El Bautismo, fuente de la vocación
 y misión del cristiano

Miguel Salazar S.,

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El Bautismo, fuente de la vocación y misión del cristiano

El Bautismo, fundamento de la vida cristiana

A. La ontología de la vida cristiana

El sacramento del Bautismo

La vida cristiana

El Bautismo y la vocación a la santidad

La vocación a la santidad

La dinámica bautismal

El camino de la fe

El Bautismo y la misión apostólica

La misión apostólica forma parte del Bautismo

«Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo»

Conclusión: el Bautismo y el reto de la Nueva Evangelización

 


 

El Bautismo, fuente de la vocación y misión del cristiano

Miguel Salazar S.

En su homilía en la misa final del Sínodo de América, el Santo Padre planteó con palabras breves y enfáticas el reto que tiene delante el Pueblo de Dios en nuestras tierras: «Ha llegado el tiempo de la Nueva Evangelización, una ocasión providencial para guiar al Pueblo de Dios que está en América hacia el umbral del tercer milenio con renovada esperanza» (1).

La Iglesia en nuestro continente está abocada, pues, a asumir con generosidad la tarea de la Nueva Evangelización que ha de llevar a que los cristianos que peregrinan en estas tierras puedan, renovada su vida cristiana, dar razón de su esperanza (ver 1Pe 3,15) anunciando la Buena Nueva, y construir su vida y su plenitud sobre las bases firmes que se encuentran sólo en el Evangelio de Jesucristo.

Para ello, resulta particularmente importante detenerse a reflexionar acerca del Bautismo y el lugar que ocupa como fundamento sacramental de la vida cristiana y de la misión de la Iglesia. Los múltiples desafíos que plantea la Nueva Evangelización de nuestro continente requieren de respuestas sólidamente cimentadas. Por ello es importante centrar nuestra atención en el sustrato óntico de la existencia reconciliada en el Señor Jesús que es precisamente el Bautismo. Así el Pueblo de Dios podrá caminar con pasos seguros a la hora de ofrecer las respuestas que requiere la Nueva Evangelización.

En estas páginas vamos a buscar ahondar simultáneamente en dos direcciones: por un lado, en la transformación operada en el cristiano al recibir el Bautismo, y, por el otro, en la dinámica del desarrollo del don seminal de este sacramento. Se trata de profundizar en el fundamento ontológico de la vida cristiana, preguntándonos al mismo tiempo acerca del modo en que éste se va haciendo vida concreta, buscando iluminar el camino por el que el cristiano está llamado a responder a la vocación y misión que están presentes en su consagración bautismal.

Vamos a tratar pues de ir poniendo de relieve, desde distintas aproximaciones, estos dos aspectos, tomando conciencia de aquello que ya está presente en el bautizado por el mismo hecho de haber participado en el misterio reconciliador al recibir el sacramento, así como de las exigencias que implica para la cooperación humana el dinamismo que el sacramento origina y fundamenta.

El Bautismo, fundamento de la vida cristiana

A. La ontología de la vida cristiana

En los tiempos de crisis de la verdad, de nihilismo antropológico y espiritual que nos ha tocado vivir, está siempre presente el riesgo de perder de vista el realismo de la vida cristiana. En un contexto en el cual la cultura está marcada por el agnosticismo funcional, la opción por la vida de fe empieza muchas veces a aparecer como una más entre las varias alternativas que se le ofrecen al "consumidor" de satisfactores espirituales, las cuales, por su mismo carácter de productos de consumo, se consideran como carentes de todo lazo ontológico con la realidad, suscitadas más bien por los "gustos del cliente". La afirmación de que nuestra vida cristiana es algo "dado", que los cristianos acogemos y que entraña un contacto con la realidad y en particular con la ontología del ser humano, aparece en ese contexto como una pretensión inaudita que suscita rechazo.

También muchos cristianos pueden empezar insensiblemente a vivir su fe de ese modo, perdiendo la convicción de que su opción vital supone la acogida de una verdad válida para todo ser humano. Esto se da particularmente cuando se entiende la fe cristiana como una serie de prácticas personales o de un pequeño grupo, y se reduce el compromiso cristiano a una opción personal e individualista, perdiendo dinamismo apostólico y evangelizador. La incapacidad de muchos cristianos para situarse críticamente frente al mundo y la cultura parece ser una consecuencia de este debilitamiento de la conciencia de la dimensión ontológica y antropológica de la fe, que se fundamenta en el realismo sacramental del Bautismo. Esta pérdida de conciencia parece subyacer también a algunas propuestas pastorales que plantean la Nueva Evangelización -dirigida a personas y grupos humanos que ya han recibido la iniciación sacramental- como una tarea que empieza prácticamente "desde cero", prescindiendo de la gracia sacramental ya presente, y también con frecuencia de los elementos tradicionales de catequesis y vida cristiana que siguen operantes en la cultura aunque puedan estar debilitados o faltos de sustento.

