teólogo, dice que alumbra poco y la apaga (1). Son muchos los que, como Voltaire, prefieren quedarse con su razón, sus preguntas y dudas, antes que aferrarse a una religión que, a veces, ofrece respuestas para lo que casi nadie se pregunta y no responde a las búsquedas e indagaciones humanas. Mucho más, si las respuestas que se ofrecen son irracionales, poco plausibles y con escasa capacidad de argumentación y de convicción, como desgraciadamente ocurre en algunas situaciones conflictivas actuales. 

El teísmo dejó paso al antropocentrismo. No se podía dejar la creación en manos de Dios, ya que la realidad mostraba hasta qué punto era imperfecta, incompleta e ineficiente, sino que había que ponerla en manos del hombre, como nuevo demiurgo divino. Toda la teología era antropología encubierta (Feuerbach) y la especie humana en su conjunto representaba al espíritu absoluto y su inexorable progreso en la historia (Hegel). El avance era continuo, posibilitaba pasar del mito y la religión, a la filosofía y la metafísica, y de ésta a la ciencia y la técnica como estadios últimos del desarrollo humano (Comte). A partir de ahí, se impusieron grandes cargas sobre las espaldas humanas. Si Dios no existe, no podemos echarle la culpa de nuestras desgracias y fracasos. Hay que buscar las causas intramundanas de la insatisfacción con el mundo, con lo que comenzó una labor de denuncia y de culpabilización del hombre. La autoafirmación humana, ya que no es posible fiarse de un Dios lejano, quizás indiferente a nuestras necesidades o simplemente demasiado senil e impotente para crear un mundo mejor(2), utilizó la razón política y científico-técnica como motor del progreso. La democracia, el libre mercado y la industrialización son las marcas de una nueva era. 

A partir de ahí, se podía extender progresivamente el progreso a los pueblos subdesarrollados, siendo Occidente la punta de lanza del avance de la humanidad. De ahí, la confianza renovada en el desarrollo y la convicción con la que se asumía la occidentalización del mundo, ya que equivalía a promover la civilización. El sociocentrismo occidental es la otra cara de una autentica teología y filosofía de la historia, la del "destino manifiesto" que hacía de Occidente el sustituto del Dios providente para llevar prosperidad y emancipación a toda la humanidad. La tesis actual del final de la historia, en cuanto consagración del modelo occidental como sistema y forma de vida definitiva, tiene sus raíces en esta comprensión que aúna la teología y la filosofía de la historia, el progreso y Occidente bajo un mismo denominador común (3).

Esto es lo que también hizo crisis con Auschwitz. Es verdad que podríamos asumir otros símbolos como el archipiélago Gulag, las masacres de Pol Pot en Camboya, o, sobre todo, Hiroshima que se ha convertido en el exponente máximo de la capacidad destructiva del hombre. Sin embargo, Auschwitz se ha convertido en el símbolo mismo de la crisis de Occidente en el siglo XX, como lo fue el terremoto de Lisboa en el XVIII. En ningún momento de la historia encontramos una mayor sistematicidad y planificación del poder destructivo del hombre, unido a una voluntad perversa de aniquilación de la vida humana, que ha hecho de los campos nazis de concentración el símbolo por antonomasia del mal en el siglo XX. Desde la doble perspectiva teológica y filosófica, surge de Auschwitz una pregunta radical respecto de la fe en un Dios creador y en un Padre y señor de la historia. Hay que replantearse de nuevo la imagen de Dios, el significado de la fe en él y qué es lo que significan las creencias del judaísmo y del cristianismo que son las que han determinado a Occidente. Auschwitz implica el final de una concepción teológica y de una manera de hacer filosofía. Con ellas se replantea la pregunta por Dios, por su paternidad creadora, su omnipotencia y su actuación en el mundo.

2. Las nuevas preguntas de la teología

La concepción teológica tradicional ha sido globalmente cuestionada por los símbolos de Lisboa y de Auschwitz (4). Por un lado, se plantea un interrogante acerca de la elección y de la promesa divina. ¿Qué podemos decir acerca de la presencia de Dios en la historia? En muchos casos la teología guarda silencio o evade los interrogantes que plantea el holocausto. ¿Dónde está la acción liberadora de Dios en la historia, qué queda del pueblo elegido y de las promesas de fidelidad de un Dios que puede cargar y asumir con los pecados del pueblo? Volver a una teología de la retribución, la de culpa y castigo que hizo crisis en el libro de Job y en la cruz de Jesús, marcaría para siempre a Yahvé como un dios sádico y vengativo. Parece que la versión más vulgar y primitiva del sacrificio de Abrahán, es decir, la de un Dios que pone a prueba y exige una fe ciega, a costa del hijo (Isaac en un primer momento, Jesús de Nazaret en un segundo) encuentra su continuación en un Dios que sólo se aplaca con sangre, la de su pueblo elegido. No olvidemos que la historia judía y cristiana está siempre bajo el signo de la providencia y que nada acaece sin que Dios lo mande, o al menos lo permita. ¿Es Hitler un instrumento de Dios, como antes Nabucodonosor, rey de Babilonia? ¿Se puede mantener una concepción providencialista de la historia a pesar de Auschwitz? ¿Pero cómo reconciliar la bondad y misericordia del plan de Dios con el holocausto? ¿Qué paternidad es ésta que deja perecer a casi todo el pueblo elegido?¿Qué relación paterno filial se puede mantener después de Auschwitz? No hay que olvidar que la tradición cristiana ha mantenido la idea del "pueblo réprobo" hasta el siglo XX. Con ello ha dado una justificación teológica al holocausto y se ha legitimado, indirectamente, el silencio de tantos cristianos ante el exterminio judío. Quizás, blasfemamente, afirmando una teología de la retribución, viendo el holocausto como justo castigo divino por el pecado colectivo del pueblo.

