Contemplar a Cristo
El significado del jubileo del año 2000

 

Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe

Nos encontramos en el primer año de preparación para la gran celebración del año 2000. En su carta apostólica Tertio millennio adveniente, el Santo Padre ha presentado el jubileo esencialmente como una renovación y una purificación de nuestra memoria. De ese modo, será preparación para el futuro y apertura del tiempo a la eternidad. Tiempo y memoria están unidos. El tiempo se hace perceptible para nosotros como una realidad coherente, aun dentro del continuo transcurrir, solamente gracias a la memoria. En la memoria el pasado se conserva como presente. Lo que el presente significa para nosotros depende de nuestra memoria, que organiza unidades de tiempo más o menos grandes como mi tiempo, como nuestro tiempo, y así permite también programar el futuro, tomar decisiones para el porvenir. La capacidad de futuro del hombre depende de las raíces que tiene, de cómo ha logrado acoger en sí mismo el pasado y, a partir de éste, de elaborar criterios de acción y de juicio. La memoria puede quedar envenenada por el odio, por la desilusión, por falsas esperanzas, por mentiras arraigadas. Entonces no puede surgir un verdadero futuro. La memoria puede ser superficial, miope; y también entonces puede sufrir mentiras o desviaciones, y una vez más el futuro queda en peligro.

Por eso, es continuamente necesaria la purificación de la memoria, para que como agua transparente pueda hacer visible el fondo y acoger en sí el reflejo del sol, de la luz de lo alto. A esto sirve el gran jubileo, en el que, ante todo, simplemente dirigiremos nuestra mirada hacia atrás, al fundamento de nuestro cómputo del tiempo. Los regímenes ateos, que no quieren hablar de Cristo y, por otra parte, no se quieren sustraer al cómputo occidental del tiempo, sustituyen las palabras «antes del nacimiento de Cristo», «después del nacimiento de Cristo», con fórmulas como la siguiente: «antes y después del cambio de los tiempos», o con fórmulas análogas. Pero esto no hace más que reforzar el interrogante: ¿qué sucedió en aquel momento, para que haya habido un cambio? ¿Cómo es que en ese momento comenzó una nueva historia, de forma que a partir de entonces para nosotros el tiempo comienza de nuevo? ¿Por qué ya no contamos el tiempo tomando como punto de partida la fundación de Roma, las Olimpiadas, los años de un soberano o incluso la creación del mundo? ¿Tiene aún importancia para nosotros ese inicio de hace dos mil años? ¿Tiene una dimensión de fundación? ¿Qué es lo que nos dice? ¿O es que ese inicio ya resulta carente de significado para nosotros, y sólo es una convención técnica, que conservamos por motivos puramente pragmáticos? Entonces, ¿qué es lo que orienta nuestra historia? ¿Es como un barco que de hecho no lleva ningún derrotero y ahora simplemente prosigue su viaje con la esperanza de que exista en alguna parte un fin?

Los interrogantes que plantea el año 2000 no sólo afectan a los cristianos, pero ciertamente a ellos les afectan de modo particular. Este jubileo nos debe brindar la ocasión de interrogarnos sobre el misterioso inicio que tan fuertemente se imprimió en la historia, hasta el punto de que ésta lo considera simplemente como el inicio a partir del cual vivimos y, al mismo tiempo, como el fin hacia el que nos encaminamos. En efecto, creer en Cristo como el inicio no significa que todo lo esencial resida en el pasado. Esta impresión, como si el cristianismo fuera esencialmente una religión del pasado, para la que sólo el pasado sería normativo y todo el tiempo futuro debería quedar encadenado a una realidad pasada, es una concepción que se ha insinuado cada vez más entre la gente en el mundo moderno gracias a un concepto falso de la revelación y de su conclusión, y ha contribuido al alejamiento del cristianismo. Si se entiende la revelación como una serie de comunicaciones sobrenaturales, que acontecieron en el tiempo de la actividad de Jesús y concluyeron definitivamente con la muerte de los Apóstoles, entonces la fe de hecho, en la práctica, se debe entender solo como vínculo con una construcción de pensamientos realizada en el pasado. Pero este concepto historicista e intelectualista de revelación, que se ha ido formando progresivamente en la época moderna, es sencillamente falso. En efecto, la revelación no está constituida por una serie de afirmaciones; la revelación es Cristo mismo. Él es el Logos, la Palabra que abarca todo, en la que Dios mismo se manifiesta a sí mismo, y al que, por tanto, llamamos Hijo de Dios. Este único Logos se comunicó naturalmente con palabras normativas, en las que nos presenta lo que él es. Pero la Palabra es siempre más grande que las palabras y nunca se agota en las palabras. Al contrario, las palabras participan del carácter inagotable de la Palabra, se aclaran a partir de ella y crecen, por tanto, -se podría decir- con la llegada de cada generación: Divina eloquia cum legente crescunt, dice san Gregorio Magno (CCC, 94). A partir de aquí se comprende por qué en el evangelio de san Juan la cristología y el concepto de revelación tienen tanta apertura: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir» (Jn 16, 12-13). San Juan ha desarrollado en su evangelio una primera teología de la memoria: la memoria no es sólo un lugar mecánico de conservación para almacenar informaciones, como el ordenador. También es eso, pero es mucho más que eso. Dado que aquí lo que se conserva se mezcla con lo nuevo, también el pasado recibe luz, y ahora se descubre y se puede reconocer en él lo que antes no era para nada visible. Permanece igual, pero crece. Descubrimos cada vez más la Palabra en las palabras, y así siempre es la misma revelación, pero se manifiesta y se abre en su plenitud de generación en generación; más aún, de forma nueva en cada momento en la misma vida propia. Dios en Cristo nos dio a su Hijo, se dio a sí mismo, nos dio toda su Palabra. Más no podía darnos. En este sentido, la revelación ya ha concluido. Pero dado que esta Palabra es Dios mismo y todas las palabras remiten a la Palabra, precisamente por esto la revelación nunca es sólo pasado, sino siempre presente y futuro, y siempre al mismo tiempo arraigo de nuestra vida en la eternidad, como es apertura hacia ella: la garantía de la vida verdadera, que es más fuerte que la muerte. Por eso, Cristo es quien vino y al mismo tiempo es quien debe venir. Por eso, creemos en el Redentor que ya ha venido y, sin embargo, al mismo tiempo lo esperamos: ¡Maranatha!