Reflexionar sobre el Bautismo como fuente de vocación y misión del cristiano significa recordar la verdad fundamental de que nuestra vida cristiana tiene en su fundamento un acontecimiento sacramental, es decir un hecho concreto, histórico, real incluso en el sentido físico, que ha acontecido en un momento determinado de nuestras vidas. La vida cristiana se origina en el acontecimiento del Bautismo, el cual -nos enseña el Catecismo- «significa y realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la Santísima Trinidad a través de la configuración con el misterio pascual de Cristo» (2). Sin la transformación de nuestro interior que opera el signo sacramental del agua acompañada por las palabras del ministro, nuestra vida cristiana carecería de fundamento ontológico y antropológico; la vida de fe no tendría base suficiente en nuestra realidad personal. De allí la necesidad del Bautismo para la vida cristiana. Sin la vida de gracia que aquél inaugura, ésta sería imposible, porque la conformación con Cristo excede nuestras fuerzas y capacidades sin esa gracia sacramental: «todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo Bautismo» (3).

Esto significa también que la vida cristiana no se basa en primer lugar en la decisión humana de emprender el camino del seguimiento de las enseñanzas evangélicas, sino que tiene su primer fundamento en la iniciativa de Dios que sale al encuentro del ser humano mediante un signo eficaz específico, que como hecho histórico, concreto y real, transforma su existencia y funda una vida nueva. La acción cooperadora con la que el ser humano corresponde a la gracia santificante supone el don ontológico original del Bautismo, y surge precisamente como respuesta a él. La vida cristiana no es, pues, producto de la invención del ser humano, sino fruto de la apertura consciente y libre a una transformación real que Dios ha efectuado en su ser por medio de la gracia.

El hecho de que la vida cristiana tiene un fundamento ontológico sacramental se puede percibir también en la transformación que el Bautismo causa en el ser de la persona que lo recibe. Por la recepción del sacramento, el neófito es transformado interiormente, «participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con Él» (4), y por ello es «revestido de Cristo» (Gál 3,27). El bautizado se diferencia del no bautizado en su misma constitución ontológica, porque, como enseña el Catecismo, «el Bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo» (5).. Esta huella ontológica es tan radical que no se ve afectada en lo sustancial ni siquiera por la opción libre del cristiano en contra de su condición de tal: «Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación» (6).. La huella del Bautismo permanece presente en el cristiano, incluso a pesar de sus pecados personales; es un principio de vida más fuerte que las traiciones e infidelidades, porque toca la realidad más profunda del ser humano que es el fundamento de toda su vida y actividad. Por eso, el cristiano obra siempre desde su dignidad de hijo de Dios, ya sea que obre conforme a esa dignidad que se le ha conferido, ya sea que la traicione.

Ahora bien, si el Bautismo transforma ontológicamente al ser humano, es necesario afirmar al mismo tiempo que lo presupone, como capaz de acoger la gracia de la filiación, y que lo conduce a la plenitud a la que está llamado. Esta afirmación no es más que la verificación en el plano sacramental de la antropología desarrollada por el Concilio Vaticano II. En efecto, si es verdad que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», y que sólo Él «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (7), entonces es necesario afirmar que la naturaleza humana sólo puede encontrar su verdadera plenitud a partir de la gracia bautismal. Por eso la Iglesia enseña la necesidad radical del Bautismo para que el ser humano alcance su realización: «El Señor mismo afirma que el Bautismo es necesario para la salvación (ver Jn 3,5)... La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna» (8).

Si la búsqueda del ser humano halla respuesta a todas sus inquietudes y anhelos sólo en el encuentro con Jesucristo Revelador y Reconciliador, el Bautismo es el sello sacramental y la garantía ontológica con que la iniciativa de Dios sale al encuentro no sólo de las preguntas que el ser humano se hace, sino de todas las hambres que brotan de lo más profundo de su ser. Por el don del Bautismo, acogido por el ser humano desde su naturaleza dotada de libertad y abierta a la comunión, se abre para él la posibilidad de afianzar su permanencia en la realización de su vocación y dignidad, y de desplegar su ser acogiendo y haciendo efectiva la misión a la que está llamado desde toda la eternidad. La vida humana verdadera es precisamente la vida cristiana, y por eso el Bautismo es la respuesta sacramental de Dios al hambre de plenitud presente en la naturaleza misma del ser humano.

