Revista de Pastoral Juvenil, Nº 406, enero de 2004

 

LA “CORRECCIÓN FRATERNA”

Una visión y una propuesta desde la vida comunitaria

MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ GALLEGO 
( mgallegop28@enfermundi.com )

Ocurre en ocasiones que nos sentimos desesperanzados al observar una sociedad cada vez más secularizada. Miramos a un lado, hacia la habitualmente denominada Iglesia “oficial”, y no encontramos todas las respuestas. Miramos al otro, a un entorno familiar, laboral o de amistades y el panorama no es más alentador: en el mejor de los casos podemos encontrar un cristianismo sociológico, cuando no indiferencia o rechazo indisimulado.

Sin embargo, y como se suele decir, el Espíritu sopla por donde a Él mejor le parece. Tal y como ocurre en esta época del año, otoño, a poco que el campo se riega, recibe su poquita de agua y se busca y se escarba, se suelen encontrar los frutos más sabrosos. En el campo, las setas, pero ¿y en la Iglesia? Frente a la secularización que se mencionaba antes no dejan de surgir grupos y comunidades de fe: gente joven que ha seguido un itinerario, que ha sabido recoger e interpretar, adaptándolo a su realidad, el mensaje evangélico; gente del más variado origen, tanto social como eclesial; gente que no se detiene, que no se quiere detener, en un horizonte temporal que a menudo se situaba al acabar la confirmación o, como mucho, al iniciar la universidad o la vida laboral y familiar.

Efectivamente, surgen cada vez con más frecuencia pequeños grupos de creyentes, al amparo de una parroquia acogedora o de tal o cual movimiento eclesial, que deciden que su forma de vida no solo ha de ser congruente en lo personal con lo que piensan y creen sino que ha de serlo también en lo comunitario. Son grupos que motu propio o siguiendo referentes cercanos, han decidido que quieren ser y quieren vivir como comunidades. Comunidades de laicos, sí. Seguramente sin un techo único, sin una regla de convivencia definida, pero con una ansiedad, si se puede utilizar este término, por hacer crecer y madurar su fe en la relación con el otro.

Muchas de estas comunidades miran a los ejemplos de vida que tienen más cercanos: comunidades de religiosos y religiosas, de laicos más o menos “consagrados” e incluso a grupos en un estadio de evolución similar al suyo. Buscan en esta comparación el encontrar la solución a los problemas que se les van presentando en su singladura comunitaria: los roles dentro de la comunidad, el liderazgo, la comunión de bienes, la relación con la Iglesia o con otras instituciones, el tiempo libre. Sólo por mencionar algunos. En todas estas comunidades surge, más tarde o más temprano, la preocupación por la corrección fraterna: ¿de dónde viene?, ¿qué es?, ¿cómo se hace?

Por la manera en la que los grupos y comunidades se enfrentan a esta cuestión parece como si en el desarrollo de su vida en común faltase un apoyo, un elemento que la ayudase a crecer para poder llamarse verdaderamente comunidad. Pero ¿es esto realmente así?, ¿es necesaria esa pata para el banco comunitario que estamos construyendo? Ya veremos que seguramente sí, pero que quizás se esté llegando a esa conclusión con demasiada frecuencia por el camino equivocado.

LAS TENSIONES

Los momentos de tensión son inevitables en toda comunidad que crece. Pero no solo no se pueden eludir sino que hasta cierto punto son necesarios para el propio crecimiento y profundización de la vida comunitaria. Cuando una comunidad sale de su vida adolescente, cuando madura el camino, las reuniones, las relaciones interpersonales dejan de ser tan bellas como parecían. Surgen de pronto conflictos personales, conflictos que tienen su origen en el propio temperamento de la persona y, en no pocas ocasiones, en las diferentes formas que cada uno tenemos de pensar acerca de cómo debería ser la comunidad y, sobre todo, a qué ritmo debería ésta crecer.

Estas tensiones son naturales. Es normal que uno se preocupe cuando sus expectativas de crecimiento comunitario, de compartir, de fraternidad o de compromiso se ven defraudadas porque otros miembros no “lo terminan de ver claro”. Pero, visto desde el otro lado, también es normal la angustia por unas responsabilidades crecientes que no nos vemos con capacidad de afrontar, para las que no estamos preparados, con las que no contábamos. En este momento es normal que surja el miedo y la tensión por no avanzar o por no ser capaz de seguir el ritmo.

