BREVES NOTAS SOBRE LA MISION DE JESUCRISTO

Nano Polanco sj

Charla en la Asamblea Anual de la CVX
Rep. Dom. 6 Feb 2010

Introducción

En esta breve exposición el asunto neurálgico es el punto de partida y el punto de llegada. De un lado, en las cosas de la fe hemos siempre de partir de la misma fe para profundizar la misma fe. Al mismo tiempo, se parte de la fe pero a partir de nuevas preguntas, de nuevas inquietudes, a partir de lo que vivimos, de la situación del mundo, de la iglesia, siempre en relación a la tradición y al magisterio de la iglesia, en diálogo con otros y relacionándolo con nuestro propio ambiente social, existencial, personal. Aclaremos de entrada ese dato de fe que es punto de partida y de llegada y a partir de qué o en relación a qué es que veo importante hacer esta reflexión.

Lo que Dios nos invita a creer como misión de Jesucristo - dato de fe de partida y de llegada- es que la misión de Jesucristo es una revelación salvadora, que él nos ha salvado de un terrible abismo entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres, que su misión ha sido la de instaurar el reinado de Dios en este mundo, que fuimos salvados por un misterio de filiación, que siendo nosotros completamente hijos de este mundo, gracias a ese misterio, somos y podemos considerarnos hijos de Dios, que nuestra patria es a la vez la finitud de este mundo y a la vez la infinitud de “un cielo y una tierra nuevas” (Ap 21, 1-4). Esa comunión entre la Gloria de Dios y la miseria de este mundo ya está por siempre dada y a la vez somos peregrinos de encontrarnos con ese final. Nuestro punto de partida es que ya está dada la Alianza eterna, que ya está presente lo que nos espera como punto de llegada de nuestras vidas. La salvación del abismo es a la vez nuestro fundamento y a la vez la meta final. Somos peregrinos de lo que ya está completamente regalado en nuestros corazones.

Entre ese punto de partida y el final, entre el fundamento y nuestro destino, hay un “intermedio”, una construcción, una obra que es la parte central de la misión de Jesucristo. Es la misión de Jesucristo que continúa en nuestra historia, en nuestro tiempo, de acuerdo a nuestro hoy.  Este “hoy” es lo que me parece urgente tener en cuenta en este tiempo que vivimos. Nuestra conversión al misterio regalado que ya somos y hacia el cual marchamos, necesita hoy reaprender su relación profunda con el tiempo presente. Tenemos que escuchar las nuevas preguntas, las nuevas inquietudes que llevamos en el corazón, que emergen de la sensibilidad de este mundo confuso que vivimos, de la situación general que nos rodea, de la situación de la Iglesia, etc. y que debemos dialogarlas con nuestra fe. Hemos de profundizar nuestra fe escuchando nuestro propio caminar de creyentes, en relación a exégesis más actualizas,  tomando en cuenta la tradición y al magisterio de la iglesia, en diálogo con otros, etc. pero siempre procurando la relación con nuestro propio ambiente social, existencial, personal.  El “intermedio” nos involucra en cómo ser discípulos hoy, cómo ser comunidad creyente hoy, de cara a los retos de “hoy” y para el cual hay una asistencia del mismo Jesucristo, de su Santo Espíritu que viene en nuestro auxilio y nos acompaña.

En nuestra exposición iremos aludiendo a este ambiente de “hoy” siempre situado del lado de nuestra experiencia cotidiana y que continuamente desdice la evidencia de la misión salvadora de Jesucristo. Al mismo tiempo iremos relacionándola con la misión de Jesucristo, con los retos de caminar en la promesa divina y mesiánica, con ese desafío central que vemos para anunciar el amor encarnado de Dios. Finalmente queremos llegar al hecho de que la respuesta creyente a ese desafío de “hoy” pasa por la comunión con el misterio pascual, nudo de Sentido que siempre religa nuestro fundamento a nuestro destino, que une el punto de partida con el punto final y haciéndonos caminar sobre el abismo.

De este lado de la experiencia de nuestra vida cotidiana.