La superación de la situación actual de crisis de verdad que prescinde del realismo de la vida cristiana supone hacer, pues, dos afirmaciones fundamentales. En primer lugar, que la vida cristiana hunde sus raíces en el mismo fundamento ontológico de la vida humana, y se basa no sólo en una elección de la persona, sino en primer término en la realidad ontológica del Bautismo. En segundo lugar, que el don del Bautismo nos es ofrecido por Dios -a través de la Iglesia- como respuesta concreta a las hambres fondales inscritas en nuestra naturaleza humana, como posibilidad realista de realización de los dinamismos fundamentales presentes en ella con anterioridad al Bautismo. Es pues un don gratuito, pero de ninguna manera extrínseco, porque responde a la misma naturaleza humana, llamada a la comunión.

El sacramento del Bautismo

Ahondar en la naturaleza del sacramento bautismal y abrirse al dinamismo al que da fundamento será pues una exigencia ineludible de la vida cristiana, y una condición imprescindible para que los esfuerzos por responder a la Nueva Evangelización den fruto. El Catecismo de la Iglesia Católica presenta de la siguiente manera los elementos fundamentales del Bautismo: «El santo Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión: "Baptismus est sacramentum regenerationis per aquam in verbo" ("El Bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento por el agua y la palabra" (9) (10).

En esta definición se pueden distinguir tres elementos fundamentales. En el acápite anterior nos hemos referido ya a un aspecto del primero, según el cual el Bautismo es «el fundamento de toda la vida cristiana». El Catecismo añade, precisando los alcances de esta afirmación, que es «el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos». Toda la vida espiritual y la participación de la vida sacramental dependen del Bautismo.

En segundo lugar, el Catecismo indica que «por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios». El Bautismo da lugar a la vida nueva en el Señor Jesús. Ésta es la vocación del cristiano que tiene su raíz en el Bautismo: la filiación divina que recibe al ser liberado del pecado, y que debe hacerse vida concreta con su cooperación. Todas las vocaciones específicas a las que el Señor llama son participación de esta vocación a ser regenerados en el Hijo, el «Hombre nuevo», cuya gloria se manifiesta en cada cristiano de una manera única e irrepetible.

Esta vida nueva no es únicamente una transformación interior, sino que está ligada a la "obra" que cada fiel está llamado a realizar. Por eso, en tercer lugar, el Catecismo señala que por el Bautismo «llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión». El Bautismo, pues, hace al cristiano partícipe de la misión del Pueblo de Dios de ir por todo el mundo y proclamar la Buena Nueva a toda la creación (ver Mc 16,15).

La misión depende, como indica el Catecismo, de la incorporación a la Iglesia, que es uno de los efectos del Bautismo. De esta incorporación brota también una ineludible exigencia de comunión, que nace de la misma naturaleza del Bautismo: «Como la Iglesia es la comunión entre todos aquellos que profesan la única fe y viven en la caridad, la obligación primaria que brota del Bautismo es la de conservar la comunión con la misma Iglesia (11) y con Dios» (12).

La figura del cuerpo que el Espíritu inspira a San Pablo para expresar la realidad de la Iglesia ilumina ambas dimensiones de la comunión. Expresa por un lado la unidad de todos los miembros del cuerpo con la Cabeza que es el Señor, de quien todos reciben la vida. Participamos de la vida cristiana como miembros de la Iglesia, en la medida en que permanecemos unidos «a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios» (Col 2,19). La figura del cuerpo expresa también la unidad en la pluralidad de servicios que están llamados a desempeñar los cristianos en la Iglesia: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rom 12,4-5). La unidad del cuerpo se fortalece cuando cada uno construye la comunión, acogiendo la reconciliación en la vida personal y comunitaria, y entregándose generosamente al «ministerio de la reconciliación», que se nos ha confiado en el Bautismo: «Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación» (2Cor 5,18). Esta unidad tiene su fundamento en la gracia bautismal: «El Bautismo constituye el fundamento de la comunión entre todos los cristianos, ..."constituye un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él" (13) » (14).

La vida cristiana

Esta plenitud de la unidad y la comunión tiende a la perfección de la caridad, que es la esencia de la vida cristiana. Por el Bautismo, como nos recuerda el Concilio, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (15).. El Bautismo es, así, el «fundamento de la existencia cristiana» (16).. Esta vida cristiana que los hijos de la Iglesia acogen por el Bautismo es la única vida verdaderamente humana: «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1Jn 5,11-12).

Para comprender la transformación de la existencia humana que significa esta vida cristiana, la Iglesia ha mirado siempre a María, la primera en recibir en sí los frutos de la reconciliación. Ella es paradigma de esa vida de la que los cristianos participamos por el Bautismo. Manifiesta en su propio ser indiviso la plenitud de vida que se da en la comunión con la Trinidad creadora, que es la fuente de la reconciliación con uno mismo, con los demás y con toda la creación. La vocación a la vida cristiana, que María acoge plenamente, se manifiesta en Ella precisamente como la coronación y la plenitud de la vocación a la vida humana, y por lo tanto como la verdadera vida humana, vida reconciliada, existencia en la cual ha dado fruto la reconciliación que el Señor nos ha obtenido con su Encarnación, Muerte y Resurrección. En María se percibe claramente que la vida cristiana es la que se centra en el Señor Jesús, nutriéndose de Él, que ha venido para que tengamos vida y para que la tengamos en abundancia (ver Jn 10,10).