Así pues, celebrar el gran jubileo significa, por una parte, no dar crédito a fantasiosas especulaciones de un cambio de los tiempos o alimentar miedo a grandes catástrofes; pero, por otra, no significa tampoco celebrar una realidad pasada, como acontece en las grandes fiestas conmemorativas. El gran jubileo guarda relación con las tres dimensiones del tiempo y con la esperanza en la eternidad. Significa ciertamente recordar a Cristo que vino y aprender a conocerlo más de cerca. Pero eso implica también volver a mirar el fundamento permanente y básico de nuestra vida y de nuestra historia, y abrirse nuevamente a Él. En este sentido, significa tomar una orientación para el futuro y, al mismo tiempo, abrir la prisión del tiempo: encontrar el acceso a lo que permanece para siempre. Por eso, el Papa ha señalado de forma muy práctica, como tarea particular del año 1997, dedicado a Cristo, volver «con renovado interés a la Sagrada Escritura» (Tertio millennio adveniente, 40) y el «descubrimiento del bautismo como fundamento de la existencia cristiana» (ib., 41).

 

El relato de las tentaciones de Jesús como espejo de su figura

Esta conferencia, en el tiempo de Cuaresma, puede ser sólo un pequeño paso en esta gran empresa. Quisiera mostrar en un texto bíblico particular de qué manera descubrimos a Cristo en él, cómo dirigimos hacia Él nuestra mirada y, por tanto, cómo podemos encontrar la dirección del camino recto, y así también de la historia. La meditación debe ser, a la vez, en el sentido antes descrito, algo así como una apertura de la memoria cristiana, que a partir de la mirada sobre Cristo, purifica nuestra mirada y nos ayuda a ver correctamente.

Para este fin he elegido el texto que, ya desde la antigüedad, está puesto al inicio de la Cuaresma y nos impresiona siempre de modo nuevo con su profundo misterio: el relato de las tentaciones de Jesús, que yo, aquí, siguiendo la antigua tradición litúrgica, quisiera proponer a la meditación en la versión de san Mateo (4, 1-11). La narración de las tentaciones viene tras el relato del bautismo de Jesús, en el que se halla prefigurado el misterio de la muerte y de la resurrección, del pecado y de la redención, del pecado y del perdón: Jesús se sumerge en las aguas del Jordán. Ser sumergidos en el río es un evento de muerte representado simbólicamente. Una vida antigua queda sepultada, para que la nueva pueda resucitar. Dado que Jesús no tenía pecado, Él no tenía ninguna vida vieja que sepultar, y por eso, su aceptación del bautismo es una anticipación de la cruz, es el ingreso en nuestro destino, la aceptación de nuestros pecados y de nuestra muerte. En el momento en que Él vuelve a salir del agua, el cielo se rasga y de él sale una voz, con la que el Padre lo reconoce como su Hijo. El cielo abierto es un signo que indica que ese descender a nuestras noches abre el nuevo día y a través de esta identificación del Hijo con nosotros se derrumba el muro que existía entre Dios y el hombre: Dios ya no es inaccesible; en la profundidad de la muerte y de nuestros pecados, Él nos busca y nos vuelve a llevar a la luz. En este sentido, el bautismo de Jesús anticipa todo el drama de su vida y de su muerte y, al mismo tiempo, nos lo hace comprender.