De este lado de la experiencia de nuestra vida cotidiana, nada parece evidenciar que fuimos salvados del abismo, ni que haya un abismo que superar. Es verdad que la salvación se vive en la fe, la esperanza y la caridad. La fe nos da ojos para contemplarla, la esperanza nos impulsa en las dificultades, la caridad nos compromete. Pero la experiencia que nos da este mundo de hoy esta siento totalmente otra cosa. Vivimos en un mundo que supone que no ha de hacer éxodo alguno. A nadie parece habérsele entregado una felicidad definitiva. Para unos la vida parece ser muy llevadera, para otros muchos la vida está llena de tormentos. Pero todos quisiéramos vivir hoy más tranquilos, menos agitados, conquistar más paz, más bienestar del que nos encontramos. Ese parece ser nuestro mayor deseo. Como si la meta fuera, ni mejorar la tierra ni aspirar a ningún cielo. Aspiramos quizás a la pequeña felicidad, mi salud, mis amigos, mis pequeñas comodidades. No sé si llamar a eso humildad o sencillez de vida, pero la verdad es que las cosas más complicadas y las que más “enervan” nuestras vidas son las que ocurren en ese pequeño mundo donde queremos alojar el paraíso de nuestras vidas. Queremos ese mundo pequeño, pero no es el paraíso, no es la salvación del abismo, sino algo que necesita ser cuidado, amado y vivir la conversión.

También, el mundo grande que nos rodea no es como un supermercado a nuestro servicio, ni un gran espacio para saber disfrutar, ni mucho menos una gran selva para temer, ni algo que esté libre de grandes sufrimientos y exclusiones. El mundo vive terribles conflictos y a la vez parece lleno de posibilidades y de nuevas maneras de vivir la vida. Es complejo. Vivimos realidades completamente ambiguas como el desarrollo tecnológico, el avance de las ciencias. Hay oportunidades y desastres. Pero no necesariamente la gente experimenta la salvación del abismo. El mundo grande también necesita ser amado. Necesitamos poder ver en él la cercanía del salvador, del Buen Pastor.

Creo que “mi pequeño mundo” como el “mundo grande que nos rodea” necesitan ser vistos desde un sentido mayor. De este lado de nuestra experiencia cotidiana vivimos el abismo del sentido mayor de las cosas. No podemos siempre esconder y evitar la tensión que existe entre nuestro ser mismo y la realidad que nos toca vivir, entre lo que somos y quisiésemos ser, entre el deseo profundo y los hechos. Hoy como ayer hay un abismo que nombrar, un abismo objeto de la salvación de Jesucristo, de su misión en el mundo de hoy. Como nos dijera San Pablo quien constata: “Un Espíritu que, mientras tanto, gime en nuestro interior, aguardando la plena realización de los hijos de Dios” (Rm 8, 18-27). Mi pequeño mundo, como el mundo grande, necesitan ver las cosas del lado de Dios, para ganar un sentido mayor.

De lado de Dios, según las Escrituras.

Del lado de Dios, según las Escrituras, sigue habiendo un mensaje para el hombre y la mujer de hoy. El mensaje de que hay un plan trazado desde toda la eternidad: “Hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celeste” (Ef1,10). Un plan de Dios por el cual hizo todo lo creado hasta llegar a depositar su propia imagen y semejanza en nuestro propio misterio humano. Plan velado y a la vez objeto de una revelación de lo alto. Su plan es también revelarnos el plan con su Hijo, darlo a conocer por su Palabra hecha carne para involucrarnos mediante su llamado. Palabra que es dirigida al misterio que llevamos dentro, ahí donde intuimos que hemos de transcendernos, que deseamos un más, sin que sepamos nombrarlo. Ciertamente nos experimentarnos como buscadores de una trascendencia, como rastreadores y peregrinos de lo que realmente queremos ser, experimentamos la disconformidad con nosotros mismos y levantamos miles de metas para realizarnos más. En el fondo estamos ciegos de nuestra verdad última, porque ella es absolutamente un regalo, un plus, un exceso. Esa imagen y semejanza que pudo haberse realizado sólo terrenalmente, ya por puro regalo divino, fue destinada a ser fundamentada en el misterio de Dios mismo.

