Camino de eternidad
Autor: Antonio Orozco
«Mis días se van río abajo, salidos de mí hacia el mar, como las ondas iguales y
distintas de la corriente de mi vida: sangres y sueños. Pero yo, río en
conciencia, sé que siempre me estoy volviendo a mi fuente»
Cómo será el Cielo
«Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre cuáles cosas tiene
Dios preparadas para los que le aman». Sabemos que supera toda posible
imaginación, porque la generosidad de Dios y su poder son infinitos. «Sabemos
que si esta nuestra casa terrestre se desmorona, tenemos habitación de Dios en
los Cielos»; porque «esta es la promesa que Él mismo nos ha hecho: la vida
eterna».
Dios mismo, que nos ha creado con un ansia hondísima de vivir siempre, nos
asegura que, en efecto, más allá del tiempo -breve en todo caso- nos espera la
eterna plenitud del gozo: «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la
vida».
Es claro que todo hombre tendrá vida eterna. Pero cuando en la Escritura Santa
se habla de «vida eterna», se refiere sólo a la de los bienaventurados, porque
la otra, la de los que se autocondenen a la lejanía de Dios, más que vida, será
lo suyo una agonía interminable.
«Queridísimos -escribe San Juan-, nosotros somos ahora hijos de Dios, mas lo que
seremos algún día no aparece aún. Sabemos que cuando se manifieste Jesucristo,
seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es». No como al través de
velos o sombras, sino en Sí mismo. Seremos semejantes al Jesús del Tabor.
Endiosados, extasiados, contemplaremos y viviremos en el torrente inefable de
Amor que es Dios. Escucharemos el diálogo eterno de las tres divinas personas.
Asistiremos a la eterna generación del Hijo y a la espiración del Espíritu
Santo.
La juntura de todos los bienes
A gentes poco ilustradas se les puede antojar algo monótono pasar la eternidad
contemplando -simplemente contemplando- a Dios. Pero sucede que en ello se
encuentra «la juntura de todos los bienes», según el decir de San Juan de la
Cruz, porque Dios es toda la Verdad, toda la Bondad, toda la Belleza, toda la
Sabiduría, todo el Amor. Por lo demás, amar no es pasividad sin más: es una
contemplación que suscita una actividad intensísima, la entrega de toda la
persona en un éxtasis de sumo gozo.
«Si el amor, aun el amor humano, da tantos consuelos aquí, ¿qué será el amor en
el Cielo?», donde el Amor se posee y se vive en toda su maravilla. «Vamos a
pensar lo que será el Cielo (...) ¿Os imagináis qué será llegar allí, y
encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en
nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día:
¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de
Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos
nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: "ni ojo vio, ni oído
oyó..." Vale la pena, hijos míos, vale la pena».
Cuenta Francisca Javiera del Valle, cómo «allá... en inmensas y dilatadas
alturas, fue arrebatada mi alma por una fuerza misteriosa y con tanta sutileza,
que así como nuestro pensamiento, en menos tiempo de abrir y cerrar los ojos,
recorre de un confín a otro confín, allí con esa mayor ligereza me veía allá, en
aquellas inmensas y dilatadas alturas, donde siempre están todos como en el
centro de Dios metidos, vayan donde vayan, recorran lo que quieran. Siempre se
hallan en el centro de Dios y siempre arrebatados con su divina hermosura y
belleza. Porque Dios es océano inmenso de maravillas y también como esencia que
se derrama, y siempre está derramándose. Y como lo que se derrama son las
grandezas y hermosuras, dichas y felicidades y cuanto en Dios se encierra,
siempre el alma está como nadando en aquellas dichas, felicidades y glorias que
Dios brota de sí. Es Dios cielo dilatado y por eso siempre se está viendo y
gozando nuevos cielos, con inconcebibles bellezas y hermosuras, y todas estas
bellezas y hermosuras siempre las ve y las goza el alma como en el centro de
Dios. Y recorriendo aquellos anchurosos cielos nuevos siempre el alma se halla
eternamente feliz».
No hay riesgo de cansancio o hastío. «Aquí -dice Malon de Chaide- dura siempre
una alegre primavera, porque está desterrado el erizado invierno; ni la furia de
los vientos combaten los empinados árboles, ni la blanca nieve desgaja con su
peso las tiernas ramas; aquí el enfermizo otoño jamás desnuda las verdes
arboledas de sus hojas (...)»
«Cuando demos el gran salto, Dios nos esperará para darnos un abrazo bien
fuerte, para que contemplemos su Rostro para siempre, para siempre, para
siempre. Y como nuestro Dios es infinitamente grande, estaremos descubriendo
maravillas nuevas por toda la eternidad. Nos saciará sin saciarnos, no nos
empalagará jamás su dulzura infinita».
Lo único necesario
«Allá no se sabe qué cosa es dolor, no hay enfermedad, no llega a ti muerte
porque todo es vida, no hay dolor porque todo es contento, no hay enfermedad
porque Dios es la verdadera salud. Ciudad bienaventurada, donde tus leyes son de
amor, tus vecinos son enamorados; en ti todos aman, su oficio es amar y no saben
más que amar; tienen un querer, una voluntad, un parecer; aman una cosa, desean
una cosa, contemplan una cosa y únense con una cosa: Unum est necessarium». Una
sola cosa es necesaria.