En Ella resulta claro también cómo la vocación a la vida cristiana, que alcanza una especificación particular en cada persona llamada a reflejar la gloria del Señor (17) de una manera única e irrepetible, no se queda en el ser, sino que está indesligablemente unida a un quehacer, a una obra, a una misión concreta y personal. María, que es la Inmaculada, la llena de gracia, la sierva del Señor, tiene, como enseña el Santo Padre, «un lugar preciso en el plan de la salvación», una «presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia» (18). Al igual que Ella todos los cristianos tienen, junto a su vocación a la santidad, una misión a cumplir: «Cada ser humano, junto a esta vocación que venimos llamando "fundamental" tiene también, por designio divino, un llamado a realizar en este terreno peregrinar una misión propia. Así, el horizonte de la vocación pasa a una especificidad más individual con el llamado personal a una misión concreta, cuya huella lleva en su mismidad, según la divina Providencia» (19).


Notas

1. Juan Pablo II, Homilía durante la misa de clausura de la Asamblea especial para América del Sínodo de los Obispos, 12/12/1997, 2. [Regresar]

2. Catecismo de la Iglesia Católica, 1239. [Regresar]

3. Catecismo de la Iglesia Católica, 1266. [Regresar]

4. Catecismo de la Iglesia Católica, 1227. [Regresar]

5. Catecismo de la Iglesia Católica, 1272. Ver Gianfranco Ghirlanda, S.J., El derecho en la Iglesia misterio de comunión, Paulinas, Madrid 1992, p. 103: «El carácter bautismal expresa este carácter definitivo de la consagración por parte del Padre, consagración divina, que afecta a las dimensiones más profundas del ser y supone una transformación ontológica, que es como una nueva creación». [Regresar]

6. Lug. cit. [Regresar]

7. Gaudium et spes, 22. [Regresar]

8. Catecismo de la Iglesia Católica, 1257. [Regresar]

9. Catecismo Romano, 2,2,5. [Regresar]

10. Catecismo de la Iglesia Católica, 1213. [Regresar]

11. Ver C.I.C., c. 209, § 1. [Regresar]

12. Gianfranco Ghirlanda, S.J., ob. cit., pp. 73-74. [Regresar]

13. Unitatis redintegratio, 22. [Regresar]

14. Catecismo de la Iglesia Católica, 1271. [Regresar]

15. Lumen gentium, 40. [Regresar]

16. Tertio millennio adveniente, 41. [Regresar]

17. Ver 2Cor 3,18: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu». [Regresar]

18. Redemptoris Mater, 1. [Regresar]

19. Luis Fernando Figari, María y la vocación a la vida cristiana, Fondo Editorial, Lima 1995, p. 17. El subrayado es nuestro. [Regresar]


 

El Bautismo y la vocación a la santidad

La vida cristiana que proviene del Bautismo incluye pues tanto la vocación del cristiano a participar plenamente de esa vida en su persona, como el llamado a cumplir una misión apostólica. Ahondaremos ahora en el primero de estos aspectos, que no es otro que la vocación de cada cristiano a vivir la plenitud de la santidad.

La vocación a la santidad

El Papa Juan Pablo II afirma en la Christifideles laici que «la vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo» (20), señalando que esa vocación, que debe ser considerada «como un signo luminoso del infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad» es «una componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal, y, en consecuencia, un elemento constitutivo de su dignidad» (21). El Santo Padre recoge así la enseñanza del Concilio Vaticano II, el cual, al recordar al Pueblo de Dios la universal vocación a la santidad, la fundamentaba precisamente en la consagración bautismal: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (22).

En el texto conciliar la santidad aparece en primer lugar como un hecho: los cristianos son ya «realmente santos» por el Bautismo. Hay un fundamento ontológico de santidad, en el cual se basa el desarrollo de la santidad del cristiano: la vida nueva en el Señor que le ha sido conferida al bautizado por su participación sacramental en el acto reconciliador del Señor Jesús. El Catecismo ahonda en esta realidad subrayando la radical novedad de la condición del bautizado: «El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito "una nueva creación" (2Cor 5,17), un hijo adoptivo de Dios (ver Gál 4,5-7) que ha sido hecho "partícipe de la naturaleza divina" (2Pe 1,4), miembro de Cristo (ver 1Cor 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rom 8,17) y templo del Espíritu Santo (ver 1Cor 6,19)» (23).