De forma análoga, el relato de las tentaciones es una anticipación, un espejo del misterio de Dios y del hombre, del misterio de Jesucristo. En ellas Jesús continúa el descenso que inició en el momento de la encarnación, que hizo visible públicamente en el bautismo y que lo llevará hasta la cruz y a la tumba, al shéol, al mundo de los muertos. Pero en ellas se produce también una nueva subida, que abre y hace posible la salida del hombre desde su abismo y más allá de sí mismo. Los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto recuerdan, ante todo, los cuarenta días que Moisés pasó ayunando en el monte Sinaí, antes de recibir la Palabra de Dios, las tablas sagradas de la alianza. También pueden recordar el relato rabínico según el cual Abraham, en su camino hacia el monte Horeb, no tomó alimento ni bebida durante cuarenta días y cuarenta noches, y se alimentaba con la mirada y con la palabra del ángel que lo acompañaba. Además, nos recuerdan los cuarenta años de desierto de Israel, que fueron el tiempo de su tentación, así como el tiempo de una cercanía particular de Dios. Los Santos Padres vieron también en el número cuarenta un símbolo del tiempo de la historia humana y, de esta forma, consideraron los cuarenta días de Jesús en el desierto como la imagen de toda vida humana. Las tentaciones de Jesús, por último, podían también así entenderse como la reanudación y la superación de la tentación originaria de Adán. De hecho, la carta a los Hebreos subraya fuertemente que Jesús es capaz de compadecerse de nosotros, porque fue probado Él mismo en todo, como nosotros, naturalmente excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15; 2, 18). Ser tentado es parte esencial de su condición de hombre, por haber descendido, en comunión con nosotros, al abismo de nuestra miseria.

Es preciso observar también que las tentaciones representadas aquí en grandiosas imágenes las encontramos concretamente en cada una de las etapas de la vida de Jesús. Después de la multiplicación de los panes, Jesús ve que las multitudes lo quieren hacer rey y huye a la montaña, Él solo (cf. Jn 6, 15). Del mismo modo, rehuye las tentaciones que lo quieren limitar a la dimensión del milagro, dificultándole el anuncio, que es su misión típica (cf. Mc 1, 35-39). Y cuando Pedro, después de la confesión de la filiación divina de Jesús, lo quiere alejar de la senda de la pasión, el Señor le dice aquellas palabras que oímos aquí en el culmen y en la conclusión del relato de las tentaciones: «Aléjate de mí, Satanás» (Mc 8, 33). Así, el relato de las tentaciones resume en síntesis toda la lucha de Jesús: está en juego la esencia de su misión pero al mismo tiempo, más en general, está en juego el orden correcto de la vida humana, el camino del ser humano, el camino de la historia. Se trata, en último término, de algo que tiene importancia en la vida. Esta realidad última, decisiva, es el primado de Dios. El núcleo de toda tentación consiste en prescindir de Dios, que al lado de todas las cosas urgentes de nuestra vida parece una cuestión de segundo orden. Considerar que nosotros mismos, o las exigencias y los deseos del momento, son más importantes que Él es la tentación que siempre nos acecha. En efecto, de ese modo rechazamos a Dios en su divinidad y nos hacemos nosotros mismos Dios, o mejor, convertimos en Dios los poderes que nos amenazan.

 

La primera tentación: el pan y la salvación

Pero examinemos las tentaciones, una por una. Después de cuarenta días de ayuno, Jesús tiene hambre. La necesidad corporal elemental de alimentarse se convierte en el punto de partida de la tentación. Pero aquí se encierra algo más. Las dos primeras tentaciones comienzan con las palabras: «Si eres Hijo de Dios...». Escucharemos estas palabras también de labios de los que se burlarán de Él en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). Se trata de un escarnio, pero al mismo tiempo esas palabras constituyen un desafío: Cristo debe demostrar sus pretensiones para resultar creíble. Esta demanda de pruebas aparece durante toda la vida de Jesús, pues continuamente se le echa en cara que no demuestra suficientemente su identidad, se le pide que haga un gran milagro que elimine toda duda y toda oposición, y demuestre a cada uno de modo irrebatible quién es Él o qué no es. Y, en realidad, esta demanda nosotros la hacemos durante toda la historia a Dios, a Cristo y a su Iglesia: si existes, Dios, entonces debes también mostrarte. Debes rasgar las nubes de tu misterio y darnos la claridad, a la que tenemos derecho. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo de Dios y no uno de muchos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes mostrarlo más claramente de lo que lo haces. Debes dar a tu Iglesia, si ésta debe ser tu Iglesia, un grado de transparencia mayor que el que tiene en la actualidad.