Si somos fieles, seremos como los ángeles, que «vueltos a mirar aquella fuente
de amor dulcísima, arden con un sabroso fuego, adonde ¿quién podrá decir lo
menos de lo que gozan? Están rendidos a aquella divina, pura, antiquísima
hermosura de Dios; llévalos el amor enlazados y presos de un dulce y libre lazo
de amor, para que tornen a la fuente y principio de donde salieron; y como ven
aquel Sol de infinita belleza, amante eterno de sí mismo, vanse aquellas mentes
angélicas, atónitas, enajenadas de sí, libres, sin libertad, presas, sin
prisión, como las mariposas a la llama. Allí se encienden y no se queman; arden
y no se consumen; apúranse y no se gastan. Oh sol resplandeciente, hermosura
infinita, espejo purísimo de la gloria ¿Quién podrá decir lo que sienten los que
te gozan?».
Nadie puede decir lo indecible. He aquí el testimonio de Teresa de Jesús: «Ibame
el Señor mostrando grandes secretos... Quisiera yo dar a entender algo de lo
menos que entendía, y pensando cómo puede ser, hallo que es imposible; porque en
sola la diferencia que hay de esta luz que vemos a la que allí se representa,
siendo todo luz, no hay comparación, porque la claridad del sol parece muy
desgastada. En fin, no alcanza la imaginación, por muy sutil que sea, a pintar
ni trazar cómo será esta luz, ni ninguna cosa de luz que el Señor me daba
entender como un deleite tan soberano que no se puede decir; porque todos los
sentidos gozan en tan alto grado y suavidad, que ello no se puede encarecer, y
así es mejor no decir más».
Y así, según San Agustín, «este Bien que satisface siempre, producirá en
nosotros un gozo siempre nuevo. Cuanto más insaciablemente seáis saciados de la
Verdad, tanto más diréis a esta insaciable: amén, es verdad. Tranquilizaos y
mirad: será una continua fiesta».
Asistiremos pasmados a la eterna generación del Verbo y a la espiración del
Espíritu Santo. Veremos y paladearemos el cariño infinito que nos tienen el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, y con la Trinidad del
Cielo la Trinidad de la tierra, Jesús -Verbo que enlaza una y otra Trinidad-,
María y José. Los grandes amores, las Personas infinitamente buenas serán
nuestra compañía, nuestra conversación, nuestro gozo eternos. Todas las
maravillas del amor divino y del amor humano las gozaremos en plenitud.
Ciertamente «será una continua fiesta».
Un futuro que ya es
No son éstos sueños vanos, no sólo consuelo para los afligidos de este valle de
lágrimas. Son objeto de una esperanza certísima, fundada en la palabra de Dios.
Al extremo de que San Pablo, por su esperanza teologal, se consideraba en la
tierra ya en el Cielo: «Nosotros somos ciudadanos del Cielo, de donde aguardamos
un Salvador: el Señor Jesucristo». Por eso, el cristiano de fe ardiente, se
adelanta a todos, vive desde el futuro, un futuro que ya es: Cristo Jesús. Viene
de lo Eterno, camino hacia la Eternidad, sin perder un instante.
¿Cómo será mi Cielo?
Depende, claro es. Depende de mi caridad en el instante de cruzar la frontera
del tiempo. Mi belén eterno depende de la medida del amor a Dios que haya
conquistado en este tiempo fugaz. Qué bien se entiende la urgencia del Fundador
del Opus Dei: «Tened prisa en amar»; «todo el espacio de una existencia es poco,
para ensanchar las fronteras de tu caridad». La eternidad, lejos de lo que
algunos piensan, nos revela e ilumina todo el valor del tiempo. Nos enseña que
aun eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad. Porque cada
momento, cada ocupación, puede -y requiere- llenarse con todo el amor divino que
se lleve en el corazón. «Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!».
Este es el camino para arribar al Cielo: La santidad 'grande' está en cumplir
los 'deberes pequeños' de cada instante. No es poco, porque no es fácil. Pero la
gracia de Dios nos lo hace asequible, nos eleva hasta esa medida divina.
Fe, esperanza, amor -vida teologal- en los mil detalles de la vida ordinaria.
Incrementando así, cada día un poco, las virtudes humanas y las sobrenaturales.
Pequeños detalles de prudencia, de justicia, de fortaleza, de templanza. El
cuidado en las pequeñas cosas -no sólo de las grandes- que pertenecen al culto
divino, a la santa pureza, a la vocación recibida. Así, día a día, paso a paso
llegará el momento de oír la voz de Jesús: «Muy bien, siervo bueno y fiel;
puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo
de tu Señor». «Yo mismo -dice Dios- seré tu recompensa inmensamente grande».
El cielo y la tierra, el tiempo y la eternidad, coexisten en lo más íntimo de mi
ser. El tiempo pasa, pero no todo pasa con el tiempo. Yo no paso, mi yo no
envejece, al contrario, se aproxima a la juventud eterna de Dios. A cada paso,
se enriquece con las obras que hace a impulsos del Amor.
Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso
entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de
las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi razón, como un reproche
cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece,
porque es del Padre Nuestro que está en los cielos.