EL AMOR, PLENITUD DE LA LEY

 

LYONNET

 


 

 

La fe que actúa por el amor

 

Al leer las cartas de san Pablo -y no sólo las cartas de Pablo, sino todo el nuevo testamento y en particular el evangelio de Juan-, encontramos con frecuencia, una junto a otra, la fe y el amor, como queriendo expresar~ con estas dos actitudes~ la entera conducta del cristiano.

Cuando, al comienzo de sus cartas, san Pablo agradece a Dios lo que ha concedido a sus fieles destinatarios, entre las cosas por las que da gracias a Dios, generalmente menciona la fe v el amor. Alguna vez añade la esperanza; pero ordinariamente se limita a la fe y al amor. Y al hablar del amor, entiende el amor para con el prójimo. Así que resultan ser dos los elementos de la vida cristiana. Dos componentes que resumen la actitud del hombre: la fe que nos ordena para con Dios, y el amor que nos ordena con los hombres.

Son muchas las expresiones en que se expresan ambos componentes:

 

Tenemos que dar en todo tiempo gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es justo, porque vuestra fe está progresando mucho y se ocrecienta el amor mutuo en cada uno de vosotros (2 Tes l, 3).

Damos gracias sin cesar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, rezando por vosotros, al tener noticia de vuestra fe cn Cristo Jesús y del amor que tenéis a todos los santos (Col 1, 3-4).

Por eso, yo también, al tener noticia de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestro amor hacia todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros (Ef 1. 15 –16).

 

Tomás de Aquino, en su comentario a esta última carta, hace notar de modo claro este hecho: que san Pablo menciona «dos bienes»: «un bien que nos ordena a Dios, y es la fe; el otro que nos ordena al prójimo, y es el amor».[1]

Lo que es verdadero para Pablo, lo es también para Juan, que dice en su primera carta:

Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros (1 Jn  3, 23).

 

De una parte fe en Jesús, de otra, amor al prójimo.

Es, pues, importante precisar lo que significa «fe» y lo que significa «amor», Si lo logramos, podremos entender lo que significa ser cristiano v cuál debe ser su conducta.

Intentamos precisar primero lo que significa «fe», para ver después la relación que existe entre fe y amor.

En ninguno de los textos citados se indica esta relación. Fe y amor se ponen sencillamente una al lado del otro. Pero hay un texto en que san Pablo indica explícitamente, con una preposición, la relación entre estas dos virtudes, al afirmar que toda la religión cristiana se resume en esta sola cosa: en «la fe que actúa por el amor» (Gal 5, 6).

He aquí la relación que decíamos: la fe es, de algún modo, la fuente del amor. La fe -la actitud del hombre hacia Dios-, se expresa por medio del amor al prójimo. Intentemos, pues~ saber lo que es la fe, y después volveremos de nuevo al amor.


 

 

Fe y opinión

 

«Fe» es una palabra que se repite con frecuencia en el nuevo testamento, ya sea en los evangelios sinópticos, ya sea en Juan o en Pablo. Y más todavía que la palabra «fe», encontramos el verbo «creer». ¿Qué significa «creer»?

Es posible un equívoco. El que conoce esta palabra a través de la literatura profana; por ejemplo la griega, se encuentra ante un significado del todo particular. Aun en el lenguaje corriente, por ejemplo, «cuando yo digo: creo que mañana hará bueno», pretendo decir que no estoy, cierto de que mañana hará bueno. Lo contrario precisamente de lo que entiendo cuando digo «creo que Dios existe»; pues al afirmar esto, quiero decir que estoy certísimo de que Dios existe.

La fe cristiana es una cosa totalmente distinta de un conocimiento dudoso e incierto, cual era la fe de los griegos. Para los griegos, pistis era un conocimiento de escaso valor, no digno de un hombre porque tenía como objeto lo que llamaba doxa; es decir, una opinión, pero no una certeza, una verdad. Así se lee en los Fragmentos del sofista Gorgias:

 

Tú, el más temerario de los hombres, al fiarte de una opinión, que es lo más falaz, sin conocer la verdad ¿te atreves a acusar a un hombre de delito capital?[2]

 

Entendida así, la fe se opone a la verdad: el que se contenta con creer, no busca la verdad.

Pero en la concepción cristiana ¿qué significa creer? Si queremos saberlo, debemos seguir el ejemplo de Pablo, quien, queriendo precisar el significado de la fe, evoca -como lo hace en la carta a los romanos- la figura de Abrahán. No hay modo mejor ni más eficaz, que reconstruirnos la historia de Abrahán, la historia que era para los judíos el fundamento de toda su educación.

 

La fe de Abraham

 

Abraham es el personaje del antiguo testamento que más se cita en el nuevo, es «nuestro padre Abrahán», «el padre de los creyentes». Es un personaje al que se refiere María en su Magnificat. La Virgen fue educada, y a su vez educó a su hijo Jesús a través del relato de la historia de este personaje. Si queremos penetrar de algún modo en la psicología de los apóstoles, y  aun de Jesús y  de la Virgen, debemos tener en cuenta que todos se formaron en las páginas del antiguo testamento, y sobre todo en las páginas que cuentan la historia de Abraham, que eran las centrales.

La historia de Abraham inaugura nuestra historia. Comienza en el capítulo 12 del Génesis. Los once primeros capítulos contienen lo que podríamos llamar la prehistoria de la humanidad.

La verdadera historia comienza con Abrahán, y comienza con una palabra de Dios, con una  llamada de Dios. La historia no puede comenzar sino por Dios, por Dios que habla. El hombre sólo puede responder. Como la historia de la creación del universo tiene comienzo en una palabra de Dios, así la historia de nuestra salvación, la historia del pueblo elegido, que comienza con Abrahám, tiene verdaderamente comienzo por una  palabra de Dios.

«Yahvé dijo a Abrahán: “vete de tu tierra”...». «Vete» es una palabra creadora, que al mismo tiempo exige una separación. Abrahán debe dejar el culto de los dioses, al que está ligado, como todos sus contemporáneos debe dejar su país, su familia, su casa.

«Vete a la tierra que yo te mostraré» (Gén 12, 1). Nótese el futuro. Dios no muestra inmediatamente la tierra a Abrahán. Abrahán parte, fiándose únicamente de la palabra de Dios. Una palabra que es al mismo tiempo una promesa. Abrahán se fía y marcha. Rompiendo todos sus vínculos terrenos, sale para un país desconocido con su mujer estéril, porque Dios le ha llamado y le ha prometido una  posteridad. La existencia y el porvenir del pueblo elegido depende de este acto absoluto de fe. La historia comienza por una  llamada de Dios, pero la respuesta a esta llamada es un acto absoluto de fe.

No debernos maravillamos de que la segunda etapa fundamental de esta historia, que comienza con Jesús, tenga principio en una llamada de Dios dirigida a un representante de nuestra raza, a la virgen María, quien, a su vez, responde con un acto absoluto de fe. «Feliz la que ha creído», es el comentario que hace Isabel a la actitud de María cuando ella dijo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Feliz porque ha creído. Como Abrahán. María era, en efecto, hija de Abrahán. La fe con que Abrahán responde a la llamada de Dios, aunque pronta, está todavía en sus principios, y por eso debe crecer. De hecho la promesa de Dios parece no realizarse. Los años pasan y Abrahán sigue sin descendencia. Y he aquí que Dios renueva su promesa.

 

Después de estos sucesos fue dirigida la palabra de Yahvé a Abrán en visión, en estos términos: «No temas, Abrán. Yo soy para ti un escudo. Tu premio será muy grande» (Gén 15, 1). ¡Todavía el futuro!

 

Dijo Abrán: «Mi Señor Yahvé, ¿qué me vas a dar, si me voy sín descendencio, y un criado de mi casa me va a heredar?». Mas he aquí que la palabra de Yahvé le dijo: «No te heredará ese, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas». Y sacándole afuera, le dijo: «Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas». Y le dijo: «Así será tu descendencia». Y creyó él en Yahvé, el cual se lo reputó por justicia (Gén 15, 2-6).

 

Es la expresión que tomará Pablo como típica de 1a fe (Rom 4, 3-5). Es la primera vez que en la historia bíblica sale la palabra «creer» y la primera vez que leemos el sustantivo «justicia». Pablo hace notar que la palabra justicia está ligada a la palabra creer. Abrahán ha sido proclamado justo por Dios porque ha creído (Rom 4, 18-25). Comenzamos ya a entender qué quiere decir creer. Abrahán se ha fiado de la palabra de Dios. Pero el tiempo pasa y la posteridad no llega. Sara, que es estéril, hace todo lo posible para que se cumpla la promesa de Dios. Mientras Abrahán no tenga una posteridad, todo lo que Dios ha dicho no ha tenido fundamento, no tiene sentido. Todo depende del hijo que debe nacer de Abrahán. Como entonces estaba en uso la poligamia, Sara propone a Abrahán que tenga un hijo de la esclava Agar, a fin de que la promesa de Dios pueda realizarse de algún modo (Gén 16, 1-4). Pero la promesa no se realizará así. El Señor, cuenta la Escritura en el capítulo siguiente, se aparece a Abrahán y le dice:

 

Yo soy. Por luí parte he aquí la alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos, No te llamarás Abrán, sino que tu nombre será Abrahán, pues padre de muchedumbre de pueblos te he constituido (Gén 17, 4-5). Dijo Dios a Abrahán: «A Saray, tu mujer, no la llamarás más Saray, sino que su nombre será Sara (esto es, princesa), Yo la bendeciré, y de ella también te daré un hijo»...

Abrahán se postró en tierra y se echó a reír, diciendo en su interior: «¿A un hombre de cien años va a nacer un hijo? y Sara, a sus noventa años, ¿va a dar a luz?» (Gén 17, 15-17).

 

Abrahán no pensó sino en el hijo ya nacido, en Ismael. Y dijo a Dios:

 

¡Si al menos Ismael viviera en tu presencia! Respondió Dios: «Sí, pero Sara, tu mujer, te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Isaac. Yo estableceré mi alianza con él» (Gén 17, 18 -19).

 

Abrahán debe hacer de nuevo un acto de fe absoluto;  esta vez iuás difícil, porque debe renunciar a Ismael, el apoyo que pensaba tener. Pero hace este acto de fe. Así la promesa de Dios se realiza con el nacimiento de Isaac.

Y Sara entona su cántico, que anticipa el Magnificat de María: «¿Quién habrá dicho a Abrahán que Sara amamantará hijos?» (Gén 21, 7). Parece que ahora pueden realizarse las promesas de Dios. En realidad nada ha coiuenzado todavía. El momento culminante de la fe de Abrahán es lo que la Biblia llama la «prueba». Dios pone a prueba sólo a sus amigos; lo hace para ofrecerles ocasión de subir más alto. La prueba es una manifestación de amor.

 

Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abrahán y le dijo: «Abrahán, Abrahán». El respondió: «Heme aquí». Díjole: «Toma a tu hijo, a tu hijo único, al que amas, Isaac (este hijo que es el núcleo, la base, el fundamento de todas las promesas), vete al país de Moria, y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga» (Gén 22, 1-2).

 

«En holocausto», El holocausto era para los israelitas el sacrificio más perfecto, porque en él se quemaba enteramente la víctima; no se destruía, sino que era trasformada en materia más sutil y  más capaz de llegar a Dios. «Sacrificar» es hacer una cosa divina, lo contrario de destruir. Al mismo tiempo significa que Isaac no será más de este mundo. Todo el destino de Abrahán se encierra en este sacrificio. ¿Qué hará Abrahán?

 

Al tercer día levantó Abrahán los ojos y vio el lugar desde lejos. Entonces dijo Abrahán a sus mozos: «Quefaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros» (Gén 22, 4 –5).

 

«Volveremos donde vosotros». Ya Orígenes hizo notar la extrañeza de este plural y se preguntó qué significaría. Dialogando con Abrahán, le pregunta:

 

Dime, Abrahán, ¿es verdad lo que dices? ¿Volverás en realidad con el muchacho? Entonces no tienes intención de ofrecerle en holocausto, dices una mentira, lo que no es digno de un patriarca. Responde Abrahán: Sí, voy a ofrecer en holocausto a mi hijo, prueba de ello es que llevo el fuego y el cuchillo; y no digo una mentira: volveré con él, porque creo que Dios es bastante poderoso para resucitar los muertos.[3]

 

Abrahán no ha dudado jamás de la palabra de Dios. La promesa de Dios se realizará, aunque él, Abrahán, no sabe cómo. Su fe consiste precisamente en obrar obedeciendo a Dios, con la certeza de que Isaac es en verdad el hijo de la promesa. Es lo que explica al hijo, cuando éste le pregunta:

 

Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Dijo Abrahán: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío» (Gén 22, 7-8).

 

Todo el sentido de la narración, la clave para interpretarlo, está en el nombre que Abrahán da al monte: «el Señor proveerá», es el monte de la providencia de Dios.

 

Creer y  abrirse a Dios

 

El sacrificio de Abrahán es, pues, esencialmente un acto de fe, Aquí vemos lo que significa «creer».[4] La fe es la actitud que más conviene al hombre en sus relaciones con Dios. La fe «abre» al hombre a lo que Dios quiere darle, lo hace capaz de recibir el don más grande que Dios hace al hombre, que es su misma vida. Por eso nos dice san Pablo que «Cristo por la fe habite en vuestros corazones» (Ef 3, 17); con la fe nos abrimos a Dios, que puede así llenarnos de sí.

La misma palabrz «creer» ya expresa admirablemente este concepto. Viene del griego pisteuein; pero Pablo no ha tomado esta palabra de la literatura griega, en la que tiene, como se ha visto, otro significado. La ha tomado de la versión griega del antiguo testamento, llamada de los Setenta, versión con la que la providencia había preparado un lenguaje capaz de expresar la revelación. ¿Y qué significa «creer» en la versión de los setenta? Esta palabra traduce la hebrea que se repite con frecuencia en la liturgia, y que por esto conocemos todos: amén.

Amén viene da la raíz hebrea âman, y expresa firmeza, estabilidad, fidelidad: cualidades todas propias de Dios. Dios es la roca sólida, mientras que el hombre es arena movediza. El hombre es inestable, un día dice sí y otro dice no, y a veces sí y no al mismo tiempo, Dios, al contrario, es de quien el hombre puede fiarse. De Dios puede uno fiarse porque Dios es una roca sólida: el que se agarra a ella está seguro; como está seguro el niño en los brazos de su mamá, porque puede fiarse de ella.

Para expresar este significado, la palabra hebrea se usa en la forma llamada «causativa», en el sentido de hacer sólido, estable y constante lo que de por sí no lo es. Como en latín para decir «aprender» se usa la palabra discere, mientras que para decir «hacer aprender» se usa docere -forma causativa de discere-~ de la misma manera «creer» en hebreo significa hacer a uno sólido, estable, constante.

Cuando digo «creo», afirmo al mismo tiempo dos cosas: que por mí mismo no soy sólido, firme, constante, sino que llego a serlo adquiriendo estas propiedades que antes no tenía. El objeto es siempre la persona misma de Dios o su palabra, que se convierte en mi punto de apoyo, del que me viene estabilidad, firmeza y constancia. Mediante la fe participo de la misma firiueza de Dios y de su palabra; cambio, por así decirlo, mi debilidad natural y congénita con la fuerza divina, reconociendo y afirmando que esta fuerza no proviene de mí, no es mía. Proclamo mi radical impotencia y participo del poder de Dios. 

 

Fe y amor

 

Si es así, se entiende perfectamente cómo la fe puede justificar al hombre en cuanto, como dice santo Tomás, lo somete a la actividad de Dios, quien le comunica su misma vida.[5]

¿Y en qué consiste la vida de Dios? Si Dios es amor, la vida de Dios es amor. Si creo en Dios que es amor, me será comunicada la vida de Dios amor y deberá expresarse en mí como amor. Es lo que afirma san Pablo, cuando define toda la religión cristiana como «fe que actúa por el amor».

 

Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Gál 5, 14). Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley, En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom 13, 8-9).

 

Lo mismo exactamente que Jesús había enseñado en el sermón de la montaña: «Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la ley y los profetas» (Mt 7, 12).

No es maravilla que la palabra «amor» en este contexto designe raramente el amor del hombre hacia Dios, porque este amor se expresa ya con la palabra «fe». El «amor» aquí significa o el amor que Dios, en Cristo, nos tiene, o el amor que debemos tener nosotros a nuestros hermanos.  Por esto las cualidades de uno y otro amor son las mismas. Todo lo que se dice del amor de Dios a nosotros, se dice también de nuestro amor para con los hermanos, por la sencilla razón de que es el mismo amor.

Si la fe, como se ha dicho, nos comunica la vida misma de Dios que es amor, esta vida deberá tener en nosotros las mismas manifestaciones que tuvo en Jesús: deberá ser magnánima, paciente, benigna, desinteresada... (cf. l Cor 13, 4-7). Por eso nos dijo Jesús: «Como yo os he amado, amáos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Antes de proclamar su único mandamiento había dicho: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo» (Mt 26, 26); nos había, pues, comunicado su amor, siendo aquel el momento en que se ofreció a sí mismo por nosotros, en el que nos amó hasta el fin.

Nuestro amor, pues, no puede menos de tener, debe tener, tiende a tener las mismas cualidades que el amor que Dios nos tiene: «Amáos como yo os he amado». Amamos al prójimo con el mismo amor que Dios nos tiene. Esto es precisamente lo que Jesús ha pedido al Padre antes de su pasión: comunicarnos el mismo amor con que Dios ha amado a su Hijo (Jn 17, 26). Estamos, pues, en los antípodas del naturalismo y del moralismo cuando el nuevo testamento resume todos los preceptos en el amor del prójimo, porque este amor hacia el prójimo nos lo comunica Dios por medio de la fe. Así se entiende por qué la fe en Dios y el amor para con el prójimo constituyen los dos componentes -uno vertical y otro horizontal- de la vida cristiana.

 

Amar e imitar a Dios

 

Esta conexión entre fe y caridad, no es característica sólo del nuevo testamento, porque ya el antiguo, contrariamente a lo que se cree, enuncia el precepto del amor. Sin duda hay entre los dos una diferencia, pero se debe a que el nuevo testamento presupone un conocimiento más perfecto -que el antiguo no podía tener- del amor de Dios al hombre.

Del antiguo testamento bastará citar el Deuteronomio, uno de los libros más citados en el nuevo testamento y que resume, por decirlo así, «la ley y los profetas». En el capítulo 6 se encuentra la «confesión de fe» del israelita, a la que se refirió Cristo en el célebre pasaje sobre los dos preceptos:

 

Escucha [en hebreo: shemà], Israel:  Yahvé es nuestro Dios, sólo Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y  con toda tu fuerza (Dt 6~ 4).

 

Amar, significa aquí «ser fiel» a Dios, con una fidelidad que nace del corazón, que es el don de sí, y  que corresponde, por tanto, muy bien a la «fe».

En el capítulo 10 se repite este concepto fundamental con varios sinónimos: «Y ahora Israel, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas a Yahvé tu Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames, que sirvas a Yahvé tu Dios...?» (Dt 10, 12).

Son modos diversos de afirmar la única actitud del hombre ante Dios. En el versículo 16 en particular se dice:

«Circuncidad, pues, vuestro corazón». Esta expresión que sólo se encuentra en el Deuteronomio y en Jeremías (Jer 4, 4), da a entender que no se trata de un gesto exterior, sino de una trasformación del corazón. Esto es lo que Dios quiere, no gestos exteriores. La circuncisión externa no es, por tanto, lo esencial. Pablo se referirúi a esta enseñanza en Rom 2, 25-29.

¿Pero qué significa «circuncidar el corazón»? El texto comienza recordando lo que es Dios, como recordó Jesús al joven rico que le preguntaba qué debía hacer para conseguir la vida eterna, «uno solo es el bueno» (Mt 19, 16-17):

«Porque Yahvé, vuestro Dios, es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas y no admite soborno; que hace justicia al huérfano y a la viuda» (Dt 10, 17-18), es decir, a los que no tienen protectores. Se pone de relieve en Dios una sola cosa: es el que protege al débil, al que tiene necesidad de ello y, por otra parte, no se puede esperar reciprocidad. Su amor es, por tanto, totalmente desinteresado.

 

Añade el texto: «Y ama al forastero, a quien da pan y vestido». El «forastero» es una categoría de gran importancia. Aún hoy, en Africa, mientras uno permanezca en la propia tribu, encontrará apoyo siempre, pero si sale de su tribu queda abandonado a sí mismo. En la tribu uno encuentra el apoyo recíproco; en ella se siente persona porque es protegido, fuera de ella es nadie. Pues bien, Dios ama al forastero.

Prosigue el texto: «Ama, pues, al forastero, porque forasteros fuisteis en el país de Egipto» (Dt l0, 19). Fuisteis forasteros y  Dios os ha protegido, haced, por tanto, como él, imitadle. Este es el precepto único. «Circuncidad vuestro corazón», es decir, «amad al forastero», imitadme a mí, haced lo que yo hago. Yo soy esencialmente el que ama, y ama a quien no tiene ningún apoyo y no puede recompensar; haced vosotros otro tanto.[6]

Tenemos ya todo el nuevo testamento en germen. Toda la religión, toda la biblia, toda la moral, se pueden resumir en estas palabras: imitad a Dios.

Entonces ¿en qué sentido puede la moral profundizarse y desarrollarse? Precisamente porque crece y  se profundiza nuestro conocimiento de Dios. Cuanto más sepamos hasta dónde llega el amor de Dios, más sabremos proporcionalmente hasta dónde debe llegar nuestro amor. Ya dice Dios en el antiguo testamento, y precisamente en la profecía de Ezequiel, después de haber reconvenido duramente a los pastores de Israel por no haber sabido cuidar el rebaño que se les había confiado: «Yo seré el verdadero pastor; buscaré a la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma» (cf. Ez 34, 11-16).

Pero hay  una cosa que Dios no pudo decir en el antiguo testamento, y es lo que dijo Jesús: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11 ). Dios se hizo hombre para poder morir por nosotros, para amarnos hasta este punto. Precisamente por esto Jesús no dice en la última cena, como en el sermón de la montaña, empleando las palabras del antiguo testamento: «Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos», sino que dice: «Amaos como yo os he amado». Como se ve, el principio es siempre el mismo: imitar a Dios. A medida que crece el conocimiento de Dios, aumenta también la conciencia moral. Precisamente porque la moral consiste en vivir la vida misma de Dios, en el nuevo testamento se define a Dios, no como el bien supremo, ni como el acto puro, sino como amor. Por eso dice Juan: «Quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Si uno no sabe por experiencia qué es el amor, ¿qué puede saber de Dios? Es como un ciego a quien se habla del color rosa o negro.

 

Amar y dar

 

Si, pues, la fe es un recibir de Dios, el amor es a su vez dar algo, es un intercambio.[7] Quien ama a otro quiere darle algo, quiere comunicarle todo lo que puede, y su pena está en no poder comunicar todo lo que quisiera. ¿Pero cómo puede un hombre dar alguna cosa a Dios, que todo lo tiene y no necesita de nada? Con la encarnación Dios ha hecho este milagro de amor, el permitirnos comunicarle realmente algo. Dios se ha hecho hombre, por tanto un ser finito y capaz de recibir. Durante su vida terrena, Cristo no sólo «pasó haciendo el bien» (Hech lo, 38), sino que, siendo como era hombre auténtico, tuvo necesidad de los demás; dio, pero también recibió, y cuando pide a la samaritana un poco de agua, es porque realmente tiene sed (Jn 4, 7).

Cristo continúa «recibiendo» en sus hermanos, que son los hombres: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Ha querido permanecer presente entre nosotros, no sólo en la eucaristía, sino también en los miembros vivos de su Cuerpo, dos presencias cuya conexión nota expresamente Pablo:

 

Purque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan (1 Cor 10, 17).

 

Esta enseñanza la toman constantemente los padres griegos y latinos, a quienes les gusta juntar estas dos presencias. Así leemos en san Juan Crisóstomo:

 

¿Queréis en verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez, Porque el mismo que dijo: «Este es mi cuerpo», ese dijo también: «Tuve hambre y no me disteis de comer... cuanto dejasteis de hacer con unto de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo».[8]

 

No es menos explícito un latino como san León Magno, doctor del misterio de la encarnación, Sus expresiones, más teológicas, no son menos expresivas. Les recuerda a los cristianos:

 

El mismo Señor dijo: «Si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros».

De tal modo debéis comulgar de la mesa sagrada, que nunca dudéis de la realidad del cuerpo y sangre de Cristo, Pensamos igualmente que es digno de alabanza el que distribuye a los pobres alimento y vestidos sabiendo que alimenta y viste a Cristo, pues él mismo dijo: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».[9]

 

Amar al prójimo es, pues, esencialmente imitar a Dios, es participar en el amor mismo con que Dios nos ama en Cristo en el Espíritu; finalmente, con la encarnación de Dios en nuestra naturaleza humana, es amar a Dios en el scntido propio de la palabra «amar», es decir, «dar a Dios».

Ninguno se maravillará por tanto de que Pablo conciba la vida cristiana fundamentada enteramente sobre el amor, como el culto por excelencia que debemos tributar a Dios, culto llamado «espiritual» en contraposición a los sacrificios de la antigua ley (Rom 12, 1). Su moral, que se resume en el amor al prójimo, no es por eso menos dirigida esencialmente a Dios; es una moral eminentemente religiosa.