Hay miles de razones para la tensión; no solo es la vida comunitaria, es nuestra propia vida, nuestras frustraciones, nuestra fatiga, nuestro sufrimiento. Toda relación humana está condenada –si es relación y si es humana- a la tensión. Da igual que hablemos de una comunidad religiosa o de un grupo de amigos. Y no hace falta mencionar qué es lo que sucede en la vida de pareja o en la relación entre padres e hijos.

Por decirlo de algún modo, la tensión que surge dentro de la vida comunitaria es la piedra de toque que nos devuelve a la realidad, la llamada de atención que nos recuerda lo que somos: una realidad humana que tiene continua necesidad de Dios, no ya para profundizar sino  tan solo para vivir.

Ya se intuye, pues, que las tensiones en sí mismas, como fenómeno que surge del lógico devenir comunitario, no son malas. Y no es que nos guste sufrir. Es que suelen marcar un punto de inflexión, el comienzo de una nueva etapa. Señalan lo que no está funcionando, revelan los fallos que hay que enfrentar, la evaluación que se estaba haciendo ya necesaria para sacar a la luz la tensión que estaba latente. Dependiendo de cómo se haga la corrección de estas tensiones, del amor, la entrega y la humildad con que las afrontemos, estas crisis pueden ser la ocasión para la vida nueva o para la muerte y la división.

Puede dar la sensación de que estas tensiones de las que estamos hablando son solamente aquellos grandes conflictos en los que cada miembro de la comunidad intuye –sabe- que las cosas no están funcionando bien. Esas son las grandes crisis, las que suelen traer las grandes repercusiones. Pero también hay pequeñas crisis, pequeños conflictos que se pueden ir acumulando con el tiempo y que pueden estallar si no se solucionan. Todos hemos tenido la experiencia de criticar a alguien de la comunidad (aunque solo sea para nuestro fuero interno) porque no colabora, no “arrima el hombro”, no participa, nunca se ofrece voluntario para nada. O todo lo contrario, porque una personalidad más poderosa avasalla con sus ideas y opiniones y hay que hacer las cosas siempre como él dice. No vamos a entrar ahora a definir los diferentes roles que se pueden jugar dentro de la vida comunitaria, especialmente cuando ésta no tiene una estructura orgánica bien delimitada  (es decir, cuando no están definidas las funciones y los cargos) pero es evidente que nuestra forma de ser y de comportarnos marca nuestra cotidianidad y la de la vida comunitaria, unas veces para bien y otras para “regular”.

Naturalmente, el hecho de que las tensiones sean algo consustancial al hecho comunitario no significa que se deban abandonar a su curso, sin control. Las tensiones son como la energía: sin control posee una capacidad destructiva asombrosa, controlada contribuye al crecimiento y bienestar del ser humano. Probablemente no haya nada que pueda perjudicar más a la vida comunitaria que ocultar los conflictos. Hacer como si las tensiones no existieran, ocultarlas con la excusa de una peligrosa cortesía o de un equivocado espíritu de comprensión huyendo del diálogo abierto puede ser un error grave. Como se suele decir, hay que “coger el toro por los cuernos”. Por mucho miedo que nos dé el toro y por incómodo que nos pueda parecer. Es necesario recordar una vez más que una tensión, un conflicto, un desacuerdo puede ser, cuando se afronta sin miedo, el anuncio de una nueva “gracia de Dios”. Se trata de aceptar estas tensiones como un hecho cotidiano.

UN INTENTO DE DEFINICIÓN

La forma por la que los cristianos aspiramos a resolver nuestros propios problemas tiene su raíz, no podría ser de otra manera, en la propia enseñanza de Jesús de Nazaret. Digo “aspiramos” porque nuestra propia realidad de seres humanos, limitados, imperfectos, finitos, pequeños en nuestra propia grandeza, nos aleja en éste y en tantos otros temas de las enseñanzas del Maestro.

El problema de la corrección fraterna aparece, como tal, tanto en el evangelio de Mateo como en Lucas. Mateo (18, 15-18) pone en boca de Jesús una descripción algo pormenorizada de los pasos a seguir, mientras que Lucas (17, 3) es mucho más sencillo y, seguramente, también mucho más bello.

