Santa Brígida de Suecia

 

Stefania Falasca

Michele Masciarelli

 

 

En 1316, en las frías tierras de Suecia, la hija del poderoso Biger Persson, recién cumplido los trece años, es concedida como esposa al gobernador de Ostrogotia. Tendrá ocho hijos. Irá a Roma, la ciudad de los apóstoles y los mártires, dónde socorrerá a los pobres y enfermos. Consejera de reyes y papas fundará, basándose en el ejemplo de Bernardo de Claravalle, una orden monacal. Escribe el cardenal Joseph Ratzinger en una intervención del año 1991 con ocasión de los seiscientos años de la canonización de Santa Brígida: «Los santos son gritos de reclamo e imágenes con las que Dios, a través del ministerio de la Iglesia, combate la disolución de nuestra memoria, el olvido de nuestro corazón. Brígida es uno de estos gritos». Esta es su historia.

 

 

Es el año 1316, en plena Edad Media. En la Europa atormentada por la carestía y las epidemias están a punto de estallar las guerras entre las monarquías nacionales. En el extremo norte, en las frías tierras de Suecia, la pequeña Brígida, hija del poderoso Birger Persson, de estirpe real, es concedida como esposa, recién cumplido los trece años, al gobernador de Ostrogotia. Un matrimonio de interés político, ya preparado desde su nacimiento. Su destino, como el de muchas muchachas de alto rango, está marcado. Pero a ella el Señor le concederá gracias especiales. Atravesará a pie media Europa para ir en peregrinación a Jerusalén y los lugares por donde corrió la sangre de los mártires. Tendrá ocho hijos, socorrerá a los pobres y enfermos y, dado que su amor primero era hacia Cristo y la Iglesia, verá a reyes y papas y se convertirá en su consejera, hasta llegar a fundar, basándose en el ejemplo de Bernardo de Claravalle, una orden monacal. En ella se hizo carne la palabra que se cumplió en Cristo: «Me consume el amor por Tu casa». Escribe el cardenal Joseph Ratzinger en una intervención del año 1991 con ocasión de los seiscientos años de su canonización: «Los santos son gritos de reclamo e imágenes con las que Dios, a través del ministerio de la Iglesia, combate la disolución de nuestra memoria, el olvido de nuestro corazón. Brígida es uno de estos gritos». Esta es su historia.

 

El castillo de Finsta, en la ribera del lago Bjorken, al norte de Estocolmo, es la sede del juez y gobernador de la provincia más importante del reino. Con su mujer Ingeborga, Birger Persson pertenece a la antigua estirpe de los Folkungar, casa de los reyes de Suecia durante más de un siglo. De esta sangre real nace en junio de 1303 Brígida. En aquel castillo transcurre su infancia hasta que la dan por esposa al joven Ulf Gudmarsson, hijo del gobernador de Ostrogotia. De aquella unión nacerán ocho hijos. Práctica y tenaz, se dedica a ellos y a la administración de los bienes de familia. Pero en 1333, tras subir al trono de Suecia su primo Magnus Erikson. Brígida es llamada a la corte. La vida de corte la pone en estrecha relación con las condiciones difíciles de su país y las laceraciones de Europa; nace de este modo en ella la pasión por la política, que la acompañará toda la vida.

 

Hermosa, rubia, inteligente y tenaz, Brígida se convierte pronto en una mujer principal dentro de la corte hasta el punto de que llega incluso a amonestar públicamente al propio rey por su política despótica. Pero un trágico suceso va a marcarla: su hijo Gudmar, de nueve años, muere. Brígida, destrozada por su muerte, deja para siempre Estocolmo y con su marido Ulf decide peregrinar a Santiago de Compostela. Les acompaña un monje cisterciense, algo que marcará decisivamente su vida. En Suecia había florecido la primera comunidad de monjes de Bernardo de Claravalle, en la abadía de Alvastra, al lado mismo de su residencia. Aquella larga peregrinación con el amigo cisterciense afecta profundamente a Brígida y Ulf. Con gran sorpresa, Ulf mismo le Santa Brígida peregrina. Biblioteca metropolitana de Praga confiesa a la vuelta su voluntad de entrar en el monasterio. Habían pasado juntos veintisiete años de felicidad. Y ella, como se dice en el proceso de beatificación, lo había amado «sicut cor meum», como a su propio corazón. Ulf no permanecerá mucho tiempo en la abadía: morirá a los dos años de una enfermedad. «Acuérdate de mí en las oraciones», le dice a Brígida con sencillez conmovedora en su lecho de muerte. Es el año 1344. Para Brígida, que ya está en los cuarenta, comienza una nueva vida.