El horror del holocausto judío prohíbe mantener esa teología. Hay que replantearse la validez y persistencia de una teología sobre la era mesiánica como meta de la humanidad. Más que de una consumación de la historia, hay que hablar de una posible destrucción de la obra creadora divina, y con ella del posible fracaso de toda la historia de la elección. El fantasma del mito del diluvio, el Dios que se arrepiente de haber creado al hombre y se decide a exterminarlo de la faz de la tierra (Génesis 6,12-13), reaparece, aunque haya supervivientes (como Noé) y aunque Dios hiciera un pacto de no exterminar de nuevo a los vivientes (Génesis 9,11). Resurge la vieja inquietud acerca de cómo reconciliar a Dios y el mal, de la bondad última de la creación y de la validez de la gracia cuando parece impotente ante tanto sufrimiento. Parece que más que una historia lineal que culmina en la era mesiánica, hay que volver con Nietzsche a una historia cíclica en la que resurge la muerte. 
 

¿Es posible mantener confianza en Dios y el hombre tras el holocausto? Es el final de una concepción triunfalista de la historia. ¿Cómo hablar desde Auschwitz del Dios padre, creador y señor de la historia? Se puede aludir al resurgimiento de Israel como nación y como Estado, como prueba de la fidelidad de Dios, pero ello nos devolvería al supuesto plan divino, que satanizaría a Dios haciendole responsable último del holocausto, como antes del asesinato del judío Jesús (debido a un presunto plan de Dios) y anteriormente de la exigencia inhumana a Abrahán. Difícilmente puede confiar la humanidad en un Dios que se comportara de tal manera. A partir de Auschwitz, el lenguaje cristiano y judío sobre la redención quedan tocados. Ya no es posible desarrollar cristologías triunfales, ni afirmar que vivimos en una era mesiánica. Más aún, aunque hubiera un happy end, el de la instauración del reino de Dios y la resurrección de los muertos, queda el recuerdo de tanto dolor inútil, la memoria de las víctimas, el luto ante un pasado que no se ve cómo puede quedar redimido, es decir, superado. Auschwitz se opone a una teología burguesa, o sencillamente complaciente, que no toma en serio el dolor humano y la interpelación que surge de ahí ante una redención prometida, siempre esperada y que nunca llega definitivamente.

Si Lisboa fue un signo que destruyó una fe ingenua y aproblemática, Auschwitz aparece como el final de una visión triunfalista de la historia y arroja sus sombras sobre la paternidad de Dios, que deja perecer a sus hijos, y sobre la misma idea de redención de la historia, que es el núcleo de la escatología judeo cristiana, en contra de la mera teología del más allá. ¿Cómo experimentar la actividad redentora de Dios en y después de Auschwitz? ¿Basta con mantener una fe inmune a los acontecimientos históricos o aferrarse al dogma de que Dios salva silenciando las preguntas humanas, o descalificandolas como blasfemas? ¿Y cómo se puede dialogar desde Auschwitz con las otras religiones y pretender la absolutez y universalidad del cristianismo? ¿Es creíble para los otros la presunta paternidad amorosa del Dios cristiano?

Son preguntas, para las que difícilmente puede encontrarse una respuesta. Y lo primero es admitirlo, reconocer que ya no es posible mantener la vieja fe del carbonero, y abrirse con respeto a los que perdieron su fe en y a causa de Auschwitz, porque ya no pueden seguir creyendo en Dios, ni esperar al mesías, ni afirmar el sentido del hombre y la validez de la esperanza ante un reino de Dios prometido. Y es que parece que ni los mismos cristianos esperan ya la venida del mesías, ni las iglesias suspiran por un reino que no llega. La instalación en el presente desplaza la expectativa mesiánica, la moral privatizante sustituye la praxis liberadora del reino y la religión con sus prácticas, doctrinas y ritos parece desplazar a la misma experiencia de Dios, cada vez más ausente y silencioso, y, al parecer, con menos testigos. De ahí el desencanto, el luto por los muertos, la desesperanza ante una fe duramente cuestionada. Pero todo pensamiento utópico que no se coarta y se para, acaba en la trascendencia y se abre a un mundo en que se acabe con el sufrimiento presente y se repare el pasado. Adorno exige mantener el ansia de lo otro, de lo absoluto y al mismo tiempo mantiene la aporía de que no es posible contar con esa trascendencia divina, ya que lo prohíbe Auschwitz que revela la verdad de la historia del progreso (5).

3. La fe en el progreso y en el sentido inmanente de la historia

Pero no es sólo la teología la que ha quedado tocada después de Auschwitz, sino también la filosofía ilustrada. El sueño de una patria de la identidad y de una trascendencia inmanente que culmina en la sociedad emancipada (Bloch) ha quedado enterrada con los horrores de la segunda guerra mundial. Ya no es posible seguir manteniendo el viejo paradigma que ve en la razón científica el prototipo de la razón sin más, en la técnica el instrumento del progreso y en el sujeto humano el demiurgo que sustituye al viejo Dios de las religiones teístas. Auschwitz es una metáfora de la modernidad, en cuanto que constituye un evento determinado por la razón de Estado y que contó con el apoyo, al menos en cuanto conformismo silencioso y omisión culpable, de buena parte de la opinión pública, que no quería saber y que cerraba los ojos ante lo poco que conocía. También esto concierne a Hiroshima que no ha desencadenado todavía ninguna seria discusión teológica y filosófica, ni interrogantes acerca del fracaso de las iglesias en su esfuerzo por evangelizar la sociedad. El olvido se une a una toma de distancia, que hace del holocausto judío y el nuclear algo excepcional en el que otros fueron los culpables, sin reconocer que las raíces de ambos acontecimientos subsisten y que otros genocidios (Indochina, Yugoslavia, Argelia, etc.) testimonian la persistencia de un déficit cultural y religioso, filosófico y teológico en Occidente. 