Claro que llegar a eso que es Dios mismo es todo un misterio y un caminar escatológico entre luces y sombras. Dios lo sabe. La iniciativa será siempre suya en guiarnos e introducirnos en su santo misterio. La iniciativa divina no significa pasividad de nuestra parte. Como nos dijera San Agustín “el Dios que te creo sin ti, no te salvará sin ti”. Somos seres inquietos por naturaleza, llevamos una inquietud vital que nos hace estar siempre en alerta a la acogida de un sentido mayor. Llevamos también sufrimientos que son como lanzas que nos punzan hacia una búsqueda mayor. Y también no podemos dejar de creer que nuestras propias inquietudes sean también comunión con los deseos de Dios. El Espíritu mismo es fuego que nos quema por dentro, como zarza ardiente que no se consume a semejanza de la hierofanía vivida por Moisés. Del lado pues de las Escrituras hay un plan divino que tiene que ver con nuestras inquietudes más profundas, con aquello que clama y gime en nuestro interior.

Caminamos bajo una promesa.

Entre nuestra búsqueda y la iniciativa de Dios caminamos bajo una promesa. Una promesa con la cual Dios mismo está comprometido. Más de dos mil años antes del nacimiento de Jesucristo todo empezó con una promesa manifestada a Abrahán y a su pueblo. Dos mil años después de Jesucristo, es también promesa para hoy. Ellos eran pueblos nómadas, pero también como nosotros en el sentido de no tener un rumbo fijo y el Señor Dios les puso por meta una tierra prometida, digamos una patria, un destino. La promesa fue de darles esa tierra y de conducirlos hasta allí. La promesa tenía un precio, para ellos y para nosotros, una condición: un éxodo bajo la confianza en la guía divina.  Aceptar el éxodo, aceptar que no estamos para quedarnos donde estamos, aceptar que el Señor tiene la capacidad de guiarnos en este mundo es la primera forma de vivir el intermedio. La promesa presenta un arco entre el futuro que vendrá y la palabra de Dios pronunciada desde toda la eternidad.

Al pueblo de Israel le costó creer en medio del desierto. Hoy nos encontramos ante una verdadera y auténtica crisis de credibilidad de toda proyección del futuro. Parece que la ciencia como el trabajo, la cultura como la costumbre, el tiempo como la conciencia, todo ha de tener en cuenta que nada permanece como antes, e incluso todo cambia a velocidades astrales. Es como el camino de arena en el desierto. Se borra constantemente. En nuestros días se ha vuelto problemático para la conciencia de la gente si todo está sujeto o no a al cambio, llegando con frecuencia a concluir que también las motivaciones, los valores, los planes de la vida y, por tanto, todo tipo de proyecto y promesa (a sí mismo o a los otros) deben estar sujetos a cambio igualmente veloces, hasta convertirse en verdaderos y auténticos trastornos de modos de ver y de vivir. En esta cultura nuestra, igual que cuatro mil años atrás, permanecer fiel a promesas significa para muchos perder ocasión de existir en la novedad. Ayer fue la novedad de los baales, hoy hablar de las promesas de Dios en todo este ambiente suena a puro cuento del pasado.

Sin embargo lo que Dios nos prometió, también para hoy, con el padre Abrahán de nuestra fe, fue precisamente un cambio. La promesa divina es cambiar nuestras vidas, llenarla de una novedad que libere la creación que somos. Lo que sucede es que Dios no pudo guiarnos en la promesa más que estableciendo una Alianza. Dios quería que el pueblo se alimentase de unas Escrituras cuyo centro fue la ley y los mandamientos, digamos una Palabra suya que sostenía y proporcionaba unas reglas de relacionamiento; palabras y reglas que hoy nos parecen absolutamente obsoletas y muy limitantes. Digamos que la promesa y el cambio divino requieren primero asumir vivir de la Palabra y asumir unas limitaciones que sin ellas es imposible el caminar de la fe. La confianza en la promesa divina se alimenta de su Palabra, acogiendo sus designios y mandatos. Esa es la experiencia del caminar de Israel.

