CINCO COMPAÑEROS
EN EL CAMINO DEL ENVEJECER

 


Dolores Aleixandre RSCJ

Testimonio

 

 

A Jesús le faltó saber por propia experiencia lo que es envejecer y habló poco de esa etapa de la vida. Sólo en la escena de Tiberiades, después de su resurrección, encontramos unas palabras muy reveladoras dirigidas a Pedro:

“Cuando eras joven, te ceñías e ibas a donde querías; cuando seas viejo, extenderás  los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras” (Jn 20,18).

 

El acento del aviso está puesto en una diferencia básica entre la juventud y la vejez: la pérdida de la autonomía y de la libertad de movimientos, es decir, el paso de la activa a la pasiva.

 

Empezamos a entender algo de esa constatación de Jesús cuando barruntamos (o nos lo hacen barruntar los de alrededor) que nos ha llegado la hora de dejar responsabilidades, cambiar de ritmos y reducir actividad. 

 

No es fácil hacer ese tránsito y quienes estamos en ello lo sabemos. Como sabemos también que al ámbito de la misión le rondan muchos “demonios”: nuestro activismo compulsivo, nuestros deseos de eficacia y reconocimiento, nuestras obsesiones por hacer valer lo que hacemos y emprendemos.

 

Al llegar la vejez esos poderes del yo que quizá nos han sostenido durante demasiado tiempo, empiezan a tambalearse y nos vemos obligados, nos guste o no, a apoyar nuestro envío en misión (que sigue vivo en nuestro camino creyente) sobre otros suelos y a ejercerlo de maneras nuevas.   

 

Para ello nos urge hacer algo parecido a lo de aquel hombre de la parábola que, antes de emprender la construcción de la torre que había proyectado, se sentó a calcular si disponía de recursos para poder acabarla (Lc 14,28-30). Si aplicamos la parábola al cambio en el horizonte de la misión, nos hacemos en seguida conscientes de que, por más que busquemos y rebusquemos materiales en nuestro almacén, nos urge encontrarlos más allá de nosotros porque ya conocemos lo escaso de nuestros propios recursos.

 

Vamos a dirigirnos al “almacén” de las historias de vida de algunos hombres y mujeres de la Biblia buscando inspiración y sabiduría para hacer el viraje vital que esta nueva época está reclamando. En ninguno de ellos encontraremos respuestas definitivas ni itinerarios completos pero quizá nos ofrezcan una luz o un ángulo de visión inesperado, un “ladrillo” que puede contribuir a  la tarea que tenemos entre manos de seguir construyendo esa torre, siempre inacabada, de nuestra misión. 

 

Desde esta clave, nos acercamos a estos personajes:

 

Noemí, la deslenguada

 

La visitamos en primer lugar porque su libertad para decir lo que pensaba, expresar sus sentimientos y no ocultar su amargura y sus reproches a Dios, la convierten en una especie de “Job femenina”.

 

Después de los años vividos en Moab donde han muerto su marido y sus dos hijos, vuelve a Belén viuda y sin descendencia, con la sola compañía de su nuera Rut, también viuda sin hijos. Cuando la ven sus antiguas vecinas comentan:

 

- “¡Pero si es Noemí!” (y quizá murmuraron entre ellas: “Con lo buena moza que era, qué lástima verla ahora hecha una ruina… Cuántas arrugas, cuántas canas, menuda artritis debe tener, no hay más que ver cómo arrastra los pies…”)

 

Y ella se despacha con estas palabras:

 

- No me llaméis Noemí, llamadme Mara, porque el Todopoderoso me ha llenado de amargura. Llena me marché, y el Señor me trae vacía. No me llaméis Noemí, que el Señor me afligió, el Todopoderoso me maltrató (Rut 1,20-21).