La historia que posibilitó ambos acontecimientos es la de la racionalización cultural, unida a la eficiencia y la disciplina, las cuales se combinaron con un acceso legal al poder y la lealtad de las masas a la autoridad constituida, es decir, con una amplio respaldo del cuerpo social. Tanto los campos de concentración como la invención y fabricación de la bomba atómica fueron una muestra paradigmática de la racionalidad instrumental, calculadora y eficiente de la que se gloría la modernidad occidental. La obediencia a la autoridad, a su vez, legitimada y exigida por las autoridades eclesiales y políticas, y el compromiso con la guerra, sea en nombre de la guerra justa o de la defensa de la patria, fue la gran excusa moral que hizo posible ambos genocidios. Y es que estos no fueron excepciones posibilitadas sólo por un vacío ético y religioso, sino que detrás de ellos hay una ética y una religiosidad, y, sobre todo, una racionalidad institucional y social, y una determinada teología y eclesiología que fueron compatibles e incluso colaboradoras con la gestación de ambos acontecimientos(6)

La razón científico-técnica se convierte en cínica, cuando no se deja afectar por exigencias éticas, sentimientos de compasión y solidaridad, e intereses humanistas que desbordan el marco del interés propio. Auschwitz muestra las consecuencias de una concepción prometeica de la historia, de un progreso científico técnico que no va avalado por una dimensión moral y humanista. La pregonada muerte de Dios ha llevado a eliminar los viejos códigos morales, a predicar la transvaloración de los valores, según lo cual ya no hay bien ni mal, y a una moral sin culpa, en la que se enaltece el olvido más que la memoria de las víctimas. La fe en el progreso ha dejado paso a una crisis en la que no sólo se cuestiona la validez de la modernidad, sino que se impugna la confianza en la razón, la validez de los proyectos y utopías de la Ilustración y el potencial de la ciencia para construir la sociedad emancipada. Adorno plantea en sus meditaciones sobre metafísica que tras Auschwitz ha fracasado el intento de humanizar al animal y que ya no es posible afirmar una trascendencia positiva que irradie en la inmanencia. El optimismo ilustrado deja paso al pesimismo y abre espacio al escepticismo ante las grandes creencias.

Las grandes utopías han dejado paso a las antiutopías, que predicen la deshumanización en la sociedades desarrolladas y advierten de la posibilidad de nuevos apocalipsis que involucren el cosmos y al mismo hombre. Ya no esperamos un salvador, pero lo peor de la religión subsiste secularizado, el salvador se transforma en el líder de la patria, el reino de Dios se sustituye por el tercer Reich que durará mil años, y el ansia de trascendencia de la tradición judeocristiana deja lugar a trascendencias intramundanas, que ponen el acento en la patria, el partido o el progreso como nuevos ídolos a los que se ofrecen sacrificios humanos. El sueño de la sociedad emancipada se transforma en el anuncio de la sociedad administrada, precisamente por su progreso material. De ahí, la actual crisis del pensamiento que incide en filosofías posmetafísicas, en el apogeo del pensamiento débil o en los desconstruccionismos de raíz nietzscheana y heideggeriana. La moral sin religión, se convierte fácilmente en vacío de moral y en indiferencia cínica ante el sufrimiento, que se esconde tras el anuncio de la permisividad y tolerancia exigibles en una sociedad pluralista. Pero ya no se trata del respeto a la capacidad de verdad y de búsqueda de cada uno, sino en la indiferencia porque todo vale y nada vale simultáneamente. La permisividad se transforma en cinismo tolerante cuando no se cree en nada. Ya no hay un proyecto colectivo común ni una cosmovisión común que sirva de marco de referencia. Esta es una de las causas de la crisis sociocultural de Occidente y de la búsqueda de ideologías fuertes que devuelvan la seguridad perdida. Reaparecen así los irracionalismos políticos y religiosos, tan abundantes en los siglos XIX y XX, cuando parecía que la xenofobia y el racismo, frutos del fundamentalismo nacionalista y religioso eran algo superado, que definitivamente pertenecía al pasado. 

Auschwitz y Hiroshima son hoy el símbolo del mal. La autonomía del hombre, exaltada por toda la ilustración, se torna en una filosofía de la historia acusadora del hombre, ya que no es posible volverse contra Dios una vez que éste ha muerto para el pensamiento ilustrado, o, al menos, se encuentra muy lejano a las expectativas humanas y se ha convertido en el Dios ocioso del Deísmo. Sin embargo, el ateísmo, a mayor gloria del hombre, se queda sin respuestas ante el holocausto judío y luego el nuclear. El significado de la historia pasa de la providencia divina al demiurgo humano y el peso de lo negativo se convierte en algo abrumador (7). Para descargar el peso de la culpa se busca volver al individuo y olvidarse de la responsabilidad colectiva y culpabilizar a algunos para descargar a la mayoría. Ya no hay fe moral en el hombre y se cede el protagonismo a las supuestas leyes naturales del mercado (las de la oferta y la demanda), se confía en la mano invisible, que por sí sola reducirá las diferencias entre los pueblos y los individuos o se cede a las exigencias de la razón de Estado, que sustituye la ética por los intereses políticos. La autonomía responsable de la Ilustración deja paso a las ideologías irresponsables, que abdican de la emancipación soñada.

