El cristianismo

¿Qué tiene de propio el cristianismo
que lo convierte en una religión distinta, única?

Entre todas las religiones del mundo, el cristianismo presenta rasgos que la hacen distinta y única, merecedora de atención especial. El primer dato significativo de la realidad del hecho cristiano es la duración en el tiempo, al que hay que añadir la extensión en el espacio geográfico.

El pequeño grupo cristiano de los comienzos, dirigido por Pedro con sus compañeros, era ya, cincuenta años más tarde, un movimiento extendido por casi todo el imperio romano, al que no pudieron reducir las mismas persecuciones.

El cristianismo es hoy el hecho religioso de mayor influencia en la historia de los últimos dos mil años. Vivimos en la "era cristiana", cuyo cómputo se ha impuesto universalmente.

 

 

1. La fe en Jesús, nota distintiva del cristianismo.

Esa es la nota fundamental que distingue al cristianismo de todas las otras religiones, en las cuales la creencia se dirige a un dios desconocido, la más de las veces lejano, abstracto o fundido con el cosmos.

 

 

 

 

 

 

Mientras esperaba en Atenas a Silas y Timoteo, Pablo se sentía exasperado al ver la ciudad sumida en idolatría. Conversaba en la sinagoga con los judíos y con los que, sin serlo, rendían culto al Dios verdadero; y lo mismo hacía diariamente en la plaza mayor con los transeúntes. También tomaron contacto con él algunos filósofos epicúreos y estoicos. Unos preguntaban: - ¿Qué podrá decir este charlatán? - Parece ser un propagandista de dioses extranjeros - decían otros -, basándose en que anunciaba la buena nueva de Jesús y de la resurrección.

Así que, sin más miramientos, le llevaron al Areópago y le preguntaron: - ¿Puede saberse qué nueva doctrina es esta que propugnas? Pues nos estás martilleando los oídos con extrañas ideas, y queremos saber qué significa todo esto. (Téngase en cuenta que todos los atenienses, y también los residentes extranjeros, no se ocupaban más que en charlar sobre las últimas novedades.)

Pablo, erguido en el centro del Areópago, se expresó así: - Atenienses: resulta a todas luces evidente que sois muy religiosos. Lo prueba el hecho de que, mientras deambulaba por la ciudad contemplando vuestros monumentos sagrados, he encontrado un altar con esta inscripción: "Al dios desconocido. " Pues al que vosotros adoráis sin conocerle, a ése os vengo a anunciar. Es el Dios que ha creado el universo y todo lo que en él existe; y, siendo como es el Señor de cielos y tierra, no habita en templos construidos por hombres ni tiene necesidad de que los hombres le sirvan, pues es él quien imparte a todos vida, aliento y todo lo demás.

El ha hecho, a partir de una sola sangre, que las más diversas razas humanas pueblen la superficie entera de la tierra, determinando las épocas concretas y los lugares exactos en que debían habitar. Y esto a fin de que, siquiera fuese a tientas, tuvieran posibilidad de encontrar a Dios. Realmente no está muy lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como bien dijeron algunos de vuestros poetas: "Efectivamente, estirpe suya somos." Siendo, pues, estirpe de Dios, no debemos suponer que la divinidad tenga algún parecido con esas imágenes de oro, plata o mármol, que son labradas por el arte y la inspiración humana. Y aunque es verdad que Dios no ha tomado en cuenta los tiempos en que reinaba la ignorancia, ahora dirige un aviso a todos los hombres, dondequiera que estén, para que se conviertan. Y ya tiene fijado el día en que ha de juzgar con toda justicia al mundo; a tal fin ha designado a un hombre, a quien ha avalado delante de todos al resucitarle triunfante de la muerte.

Cuando oyeron hablar de resurrección de muertos, unos lo tomaron a burla. Y otros dijeron: - ¡Ya nos hablarás de ese tema en otra ocasión!

Así que Pablo abandonó la reunión. Sin embargo, hubo quienes se unieron a él y abrazaron la fe; entre ellos, Dionisio, que era miembro del Areópago; una mujer llamada Dámaris y algunos otros.

Hechos 17, 16-33

 

 

 

 

 

 

Los cristianos, más que creer en Dios, creemos en Jesús, en quien Dios se manifiesta y se revela, y en quien tiene lugar el encuentro definitivo del hombre con Dios.

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: - «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: - «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: - «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» 
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:  - «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.» 
Jesús le respondió: -«¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.

Mateo 16, 13-17 

El Jesús en quien los cristianos creemos no es un simple intermediario o mensajero de Dios. Él mismo es Dios, el Hijo de Dios. Es la persona misma de Jesús la que obra la salvación de los hombres por el misterio de su muerte y resurrección. La fe en Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación, resume la esencia del cristianismo.

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas.

Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo.

Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.

Hebreos 1, 1-4

Hablamos de "fe" en sentido propio. No es una simple creencia o aceptación mental de una persona o unos hechos. La fe en Jesús implica una adhesión personal a su persona y al misterio que Él representa. Supone, por parte del creyente un verdadero salto, una decisión en profundidad que conlleva la conversión del corazón y el cambio radical que le convierte en un "hombre nuevo" en Jesucristo.