 

Me recuerda las palabras de Lewis Black, un cómico norteamericano, furioso de convertirse en sexagenario:

“Sesenta años no es lo que antes eran los 40; ¡son 60, estúpidos!” y propone que, como a partir de los 22 años empieza el declive,  hay que dejar de celebrar el cumpleaños porque, “después de esa edad no se puede esperar más que tristeza, decadencia y la muerte”[1].

 

También Noemí está enfadada y no sólo con la vida, sino con Dios y lo dice sin reprimir ni suavizar sus quejas;  pero nada de eso va a ser obstáculo para que el final de su historia sea de plenitud y fecundidad.

 

Todos conoceremos a más de uno/a “noemís” que llegan a la vejez descontentos, decepcionados de lo que han vivido, negativos y pesimistas, retirándose de mala gana de los lugares en que antes trabajaron. Les parece que cuando ellos se vayan, todo lo que crearon con tanto esfuerzo se vendrá abajo y por eso intentan mantener durante el mayor tiempo posible el mando y el control.

 

De Noemí aprendemos a pasar por esa etapa de rebeldía, a saber que no pasa nada por sacar fuera esos sentimientos y que es bueno buscar algunas “vecinas/os” con quienes desahogarlos porque se nos pudrirán dentro si los reprimimos.

 

Lo mismo que ella, intentar entrar en ese nuevo “Belén” que ahora toca y dejar a Dios ser en nuestra vida el Dios que nos concede una fecundidad a su manera, que no a la nuestra, y que puede poner en nuestros brazos un “hijo” que ya no sea fruto de nuestros esfuerzos y trabajos,  sino de su gracia.

 

Barzilay de Galaad, el sensato

 

Encontramos a este personaje en 2Sam 19,32-39, apoyando con sus recursos al fugitivo David que, en recompensa por ello, le propone llevárselo con él a Jerusalén donde él mismo será su proveedor. Pero Barzilay le contesta:

 

-    Pero ¿cuántos años tengo para subir con el rey hasta Jerusalén? ¡Cumplo hoy ochenta años! Cuando tu servidor come o bebe, ya no distingue lo bueno de lo malo, ni tampoco si oye a los cantores o a las cantoras. ¿Para qué voy a ser una carga más de su majestad? Pasaré un poco más allá acompañando al rey, no hace falta que el rey me lo pague. Déjame volver a mi pueblo, y que al morir me entierren en la sepultura de mis padres. Aquí está mi hijo Quimeán, que vaya él, y lo tratas como te parezca bien.

El rey entonces abrazó a Barzilay, lo bendijo y Barzilay se volvió a su pueblo.

 

Cuánto sentido común y cuánto realismo el de este hombre, consciente de sus límites, de su oído duro que ya no es capaz de distinguir “a los cantores de las cantoras” y decidido a no ser un estorbo para nadie.  

 

También Qohélet describía con cierta amargura los estragos de la vejez : a las cataratas les llama “el nublado”; a las rodillas tambaleantes, “los guardianes de casa” que, a causa de su vacilación  hacen que “den miedo las alturas”; de la dentadura dice: “las que muelen serán pocas y se pararán”; de las canas, que son como el florecer del almendro y los oídos “puertas de la calle”,  son los culpables de que se apague “el ruido del molino” y se debilite  “el canto de los pájaros” (Ecl 12, 1-10)

 

¿No podríamos pedirles a los dos consejo acerca del momento oportuno para retirarnos de algunas tareas, ceder paso a otros, y encontrar con creatividad y modestia nuevos espacios de relación y de trabajo más acordes con nuestras fuerzas?

 

Estupenda contribución a la misión ésta de no crear problemas a los que vienen detrás, y dejar fluir la sucesión sin empeñarnos en prolongar más tiempo del conveniente la actividad que durante un tiempo desempeñamos, pero que ahora nos toca abandonar.