Hay que desculpabilizar al hombre, desideologizar la política y hacer más flexible la economía. Con ello, aumenta la impotencia general, crece la resignación y se expande el individualismo del ¡salvese el que pueda!. El hombre es el agente de la historia y tiene que alcanzar la mayoría de edad, pero ésta parece inalcanzable desde el mero progreso científico técnico. De ahí, la fuga consumista y la heteronomía del que ha adquirido el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión y se refugia en una malla social e institucional, que le dispensa de la exigencia de pensar, reflexionar y criticar. La ética cede el paso a la estética y la ambigüedad del desarrollo deja paso a la evidencia de la inviabilidad del progreso para una gran parte de la humanidad, si se mantienen inalterables las condiciones actuales. 

Ya no es posible mantener el optimismo del progreso, como bien muestra el ángel de la historia que Walter Benjamin presenta, como arrastrado por el viento del progreso que se mete entre sus alas, pero siempre vuelto hacia atrás contemplando los horrores del pasado, las víctimas de la historia inmoladas en nombre de Dios, de la patria, del partido o de la ideología de turno. La concepción sacrificial de la religión ha sido desplazada y secularizada, pero no superada. De ahí, el escepticismo que surge ante el héroe rojo, el patriota o el mártir religioso que murió por unos ideales que luego han resultado ilusorios, equivocados y, a veces, francamente pervertidos. De ahí, la amenaza del nihilismo, el escepticismo ante las exigencias de la moral y el cinismo con el que se abordan las utopías, especialmente cuando vienen de los llamados países del tercer mundo. 

Parece que ya estamos de vuelta de todo y que el pensamiento ilustrado, que un día pensó lograr su supervivencia como filosofía de la ciencia, aterriza hoy en una filosofía de la desconstrucción y la diferencia, que se convierten en pasaportes para la crítica total a la razón, al sujeto, y a las pretensiones de verdad, de bien y de belleza del humanismo tradicional. Las viejas filosofías del absurdo, propias del existencialismo posterior a la segunda guerra mundial, resurgen con versiones renovadas, que son la muestra de la impotencia creadora del pensamiento en una época de crisis como la nuestra. El final anunciado de la metafísica, es una metafísica de la impotencia, muestra la incapacidad para asumir la propia responsabilidad histórica y hace del mal algo banal e intrascendente, de lo que nadie es culpable o, a lo sumo, lo son los otros, los machos cabríos sobre los que se descarga la destructividad propia que no se reconoce. Hay que aprender a olvidar aquello que no se puede superar, nos dice Nietzsche, pero los pueblos sin memoria acaban sin identidad. Y entonces, Auschwitz no es sólo experiencias del pasado sino posibilidades del presente. De ahí, que haya que plantearse cómo filosofar después de Auschwitz, como bien indica Adorno.

4. ¿Creer en Dios Padre después de Auschwitz?

La fe cristiana en el siglo XXI tiene que partir de acontecimientos concretos, como Auschwitz y Hiroshima, actualizados hoy bajo los nombres de Yugoslavia, Argelia, las hambrunas del África subsahariana o las guerras del Oriente próximo. No es posible seguir manteniendo inalterada la vieja teología de la historia, su optimismo mesiánico y su fideísmo providencialista, sin que ésta se despoje de su positivismo dogmático, de su confesionalismo tradicionalista y de su acriticismo jerárquico. No obstante, siguen siendo muchos los que se aferran a la reflexión teológica tradicional, de hecho es lo que pretenden distintas instancias eclesiales, jerárquicas o no, contentándose con modernizar el lenguaje, pero sin entrar a un replanteamiento de los contenidos, estructuras y funciones a la luz de las nuevas interpelaciones de una sociedad poscristiana y secularizada por un lado, y subdesarrollada y sometida por otro. Entre ambos polos se mueve el cristianismo a finales del siglo XX. Hay que reformular cómo creer en la paternidad creadora y providente de Dios.

Primero, una teología después de Auschwitz tiene que ser capaz de afrontar su no saber. Hay que dejar espacio a la pretensión de Guardini que en su lecho de muerte quería preguntar a Dios el porqué de tantos rodeos para llegar a la salvación, de tanto sufrimiento inocente y tanta culpa. Ya no es posible enmudecer ante el misterio de la creación, como se responde al Job interpelante, y simplemente refugiarse desde la mera fe en el misterio de Dios. Esto no es posible para un cristianismo que ha perdido su inocencia y que se sabe interpelado en una cultura poscreyente. La fe es compatible con la pregunta y, a veces, hay que mantenerse en ella cuando no se encuentran respuestas adecuadas. Por eso, el quejido y la pregunta son formas actuales de oración y de teología. Es mejor aferrarse a la búsqueda que huir de la inseguridad que produce para refugiarse en supuestas "verdades" que no convencen. Puesto a equivocarse más valen las convicciones desde lo que uno encuentra y cree, que errar siguiendo lo que otros nos dicen, para evitar conflictos. Por eso, la fe en una providencia divina está cuestionada, convive con preguntas y dudas que son la marca de su autenticidad.

Hay que aprender también a dar razones de la propia fe y ésta exige dejar espacio al no saber, al no comprender de la acción de Dios, al desconsuelo ante su silencio y su no intervención en la historia. El "¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?" forma parte irrenunciable de la afirmación de Dios tras Auschwitz .A veces, lo único que queda es la pregunta, aunque se sepa que no hay respuestas, y con ella la duda. Porque hoy la fe se basa en convicciones, es el resultado de una opción libre ("Sé de quien me he fiado") y no de un simple razonamiento conclusivo. Las dudas y preguntas no son incompatibles con la fe, como muestra la historia de Jesús, sino el miedo que es lo que lleva a vacilar en su seguimiento. El miedo nos lleva a compromisos, a no criticar a las autoridades, civiles o eclesiásticas, a no arriesgar ni comprometernos, al silencio y la omisión. La fe tras Auschwitz es consciente de que no es una respuesta evidente, de que subsisten las dudas y los temores, aunque el marco eclesial, y sobre todo el jerárquico, sea poco propicio a dejar que éstas surjan y mucho menos a verlas como un signo de madurez y crecimiento cristiano. Un cristianismo instalado tiende a la aproblematicidad de un credo repetido y a la seguridad del que se deja llevar sin más, se supone que por la jerarquía, sin que se estimule la experiencia viva, y con ella las búsquedas, las interrogantes y las críticas. Ese cristianismo es inmune a la crisis porque es insensible a la historia y se ha aislado de la sociedad. Apenas si tiene nada que decir al que se encuentra en búsqueda y en la inseguridad de la actual crisis cultural y religiosa.