 


 


 

La ley del Espíritu

 

¿En qué pensaban los apóstoles, y con ellos María, la  madre de Jesús, en los días que precedieron a la fiesta de Pentecostés? No podían menos de pensar en lo que Jesús había dicho después de su resurrección, muy pocos días antes, entreteniéndose con ellos sobre las cosas del reino de Dios.

 

Mientras estaba comiendo con ellos les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, que oísteis de mí: que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días. A todas sus preguntas les responde diciendo:

recibiréis la fuerza del Espíritu santo, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y  hasta los confines de la tierra (Hech l, 4-5. 8).

 

Los apóstoles meditaban sin duda sobre estas palabras. Meditaban dentro de sí, esperando el don prometido del Padre del que Jesús había hablado, y recordaban lo que Jesús había dicho del Espíritu santo, especialmente en el discurso de la última cena. Juntamente pensaban -no podían menos de hacerlo siendo como eran judíos- en la fiesta inminente de pentecostés y en tantos recuerdos como ella traía a todos los judíos. El nombre mismo era bien conocido en aquel tiempo y significaba «el quincuagésimo día» después de la pascua. En este Quincuagésimo día el período pascual «alcanzaba su plenitud» (Hech 2, 1). En la historia de Israel, cincuenta días después de pascua había sobrevenido un hecho de grandísima importancia, que constituía, quizá todavía más que el éxodo, el centro de la religión y  de la historia de Israel; pues el éxodo, la liberación de la esclavitud de Egipto, estaba enteramente ordenado a este acontecimiento.

 

La alianza del Sinaí

 

Sabemos que Dios dijo a Moisés:

 

Dirás a Faraón: Así dice Yahvé: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo: Deja ir a mi hijo para que me dé culto (Ex 4, 22-23).

 

La liberación, pues, del pueblo de Israel estaba ordenada a este acontecimiento, que acaeció en el Sinaí cincuenta días después de la salida de Egipto. La coincidencia, evidentemente, no es arbitraria. Se trata, en efecto, de la alianza, esto es, del don de la ley que hará de Israel el pueblo de Dios; porque en virtud de la alianza, establecida por Dios cincuenta días después de pascua, Israel sería el pueblo santo, el pueblo consagrado a Dios.

Era imposible que los apóstoles, reunidos en el cenáculo de Jerusalén con María, madre de Jesús, no pensasen en todos estos acontecimientos, origen de la fiesta de pentecostés. Esto nos ayuda mucho a entenderlo. Sabemos que en tiempo de Íesús, por ejemplo, en la comunidad de Qumrán, descubierta recientemente por los hallazgos del mar Muerto, se celebraba el tercer mes del año una fiesta en que se renovaba la alianza. Era la fiesta de la renovación de la alianza de Dios con su pueblo, precisamente el tercer mes de la salida de Egipto. Casi cierto se trataba de la fiesta de pentecostés.

Sabemos el valor que representaba para los judíos la alianza; aunque no nos es fácil a nosotros darnos cuenta del alcance de este hecho capital, cual es el privilegio de haber recibido esta ley, expresión de la voluntad de Dios. Basta pensar que todos aquellos textos maravillosos en honor de la sabiduría de Dios, que leemos en la Biblia, los judíos los aplicaban a la ley. Citamos un texto bien conocido del Eclesiástico que la liturgia romana nos hace leer en las fiestas de nuestra Señora. Es la sabiduría misma la que habla:

Yo salí de la boca del Altísimo, y cubrí como niebla la tierra.

Yo levanté mi tienda en las alturas, v mi trono era una columna de nube.

Sola recorría la redondez del cielo, y por la hondura de los abismos paseé.

Entonces me dio orden el creador del universo, el que me creó y dio reposo a mi tienda,

y me dijo: Pon tu tienda en Jacob, entra en la heredad de Israel (Ecl 24, 3-5, 8).

 

El autor piensa en el don de la ley. Israel ha sido escogido, entre todos los otros pueblos, para ser la residencia estable de la ley de Dios. Prosigue el texto:

 

Antes de los siglos, desde el principio,

me creó, y por los siglos subsistiré...

En la ciudad amada me ha hecho él reposar,

y en Jerusalén se halla mi poder.

He arraigado en un pueblo glorioso,

en la porción del Señor, en su heredad.

Como cedro me he elevado en el Líbano

como ciprés en el monte del Hermón

Como palmera me he elevado en Engadi

como plantel de rosas en Jericó,

como gallardo olivo en la llanura,

como plátano me he elevado...

Como la vid he hecho germinar la gracia,

y mis flores son frutos de gloria y riqueza,

Venid a mí los que me deseáis,

y hartaos de mis productos.

Que mi recuerdo es más dulce que la miel,

mi heredad más dulce que panal de miel (Ecl 24, 9. 11-14. 17-20).

 

La ley  para los judíos no es un yugo más o menos pesado; es un privilegio, aun hoy. Añade todavía el texto: «Los que me comen quedan aún con hambre de mí, los que que beben sienten todavía sed» (Ecl 24, 21). Muy  probablemente aludirá Jesús a este pasaje al decir: «El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed» ( Jn 6, 35).

La identificación con la ley es explícita. Concluye así el texto del Eclesiástico: «Todo esto es el libro de la alianza del Dios Altísimo, la ley que nos prescribe Moisés, como herencia para las asambleas de Jacob» (Ecl 24, 23).

 

El don de la ley

 

He aquí lo que es la ley. No se podía imaginar un don más precioso que éste. Pentecostés es el aniversario del don de esta ley. Esto estaba bien presente a los apóstoles. Veamos otro pasaje en el libro de Baruch, donde la sabiduría, identificada igualmente con la ley, se vueve a Israel, pueblo desterrado precisamente por haber abandonado la ley; porque esto es el origen de todas las calamidades de Israel :

 

Escucha, Israel, los mandamientos de vida,

tiende tu oído para conocer la prudencia.

¿Por qué, Israel, por qué estás en país de enemigos,

por qué has envejecido en un país extraño? (Bar 3. 9-10).

 

Como la causa de todas las desgracias es el haber abandonado la sabiduría, es decir, la ley de Dios,  así el mayor privilegio de Israel es el don de la ley que Dios les ha dado. Ningún otro pueblo, poderoso o sabio, ha encontrado jamás el camino de la sabiduría que solo Dios posee:

 

El halló todos los caminos de la ciencia,

y  se la dio a su siervo Jacob, y a Israel su amado (Bar 3, 37).

 

El libro de Baruch prosigue con una expresión que los padres aplicaron a Jesús, palabra de Dios encarnada: «Después apareció ella en la tierra, y entre los hombres convivió» (Bar 3, 38).

Concluye el pasaje identificando, como hemos visto arriba, la sabiduría con la ley:

 

Ella es el libro de los preceptos de Dios,

la ley que subsiste eternamente:

todos los que la retienen alcanzarán la vida,

mas los que la abandonan morirán.

Vuelve, Jacob, y abrázala,

camina hacia el esplendor bajo su luz.

No des tu gloria a otro, ni tus privilegios a nación extranjera.

Felices somos, Israel,

pues lo que agrada al Señor se nos ha revelado (Bar 4, 1-4).

 

Ésta es la ley. Era el aniversario del don de esta ley. El pueblo judío estaba para celebrar este aniversario solemne. Todo esto estaba bien presente a los apóstoles y a María. Jesús había recordado con insistencia la promesa del Padre; y los apóstoles esperaban el día en que se había de cumplir dicha promesa: la promesa del don del Espíritu santo.

 

La nueva alianza

 

Los apóstoles conocían bien, a través de los profetas, el anuncio de una nueva alianza que Dios tenía intención de establecer con Israel. El pueblo ha violado la primera alianza, violando la ley del Sinaí, y Dios anuncia entonces por boca de Jeremías, una nueva alianza que, a diferencia de la primera, no será violada ya más; porque a diferencia de la primera que consistía en el don de una ley escrita en tablas de piedra, una ley exterior, como todas las leyes, la nueva alianza consistiría en el don de una ley interior al hombre. A este pasaje de Jeremías -único en todo el antiguo testamento en que sale la expresión «nueva alianza»- se refirió Jesús cuando, en la última cena, al instituir el sacrificio eucarístico, dijo: «Este cáliz es la nueva alíanza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros» (Lc 22, 20). A este mismo pasaje de Jeremías hacía alusión la comunidad de Qumrán, que precisamente se llamaba «comunidad de la nueva alianza». He aquí el pasaje de Jeremías:

 

He aquí que días vienen -oráculo de Yahvé- en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de

Judá una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza y yo hice escarmiento en ellos -oráculo de Yahvé- (Jer 31, 31-32).

 

No fue Dios, sino Israel el que violó la alianza. Pero Dios toma la iniciativa de una alianza, cuya «novedad», característica de los tiempos mesiánicos, la anuncia así el profeta: «pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33).

Los apóstoles tenían muy probablemente presente también este anuncio profético. Jesús había proclamado «la nueva alianza en su sangre», y había hablado insistentemente del don prometido por Dios. De nuevo otra vez la alianza consiste en el don de la ley; pero de una ley interior al hombre, esculpida en su corazón.

 

El don del Espíritu

 

¿Qué había querido decir Jeremías? La expresión «ley esculpida en el corazón» ¿era, tal vez, una simple metáfora para decir que en el tiempo mesiánico la ley de Moisés estaría presente en la mente de los israelitas y sería, finalmente, observada? Así pensaron y piensan todavía muchos judíos; pero la misma escritura no había interpretado así las palabras de Jeremías.

 

En efecto, veinte años después, otro profeta, Ezequiel, dio una explicación autorizada. Como Jeremías, anuncia una nueva alianza que llama «de paz y eterna». Pero en vez de hablar de «ley» - un término que podía ser mal entendido desde el momento que una ley suele ser exterior al hombre-, habla de «corazón nuevo», de «espíritu nuevo» ; es decir, muestra con toda claridad que para él la «ley» de Jeremías era un principio de actividad y no sólo una norma para dirigir nuestra conducta: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo» (Ez 36, 26). Y para que nadie dude que pretende interpretar la profecía de Jeremías, al precisar cuál será este «corazón nuevo» y este «espíritu nuevo»~ toma las mismas palabras de Jeremías (la cosa es todavía mucho más clara en el texto original hebreo), contentándose con sustituir la palabra «ley» de Jeremías con la palabra «espíritu»: «Infundiré mi espíritu en vosotros» (v. 27).

La ley interior de Jeremías no es, por tanto, otra cosa que el Espíritu mismo de Yahvé que, en el nuevo testamento, sabemos es el Espíritu santo, tercera persona de la trinidad, amor substancial del Padre y del Hijo.  

Con gran probabilidad, también esta profecía estaba presente en la mente de los apóstoles y de nuestra Señora en el cenáculo. En la institución eucarística Jesús había proclamado la «nueva alianza» empleando precisamente la  expresión de Jeremías explicada e ilustrada por Ezequiel. Después de la cena y  de nuevo antes de subir al cielo, había hablado con insistencia del don del Espíritu santo prometido por Dios que los apóstoles debían esperar en oración. Al ver al Espíritu descender sobre ellos en este día quincuagésimo después de pascua, aniversario del acontecimiento del Sinaí, entendieron que se cumplía la promesa, el verdadero y definitivo mattam torach, o sea, el «don de la ley».

Una ley exterior, como la del Sinaí, por perfecta que fuese, no podía evidentemente cambiar nuestro corazón: no se sigue la observancia porque se haya dado una  orden. Sólo Dios, que obra en lo íntimo del hombre, es capaz de hacerlo.

Así se entiende cómo Jeremías puede afirmar a continuación: «Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano diciendo: Conoced a Yahvé, pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande» (Jer 31, 34), en el sentido en que entiende la Escritura este «conocimiento de Dios» que es el cumplimiento de su voluntad.[10] Lo mismo afirma Ezequiel: «Infundiré mi espíritu en vosotros  y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36, 27).

 

El Espíritu de la vida

 

En efecto, el capítulo siguiente de Ezequiel que pretende manifiestamente comentar la profecía, se propone mostrar de lo que es capaz el Espíritu de Dios que se comunica al hombre. Se trata del pasaje que se leía en la vigilia de la fiesta de pentecostés, como también en la vigilia pascual, que por desgracia se ha omitido en la liturgia abreviada de hoy: la visión tan dramática de los «huesos secos». Nada puede hacernos comprender mejor el poder verdaderamente creador y trasformante del don de pentecostés.

El pueblo de Dios está en el destierro de Babilonia. La catástrofe parece total y definitiva. Parece perdida toda esperanza de una vuelta y de un renacimiento. He aquí la visión profética:

 

La mano de Yahvé fue sobre mí, y, por su espíritu, Yahvé me sacó y me puso en medio de la vega, que estaba llena de huesos, me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos? Yo dije: Señor Yahvé. tú lo sabes. Entonces me dijo: Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de Yahvé. Así dice el Señor Yahvé a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os daré un espíritu y viviréis; y  sabréis que yo soy Yahvé.

 

Es decir, haréis la experiencia de lo que significa mi nombre «Yahvé» (cf. Ex 3, 14): el Dios fiel, que ha elegido a Israel y no lo abandonará jamás, y es capaz de hacer todo lo que dice. Continúa el texto:

 

Yo profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos. El me dijo: Profetiza al espíritu, profetiza, hijo del hombre, Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahvé: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan. Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies: era un enorme, inmenso ejército (Ez 37, 1-l0).

 

Esta visión nos ayuda a entender lo que significa el don del Espíritu santo. Hay otra imagen del mismo Ezequiel, que se encuentra en la última parte del libro, donde Ezequiel describe el templo mesiánico, símbolo de la comunidad mesiánica. Un hombre conduce al profeta a la entrada del santuario:

 

Me llevó a la entrada de la casa, y he aquí que debajo del umbral de la casa salía agua, en dirección a oriente.

 

Inmediatamente pasa a describir el efecto de esta agua:

 

Me hizo salir por el pórtico septentrional y dar la vuelta por el exterior que miraba hacia oriente, y he aquí que el agua fluía del lado derecho. El hombre salió hacia oriente con la cuerda que tenía en la mano, y midió mil codos; entonces me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta los tobillos. Midió otros mil y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta las rodillas. Midió mil más y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta la cintura. Midió otros mil: era ya un torrente que no se podía atravesar, porque el agua había crecido hasta hacerse un agua de pasar a nado, un torrente que no se podía atravesar... Vi que a la orilla del torrente había gran cantidad de árboles, a ambos lados. Me dijo: Esta agua va hacia la región oriental, baja a Arabá, desemboca en el mar, en el agua hedionda y el agua queda saneada. Por dondequiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva, vivirá.

 

El mar al que van a confluir las aguas es el mar Muerto, que es símbolo de la muerte total. Nada puede vivir en el mar Muerto: ni hombre, ni animal, ni planta: es la esterilidad más radical. Pues bien, el agua que sale del santuario posee una tal fuerza, una tal energía vital, que da la vida a esta muerte.

 

A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santuario. Y sus frutos servirán de alimento, y sus hojas de medicina (Ez 47, 1-12).

 

Las orillas del mar Muerto se han vuelto un paraíso, cuya descripción servirá a Juán en el Apocalipsis para evocar la felicidad de la vida celestial (Ap 22, 1-2).

 

Cristo y Moisés

 

Este es el Espíritu santo. En él pensaban los apóstoles y  sobre él meditaban. Este cuadro concreto nos ayuda a entender, sin duda más que unas cuantas consideraciones abstractas, el acontecimiento de pentecostés. En consecuencia, estamos en disposición de ver mejor el puesto que ocupa en la religión cristiana la fiesta de pentecostés. No es un puesto marginal. Hasta se puede decir que todo se ordena a esta fiesta. Jesús vino, vivió y murió, resucitó y subió al cielo, únicamente para darnos el Espíritu santo. Hay una afirmación muy significativa en el prólogo del evangelio de Juan: «La ley fue dada por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Es la clave de todo el cuarto evangelio. Moisés fue el mediador de la antigua ley, y podía serlo precisamente porque era una ley externa. Podía comunicar la ley de parte de Dios a Israel, trasmitirle la voluntad de Dios que se expresaba en la ley. De hecho un hombre cualquiera puede muy bien transmitir la voluntad de Dios a otro hombre, pero en el caso de Jesús, ya no se trata de trasmitir una ley externa; se trata de trasmitir el Espíritu santo. ¿Y quién puede trasmitir el Espíritu santo, sino Dios? Por esta razón, Jesús que es precisamente hombre y Dios, puede ser el mediador de la nueva alianza. Santo Tomás explica muy bien esta diferencia:

 

Hay dos modos de comunicar una orden a alguno. El primero consiste en influir en él desde fuera, por ejemplo haciéndole conocer lo que nosotros queremos. De este modo se puede servir el hombre, y  así se comunicó la ley de la antigua alianza. El segundo modo consiste en obrar en el mismo interior del hombre: lo que es un modo propio de Dios... Así se comunicó la nueva alianza porque ella consiste en el don del Espíritu Santo, el cual, de una parte, enseña desde el interior... y, por otra, inclina  la voluntad a obrar bien.[11]

 

El Espíritu de amor

 

Para ayudarnos a entender la importancia del don del Espíritu en nuestra vida, quiero comentar brevemente un solo pasaje de Pablo, en el que aparece claramente cómo para él el Espíritu debía ser la fuente y como el manantial de todo nuestro obrar cristiano. El pasaje es tanto más significativo, cuanto que no se encuentra en una exposición doctrinal de alta teología, sino en una sencilla exhortación moral; más aún, en la primera de las cartas llegada a nosotros, la primera carta a los Tesalonicenses. Veremos, como tendremos ocasión de constatarlo en seguida, hasta qué punto han inspirado su pensamiento las dos profecías de ,Jeremías y de Ezequiel.

El apóstol recuerda a los tesalonicenses «la enseñanza que les ha dado sobre el modo de vivir que agrada a Dios» y según el cual «ellos viven» (1 Tes 4, 1). «Porque la voluntad de Dios», explica, es «vuestra santificación» (v. 3) no sólo en el sentido de que Dios os ordena santificaros, sino porque, como justamente nota la Biblia de Jerusalén, «el querer de Dios es realizador de santidad». Como dirá Pablo en la segunda carta, «Dios os ha escogido para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu» (2 Tes 2, 13). Y añade Pablo que el que rehusa dejarse santificar de este modo «no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os hace don de su Espíritu santo» (1 Tes 4~ 8).

Para Pablo esta repulsa no se opone sólo a un precepto o a una orden promulgada por un hombre como Pablo, menos a un precepto promulgado por Dios; se opone a una actividad de Dios, que obra en el corazón mismo del cristiano por medio del don que le ha hecho de su Espíritu.

Las ediciones críticas prefieren el participio presente «que da en vosotros» (ton kai didonta), al participio de aoristo (ton kai donta)  con que se subraya la continuidad de esta actividad divina que opera en el interior de nuestro ser, por medio de su Espíritu.

Es manifiesta la alusión al don del Espíritu anunciado por Ezequiel, un don esencialmente ordenado, como hemos notado, a permitir al hombre «llevar una  vida que agrada a Dios».

El versículo siguiente se refiere claramente a la profecía de Jeremías, según la cual el don de la ley esculpida en el corazón debe tener por efecto el que los hombres no tengan ya necesidad de una enseñanza recíproca, porque todos serán directamente «instruidos para conocer al Señor», es decir, para obrar conforme a su voluntad. Por eso, continúa así Pablo:

 

En cuanto al amor mutuo, no necesitáis que os escriba, ya que vosotros habéis sido instruidos por Dios para amaros mutuamente (1 Tes 4, 9).

 

A la luz de la profecía de Jeremías, el sentido del texto no deja ninguna duda. El apóstol no pretende sólo afirmar que los tesalonicenses han aprendido la existencia de un precepto que manda a los cristianos amarse mutuamente, ni cuál es el contenido exacto de este precepto, que deben amarse como Cristo los ama. En realidad san Pablo pretende decir que Dios ha enseñado a los tesalonicenses «a amarse mutuamente». Por medio del don del Espíritu de amor, según la bella fórmula de santo Tomás, «ha obrado en ellos el amor que es la plenitud de la ley».[12]

Si el Espíritu santo, amor sustancial del Padre y del Hijo, mora en nosotros, ¿cómo no amaremos? Si es el principio de nuestro obrar ¿cómo este obrar no ha de ser esencialmente amor, como lo fue el del mismo Jesús que «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo?» (Jn 13, 1). Por esto el cristiano auténtico debe poder decir con Pablo; «vivo -y amo-, pero no yo, sino que es Cristo -en el Espíritu- quien vive -y ama- en mí» (Gál 2, 20).

Este es el significado de la fiesta de pentecostés. Como en un tiempo se decía que Yahvé había escrito con su dedo la ley, sobre las tablas de piedra, hoy por medio del don del Espíritu santo, que la liturgia llama por esta razón «el dedo de la diestra de Dios»~ graba su ley de amor sobre la «tabla de nuestros corazones» (cf. 2 Cor 3~ 3).


 


 

La novedad del evangelio

 

Uno de los problemas que hoy preocupa al misionero que tiene la responsabilidad de anunciar el evangelio, es, quizá, el determinar el contenido propio del mensaje que debe trasmitir. En otras palabras, precisar en qué consiste la novedad del evangelio. Por otra parte~ el concilio, para definir la misión del sacerdotc, se ha referido explícitamente a Pablo y a la descripción que él nos hace de su misión en Rom 15, 16: «Ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu santo» (PO 2, 4).

Puede, por tanto, ser útil preguntar a Pablo cómo, para cumplir esta misión de ejercitar «el sagrado ministerio del evangelio», ha concebido la novedad del mensaje cristiano, lo que constituye para él lo que podíamos llamar el carácter especifico de la revelación cristiana.

Una lectura un poco atenta de sus cartas muestra que, generalmente, se ha esforzado por definir este mensaje refiriéndose al antiguo testamento y, al mismo tiempo, al judaísmo, como lo había conocido y vivido antes de su conversión. Respecto al antiguo testamento, la revelación cristiana no representaba, según él, una  ruptura; lejos de oponerse a la revelación del antiguo testamento, la completaba; hay algunas superaciones del antiguo testamento; así la profecía es, por definición, superada por el acontecimiento que anuncia y el tipo por el antitipo -el cordero pascual por Cristo inmolado y resucitado, el maná por la eucaristía, el sacrificio de alianza llevado a cabo por Moisés sobre el Sinaí por el sacrificio de la nueva alianza hasta la institución eucarística, etc.- y puede suceder que tal superación impida al que se atiene a la letra entender que el segundo testamento es efectivamente continuación del primero, y su complección. No obstante, el paso del uno al otro no lleva consigo ninguna renuncia y por eso no constituye una verdadera y propia conversión.

Al contrario, si se trata del judaísmo, es decir, de la religión del antiguo testamento, como, poco a poco, la había entendido al menos una parte de los israelitas, la parte precisamente a la que pertenecía Pablo, es preciso hablar no ya de una superación, sino de una verdadera ruptura. Para pasar de la una a la otra, Pablo ha debido, y lo dice muy claramente, renunciar a todas las ventajas, que, como creía al principio, le aseguraban la salvación: circuncisión, raza de Israel, observancia irreprensible de la ley -«sobrepasaba a muchos de mis compatriotas contemporáneos, superándoles en el celo»~ añade en la carta a los Gálatas (Gál l~ 14)-. Todas estas ventajas que ha considerado como desventajas; «juzgo que todo es pérdida... para ganar a Cristo y ser hállado en él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, [es decir, la justicia que pensaba conseguir con la observancia de la ley dada por Dios precisamente para este fin]~ sino la justicia que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios apoyada en la fe» (Flp 3, 8-9), esto es, una justicia que no nace de una actividad exclusivamente mía, sino de la actividad misma de Cristo en mí, que presupone la muerte y la resurrección de otro por mí, comunicándome su misma vida de resucitado v pidiéndome tan sólo acoger esta vida con un acto de libertad que es el acto de fe en el sentido paulino del término. Esta conversión es radical y difícil, al menos tanto como la del paganismo al cristianismo~ porque exige una especie de «inversión» de todos los conceptos tenidos por válidos hasta aquel momento; conversión aún más difícil, en cierto sentido, como ha podido constatar Pablo viendo a los paganos aceptar el evangelio que la mayor parte de los judíos se obstinaban en rehusar.

El texto de la carta a los Filipenses nos ha llevado, de un golpe, a la que Pablo ha considerado la novedad esencial del cristianismo. Antes de precisar exactamente en qué consiste, estará bien recordar algunos otros aspectos, sin duda menos radicalmente nuevos, pero más externos y por eso más fáciles de interpretar, sobre los que se basa gran parte de la predicación de Pablo; así podremos apreciar mejor esta «novedad esencial» que hemos notado.