 

Entonces dijo Jesús a sus discípulos:

- «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a si mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará.

¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, sí arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?

Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Mateo 16, 24-26

2. Personalización de la religión.

En el cristianismo se hace realidad plena el encuentro personal de Dios con el hombre. El Dios cristiano es Alguien vivo que se acerca al hombre, le habla, le ama. Más todavía, Dios es Padre, al que los cristianos invocan como verdaderos hijos.

En virtud de este acercamiento personal de Dios, cada hombre queda convertido en un "tú" para Él, en una persona, como verdadera imagen de Dios. En ninguna otra religión el hombre es admitido al diálogo personal con Dios, como interlocutor válido, como amigo y como hijo. Para este diálogo personal con Dios, Jesús nos ha dado la fórmula: "Padre nuestro que estás en los cielos...". Es decir, tratarle de tú a Dios y llamarle Padre. Es la fórmula cristiana por excelencia.

Bendito sea Dios,  Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor.

El nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.

Efesios 1, 3-6

Mirad, no recibisteis un espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor; recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que nos permite gritar: ¡Abbá! ¡Padre! Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios; ahora, si somos hijos de Dios, somos también herederos: herederos de Dios, coherederos con el Mesías; y el compartir sus sufrimientos es señal de que compartiremos también su gloria.

Romanos, 8-15-17

3. Humanización de Dios.

En otras religiones los dioses adoptan formas antropomórficas. Sólo en el cristianismo sucede que Dios se haga hombre de verdad. "La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros" (Jn 1, 14).

El Hijo de Dios asume plenamente la condición humana y la tierra se hace patria de Dios. Sólo la religión cristiana es histórica en su verdadero sentido. A través de Jesús, Dios se incorpora una biografía humana, de la que sólo queda excluido el pecado. Jesús se hace hermano del hombre, el primero entre muchos hermanos.

 

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres.

Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan 1, 1-4. 14.

4. Plenificación del hombre.

Esta humanización de Dios no es un simple descenso al nivel del hombre para hacerse más accesible. Significa, además, la asunción de todo lo humano para salvarlo. En virtud de esta asunción, el mundo entero adquiere consistencia y validez. Toda la historia humana entra en el juego de la salvación.

Desde que Jesús hizo suya la historia y todo lo humano, los hombres ya pueden esperarlo todo. Sus más profundas y auténticas aspiraciones se convertirán en realidad. El cristianismo nos ofrece llevar a su plenitud, a través de Jesús, nuestras ansias de realización. Nos bastará asemejarnos a Él para que la paz, el amor, el gozo interior, sean algo real ya en esta vida, mientras llega la salvación definitiva.

5. Fraternidad humana.

Reducir el cristianismo a una religión de salvación individual sería la mayor deformación del evangelio. El único mandamiento que Jesús llamó nuevo y que dio como distintivo de sus discípulos es el del amor fraterno (Jn 13, 34-35), un amor que debe extenderse a los mismos enemigos (Mt 5, 44). Ninguna religión ha llevado tan lejos esta exigencia.

Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.

Juan 13, 34-35; 15,13

Podemos amar a Dios porque él nos amó primero. El que diga: "Yo amo a Dios", mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano, a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo. Y éste es precisamente el mandamiento que recibimos de él: quien ama a Dios, ame también a su hermano.

1 Juan 4,19-21

6. Tensión escatológica.

Todas las religiones se proyectan a un más allá trascendente. La originalidad del cristianismo está en que los últimos tiempos (=escatología) han comenzado ya. La estancia en la tierra no debe concebirse como un mero trámite o tiempo de prueba al que seguirá el premio o el castigo, según los méritos. La salvación está en marcha. Los bienes puros de este mundo son ya una anticipación de lo que será en su plenitud.

Sin embargo, todo en esta tierra es limitado e imperfecto. Y reclama ser completado un día. De ahí la connatural proyección de todo lo humano y mundano hacia el nuevo cielo y la nueva tierra en la otra vida, donde tendrá lugar la consumación.

De ahí la tensión escatológica. Tensión, porque los mejores logros de acá se quedan siempre cortos. Son un "ya", pero todavía "no". Es válido el amor, y la bondad y la belleza, y la compañía de los amigos, y la justicia... Pero nos queda la insatisfacción en el alma porque es todavía mucho más lo que buscamos. Los azares mismos de la vida nos agobian. Necesitamos esperanza, elemento esencial del cristianismo.

Esta tensión escatológica convierte al cristianismo en una religión que exige el compromiso. El bien no se instaura en el mundo por sí sólo, ni en nosotros ni en los demás. El reino de Dios nos exige el cambio de mentalidad, la conversión. Lo que lleva consigo una inversión de los valores de este mundo, porque los dichosos del reino de Dios son los pobres (Mt 5, 3), y no los ricos. Un cristianismo reblandecido, sin exigencias ni compromiso no es el cristianismo auténtico. Tampoco lo es un cristianismo puramente intramundano, del que ha desaparecido el temor de Dios o la esperanza del más allá.