Segundo, la fe en una paternidad divina que se hace presente en la historia exige también exculpar a Dios del protagonismo que le achacamos. Dios no quiere ni es la causa de lo que nos acaece en la historia. No es Dios el que nos castiga ni el que nos recompensa con los acontecimientos históricos. La historia tiene su autonomía, sus tendencias y dinamismo propio, como la naturaleza sus leyes. Dios no es el agente de la historia humana sino el hombre, y Dios sólo puede serlo en cuanto que el ser humano se deja inspirar, motivar y guiar por él, que desde dentro, no desde la exterioridad del sujeto sino desde la inmanencia subjetiva e histórica, suscita su acción liberadora. Hay que encontrar a Dios en todo, en el amor y en el odio, en el bien y en el mal, pero Dios no es el agente de todo y hay que romper con un providencialismo que hace de la persona humana una mera marioneta de los designios divinos. Hay que devolver a la historia su profanidad, secularizarla y devolverle el protagonismo humano, aunque sólo podamos encontrar a Dios en rostros humanos y los acontecimientos deban ser discernidos desde el seguimiento de Jesús y su tradición. 

Después de Auschwitz, Dios no es imprescindible para afirmar el sentido de la existencia humana, al contrario, el problema es como compaginar ambos. Hay que aprender a vivir, etsi Deus non daretur, como si Dios no existiera, sabiendo que no es él quien nos va a sacar las castañas del fuego. Estamos solos y la historia no tiene sentido en sí misma, sino que somos nosotros los que se lo damos con nuestras interpretaciones, formas de vivir, proyectos y utopías. El sentido de la vida lo encontramos en las relaciones personales y los acontecimientos intramundanos, y en ellos hay que encontrarse con Dios. Por eso hay que asumir que la fe en la paternidad de Dios no implica, sino que, al contrario, excluye que Dios resuelva los problemas. Es decir, que evite el sufrimiento propio y ajeno. Desde la cruz de Jesús, como desde la cámara de gas o los horrores de la fusión nuclear, hay que desprenderse de la fe en un Dios utilitarista, que salva a los "suyos" de los males del mundo. El mal, sobre todo cuando su agente es el hombre, forma parte de la condición humana, es fácticamente invencible y todos nos encontramos confrontados a él. Por eso, Dios no puede evitar el mal inherente a la existencia histórica del hombre, porque así lo ha creado. Su paternidad no sirve como medio para huir del mal y escapar del sufrimiento. Naturalmente se puede preguntar a Dios por su creación y por su paternidad, muchas veces incomprensible para el hombre. Quizás lo cristiano está en mantener la pregunta, en aferrarse al diálogo, en la oración al Dios que guarda silencio, en esperar a un Dios que no llega ni actúa, confiando en él, aferrándose a la esperanza que puede ser la última ilusión, la de la resurrección y una redención final.

Tercero, esta actitud no puede ser mera afirmación teórica, ni simple súplica expresada en la oración. Jesús ruega por los suyos, pero no pide que los saque del mundo sino que los guarde del mal (Juan 17,15). Esto no implica que no haya dolor porque Dios lo evita, al contrario, la fe no utilitarista en el Dios de Jesús es una causa más de sufrimiento, un motivo para ser perseguidos, como ocurrió con la fe judía en el holocausto. Los que siguen al Dios de Jesús, el que no envía legiones de ángeles contra el agresor, tendrán que beber el cáliz del sufrimiento causado por el hombre. Lo tremendo es que hay cristianos que no sólo no condenaron los holocaustos en su momento, sino que contribuyeron a él, e incluso, llevados por el celo por Dios y la patria, persiguieron a los críticos y a los que denunciaban las ideologías que propiciaron los acontecimientos. La fe en la paternidad divina acarrea a los seguidores de Jesús la misma persecución de los piadosos, el rechazo de las instancias religiosas que creen dar gloria a Dios al perseguirlos. Los críticos de Auschwitz, y luego de Hiroshima, fueron silenciados por las autoridades, no sólo las civiles, sino, frecuentemente también por las religiosas.

Cuarto, el silencio cristiano ante el holocausto se vuelve contra él mismo. Como decía Bonhoeffer, para cantar gregoriano hay que solidarizarse con el judío y no guardar silencio. Muchas cristologías han preparado indirectamente el camino al holocausto al europeizar a Jesús, es decir, desjudaizarlo y arrancarlo de su tradición religiosa hebrea y de sus raíces culturales. Porque Jesús no fue cristiano, lo somos nosotros, sino judío. La negativización del judío, olvidando que el cristianismo surge como una rama suya, y la aplicación al cristianismo del título de "pueblo de Dios", ignorando que es la prerrogativa esencial de Israel (denigrado como pueblo deicida), es la que facilitó el exterminio del pueblo. Es una teología que se ciega ante la fidelidad de Dios a su alianza con el pueblo y que negativiza el árbol original de Jesús y los suyos. El antisemitismo tiene como cómplice a la teología cristiana y su huella perdura hasta nuestros días.