 

l. Toda la ley consiste en el único mandamiento del amor al prójimo

 

Es claro que el principio fundamental de la moral veterotestamentaria y de la moral judía queda absolutamente inmutable. El cristiano, como el israelita y el judío, es por definición un hombre que sabe lo que agrada a Dios y lo cumple; su conducta (peripateín) es conforme a la voluntad de Dios, porque «agradar a Dios» significa esencialmente cumplir su voluntad o también, según las fórmulas bíblicas, «hacer la verdad», «conocer a Dios», etc. La nueva religión, lo mismo que la antigua, se concibe de tal forma como un «camino» (hodos) que se empleará precisamente este término para designarla.[13]

 

Saulo... se presentó al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén (Hech 9~ 2); Yo perseguí a muerte este camino (Hech 22, 4); Según el camino que ellos llaman secta, doy culto al Dios de mis padres (Hech 24, 14: Pablo a Félix), etc,

 

Este camino se llamará propiamente «el camino de Dios» (Mt 22, 16; Hech 18, 25 var),  «camino de salvación» (Hech 16, 17) o también «camino de la justicia» (Mt 21, 32), «camino de la verdad» (2 Pe 2, 2), «un camino más excelente» (1 Cor 12, 31), esto es, «el agape» (1 Cor 13).

Escriba a los tesalonicenses, a los romanos o a los colosenses, la única cosa que preocupa a Pablo o le preocupaba ya antes de su conversión, es que sus destinatarios conozcan y cumplan la voluntad de Dios:

 

Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (1 Tes 4, 3). Trasformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podais distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Rom 12, 2). Lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que vivais de una manera digna del Señor, agradándole en todo (Col 1, 9-10).

 

Si Pablo parece que insiste aquí en el aspecto «intelectual» pidiendo para los colosenses la «sabiduría» y la «inteligencia», no hace sino tomar los dos términos sophia y synesis, de que se sirve el Deuteronomio para describir la conducta del israelita perfecto observante de la ley:

 

Mirad, como Yahvé mi Dios me ha ordenado, yo os enseño preceptos (hoq) y  normas (mishpat) pata que los pongáis en práctica en la tierra... Guardadlos y practicadlos, porque ellos son vuestra sabiduría (hokmah) y vuestra inteligencia (binah) a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos estos preceptos, dirán: cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente... En efecto, ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta ley, que hoy os doy? (Dt 4. 5-6. 8).

 

La primera novedad del cristianismo consistirá en determinar esta voluntad de Dios. Para el judío, esta voluntad está enteramente determinada por los mandamientos de la ley, como se encuentran consignados en el código mosaico, a los que la tradición ha añadido una serie de preceptos para garantizar mejor su completa observancia. Para el crístianismo, estos mandamientos se reducen a un solo precepto que comprende todos los demás: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo".

Novedad relativa, puesto que el antiguo testamento tendía ya a esta simplificación, especialmente en la enseñanza de los profetas, y muchos doctores judíos la habían entrevisto o bien enseñado. Novedad real, sin embargo, sobre todo en relación con el judaísmo, porque no era ciertamente esta la enseñanza común.

Se suelen citar las palabras que el Talmud atribuye a Hillel el Viejo, abuelo de Gamaliel, el maestro de Pablo, según el cual toda la ley podía resumirse en la «regla de oro» que formulaba como en Tobías 4, 15: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan: he aquí toda la ley, el resto no es más que explicación».[14] Se sabe que la misma fórmula comenta, precisamente en el targum, el precepto del Levítico en dos pasajes en que viene enunciado: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19, 18. 34).

En realidad, esta sentencia refleja bastante fielmente el «compendio de moral» que presentan, por poner un ejemplo, los Salmos 15 ó 24 que, a su vez, como recuerda la Biblia de Jerusalén, evocan muchos pasajes de la predicación de los profetas: Is 1, 16-17; 26~ 2-3; 33, 15; Miq 6, 6-8; Zac 8, 16-17; Ez 18, 7-9.

Así resulta todavía más clara, si es posible, la enseñanza del Deuteronomio. No sólo, como ya hemos dicho,[15] el Deuteronomio resume en el capítulo 6 toda la ley en el solo mandamiento del amor de Dios, que Cristo llamará «el primero de los mandamientos» (Dt 6~ 4-5); un amor de Dios que, en el contexto de la época, significa esencialmente fidelidad a Dios y obediencia a su ley, como ha demostrado Morán;[16] sino que en el capítulo 10 se toma y se expresa la fórmula con muchas expresiones prácticamente equivalentes; «temer al Señor», «seguir todos sus caminos», «amarlo», «servirlo con todo el corazón y con toda el alma», «guardar los mandamientos de Yahvé y sus preceptos» (Dt 10, 12~13). A su vez todas estas expresiones se condensan (v. 16) en el precepto: «Circuncidad vuestro corazón y no endurezcais más vuestra cerviz», concepto que Pablo utilizará justamente para explicar de qué modo podrían los paganos practicar realmente la ley sin conocerla (Rom 2, 29). Por último, el v. 19 explica de modo claro qué significa concretamente «circuncidar el propio corazón». Después de haber recordado que Yahvé es el Dios desinteresado por excelencia, «que no hay acepción de personas en Dios» (Rom 2, 11) «y  no admite soborno», «que hace justicia al huérfano y a la viuda»[17] y «que ama al forastero, a quien da pan y vestido» (17-18), concluye el texto: «Ama, pues, al forastero, a ejemplo de vuestro Dios que os amó del mismo modo cuando érais forasteros en el país de Egipto» (v, 19), exactamente como en Lev 19, 24, el precepto de «amar al forastero como a sí mismo se une a la condición de forastero que Israel conoció en Egipto.

Brevemente, según la enseñanza del Deuteronomio, toda la ley se resume en cl amor a Dios; amor que consiste en cumplir la voluntad de Dios, esto es, imitar el amor dcsinteresado de Yahvé. Estamos ya en el «sed misericordiosos (o perfectos) como vuestro Padre celestial. es misericordioso

(o perfecto)» del sermón de la montaña; ya está en germen el «amaos como yo os he amado» promulgado en la institución de la nueva alianza.

Ya está en germen el «amaos como yo os he amado». Con tres diferencias, sin embargo, que constituyen precisamente la novedad del mensaje cristiano, aun desde este primer punto de vista del contenido de la ley cristiana del amor.

La primera diferencia es que el judaísmo, por otra parte, contrario, al parecer, al significado de la fórmula del Deuteronomio, había limitado con frecuencia el «prójimo» (hebr, ger) a solo el israelita, es decir, a solos los miembros del pueblo de Dios, excluyendo a los «eneiuigos de Dios» que son, por definición, igualmente enemigos de su pueblo; limitación inspirada en la fórmula de Lev 19, 18, que prescribía amar como a nosotros mismos a nuestro «compañero» (hebr. re'a),[18] o en las invectivas que los salmos nos han hecho familiares: «¿No odio, oh Yahvé, a quienes te odian? ¿No me asquean los que se alzan contra ti? Con odio colmado los odio, son para mí enemigos» (Sal 139, 21-22 ; cf. Sal 15, 4; 125, 5; 137, 7-9). Lo que había traducido Qumrán: «Amar todos a los hijos de la luz, cada uno según su rango en la congregación de Dios, y odiar todos a los hijos de las tinieblas, cada uno según su culpa, conforme a la voluntad de la venganza de Dios» (Manual de disciplina 1, 9-11). Todo esto justifica las palabras de Cristo:

 

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos (Mt 5, 43 -45).

 

Cristo parece recordar sencillamente la enseñanza del Deuteronomio, al que apenas hemos hecho referencia. En todo caso, esto explica cómo Lucas puede presentar la parábola del buen samaritano como comentario a la enseñanza sobre los dos preceptos, puesto que el segundo mandamiento, el amor al prójimo, se convierte, como en el Deuteronomio, en medio para poner en práctica el primero, mientras que la única pregunta que queda todavía por hacerse, es «¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 25~37).

La segunda diferencia está en que, si el antiguo testamento sabía que debemos amar a todos los hombres como Dios nos ama, ninguno evidentemente podía imaginarse entonces hasta dónde llegaría el amor de Dios a los hombres: hasta hacerse hombre para poderlos amar, hasta morir por ellos, no sólo hasta convertirse él mismo en el pastor de Israel en busca de la oveja descarriada (Ez 34, 11-16), sino hasta dar su vida por las ovejas (Jn 10, 11-16). Por tanto no se trata sólo de «no hacer a los otros lo que no quisiera que se hiciese conmigo» ni de «hacer a los demás lo que quisiera se hiciese conmigo»; pero jamás tendría la pretensión de que otro muriese en mi lugar. Cristo murió por mí y formulará su precepto; «Amaos como yo os he amado» (Jn 13, 34; 15, 12). Exactamente del mismo modo en que la práctica de la ley mosaica distinguía al judío del pagano, la práctica del amor fraterno será igualmente la única señal que permitirá distinguir al auténtico discípulo de Cristo (Jn 13, 35).

La tercera diferencia, sobre todo en relación con el judaísmo, es la insistencia con que se anuncia el precepto del amor al prójimo que resume toda la ley. En el judaísiuo, las palabras de Hillel el Viejo se citan incesantemente, porque prácticamente fue el único que las pronunció. Al contrario, en el nuevo testamento, se trata de la enseñanza común que se repite en cada uno de los libros que lo componen.

En los sinópticos, desde el sermón de la montaña, Cristo lo proclama del modo más claro y con palabras muy semejantes a las de Hillel: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la ley y  los profetas» (Mt 7, 12).

La redacción de Mateo en el sermón de la montaña, con la repetición de la misma fórmula «la ley y los profetas» que no encontramos en otro lugar del discurso, une estrechamente la regla de oro con la declaración de Cristo: «No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5~ 17), y sugiere por lo menos que Cristo cumplió todos los preceptos de la ley hasta la «mínima iota». Precisamente porque, por un lado, se resumen todos en el amor al prójimo que se expresa con la regla de oro, y, por otro, porque él ha amado como jamás ha amado algún otro, manda a sus discípulos, como único mandamiento, amar a sus hermanos, y, como veremos, les da el poder de amarles comunicándoles su amor.

Después de esta premisa, no nos debe maravillar que, como conclusión de toda la enseñanza de Cristo, «cuando Jesús terminó todos estos discursos» (Mt 26, 1), inmediatamente antes de comenzar la narración de la pasión, Mateo describa la escena del juicio final en el que la separación

se hará exclusivamente por la práctica del amor al prójimo:

 

Venid, benditos de mi Padre... Apartaos de mí, malditos... Porque tuve hambre, y me disteis de comer..,  a mí lo hicisteis.., conmigo dejasteis de hacerlo (Mt 25, 31-46),

 

A esta enseñanza, el cuarto evangelio da un relieve, si cabe, todavía mayor. El precepto del amor al prójimo viene a ser la ley misma de la nueva alianza, enunciada en el momento más solemne de la vida de Cristo, cuando se cumple la nueva pascua (Jn 13, 34-35; cf. 15, 12).[19]

Pablo, a su vez, proclama esta enseñanza con términos inequívocos: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 15). «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo» (Gál 6, 2). «Todos los demás preceptos se resumen en esta fórmula»; así que el amor al prójimo es «la ley en su plenitud» (Rom 13, 8-l0). En este precepto inspira Pablo todos los otros que tiene ocasión de recordar en sus cartas. Si, por ejemplo, el cristiano se debe despojar de toda pretensión de orgullo, es porque, a ejemplo de Cristo, debe servir a sus hermanos (Flp 2, 3; cf. Rom 12, 3 ss.); si debe trabajar, es porque no debe «ser gravoso a ninguno» (1 Tes 2, 9; 2 Tes 3, 8),  o todavía mejor, «para que pueda hacer partícipe al que se halla en necesidad» (Ef 4, 28), como el mismo Pablo dio ejemplo de ello para inculcar esta lección que tenía por capital (Hech 20, 34-35). Si el «lujurioso» se compara habitualmente al «avaro» -que acumula más de lo que piden sus propias necesidades (pleonektés) y normalmente a expensas de los demás- es porque el uno y el otro miran al prójimo como instrumento de placer o de provecho, sirviéndose de él en vez de servirle (1 Cor 5, 10-11; 6, 9-10; Col 3, l; Ef 5, 3-5; cf. l Tes 4, 6). Si Timoteo debe velar por la «sana doctrina» es para «promover la caridad» (1 Tim 1, 5),[20] la única que «edifica», «construye la comunidad», mientras que «la ciencia hincha» (1 Cor 8, 1). La misma oración, que tiene tanta importancia en las exhortaciones de Pablo, como en su vida, se concibe casi siempre como una  oración esencialmente «apostólica», esto es, conforme a una configuración típicamente bíblica (Abrahán, Moisés, Aarón, etc.), como una lucha que el cristiano entabla con Dios para el bien de los hoiubres que se le han confiado a sus cuidados.[21]

Lo que es verdad para Pablo lo es igualmente para los demás apóstoles. Para.Santiago, «la religión pura e intachable ante Dios Padre, es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado en el mundo»,[22] en otros términos, de la «codicia» que es el pecado por excelencia del mundo pagano (Sant 1, 27). Es lo que en el capítulo siguiente llama «la ley regia según la Escritura», formulada siempre con las iuismas palabras: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Sant 2, 8) o también, recordando una categoría típicamente judía, y también joanea y paulina  «la ley de la libertad» (2, 12), la de la nueva alianza que hace libre al cristiano, como la primera alianza había hecho libre a Israel, según los judíos.

Cuanto a Juan, basta leer su primera carta. La anécdota bien conocida, recordada por san Jerónimo, es un elocuente comentario. En particular, como Juan dice explícitamente, amando a nuestros hermanos respondemos al amor de Dios para con nosotros: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4, 11) y no, como probablemente hubiésemos escrito nosotros: «amémosle».[23]

Por lo demás, no es ninguna maravilla, porque así es como haremos su voluntad, le agraciaremos y le imitaremos. Santa Catalina  había entendido bien esto: «Quiero que sepais, escribía a Pietro Benuccio, que no se puede amar a Dios... sino por medio del prójimo» (Carta 77).

Esto nos da, probablemente, la verdadera interpretación del logion que resume toda la ley, ya no en un solo precepto como en todos los pasajes estudiados hasta aquí, sino en dos preceptos: un «mayor y primer mandamiento» (Mt 22, 38) y un «segundo semejante a éste» (v. 39); porque «de estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas» (v. 40). Es verdad que la primera fórmula, que resume toda la ley en el solo amor al prójimo, la del sermón de la montaña, de Pablo, de Santiago y de Juan, puede, en rigor; proporcionar un pretexto al «secularismo», como si «el amor de Dios no fuese sino un modo de simbolizar el amor al prójimo (van Buren;[24] pero la segunda fórmula, la de los dos preceptos, ofrece igualmente un cierto peligro: hacer creer que hay algunas cosas dictadas por el amor de Dios y no por el amor al prójimo; es decir, que no obstante las afirmaciones de Pablo y del mismo Cristo, el amor al prójimo no contiene la ley en su plenitud.

Pero los padres no se han engañado. Para san Agustín «los diez mandamientos se reducen a estos dos: amar a Dios y amar al prójimo; y estos dos se reducen a este otro que es único: lo que no quieras que se te haga, no lo hagas a los demás. En este último están contenidos los diez y en él se contienen los dos».[25]

Santo Tomás es de idéntico parecer. Comentando a Jn 15, 13 («este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado»), se pregunta cómo es que Cristo menciona sólo el precepto del amor al prójimo cuando la Escritura indica muchos otros. Responde recordando Rom 13, 8-l0 y la explicación que da san Gregorio del pasaje de Juan: «La caridad es la raíz y el fin

de todos los preceptos», la fuente de donde brotan y el fin al que tienden;[26] y no duda en concluir: «Así pues, todos los preceptos, por decirlo así, se ordenan a que el hombre haga el bien a su prójimo en vez de hacerle agravio».[27]

Por último, el Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la iglesia, declarará que el pueblo de Dios «tiene por ley -habet pro lege, en singular- el mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó» (n. 9); y la cita de Jn 13, 34 muestra claramente de qué amor pretende hablar.

Esta insistencia constituye en verdad una de las características del cristianismo, la que, precisamente por su aspecto exterior y más visible, ha impresionado tal vez más a los contemporáneos: «Ved cómo se aman».[28] Se sigue de aquí que todo lo que se añade, como desde fuera, al precepto del amor al prójimo, compendio de toda la ley, sin referirlo a este precepto, sin que aparezca que todos los preceptos se ordenan a éste, pone en peligro de deformar, o por lo menos desfigurar la auténtica enseñanza de Cristo.[29]

Por eso la nueva disciplina  penitencial, por no citar más que un ejemplo, promulgada con la constitución Poenitemini (17 febrero 1966) -la primera constitución postconciliar- tiene cuidado de recordar que el ayuno o la abstinencia~ para ser conformes a la ley, de la iglesia, deben ser, al mismo tiempo, un testimonio de ascética y de caridad para con los pobres~ según la doctrina más tradicional, por ejeiuplo, la de san León Magno, para el que «la abstinencia de los fieles debe ser el alimento de los pobres»~ o la de san Gregorio Magno que, en su Regula pastoris, prescribe a los predicadores cuaresmales que adviertan a Íos fieles que «ofrecerán una abstinencia agradable a Dios, tan sólo si dan a los pobres los alimentos de que se privan» lo que él llama «santificar el ayuno».[30]

 

2. El amor al prójimo, participación del amor con que Dios y Cristo nos aman en el Espíritu

 

Según Pablo, la verdadera novedad del cristianismo está en otra parte; esta es la novedad radical respecto al judaísmo, pero que, lejos de contradecir la enseñanza del antiguo testamento, no hace más que completar lo que él anuncia en términos formales.

El Deuteronomio, en efecto, no se contenta con resumir todos los preceptos de la ley en uno solo: «Circuncidad vuestro corazón y no endurezcáis mis vuestra cerviz» (Dt 10, 16), y explicar que «circuncidar el propio corazón»[31] consiste concretamente «en amar al forastero» a ejemplo de Yahvé que «ama al forastero» (vv, 18-19). En el capítulo 30 se presenta esta «circuncisión del corazón» no ya como un precepto impuesto al hombre, sino como la obra del mismo Yahvé, capaz él solo de «cambiar el corazón del hombre»:

 

Yahvé tu Dios circuncidará tu corazón y el corazón de tu descendencia, de modo que ames a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, para que vivas (Dt 30, 6).

 

Para el Deuteronomio, el hombre no podía, con solas sus fuerzas, «circuncidar el propio corazón»; era menester una intervención personal de Yahvé, Una  renovación interior que sólo Dios podía hacer.

En el Deuteronomio sólo se da este texto. Pero sobre esta misma renovación interior, con referencia verosímilmente a la enseñanza del Deuteronomio, anunciaba Jeremías, como hemos visto, una «alianza nueva», añadiendo que ésta debía consistir en que Dios, en vez de esculpir la lev, como en tiempos del Sinaí, en tablas de piedra, la grabaría en el corazón del hombre: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jer 31, 33). Es lo que a su vez predecía Ezequiel tomando literalmente las palabras de Jeremías y sustituyendo el término «espíritu» por el de «ley»: «Infundiré mi espíritu en vosotros» (Ez 36, 27). El don de la ley de Dios grabado en el corazón es precisamente el don del Espíritu de Yahvé.[32]

Si, pues, la ley de Dios es hasta tal punto interior, si el Espíritu de Dios viene a ser el principio mismo de nuestro obrar, es claro que en la misma medida de esta interiorización que se completará sólo en eÍ cieo, nuestra conducta se conformará necesariamente con la voluntad de Dios. Por esto Jeremías, como hemos visto, atribuye este único fin al don de la ley interior: «Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo, pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande» (Jer 31, 34).

Todavía más claro, si es posible~ Ezequiel atribuye exactamente el mismo fin al don del Espíritu de Yahvé: «Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcais según mis preceptos y practiquéis mis normas» (Ez 3, 27).

Por lo deiuás, la doctrina no se limita a solos estos pasajes del Deuteronomio, de Jeremías o de Ezequiel. En el mismo sentido es necesario entender el tema familiar a toda la Biblia, según el cual «en los tiempos escatológicos, Dios mismo enseñará a su pueblo»,[33] o el tema similar de la sabiduría que invita a su mesa, tanto más que los judíos contemporáneos de Pablo, como se sabe,  identificaban la sabiduría con la ley:

 

La sabiduría.. ha aderezado su mesa... Venid y comed de mi pan, bebed del vino que he mezclado; dejaos de simplezas y viviréis, y dirigíos por los caminos de la inteligencía (Prov 9, 2-6D). Así hace el que teme al Señor, el que abraza la ley logra sabiduría... Le alimenta con pan de inieligencia. el agua de la sabiduría le da a beber» (Ecl 15, 1-3). Venid a mí los que me deseáis... Los que comen quedan aún con hambre de mí, los que me beben sienten todavía sed (Ecl 24, 19-21).

 

O también el tema, variación del precedente, del banquete mesiánico ya anunciado con el don del maná en el desierto (Sal 22, 27; 23, 15; Is 25, 6; 65, 13) que se cumple en la cena eucarística en que Cristo nos comunica su amor. Y otros tantos temas de los que se hace eco el cuarto evangelio que no cesa de oponer, como se dice expresamente en el prólogo, de una  parte, a Moisés «por cuyo medio se dio la ley» del Sinaí, y, por otra, a Jesucristo «por el que nos ha llegado la gracia y la verdad» (Jn 1, 17).

En todo caso, la novedad esencial del evangelio que Pablo ha tenido el encargo de proclamar a los paganos es la persona misma de Cristo, mediador de una alianza que ya no consiste en el don de una ley esculpída en piedra y  que podía trasmitir un hombre cualquiera como Moisés, sino en el don del Espíritu de Dios,[34] mutuo amor del Padre y del Hijo, que Cristo comunica a los hombres con su muerte y su resurrección; más exactamente, con una muerte que, como acto supremo de amor de un hombre-Dios, es en realidad lo contrario de una muerte, y forma con la resurrección un solo misterio de vida.

No siempre se ha puesto de relieve hasta qué punto la enseñanza de Pablo es al mismo tiempo dirigida e iluminada por estas dos profecías de Jeremías y Ezequiel, Se cita, sin duda, el pasaje de la segunda carta a los Corintios en que Pablo opone, de una parte, «el ministerio de la muerte escrito no en tablas de piedra» relacionado explícitamente con la antigua alianza promulgada por Moisés y, por otra, «el ministerio del Espíritu» en relación, no menos explícita, con la nueva alianza (2 Cor 3~ 3-7). Menos frecuentemente se supone que la Carta a los romanos recoja esta misma oposición entre «lo antiguo de la letra» y «la novedad del Espíritu». Ya en 2, 29, a propósito de los paganos que observan los mandamientos de la ley sin conocerlos -un pasaje de evidente interés misionero- y sobre todo en 7, 6 en que Pablo anuncia el desarrollo del capítulo 8 sobre la existencia cristiana concebida como una  vida en el Espíritu.

Mucho antes de las grandes cartas teológicas, desde la primera carta a los Tesalonicenses, constatamos que Pablo expone la moral cristiana refiriéndose a estas dos profecías que son su clave.[35]

Para Pablo, el que rehusa «santificarse», no sólo desobedece a un precepto de Dios promulgado por Cristo en persona; se opone en realidad a una actividad de Dios que obra por medio del Espíritu santo en lo más íntimo del corazón: «El que esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os hace don de su Espíritu» (1 Tes 4, 8). Es patente la alusión a la profecía de Ezequiel sobre el don del Espíritu de Yahvé (Ez 36, 27).

A continuación Pablo hace una alusión no menos patente a la profecía de Jeremías: «En cuanto al amor mutuo, no necesitáis que os escriba, ya que vosotros habéis sido instruidos por Dios (theodidaktoi) para amaros mutuamente» (1 Tes 4, 9). Es decir, no lo habéis aprendido sólo de mi boca, sino de la de Cristo, pero Dios os ha dado el amaros los unos a los otros. Con terminología bíblica, él «ha circuncidado vuestro corazón» (Dt), él «ha grabado sobre vuestro corazón la ley interna del amor» (Jer), él os «ha dado su propio Espíritu v ha hecho que caminéis según sus leyes» (Ez). En otras palábras, él os ha comunicado su propió amor hecho, en la persona de Cristo hombre-Dios, un amor auténticamente humano.

Pablo repetirá incansablemente el mismo mensaje, plenamente consciente de su novedad radical respecto a una concepción que hacía de la ley observada por el hombre un verdadero mediador de salvación.[36] Las fórmulas varían pero la doctrina permanece siempre la misma y el trasfondo no cambia.

 

Gálatas: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, hubiese muerto Cristo en vano» (2, 20-21).

 

Filipenses: «Para mí la vida es Cristo» (1, 21). «Por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, sino la que viene por la fe de Cristo... Conocerle a él y el poder de su resurrección (3. 8-10); esto es, como explica muy bien Huby, «conocer no directamente el poder que ha resucitado a Cristo, sino el poder de Cristo resucitado, todo lo que la resurrección supone y  realiza, especialmente la inauguración en nosotros de una nueva vida con Cristo en el Espíritu, esencialmente idéntica a la vida de Cristo glorificado, aun cuando no haya todavía florecido como la suya en su eterno esplendor».[37]

 

2 Corintios: «Porque el amor de Cristo nos apremia» (5, 14), el mismo amor con que Cristo nos ha amado, más aún, muerto por nosotros. Este mismo amor es el que tiene al apóstol «atado» v como «puesto en estrechura»,[38] arrancándolo de sí mismó para lanzarlo a la obra a la que Cristo le ha llamado, la obra que Dios había confiado al Hijo y que debe llevarse a cumplimiento: la reconciliación del mundo (vv. 18 ss.). El verbo griego synechein, que hemos traducido por «apremiar», en la terminología de la filosofía popular había tomado un significado preciso; como por ejemplo en el pasaje del libro de la Sabiduría que afirma del Espíritu, que llenando el mundo «contiene (sinechon) todas las realidades» (Sab 1, 7), es decir, que de la multiplicidad de los elementos forma una  unidad, un solo ser. La función que los estoicos atribuían a este fluido inmanente en el mundo, que llamaban pneuma, espíritu, y que el sabio bíblico atribuía al Espíritu mismo del Señor, Pablo no duda en atribuirlo al amor de Cristo Jesús a nosotros, a esta «caridad insigne en la que -según la expresión de C. Spicq- su muerte la ha dejado fijada de algún modo».[39]

 

Romanos: «Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley... Dios por medio de Cristo condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley -lo que prescribe la ley~ expresión de la voluntad divina, y que se resume en el amor al prójimo- se cumpliera en nosotros (en pasiva, porque es la obra de Cristo y de su Espíritu, más que la nuestra) que seguimos una conducta no según la carne, sino según el espíritu» [porque se trata de dejar obrar el Espíritu en nosotros, de no «apagarlo» en nosotros] (8~ 2 -4).