Volveremos a tratar este punto en la segunda tentación, de la que constituye el auténtico núcleo. La prueba de la existencia de Dios, que el tentador propone en la primera tentación, estriba en convertir en pan las piedras del desierto. Al inicio se trata del hambre de Jesús mismo. San Lucas nos la presenta así: «Di a esta piedra que se convierta en pan» (Lc 4, 3). Pero san Mateo entiende la tentación de un modo más amplio, como se presentará luego en el tiempo de la vida terrena de Jesús y a lo largo de toda la historia. ¿Hay algo más trágico, algo que contradiga más la Fe en un Dios bueno y la Fe en un redentor de los hombres, que el hambre de la humanidad? ¿No debería ser precisamente el hecho de dar pan al hombre y acabar con el hambre de todos el primer signo de reconocimiento del redentor ante el mundo y para el mundo? En el tiempo del camino del pueblo de Israel por el desierto, Dios lo había alimentado con el pan del cielo, con el maná. Se creía que se podía reconocer en eso una prefiguración del tiempo mesiánico. Entonces, ¿no debía y no debe el redentor del mundo demostrar su identidad precisamente dando de comer a todos? ¿No es, tal vez, el problema del hambre en el mundo, y más en general, el problema social, el criterio primero y verdadero con el que se debe medir la redención? ¿Puede alguien llamarse razonablemente redentor si no es sumamente comprensible el núcleo de su promesa de salvación: se preocupará de que toda hambre cese y de que «el desierto se convierta en pan».

«Si eres Hijo de Dios...»: ¡qué desafío! Y ¿no se debe decir lo mismo a la Iglesia: si quieres ser la Iglesia de Dios, entonces preocúpate ante todo del pan para el mundo, pues lo demás vendrá en segundo término? Es difícil responder a este desafío, precisamente porque el grito de los hambrientos nos penetra y debe penetrarnos así profundamente en los oídos y en el alma. La respuesta de Jesús no se puede comprender sólo a partir del relato de las tentaciones. El tema del pan aparece a lo largo de todo el evangelio y se debe considerar en toda su extensión.

Hay también otros dos grandes relatos sobre el pan en la vida de Jesús. Está la multiplicación de los panes para varios miles de personas que estaban siguiendo al Señor en el desierto. ¿Por qué en ese momento hace Jesús lo que antes había rechazado como tentación? La gente había acudido para oír la palabra de Dios, y por eso había olvidado todo lo demás. Así, como personas que abrieron su corazón a Dios y unos a otros, pueden recibir el pan de modo justo. En este milagro de los panes destacan también otros tres elementos: primero, se supone la búsqueda de Dios, de su palabra, de la manera correcta de enfocar toda su vida. Segundo, es a Dios a quien se pide el pan. Y tercero, la disponibilidad recíproca a compartir es un elemento esencial del milagro. La escucha de Dios se convierte en vida con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente ante el hambre de los hombres, ante sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto correcto y les da el orden correcto.

Este segundo relato de los panes prefigura el tercero y constituye su preparación: la última cena, que se transforma en la eucaristía de la Iglesia y el milagro permanente de Jesús en el pan. Jesús mismo se convierte en grano de trigo que cae en tierra y da mucho fruto (cf. Jn 12, 24). Él mismo se hace pan para nosotros y esta multiplicación de los panes dura ininterrumpidamente hasta el final de los tiempos. Así ahora comprendemos las palabras de Jesús, que toma del Antiguo Testamento (Dt 8, 3): «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». A ese respecto se refiere la siguiente frase del jesuita alemán, Alfred Delp, ajusticiado por los nazis: «El pan es importante; la libertad es más importante; pero lo más importante de todo es la adoración». Donde no se respeta esta jerarquía de valores, sino que se altera, ya no existe la justicia, ya no se sale al encuentro del hombre que sufre, sino que precisamente también el ámbito de los bienes materiales queda alterado y destruido. Donde Dios es considerado como grandeza secundaria, que se puede dejar de lado temporalmente o en absoluto por otras cosas más importantes, significa que fallan esas cosas presuntamente más importantes. No sólo lo demuestra el fracaso del experimento marxista. La ayuda al desarrollo por parte de Occidente basada en principios puramente técnicos y materiales, que no sólo ha dejado de lado a Dios, sino que ha alejado a los hombres de Dios con el orgullo de su presunción, es lo que ha hecho que el tercer mundo sea precisamente el Tercer Mundo en el sentido actual. Ha quitado las estructuras religiosas, morales y sociales que existían y ha introducido su mentalidad tecnicista en el vacío. Creía que podía transformar las piedras en pan, pero ha dado piedras en vez de pan. Debemos reconocer nuevamente el primado de Dios y de su palabra: ésta es la preparación esencial para el año 2000. Naturalmente, nos podemos preguntar por qué Dios no creó un mundo en el que su presencia fuera más manifiesta, por qué Cristo no dejó otro esplendor de su presencia que conquistara a todos de modo irresistible. Se trata del misterio de Dios y del hombre, que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que precisamente Dios no tiene la evidencia. En este mundo debemos oponernos a los engaños de las falsas filosofías y reconocer que no vivimos sólo de pan, sino ante todo de la obediencia a la palabra de Dios. Y solamente donde se vive esta obediencia se desarrollan los principios morales que pueden proporcionar también pan para todos.