 El mundo de hoy promete un cambio con el menor esfuerzo. Es el cambio que promete el mercado mundial: lo máximo con el menor costo. Sabemos que Israel también fracasó en esta primera alianza, no por abandonar las Escrituras y los mandamientos, sino por absolutizarlos de tal modo que en nombre de las mismas escrituras y de la misma ley llegó a desconocer y hasta matar al mismo Dios encarnado. Las Escrituras, los mandamientos, la promesa de una tierra prometida fue siempre una preparación para la promesa mesiánica, la promesa de la llegada del Mesías que implantaría la Alianza eterna de Dios con nosotros.

La fe en la venida del Mesías (1,000 a.de C.) nace con la promesa de Dios de que instaurará su reinado por siempre en este mundo: “Tu casa y tu Reino durarán por siempre en mi presencia, tu trono permanecerá por siempre”. Son las palabras de Dios en boca de Natán a David (2Sam 7, 12-16). Dios anunció por primera vez el plan de su reinado a David: quiere habitar entre nosotros.  Tres siglos más tarde Israel empieza a darse cuenta que los reyes que se van sucediendo sobre el trono de David no son sino imágenes, esbozos del auténtico “Hijo de David” que tendría por misión instaurar el reinado de Dios en este mundo. Y siglos más tarde las características de este Mesías estarían reflejadas en el mismo pueblo como “siervo sufridor”. Aparte de las corrientes que anunciaban ese Mesías como un gran sacerdote, o un gran profeta o un gran Rey poderoso, ya estaba anunciado según Isaías las características de un Mesías que para cumplir con su misión habrá de pasar por el sufrimiento. Dios no nos ha prometido que nos evitará todo sufrimiento. La promesa de Dios es aquello a lo que tenemos que aferrarnos cuando atravesemos el desierto:

“Miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?  Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo; me glorificarán las fieras salvajes, chacales y avestruces, porque ofreceré agua en el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo, de mí elegido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza” (Is 43,19-21)

Jesucristo ayer, hoy y siempre.

1Cor 11, 01 "Es que recibimos informes, hermanos míos, por la gente de Cloe, de que hay discordias entre ustedes..."

Será imposible llegar a la misión del Mesías según el Nuevo Testamento si no lo relacionamos de inmediato con nuestro hoy. Todo el Nuevo Testamento fue escrito como el “Hoy” del cumplimiento y de la renovación de la Antigua Alianza. La Palabra de Dios siempre es para “Hoy”. Todas las Escrituras fueron escritas para responder a situaciones que vivía el pueblo de Dios y estas de nuevo se reactualizan  de cara a las diversas situaciones que vivimos los creyentes. Eso tiene que ser más verdad al hablar de la misión de Jesucristo. Tenemos hoy que hablar de Jesucristo respondiendo a las situaciones que vivimos en el mundo de hoy. Este hablar de Dios es siempre universal, se dirige a todos, pero a partir de una palabra encarnada, como lo fue hace dos mil años. Dios para hablarnos se situó en la historia de un pueblo concreto y se encarnó dentro de un ambiente concreto. Ya puede uno repetir lo que siempre dijo Dios, repetir las mismas palabras de la Biblia, repetir las mismas cosas buenas y grandes, pero si no parte de la situación, de nada vale. El hablar de Dios es respectivo de lo que vivimos, se refiere a lo que vivimos y sólo así Dios nos habla de sí mismo, sólo así la palabra de Jesús cobra vida, nos habla de lo que él vive. Así también este mismo Jesucristo, por su misterio nos habla de la situación que vivimos exactamente hablándonos de su vida, en el lenguaje de su vida, en las Palabras del Antiguo y del Nuevo Testamento (Heb1, 1-2). Jesucristo “ayer, hoy y siempre” viene dándonos su misma Palabra llena de sentido para la situación que vivimos.