 

Colosenses: A los Colosenses, tentados de dejarse «reducir a esclavitud» por una gnosis inspirada en el judaísmo, para el que la religión consistía en una serie de observancias que regulaban, bajo la protección de los ángeles, el alimento, la bebida o la celebración de los sábados y de las fiestas (cf. Col 2, 16-23), Pablo les recuerda lo esencial de su mensaje, lo que constituye precisamente su novedad: «El misterio escondido desde siglos y generacioncs, y manifestado ahora a sus santos» (Col l, 26), misterio que Pablo define como «Cristo entre nosotros» (v. 27). No sólo en este sentido se predica también a nosotros los paganos el mensaje de salvación, reservado un tiempo a Israel, sino en el sentido de que Cristo, fuente única de salvación lo mismo para los judíos que para los paganos, ha venido ahora a hacerse vuestra vida~ comunicándoos su Espíritu que es el Espíritu de Dios y permitiéndoos así agradar a Dios y  cumplir su voluntad (cf. Col l, 9-l0); de amaros los unos a los otros como Dios ama y corno Cristo nos ha dado ejemplo. Esto es lo que Pablo llama precisamente «dar cumplimiento en orden a vosotros a la palabra de Dios (griego: eis hymas  plerôsai ton logon toû Theoû)» (Col 1, 25).

Probablemente no se podría encontrar una definición más perfecta de la «evangelización»; no sólo anunciar a Cristo o predicarlo, sino fundar la economía evangélica, hacer de modo que los hombres se amen entre sí como Cristo nos ama y que tomen conciencia de que este amor se les ha dado por otro, gratuitamente, otro que les ha amado hasta querer comunicarles su propio amor muriendo y resucitando por ellos y haciéndose su alimento en la eucaristía.

Este es, en el pensamiento de san Pablo, el verdadero sentido de la confesión de fe, que recuerda en Rom l0, 9; «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos serás salvo». Cierto que con estas palabras se afirma la divinidad de Cristo y  su resurrección. Pero proclamar que Cristo ha resucitado de entre los muertos no significa sólo afirmar la realidad histórica de un acontecimiento pasado, localizado en el tiempo y en el espacio; significa también, y  antes de nada, afirmar, como hacía Pablo según lo que nos refiere Festo (Hech 25, 19) que «aquel Jesús que murió, hoy está vivo». No sólo vivo «en el cielo» donde está a la diestra de Dios y  que intercede por nosotros» (Rom 8, 34), sino también vivo en el seno de su iglesia y en el corazón de cada uno de sus discípulos, el Cristo que en el Espíritu santo vive en mí, ora en mí, y me ama.

Estamos por tanto muy lejos de un moralismo en el que el hombre debe esperar sencillamente que la religión le enseñe lo que ha de hacer; y no, antes de nada, la capacidad de hacerlo.[40] Si Pablo insiste tanto en la incapacidad del hombre para cumplir lo que entiende ser bueno, es precisamente porque el judaísmo, al que se oponía, concebía el don de la ley como una enseñanza de lo que el hombre debía hacer para agradar a Dios, dando por descontado, que Dios, habiéndolo creado libre, le había dado en su misma naturaleza todo aquello de que tuviese necesidad para cumplir sus deberes. Para Pablo,[41] al contrario, el hombre, en su condición actual, esclavo del pecado, es incapaz de cumplir el bien: «querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo» (Rom 7, 18b). Cierto que su «naturaleza» no está enteramente corrompida: puede todavía «querer el bien»; o más exactamente -según el sentido del verbo griego thelein que indica la tendencia a querer y no una decisión de la voluntad -«desear el bien», «anhelarlo»; el bien que, según san Agustín y la tradición patrística, se presenta casi siempre a la conciencia bajo la forma de esta ley que, «la verdad ha escrito, con la mano del creador, en el corazón de todo hombre, aunque sea pagano: lo que no quieras que se te haga, no lo hagas a los demás»,[42] y  que por esta razón él llama «ley natural»; ley, en la que, según Hillel, como también según Cristo y Pablo, están resumidos «toda la ley, y  los profetas». Si yo puedo «aspirar» a este bien -y si los hombres de todo tiempo y todo país, al menos que no estén «desnaturalizados», aspiran a este bien para cumplir esta ley, para amar con un amor verdaderamente desinteresado, es decir, universal, es menester que el mismo Cristo, en el Espíritu, ame en mí.

Por estas razones se entiende fácilmente que los padres, un san Agustín, un san León, comentando a Juan, puedan presentar la práctica de tal caridad, como el criterio de la inhabitación en nosotros. A propósito de 1 Jn 3, 23, dice san Agustín:

El no nos manda otra cosa sino el amarnos los unos a los otros... ¿Pues no es acaso evidente que la obra del Espíritu Santo en el hombre consiste en poner en él el amor de caridad, según las palabras del apóstol Pablo: «El amor de Dios (con el que Dios nos ama) ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5)? De la caridad propiamente hablaba Juan cuando decía que debemos preguntar a nuestro corazón, bajo la mirada de Dios, para saber si nuestro corazón no nos condena (l Jn 3, 2),  es decir, si nos da testimonio de que el amor fraterno es la fuente de todo lo que hay de bueno en nuestras obras... Si encuentras en ti la caridad, tienes contigo al Espíritu santo... ¿En qué se conoce que se ha recibido al Espíritu santo? Cada uno pregunte a su corazón. Si ama a su hermano, el Espíritu santo morará en él.., Si, pues, quieres saber si has recibido al Espíritu santo, pregunta a tu corazón: pregúntate si no has recibido el sacramento (el bautismo) sin tener la virtud del sacramento. Pregunta a tu corazón: si encuentras en él el amor a tu hermano, está tranquilo. No puede existir este amor sin que allí esté el Espíritu santo, porque Pablo dice: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo que nos ha sido dado» (Rom 5. 5).

 

Y mis adelante, a propósito de 1 Jn 4, 20:

 

¿El que ama a su hermano, ama también a Dios? Necesariamente ama a Dios, necesariamente ama al mismo amor. ¿Puede amar a su hermano sin amar al amor? Necesariamente ama al amor. Pero, ¿de que ama al amor se sigue que ama a Dios? Ciertamente que sí. Amando al amor, ama a Dios. ¿Has olvidado lo que se ha dicho poco antes: Dios es amor (Jn 4. 8; y 16)? Si Dios es amor, el que ama al amor ama a Dios. Ama, pues, a tu hermano, y quédate en paz.[43]

 

Y san León se expresa en los mismos términos:

 

El que desea saber (experiri) si Dios habita en él... escudriñe con un examen leal el fondo del propio corazón y busque con diligencia la humildad que se opone al orgullo, con qué buena disposición interior combate la envidia, en qué medida no se deja arrastrar por las palabras aduladoras y se goza del bien de los demás, si no desea devolver mal por mal y prefiere olvidar las ofensas recibidas...; en una palabra, examine en lo secreto del propio corazón si se encuentra en él la caridad, madre de todas las virtudes... hasta el punto de desear, aun para sus enemigos, los bienes que desea para sí mismo. El que se encuentra en tal disposición, no debe dudar de que Dios lo guía y habita en él y  que guarda para él una acogida tanto mis espléndida cuanto más se glorifique no en sí mismo, sino en el Señor.[44]

 

3. Conclusión: pastoral cristiana

 

Pablo define el cristianismo en función del antiguo testamento y del judaísmo: demuestra cómo ha cumplido el primero y se ha opuesto al segundo. Resalta al mismo tiempo una primera novedad de la revelación cristiana en el contenido mismo de la ley nueva: que ella se expresa plenamente en un solo precepto, el de amar a nuestros hermanos como Cristo nos ha amado. Pero aún descubre una novedad todavía más radical en la naturaleza de esta ley, verdaderamente «nueva», desde el punto de vista de que se trata de una ley, no ya grabada en la piedra y que se imponía al hombre desde fuera, sino esculpida en el corazón, hecha exigencia interior; y  ya no sólo «ley espiritual», esto es, como dice santo Tomás, «dada por el Espíritu santo», sino «ley del Espíritu», es decir, «que el Espíritu santo cumple en nosotros»;[45] Espíritu santo que sólo Cristo, mediador de la nueva alianza, es capaz de comunicarnos, y nos comunica de hecho con su muerte y resurrección y que nosotros, por nuestra parte, acogemos con esta «sumisión a Dios» que es la fe (Rom 1, 5, etc.), una «fe que actúa por la caridad» (Gál 5, 6) y cuyo sacramento es el bautismo.

Este mensaje parece ser de lo más actual. La predicación del amor fraterno responde a la aspiración de los hombres de todos los tiempos, pero tal vez todavía más ahora, a la de los hombres de hoy. Por esto «la actividad misionera tiene también una conexión íntima con la misma naturaleza humana y con sus aspiraciones»,[46] Por otro lado, el mensaje paulino, al oponerse a la doctrina judaica que hacía de la ley el verdadero mediador de la justificación y de la salvación, se opone no menos radicalmente a este «ateísmo moderno que con frecuencia reviste también la forma sistemática, según el cual el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia» (GS, 20) o aquella forma de ateísmo larvada y práctica tal vez más capciosa y más frecuente, la cual hace que un gran número de hombres no experimenten ya ninguna necesidad vital de Dios e imaginen, en consecuencia, poder dispensarse de todo lo que les pone en contacto real con Dios y les permita admitir su vida.

La evangelización consistirá, por tanto, en predicar a los hombres, a todos los hombres, sea cualquiera la religión que profesen, que deben amarse entre sí porque esto sólo es lo que Dios les pide, ya que esta es «la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo» (GS, 38). El decreto sobre el ecumenisiuo recuerda oportunamente que «de aquí puede surgir el diálogo ecuménico sobre la aplicaciún moral del evangelio» (UR, 23). Pero se trata sólo de un comienzo. Para Pablo «evangelizar» significa, según la expresión casi intraducible de la carta a los Romanos, «he dado cumplimiento al evangelio de Cristo» (Rom 15, 19) o, como Benoit traduce una fórmula semejante de la carta a los Colosenses, «realizar en vosotros el cumplimiento de la palabra de Dios» (Col 1, 25). En otras palabras: plantar en una determinada comunidad la actividad misma de Cristo, porque el evangelio es para Pablo propiamente «una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16).

Evidentemente que el misionero no deberá contentarse con predicar la obligación de la ley de amor, sino que actuará de modo que esta ley sea efectivamente puesta en práctica. El decreto Ad gentes nos dice que «promover la dignidad y unión fraterna» significa ya «ofrecer el verdadero testimonio de Cristo y trabajar por su salvación, incluso donde no pueden anunciar plenamente a Cristo».[47] Con este fin, su deber será revelar también a los hombres la fuente auténtica de esta aspiración y, sobre todo, eventualmente, de las parciales realizaciones a las que ha podido llegar.[48] Porque si Dios no ha esperado el momento histórico de la encamación para comunicar su amor a nuestra humanidad -como presupone claramente Pablo y como recuerda el Vaticano II (LG, 16; DV, 3)- lo ha realizado exclusivamente a través de la muerte y la resurrección de Cristo de tal modo, que sin ellas, no se hubiese comunicado jamás tal amor a ningún ser humano y, por tanto, ninguna posibilidad de salvación. Pero para «plantar el evangelio» no podría bastar esta enseñanza. La tarea esencial del misionero será educar a los hombres en la vida cristiana que es vida de amor dentro de una comunidad en la que, como el niño en el seno de la familia, el cristiano aprende a amar a sus hermanos en torno a la eucaristía, expresión y fuente, al mismo tiempo, de este amor (cf. PO, 5; 6): «educación para una caridad sincera y activa y para ejercitar la libertad con que Cristo nos libró; en

una palabra, educación para la madurez cristiana» (PO, 6).


 


 

Libertad cristiana y autonomía

 

Otra «novedad» del mensaje evangélico, en particular como nos lo ha retransmitido Pablo, es lo que llamamos la «libertad cristiana». Sabemos la importancia que el apóstol le atribuía, cuando por ejemplo proclamaba que la vocación del cristiano era esencialmente una «vocación a la libertad» (Gál 5, 13). Esta es una doctrina sobre la que insistió durante toda su vida, una enseñanza por la que, se debe añadir, sufrió. En efecto, por la proclamación de esta líbertad, Pablo encontró en su camino muchos obstáculos, tanto de parte de los judíos, para los que esta afirinación era un verdadero escándalo, como también por parte de no pocos cristianos oriundos del judaísmo (los judeocristianos), que no tenían tal vez menos dificultad en admitir que la ley podía no ser un medio de salvación.

Por otra parte, a esta misma libertad del cristiano, y siempre sobre la huella de Pablo, al que se refiere, el concilio Vaticano II no le ha dado menor relieve. No pienso sólo en el decreto sobre la libertad religiosa, ni en las múltiples alusiones de la constitución sobre la iglesia en el mundo de hoy. Basta considerar la definición que presenta de la condición cristiana la constitución dogmática sobre la iglesia, Lumen gentium, en el capítulo segundo consagrado al «pueblo de Dios». El concilio no duda en definir la condición del cristiano precisamente bajo el aspecto de la libertad: «Este pueblo tiene la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu santo como en un templo». Y añade inmediatamente después: «Tiene por ley -en singular- el mandato nuevo del amor, como el mismo Cristo nos amó» (LG, 9). Los padres conciliares difícilmente podían resumir con palabras más breves y más claras la precisa enseñanza de san Pablo.

Si la doctrina de la libertad cristiana ofrece una tan gran importancia, es menester examinar con tanta mayor diligencia su significado preciso. ¿Qué pretendía decir el apóstol cuando afirmaba en la carta a los Gálatas; «habéis sido llamados a la libertad» (Gál 5, 13), o «si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál 5, 18), o, en la segunda a los Corintios: «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad»? (2 Cor 3, 17). ¿A qué «libertad» se refiere el apóstol?

 

La libertad de los griegos

 

Ordinariamente los exégetas suelen referirse al mundo griego y, a primera vista, no sin razón. De hecho, en el mundo griego en el que vivía Pablo y vivían los cristianos a quienes él se dirigía, gálatas, corintios, romanos, etc., convertidos del paganismo, se hablaba mucho de libertad. En las Diatribas de Epicteto, un contemporáneo de Pablo, los peritos han notado que la palabra «libertad» se repite más de 130 veces. Libertad del ciudadano, de la polis griega, libertad de la democracia por oposición a todos los regímenes donde reinaba la «tiranía», Para los griegos esta libertad -afrontamos inmediatainente el problema de la relación entre libertad y autonomía- era esencialmente una propiedad de la naturaleza del hombre en cuanto tal, es decir, en cuanto dotado de inteligencia y de voluntad. El esclavo, por definición el que no es libre, es como un animal; no tiene ningún derecho; no es una persona. Nadie se maravillará de que una tal libertad tienda a convertirse más o menos en una verdadera autonomía del hombre, en una total independencia del hombre aun con respecto a Dios. Su dependencia es sólo de la propia naturaleza. Los filósofos estoicos, es verdad, hablan con frecuencia de Dios; pero para ellos se trata en general de un Dios inmanente, no personal ni trascendente, un Dios prácticamente identificado con la naturaleza.

El contexto griego parece que debe considerársele sólo en cuanto que en el antiguo testamento casi nunca se emplean las palabras para designar la libertad, o el substantivo eleuthería o el adjetivo eléutheros. Un exegeta moderno de gran autoridad, como Cerfaux, no duda en escribir que «un semita apenas pronuncia tales palabras».[49] Del mismo parecer es el autor del artículo consagrado a la palabra eleuthería en el diccionario de Kittel. En los otros artículos, generalmente, se examina el significado de cada palabra primero en el antiguo testamento, después en la literatura griega, a continuación en el judaísmo y, por fin, en el nuevo testamento. En cambio para este término sólo se considera el mundo griego. Se dedica un párrafo al concepto político de libertad entre los griegos, se pasa después al concepto filosófico de libertad en el helenismo y en la stoa; e inmediatamente después se llega al nuevo testamento. No hay nada ni del antiguo testamento ni del judaísmo. Para el autor parece que no hay duda alguna. El único contexto literario de la palabra eleuthería o eléutheros, en que se debe analizar el significado de «libertad» en Pablo, es el griego, no el contexto judaico o veterotestamentario.

 

Contexto judaico y veterotestamentario

 

Pero al leer a Pablo, se constata una primera cosa. Habla de la libertad del cristiano en un contexto muy determinado, en el de la polémica no ciertamente con los griegos o con los paganos, sino con los judíos y los judaizantes, cristianos convertidos del judaísmo que quedaban vinculados a la ley. Además, para fundamentar esta libertad del cristiano, Pablo jamás invoca, como los griegos, la naturaleza intelectual del hombre ni recurre a alguna categoría de la filosofía griega. Se refiere constantemente a dos nociones típicamente veterotestamentarias y judías; por una parte, la filiación del cristiano: el cristiano es libre no porque es hombre, sino porque es hijo de Dios; y  por otra, la presencia en él del Espíritu santo, de quien los griegos jamás hablaron en relación con la libertad.

Examinemos algunos pasajes. En la carta a los Gálatas encontramos uno muy claro:

 

La prueba de que sois hijos es que Dios ha envoado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero (Gál 4, 6-7).

 

Así que eres libre porque eres hijo y eres hijo porque Dios Padre ha mandado a tu corazón el Espíritu de su Hijo. Por esta razón dirá un poco después: «Si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál 5, 18), es decir, sois libres; o en otro lugar ya citado: «Donde estú el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17). Por tanto, esta noción de libertad para Pablo se funda en la presencia activa en nosotros del Espíritu de Dios.

 

La libertad entre los judíos

 

Todo esto nos orienta claramente hacia un contexto muy diferente del de la política o filosofía de los griegos. Estamos en pleno contexto veterotestamentario. Si no se puede negar que el antiguo testamento griego muy raramente emplea las palabras eleuthería o eléutheros, la noción de libertad, más bien de libertad propiamente en el sentido religioso, como para san Pablo, bien lejos de ser extraña a la mentalidad judía, constituye su aspecto fundamental. Nada hay mis querido al judaísmo que la libertad. Para demostrarlo, me permito transcribir una parábola rabínica. Es difícil fijar exactamente la fecha de su redacción, pero resume ideas muy antiguas. Como Jesús que hablaba «en parábolas», como sus contemporáneos, el rabino en cuestión quiere explicar en qué consiste la fiesta de la pascua. Dice la parábola:

La cosa es semejante a un rey que libró a su hijo de la prisión y declaró: Haced de este día cada año un día de fiesta; en este día en que mi hijo pasó de las tinieblas a la luz [notad, mi hijo], del yugo de hierro a la vida, de la esclavitud a la libertad, de la opresión a la redención. Así Dios hizo salir a Israel de la prisión, según lo que se ha escrito: Dios puso a los prisioneros en libertad (Sal 68, 7), o: les sacó de las tinieblas y de la sombra de la muerte y rompió sus cadenas (Sal 117, 14) es decir, del yugo de hierro al yugo de la ley, de la esclavitud a la libertad, como está escrito: Vosotros sois los hijos del Señor Dios vuestro (Dt 14, 1).[50]

 

Como se ve, esta parábola subraya la filiación divina de Israel. Este ha pasado de la esclavitud, de la prisión, a la libertad, porque es hijo de Dios; o sea, es el pueblo elegido como hijo de Dios. La parábola se refiere a lo que nos cuenta la misma Escritura, cuando Dios llamó a Israel su hijo, su primogénito. Recordemos las palabras que Moisés debía decir, de parte de Dios, a Faraón para obtener la libertad de Israel: «Dirás a Faraón: Así dice Yahvé: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo: deja ir a mi hijo para que me dé culto» (Ex 4, 22-23).

Esta parábola, si bien se encuentra en una colección relativamente reciente, reproduce un tanto desarrollado el pasaje de la Mishna que, aún hoy, se recita en el ritual de la pascua judía. Allí el éxodo se llama «el paso de la esclavitud a la libertad, de la angustia al gozo, de la aflicción al júbilo, de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la líbertad». La Mishna atribuye la fórmula a un rabino muy, antiguo, a Gamaliel, probablemente el que fue maestro de Pablo (Hech 22, 3). Y esto nos remite al contexto paulino. Pablo estaba acostumbrado a considerar a Israel como un pueblo libre porque era hijo de Dios y, precisamente en cuanto hijo de Dios, había sido librado de la esclavitud de Egipto.

Hay también un pasaje en el Levítico en el que, corno conclusión a las bendiciones a favor del que observa la ley, se puede leer en el texto hebreo:

 

Me pasearé [es Dios quien habla] en medio de vosotros, y seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí un pueblo [nótese la fórmula de la alianza]. Yo soy Yahvé, vuestro Dios, que os saqué del país de Egipto, para que no fuéseis sus esclavos, rompí las coyundas de vuestro yugo [como en la parábola citada] y os hice andar con la cabeza erguida (Lev 26, 12-13).

 

La versión griega de los Setenta, anterior al cristianismo, al traducir esta expresión: «Os hice andar con la cabeza erguida», no duda en utilizar una palabrá griega, una palabra que servirá a Pablo para expresar precisamente esta condición de libertad. Dice el texto griego: .«Os hice andar fuera (meta parresías)», es decir, «con la parresía». Es la palabra que en 2 Cor 3, 12 designa la condición del cristiano: el que tiene la parresía, la libertad. La palabra es griega, típicamente griega; pero la noción deriva directamente del contexto veterotestamentario.

 

La primera consecuencia es que la libertad así entendida no es ya una propiedad de la naturaleza del hombre: Israel no es libre porque es hombre, sino en virtud del don gratuito de Dios, en virtud de su elección, porque es hijo de Dios.

La segunda consecuencia es todavía más importante. Israel ha sido libertado de toda dominación humana; pero ciertamente que no del dominio de Dios. Antes bien se ha hecho un pueblo libre para poder «dar culto a Dios». No olvidemos lo que hemos leído: «Dirás a Faraón: Así dice Yahvé: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo: Deja ir (es decir, deja libre) a mi hijo para que me dé culto» (Ex 4, 22-23).

Esta libertad, como se ve, es todo lo contrario a la autonomía. Supone una liberación de todos los demás hombres; pero una liberación toda ella ordenada al servicio de Dios. Israel ha sido sacado fuera de la «tierra de esclavitud» para «entrar en alianza con Dios» y llegar a ser su Pueblo por medio de la alianza. El éxodó se ordena todo é1 al Sinaí: pascua a pentecostés.

 

Libres en virtud de la primera afianza

 

La consecuencia es patente. Israel debe su condición de pueblo libre a la alianza del Sinaí. Pero para los judíos la alianza del Sinaí está vinculada al don de la ley que Israel se comprometió en este día a observar. El sacrificio de la alianza que celebró Moisés y que anualmente renovará Israel, lo recordaba con claridad.[51] Consistía, conforme a los pactos de amistad en uso en todo el oriente, en la aspersión de la sangre de las víctimas sobre las dos partes contrayentes. Por esto la Escritura cuenta cómo Moisés levantó un altar, hizo inmolar víctimas para obtener la sangre, derramó la mitad de la sangre sobre el altar, que representa a Dios (según Hebr 9, 19, Moisés roció el libro, que representa igualmente a Dios). Pero antes de terminar el rito de rociar al pueblo con el resto de la sangre, para demostrar con este gesto simbólico que de ahora en adelante circularía una sola vida entre Dios y el pueblo, que Dios y el pueblo formarían como un solo viviente, Moisés hizo que el pueblo se comprometiese solemnemente a observar la ley. «Tomó después el libro de la alianza v lo leyó ante

el pueblo que respondió: Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvé» (Ex 24, 7). Sólo entonces proclamó Moisés; «Esta es la sangre de la alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (v. 8).

 

 Es la frase que empleará Jesús cuando instituya la eucaristía, refiriéndose precisamente a este gesto de Moisés.

«Según todas cstas palabras». Para los judíos la ley forma parte de la alianza. El acontecimiento del Sinaí aún hoy se llama «el don de la ley» o sea, el mattán torah. De aquí que en el antiguo testamento, como en los escritos judaicos, se hable indistintamente de alianza o de ley, del «libro de la ley,» (2 Re 22, 8 y 11) o del «libro de la alianza» (2 Re 23, 2 y 21) y «las palabras de la alianza» designando sencillamente «la ley». De ahí se sigue evidentemente que, si Israel debe su libertad a la alianza del Sinaí, o sea, a la primera alianza, la debe al don de la ley; es libre por medio de la ley; como decía la parábola rabínica a propósito de la pascua, ha pasado «del yugo de hierro al yugo de la ley».