Pero el Concilio no se queda en afirmar que la santidad es ya real en los bautizados. También nos dice que «es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron».. La vida cristiana acogida en el Bautismo constituye un principio dinámico de crecimiento, que no ha alcanzado todavía la plenitud. En realidad, toda la existencia cristiana es despliegue de la novedad cristiana acogida en el Bautismo, como lo señala la Christifideles laici con respecto a los laicos: «No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios» (24).

Los obispos latinoamericanos en Medellín enseñaron por eso que «por el Bautismo el cristiano inició su configuración con Cristo que luego, por la acción de Dios y la fidelidad del hombre, ha de ir creciendo hasta llegar a la edad perfecta de la plenitud de Cristo» (25). El esfuerzo del hombre por responder con fidelidad parte de la conciencia del don inmenso del Bautismo, es decir, del misterio de haber muerto a la muerte para nacer a la vida nueva en el Señor Jesús. Esta conciencia lleva al cristiano a descubrir que la semilla de vida que ha sido depositada en su corazón debe madurar por la gracia y por la fe.

Si el don del Bautismo es como una semilla de vida llamada a crecer y exige un esfuerzo de cooperación, también lo exige la presencia, aun después del Bautismo, de las consecuencias del pecado: «En el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o "fomes peccati": "La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de Jesucristo. Antes bien 'el que legítimamente luchare, será coronado' (2Tim 2,5)" (CC. de Trento: DS 1515)» (26).

El desarrollo del don de la vida cristiana recibido por el Bautismo supone pues un esfuerzo consciente de lucha y combate, como lo sugieren las esperanzadoras palabras del Concilio de Trento que cita el Catecismo. Este combate requiere de una cooperación activa con la gracia recibida. No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos (ver Mt 7,21), sino aquel que cumple con el designio divino. No basta con ser bautizado, sino que es necesario abrirse al dinamismo del Bautismo para, cooperando con la gracia recibida, irse transformando cada vez más, «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13), en cuya muerte hemos participado para nacer a la nueva vida.

La dinámica bautismal

La dinámica fundamental de ese camino de combate interior y cooperación que conduce al despliegue del don de la vida de gracia, y al progresivo vencimiento de la concupiscencia, viene señalada también por la naturaleza misma del Bautismo: se trata del paso de la muerte del pecado a la vida nueva en el Señor Jesús.

El Papa Juan Pablo II enseña que mediante el Bautismo «Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (ver Rom 6,3-5); lo despoja del "hombre viejo" y lo reviste del "hombre nuevo", es decir, de Sí mismo» (27). Nuevamente, se trata ante todo de una realidad objetiva, presente ya en el bautizado por la misma recepción del sacramento. Pero esa realidad ontológica ha de ir haciéndose vida concreta en la vida espiritual del cristiano.

Esto implica asumir en la propia vida un doble dinamismo por el cual nos vamos asemejando cada vez más al Señor Jesús: despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ambos procesos son simultáneos y complementarios. Por un lado, ir rompiendo con el pecado, con los conflictos y rupturas en todas las dimensiones de nuestro ser, y sobre todo con la mentira, que nos hace esclavos de las concupiscencias del poder, el tener y el placer (ver 1Jn 2,16). Por el otro, ir revistiéndonos del hombre nuevo, acogiendo la gracia divina que el Padre derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo, para irnos asemejando cada vez más al Señor Jesús y poder repetir con el Apóstol: «es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

Ese camino progresivo de conformación con el Señor Jesús no es otro que el camino de crecimiento en la fe, como se puede deducir -una vez más- del sacramento del Bautismo.

El camino de la fe

En efecto, como enseña el Catecismo, «el Bautismo es el sacramento de la fe». «La fe que se requiere para el Bautismo -añade- no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse» (28). Por ello, «en todos los bautizados, niños o adultos, la fe debe crecer después del Bautismo». Esto lo manifiesta el hecho de que «la Iglesia celebra cada año en la noche pascual la renovación de las promesas del Bautismo» (29). La fe debe pues renovarse y aumentar cada día: «¡Creo, ven en ayuda de mi poca fe!» (Mc 9,24).

La fe, «garantía de lo que se espera; prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1) es, como enseña San Juan de la Cruz, medio proporcionado de unión con Dios (30) y, como tal, principio dinámico de la maduración cristiana. Todo el proceso de crecimiento de la vida cristiana ha de entenderse como un desarrollo de la fe, que en la esperanza conduce hacia la plenitud de la caridad.

Esa exigencia de crecimiento en la fe se manifiesta en primer término como una exigencia de integralidad. Se trata de vivir una fe que abarque todas las dimensiones del ser humano: su mente, su corazón y su acción. La fe -enseña el Santo Padre en la Veritatis splendor- «no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (ver Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (ver Gál 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos» (31).