 

La segunda tentación: ¿poner a prueba a Dios?

Pasemos a la segunda tentación de Jesús, cuyo significado ejemplar bajo muchos aspectos es el más difícil de comprender. La tentación se ha de entender como una especie de visión, en la que nuevamente se sintetiza una realidad, un peligro particular del hombre y de la misión de Jesús. Ante todo, aquí hay algo singular: el diablo cita la Sagrada Escritura para intentar que Jesús caiga en su trampa. Cita el Salmo 90, versículos 11 y 12, que hablan de la protección que Dios garantiza al hombre fiel: «A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra». Estas palabras cobran aún mayor peso por el hecho de que son pronunciadas en la ciudad santa, en un lugar sagrado. De hecho, el Salmo citado está relacionado con el templo; el que hace oración espera la protección en el templo, porque la morada de Dios no puede por menos de constituir un lugar especial de protección divina. El hombre que cree en Dios, ¿dónde podría sentirse más seguro que en el recinto sagrado del templo? El diablo muestra que conoce muy bien las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud. Todo el diálogo de la segunda tentación se presenta formalmente como un debate de dos expertos en Sagrada Escritura. El diablo aparece como teólogo, observa al respecto Joachim Gnilka. Soloviev recogió este motivo en su «Breve relato del Anticristo»: el Anticristo recibe de la universidad de Tubinga el doctorado honoris causa en teología. Este libro del gran teósofo ruso es tan interesante precisamente por el hecho de que no sólo actúa como comentario a la narración de las tentaciones de Jesús, sino que también ilumina los rasgos de nuestro presente, que nos asombra y nos debe señalar las fronteras que delimitan la Fe y la apostasía, la Fe y la herejía. Si la teología se convierte en puro saber sobre textos bíblicos y sobre la historia de la Fe cristiana, pero queda subordinada a decisiones fundamentales diversas, ya no está al servicio de la Fe, sino que la destruye. La discusión teológica entre Cristo y el diablo es un debate sobre la correcta interpretación de la Escritura, cuyo criterio no reside en la pura dimensión histórica. La verdadera cuestión es con qué imagen de Dios se lee la Escritura. La discusión sobre la interpretación es una discusión sobre lo que es Dios. Una frase del relato del Anticristo muestra qué es lo que últimamente está en juego: «Él (el Anticristo) creía en Dios, pero (...) en lo más íntimo de su corazón se prefería a sí mismo». Ahora bien, en la narración de las tentaciones la discusión sobre la Escritura ante todo es también una discusión sobre la cuestión de si el Antiguo Testamento pertenece verdaderamente a Cristo, si Él es de verdad la respuesta a sus promesas. Él, el pobre, el débil, el fracasado, el que no es protegido por Dios en la cruz; Él, que no trajo el bienestar general que proporciona el Anticristo, ¿es verdaderamente el que ha de venir? Como hemos dicho, la disputa sobre la Escritura es una discusión sobre la imagen de Dios, pero esta disputa se decide a partir de la imagen de Jesucristo: Él, que se quedó sin poder mundano, ¿es verdaderamente el Hijo de Dios vivo? La lucha en torno a la Biblia, esta lucha en torno al Dios que se manifestó en Jesucristo, se debe renovar siempre.