 

Libres en virtud de la nueva alianza

 

Este es el contexto preciso en que se expresan las afirmaciones de Pablo sobre la libertad del cristiano. Para Pablo, como para el antiguo testamento, el fundamento de la libertad no es la naturaleza del hombre, sino un don gratuito, la filiación divina, o sea, su «elección». La diferencia está sólo en que la filiación de Israel provenía de la primera alianza, y por tanto del don de la ley, la

filiación del cristiano proviene de la nueva alianza, y por tanto del don del Espíritu.

Para el que tiene presentes los textos de Jeremías y  de Ezequiel, ya examinados en el capítulo 2 y a los que también nos hemos referido en el capítulo 3, la cosa no puede sorprenderle.[52] Leámoslos de nuevo, y veremos hasta qué punto estos textos son la clave para la inteligencia del nuevo testamento, tal vez su clave más importante. Nos harán entender en particular por qué Pablo concibe la libertad del cristiano no sólo como una liberación del pecado, sino propiamente como una exención de toda ley considerada en cuanto norma que se impone al hombre desde fuera, como era la ley del Sinaí.

Jeremías (31, 31~34), en efecto, propone las dos alianzas; la primera que el pueblo de Israel violó, v podía violar por consistir en el don de la ley de Dios esculpida en tablas de piedra; y la «nueva alianza» -este es el único pasaje de todo el antiguo testamento en que se encuentra la expresión «nueva alianza»- que consistirá en el don de la misma ley de Dios grabada ahora en el corazón del hombre, convertida ya no en simple norma de acción, sino en exigencia interior, principio de actividad operante en lo más íntimo de su ser -algo así como el amor materno en el corazón de la madre- y de ahí observada necesariamente en la medida en que ella sea, efectivamente, el principio de sus acciones.

Por su parte, Ezequiel identificaba tal ley interior con el Espíritu propio de Yahvé, capaz por tanto de transformar al hombre de carne en un ser «espiritual», como dirá Pablo.[53]

No es de extrañar por tanto que el apóstol establezca entre la libertad del cristiano y el don del Espíritu exactamente la misma relación que establecía el judaísmo entre la libertad de Israel y el don de la ley: «Donde está el Espíritu, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17).

Por eso la libertad del cristiano será para Pablo igualmente libertad de la ley. La sola ley, del ctistiano -considerado en su condición definitiva de espiritualización completa jamás alcanzada plenamente en la tierra-, será la actividad en él del Espíritu santo «dado en lugar de la ley», como escribía ej cardenal Seripando a propósito de la fórmula paulina  «la ley del Espíritu que da la vida» (Rom 8, 2),  el Espíritu santo que Jesús mandó a los apóstoles reunidos en el cenáculo el mismo día de pentecostés, aniversario del acontecimiento del Sinaí.[54]

Tal es el significado preciso de la libertad del cristiano. Un comentario de santo Tomás nos lo hará entender con palabras tan sencillas como profundas. Explica el texto paulino citado; «donde está el Espíritu, ahí está la libertad» (2 Cor 3, 17). Parte, como suele hacer, de la definición de hombre libre. Hombre libre es el que hace lo que quiere, en oposición al esclavo que hace lo que quiere el señor. Es libre el que es dueño de sí mismo; es esclavo el que está bajo el amo, el que pertenece a otro. El hombre libre tiene voluntad propia; el siervo no la tiene. En el límite, esclavo perfecto es la máquina, el puro instrumento que cumple exactamente todo cuanto el señor le ha «inspirado». El hombre se reduce así a negar propiamente lo que le hace hombre; de donde su rebelión muy comprensible: «El hombre libre -explica santo Tomás- es el que obra porque quiere obrar, cuyo principio de acción proviene de él, no de otro».

Puesta esta definición de libertad, santo Tomás la aplica a la acción moral del hombre: «El que evita el mal no porque es mal, sino únicamente porque se le ha mandado evitarlo, ciertamente que no obra mal, antes hace bien en evitarlo; pero no es libre; al contrario, es libre el que evita el mal porque es malo».

Pues bien, santo Tomás explica que la presencia activa en nosotros del Espíritu santo es propiamente lo que nos hace libres; en virtud de esta presencia podemos cumplir la voluntad de Dios, no como la voluntad de otro (de un señor), sino como nuestra propia voluntad, porque es la voluntad de uno que obra en lo íntimo de nuestro ser: Hoc autem facit Spiritus sanctus, qui mentem interius perficit per bonim habitum, ut sic ex amore caveat ac si praeciperet lex divina. El cristiano auténtico, animado por el Espíritu santo, obra en virtud de la propia exigencia de amor que el Espíritu le comunica y no en fuerza de la sola imposición externa y, por esto, prosigue santo Tomás, es libre: Et ideo líber, non quia subdatur legi divinae, sed quia ex bono habitu inclinatur ad hoc faciendum quod lex divina praescribit.[55] Queda seguramente sometido a la ley exterior, pero no es un cristiano digno de este nombre, sino en la medida en que el precepto externo no es la razón sola de su obrar. Así, la mujer a la que Dios ha concedido el don de la maternidad queda sometida, como todos los demás seres humanos, a la ley del decálogo: «no matarás»; pero si una tal mujer se abstuviese de dar muerte a su niño sólo porque hay un precepto que lo prohibe, haría bien al abstenerse pero, todos lo entendemos, dejaría sencillamente de ser madre. Es madre precisamente en la medida en que se determina a obrar en virtud de su amor materno.

En esto está toda la diferencia. Ser libres significa obrar no en fuerza de una ley externa, sino por amor. Ideal jamás perfectamente alcanzado en esta tierra, pero al que todos al menos debemos tender. De lo contrario seguiremos siendo niños sin llegar a la edad adulta.

 


 


 

Culto y comunidad

 

Entre las «novedades» del mensaje evangélico y paulino, se debe contar, además, y diría principalmente, el modo de concebir el culto. Porque cuando se considera el culto como era concebido entre los paganos de la antigüedad, griegos y  romanos -y  lo mismo puede decirse de los paganos de hoy- y  en alguna manera también entre los judíos, y se compara este culto con el culto del nueivo testamento, resumido enteramente en el culto eucarístico, no puede menos de aparecer éste como una grande y radical novedad.

Para el romano o para el griego el culto constituía una categoría aparente que tenía poco o nada que ver con la vida. La celebración de las fiestas, el ofrecimiento de sacrificios o las oraciones dirigidas a las varias divinidades, tenían poquísima relación con el comportamiento moral cotidiano de los fieles. Para los judíos no era ciertamente así. En el antiguo testamento los profetas no tienen palabras bastante severas contra un culto que esté en contradicción con la vida moral, tanto que no pocos autores han visto en sus invectivas la condenación de todo culto externo. El judío ofrecía sacrificios, celebraba el sábado, multiplicaba las oraciones -pensemos en la recitación cotidiana del

Shemá-, con el fin de que su vida de cada día estuviese en conformidad con la ley. Con todo, culto y vida constituían dos realidades todavía distintas, de modo que una pudiese concebirse sin la otra. Por lo demás~ añadamos que muchos cristianos no piensan de otra manera y veremos cómo el concilio Vaticano II se lo reprocha.[56]

De hecho no es así el auténtico culto eucarístico, culto específico de la religión cristiana, tal como nos la ha presentado el nuevo testamento.

 

La "fractio panis" en Hech 2, 42

 

A este respecto, uno de los pasajes más significativos para determinar la naturaleza precisa del culto eucarístico, es sin duda la primera mención que de él se hace en los Hechos de los apóstoles con el término técnico de "fractio panis" en el c. 2, vv. 42 y 46.

En este pasaje la fractio panis se cita juntamente con los que se podrían llamar los otros componentes de la comunidad cristiana, sobre todo «la enseñanza dada por los apóstoles», y lo que san Lucas llama «la comunión fraterna».

El pasaje en cuestión consiitu»e el primer «sumario» que el autor de los Hechos ha recogido en su historia de los primeros años de la iglesia, en que describe la vida de la comunidad primitiva inmediatamente después de haber contado la venida del Espíritu santo en el día de pentecostés y las primeras conversiones que se siguieron al discurso de san Pedro (Hech 2, 42-46). La descripción es todavía más completa en el c. 4, en un segundo «sumario» paralelo al primero (Hech 4, 32-35). La evidente intención del autor es la de presentarnos el cuadro de una comunidad cristiana perfectamente fiel a las enseñanzas de Cristo y en  particular dócil a las inspiraciones del Espíritu santo. Tanto más que el segundo «sumario» sigue inmediatamente, en la trama de la narración, la mención de una nueva venida del Espíritu santo, que es una visible réplica del primer pentecostés:

 

«Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu santo y predicaban la palabra de Dios con valentía» (Hech 4, 31).

 

Así además la ha entendido siempre la antigua tradición de los padres que han vislumbrado en esta vida de los primeros cristianos de Jerusalén, el modelo que se esfuerza por imitar, según la expresión sugestiva de Cerfaux, «la obra maestra que los artistas admiran de rodillas en los museos y malamente copian»,[57] vida que llevó hasta el siglo XII el bonito nombre de «vida apostólica»: la vida que habían llevado los apóstoles y que enseñaron a sus inmediatos discípulos.

Así la ha entendido también el Vaticano II, a la que se refiere no menos de siete veces y dos de ellas sólo en el decreto sobre el ministerio y la vida sacerdotal.[58]

El concilio no ve solo allí el modelo de la vida que los religiosos deben «llevar en común» (PC, 15), sino un ejemplo que han de imitar también los misioneros (AG, 25) y todos los sacerdotes que descubrirán como «una cierta coinunidad de bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la iglesia primitiva, prepara muy bien el terreno para la caridad pastoral» (PO, 17); porque, se añade en el n. 21: «téngase siempre presente el ejemplo de los cristianos de la primitiva iglesia jerosolimitana». También la constitución sobre la iglesia llama la atención sobre el modelo de la vida cristiana del pueblo mesiánico (LG, 13) y  en el que, como se expresa la constitución sobre la divina revelación, «todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, persevera constante en la fracción del pan y en la oración» (DV, 10).

Vale, pues, la pena examinar más de cerca un texto al que la tradición añade tanta importancia, y examinar especialmente el puesto preciso que este texto atribuye a la «fracción del pan» entre los «componentes» de la comunidad eclesial.

La constitución Dei verbum, siguiendo el original griego, enumera cuatro rasgos esenciales -veremos que el latín de la vulgata los reduce a tres- y el griego los agrupa de dos en dos:

«Acudían asiduamente (proskarterûntes) a la enseñanza de los apóstoles, y a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hech 2, 42).

 

Oración y fracción del pan

 

Intentemos precisar lo más posible lo que san Lucas quiere significar con cada uno de estos términos. Por lo demás él mismo nos ha facilitado la tarea. La continuación de la descripción, especialmente en el primer «sumario toma y comenta cada término, el uno después del otro, casi con el mismo orden».

En particular, en los versículos 46-47, se hace mención de la oración y de la fracción del pan: «Acudían al templo todos los días con perseverancia (proskarterûntes) y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y  gozaban de la simpatía de todo el pueblo».

Por esta razón, parece que las «oraciones» de que se habla en el v. 42 indican, en el pensamiento del autor, más que las oraciones privadas, que cada uno podía hacer, las oraciones en común, presididas por los apóstoles, que los primeros cristianos continuaban haciendo en el templo de Jerusalén según el uso de los judíos, como se ha dicho. Por ejemplo, en Hech 3, 1: «Pedro y Juan subían al templo para la oración de la hora nona».

La «fracción del pan» constituye lo específico del culto cristiano (cf. Hech 20, 7; 1 Cor l0, 16; 11, 24),[59] y por eso no se podía celebrar sino en las casas de los cristianos, tanto más que se celebraba durante la comida, como la había celebrado Jesús en la última cena y como se venía celebrando, según nos dice san Pablo, en la comunidad de Corinto (1 Cor 11, 20).

Antes de recordar estos dos elementos, más específicamente «cultuales», san Lucas indica otros dos, que, claramente, según él, los condicionan de algún modo. Como centro de la vida espiritual, el misterio eucarístico, para ser celebrado como se debe, presupone algunas condiciones. Cuanto mis exactamente logremos precisar estas condiciones, tanto mejor entenderemos todo lo que la Escritura nos enseña sobre el misterio eucarístico.

 

La enseñanza de los apóstoles

 

La primera de estas condiciones es «la enseñanza de los apóstoles., No hay necesidad de largos razonamientos para demostrar que no existe comunidad cristiana en sentido estricto sin fe en Cristo, y por tanto, sin la predicación sobre Cristo, porque «la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo» (Rom 10, 17).

El sacerdote, por tanto, puede definirse un «ministro del culto», a condición, sin embargo, de no olvidar que se trata de un culto que se apoya en la fe, y, por lo mismo, en la predicación y la catequesis, como ha subrayado fuertemente el Vaticano II.

Ya la constitución sobre la liturgia, refiriéndose al mismo texto de san Pablo que hemos citado ahora, dice:

 

Lá sagrada liturgia no agota toda la actividad de la iglesia, pues para que los hombres puedan llegar a la liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión: «¿cómo invocarán a aquél en quien no han creído? o ¿cómo creerán en él sin haber oído de él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rom 10, 14-l5). Por eso, a los no creyentes la iglesia proclama el mensaje de salvación para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia (SC, 9).

 

'Todavía con más decisión el decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes declara que «los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el “anunciar a todos el evangelio de Dios” (cf. 2 Cor 11, 7)» (PO, 4). En particular, en el mismo número, en el segundo párrafo, el decreto hace notar: «En la comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que entienden y creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de la fe, que procede de la palabra y de ella se nutre. Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de la misa» (PO, 4).

Nótese la expresión «sacramentos de la fe», sacramenta fidei; fórmula usada generalmente para el bautismo y que se aplica a todos los sacramentos. El bautismo es «sacramento de la fe» en el sentido que dice san Pablo que la circuncisión fue para Abrahán «el sello de la justicia de la fe» (Rom 4, 11 ). El bautismo expresa una fe que se supone presente en el candidato adulto. Por esto la iglesia, antes de bautizarlo, se asegura de su fe: «¿Crees...? Creo». El decreto conciliar cita a este propósito dos pasajes muy característicos, uno de san Jerónimo y otro de santo Tomás. Comentando la orden de Cristo, según Mt 28, 19, escribe san Jerónimo: «Ellos primero enseñan a todas las gentes, después sumergen en el agua a los que han enseñado. Pues no es posible que el cuerpo reciba el sacramento del bautismo, si antes el alma no ha escuchado la verdad de la fe» (PL 26, 226).

 Y santo Tomás, comentando la primera decretal, dice: «nuestro salvador», al enviar a sus discípulos a predicar, les encomendó tres cosas; primero, enseñar la fe; segundo, administrar los sacramentos a los que hubiesen creído...[60]

Al mismo niño no se le bautiza sólo en nombre de la fe de la iglesia, sino en vista de una fe de la iglesia que se le deberá comunicar; y tanto es así, que no se tiene derecho a bautizar un niño, si no está uno razonablemente seguro de que será educado de modo que pueda hacer a su tiempo un explícito acto de fe.

Desde este punto de vista la catequesis forma parte integrante de la administración del bautismo. Del mismo modo, lo que comprendemos fácilmente, administrar el sacramento de la penitencia no consiste sólo en dar la absolución, sino, en primer lugar, en excitar en el corazón del penitente la contrición o la atrición -lo que es mucho más difícil- y uno de los fines de la «confesión» es precisamente el permitir al confesor juzgar de las disposiciones del penitente.

El decreto conciliar pretende, pues, afirmar que la participación en el misterio eucarístico exige también disposiciones que al ministro de la eucaristía toca suscitar en el corazón de los fieles; porque se trata también aquí de un «sacramento de la fe», y  la fe nace y se nutre con la palabra: fides quae de verbo nascitur et nutritur. Añadamos que, siendo la eucaristía «un sacrificio de alianza», los que participan de ella deben necesariamente ser informados con diligencia de la «ley de la alianza» con la que se comprometen.[61]

 

La comunión fraterna

 

A la «enseñanza de los apóstoles» -primera condición para que la comunidad cristiana pueda celebrar el misterio eucarístico- san Lucas añade una segunda, que, aparentemente no aparece menos indispensable; condición a la que, de todos modos, asigna una importáncia muy particular, a juzgar por la insistencia con que la cita y la comenta, sea en el primero (Hech 2, 44~4.5), sea en el segundo «sumario» (Hech 4, 32-35).

Esta condición es la que hemos llamado en nuestra traducción «la comunión fraterna». Así la traduce también la versiún castellana en la cita que hace la constitución sobre la revelación (DV, 10). Esta traducción, como veremos, corresponde al pensamiento de san Lucas; pero no es la única.

Así, por desgracia, la Vulgata latina ha interpretado diversamente el texto griego, hasta suprimir por añadidura este elemento. En realidad, lo que hemos traducido «comunión fraterna» corresponde a un solo término griego: koinônia, y es paralelo a «la enseñanza de los apóstoles», a la «fracción del pan» y a la «oración», El latino, en cambio, ha interpretado que los fieles «eran asiduos en la comunión de la fracción del pan»: esto es, verosimilmente «se mostraban asiduos en participar de la fracción del pan». En consecuencia los cuatro cumponentes de la comunidad cristiana se reducen a tres: la enseñanza de los apóstoles, la fracción del pan, en la que participaban los fieles, y la oración; y desaparece por completo el segundo elemento, «la comunión fraterna».

Por lo demás, el Vaticanu II ha citado el pasaje, limitándose a reproducir el texto de la Vulgata, la primera vez que se refiere a él, en la constituciún sobre la liturgia, votada y promulgada cuando el concilio estaba todavía en sus principios (SC, 6). Las traducciones del texto conciliar no tienen generalmente esto en cuenta, y adoptan una u otra versión del texto de los Hechos basada en el original griego. La traducción francesa, por ejemplo, del «centro de pastoral litúrgica» traduce: «asiduos... a la comunión fraternal...» (Bible de Jerusalem); la versión italiana: «asiduos... a las reuniones comunes» (Bibbia di F. Nardoni)...

Hay otro modo de interpretar el texto griego, que lleva prácticamente al mismo resultado, y es pensar que esta asiduidad a la Koinônía indica sencillamente una asiduidad a las «reuniones comunes». Y como estas reuniones comunes coinciden en realidad más o menos con la reunión en que se celebra la fracción del pan, los cuatro componentes de la comunidad se reducen ahora a tres, y desaparece de nuevo el segundo, al que san Lucas da precisamente más relieve.

Esta traducción se ha divulgado por un gran número de versiones modernas, católicas y protestantes.[62]

Sin embargo, cualquiera que haya podido ser el sentido del versículo en algún otro hipotético contexto, el contexto actual, el único que ha reconocido siempre la tradición, indica clarísimamente el significado que el autor del «sumario» quería dar al término Koinônía. No puede significar otra cosa en su pensamiento, sino la «comunión fraterna», que deben practicar los fieles, no sólo procurando reunirse de cuando en cuando y encontrarse juntos para esta o aquella «función litúrgica», sino que deben ejercitar en la vida de cada día. El texto a continuación da todas las precisiones necesarias.

Ante todo se dice que «todos los creyentes vivían unidos» (v. 44: en griego: epi to auto; en latín: pariter). Formaban «una unidad», no ciertamente física, pues eran «casi tres mil» y «partían el pan por las casas» (a la letra «por casa», Kat'oikon), sino una unidad espiritual: formaban una «comunidad». El texto explica inmediatamente cómo se manifestaba esta comunidad: por medio de una actitud interior muy concreta: «tenían todo en común» (v. 44). De propósito se repite el mismo término: koinônía...

Koina. Aunque el v. 44 no perteneciese a la redacción primitiva, como algunos piensan, es claro que el último redactor, al colocarlo en este punto, quería manifestar evidentemente lo que para él significaba «ser asiduos a la Koinônía».

Se trata de una actitud interior que se manifiesta a su vez en gestos muy concretos: «Vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (v. 45).

La actitud interior de que hablamos se traduce, pues, en la venta de los bienes, cuando era necesario o útil para la comunidad.

Este aspecto es tan del agrado del autor, que lo repite y lo desarrolla en el segundo «sumario», describiendo de nuevo esta actitud interior y los gestos en que se traduce: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón v una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que

lodo lo tenían en común» (Hech 4, 32).

«No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según sus necesidades» (Hech 4, 34-35).

Importa relativamente poco si el autor se ha inspirado aquí y hasta qué punto en el ideal practicado de hecho en Qumrán y entre los esenios. Sabemos que Filón cita con admiración «esta comunión fraterna que va más lejos de toda expresión» y que hace de ella «gente sin dinero y sin posesiones». También el historiador judío Flavio Josefo habla del desprecio de ellos a las riquezas y de su maravilloso «espíritu de comunidad», tal «que entre ellos no existe ningún pobre».[63] Basta que el autor de los Hechos, y la tradición siguiente, hayan pretendido proponer este ideal como al que debe tender toda comunidad cristiana animada por el Espíritu santo. Como escribía Cerfaux, que pensaba sobre todo en un influjo pitagórico, «el cristiano de Jerusalén que trazó para nuestra edificación el cuadro de la comunidad primitiva... puede también recordarnos, al redactar su breve nota, la comunidad de los pitagóricos; pero era para decirse a sí mismo que los cristianos, guiados por el Espíritu y el poder de Dios, realizaban, finalmente, para toda la humanidad, lo que los filósofos no habían hecho más que soñar o tímidamente intentar».[64]

 

Un ejemplo que imitar

 

No sería muy difícil, si se quisiese, quitar al susodicho «modelo» todo el valor de un ejemplo que imitar. Bastaría ver una especie de cuadro más o menos idílico, expresión de un deseo utópico, cuya realización habría tenido como primer efecto el de reducir la comunidad de Jerusalén a vivir de las ayudas proporcionadas por las otras iglesias. Es verdad que san Pablo se había coiuprometido solemnemente en el concilio de Jerusalén a «pensar en los pobres» de la iglesia madre (Gál 2, 10),  y de hecho se había interesado mucho por la «colecta en favor de los santos de Jerusalén» (1 Cor 16, 1s.; 2 Cor 8, 10s; Rom 15, 26-28). Pero su fin principal era demostrar con esto la unidad de la iglesia y  evitar una escisión entre las comunidades salidas del judaísmo y las convertidas del paganismo; escisión que teme hasta tal punto que tiene miedo de que la iglesia de Jerusalén rehúse aceptar las limosnas que les lleva, y por eso ruega a los romanos que oren a fin de que esto no suceda (Rom 15, 31).

Podrían objetar otros que la iglesia no podía proponer como ejemplo el comunismo que ella condena. Pero lo que los primeros cristianos practicaban, como nos lo describe san Lucas, no tiene nada que ver con la doctrina del comunismo ateo. Ante todo, ellos no admitían que «la propiedad es un robo», según el famoso dicho de Proudhon; antes pensaban exactamente lo contrario. Los cristianos que vendían sus bienes, ejercitaban precisamente el derecho de propiedad, porque no se puede vender sino lo que se posee; y lo mismo naturalmente los que los conservaban. El texto lo dice claramente. No todos habían tenido el gesto que se alaba en Bernabé por haberlo hecho (Hech 4, 36-37)  y Ananías no ha sido castigado por haber rehusado vender su campo, sino por haber engañado a los apóstoles sobre el precio recibido (Hech 5, 4). Lo que el texto quiere afirmar es que los cristianos, de que se habla, consideraban sus bienes, ya los vendiesen, ya los conservasen en propiedad, como destinados al servicio de la comunidad, antes que procurar el bienestar y el lujo de un reducido número de personas. En este sentido preciso «nadie llamaba suyo a sus bienes, sino que todo lo tenían en común» (Hech 4, 32).

Hechos jamás considera el problema jurídico del «derecho de propiedad» sino el práctico «del uso de los bienes» que se poseen. La solución que se da de este pasaje es la más tradicional. Por no citar más que un ejemplo, santo Tomás, en la Summa theológica, se pregunta si el hombre tiene derecho a poseer en propiedad bienes exteriores», como es su costumbre, responde con una  distinción: «El hombre tiene el poder de adquirir y de disponer de los bienes exteriores; pero en cuanto al uso de estos bienes, no debe poseerlos como de su propiedad exclusiva, sino como bienes para el servicio de la comunidad, de tal modo que, con facilidad se dé participación de ellos al prójimo en caso de necesidad».[65]

Doctrina que la constitución Gaudium et spes recuerda explícitamente en un párrafo bajo el título «Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres», refiriéndose precisamente a santo Tomás: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos... Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos, según las circunstancias diversas y variables, jamás se debe perder de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás» (GS, 69).

Es verdad que la explicación de santo Tomás podría hacer creer que él niega lo que poco antes ha afirmado, y es cierto que la «necesidad» de que se habla es susceptible de diversas apreciaciones. Sin embargo, tiene cuidado de precisar que en este caso, el hombre -nótese que no se trata sólo del cristiano -«debe fácilmente dar participación de los bienes a los demás», de facili, consiguientemente sin hacerse rogar, y todavía menos sin ser obligado por una ley que lo fuerce. Esto supone un desprendimiento radical.