 

Ante los ojos de asombro de los parientes, una vez arreglados los asuntos de familia, deja el castillo de Ulvasa y se va a vivir a una casa justo al lado de la abadía, en la que mientras tanto había entrado uno de sus hijos. Alrededor de Brígida comienzan a reunirse muchos jóvenes y hombres de Iglesia. Se dedica a obras de caridad, aprende latín y conoce las vidas de Agustín, Benito, Bernardo y Francisco. Se ocupa también de la primera traducción de la Biblia al sueco. «En este ambiente cisterciense», explica el cardenal Ratzinger, «su fe toma forma concreta Una fe, como testimonian sus Revelaciones, caracterizada por un cariño, una devoción inmediata, amigable y cordial a la humanidad de Jesús». Aquí, interpelada por estos sartas. Brígida idea crear una Orden monacal compuesta por monasterios dobles: hombres y mujeres separados pero guiados por un único superior. Pero Brígida sabe de qué están hechos los hombres, cosa que tiene muy presente al establecer la Regla: «Incluso los ayunos habrán de hacerse con sabiduría, porque hemos de pasar la vida en países fríos y los corazones son tibios y la carne débil». ¿Qué hacer para conseguir  donde establecerse? Ni corta ni perezosa se planta en la corte a pedirle al rey una casa donde recoger a sus amigos. El rey, en nombre del vínculo de sangre que los une y para agradecerle los favores pasados, le regala el castillo de Vadstena. A la nueva Orden que Brígida dedica al Salvador, no le queda ya más que recibir la aprobación eclesiástica.

 

A Roma para el jubileo

 

El papa Clemente VI había declarado 1350 año de jubileo. Brígida, que tanto había deseado ir a Roma, «donde las calles son rojas por la sangre derramada de los mártires», decide partir para celebrar el Año Santo. Con su hija Catalina y otros más se dirige a la Ciudad Eterna, con la intención de someter a la autoridad pontificia la Regla de la Orden. Entra en Roma el otoño de 1349. Pero el Papa no está en Roma, sino en Aviñón. Al pequeño grupo de extranjeros la Ciudad de san Pedro le parece desoladora. Iglesias en ruinas, montones de basura, pobreza y abandono. Los escombros del terremoto de dos años antes daban a la ciudad un aspecto aún más deprimente. Roma está en plena crisis, en una situación de inestabilidad política y social. El triste episodio de Cola di Rienzo acababa de terminar y la Urbe estaba dominada por las familias Orsini y Colonna, que se han repartido la ciudad en dos, hasta el Vaticano. «Roma se ha convertido en la espuma de la tierra», escriben los cronistas de la época. Una ciudad trampa, guarida de bandoleros, usureros y prostitutas que ahora, al olor de las ganancias por el Año Santo, abarrotan los alrededores de la Basílica vaticana. «Oh Pedro, ¡y ésta es Roma!», exclama Brígida. La tristeza por este estado de cosas va unida al dolor por la situación de la Iglesia. «¡Oh Roma, Roma, dónde está la memoria de tus mártires y tus santos! Ahora los muros están derribados, tus puertas abandonadas, los defensores y los centinelas presa de la codicia». Escribe al Papa diciéndole que no iba a ir a Aviñón, sino que le esperaría allí hasta que volviera. Brígida no sabía que su espera duraría diecisiete años, que fueron los que tuvieron que pasar antes de que un Papa volviera a poner los pies en la Ciudad Eterna. Desde Roma seguía mandando cartas a Aviñón, se mantenía informada de los acontecimientos políticos europeos, mandaba mensajes a los reyes y, valiéndose de su influencia, trabajando por la paz entre Francia e Inglaterra.