Para que la fe se haga integral debe ir creciendo, hasta ir transformando a la persona en toda su realidad. Para ello es necesario un esfuerzo consciente y sistemático por ir abriéndose y respondiendo al dinamismo transformante de la fe. Un testimonio claro de esta dinámica es la llamada "Dirección de San Pedro" que el Espíritu inspiró al Apóstol en su segunda carta: «Poned el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad» (2Pe 1,5b-7).

No basta con la fe inicial. San Pedro nos enseña que a ella hay que añadir progresivamente -poniendo «el mayor empeño» (2Pe 1,10)- todas las demás virtudes que va enumerando en una cadena que concluye con la consumación en la caridad. Se trata de una dinámica de cooperación activa, para no quedarse «inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo» (2Pe 1,8). Caminando por esa senda, la fe irá desplegándose en la vivencia de las otras dos virtudes teologales. La fe es el fundamento sobre el cual se asientan la esperanza y la caridad, pero al mismo tiempo sin la esperanza, que sostiene el esfuerzo de crecimiento, y la caridad, que es la plenitud hacia la que tiende la vida cristiana, la fe queda vacía (ver 1Cor 13,2).

Este camino de crecimiento de la fe tiene como fundamento el Bautismo. La huella ontológica de la incorporación a Jesucristo ordena todos los dinamismos de la naturaleza humana hacia la vida cristiana. Por eso el camino de la fe es también de alguna manera el camino del encuentro con uno mismo: el bautizado ha sido renovado radicalmente, y es una nueva creación, participa de la naturaleza divina como hijo adoptivo de Dios y miembro de Cristo y es templo del Espíritu Santo. Además, recibe la gracia santificante, que le permite vivir las virtudes teologales y acoger los dones del Espíritu Santo (32) que lo sostienen en el caminar.


Notas

20. Christifideles laici, 16. [Regresar]

21. Christifideles laici, 17. [Regresar]

22. Lumen gentium, 40. [Regresar]

23. Catecismo de la Iglesia Católica, 1265. [Regresar]

24. Christifideles laici, 10. [Regresar]

25. Medellín, Religiosos, 1. [Regresar]

26. Catecismo de la Iglesia Católica, 1264. [Regresar]

27. Christifideles laici, 12. [Regresar]

28. Catecismo de la Iglesia Católica, 1253. [Regresar]

29. Catecismo de la Iglesia Católica, 1254. [Regresar]

30. Un amplio elenco de las referencias en que San Juan de la Cruz expresa esta idea puede encontrarse en Karol Wojtyla, La fe según San Juan de la Cruz, Librería Editrice Vaticana - Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1979, pp. 19-21. [Regresar]

31. Veritatis splendor, 88. [Regresar]

32. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1265-1266. [Regresar]


 

El Bautismo y la misión apostólica

El camino de desarrollo de la fe no se refiere únicamente al perfeccionamiento personal del cristiano, a su vocación a la santidad. Este crecimiento de la fe personal está, como indicamos más arriba, indesligablemente unido a la misión que el Señor encomienda a cada uno en la Iglesia. La gloria que el cristiano está llamado a dar al Padre junto con el Señor no se puede desligar del cumplimiento de la obra apostólica que se le encomienda a cada uno: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4).

Con el Bautismo el fiel empieza a participar de la misión del Pueblo de Dios. Esta dimensión apostólica del Bautismo se manifiesta de manera más plena en la Confirmación, que concluye la iniciación cristiana, y en la cual los cristianos «se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras» (33).

La misión apostólica forma parte del Bautismo

En la Christifideles laici el Papa Juan Pablo II señala con claridad la consagración apostólica que nace del Bautismo: «Con esta "unción" espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: "El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor" (Lc 4,18-19; ver Is 61,1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador» (34).

La identidad apostólica marca pues al bautizado tan profundamente como el Bautismo mismo. La incorporación a la Iglesia supone la obligación de «confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia» (35). La legislación de la Iglesia, al precisar quiénes son los fieles cristianos, da un lugar central a esa misión apostólica: «Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el Bautismo, se integran en el Pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo» (36).

La misión que forma parte de la identidad de todo bautizado implica y exige el cumplimiento de la misión propia a la que cada uno está llamado en el servicio de la Iglesia. El compromiso activo con la misión apostólica del Pueblo de Dios se hace vida en la entrega a los horizontes concretos de servicio apostólico a los cuales el Señor convoca a cada uno.