Por eso la importancia tan grande de la paciencia de escuchar la situación que vivimos, de volver a ella reiteradamente, pero poniendo todo oídos y todo corazón en el misterio de Jesucristo, a la escucha de su Palabra. Hacer eso se llama orar, rezar, meditar, reflexionar contemplar y quizás también hacer teología. Y eso supone aceptar el abismo para el cual sólo por su Encarnación hay salvación.  Necesitamos un hablar encarnado sobre Dios en el ambiente que vivimos, sino estaremos hablando de otro dios. Sucedió así hace dos mil años.  Si Dios no se encarnaba, si su plan desde toda la eternidad no hubiese sido ese, entonces estaríamos hablando de otro dios, de otra religión. Ese Dios cristiano, ese que quiso ser tan cercano, sólo pudo ser así de ese modo, encarnado; sólo pudo querernos con tanto amor al punto de querer ser uno de nosotros. Y eso sólo pudo revelarlo por ella, por su encarnación, sólo así pudo ser el Dios amor y no de otro modo. O el mayor amor es encarnado, o no lo es. La encarnación sólo puede ser el lenguaje de un Dios que es absoluto amor. Por eso la misión de la encarnación es la revelación del amor.

Anunciar este amor encarnado en nuestro hoy, contrasta con una gran pregunta del ambiente de este mundo. Hay momentos donde uno parece convencerse de que el ser humano de hoy camina hacia un espanto de sí mismo. Vivimos enormemente preocupados por nosotros mismos y todo lo que es saber lidiar con uno mismo interesa sobremanera. Incluso para olvidarnos de nosotros mismos tenemos que lidiar con lo que uno es. El tema de la individualidad es objeto de mucha atención, de lecturas, conversaciones, de programas de TV etc.  Los analistas dicen que tiene que ser así porque en nuestra cultura plural de tantos referentes cada uno está muy a cargo de sí mismo. La construcción de la propia identidad es de responsabilidad individual. Ya no hay fuertes costumbres, ni tradiciones ni instituciones que fortalezcan lo que somos. Cada uno está a cargo de sí mismo y cada uno debe buscar por sí mismo las propias ayudas, sean estas institucionales o comunitarias. En este ambiente puede ser que cada uno de nosotros lleve un profundo miedo de sí mismo porque la grandeza intuida de lo que se es, parece que se nos escurre como agua entre las manos. Así lo expresa un autor muy leído de nuestro tiempo, Zygmunt Bauman. El describe que vivimos en un ambiente de líquidos, una cultura líquida que proclama como ancla de salvación la propia individualidad. Y así, nunca como antes el hombre y la mujer de fe se pregunta qué tiene que ver el misterio de Jesucristo con el tuétano de su propio misterio personal e individual.

Me parece que no podemos huir de esa pregunta si queremos escuchar las inquietudes del mundo de hoy. Pero la respuesta tiene que ayudarnos a purificar el lado ambiguo y egoísta que pueden comportar tales inquietudes. La respuesta tiene que ver con la capacidad de que seamos verdaderamente cristianos en esta época. Y para ello, me parece, que por mucho que queramos ser fiel a nuestra propia demanda de sentido interior, sólo podremos ser cristianos si confiamos que toda respuesta a tal pregunta nos vendrá del terrible salto que es poner en Jesucristo toda nuestra esperanza. Necesitamos confianza en sus palabras: "El que quiera salvarse a sí mismo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga" (Mt 16, 24-25). Dios Padre no tiene para nosotros otra palabra para lo último del corazón humano que aquellas últimas que pronunció poco antes de su Hijo entrar en su pasión: "Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escúchenlo" (Mc 9, 12).  Percibo que la misión del cristiano hoy nos pide ante todo que nos ayudemos a reaprender a amar a Jesús en la difícil tarea de escuchar nuestro propio grito interior,  auscultando su relación con todos los gritos externos, pidiendo olvidarnos de nosotros mismos.

La misión del Mesías hoy.

¿Se habrá encontrado Jesús en semejante situación? ¿Habrá escuchado Jesús un grito semejante en su interior? ¿Habrá sentido Jesús el peso de la propia irrelevancia? ¿Habrá escuchado, él mismo, un grito interior con la pregunta por su propio misterio, por su relación con el sufrimiento de muchos, por su relación a quien llamó Abba-Padre? ¿En cuáles momentos sentiría Jesús el vacio de su propia soledad preguntándose por la raíz de toda comunión en este mundo? ¿Dónde se expuso Jesús a sentir la falta de la trascendencia, la futilidad de una vida sin un sentido mayor y la irrelevancia de lo que el mundo procura como valor? ¿Cuándo Jesús sintió la imperiosa necesidad de profundizar en sí mismo y de preguntarse por su identidad, con la sed de paz y de coincidir consigo mismo y con los demás, sobre todo con su Padre? Y de ser así ¿cómo lo vivió? ¿Acaso vivió Jesús algo semejante a lo que experimenta el hombre y la mujer de Hoy? 