 

Peregrina en Tierra Santa

 

Mientras tanto, entra en contacto con la Curia y, con el temperamento que tenía, no se reprime cuando este obispo o aquel cardenal dañan con su comportamiento a la Iglesia. A algunos les dedicará palabras duras como piedras. Su presencia se convierte en algo incómodo en ciertos circulas., hasta el punto de que, como se dice en las Actas, se llega a temer por su integridad física. Los personales influyentes amigos le aconsejaban que no salga de casa. En aquellos momentos Brígida tomó por costumbre decir cada tarde, después de las vísperas, el Ave maris stella, usanza que todavía se conserva en su Orden. Pero lo que escandalizaba a Brígida no era la inmoralidad y las malas costumbres del clero romano. Brígida sabía muy bien que sólo la fuerza de Dios, y no las palabras, podía cambiar la situación. Por eso, en momentos en que todo parecía turbio y confuso, en que incluso los lugares de memoria cristiana estaban abandonados y los propios conventos «eran como viñedos yermos», no cesaba de dirigirse a la Virgen y mirar a los santos mártires.

 

Por eso Brígida iba cada día a rezar a las catacumbas romanas o se quedaba de rodillas ante la tumba de Pedro. Iba constantemente en peregrinación a las ciudades con restos mortales de santos. Escribe el cardenal Ratzinger: «De la fatiga de aquellos itinerarios, casi todos recorridos descalza, podemos hacernos con dificultad una idea nosotros hoy, con sus peregrinaciones no hacía más que retomar lo corpóreo de la historia de Dios con los hombres: el Dios de la Biblia no es un Dios abstracto y sólo espiritual. Él ha actuado y ha hablado en esta tierra, en un país concreto, y precisamente mediante la encarnación allí ha vivido y sufrido. En sus peregrinaciones se expresa su fe en este Dios concreto. Santa Brígida siguió las huellas de aquel Dios, que a su vez había seguido nuestras huellas».

 

Durante todos aquellos años pasados en la Ciudad eterna, entre la miseria y las epidemias de peste, su fama había llegado sobre todo a los enfermos, los pobres y las prostitutas. Con inmensa piedad, como si fueran sus hijos, Brígida ayudaba como podía a los más necesitados, hasta llegar a pedir préstamos a los usureros y limosna en las escalinatas de Santa María la Mayor. Pero llega un momento en que por fin su fiel espera se ve recompensada: en el otoño de 1367, en una mula blanca, el pío Urbano V regresa a Roma. No será un regreso definitivo. Dos años después Urbano V vuelve a Aviñón. Pero en Roma se queda el tiempo suficiente para aprobar la Orden de Brígida. Para dar gracias al Señor por este acontecimiento tan deseado, decide emprender la que será la última de sus peregrinaciones: Tierra Santa. Brígida ya tiene casi setenta años. Para acompañarla llegan de Suecia dos de sus hijos. De regreso a Roma, cansada por aquel largo y peligroso viaje, cae enferma y muere en los brazos de su hija Catalina, sin conseguir ver su mayor deseo: el monasterio de Vadstena en Suecia.

 

Después de transportar sus restos mortales a aquel lugar, será su hija Catalina quien dirija la comunidad de monjas. Las crónicas de la época, citadas en las actas del proceso de beatificación, cuentan la conmoción de Roma por la noticia de la muerte de Erigida en la casa de la plaza Farnese. Dos días hubo que esperar, por la cantidad de gente que acudía a a la casa, hasta poder transportar su cuerpo desde la plaza Farnese al convento de las Clarisas de la calle Panisperna. Era el 23 de julio de 1373. Dieciocho años después, el 7 de octubre de 1391, Brígida es canonizada por el papa Bonifacio IX. « ¡Qué bueno eres. Señor, con quien te busca! », escribe en el himno Jesu dulcis memoria Bernardo de Claravalle. « ¿Pero qué serás para quien te encuentra? / Ninguna boca puede decir. / ninguna palabra puede expresar: /solo quien lo ha experimentado puede comprender / qué significa amar a Jesús». En estas palabras, que Brígida repetiría infinidad de veces, se encierra toda su vida.