Esta misión común pero encomendada a cada uno de manera singular da lugar a unos deberes apostólicos específicos, pero supone también el derecho de trabajar en el servicio evangelizador, tanto personal como asociadamente, como lo recuerda el Código de Derecho Canónico con respecto a los laicos (37).. Como respuesta a la conciencia de ese deber y en ejercicio de ese derecho han surgido en los últimos tiempos múltiples formas de apostolado laical, tanto personal como sobre todo asociado, entre las cuales hay que destacar de forma particular los movimientos eclesiales. El derecho de asociación nace de la misma naturaleza de comunión de la Iglesia, que hunde sus raíces en el Bautismo, y en particular de la misión apostólica que forma parte de la consagración bautismal. Lo recuerda claramente el Santo Padre: «Ante todo debe reconocerse la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia. Tal libertad es un verdadero y propio derecho que no proviene de una especie de "concesión" de la autoridad, sino que deriva del Bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia» (38).

El surgimiento de nuevas formas asociativas en el empeño apostólico surge de la misma naturaleza del Bautismo. El empeño apostólico de cada bautizado, así como de las distintas asociaciones en que se integran, realiza la misión de la Iglesia toda, en la cual participan todos los fieles cristianos. Por ello la misión de cada bautizado, aunque en las distintas formas que adquiere revista características y acentos particulares, nunca es individual ni meramente grupal, sino eclesial, pues es participación en la misión de la Iglesia.

«Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo»

La misión apostólica que proviene del Bautismo confiere la participación en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo. Esta participación vale para todos los fieles cristianos en cuanto bautizados, y es necesario afirmarla de manera particular con respecto a los laicos, «fieles incorporados a Cristo por el Bautismo, que forman parte del Pueblo de Dios ejerciendo desde su propia vocación la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y que en tal sentido ejercen tanto en la Iglesia, así como en el mundo, la misión común: "propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora y por medio de ellos ordenar realmente todo el universo hacia Cristo" (39) » (40).

La participación en el oficio sacerdotal se da ante todo por la unión de los fieles al sacrificio de Jesucristo en «el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (ver Rom 12,1-2)» (41), que se plenifica en la participación de la oblación eucarística. Exige vivir una espiritualidad de la vida cotidiana, en la cual «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal..., e incluso las mismas pruebas de la vida», vividos en el Espíritu, «se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (ver 1Pe 2,5)» (42).

Por la participación en el oficio sacerdotal, «la vocación a la santidad está ligada íntimamente a la misión» (43). La santidad es la condición de todo apostolado eficaz, porque nadie da lo que no tiene, y porque una predicación del Evangelio que no tenga sustento en el testimonio de vida no tiene credibilidad. Como enseña Santo Domingo, «el mejor evangelizador es el santo, el hombre de las bienaventuranzas» (44).. El primer campo de apostolado ha de ser siempre el evangelizador mismo, permanentemente evangelizado, porque el primer servicio evangelizador que el fiel le debe a la Iglesia y a los demás es el esfuerzo por su propia santidad.

Pero la dimensión apostólica de la santidad personal sería incompleta sin la predicación activa del Evangelio. La participación en el oficio profético del Señor Jesús se da en el testimonio explícito de la verdad evangélica, en la participación eficaz de todos los fieles en la acción evangelizadora de la Iglesia, no sólo mediante «el testimonio de la vida», sino también «con el poder de la palabra» (45).. A lo largo de toda la historia de la Iglesia este testimonio ha ido adquiriendo formas siempre renovadas para hacer presente el Evangelio a todos los hombres y a todas las realidades humanas. En los últimos tiempos vienen siendo particularmente importantes las formas asociadas de apostolado, particularmente en el ámbito laical.

El esfuerzo por responder al reto de la evangelización presupone y exige una formación constante en la fe, para poder responder a los retos concretos de los hombres y mujeres de cada tiempo y dar un testimonio eficaz en la cultura. A su vez, la actividad evangelizadora conduce a un crecimiento en la fe, porque «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (46).

La participación en el oficio real convoca a los bautizados a «servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Los cristianos participan de este oficio del Siervo sufriente, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (ver Rom 6,12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (ver Mt 25,40)» (47). Aquí entra en juego con toda su radicalidad la exigencia de un servicio solidario a los pobres. Al mismo tiempo, el horizonte del Reino manifiesta que la misión apostólica no queda en el ámbito personal, sino que se trata de transformar todo lo humano mediante la «palabra de la reconciliación» (2Cor 5,19), buscando «dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario» (48). En este empeño cobra toda su importancia la evangelización de la cultura, que conduce a la Civilización del Amor.

Conclusión: el Bautismo y el reto de la Nueva Evangelización

Para terminar, es importante volver a la cuestión que nos planteábamos al comienzo. ¿Qué aporta una reflexión en torno al Bautismo de cara a los retos de la Nueva Evangelización?