 

Jacob, el revestido de otro

 

En la trama tejida por Rebeca para engañar a Isaac y conseguir que bendiga a Jacob en lugar de a Esaú, la túnica del hermano mayor juega un papel decisivo:

 

“Rebeca tomó el manto de su hijo mayor, el manto de fiesta que tenía en el arcón, y vistió con él a su hijo menor” (Gen 27,15). El padre ciego “al oler el aroma del traje, lo bendijo, di­ciendo: 

‑ Aroma de un campo que bendijo al Señor es el aroma de mi hijo: que Dios te conceda el rocío del cielo, la fertilidad de la tierra, abundancia de trigo y de vino. Que te sirvan los pueblos, y se postren ante ti las naciones. Sé señor de los hijos de tu madre, que ellos se postren ante ti. Maldito quien te maldiga, bendito quien te bendiga. (Gen 27,25-29)

 

Thomas Merton compone una preciosa oración sobre la escena:

 

“Vengo a Ti como Jacob con los vestidos de Esaú, es decir, con los méritos y la Preciosa Sangre de Jesucristo. Tú, Padre, que has querido parecer ciego en la oscuridad de ese gran misterio que es la revelación de tu amor, pon tus manos sobre mi cabeza y bendíceme como a tu único Hijo.

 

Tú has querido verme únicamente en Él, pero con ello has querido verme tal como soy en realidad. Pues mi yo pecador no es mi yo verdadero, no es el yo que Tú has querido para mí, sino tan sólo el yo que yo he querido para mí mismo. Y ya no deseo más este falso yo.

 

Ahora, Padre, vengo a Ti en el yo de tu propio Hijo, porque es su Corazón el que ha tomado posesión de mí y ha aniquilado mis pecados, y es Él quien me presenta a Ti. ¿Dónde? En el santuario de su propio Corazón, que es tu palacio, el templo donde los santos te adoran en el cielo.”

 

Es probable que durante demasiado tiempo nos hayamos afanado por recubrirnos en la misión con los “mantos” de nuestros propios recursos, cualificaciones o valores, pero llegan tiempos de lucidez que nos hacen descubrir cuánto de nuestro “yo” iba implicado en las tareas que emprendíamos y empezamos a sentir que nada de eso que tanto perseguimos (reconocimiento, nombre, gratitud…) tenía verdadero valor.

 

Es tiempo de revestir nuestra desnudez con el manto de nuestro Hermano mayor y de que sea  “su aroma” lo que el Padre reconozca cuando nos acercamos a Él. Bendito manto y bendito momento aquel en que reconocemos necesitarlo.

 

El “buen olor” que los demás percibirán será el de alguien que no trata de disimular sus carencias y limitaciones, porque bastante ocupado está con agradecer el saberse amparado por Otro. ¿No estamos necesitando en la misión, en vez de los consabidos protagonismos,  más testimonios de esta “suplantación”?

 

El joven que escapó desnudo.

 

Podemos verle como una prolongación en el NT del personaje anterior.  Aparece al final de la escena del prendimiento de Jesús en el huerto en el evangelio de Marcos:

“Lo iba siguiendo un joven envuelto sólo en una sábana y le echaron mano. Pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo” (Mc 14,51-52).

 

Es un personaje extraño sobre el que hay tantas interpretaciones como comentaristas. La forma de mirarlo que propongo, aunque poco ortodoxa desde el punto de vista de la exégesis, puede resultar sugerente: contemplarlo como a alguien que disfruta de la libertad de quien ya no posee nada: se ha desnudado (o ha sido desnudado) de las “sábanas” que disfrazaban su verdadera personalidad, ha dejado atrás apariencias, roles, estatus sociales, viejos nombres y ahora es él mismo, desnudo, vacío y libre en su auténtica identidad.

 

¿No nos sentimos atraídos por la posibilidad de vivir desde esa perspectiva los despojos que la vejez trae consigo?  ¿No será una forma alternativa de estar en misión la de aparecer con esta libertad y desnudez de corazón ante aquellos a quienes queremos anunciar algo de Jesús?