Pero el problema de la corrección fraterna es complejo y no podemos esperar solucionarlo de una tacada. Está claro que la sola y apresurada  lectura del Evangelio no nos va a dar la solución mágica para trasladar a nuestros proyectos de vida comunitaria. No es un libro de recetas.

Para empezar esta aproximación a lo que es la corrección fraterna utilizaremos inicialmente el recurso teológico clásico de la “vía negativa” proponiendo en primer lugar lo que la corrección fraterna no es

LA CORRECCIÓN FRATERNA NO ES

Un ajuste de cuentas

Con mucha frecuencia las personas ocultamos en nuestro corazón un secreto deseo de venganza. Cualquier acto que consideremos que perjudica a nuestros intereses se almacena en ese rincón oscuro pero bien seguro de la memoria, esperando el momento adecuado para salir de nuevo a la luz. Y no tiene que ser nada importante, un pequeño desaire, una incomodidad, un malentendido, nos hacen ciertamente estar con la “escopeta cargada” esperando nuestra oportunidad. A veces ni siquiera el origen es un daño evidente. Alguien que hizo mejor que yo las cosas o simplemente que recibió más halagos en una situación concreta puede haber herido nuestra vanidad. Quizás caigamos en la tentación de esperar a que las cosas no discurran por el camino adecuado para entonar el típico “ya lo decía yo”.  Nos cargamos de razón y queremos restaurar el orgullo herido.

No hace falta profundizar mucho más. La corrección fraterna es en esencia un acto de amor en el que no caben las venganzas.

Un memorial de agravios

Los niños pequeños suelen discutir por cualquier cosa y, al final, cuando se acaban las pocas razones que tenían, es frecuente que recurran al consabido “y tú más”. Pero ésta no es una actitud única de los críos. Los adultos cuando nos sentimos acorralados y sin argumentos tratamos de defendernos pasando al contraataque aunque no tenga nada que ver nuestro argumento con lo que motivó el inicio de la discusión. Hay que evitar que esta actitud se traslade a nuestra vivencia comunitaria y a nuestras relaciones interpersonales dentro de este ámbito ( y, apurando, en todos los ámbitos). No ganamos nada con esta conducta que nos lleva a sentirnos atacados por un lado y a defendernos atacando por otro. Hay que estar muy alerta cuando se produzca en nosotros el impulso de buscar para nuestro interlocutor las mismas o, a ser posible, peores críticas que las que él nos puede estar dirigiendo. La tentación de hacerlo es poderosa.

Un diálogo acerca de las causas y los porqués

Lo veremos un poco más adelante: la corrección fraterna busca el encuentro interpersonal, la acogida, el gesto de amor. Por eso nuestra actitud no debe ser, al menos inicialmente, la de obtener explicaciones ni la de buscar remedios. La corrección fraterna no es una herramienta de trabajo. Es habitual en algunos grupos sociológicos, por ejemplo, dentro del mundo empresarial y de las organizaciones que cuentan con un gran caudal de recursos humanos, que los mandos de las mismas aprendan y desarrollen técnicas de resolución de conflictos. Se busca la armonía dentro del ambiente de trabajo, en última instancia como un elemento más de mejora del rendimiento, de la productividad y del funcionamiento de toda la estructura de la organización. Se enseña a los líderes del grupo a detectar las tensiones, a analizar sus causas y a buscar los posible remedios. Pero el amor no aparece por ningún lado. La corrección fraterna no busca poner remedio a una situación de tensión para que el grupo o la comunidad funcione de una forma más armónica. Ya lo dijimos antes, las tensiones dentro de las comunidades son siempre inevitables, a menudo necesarias y, con frecuencia, incluso provechosas. Esto no quiere decir que del encuentro personal no haya que extraer con posterioridad conclusiones pues sería un poco irresponsable no hacerlo. Hay que obtener la enseñanza que esta experiencia nos ofrece, como un regalo, pero sin buscar el utilitarismo. La corrección fraterna, en cuanto lo que tiene de encuentro y de acogida, se podría considerar por lo tanto como un fin en sí misma.