Así, la pregunta estructural sobre el singular diálogo escriturístico entre Cristo y el tentador lleva directamente a la cuestión del contenido. En efecto, ¿qué es lo que está en juego? Se ha relacionado esta tentación con el lema de «panem et circenses». Después del pan debía ofrecerse alguna experiencia sensacional. Dado que es evidente que la simple satisfacción corporal no basta al hombre, quien no quiere permitir que Dios entre en el mundo de los hombres debe ofrecer la excitación de espectáculos emocionantes, cuyo estremecimiento sustituya y aleje del sentimiento religioso. Pero ciertamente eso no puede entenderse en este caso, dado que en la tentación aparentemente no se supone ningún espectador. El aspecto esencial se manifiesta en la respuesta de Jesús, que una vez más está tomada del libro del Deuteronomio (6, 16): «No tentarás al Señor tu Dios». Se trata de una alusión al episodio del Deuteronomio en que Israel corrió el peligro de morir de sed en el desierto. Hubo una rebelión contra Moisés, que se transformó en una rebelión contra Dios. Dios debe mostrar que Él es Dios. Esta rebelión contra Dios es descrita así en la Biblia: «Tentaron al Señor, diciendo: "¿Está el Señor entre nosotros o no?"» (Ex 17, 7). Por consiguiente, se trata de algo que ya había acontecido: Dios se debe someter a una prueba. Es «probado», como se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para nuestra certeza. Si Él ahora no garantiza la protección prometida por el Salmo 90, entonces Él no es Dios. En ese caso, fallaría su propia palabra, y por tanto Él mismo. Nos encontramos aquí, ante todo, el gran problema de cómo se puede conocer y cómo no se puede conocer a Dios; de cómo el hombre puede estar en relación con Dios y de cómo él lo puede perder. La presunción, que quiere reducir a Dios a objeto e imponerle nuestras condiciones de laboratorio, no puede encontrar a Dios. En efecto, supone ya que negamos a Dios como Dios, porque nos ponemos por encima de Él, porque dejamos de lado toda la dimensión del amor, de la escucha interior, y reconocemos como real sólo lo que es experimental, lo que nos es dado palpar. Quien piensa así, se hace a sí mismo Dios y degrada no sólo a Dios, sino también al mundo y a sí mismo.

Sin embargo, a partir de esta escena sobre el pináculo del templo se abre también la mirada sobre la cruz. Cristo no se arrojó del pináculo del templo. No se lanzó al abismo. No puso a prueba a Dios, pero bajó al abismo de la muerte, en la noche del abandono, en la soledad de los indefensos. Se atrevió a dar ese salto como un acto de amor de Dios a los hombres. Y por eso sabía que en ese salto al final sólo podía caer en las amorosas manos del Padre. Así se manifiesta el verdadero sentido del Salmo 90, el derecho a esa última e ilimitada confianza, de la que se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en medio de todos los horrores que puede afrontar no perderá una última protección. Sabe que el fundamento del mundo es amor, y que por tanto también donde ningún hombre podrá o querrá ayudarle puede triunfar confiando en Aquel que lo ama. Sin embargo, esa confianza, a la que la Escritura nos autoriza y a la que el Señor, el Resucitado, nos invita, es algo totalmente diferente de la peligrosa provocación de Dios, que quisiera poner a Dios a nuestro servicio.

 

La tercera tentación

Pasemos a la tercera y última tentación, culmen de toda la narración. El diablo lleva al Señor, en visión, a un monte muy alto. Allí le muestra todos los reinos de la tierra y su gloria, y le ofrece el dominio del mundo. ¿No es precisamente ésa la misión del Mesías? ¿No debe ser Él el rey del mundo, que reunirá a toda la tierra en un gran reino de paz y de bienestar? Como en el caso de la tentación de los panes hay en la historia de Jesús dos paralelos singulares, la multiplicación de los panes y la última cena, así también sucede con respecto a este episodio. El Señor resucitado reúne a los suyos «en un monte» (Mt 28, 16) y allí les dice en verdad: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Dos cosas impresionan aquí por su diversidad: el Señor tiene poder en el cielo y en la tierra, y sólo quien tiene todo este poder tiene el poder que de verdad salva. Sin el cielo, el poder terreno permanece siempre ambiguo y frágil. Sólo el poder que se pone bajo el criterio y bajo el juicio del cielo, es decir, de Dios puede convertirse en poder para el bien. Y sólo el poder que está bajo la bendición de Dios puede ser digno de confianza. Además, está este segundo aspecto: Jesús tiene este poder como resucitado. Eso significa que ese poder supone la cruz, supone su muerte. Supone otro monte, el Gólgota, donde Él, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos, está colgado en la cruz y muere. El reino de Cristo es diverso de los reinos de la tierra y de su gloria, que Satanás muestra. Esta gloria, como dice la palabra griega doxa, es apariencia, es algo que se disuelve. El reino de Cristo no tiene esa gloria, sino que se manifiesta, por la humildad de la predicación, en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19 ss).