Estamos exactamente en la perspectiva que consideran los Hechos. El cristiano aprecia lo que posee como algo que debe servir a las necesidades de todos. En caso de necesidad del prójimo, esta disposición de ánimo se manifiesta en gestos concretos, dando a los indigentes lo que les falta, «según las necesidades de cada uno» (Hech 2, 45; 4, 35). Entre los cristianos, si practican tal «comunión fraterna», es claro que la miseria es inconcebible, al menos que no sea de todos. Esta ley estaba ya promulgada en el Deuteronomio para el pueblo de Israel: «que no haya ningún pobre junto a ti» (Dt 15, 4), que es lo que afirma el segundo «sumario» de los Heclios: «no había entre ellos ningún necesitado» (Hech 4, 34).

 

La comunión fraterna y la eucaristía

 

Lo que importa ahora a nuestra narración es que Hechos presenta tal «comunión fraterna» no sólo como uno de los componentes de la comunidad cristiana, al lado de la «enseñana de los apóstoles», sino además como una condición de la «fracción del pan». Para que una comunidad cristiana pueda celebrar dignamente el misterio eucarístico, no basta que un cierto número de fieles sean asiduos a escuchar la predicación de la doctrina de Cristo y se reúnan en determinados momentos, el domingo, por ejemplo, para ofrecer al Señor un culto público; es necesario que se esfuercen por formar entre sí, durante toda la semana, una verdadera comunidad, una familia, cu»os miembros se consideren como verdaderos hermanos. La celebración de la eucaristía no lleva consigo sólo el que los que participen de ella, se sientan unidos durante la función litúrgica, y expresen esta unión con determinados gestos externos, como el beso de la paz o aun la distribución de algunas limosnas, ella exige en realidad una  transformación mucho más profunda, la de toda la vida.

En otros términos, la eucaristía presupone la vida de caridad que ella expresa, del mismo modo que el bautismo, como hemos notado, presupone la fe de la que es signo y expresión. Santo Tomás no duda en establecer este paralelismo: «Como el bautisiuo es llamado sacramento de la fe, así la eucaristía es llamada sacramento de la caridad, que es el vínculo de la perfección».[66]

Y como el bautismo, signo de la fe, es también su fuente, así la eucaristía, expresión de la caridad, es por excelencia su alimento. Dos aspectos que, lejos de excluirse, se complementan recíprocamente, y que el Vaticano II reafirma con particular insistencia.

 

La eucaristía "cumbre y fuente" de la acción de la iglesia

 

A modo de conclusión leeremos, comentándolos brevemente, tres pasajes del concilio Vaticano II, tomados, el primero de la constitución sobre la liturgia, el segundo del decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, el tercero de la constitución pastoral sobre la iglesia y el mundo actual.

La constitución sobre la liturgia, en el n. 10, presenta la eucaristía juntamente como «la cumbre a la cual tiende la actividad de la iglesia» y como «fuente de donde mana toda su fuerza».

El texto muestra, en primer lugar, cómo la participación de los fieles en la eucaristía no es un punto de partida, sino de llegada; una «cumbre»; es el término de todo el apostolado de la iglcsia: «Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (SC, 10).

El concilio se apresura a añadir que, al mismo tiempo, esta participación en el misterio eucarístico es el principio de toda la auténtica vida cristiana, y de modo particular de la «comunión fraterna», que constituye su nota específica: «Por su parte, la liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados con los sacramentos pascuales, vivan concordes en la piedad», o mejor, según el sentido del término «piedad» en la oración litúrgica que cita el texto conciliar, de no tener más que «un solo corazón en virtud de la pietas propia de Dios», que él comunica a los fieles en el Espíritu santo.

Esto recuerda las palabras de la hermosa oración de la postcomunión de la liturgia de la vigilia pascual, que se repite dcspués dos veces; el domingo y lunes de pascua, y se empleará además durante todo el tiempo pascual como oración para la distribución de la comunión fuera de la misa: «Infunde en nosotros, Señor, el Espíritu de tu amor, el Espíritu santo, en el que el Padre ama al Hijo y a todos los hombres, y  que nos hace partícipes de este mismo amor».

«El Espíritu de tu amor.., tu pietas». En el primer caso se trata evidentemente del amor mismo con que Dios nos ama, que el Espíritu nos comunica y  con el que, por nuestra parte, debemos amar a nuestros hermanos «como Cristo nos ha amado». Paralelamente, en el segundo caso, se trata de la pietas de Dios a nosotros: la misericordia compasiva, de que habla tan frecuentemente la liturgia, siguiendo a los padres, de modo particular a san León Magno, especialmente con ocasión de la predicación cuaresmal.

La cuaresima era en efecto, el tiempo por excelencia en que los fieles debían renovar profundamente los sentimientos de compasión hacia los desgraciados, porque, según san León «el ayuno de los fieles debía servir para quitar el hambre de los pobres», o, como dice san Gregorio, los

fieles no podían «agradar a Dios, si no hubiesen dado a los pobres los alimentos de que se hubiesen privado».[67]

Como explica san León «no hay devoción de los fieles que más alegre el corazón de Dios, cumo aquella en que se ejercita su pietas hacia los pobres, porque nuestro Padre reconoce en vosotros un reflejo de su pietas».[68]

Por eso la liturgia del miércoles de ceniza nos hace pedir que comencemos la cuaresma «con conveniente piedad, congrua pietate», y el sábado anterior al domingo de Pasión nos recuerda que «los ayunos que hemos comenzado, nos serán útiles sólo si son agradables a la pietas de Dios», si son un reflejo de ella, como explicaba san León. Del mismo modo, el nuevo prefacio del tiempo de cuaresma recuerda, a su vez, los officia pietatis y las opera charitatis.

La eucaristía crea, por tanto, la comunidad cristiana que las exhortaciones de san Pablo nos ponen continuamente ante los ojos:

 

Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4,1-3).

No entristezcáis al Espíritu santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y  cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo (Ef 4, 30-32).

Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros (Ef 5,1-2).

 

La eucaristía "raíz y  quicio de la comunidad"

 

Este vínculo entre la eucaristía y la vida cristiana se subraya también en el decreto sobre el ministerio y  vida de los presbíteros.

Después de haber declarado en el n. 5, tomando la expresión del Sacrosanctum concilium, que «la eucaristía se presenta como fuente y cumbre de toda la evangelización» (fons et culmen totius evangelizationis) (PO, 5) y que «la celebración eucarística es el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero» (PO, 5), he aquí lo que dice al final del n. 6:

 

No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda de unos para con otros que a la acción misional y a las varias formas de testimonio cristiano (PO, 6).

 

Aparece claro que «el espíritu de comunidad», spiritum communitatis, de que habla el texto conciliar, coincide exactamente con lo que Hechos llama la «comunión fraterna». Esta se manifiesta ante todo en el seno de la misma comunidad, con la práctica de la caridad y de la ayuda mutua, mutuum adiutorium; pero la comunidad cristiana es una cosa totalmente distinta a un ghetto, es una comunidad esencialmente «misionera». Hechos nos la muestra contemporáneamente dispersándose, por razón de las circunstancias externas, «por las regiones de Judea y Samaría» (Hech 8, 1) e inmediatamente después, preocupada por «ir por todas partes anunciando la buena nueva de la palabra» (Hech 8, 4).

Cuanto al «testimonio cristiano», dado por ella, el de la propia caridad de esta «comunión fraterna» hace de la «comunión eclesial», a título de privilegio, «un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su iglesia a los que todavía no creen» (PO, 6). Nadie ignora la fuerza de este testimonio. Se sabe que los antiguos eran en esto particulariuente sensibles, y Tertuliano nos cuenta cómo los paganos de Africa, maravillados, decían de sus compañeros cristianos: «Mira cómo se quieren bien».[69] Y san Juan Crisóstomo lo recuerda, comentando Hechos 2, 42-45: «Si cuando eran pocos los fieles -apenas ocho mil- osaron de frente al mundo entero, en que no tenían sino enemigos, sin esperar consolación alguna, experimentar una vida de comunidad, cuánto más se podría ahora, que existen fieles en todo el mundo. ¿Quedaría un solo pagano? Pienso que ni uno solo. Les atraeríamos a todos; nos los haríamos a todos favorables».[70]

 

La eucaristía testimonio de comunión fraterna

 

Este testimonio no ha perdido nada de su eficacia. El concilio lo subraya a propósito del ateísmo moderno y del «remedio» que se debe adoptar: «Mucho contribuye a esta manifestación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe del evangelio y se alzan como signo de unidad» (GS, 21). No es maravilla, si se piensa que es precisamente este el signo escogido por Cristo para convencer al mundo de la divinidad de su misión:

 

Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que yo les he amado a ellos como tú me has amado a mí (Jn 17, 21-23).

 

No se podría concebir de esta «comunión fraterna» un modelo más perfecto que la unidad de las tres personas divinas, cada una de las cuales se ordena enteramente a las otras, ad alium, como enseña la teología.

Se ve lo grave que es el error -tan fuertemente denunciado por la constitución Gaudium et spes sobre la iglesia en el mundo actual: «Uno de los más graves errores de nuestro tiempo»- de aquellos cristianos que crean una «división» entre sus «actividades terrenas» de una parte, y su «vida religiosa» por otra; vida religiosa, que creen poder «hacer consistir exclusivamente en actos de culto o en algunos deberes morales».[71] La constitución recuerda que «ya en el antiguo testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante escándalo» (GS, 43). Si el antiguo testamento no admitía que hubiese contradicción entre la oblación del sacrificio y la vida moral, no pudiendo agradar a Dios un pueblo «que me ha honrado con sus labios, mientras que su corazón está lejos de mí» (Is 29, 13) y, si para agradar a Dios, los actos de culto exigían desde entonces la práctica de las virtudes y la obediencia a la ley, con el nuevo testamento el vínculo entre el culto específicamente cristiano, enteramente centrado en la eucaristía, y la vida cristiana aparece de modo especial más estrecho.

Según santo Tomás los sacrificios del antiguo testamento tenían valor en cuanto eran una protestatio fidei; la manifestación de la fe del israelita en Yahvé, e, implícitamente, en Cristo. El sacrificio eucarístico es también un acto de fe en Cristo y en su amor; pero es además la expresión de la caridad que ordena toda la vida del cristiano al servicio de sus hermanos, y es, al mismo tiempo, «la fuente de donde brota esta caridad». No se la puede separar de este amor más de lo que se puede separar el bautismo de la fe, de la que es sacramento. Tomando las palabras de santo Tomás, citadas arriba: «como el bautismo es el sacramento de la fe, así la eucaristía es el sacramento de la caridad».[72]

Creo que si los cristianos hubiesen vivido realmente y viviesen aun hoy, esta vida de comunidad en torno a la eucaristía, no habría tantos humbres que después de dos mil años ignorasen todavía la religión de Cristo.

De aquí aparece la radical novedad del culto cristiano. No pienso haya otra religión en la que el culto esté tan íntimaiuente ligado a la vida, de modo que no se pueda verdaderamente concebir lo uno sin lo otro. La vida tiene necesidad del culto y el culto tiene necesidad de la vida.

No son dos cosas separadas, sino una sola; de cualquier manera nuestra vida es un culto y  nuestro culto es toda nuestra vida de caridad.


 

Libertad cristiana

y ley del Espíritu según san Pablo

 

La afirmación de Pablo es categórica. La vocación cristiana es una vocación a la libertad. El cristiano es un hijo, no un mercenario o un esclavo. «Vosotros, hermanos -escribe a los gálatas-, habéis sido llamados a la libertad... Si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál 5, 13. 18). Sabemos que estas afirmaciones y otras semejantes han escandalizado no solamente a los judíos, sino también a más de un cristiano de la iglesia primitiva. Si desde los comienzos de su actividad misionera en Antioquía, allá por el año 50, hasta nuestros días, Pablo ha sido el blanco de una hostilidad latente o, al menos, de una dolorosa incomprensión de la que sus cartas guardan repetidos ecos,[73] es debido de manera principal o casi exclusivamente a su actitud respecto de la ley y a su predicación de la libertad cristiana; y es esto mismo lo que continúa alejándole de aquellos judíos actuales que sienten por la persona de Cristo una simpatía sincera. En efecto, llegado el caso, Pablo se ha sabido hacer todo para todos, incluso judío con los judíos para ganar a los judíos;[74] pero cuando el principio de la libertad cristiana está en juego, nada puede hacerle vacilar (Gál 2): para Pablo, no se trata de una doctrina secundaria o de un punto accidental; está comprometida en ello la religión de Cristo.

 

Es preciso, pues, comprender bien en qué consiste la libertad que Pablo predica. Sin duda tuvo  muchas ocasiones, especialmente en las cartas a los gálatas y a los romanos, con motivo de la polémica antijudaizante, de exponer su pensamiento con toda la amplitud deseable; no obstante, su exposición, debida a circunstancias muy particulares, podría parecernos hoy un poco pasada de moda. Juzgamos, sin embargo, suficiente un poco de interés para sacar de las afirmaciones paulinas un cuerpo de doctrina que pondrá en evidencia su actualidad e importancia. Podríamos resumirla así: el cristiano, animado por el Espíritu y en la medida en que es tal, se encuentra libre en Cristo no sólo de la ley mosaica en cuanto mosaica, sino también de la ley mosaica en cuanto ley, es decir, de toda ley que constriña al hombre desde el exterior (no digo que obligue), sin llegar a ser por eso un ser amoral, más allá del bien y del mal; doctrina perfectamente coherente, y hasta clara y sencilla a pesar de las apariencias, que por otra parte la tradición católica entera desarrollará ininterrumpidamente, de modo especial a partir de Agustín y de santo Tomás, por no citar más que a dos doctores. No obstante, se nos aparece siempre como algo nuevo, ya que en la práctica de la vida diaria somos propensos a olvidarla.

 

La liberación de la ley

 

Cuando Pablo habla de ley, tiene ante la vista en primer lugar la ley que para él y para los judíos, sus contemporáneos, llevaba este título por antonomasia: la legislación del Sinaí. Para hacerse una idea del escándalo que desde este punto de vista debían necesariamente levantar sus afirmaciones entre sus antiguos correligionarios, no hay más que recordar la veneración, el culto que ellos profesaban a la torah. Identificada con la sabiduría divina, proclamaba la ley en el libro del Eclesiástico:

 

Desde el principio » antes de los siglos me creó,

y hasta el fin no dejaré de ser...

Venid a mí cuantos me deseáis

y saciaos de mis frutos...

Los que me coman quedarán con hambre de mí,

y los que me beban quedarán de mí sedientos.

Él que me escucha jamás será confundido,

y los que me sirven no pecarán.

Él libro de la alianza de Dios altísimo es todo esto,

y la ley que nos dio Moisés... (24, 14. 25, 28-31).

 

La ley era la palabra de Dios, el agua que apaga la sed, el pan que da la vida, la cepa de frutos exquisitos; era la que guardaba los tesoros de la sabiduría y de la ciencia: en resumen, lo mismo que Juan y Pablo atribuyen puntualmente a Cristo, lo atribuían los judíos a la ley.[75] Sin embargo, Pablo declara sin ambages que el cristiano ha quedado liberado de esta ley: «No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6, 14). Así como la mujer está ligada a su marido mientras éste vive, y el día en que su marido muere queda completamente libre de la ley que la ligaba a él, hasta el punto de que no comete adulterio si toma otro marido, de la misma manera el cristiano ha muerto a la ley con Cristo muerto y resucitado, ha quedado liberado de la ley, y no está sujeto a ella (Rom 7, 1-6). ¿Hay que atribuir a la ley un papel en la historia del pueblo elegido? Ciertamente. Este papel ha sido el poco envidiable de carcelero, de pedagogo, cuya función es, no enseñar, sino conducir los niños al maestro (Gál 3, 23-24). Más aún, esta ley, que los judíos tenían como portadora de vida, es presentada paradójicamente por Pablo como impuesta por Dios al hombre para darle la muerte. La ley se convierte así en régimen de maldición, no de bendición (Gál 3, 10).

 

¿Por qué, pues, la ley?, se pregunta Pablo en Gál 3, 19. Y responde: «Fue dada por causa de las transgresiones». Respuesta escandalosa incluso para oídos cristianos, que muchos copistas bien intencionados trataron de paliar;[76] y gran número de comentadores antiguos, tanto griegos como latinos, hicieron decir al apóstol, a pesar del contexto, que la ley había sido dada para reprimir, disminuir o encauzar las transgresiones.[77] Subterfugio imposible de admitir. No se trataba precisamente de reprimir las transgresiones, sino de provocarlas.

 

¿Capricho? ¿Paradoja? Ni uno ni otra. La carta a los romanos aporta algunos matices; el pensamiento del apóstol adquiere en ella la plenitud, el equilibrio que el tono apasionado y polémico de la dirigida a los gálatas le impidió alcanzar.[78] Pero la doctrina permanece idéntica. Más aún, la dialéctica de la carta la realza. La liberación de la ley constituye, en efecto, uno de los eslabones esenciales, el último, de la argumentación: el cristiano liberado del pecado, de la muerte, de la carne, no podría alcanzar la salvación si no fuese liberado también de la ley. Unicamente esta última liberación arrancará al poder del pecado el dominio que ejerce sobre el hombre: «El pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros, porque ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6, 14). Estar bajo la ley viene a equivaler a estar bajo el dominio del pecado. Nunca Pablo se había mostrado tan incisivo.

 

Estas duras afirmaciones, escandalosas para los judíos, corren el peligro de dejar indiferente al lector cristiano de hoy, que jamás ha sentido un gran aprecio por la ley mosaica y encuentra como la cosa más normal el no ligarse a un ritual complicado y a un maremagnum de observancias vacías para él de contenido propiamente religioso: la circuncisión, las múltiples prescripciones que regulaban minuciosamente la celebración del sábado, la preparación de los alimentos o las relaciones con el mundo no judío. En efecto, si las afirmaciones de Pablo no apuntasen a otra clase de liberación, apenas levantarían dificultades; tampoco presentarían gran interés para el hombre moderno. Pero así entendidas, no constituyen sino una caricatura del pensamiento de Pablo. Aun suponiendo que tal interpretación haya sido defendida en serio,[79] lo cierto es que el contexto de la carta a los romanos, si no el de gálatas, se opone a ella de tal manera que ningún exégeta se atreve ya a proponerla.

 

Con la palabra ley designa Pablo la parte de la legislación mosaica que dice relación a la vida propiamente moral; incluso podríamos decir que la carta a los romanos habla exclusivamente en este sentido. Al tratar ex profeso de esta cuestión en el capítulo 7, debemos reconocer, con Huby que Pablo habla de la ley mosaica «no en el aspecto ritual o ceremonial, sino considerando su contenido moral permanente»;[80] con otras palabras: se trata de la ley mosaica como expresión positiva de la ley natural. Por otra parte, Pablo es bien claro: la «ley del pecado y de la muerte», o sea la que provoca el pecado y conduce a la muerte, de la que dice que hemos sido liberados (Rom 8, 2),[81] es formalmente designada en Rom 7, 7 con la ayuda de un precepto del decálogo: «Yo no conocí el pecado sino por la ley. Pues yo no conocería la codicia si la ley no dijera: No codiciarás».

 

Sigamos adelante. Se podría pensar que el apóstol se está refiriendo a un precepto particular que prohibe la concupiscencia carnal, es decir lo que llamamos el décimo mandamiento. Sería un grave error. No solamente el contexto del Exodo (20, 17) o del Deuteronomio (5, 21), de donde está tomado el texto, se oponen radicalmente a ello, sino también el verbo griego épithymein y el sustantivo épithymai, que en la traducción de los Setenta casi nunca evocan la idea de concupiscencia carnal. En efecto, lo que el precepto del decálogo prohibe, en su sentido general, es todo deseo del bien ajeno.[82] De la misma manera, el Eclesiástico resume toda la ley judía en un único precepto: «Guardáos de toda iniquidad» (17, 11) Más aún, para el hijo de Sirach, este precepto parece resumir no solamente la legislación del Sinaí, sino todas las vo!untades de Dios manifestadas al hombre a partir de la creación y sintetizadas en una ley y alianza únicas.[83] No nos debe extrañar, por tanto, que Pablo haya escogido a su vez la fórmula más universal, susceptible de aplicarse a toda disposición divina o, si se prefiere, capaz de englobar a todas las demás, incluido el precepto tipo de todos los que seguirán, dado a nuestros primeros padres. Al tratar de describir cómo el hombre toma conciencia del pecado y el papel esencial desempeñado por la lev, Pablo acude espontáneamente a la descripción bíblica del pecado por excelencia, tipo de todos los demás, del que participan todas las generaciones sucesivas reproduciéndolo por su propia cuenta.[84] De hecho, y esto ya lo vieron los antiguos,[85] más de un detalle del texto evoca más o menos directamente la narración del Génesis, y en todo caso bastaría tenerla presente para que esta página, tan enigmática a simple vista, se ilumine con viva luz.

 

Adán y Eva vivían en familiaridad con Dios. Pero vino la serpiente y logró persuadirles de que serían como dioses si gustaban del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Inmediatamente el fruto, convertido en medio para obtener el privilegio divino, se presenta a Eva corno con un encanto especial hasta entonces desconocido. Lo subraya expresamente la Biblia: «Vio, pues, la mujer que el fruto era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él la sabiduría» (Gén 3, 6).[86] Pero, apenas han transgredido el precepto, descubren su desnudez y se ven privados de todo lo que antes constituía su felicidad: antes amigos de Dios, ahora se esconden, tienen miedo y huyen. Son expulsados para siempre del paraíso, es decir de la intimidad divina, y unos querubines con espada flameante impiden la entrada tanto a ellos como a sus descendientes. A no ser que medie una intervención misericordiosa de Dios, queda cortado para siempre el camino que lleva al árbol de la vida, de esta vida que sólo Dios posee y los que están unidos a él. El precepto, sin lugar a dudas, era bueno, santo, espiritual, divino (Rom 7, 13-14). No es el precepto sino la serpiente la responsable de todas las desdichas. Esto no obstante, el precepto ha desempeñado un papel, según se desprende de la narración bíblica; la serpiente se ha servido de él para inducir a nuestros primeros padres a la desobediencia. Destinado a proteger la vida en ellos, se ha convertido en causa, al menos ocasional, de muerte.

 

Esto es en mi opinión lo que quiere hacernos comprender san Pablo en este pasaje tan discutido. Solamente cambia un actor: el pecado que, personificado, desempeña el papel de la serpiente.[87]

 

«¿Qué diremos entonces? ¿Que la ley es pecado? ¡No, por Dios! Pero yo no conocí el pecado sino por la ley.[88] Pues yo no conocería la codicia sí la ley no dijera: No codiciarás. Mas, con ocasión del precepto, obró en mí el pecado toda concupiscencia, porque sin la ley el pecado es un muerto» (Rom 7, 7-8). El pecado estaba muerto como una serpiente en letargo -hace notar Huby-; hasta tal punto se le impone el relato del Génesis, aun a pesar suyo. O mejor aún, para usar una expresión paulina, el pecado era como un cadáver sin fuerza (nekrós), y continúa Pablo: «Y yo viví algún tiempo sin ley» (Rom 7, 9). Esto es más real en Adán que en ningún otro hombre, en Adán y Eva, antes que el pecado-serpiente se hubiera inoculado en ellos, sembrando en su corazón esa complicidad que será el deseo de llegar a ser dioses, deseo que se concretizará en el de probar del árbol prohibido?[89] Pero, guardando las debidas proporciones, esta misma doctrina se puede aplicar a todo judío circunciso, a todo cristiano bautizado e, incluso, en cierto modo, a todo hombre hasta que no se ordene a su último fin mediante un primer acto libre.[90] «Pero sobreviniendo el precepto -continúa el apóstol- revivió el pecado (anézesen), y yo quedé muerto», es decir, perdí el privilegio eminentemente divino que es la vida. «Y hallé que el precepto, que era para la vida, me condujo a la muerte. Pues el pecado, con ocasión del precepto, me sedujo (como la serpiente «sedujo» a Eva)[91] y por él me iuató» (Rom 7, 9-11). De este modo, para Pablo, como para el autor del Génesis o de la Sabiduría (2, 24), el responsable de la muerte no es la ley, ni Dios, su autor, sino la serpiente, o el diablo, o el pecado. La conclusiém se impone: «La ley es santa, y el precepto es santo, justo y bueno» (Rom 7, 12).

 

¿Cómo explicar entonces esta extraña conducta de Dios? Si él quiere sólo la vida, ¿por qué da al hombre la ley que de hecho le llevará a la muerte? Pablo se planteó también el problema y nos dio a continuación la solución: «¿Se ha convertido en muerte para mí una cosa de suyo buena? Nada de eso, sino que el pecado, para aparecer pecado, se sirve de una cosa buena para procurarme la muerte, para que el pecado ejerciese toda su potencia de pecado por medio del precepto» (Rom 7, 13).