Un desahogo

Estamos habituados ya al mensaje de algunas escuelas psicológicas que propugnan una especie de desahogo terapéutico. No es bueno quedarse para uno mismo con las tensiones que se van acumulando. A medida que se generan, vienen a decir, hay que “soltar lastre” para evitar que se acumulen y nos acaben pasando su insana factura psicológica en el futuro. Aún conservo un libro, de los denominados de autoayuda, que resume en su peculiar título esta idea: “No diga SÍ cuando quiera decir NO”. Naturalmente, no es cuestión de entrar en el fondo de la cuestión para valorar lo que tiene de cierto esta propuesta, que seguramente es mucho. Doctores tiene la ciencia psicológica que lo argumentarán. Pero la corrección fraterna es otra cosa. Es cierto que hay almas dentro de las comunidades que “aguantan” ciertas actitudes y que bien por su naturaleza comprensiva, bien por su timidez o bien por un mal entendido sentido de la “resignación cristiana”, no exteriorizan esos sentimientos en el tú a tú, aun cuando sean perfectamente capaces de comentarlos en otros ambientes o con otras personas. Y es cierto también que esa actitud mantenida en el tiempo puede ser perjudicial para él mismo, para la otra persona implicada y, por lo tanto, para toda la comunidad. Pero la corrección fraterna no busca la estabilidad psicológica de nadie, aunque sea absolutamente deseable e incluso, por decirlo de alguna manera, se pueda considerar un “efecto secundario” más que aceptable. Una vez más la corrección fraterna, por más que pueda tener una utilidad intrínseca incluso terapéutica, no es una herramienta y perderá su sentido si la consideramos como tal.

El camino de la perfección

Ya se comentaba al principio: en muchos grupos reside latente la idea de la corrección fraterna como un paso inevitable en su camino de ser más y mejor comunidad. Es cierto que bien llevada y digerida puede crear unos extraordinarios lazos intracomunitarios. Es capaz de crear una sensación de auténtica relación en la cual lo más importante es el amor fraterno, independientemente de la forma en la que éste se manifieste. La corrección fraterna es pues un estupendo vehículo para el crecimiento y consolidación comunitaria. Pero una vez más se ha de avisar sobre el peligro de considerarla un instrumento, un utensilio para que la comunidad prospere. No hay que rellenar la “ficha” de la corrección fraterna para considerar que en nuestra búsqueda de la perfección comunitaria hemos subido un escalón. Se puede extender esta idea a las propias relaciones interpersonales. No nos agobiemos pensando que si no puedo hacer o recibir una corrección fraterna como mandan los cánones (¿cánones?) es que algo está fallando. Volvamos a los orígenes de todo: la medida es el amor. Estamos llamados a amar con intensidad en cada una de las facetas de nuestra vida. Para eso es para lo que hay que entrenarse y en lo que proponerse ser perfecto.

Podría parecer que esta vía “negativa” no nos ha dado muchos indicios para la senda que nos hemos propuesto caminar. No es así. Si estamos atentos, a menudo sentiremos la tentación de caer en alguno o varios de los fallos anteriores. Y si sabemos reconocerlos no nos será difícil intentar sortearlos. Pero claro, todavía no hemos dado pistas claras. Veamos si se puede.

LA CORRECCIÓN FRATERNA SÍ ES

Acogida

El hecho de amor y de perdón que supone la corrección fraterna es un acto fundamentalmente de puertas abiertas, de corazones y brazos abiertos. De acogida en lo fundamental. Quizás habría que ir un poco más lejos: no solo es la acogida, es también la espera, la espera activa, como en la parábola del hijo pródigo. No importa cuánto nos hayamos hecho sufrir, lo importante es esperar el encuentro. Y, por supuesto, saber que nos esperan, que nos esperan para el perdón y para la fiesta.

Encuentro en lo fundamental

Creemos firmemente que Dios es Padre. Y por esta gracia de Dios todos los hombres y mujeres somos hermanos. No podemos afirmar lo uno y negar lo otro. Cuando se elige el camino comunitario como el medio de desarrollar y crecer en fe en amor y en vida, asumimos que solos no podemos, que necesitamos de hermanos que nos apoyen, a los que sirvamos de apoyo y que nos recuerden nuestro origen y nuestro horizonte. No estamos hablando de banalidades, de relaciones superficiales. Vamos a lo fundamental, al hermano al que siento como tal y con el que me encuentro directamente, a quien tengo enfrente y quien me siente a su lado, a quien interpelo y quien me solicita, quien me ilumina y a quien alumbro.