 

Lázaro, el que nunca hizo nada

 

Resulta llamativo que este personaje del evangelio de Juan, no sea sujeto de ninguna acción excepto la de “enfermar” y “morirse”, y que tampoco pronuncie ni una sola palabra. Allí donde aparecen los hermanos de Betania, son siempre las dos mujeres, Marta y María, las que toman la palabra y la iniciativa. En la escena en que Jesús se aloja en su casa, ni siquiera se nombra a Lázaro (Lc 10, 38-42).

 

El texto de Juan que hace referencia a él comienza  diciendo: “Había un enfermo llamado Lázaro de Betania…” y son sus hermanas las que avisan a Jesús; a continuación se narra su muerte y cuando Jesús ante su tumba le ordena: “¡Sal fuera!” Lázaro, “el muerto”, sale envuelto en sus vendas y es, una vez más, un sujeto pasivo: “desatadlo y dejadlo ir”. (Jn 11,44).

 

Tampoco en la celebración que viene a continuación asume responsabilidad alguna y, mientras Marta servía y María ungía los pies de Jesús, “Lázaro estaba sentado a la mesa (Jn 12,1).

 

Pero de Lázaro, a pesar de su pasividad, el evangelio da testimonio de cuánto lo quería Jesús y de que sollozó ante su tumba (Jn 11,5.11.35). Así que no parecen ser sus acciones, trabajos, compromisos o cualidades lo que fundamentaron aquella amistad y podemos pensar que Jesús lo amaba “porque sí”,  más allá de que Lázaro “hiciera cosas por él”.

 

Una de las actitudes más difíciles de "evangelizar” en nosotros es la tendencia a creer que "valemos" ante Dios por las cosas que hacemos y que son nuestros esfuerzos y méritos los que atraen su favor y su gracia.

 

Todo el culto sacrificial de la antigüedad se basaba en eso, así como la escrupulosa observancia de la Ley judía por parte del mundo fariseo.

 

Jesús polemiza contra ellos, como lo hará después Pablo, porque, debajo de esa obsesión por aparecer ante Dios como perfectos cumplidores, no siempre está el deseo de coincidir con su voluntad, sino más frecuentemente la autosuficiencia de quien se apoya en sí mismo y se cierra así la puerta a una gracia que es concedida más allá de cualquier merecimiento.

 

¿No hay algo de eso en la secreta satisfacción con que nos presentamos a partir de las cosas que hacemos y de cuánto nos comprometemos? Como si fuera nuestra agenda llena la que verdaderamente diera “peso” y valor a nuestra vida.

 

Frente a los engaños que acompañan con frecuencia nuestro “hacer” con sus tendencias insanas, el camino de disminución de tareas en el que nos adentra la vejez  nos invita a fomentar el “ser” y el “estar” más que “hacer”.

 

Lázaro “el pasivo” nos reorganiza los valores y nos ayuda a reconocer con gozo que en nuestra vida, como en la suya, todo es don gratuito y lo mejor de ella no depende de nuestro esfuerzo: es un regalo del que somos fundamentalmente “receptores”.

 

Este poema de Dulce María Loynaz puede ayudarnos a corregir viejas costumbres de “hormiga” y a agradecer que nuestra misión sea también ahora la de “cantar y perfumar”:

 

Perdónenme el sol y la tierra

y los pájaros del aire

y todas las criaturas

simples y libres y luminosas.

 

No fue el mío

el pecado primaveral de la cigarra,

aquel que se comprende y hasta se ama.

 

Fue el pecado oscuro,

silencioso,

de la hormiga,

fue el pecado de la provisión

y de la cueva

y del miedo a la embriaguez y a la luz.

 

Fue olvidar

que los lirios que no tejen

tienen el más hermoso de los trajes,

y tejer ciegamente,

sordamente,

todo el tiempo que era

para cantar y perfumar.

 

Dolores Aleixandre RSCJ

Testimonio