 

Ha sido pronunciada la palabra definitiva. Los judíos creían que la ley daba la vida.[92] Pero una ley, en cuanto tal, aunque proponga el ideal más sublime, sería incapaz de transformar un ser carnal en ser espiritual, que tenga la misma vida de Dios. De otra forma, supondríamos que el hombre no tendría necesidad de ser salvado, que podría salvarse a sí mismo. Lejos de dar la vida, es decir, de destruir en el hombre esta potencia de muerte que es el pecado, o al menos de reprimirlo, la ley tiene por fin permitirle, por así decir, ejercer todo su poder virulento y, de esta forma, exteriorizarlo y desenmascararlo. La ley no anula el pecado, pero revela al hombre su estado de pecador.[93] Al inducir a la mujer á violar el precepto divino, la serpíente, que Eva consideraba como su mejor amigo y sincero consejero, se reveló en el paraíso tal cual era: como el peor de los enemigos, el supremo pecador, mentiroso y homicida en boca de san Juan, como el que se ha distanciado de Dios y quiere alejar también a los demás de aquél que es la vida.

 

Para ser más precisos, debemos notar de paso que la ley no provoca el pecado, sino la transgresión. Comúnmente suelen identificarse ambas nociones, y, para resaltar más el aspecto religioso inculcado por la Biblia, definirnos el pecado como la violación de una ley divina. Es claro que Pablo, con mayor fuerza que ningún otro, concibe el pecado como una oposición a Dios, pero se cuida muv bien de confundirlo con la simple transgresión, fiel a la enseñanza del Génesis que pone el pecado de Adán y Eva no tanto en la desobediencia al mandato de Dios cuanto en el deseo de ser como Dios. Así se explica que la serpiente, que no ha transgredido ningún precepto formal, haya cometido el mayor pecado, ya que es el más castigado de los tres personajes en causa, el único de los tres que recibe la maldición.

 

Para Pablo, la transgresión es la expresión y exteriorización de un mal mucho más radical: la hamartía, personificación de la potencia malvada que con frecuencia se reduce a la sola concupiscencia carnal pero que, en realidad, se debe identificar más propiamente con ese egoísmo fundainental por el que el hombre, a partir del pecado original, en lugar de ordenarse a Dios y a los demás, se ordena a sí mismo; en boca de san Agustín, es lo que se llamará amor propio, arquitecto de la ciudad del mal; en Pablo, se llamará explícitamente «enemistad con Dios» (Rom  8, 7).[94]

Este «pecado» es el que debernos destruir en nosotros. La ley sola es impotente para tal tarea; pero, permitiendo la transgresión, hace que el pecado revele su verdadera identidad y facilita al hombre, amaestrado por esta experiencia dolorosa, recurrir al único salvador.

 

Esta es la concepción paulina de la ley. La ley es indispensable y, a la postre, benéfica y salvadora, pero no es un privilegio de una legislación particular, ni siquiera de la ley mosaica. Conviene más bien a todo lo que realiza la noción de ley, a toda norma impuesta desde el exterior a la conciencia humana.

 

Por tanto, Pablo enseña que el cristiano ha sido liberado del «régimen legal» en cuanto tal.[95]

 

La ley del espíritu

 

¿Es el cristiano un hombre sin ley, un ser más allí del bien y del mal? Pablo vio claramente la objeción y responde a ella negando su validez: «¡Pues qué! ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? De ningún modo» (Rom 6, 15). Nada más opuesto a la doctrina que él propone en sus cartas, y si tal conclusión brota lógicamente de las premisas que hemos sentado, hemos de confesar que nos hemos equivocado al formularlas. Tenernos, por tanto, que resolver esta antinomia.

 

Creemos encontrar en el capítulo 8 de la carta a los romanos, que desarrolla más ampliamente la doctrina esbozada en la carta a los gálatas, todos los elementos de la solución. Los intérpretes más autorizados de la tradición católica, ante las mismas dificultades, se contentarán con repetir las afirmaciones de Pablo sin intentar mitigarlas. En un punto tan delicado se nos permitirá invocar su autoridad, especialmente la de santo Tomás, que nos ha dejado en su comentario a las cartas de Pablo la expresión definitiva de su pensamiento.[96]

 

Los capítulos 5, 6 y 7 de la carta a los Romanos nos muestran las condiciones necesarias para que el cristiano pueda ser salvado: liberación del pecado, de la muerte, de la carne y, como última liberación, no menos indispensable, la de la ley. Exponen también que el cristiano ha logrado todas estas liberaciones sucesivas en Cristo y solamente en él. Así se explica que el capítulo 8 comience con un grito de victoria: «No hay, pues, condenación alguna pára los que están en Cristo Jesús». Y Pablo precisa el por qué: «Porque la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te libró de la ley del pecado y de la muerte». De esta forma, el hombre ha sido liberado de la ley que, como atestigua con claridad la Biblia, fue instrumento del pecado y de la muerte, por algo que Pablo, de manera sorprendente, llama igualmente ley, la ley del Espíritu que da la vida. ¿Qué significa todo esto? ¿Acaso Cristo se ha limitado a sustituir el código de la ley mosaica por otro más perfecto, o menos complicado, pero de idéntica naturaleza, permaneciendo, por tanto, el cristiano bajo un régimen legal? Esta conclusión sería una contradición con todo lo que precede. Pablo ha opuesto a la ley mosaica no otra ley, sino la gracia. El pecado no tiene dominio sobre vosotros, decía, porque «no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6, 14). ¿Ha cambiado de opinión? En absoluto, ha variado la expresión, en manera alguna su pensamiento.

 

Por otra parte, la tradición no se ha equivocado y podemos encontrar en santo Tomás un completo resumen, con una claridad y concisión que no deja lugar al equívoco. «La ley del Espíritu -escribe en su comentario a la carta a los Romanos- es lo que llamamos la ley nueva». Hemos de retener esta observación para interpretar rectamente los textos en que santo Tomás expondrá como teólogo, en 1as dos Summas, el tratado sobre la «ley nueva». «Ahora bien -prosigue el Doctor Angélico-- la ley nueva se identifica, ya con la persona del Espíritu santo, ya con la actividad en nosotros del mismo Espíritu». Y para que nadie pueda llamarse a engaño sobre el sentido que da a sus palabras, añade una comparación con la ley antigua, recordando que «el apóstol había dicho que era espiritual» (Pablo, en efecto, la había llamado pneumatikós en Rom 7, 14), es decir, comenta santo Tomás, «dada por el Espíritu santo».[97]

 

«La «ley del Espíritu» no se distingue, pues, de la ley mosaica -y a fortiori de cualquier otra ley no revelada, incluso considerada como expresión de la voluntad divina- solamente porque propone un ideal más elevado, porque impone mayores exigencias, o, por el contrario -lo que significaría un verdadero escándalo-, porque ofrecería la salvación a menos precio, como si Cristo hubiese sustituido el yugo insoportable de la legislación sinaítica por una «moral más fácil»; la ley del Espíritu difiere radicalmente de las otras leyes por su misma naturaleza. No es un código más de leyes, «dado por el Espíritu santo», sino una ley «consumada en nosotros por el Espíritu»; no es una simple norma de acción exterior, sino un principio de acción, un dinamismo nuevo e interior, lo que ninguna legislación en cuanto tal puede llegar a ser.

 

Si san Pablo ha usado el término «ley» para designar este dinamismo espiritual, en vez de recurrir como otras veces al de «gracia» (Rom 6, 14), se debe verosímilmente a la referencia que hace a la profecía de Jeremías -recordada en este punto también por santo Tomás- que anunciaba la nueva alianza, el «nuevo testamento». El profeta usa también el término de «ley»; «Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yahvé: «Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón» (Jer 31, 33). Tanto más cuanto que Ezequiel, algunos años más tarde, había tomado los términos de Jeremías sustituyendo la palabra «ley» por la de «espíritu»; «Yo pondré en vosotros mi Espíritu» (Ez 36, 27), el Espíritu que será capaz de infundir la vida en los «huesos ya secos» (Ez 37, 4) y de transformarlos en «un ejército grande en extremo» (Ez 37, 10).[98] Siempre que el Doctor Angélico evoque este «nuevo testamento», brotarán de su pluma las mismas expresiones: «Es propio de Dios obrar operando en el interior del alma, y de este modo fue dado el nuevo testamento, porque consiste en la infusión del Espíritu santo»; «El Espíritu santo mismo es el nuevo testamento que obra en nosotros el amor, plenitud de la ley».[99] Para la iglesia y su liturgia, la promulgación de la nueva ley no data del sermón de la montaña, sino del día de pentecostés, cuando «el dedo de la mano derecha del Padre, digitus paternae dexterae» inscribió su ley en el corazón de los hombres. Al código de la ley antigua dada en el Sinaí responde no un código nuevo, sino el don del Espíritu.[100] Ese don que, según la bella expresión de Seripando, «ha recibido el cristiano como ley».[101]

 

 El cristiano, al recibir el Espíritu santo, o dicho con otra fórmula equivalente, al recibir la actividad del Espíritu, lejos de caer en el amoralismo, se hace capaz de «caminar según el Espíritu», es decir, en conformidad con lo que la ley antigua, también «espiritual», exigía en vano de él. Hasta tal punto que Pablo, después de proclamar la liberación del hombre por la ley del Espíritu merced a la obra redentora de Cristo, puede asignar a esta obra el fin siguiente: «Para que la justicia de la ley -es decir, lo que la ley mandaba, pero que no podía cumplirse porque el hombre era carnal- se cumpliese en nosotros» (Rom 8, 4), con el matiz de plenitud que entraña el verbo cumplirse, algo así como el cumplimiento de una profecía en su realización, o el tipo en el antitipo.[102] Con la forma pasiva del verbo («cumplirse») se indica hasta qué punto es Pablo consciente de que este «cumplimiento», siendo un acto libre del hombre, es, con mucha más razón, un acto de Dios, un acto del Espíritu que obra en nosotros.

 

De esta doctrina fundamental fluye todo el resto, y especialmente el que la moral cristiana se reduzca necesariamente al amor, como enseñará el discípulo siguiendo las huellas de su maestro: «Un solo mandamiento contiene toda la ley en su plenitud: amarás al prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 14). «Porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, todos los preceptos se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo... La caridad es, pues, la ley en su plenitud» (Rom 13, 8-10). El amor no es, en primer lugar, una norma de conducta, sino una fuerza, un dinamismo; y precisamente porque la ley en cuanto tal no es amor -dice santo Tomás- por esa razón no puede justificar al hombre: «Era necesario darnos Una ley del Espíritu que, obrando en nosotros el amor, pudiese vivificarnos».[103]

 

Con estos presupuestos, es fácil entender que un cristiano, es decir, un hombre anmado por el Espíritu santo,[104] pueda simultáneamente estar libre de toda ley exterior, no «estar bajo la ley», y llevar, sin embargo, una vida perfectamente moral y virtuosa. San Pablo lo explica en términos transparentes en la Carta a los gálatas, después de reducir toda la ley, al amor: «Dejaos llevar por el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne» (5, 16). Nada más evidente, nos dice, pues se trata de dos principíos antagónicos: si seguís las sugerencias de uno, necesariamente os tendréis que oponer al otro. Pero «si os anima el Espíritu, ya no estáis bajo la ley». En efecto, ¿qué necesidad tendréis de ella? El hombre espiritual sabe perfectamente lo que es carnal y huirá de ello instintivamente: «Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas» (Gál 5, 19-21a).

 

Si se cometen tales faltas es señal de que no se está animado por el Espíritu: «En todo caso, os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios» (Gál 5, 21b). Pero vosotros no cometéis estas faltas, porque sois espirituales. Los frutos que produciréis son los del Espíritu, o mejor el «fruto», porque no hay sino uno con múltiples aspectos; es la «caridad, alegría, paz, longanimidad, disponibilidad, bondad, confianza en los demás, benignidad, dominio de sí» (Gál 5, 22), en resumen, todo el cortejo de virtudes cristianas que no son para san  Pablo sino diversas expresiones de la caridad «la caridad es paciente, la caridad es servicial; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no se avergüenza, no busca su propio interés... La caridad excusa todo, cree todo, espera todo, soporta todo» (1 Cor 13, 4-7).

 

Por tanto, sin necesidad de una ley que le obligue desde fuera, el cristiano, animado por el Espíritu, cumple toda la ley en la plena libertad de los hijos de Dios.

 

Después de todo lo dicho, no deja de extrañarnos que Prat haya encontrado «muy difícil descubrir en Pablo un principio de enseñanza moral», y haya podido escribir este sorprendente párrafo: «He aquí el punto delicado, me atrevería a decir el punto débil de la moral paulina: después de haber hecho tabla rasa con la ley mosaica, no llega a proponer claramente algo que la reemplace... Al ver a Pablo empeñado en destruir todo el edificio de la ley antigua, sin intentar reconstruirlo, nos preguntamos con inquietud dónde acabará este trabajo de demolición y sobre qué hase descansará la obligación de la nueva economía».[105]

 

El código de leyes cristianas

 

Más de un lector compartirá la inquietud de Prat. Su dificultad no es imaginaria. La religión cristiana tiene, sin ningún género de dudas, leyes positivas. El mismo Pablo no ha dejado de promulgar algunas entre las cuales las hay muy precisas. La moral del nuevo testamento, incluida la

moral paulina, no tiene nada que ver con una «moral sin obligación ni sanción».[106] La iglesia, como la sinagoga, impone al catecúmeno que pide el bautismo, un código moral menos complicado, más sublime, pero en definitiva un código de leyes. Más aún, cuando hablamos de ley nueva en   oposición a ley antigua, ¿no pensamos en este aspecto primaria y principalmente?

 

Así es, quizá, de ordinario. En esto piensa, sin duda, Prat, pero, en mi opinión, no es este el pensamiento de Pablo. El apóstol habla dos veces de «ley de Cristo»,[107] pero a la ley antigua opone generalmente la gracia o, lo que es lo mismo, como hemos visto, la ley del Espíritu; de la misma manera, santo Tomás conocía bien la oposición clásica entre ley antigua y ley nueva, pero al tratar de precisar ésta, se cuida mucho de no llamarla código de leyes; «La ley nueva -escribe en la Summa- es principálmente la gracia del Espíritu santo dada a los cristianos».[108] Es, pues, una «ley no escrita», capaz, por tanto, de «justificar». Pero -prosigue el Doctor Angélico- en cuanto que es un código de leyes, en cuanto que contiene «las enseñanzas de la fe y los preceptos morales que regulan la actividad del hombre y sus actos», la ley nueva no justifica más que la antigua, porque no es de distinta naturaleza: es simple norma de conducta, no principio de acción. Y, siguiendo a san Agustín, recuerda las palabras del apóstol: «la letra mata» (2 Cor 3, 6),[109] y comenta: «Por la palabra 'letra' hemos de entender toda ley exterior al hombre, incluso los preceptos de la moral evangélica.[110]

 

Los términos son absolutamente idénticos después de las controversias con los protestantes, por ejemplo, en san Roberto Belarmino. Al comentar, siguiendo el De Spiritu et littera de san Agustín, la antítesis paulina entre «ley de las obras» y «ley de la fe» (Rom 3, 27),[111] escribe: «La ley de las obras, según el apóstol, es la que nos manda lo que debemos hacer; la ley de la fe es la fe misma, que lleva consigo la gracia para cumplir lo que manda la ley de las obras... La ley de las obras proporciona una luz a nuestra conciencia; la ley de la fe hace que cumplamos... La ley de las obras es la letra que mata..., y la ley de la fe es el Espíritu que vivifica...».

 

«De todo lo cual se sigue que no solamente la ley de Moisés, sino también la ley de Cristo en cuanto que manda algo, es ley de las obras; mientras que la ley de la fe es el espíritu de la fe por el que no solamente los cristianos, sino también los patriarcas, los profetas y todos los justos han obtenido la gracia de Dios y, justificados gratuitamente por esta misma gracia, han cumplido los mandamientos de la ley».[112]

 

Entonces, ¿por qué contiene la religión de Cristo un código de leyes? ¿Por qué conservar junto a este elemento principal, no escrito, que justifica, un elemento mis, secundario, escrito, que no justifica? Si este segundo elemento resultaba extraño ya en la economía antigua, ¿no resulta más incomprensible aún en la nueva economía de la gracia? De ningún modo.

 

Comencemos afirmando que el principio paulino queda inconmovible: «La ley no ha sido dada para los justos, sino para los pecadores» (1 Tim 1, 9). Si todos los cristianos fuesen justos, no habría necesidad de obligarles con leyes. La ley, en general, no es necesaria si no es para reprimir un desorden existente. Así, cuando los cristianos comulgaban con frecuencia, la iglesia no sintió la necesidad de obligar a la comunión anual bajo pena de pecado. Pero, al disminuir el fervor, promulga el precepto de la comunión pascual para recordar a los cristianos que no se puede poseer la vida divina sin alimentarse con la carne de Cristo.[113] En realidad, el precepto no se dirige, aunque todos estén sometidos a él, a los cristianos fervorosos que continúan comulgando durante el tiempo pascual, no «en virtud del precepto del Señor»,[114] sino más bien en virtud de una exigencia interior que impulsa durante todo el año a comulgar los domingos o incluso diariamente. No es que no esté obligado a cumplir el precepto, sino que, de hecho, mientras experimente esta exigencia interior, fruto del Espíritu que le anima, cumplirá el precepeto sin preocuparse de él, como una madre cumple el precepto del decálogo que prohíbe matar a su hijo; más aún, como en el caso de la madre, lo cumplirá «sobreabundantemente», según el sentido dado más arriba al verbo griego  pleroun.[115] En cambio, el día en que la exigencia interior deje de hacerse sentir, allí estará la ley para obligarle y recordarle que ha dejado de estar animado por el Espíritu.

 

Para este cristiano, la ley ejercerá el mismo papel que la ley mosaica para el judío.[116] La ley se convierte en un pedagogo que conduce a Cristo, no solamente supliendo de alguna manera la luz que el Espíritu no le proporciona ya, sino sobre todo haciéndole tomar conciencia de su estado de pecador, es decir, de un hombre que, por definición, ha dejado de ser animado por el Espíritu. Esta toma de conciencia constituye para san Pablo, como ya liemos visto, la condición primera para la curación. Vemos ahora mis claramente que la ley ha sido instituida para los pecadores.

 

Sin embargo, tampoco carece de utilidad para los mismos justos.

 

El cristiano, aun en estado de gracia, o sea, animado por el Espíritu santo, mientras habite aquí abajo no posee más que las arras (Rom 8, 23; 2 Cor 1, 22); mientras viva en un cuerpo mortal, nunca está tan libre del pecado y de la carne que no pueda caer, en cualquier iuomento, bajo su imperio jcf. Rom 6, 12). En este estado inestable, la ley escrita, exterior, norma objetiva de conducta moral, ayudará a su conciencia, fácilmente ofuscada por las pasiones -porque la carne continúa su lucha contra el Espíritu (Gál 5, 17)- a discernir sin equivocación posible entre las obras de la carne y los frutos del Espíritu, y a no confundir la inclinación de su naturaleza herida por el pecado con la moción interior del Espíritu.

 

Por esto san Pablo no estima superfluo recordar al cristiano lo que el Espíritu inspira al hombre auténticamente espiritual y añadir a sus exposiciones doctrinales una exhortación qué pretende regular su vida moral. Hasta que el cristiano no adquiera en la patria la plena espiritualización, su libertad será imperfecta, inicial;[117] y, junto al elemento principal, la gracia, la única que justifica, habrá un elemento secundario, no más capaz de justificar que la ley antigua, pero indispensable para los pecadores y no superfluo para los justos imperfectos que somos todos nosotros.[118]

 

Es preciso, sin embargo, que siga siendo un elemento secundario y que no llegue insensiblemente a asumir el papel de elemento principal, como había ocurrido con la ley judía en tiempos de san Pablo. Para evitar este peligro siempre real, conviene recordar un principio fundamental, un simple corolario de la doctrina expuesta hasta ahora, y que santo Tomás ha sabido exponer con su característica claridad: la ley exterior no puede ser otra cosa que la expresión de la misma ley interior.

 

Al preguntarse en el tratado sobre la ley, en la Summa Teológica, si la ley nueva debe imponer o prohibir las obras exteriores, o dicho de otro modo, si puede comportar un código de leyes positivas, el Doctor Angélico comienza por reafirmar la doctrina: lo principal de la ley nueva es la

gracia interior del Espíritu santo. Las obras exteriores no pueden imponerse si no es en virtud de una relación necesaria con esta gracia interior. Pueden darse dos casos: o se trata de obras que nos ponen en comunicación con la humanidad de Cristo, fuente de toda gracia y por tanto necesaria para producir en nosotros este dinamismo consistente en la fe operante por la caridad; o se trata de obras que expresan y ponen de manifiesto este dinamismo interior. Si las obras son una expresión necesaria de este dinamismo, estarán prohibidas o mandadas en el código de la ley nueva; si, por el contrario, no presentan esta conexión necesaria con la ley interior, no estarán prohibidas ni mandadas en la ley nueva tal como Cristo y los apóstoles la promulgaron, sino que se dejarán a la decisión del legislador que las impondrá o las prohibirá teniendo en cuenta las circunstancias concretas de cada caso, según aparezca para un grupo determinado de cristianos o para toda la iglesia esa vinculación necesaria con la ley interior de la caridad, es decir, cuando aparezcan concretamente como una expresión necesaria de esta ley.[119]

 

De todo esto se sigue que, para un cristiano, la violación puramente exterior de la ley, o sea, sin relación con la ley interior, no puede ser una violación auténtica. La noción de «pecado involuntario», que tanta importancia tenía en la legislación mosaica, hasta el punto que «el sacrificio por el pecado» que describe el Levítico tenía por finalidad expiar esta clase de faltas, no tiene para el cristiano sentido alguno. El pecado puramente material puede, sin duda, tener consecuencias funestas por los hábitos que engendra o por las repercusiones sociales que implica, pero jamás podrá llegar a ser una falta por la que el cristiano tenga que pedir perdón.

 

Por el contrario, una observancia vacía de amor carece también de significado. Quien conceda al cumplimiento en cuanto tal un valor en sí, se esforzará por salvaguardarlo a toda costa v llegará a creer que obedece de alguna manera a la ley incluso si la cambia, o, como decían los fariseos, si la «tergiversa paladinamente».[120] En cambio, para quien no ve en el cumplimiento exterior más que la expresión de la ley interior, tal proceder no tiene sentido. La ley exterior recibe todo su valor de la interior, no a la inversa, ya que tiene por fin asegurar el dinamismo interior del cristiano. Lo esencial es, pues, no la observancia de tal o cual práctica de penitencia, sino el espíritu de penitencia; no este o el otro ejercicio de piedad, sino el espíritu de oración, puesto que lo primero se impone con el solo objeto de asegurar lo segundo. Sin menospreciar la letra, el cristiano procurará salvar ante todo el espíritu, y no piense que puede observar cumplidamente una ley si antes no ha procurado penetrar su sentido,[121] es decir, si antes no ha rcflexionado sobre el modo en que esa ley es la e;presión concreta de la exigencia interior.[122]

 

De donde se sigue también otra consecuencia: que la ley exterior no le presentará ordinariamente un ideal que pueda alcanzar, sino tan sólo un límite más acá del cual carece ciertamente del dinamismo que le constituye cristiano. Por esto, el código de la ley nueva, al incluir una serie de prescripciones y prohibiciones positivas, ofrece al cristiano una norma de conducta de un género totalmente diferente: la imitación de la persona de Cristo y en particular de su caridad, que es a su vez reflejo de la caridad del Padre. Norma realmente objetiva, porque Cristo no es una creación de la fantasía, sino un personaje histórico cuyos hechos y gestos refieren los evangelios.[123] Pab!o no habla de otra norma y, siguiendo a Cristo que manda a sus discípulos que sean perfectos como el Padre celestial es perfecto, no se cansa de repetir a sus fieles que contemplen e imiten a Cristo: «Sed más bien unos para otros bondadosos v compasivos, perdonaos los unos a los otros, como Dios os ha perdonado en Cristo. Sed, en fin, imitadores de Dios, como hijos amados, y vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros» (Ef 4, 32-5, 2). Y toda  la moral del matrimonio se centra en el único mandamiento: «mujeres, estad sometidas a vuestros maridos como la iglesia a Cristo... Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su iglesia y se entregó por ella para santificarla» (El 5, 24..26).