Quinto, el celo por Dios no puede tornarse en maldición para el hombre, como frecuentemente ocurre a las personas religiosas. Por eso, caen en la trampa de perseguir, en nombre de Dios, a los hombres que deberían liberar, como ocurre con las guerras santas, cruzadas e inquisiciones que muestran la enorme capacidad destructiva de la religión. La preocupación por la gloria de Dios de los fieles y piadosos se convierte así en maldición para el hombre, para el infiel, el pagano o el hereje. Entonces hay complicidad con el holocausto y siempre se encuentran razones para justificar las víctimas. Por eso, la teología de la "obediencia debida" que culmina en el holocausto del entendimiento humano, se muestra como origen del mal. La teología cristiana que hace de Jesús maestro de la obediencia, sin más, olvidando que la obediencia a Dios pasa por el discernimiento desde el sufrimiento humano, y que éste llevó a Jesús a desobedecer a las autoridades de su religión, se convierte en un cómplice ideológico del mal. Es teología que esconde el mal radical, ya que hace posible eventos como la cruz de Jesús, los autos de fe de la Inquisición o los genocidios de Auschwitz . El mal aniquila la capacidad de juicio y de protagonismo del individuo, tanto en la sociedad como en la iglesia. No se trata ya de maldad positiva, sino de ausencia de voluntad y de libertad, de una pérdida de sensibilidad humana y cristiana, con lo que, sin saberlo, se oponen a una paternidad divina que busca el crecimiento y la vida del hombre.

Sexto, pero es que además, la cruz de Jesús y el holocausto judío nos amonestan a preferir que nos olvidemos de Dios antes que hacer daño al hombre. Es preferible renunciar a Dios antes que atentar contra el hombre. La pérdida de fe en Auschwitz es más perdonable que el ensañamiento con las víctimas. Todo homicidio es un deicidio, como nos revela la cruz de Jesús. No podemos atentar directamente contra Dios, pero sí mediante el hombre que es su imagen y semejanza. Hay que pedirle a Dios que mantenga viva nuestra fe en él, porque es un don desde el que vivimos y crecemos, y nos posibilita revitalizar a los otros. Pero es preferible no practicar la religión y amar al ser humano, que a la inversa. Por eso el holocausto es el anti-Dios. Hay que preferir al ateo comprometido con el ser humano, antes que al hombre religioso insolidario con el prójimo. Esto implica una impugnación radical de la espiritualidad que deshumaniza y de la teología que pasa de largo ante el sufrimiento. Porque hay gente que, cuanto más religiosa se vuelve, más insensible se torna hacia las necesidades humanas. Parece como si la experiencia de Dios los volviera supramundanos y los desarraigara de la historia, olvidando que el Dios bíblico es el encarnado, y que el lugar para encontrarlo son los pobres, los oprimidos y las víctimas de la historia. Por eso, no todo el que dice Señor y Padre Dios, entrará en el reino de los cielos.

Jesús bendice al solidario con el otro, aunque cuando actuara no pensara en Dios ni lo hiciera por él (Mateo 25,37-38.44). Lo importante no es hacer las cosas pensando en Dios, sino hacerlas. Y el criterio no es la práctica religiosa sino la vinculación al prójimo que sufre. Y es así porque Dios no quiere sacrificios humanos a mayor gloria de Dios, aunque las religiones sigan insistiendo en este planteamiento, sino que, por el contrario, diviniza cualquier sacrificio que hacemos por los otros. Por eso, Jesús viene enviado por Dios para entregarse a los demás. La paternidad de Dios no se muestra en que nos recluye en él y nos aleja de los demás, como propone el Kempis, sino en su ser padre universal, haciendo de todos hijos y representantes suyos. Por eso, es preferible la ausencia de religión, es decir, de la religación con Dios, antes que el rechazo de los hombres. El ideal es hacer converger ambas vinculaciones, pero es más pecado olvidarse del hombre al que se ve, que desconocer a Dios. Por eso, el cristianismo no es simplemente un humanismo, pero no puede subsistir sin compromisos con el hombre. 

Finalmente, ¿Cómo hablar de Dios en Auschwitz, o en cualquier experiencia de opresión y sufrimiento? Mostrando la paternidad providente de Dios en cuanto que nos convertimos en su rostro para el otro. Levinas afirma que la responsabilidad ante el otro, ante su rostro, es el principio del que debe partir la filosofía. Dios necesita de rostros, de testigos que hagan presente su acción salvífica en el mundo. Ante el sufrimiento no hay que hablar primeramente de Dios, sino volverse al rostro del otro, que es donde se puede descubrir a Dios, desde la ternura, la solidaridad y la lucha por la justicia. Sólo luego, se puede revelar al otro la fuente y la motivación del propio actuar, hablarle del Dios de Jesús y de su paternidad como la clave secreta para explicar el porqué del compromiso personal asumido. No hay que consolar al otro intentando explicarle el porqué de su mal, que, en última instancia no conocemos, ni mucho menos relacionar su mal con Dios, que no se lo ha enviado, sino comprometerse con ese mal y testimoniar la presencia de Dios, mediante uno mismo, ante esa situación de sufrimiento.

