Bartimeo - Domingo 30 del tiempo ordinario

Escrito por José-Román Flecha Andrés - Universidad Pontificia de Salamanca   

 

Regado por las aguas de la Fuente de Eliseo, el palmeral de Jericó nos parece todavía un oasis encantado. Allí se detienen con frecuencia los que hoy viajan a la Tierra Santa. En los últimos tiempos hasta pueden ascender con facilidad hasta el monasterio que, incrustado en los huecos de la montaña, recuerda las tentaciones de Jesús

 

También en tiempos de Jesús, Jericó era un lugar de descanso. Allí se reponían un tanto los peregrinos que venían de Galilea por las orillas del Jordán. Allí lavaban sus pies y compraban algunos víveres para afrontar la subida hasta Jerusalén. Allí se unían en grupos para defenderse de los asaltos de los bandidos.

 

El camino que sube de Jericó a Jerusalén ha despertado siempre nuestra imaginación. Sobre todo, a causa de los ladrones que, según la parábola evangélica, asaltaron al hombre anónimo que bajaba de la Ciudad Santa. Y también a causa del mendigo que, a las afueras de la ciudad, mendigaba una limosna de los peregrinos. 

 

Pero el camino de Jericó es una metáfora de nuestra vida. Por allí pasamos todos alguna vez, tal vez sin prestar atención al ciego que mendiga a la vera del camino. O allí estamos todos alguna vez, aguardando una presencia misteriosa que nos devuelva la luz y la esperanza.

 

LA CONFIANZA Y LA VISIÓN

 

Todo el relato parece una parábola  y una  hermosa catequesis. Todos los elementos van marcando los pasos de un itinerario de iniciación cristiana. En un primer acto se nos presenta a un hombre ciego, sentado al borde del camino. Tiene nombre y dignidad. Bartimeo representa a una humanidad menesterosa. Los peregrinos que pasan junto a él pueden ayudarle en lo material. Pero nada más.

 

En un segundo acto se prepara el gran encuentro. El ciego oye un día el rumor de una multitud. Pregunta y se entera de que es Jesús el que pasa. Seguramente ha oído hablar de él. La fe llega por el oído y se afianza por la pregunta de quien espera la salvación. El  grito de Bartimeo refleja la fe de su pueblo: “Hijo de David, ten compasión de mí”. A pesar del celo inoportuno de los discípulos, Jesús escucha y llama.

 

El tercer acto, está precedido por la confianza de la pobreza. Quien espera a contar con todas las seguridades nunca dará un paso. El ciego se desprende del manto que le cubre de noche y en el que recoge de día las monedas. Es más lo que espera alcanzar que lo que deja. Bartimeo da un salto siendo todavía ciego. Ante Jesús se encuentran la ceguera y la luz, la súplica y la respuesta, la confianza y la visión.

 

LA LUZ Y LA VERDAD

 

Tras la primera invocación, meditamos la segunda súplica del ciego: “Maestro, que pueda ver”. Sólo eso. Aquella oración de Bartimeo es un modelo permanente para todos los que están anclados en la tiniebla. Una oración para recitar pausadamente mientras todo se retuerce y se complica.

 

• “Maestro, que pueda ver”.  Ésa habría de ser la súplica de los que no aciertan a descubrir los valores de la vida y de la verdad, de la justicia y del amor.

 

• “Maestro, que pueda ver”. Esa invocación resume la inquietud confiada de la Iglesia, que escruta los signos de los tiempos para adivinar el proyecto de Dios sobre la historia.

 

• “Maestro, que pueda ver”. Esa humilde plegaria bulle en el corazón de cada creyente, cuando la arrogancia de una propaganda mentirosa le impide descubrir el camino de la paz. 

 

- Señor Jesús, tú nos has visto con frecuencia, abatidos y necesitados, sentados en tinieblas al borde del camino. Danos tu luz y tu gracia, para que podamos seguirte por el camino proclamando tu misericordia. Amén.

 

José-Román Flecha Andrés - Universidad Pontificia de Salamanca