Un acto de amor

Ya se ha mencionado en unas cuantas ocasiones. Ojalá pudiéramos finalmente desligar cualquier tipo de connotación  negativa que pudiera tener el hecho de esta interpelación que hemos venido en denominar “corrección fraterna”. Ojalá pudiéramos vivirla, todos, como un gratificante acto de amor, como una oportunidad para el encuentro que nos hiciera vibrar como solo puede hacerlo el momento en que dos personas verdaderamente se descubren. Por nuestra propia limitación humana es difícil, pero no es imposible mirar al hermano con realismo y amor al mismo tiempo. Es más fácil hablar desde sus heridas que desde su centro, el lugar en el que Jesús está presente. Pero puedo mirar sus heridas y sus defectos al mismo tiempo que sus dones, que también puedo amar y admirar. Todos somos frágiles, pero también únicos y preciosos, irrepetibles y admirables. Una auténtica invitación a hacer realidad el amor de Dios en la tierra.

MANOS A LA OBRA

No hace falta explicarlo mucho: en todo lo que se refiere a la vida comunitaria y, en general, a la puesta en práctica del mensaje evangélico, no hay recetas universales. La única recomendación de tipo general es que todo lo que hagamos tenga como sustrato el “nuevo mandamiento” del amor.  A partir de ahí se podrá recurrir a la experiencia de otros, a la propia, y al sentido común para poner en práctica la corrección fraterna. Una vez más hay que recurrir al socorrido “ama y haz lo que quieras” agustiniano. Pero es que el santo de Tagaste tenía más razón que un ídem.

Hecha esta consideración, la propuesta que se hace ahora como modelo de corrección fraterna es la que recoge la experiencia y la propuesta de un grupo de comunidades de laicos que se han sentado a reflexionar sobre esta materia. Se propone como un ejercicio en el que toda la comunidad se implica. No va dirigido a una única persona.

Para empezar, recordar una vez más que la corrección fraterna es un servicio que me prestan y que presto a los hermanos. No es un juicio de valor; no son verdades absolutas, y eso da gran libertad para darla o recibirla.

Lo primero puede ser crear el clima adecuado. En ambiente de oración, en presencia de Dios y de toda la comunidad que acoge y que me acoge. Sentimos que es realmente Dios el que nos convoca, el que se encuentra entre nosotros y el que nos mueve.

Cada uno dice de sí y los demás le dicen: cómo percibimos y perciben en nosotros la ilusión por Jesucristo, el Evangelio, la comunidad, la misión... Cómo descubren y descubro mi coherencia interna, la convergencia entre lo que digo, lo que hago y lo que creo, entre lo que me comprometo y lo que cumplo. Que hable el corazón: lo que no se diga con verdad, como servicio y con cariño, es mejor no decirlo

No es el momento de responder ni matizar. No se trata de hacer puntualizaciones ni justificaciones; eso puede llegar más adelante. Es la oportunidad de dar y recibir.

Seguimos teniendo a Dios presente hasta el final. Es Él el que todo lo comprende, todo lo acoge, todo lo ama y todo lo perdona. A Él y a los hermanos es a quien hay que agradecer este servicio.

EN CONCLUSIÓN

La corrección fraterna, cuando nos enfrentamos a ella como problema, es algo que nos pone a prueba. Contrasta la imagen que tenemos de nosotros con la que tienen los demás. Pero más importante que eso es que valora realmente nuestra capacidad de amar. Capacidad de amar en cuanto posibilidad de acoger esa visión que los demás tienen de nosotros y en tanto que nosotros somos capaces de ofrecer esa visión que tenemos del prójimo. Es más cómodo vivir sin ser criticado y también sin criticar, dejar hacer y que me dejen hacer. Es por lo tanto una situación que tensa la vida comunitaria, no solo cuando se lleva a cabo sino incluso cuando se plantea como posibilidad.

Pero no hay que preocuparse más de lo necesario. Seamos conscientes de nuestras limitaciones y asumámoslas como tales mientras no perdamos el horizonte. Como en tantas otras cosas, en la vida comunitaria el caso es caminar y sentir que Él marcha a nuestro lado cuando la senda se hace difícil de andar. Que donde no llega nuestra humana limitación llega la gracia.

Ya saben, sólo Dios es Dios. Y nosotros, para bien y para mal, sus criaturas.

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