Desde ahí es posible asumir el mal, sin que él nos asuma a nosotros. El mal genera amargura, resentimiento, aislamiento y deshumanización. Entonces, el mal vivido y experimentado se convierte en causa de sufrimiento inevitable para uno y para los otros. En cambio, el mal asumido como fuente de ternura, de solidaridad y de compromiso humaniza, sensibiliza y universaliza. Al experimentarlo nos capacitamos para abrirnos al mal en los otros, para ejercer una paternidad y maternidad fecundas con los que sufren. Entonces Dios se hace presente en sus testigos que se convierten en corredentores de una historia de sufrimientos y cocreadores de un mundo imperfecto e inacabado. De ahí surge una espiritualidad del compromiso, de la política, y de la misma ciencia. Y es que la paternidad y la maternidad de Dios se muestra en una praxis generadora de vida y crecimiento, como bien dice Ireneo de Lyon, y el ser humano se diviniza desde una creatividad práctica. La negación cristiana del mundo no es la de la «fuga mundi», sino la transformación desde una praxis operativa (8)

Conclusión: Testimoniar la paternidad de Dios contra los ídolos

Metz desconfía de la tendencia del cristianismo actual a teologizarlo todo, es decir, a responder teóricamente a los problemas que plantea la modernidad La tendencia a la especulación, según Metz, es la otra cara de la moneda de la pérdida de sensibilidad de las iglesias para la teodicea y la escatología. En la medida en que no se siente la intranquilidad e incluso indignación ante la suerte de los oprimidos y explotados, y se pierde la tensión ante un mesías esperado y que no llega, triunfa la razón teológica y con ella la filosofía de raíz griega sobre la praxis histórica del judeocristianismo. Entonces, las iglesias pierden toda posibilidad de hablar de Dios tras Auschwitz y de ser relevantes en el mundo de hoy.

Hoy el cristianismo languidece ante una carencia de experiencia de Dios desde la identificación con las víctimas de la sociedad, y eso se quiere sustituir con teologías académicas, eruditas o tradicionales, con un ritual repetitivo y a veces arcaico y con una moral pequeña y privatizante, compatible con un cristianismo instalado en la sociedad de consumo. La moral del sufrimiento, la que surge de la cruz, se ha transformado en una moral del pecado, en relación con la ley. No es el sufrimiento humano lo primero, sino el pecado y la culpa, visto más desde la perspectiva moralista de la transgresión y las faltas, que desde una injusticia que clama al cielo, y que genera tanto la oración como la praxis transformadora. Tras esa perdida de sensibilidad respecto de Dios y del hombre, no se puede hablar de Dios porque ese discurso ha perdido significación y validez histórica, no es que se haya vuelto obsoleto o que sea antimoderno, sino que es superfluo y estéril (9). El Dios moralista centrado en la ley, desplaza a un Dios que no es neutral, que opta por las víctimas y, desde ellas, amonesta a los verdugos en los diversos conflictos históricos.

Desde ahí es posible también actualizar la pretensión de universalidad del cristianismo respecto de las otras religiones. No partiendo del dato prioritario de que el cristianismo es superior a las otras, y que sólo en él hay salvación, sino abriéndose a la salvación que encuentra en las otras religiones (porque Dios no ha dejado abandonada a la humanidad, como si sólo se preocupara de un pueblo) y testimoniando al Dios universal desde una acogida de todo lo humano y divino que encuentra en los otros. Se trata de actualizar la universalidad de Cristo, partiendo de la particularidad de Jesús, y dejandose llevar por el Espíritu que permite discernir, aprender e incorporar todo lo válido que pueden ofrecer las otras religiones. Porque el enviado de Dios no viene a luchar contra otros profetas enviados por Dios, sino a ofrecer el camino particular de su vida (la de Jesús) como la que permite abrirse e incorporar toda la salvación que ha generado la presencia de Dios en la humanidad, siempre por medio de sus testigos. Queda para el final la afirmación de Cristo como alfa y omega de la historia, cuando todo se haya consumado y Dios sea todo en todos. Pero eso hay que anticiparlo, no con meras afirmaciones teóricas sobre la superioridad de Cristo y del cristianismo, sino con una praxis y un estilo de vida que hagan creíble que el camino particular de Jesús y los suyos es la plataforma más apta para revelar a un Dios que es el de todos los hombres, y que, por tanto, desborda el ámbito del cristianismo.

Desde aquí es posible la apertura a la no creencia, sobre todo, al ateísmo humanista, que es el que más interesa al cristianismo. El problema no es tanto la irreligiosidad, agnosticismo o ateísmo de las corrientes e ideologías filosóficas, cuanto su capacidad de servir al hombre y generar sentido y vida en los holocaustos de cada época. De nuevo, el cristianismo tiene que ser garante del hombre, como lo es su Dios. No se trata sólo del dialogo con la increencia, ni del respeto a la libertad religiosa como derecho de cada persona a buscar la verdad por sí misma y a afirmarla allí donde la halle, sino que hay que partir del compromiso con el hombre. Esto lleva a replantear el progreso, más allá del avance científico técnico, para plantearlo en términos políticos, y éste desde presupuestos éticos y humanistas. El humanismo ateo es el interlocutor neto del cristianismo, para que no haya más holocaustos. 

La complicidad religiosa ante la despolitización de la sociedad y la tecnificación de la política, vacía de contenidos éticos y humanistas, se traduce en religiones instaladas, que son más instancias de poder y dinero que ámbitos de utopía , de crítica y de profetismo. No son las iglesias acomodadas las que pueden luchar contra los exterminios, porque se encuentran integradas en las mallas del poder que hicieron posibles ambos desastres. Siempre hay eclesiásticos dispuestos a bendecir las armas de la muerte, cantar el Te Deum tras las victorias guerreras y legitimar la violencia en nombre de ideales nobles. Auschwitz fue obra de pueblos que se denominaban cristianos y el silencio de las iglesias determinó el fracaso mayoritario del cristianismo y desautorizó a su Dios como universal y padre de todos. 