Todo esto le empezó a venir al mismo Jesús precisamente cuando vio venir el fracaso de su misión.  La incomparable felicidad de Jesús fue sentirse el enviado del Padre para una anunciar la buena noticia a los pobres, para liberarnos de nuestras cárceles y sufrimientos, para anunciar la vista a los ciegos, etc. Su misión fue anunciar la gracia del reinado de Dios liberando los corazones, reconciliando los seres humanos, despertando el amor por todos los rincones, porque se llenaban de la cercanía del reinado de Dios.  Sus palabras, sus parábolas, sus milagros, su llamado a sus discípulos, todo era en función de predicar esa cercanía del reinado de Dios. Pero luego de los tres años, todo se vino en contra y algo le pasó al mismo Jesús. Experimentó el abismo y se experimentó a sí mismo como el salvador del abismo.

Al final de su vida pública Jesús contempló que no había ambiente para acoger su reinado: “¡Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero no has querido! (Mt 23, 37). Sus mismos discípulos no le entendían. Es muy probable que la pregunta "quién dice la gente que soy yo", fuera el reflejo de la pregunta que Jesús mismo llevara en ese momento sobre su propia identidad. Cuando se nos cierran los caminos empieza la pregunta por uno mismo, por la propia identidad, por el propio fundamento. Pero sucede que en su pascua Jesús se descubrirá como el fundamento del reino. En eso nos reveló Jesucristo la identidad última del mismo misterio. Jesucristo es el misterio abismal del amor, porque no sólo por su encarnación nos reveló la cercanía de Dios a  nuestra vida, no sólo predicó la incomparable felicidad de la cercanía de su reinado, sino que llevó a término esta obra de comunión abrazando totalmente el abismo que nos provoca nuestra muerte física, el pecado y todo el mal existente. El misterio del reinado de la comunión de Dios está fundamentado y unido a la persona misma de Jesucristo, a su propia identidad. Nada más elocuente que el siguiente texto:

“Por eso, como los suyos tienen todos la misma carne y sangre, también él mismo asumió una como la de ellos, para con su muerte reducir a la impotencia al que tenía dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Porque no es a los ángeles, está claro, a los que él tiende una mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fidedigno en lo que toca a Dios y expiar así los pecados del pueblo. Pues, por haber pasado él la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando” (Heb 2,14-18)

La Pascua fue un tiempo en el que Jesús experimentó que las condiciones del Reino pasaban más que nunca antes por el misterio de su misma persona. De la persona misma de Jesús brota un “modo de proceder” que hace que Dios reine, que su amor reine. Jesús escuchó su identidad profunda unidad al Padre, de donde brota el Espíritu como fuerza del Reino. De Jesús brota la gracia de la eternidad del reinado de Dios. Fue la pascua el camino que le condujo a la absoluta plenitud consigo mismo. Toda su vida fue una kenósis y afrontó la vida con el olvido de sí mismo, buscando no ser servido, sino servir y dar su vida en rescate por muchos. Por esta kenósis, por esta cruz, Dios implantó definitivamente su reinado de comunión. Jesús conoció que lo más individual suyo es pan que se comparte, se conoció a sí mismo como eucaristía, como misterio de donación. Hoy la individualidad necesita urgentemente experimentarse como misterio de donación. Por nuestra unión e identificación con Jesús, nuestro interior puede ser donación. Hoy somos llevados a una auto-preocupación cuya dirección es una búsqueda desesperada de sí mismo y no llegamos a lo que somos sin pasar por la eucaristía de Jesús, por la unión a su muerte y resurrección que inevitablemente llega por los caminos de la oración, de la vida comunitaria, el compromiso ético y evangélico por un mundo mejor.