Pero volvamos a la tentación. Su verdadero contenido se hace visible si miramos cómo, a través de la historia, asume una configuración siempre nueva. El imperio cristiano intentó muy pronto hacer de la Fe un factor político de su unidad. El reino de Cristo debería asumir la configuración de un reino político y de su gloria. La debilidad de la Fe, la fragilidad terrena de Jesucristo debía sostenerse con un poder político y militar. En todos los siglos esta tentación de asegurar la Fe con el poder ha vuelto a presentarse de múltiples formas, y siempre la Fe ha corrido el riesgo de quedar ahogada precisamente por los abrazos del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para lograr que el reino de Jesús no se identificara con ninguna forma política, debe librarse hasta el fin de los siglos. En efecto, el precio por la unión de Fe y poder político se paga siempre al final con el hecho de que la Fe queda al servicio del poder y debe someterse a sus criterios.

En el relato de la pasión del Señor se manifiesta de forma singular la alternativa de la que hemos hablado. En el culmen del proceso, Pilato invita a elegir entre Barrabás y Jesús. Uno de los dos era un salteador» (Jn 18, 40). Pero la palabra griega que se traduce con salteador había asumido en la situación política de la Palestina de entonces un significado específico. Significaba algo así como «combatiente de la resistencia». Barrabás había participado en un motín y había sido acusado, en ese contexto, de asesinato (cf. Lc 23, 19.25). Si san Mateo dice que Barrabás era un «preso famoso», quiere decir que había sido uno de los principales luchadores de la resistencia, más aún, precisamente el jefe de ese motín (cf. Mt 27, 7). Con otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y Barrabás no es casual; se enfrentan dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo. Eso resulta aún más evidente si pensamos que «Bar-Abba» significa Hijo del Padre. Es una típica denominación mesiánica, el nombre ritual de uno de los jefes principales del movimiento mesiánico. La última gran guerra mesiánica de los judíos en el año 132 fue acaudillada por Bar-Kokheba, «el Hijo de la estrella». Es la misma formación nominal, y manifiesta la misma intencionalidad. Orígenes nos brinda también otro detalle interesante: en muchos manuscritos de los evangelios hasta el siglo tercero, el hombre del que se trata se llamaba «Jesús Barrabás», «Jesús, Hijo del Padre». Se presenta como una figura opuesta a Jesús, que reivindica la misma pretensión, pero de una manera muy diferente. La elección es, por consiguiente, entre un mesías jefe de la resistencia, que promete libertad y su reino, y este misterioso Jesús que proclama que para llegar a la vida es preciso negarse a sí mismo. ¿Cabe sorprenderse de que las multitudes hayan preferido a Barrabás?

Si hoy nosotros tuviéramos que elegir, ¿tendría alguna esperanza Jesús de Nazaret, el Hijo de María, el Hijo del Padre? Pero nosotros ¿conocemos a Jesús? ¿Lo comprendemos? En la preparación para el gran jubileo, ¿no debemos, quizá, esforzarnos de modo totalmente renovado por conocerlo? El tentador no es tan tonto como para proponernos directamente la adoración del diablo. Nos propone simplemente que decidamos lo que es razonable, que prefiramos un mundo planificado y totalmente organizado, en el que Dios puede tener su lugar como un asunto privado, pero que no puede interferir en nuestras opciones esenciales. Soloviev atribuye al Anticristo un libro: «El camino para la paz y el bienestar del mundo», que se transformará en la nueva Biblia y tiene como contenido real la adoración del bienestar y de la planificación racional.

Como ya he insinuado, la misma tentación vuelve en el Nuevo Testamento una vez más después de la confesión de Pedro sobre Jesús. Jesús acepta la confesión mesiánica de Pedro, pero, para que no haya malentendidos como en el sentido de Barrabás, comienza inmediatamente a explicar a los discípulos que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, ser condenado, morir, y al final resucitar. Pedro, que había hablado antes impulsado por el Espíritu Santo, habla ahora de nuevo pero totalmente por iniciativa propia y reprocha a Jesús: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» (Mt 16, 22). Entonces Jesús le responde: «¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Eres escándalo para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16, 23).

La voluntad de Dios se enfrenta con la voluntad del hombre. En definitiva, también en esta tentación se intenta alejar al hombre de Dios. La respuesta de Jesús al tentador: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo servirás», recuerda el Shemá Israel, las verdaderas palabras centrales del Antiguo Testamento, su confesión de Fe esencial y su oración fundamental, que así se sitúa también en el centro del Nuevo Testamento y de la existencia cristiana: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-5). La proclamación de esta frase fue y es designada en el judaísmo como «tomar sobre sí el yugo del reino de Dios». Exactamente esto es lo que sucede aquí: Jesús instituye el primado de Dios y declara al mundo su reino, reino de Dios. Y sólo donde Dios reina, sólo donde Dios es reconocido en el mundo, también es honrado el hombre, y el mundo puede llegar a ser justo. El primado de la adoración es el requisito fundamental para la liberación del hombre.