No se puede creer en una paternidad divina que exija sangre humana. Por eso, la fe en Dios exige la crítica a la idolatría, la denuncia de los ídolos a los que se sacrifican las víctimas. Auschwitz es el resultado de una concepción maniquea de la historia, de la división tajante entre los nuestros y los otros, que hace de unos los representantes del bien y de los otros los agentes del mal. La demonización del otro, el judío, el comunista, el ateo, o cualquiera que no es de los nuestros, es lo que legitima la violencia. El espacio que dejó abierto la muerte de Dios fue ocupado por sistemas de creencias que mezclaban el nacionalismo, la religión, la pertenencia al pueblo y una concepción providencialista de la historia. Cuanto más noble es el fin que se persigue (la gloria de Dios, la liberación del pueblo, la defensa de la patria) tanto mayor es la posibilidad de cerrar los ojos a la deshumanización y capacidad destructiva, tanto de la religión como de ese sustituto suyo, que tantas veces es el nacionalismo. Porque el fin es noble se cierran los ojos y se acaban justificando los medios. Y son los más entregados a la causa, las personas religiosas y los patriotas, mucho más cuando ambos convergen, los más propensos a esa ceguera deshumanizante. 

Tanto la religión como el nacionalismo tienen una gran capacidad destructiva, sacan lo mejor y lo peor del hombre y exigen discernimiento y capacidad reflexiva. Cuando ambos se mezclan y el celo por Dios converge con el amor a la patria se ponen las bases de una mezcla explosiva. Se hace posible un fanatismo acrítico que cae en la idolatría, en el odio al otro y en la destrucción, o que, por lo menos, genera una situación de miedo que lleva al silencio, al descompromiso y a una evasión cómplice. Auschwitz y Hiroshima han sido sus símbolos en el siglo XX, pero ambas corrientes continúan hoy. Los dioses de la historia son creados por los hombres, y los nacionalismos y las religiones forman parte de las ideologías idólatras que exigen sangre humana. Frecuentemente, se basan en una teología del sacrificio que acaba con las víctimas y destruye moral y espiritualmente a los verdugos, aunque se les llame patriotas o personas religiosas.

Desde ahí las grandes creencias e ideologías del siglo XX han actuado como religiones secularizadas, generadoras de tanto fanatismo y capacidad destructiva como el fundamentalismo religioso. El silencio, cuando no la complicidad, de los cristianos ante estos acontecimientos es la mejor prueba de que ya no se espera al Mesías, de que no se busca la revelación de Dios entre las víctimas, de que religión y compromiso con el hombre no son lo mismo. Y entonces, la cruz de Jesús se vuelve una denuncia contra las personas religiosas, porque no puede proclamarse la paternidad de Dios y no hacerla presente en la historia. Sólo dando sentido a lo que no lo tiene, siendo testigos de Dios con las víctimas en Auschwitz, y en los genocidios y asesinatos posteriores, se puede hacer teología y creer en Dios. Pero esto es incompatible con el cristianismo acomodaticio y conciliador, que pone una vela a Dios y otra al diablo, es decir, que quiere servir a los absolutos intramundanos, creados por el hombre, y afirmar a un Dios padre, providente y creador. Entonces la paternidad de Dios se vuelve una fórmula vacía de contenido material y deja de ser operativa y de incidir en el curso histórico y el comportamiento de los creyentes.

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Notas

1. Remito a la excelente valoración de la postura de Nietzsche y de las relaciones entre la fe y la razón de M. Fraijó, A vueltas con las religión. Estella 1998,22-46.

2. Esta es la cruda impugnación de Hume: "Por tanto, solamente fue el primer y tosco ensayo de una deidad infantil, que después lo abandonó, avergonzada de su pobre actuación; este mundo es solamente la obra de una deidad subordinada y es objeto de irrisión para sus superiores; este mundo es el producto de la vejez y senilidad de un dios ancianísimo y, después de su muerte, ha bogado a la deriva, moviendose en virtud de aquel primer impulso y fuerza activa que recibió de él" (D. Hume, Diálogos sobre la religión natural. Madrid 1973, 84. También, el cap. XI).

3. F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre. Barcelona 1992.

4. Diversos estudiosos judíos han reflexionado sobre el significado teológico de Auschwitz. Una síntesis reciente de estos trabajos puede encontrarse en M. K. Kinnamon, "Literature and Theology after Auschwitz": Lexington Theological Quarterly 32 (1997), 135-48; J. T. Pawlikowsi, "Christology after the Holocaust": Encounter 59 (1998), 345-68.

5. T. W. Adorno, Dialéctica negativa. Madrid 1992, 361-408. Una excelente evaluación crítica del planteamiento de Adorno es la que ofrece J. A. Zamora, Krise, Kritik, Erinnerung. Münster 1995.

6. Esta es la gran crítica que se puede hacer a una moral tradicional, que ve el conflicto simplemente como el enfrentamiento entre el mal y el bien, sin comprender que el mal se integra y se esconde debajo de lo que se presenta como moralmente bueno. Cfr., J. D. Chansky, "Reflections on after Virtue after Auschwitz": Philosophy Today 37 (1993), 247-56; H. Arendt, Eichmann in Jerusalem. A rapport on the banality of Evil, Nueva York 1964, 286-89. Eichmann proclamó su adhesión, durante toda su vida, a la moral del deber kantiana. Lo terrible de su postura es su "normalidad" como ciudadano, su no excepcionalidad, desde la cual se puede profundizar en el mal radical, al que apunta Kant, como raíz del "mal banal" que subraya Hanna Arendt.

7. Remito al sugerente análisis que ofrece O. Marquard, Schwierigkeiten mit der Geschichts-philosophie. Francfort 1973, 66-82.

8. Remito a mis estudios, La espiritualidad de los laicos. Madrid 21997, 258-92 ; Oración: liberación y compromiso de fe. Santander 1986, 253-99.

9. J. B. Metz, "Gotteskrise. Versuch zur geistigen Situation der Zeit", en Diagnosen der Zeit. Düsseldorf 1994, 83-89.