Jesús resucitó desapareciendo y uniéndonos a este Misterio de Dios que me levanta para ser solidarios por todo este mundo que nos rodea. Al despedirse en su ascensión nos dejó dicho “vuelvan a Galilea”. Ya podemos por la comunión con su muerte y resurrección, vivir con un Espíritu que nos conducirá a rehacer los mismo caminos que Jesús transitó en su vida oculta y en su vida pública.  Si el mundo nos hace indiferentes, la Pascua regala una nueva sensibilidad: la sensibilidad del Evangelio. Hoy Cristo nos asocia a sus sentimientos y sensibilidad pascual para que reemprendamos siempre el camino del Evangelio. Pedir los sentimientos del Crucificado-Resucitado, nos da la sensibilidad que nos hace posible ser humanos y ser cristianos. Desde ahí podemos ser plena y totalmente nosotros mismos, y al mismo tiempo, y por eso mismo, abiertos y plenos en la red de relaciones que nos hace personas. Esta es una nueva manera de situarnos con esperanzas ante las fuerzas del abismo de este mundo, de sus apasionamientos y padecimientos. Si el mundo tiene fuerza para preocuparnos por nosotros mismos, la Pascua de Dios nos abraza para que del encuentro con nosotros mismos resulte una salida hacia afuera, hacia la sociedad, hacia la historia, hacia toda la creación, según la misma trayectoria del Evangelio. Dios nos levanta dándonos una esperanza capaz de hacer de nuestra vida propia un don para los demás. El Buen Pastor tiene todavía la misión de buscar algo que ha elegido desde la eternidad pues cada ser humano tiene el valor eterno de su Cuerpo y de su Sangre. El Señor tiene la fuerza de amarnos personalmente, tanto como para sentirnos orgullosos de ser algo único para él. Este amor así nos salva del abismo, no fomenta nuestro narcisismo, sino que nos hace ser seres entregados, apasionados de amar con Dios, por su justicia en el mundo. Hoy la misión de Jesucristo es regalarnos su pasión de amar.

La conclusión como punto de partida.

Debo terminar con el agradecimiento. Quizás lo más verdadero de nuestra vida sea el agradecimiento. Agradecidos como nos dice San Ignacio, de tanto don recibido, para en todo amar y servir.  Nuestra correspondencia a la misión de Jesús es la gratitud, el agradecimiento, para en todo amar y servir. La misión de Jesucristo sigue siendo la de venir a nuestra vida con la Buena Noticia. Anunciarnos que Dios mismo es la salvación del abismo porque él es un abismo insondable de amor. Esa salvación ya está dada como fundamento y como meta de nuestra vida, como punto de partida y como punto de llegada. Pero no lo acabamos de creer. También la fe no es el resultado de un esfuerzo personal. Es gracia, es oración, es fruto de creer juntos, como Iglesia. Tenemos que ayudarnos en el mundo de hoy en el cultivo de la fe, de la esperanza y de la caridad. Necesitamos alimentar nuestra identidad de cristianos, de creer que el insondable amor ha vencido el abismo. Tenemos un punto de partida, un fundamento y tenemos un punto de llegada, una finalidad buena en la vida. El mundo de hoy proclama que podemos vivir tan sólo en el intermedio, sin interesarnos por el antes, ni el después, tan sólo vivir el eterno presente. No olvidemos que éste presente de hoy se nutre de su pasado, de su fundamento y se orienta por el futuro prometido de la plenitud, de la consumación de los tiempos.  Nuestro interior clama interiormente por esa trascendencia. Se nos quiere hacer creer que nuestra felicidad es coincidir tan sólo con nosotros mismos, ser auténticos, como si pudiéramos acallar ese más que nos habita siempre, que nos lanza a más allá de nosotros mismos, a más allá de lo que somos. La felicidad no es la simple extensión de lo bueno que encontramos en nosotros mismos, en los demás y en todo este ancho mundo que nos rodea. La felicidad nos viene del nexo, del nudo de sentido, de la alianza eterna que Jesucristo anudó con su propia vida, con su propia muerte. La misión de Jesucristo pasa hoy por la comunión con su misterio pascual, por ese nudo de Sentido que siempre religa nuestro fundamento a nuestro destino, que une el punto de partida con el punto final y haciendo posible nuestro caminar y seguirle según los mismos pasos que narran los evangelios.