El poder de Dios en el mundo es discreto, no busca ostentación. Lo revela no solamente el relato de las tentaciones, sino también la vida entera de Jesús. Pero es el poder verdadero y duradero. La casa de Dios parece continuamente «encontrarse como en agonía». Pero siempre se demuestra nuevamente como la que realmente resiste y salva. Los reinos del mundo, que entonces Satanás podía mostrar al Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser mera apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria de su amor, humilde y dispuesta a sufrir, no ha sufrido ocaso. En la lucha contra Satanás, Cristo salió vencedor: unos ángeles se acercaron y le servían, dice el evangelista (cf. Mt 4, 11). El Año santo nos invita a descubrir esta victoria de Cristo, su gloria duradera, y a dejarnos guiar por ella en las decisiones de nuestra vida diaria.

 

Reflexiones conclusivas: escoge la vida.

La liturgia de la Iglesia nos propone de forma sintética, al inicio de la Cuaresma, en las lecturas del jueves que sigue al Miércoles de Ceniza, la decisión fundamental de la existencia cristiana: la elección que nos pone ante el relato de las tentaciones y de la que ningún hombre puede eximirse. En la lectura tomada del Deuteronomio se dice: «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. (...) Te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida» (Dt 30, 15.19). ¡Escoge la vida! ¿Qué significa? ¿Cómo se hace? ¿Qué es la vida? ¿Tener lo más posible? ¿Poder tenerlo todo, permitírselo todo, no conocer más límites que los del propio deseo? ¿Poder tenerlo todo y poder hacerlo todo, gozar la vida sin límite alguno? ¿No es esto la vida? ¿No parece ésta así, como en todos los tiempos, la única respuesta posible? Pero, si contemplamos nuestro mundo, vemos que este estilo de vida acaba en un círculo diabólico de alcohol, sexo y droga; que esta aparente elección de la vida debe considerar al prójimo como un rival; siente lo que se posee siempre como demasiado poco y lleva precisamente a la anticultura de la muerte, al aburrimiento de la vida, a la falta de amor a sí mismo, que hoy observamos por doquier. La gloria de esta elección es una imagen engañosa del diablo. En efecto, se pone contra la verdad, porque presenta al hombre como un dios, pero como un falso dios, que no conoce el amor, sino sólo a sí mismo, y lo refiere todo a sí mismo. El criterio de referencia para el hombre es el ídolo, no Dios, en este intento de ser un dios.

Esta forma de elegir la vida es mentira, porque deja a Dios de lado y así lo deforma todo. «¡Escoge la vida!». Una vez más, ¿qué significa? El Deuteronomio nos da una respuesta muy sencilla: Escoge la vida, es decir, escoge a Dios, pues Él es la vida. «Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que yo te prescribo hoy, si amas al Señor, tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus preceptos y normas, vivirás» (Dt 30, 16). ¡Escoge la vida!, ¡escoge a Dios!

Escoger a Dios significa, según el Deuteronomio, amarlo, entrar en comunión de pensamiento y de voluntad con Él, fiarse de Él, encomendarse a Él, seguir sus caminos. La liturgia del jueves que sigue al Miércoles de Ceniza presenta, después del texto del Deuteronomio, el pasaje del evangelio de san Lucas (9, 22-25) en que Jesús anuncia su pasión, corrigiendo el falso concepto que Pedro tenía del Mesías, y rechazando así la tentación de la falsa elección, la tentación por excelencia. El Señor nos aplica luego a nosotros este anuncio relativo a su camino y nos muestra cómo podemos escoger la vida.

«Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 24-25). La cruz no tiene nada que ver con la negación de la vida, con la negación de la alegría y de la plenitud del ser humano. Al contrario, nos muestra exactamente la verdadera forma de encontrar la vida. Quien quiere salvar su vida, apoderándose de ella, la pierde. Sólo quien se pierde a sí mismo, se encuentra a sí mismo y encuentra la vida. Cuanto más osadamente los hombres se han atrevido a perderse, a entregarse, cuanto más han aprendido a olvidarse, tanto más grande y más rica ha llegado a ser su vida. Basta pensar en Francisco de Asís, en Teresa de Avila, en Vicente de Paúl, en el cura de Ars, en Maximiliano Kolbe: todos son modelos de verdaderos discípulos, que nos muestran el camino de la vida, porque nos muestran a Cristo. De ellos podemos aprender a escoger a Dios, a escoger a Cristo y a escoger así la vida.