En primer lugar, suscita una conciencia renovada del fundamento antropológico realista que tiene la vida cristiana, y por lo tanto imprime nuevas fuerzas para evangelizar y sobreponerse al relativismo en que pretende sumir al cristianismo el agnosticismo funcional. La conciencia del Bautismo como don recibido y de las raíces ontológicas de la vida cristiana dan al apóstol vigor, confianza y esperanza en el empeño por hacer llegar la luz y la vida del Evangelio a todos los hombres y a todas las realidades humanas.

En segundo lugar, y como consecuencia de ello, la reflexión en torno al Bautismo nos da una conciencia clara de la grandeza del don recibido. El Santo Padre nos exhorta a mantener esa conciencia: «Es particularmente importante que todos los cristianos sean conscientes de la extraordinaria dignidad que les ha sido otorgada mediante el santo Bautismo» (49). Esta conciencia conducirá a un renovado sentido de la urgencia de ser fieles a sus exigencias, viviendo una vida cada vez más santa, y asumiendo con generosidad la misión apostólica por la cual todos participamos de la misión de la Iglesia.

En tercer lugar -y quizás sea éste el aspecto más importante de cara a los retos específicos de la Nueva Evangelización, que se dirige fundamentalmente a personas que ya han recibido el Bautismo y a ámbitos culturales en los que está todavía presente la huella de la evangelización-, ahondar en la conciencia del fundamento sacramental de la vida cristiana nos dará una conciencia clara de que en este empeño evangelizador se trata no de suscitar una fe inexistente, sino de conducir a los cristianos, entibiados por diversas razones en su compromiso cristiano, a hacer eficaces en sus vidas las consecuencias de un don que ya sella lo más profundo de su ser. El reto no es el de conducir a los destinatarios de la Nueva Evangelización hacia una novedad inédita (50), sino a reconocer en sí el don siempre nuevo de la vida cristiana, recibido en el Bautismo, y a encontrar la reconciliación que anhelan en el renovado encuentro con esta huella que marca su identidad más profunda, dando forma cristiana -y por ello verdaderamente humana- a sus hambres fundamentales, para los cuales han olvidado dónde habían de buscar el alimento verdadero e imperecedero.

Esto supone en los forjadores de la Nueva Evangelización una sensibilidad evangélica para percibir los efectos transformadores del Bautismo y de la primera evangelización en las personas y realidades que buscan transformar con el Evangelio. Los evangelizadores tendrán que realizar un discernimiento penetrante que permita encontrar los medios para sacar a la luz ese don originario -oscurecido quizás a la conciencia personal- con respeto y reverencia, tocando aquellas fibras donde laten los frutos de la transformación sacramental y de la primera catequesis. Junto con ello será necesario un esfuerzo por mantener una fina conciencia de todas las manifestaciones culturales que portan las huellas del Evangelio. Fortaleciéndolas con un renovado contacto vivo con la luz que emana de Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre (ver Heb 13,8), la cultura se revitalizará para convertirse verdaderamente en una cultura cristiana, es decir una cultura en cuyo seno los hombres y mujeres de nuestro continente tengan al Señor Jesús, Hijo de Dios y de Santa María, en su boca y en su corazón.

Miguel Salazar Steiger, laico peruano, es miembro del Centro de Estudios para la Persona y la Cultura de la Universidad San Pablo. Ha publicado: Persona humana y reconciliación.


Notas

33. Lumen gentium, 11. [Regresar]

34. Christifideles laici, 13. [Regresar]

35. Lumen gentium, 11. [Regresar]

36. C.I.C., c. 204, § 1. [Regresar]

37. Ver C.I.C., c. 225, § 1: «Puesto que, en virtud del bautismo y de la confirmación, los laicos, como todos los demás fieles, están destinados por Dios al apostolado, tienen la obligación general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo». [Regresar]

38. Christifideles laici, 29. [Regresar]

39. Apostolicam actuositatem, 2. [Regresar]

40. Luis Fernando Figari, Horizontes de Reconciliación, Vida y Espiritualidad, Lima 1996, p. 67. [Regresar]

41. Christifideles laici, 14. [Regresar]

42. Lumen gentium, 34. [Regresar]

43. Christifideles laici, 17. [Regresar]

44. Santo Domingo, 28. [Regresar]

45. Ver Lumen gentium, 35. [Regresar]

46. Redemptoris missio, 2. [Regresar]

47. Christifideles laici, 14. [Regresar]

48. Lug. cit. [Regresar]

49. Christifideles laici, 64. [Regresar]

50. Ver Santo Domingo, 24: «Hablar de Nueva Evangelización no quiere decir reevangelizar. En América Latina no se trata de prescindir de la primera evangelización sino de partir de los ricos y abundantes valores que ella ha dejado para profundizarlos y complementarlos, corrigiendo las deficiencias anteriores». [Regresar]


 

 

 

 

 

 

 

 

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