 

El judío piadoso, celoso de la ley, se dedicaba a conocerla cada día mejor para observar los mínimos detalles. El manual de la secta de Qumrán prevé que, «dondequiera i¡ue se encuentre un grupo de diez miembros, haya entre ellos alguno que escrute continuamente la ley durante el día y la noche para conocer los deberes de cada uno».[124] Para un cristiano, toda la ley es Cristo en persona, no solamente en cuanto a su elemento principal, que es el mismo Espíritu de Cristo que se le ha comunicado, sino también en cuanto a su elemento secundario, que se orienta como meta a la imitación de Cristo según la magnífica fórmula de Ch. de Foucauld: «¿Tu regla? Seguirme. Hacer lo que yo haría. Pregúntate en todo: ¿Qué haría nuestro Señor? y hazlo. Esta es tu única regla, pero también tu regla absoluta».[125]

 

Se sigue, por fin, una tercera consecuencia: en estas condiciones el cristiano es libre. Porque «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17). Es este un tema favorito de san Agustín, pero no menos caro a santo Tomás que comenta:

 

Hombre libre es aquél que es causa sui; esclavo, aquél que es causa domini. El que obra por sí mismo, obra libremente; pero el que recibe el movimiento de otro, no obra libremente. El que evita un mal, no porque es un mal, sino en virtud de un precepro del Señor, no es libre. Por el contrario, el que evita el mal porque es un mal, ése es libre[126]. Esta es la obra del Espíritu santo que perfecciona interiormente nuestro espíritu comunicándole un dinamismo nuevo, de modo que huya del mal por amor como si lo mandase la ley divina; de este modo es libre, no porque no esté sometido a la ley divina, sino porque el dinamismo interior le inclina a hacer lo que prescribe la ley divina.[127]

 

En la Summa contra gentiles no se expresa de otra manera al comentar el adagio de Pablo.[128] Y comenta Silvestre de Ferrara:

 

Los justos están sometidos a la ley divina que les obliga sin forzarlos, observando los preceptos de la ley de manera absolutamente libre y voluntaria, y no impedidos por el temor del castigo o por el mandato del superior, como los malos, que no cumplirían lo que ordena la ley, si no hubiera un precepto que les obligase, o si no temieran el castigo que sigue a la transgresión.[129]

 

Hemos expuesto la doctrina tradicional de la iglesia, común a todas las escuelas de espiritualidad. Es justamente la doctrina de san Juan de la Cruz, que pone en la cima del monte de la perfección la frase de san Pablo tantas veces recordada por santo Tomás: «Aquí ya no hay camino, porque para el justo ya no hay ley».[130] El editor de las obras de san Juan de la Cruz, Lucien Marie de Saint Íoseph,

explicaba la libertad de los santos siguiendo la doctrina de su maestro:

 

Tales almas son libres porque, psicológicamente hablando, obran bien no en virtud del orden impuesto, sino en virtud de la fuerza interior que les hace querer el cumplimiento de la voluntad de Dios como una exigencia de su amor. Aman de tal manera que no pueden no querer lo que ama el amado. Pero el precepto no las liga, no las coarta... La prohibición no las estorba y no evitan el mal en virtud de la prohibición. Ven cómo se realiza en ellas la promesa profética de Jeremías, de la que se hace eco la carta a los hebreos: «Pondré mi ley en su espíritu y la escribiré en su corazón.[131]

 

El mismo principio director campea en toda la obra legislativa de san Ignacio de Loyola. Lo pone con toda la claridad deseable en cabeza de sus Constituciones, proclamando la primacía de lo que él llama «la ley interior del amor y de la caridad que el Espíritu santo graba habitualmente en lo íntimo de los corazones», ley interior que nada puede sustituir y que debería ser suficiente para todo. A lo largo de las Constituciones se halla siempre presente el mismo principio, que él tenía siempre presente. Así, cuando el legislador traza las directrices para la admisión de candidatos, para la formación de los jóvenes jesuitas en el apostolado, para la elección de apóstoles y de las obras que se les confiarán, se apresura a notar siempre que el verdadero guía será «la unción santa de la divina sabiduría», «la sola unción del Espíritu santo, y esta discreción que el Señor habitualmente comunica a los que se fían de su divina majestad», «la soberana providencia y la dirección del Espíritu santo». Y si pide ante todo de su discípulo la intimidad con Dios, más que la competencia y las dotes humanas, es precisamente «para que sea gobernado por la mana divina».[132]

 

Para terminar, volvamos a san Pablo. Al abordar la sección parenética de la carta a los gálatas, una carta consagrada por entero a defender y a exaltar la libertad cristiana, resume con una palabra incisiva el misterio de esta libertad. Dice así: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad como pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad» (Gál, 5, 13) -por el amor, y una antigua glosa precisa: «del Espíritu», ese amor que es «el fruto del Espíritu», como explica el apóstol unos versículos más adelante (Gál 5, 22)-. La expresión es fuerte, la más fuerte que pueda pensarse: douleúete allelois «¡Haceos esclavos los unos de los otros!». «Porque toda la ley se resume en ese solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 14).

 

Entonces, ¿es la vida cristiana una esclaivitud? Sí, pero una esclavitud de amor, fruto del Espíritu, por tanto libertad suprema: «Haceos esclavos los unos de los otros por amor».

 

Ese pueblo mesiánico tiene.. por suerte la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu santo, como en un templo. Tiene por ley el mandato de amar como el mismo Cristo nos amó.[133]


 

 


 


 

El amor al prójimo

 

(1 Cor 13, 4-7)

 

Las cartas de Pablo recalcan con particular insistencia la importancia de la caridad.[134] Para convencerse de ello, es suficiente hojear las cartas, deteniéndose con preferencia en la parte comúnmente llamada «moral», donde el apóstol multiplica los consejos prácticos de la vida cristiana, y notar al paso todo lo que tiene relación con el mandamiento del amor: no hay carta en la que no ocupe un lugar importante. A veces ocupa toda la carta, y esto bajo la forma más ordinaria, más humilde, la del amor a nuestro ptójimo. En este precepto, lo veremos sin dificultad, se resumen

todos los demás porque los contiene a todos (cf. Gál 5, 14; Rom 13, 8-10). Pero si queremos saber con precisión lo que entiende Pablo por «amor», hemos de leer atentamente la descripción que hace de él en su «himno a la caridad» en el capítulo 13 de la primera Carta a los corintios:

 

La caridad es paciente, la caridad es servicial; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no se avergüenza, no busca su propio interés; no se irrita, no tiene en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia sino que pone su alegría en la verdad. La caridad excusa todo, cree todo, espera todo, soporta todo.

 

Los corintios ponían su ideal de perfección en poseer dones espirituales visibles, Pablo quiere mostrarles un «camino que supera todos los demás» (12, 31). Este camino, sublime y humilde a la vez, es el del amor, de este amor que se expresa y se acuña en las acciones más humildes de la vida ordinaria: actitud exterior, pero que debe ser un reflejo de la disposición interior (cf. v. 3); amor auténtico, «sincero» (Rom 12, 9), pero que precisamente por serlo debe expresarse en acciones concretas. La postura exterior debe conformarse a la actitud interior, sean cuales fueren las repugnancias de la sensibilidad, porque el amor verdadero es «querer el bien del prójimo».

 

La caridad es paciente, es servicial. La primera característica del amor -como será también la última- es la «longanimidad». En ella la Biblia ha visto uno de los atributos más frecuentes de Dios. Israel lo ha experimentado a lo largo de su historia: «tardo a la cólera», incansablemente paciente con el pueblo «de dura cerviz».[135] El hombre caritativo es un hombre lleno de una bondad, de una benignidad semejante a la de Dios,[136] que «apareció» con el nacimiento del Dios hecho hombre (Tit 3, 4); la palabra griega empleada por el apóstol nos permite traducir también servicial. De hecho, el cristiano que hace profesión de caridad no rehúsa los «servicios» que se le pueden pedir cuando un «servicio» mayor no se opone; al contrario, «se pone a disposición de los demás»[137]  o dicho de otro modo, adopta una postura que invita a que se le pidan favores; en pocas palabras es uno del que «podemos servirnos».[138]

 

La caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha.

La envidia y la celosía no pertenecen a la caridad. ¿Cómo podría el que ama entristecerse del bien que, por definición, «quiere» a otro? La caridad no se doblega ante la jactancia o la arrogancia. Rechaza incluso aquel orgullo secreto que nos lleva a complacernos en nosotros mismos y a considerarnos por encima de los demás quizá por la sola razón de que nos creemos caritativos. Para Pablo, la primera condición de la verdadera caridad es la humildad: el que quiere amar a su prójimo debe, ante todo, «no creerse superior a los demás» (Rom 12, 3); al contrario, debe «creer que los demás son superiores a él» (Flp 2, 3), debe ponerse en leal actitud de «servicio» y consiguientemente por debajo de ellos, como Cristo, «que existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo... y se humilló hecho obediente hasta la muerte» muerte de cruz» (v. 6-8).[139]

 

La caridad no se avergiienza.

Tal es el sentido que los padres, en general, atribuían a la palabra empleada por san Pablo, ordinariamente traducida por «no usa malos procedimientos» o «no hace nada inconveniente». El cristiano no solamente no «devuelve mal por mal» (Rom 12, 17), sino que corresponde al mal con el bien, «da de comer a su enemigo si tiene hambre y de beber si tiene sed» (v. 20), queriendo «vencer el mal con el bien» (v. 21); «insultado no sabe sino bendecir», «calumniado no sabe sino consolar» (1 Cor 4, 12-13). Un hombre así debía incurrir necesariamente en el desprecio de una sociedad -a la que la nuestra comienza a parecerse- para la que la «grandeza de alma» consistía precisamente en «no soportar».

 

La caridad no busca su propio interés.

Pablo ha colocado en el centro de su descripción la nota más característica del amor al prójimo, como también del amor de Dios y de Cristo hacia nosotros: la gratuidad, el desinterés.[140] La expresión se reitera en sus cartas.[141] Sin embargo, tal exigencia ha parecido excesiva y no han faltado copistas bien intencionados que han querido mitigar la expresión añadiendo dos letras griegas, la negación  .[142] De este modo, la expresión de Pablo es completamente ortodoxa: «La caridad no busca lo que no le pertenece». Esta fórmula, sin embargo, identifica la caridad con la justicia. La caridad, no cabe duda, incluye la justicia. Nadie lo ha afirmado tan explícitamente como Pablo: «la caridad no hace mal al prójimo» (Rom 13, 10); pero además la sobrepasa con la distancia que separa al hombre de Dios, al mundo simplemente «natural» del mundo elevado al orden «sobrenatural». En nombre de la justicia, el cristiano exige el derecho de los demás y el suyo propio. En nombre de la caridad, sabe renunciar a su derecho cuando esto no perjudica a los demás. No quiere «hacerse justicia a sí mismo» (Rom 12, 19).

 

Un poco antes, en la misma carta (1 Cor 6), Pablo ha reprochado a los cristianos de Corinto que sometan sus litigios -verdadero crimen de lesa majestad de la dignidad cristiana- a los magistrados paganos, cuando podían arreglarlos amigablemente. Reprocha a los neófitos recién salidos de un paganismo grosero (v. 9-11) el que haya procesos entre ellos; esto supone dos cosas igualmente reprensibles: primero, que los cristianos hayan cometido injusticias contra los demás (v. 8) -lo cual excluye del reino de Dios- y luego, que las víctimas no hayan preferido «sufrir injusticia» y «dejarse despojar» (v. 7), lo cual, si no es un pecado como hace suponer la Vulgata -delictum-, es al menos un «fracaso» (en griego hettema) del ideal cristiano. Pablo ha tomado en serio el sermón de la montaña: «Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra» (Mt 5, 39), a condición, entiéndase bien, de que esta actitud no constituya una falta de caridad para con el prójimo ya que el límite de la caridad es la caridad misma. Así, Cristo «no ha reputado codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó» (Flp 2, 6-7), «de rico se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8, 9).

 

El amor desinteresado y gratuito es, por naturaleza, universal (Rom 12, 14-21), como el amor de Dios que «no tiene acepción de personas»[143] y que «quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4). Las preferencias del cristiano serán los humildes (Rom 12, 16), aquellos de los que no puede esperar nada.[144] Se le manda especialmente amar a los enemigos[145] porque no hay amor más gratuito, más desinteresado, más semejante al de Dios y de Cristo que «nos han amado cuando éramos todavía impíos, pecadores», es decir, «enemigos» (Rom 5, 6-10).

 

Una vez alcanzada la cima -como si temiese alguna ilusión- Pablo se apresura a descender a los detalles de la vida ordinaria donde debe ejercerse y verificarse el auténtico desinterés. La caridad no se irrita: no obra bajo impulso de un sentimiento irreflexivo, bajo un «arrebato»; enseña a contener las palabras y las acciones, inconscientes; en resumen, a restablecer lo antes posible el dominio de la razón sobre el instinto o, como dice Pablo, a que «el sol no se ponga sobre nuestra cólera» (Ef 4, 26).

 

La caridad no tiene en cuenta el mal: «no lo aprende de memoria» (Huby); no contenta con «perdonar», sabe «olvidar». No se alegra de la injusticia, que puede ver en los demás, como para «desquitarse con la satisfacción de una comparación a su favor» (P. Allo), como si el que ama pudiese ser feliz a1 encontrar el mal en el amado. Más aún, pone su alegría en la verdad, donde quiera que la encuentre, aunque sea en los enemigos.

 

Cuatro notas ponen fin a la descripción. La caridad excusa todo; según el sentido más probable de la pa!abra griega que se puede traducir también, con la Vulgata, por sufre todo, como nos lo dirá equivalentemente la última nota. No cierra los ojos ante los defectos del prójimo, pero sabe que son frecuentemente el precio de cualidades mayores; y si ve la paja en el ojo de su hermano, no olvida la viga que ha encontrado antes en el suyo (Mt 7, 3); ante todo, se guarda de juzgar las intenciones mucho menos malignas de lo que pudiera imaginarse[146]  y que, por otra parte, sólo Dios conoce (cf. i Cor 4, 5), acordándose del mandamiento de Cristo: «No juzguéis a los demás y no seréis juzgados (por Dios), porque con la medida con que midiereis, seréis medidos» (Mt 7, 1-2). La caridad cree todo: su primer movimiento no es una reacción de desconfianza; al contrario, «cree al prójimo aun antes de que lo merezca» (P. Allo). Si no lo merece en el presente, permanece optimista para el porvenir: espera todo, persuadida de que el más miserable de los hombres -porque Dios le ha amado hasta el punto que Cristo aceptó la muerte por él- posee posibilidades infinitas de hacer el bien. Y si su esperanza tarda en realizarse, espera, soporta todo: «lejos de dejarse vencer por el mal» usando procedimientos empleados contra ella, «vence al mal con el bien» (Rom 12, 21).

 

 


 

 


 

Amor «teologal» al prójimo

 

 

Al analizar la descripción paulina del amor al prójimo en su «himno a la caridad» (i Cor 13), nos hemos detenido principalmente en el aspecto exterior. Conviene, sin embargo, profundizar en su naturaleza íntima, examinando lo que le distingue de todo amor «natural», lo que hace de él una «virtud teologal». El amor del que nos hablan los versículos 4-7 no puede ser diferente del amor descrito en todo el himno, que Pablo pone al lado de la fe y de la esperanza, mejor, por encima de ellas (v, 13).[147]

 

Para Pablo, como para todo el nuevo testamento en general, el amor al prójimo es, primera y esencialmente, el reflejo de la caridad con la que Dios nos ama, cuya expresión perfecta es Cristo. De aquí provienen expresiones tan características corno estas que aparecen sin cesar en sus cartas:

 

Sed más bien unos para otros bondadosos y compasivos, y perdonaos los unos a los otros, como Dios os ha perdonado en Cristo. Sed, en fin, imitadores de Dios, como hijos amados, y vivid en caridad, como Cristo que nos amó y se entregó por vosotros (Ef 4. 32a; 5, 2).

 

Haced cumplido mi gozo, teniendo todos el mismo pensar, la misma caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir. No hagáis nada por espíritu de vanagloria...; no busquéis vuestros propios intereses, sino el de los demás: tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús quien existiendo en la forma de Dios... se anonadó.., se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 2-8).

 

Es deber nuestro no buscar lo que nos gusta. Que cada uno agrade a su prójimo,.. Porque Cristo no buscó su propia complacencia (Rom 15, 1-3).

 

Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su iglesia y sé entregó por ella a fin de santificarla (Ef 5, 25-26 ).

 

Ta1 era la lección clarísima del sermón de la montaña: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» [Mt 5, 48). Y san Lucas no temió al precisar: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso» (Lc 6, 36). Y san Juan: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34).

 

Al ser nuestro amor al prójimo un reflejo del amor de Dios y de Cristo hacia nosotros, no hemos de extrañarnos de que tengan los mismos caracteres ni de que se empleen para ambos los mismos calificativos. Lo hemos visto ya con relación a la longanimidad, bondad, benignidad, desinterés. Podríamos decir otro tanto de la misericordia, compasión, fidelidad, etc.[148]

 

Ahora bien, no imitamos a Dios o a Cristo como imitamos a un santo. De éste, no podremos reproducir sino las actitudes o los sentimientos, pero siempre permanecerá fuera de nosotros. Dios, en cambio, «está más dentro de nosotros que nosotros mismos» (san Agustín). Todos los cristianos, por el bautismo, participamos de la vida de Cristo resucitado (Rom 6, 4); somos un solo ser con Cristo (v.5), hasta tal punto que Pablo no duda en decir: «Ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí» (Gál 2, 21). Y precisamente porque el cristiano vive con la misma vida de Cristo, puede orar al Padre con la misma invocación del Hijo único: «Abbá», «Padre», con el sentido particularísimo que tenía entre los judíos, como nos lo recuerda Pablo (Gál 4, 6 y Rom 8, 15). Y precisamente porque «bautizados en Cristo formamos un solo ser con él» (Gál 3, 27-28 ) -no una sola cosa, sino un único viviente, porque el apóstol emplea el masculino y no el neutro; «corno una sola persona mística», dirá santo Tomás,[149] el Padre nos ama, en el Espíritu, con el mismo amor con que ama a su propio Hijo.[150] Con este mismo amor nos ama Cristo a nosotros, a todos los hombres y al Padre. Y con este mismo amor, que es la vida de Cristo, amamos, en el Espíritu, no solamente al Padre, sino también a todos los que él ama, es decir, a todos los hombres, nuestros «hermanos». No podríamos imaginar algo que nos una más íntima e inmediatamente a Dios. Esta es precisamente la definición de virtud «teologal» que da santo Tomás cuando explica 1 Cor 13, 13: «Estas tres virtudes nos unen a Dios inmediatamente; las otras no lo hacen sino mediante estas tres». Más aún, entendido de este modo, el amor no solamente nos une inmediatamente a Dios, sino a lo que es más Dios en Dios, porque, según la revelación cristiana, «Dios es amor».[151]

 

Veamos, con relación a esto, un pasaje muy instructivo de san Gregorio Nacianceno. Hombre letrado, sabía que el ideal religioso del griego era hacerse semejante a Dios, obtener la «divinización», huyendo de todo contacto con la materia sensible y entregándose al puro ejercicio de la inteligencia. A este ideal, por muy elevado que sea, opone san Gregorio, utilizando intencionadamente el mismo vocabulario, el ideal cristiano. Al recordar que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, dice:

 

Piensa, hombre divino, de quién eres criatura. Imita entonces la «filantropía» de Dios. Lo más divino en el hombre es hacer el bien. Tienes, por tanto, la posibilidad de hacerte Dios sin gran trabajo: no dejes pasar esta ocasión de «divinización».[152]

 

Pero el amor al prójimo es igualmente «teologal» en el sentido de que, para Pablo, amar al prójimo es amar a Cristo, porque todos los hombres unidos a él -y todos están llamados a ello- forman con Cristo resucitado, según la enérgica expresión de Gál 3, 28, que hemos mencionado más arriba, un «único viviente»; dicho de otro modo, según una imagen cara al apóstol y a sus contemporáneos, porque todos son «miembros de Cristo» y «forman su cuerpo».[153] Esta doctrina, que constituye el centro de la teología paulina -simple eco de la enseñanza del Maestro y de su «mihi fecistis», «a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40) consagra la altísma dignidad de la persona humana, que toda moral cristiana se esforzará por promover: el hombre es «hijo de Dios» porque es «otro Cristo».

 

Conocemos la importancia que tenía la dignidad del cristiano en la predicación de los padres y qué profundamente -antes más que ahora- la vivían los cristianos.

 

Como testimonio, aducimos la anécdota que cuenta Gilberte Périer en la vida de su hermano Blaise Pascal. Este, enfermo, deseaba ardientemente la comunión; ante la oposición de los médicos, dijo: «Ya que no se me quiere conceder este favor, quiero suplirlo con alguna obra buena; como no puedo comulgar en la cabeza, quiero hacerlo en sus miembros; por esto he pensado que traigan aquí un enfermo pobre a quien se le hagan los mismos servicios que a mí».

 

En nombre de la misma enseñanza, Muckermann, por ejemplo, justificaba su resistencia a Hitler: «Siempre que constatamos una injusticia cometida contra un hombre, aunque sea el más pobre y humilde, es como si viésemos golpear la cara de Cristo».

 

Esta misma doctrina explica cómo es posible que el cristiano ame a Dios no sólo con un amor de simple admiración, sino con un amor efectivo, con ese amor por el que uno quiere el bien del amigo y se esfuerza por procurárselo; con ese amor que no se limita a recibir, sino que da. Tal intercambio de bienes, en el que consiste la verdadera amistad, parecía excluido, entre Dios y el hombre, para siempre. Parece que el hombre no puede sino recibir algo de Dios, quedando privado, por tanto, de la felicidad que, en palabras de Cristo que nos recuerda Pablo, consiste en «dar más que en recibir» (Hech 20, 35). El misterio de la encarnación obrará el prodigio inédito: Dios, infinito, sin perder nada de su trascendencia, se hace hombre, finito y, por tanto, capaz de «recibir» a!go de las criaturas. Por muy extraño y blasfe,o que parezca, Dios ha querido «tener necesidad de los hombres». Ya en el antiguo testamento le vemos entrar, de algún modo, en la historia de su pueblo. Y los profetas, a partir de Oseas, se complacen en describir el amor de Dios hacia Israel como el amor apasionado del esposo por su esposa a quien no puede dejar de amar a pesar de sus infidelidades. La Biblia no vacila nunca ante la expresión «celosía de Dios», signo indudable del amor, pero de un amor frustrado y que sufre al serlo.

 

La revelación del misterio de la encarnación, nos hace comprender hasta qué punto Dios ha querido compartir nuestra condición humana y hacerse uno de nosotros. Porque Cristo, en su vida mortal, no solamente «ha pasado haciendo bien» (Hech 10, 38), sino que, verdadero hombre, ha tenido necesidad de los otros; ha dado, pero tambien ha recibido; cuando, sentado en el brocal del pozo de Jacob, pedía un poco de agua para calmar su sed, no estaba jugando con la samaritana (Jn 4, 7).

 

Ahora bien, la encarnación se continúa. Cristo ha querido permanecer presente, en la eucaristía y en sus miembros, en medio de los hombres. Dos presencias, cuya conexión nota san Pablo expresamente: un solo pan eucarístico y un solo cuerpo (de Cristo) (1 Cor 10, 16-17).

 

Esta doctrina se reitera sin cesar en los padres. Por ejemplo, el papa san León, uno de los los grandes «doctores de la encarnación», no titubea al cotejar estas dos presencias. Recuerda a los cristianos que «comulgando, se alimentan del cuerpo y de la sangre de Cristo», pero también que «distribuyendo vestido y alimento a los pobres, alimentan y visten a Cristo en los pobres». Y concluye con un atrevimiento al que no estamos acostumbrados: «Verdadero Dios y verdadero hombre, Cristo único, rico en sus riquezas y pobre en nuestra miseria, recibe nuestros dones (en la persona de los pobres) y distribuye sus riquezas (en la eucaristía), compartiendo nuestra condición mortal v resucitando a los muertos».

 

En otra parte, celebra la maravillosa condescencia de Cristo que ha sabido «unir el misterio de su humildad con el de su gloria, de tal forma que, al que adoramos como nuestro rey y maestro en la majestad del Padre, le damos de comer en la persona de los pobres».[154]

 

En estas condiciones, no nos extrañaremos ante la concepción paulina de la vida cristiana, centrada toda ella en la caridad, como el culto por excelencia que debemos dar a Dios; culto llamado «espiritual» en oposición a los sacrificios de la antigua ley (Rom 12, 1). La moral paulina se resume en el amor al prójimo; pero no deja, por esto, de dirigirse a Dios esencialmente, de ser, en primer lugar, religiosa. Pablo sólo menciona el «segundo» mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 11 ; Rom 11, 9), como ya lo había hecho Cristo en Mt 7, 12 (cf. 25, 31-46) y Jn 13, 35; pero esto no quiere decir que olvide «el primero»: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón...». Para él, «el segundo» incluye el «primero», es como su auténtica expresión concreta. La oposición, objeto de tantas controversias, entre una moral «teocéntrica» y una moral «antropocéntrica» ha sido superada: no tiene sentido en Pablo. Todas las acciones dirigidas al verdadero «bien del hombre», que es cumplir su fin, es decir, «volver a Dios», no pueden menos de querer el «bien de Dios» porque, precisamente para este fin, Dios le creó y Cristo le redimió con su sangre: «Si la visión de Dios es la vida del hombre, la gloria de Dios es dar la vida al hombre» (san Ireneo).

 

Santa Teresa del niño Jesús lo había entendido perfectamente. En el acto de ofrecimiento al amor misericordioso, compuesto dos años antes de su muerte y que siempre llevaba consigo, había escrito en un principio: «Quiero trabajar solamente por amor vuestro, con el único fin de agradaros, de consolar vuestro sagrado Corazón salvando almas que os amen eternamente», Horrorizada quizá de su audacia o aconsejada por otro, al copiar de nuevo el acto de ofrecimiento para su hermana, sabemos que introdujo un pequeño cambio, escribiendo: «...con el único fin... de consolar vuestro sagrado Corazón y de sa1var almas». Creo, que, en su pensamiento, la «salvación de las almas» seguía siendo el medio, no solamente privilegiado, sino único de «consolar» verdaderamente al corazón de Jesús; sin embargo, la nueva redacción, impresa y difundida, permitía una disociación que, sin duda, muchos lectores han hecho no menos espontáneamente.

 

 

 



 

 

 

 

Ley de amor y libertad cristiana

 

La moral paulina, al resumirse en el amor, debe ser necesariamente una moral de libertad, porque el amor, coartado, deja de ser amor. Pablo ha luchado, a lo largo de toda su actividad apostólica, en pro de la «libertad cristiana»; la providencia permitió que encontrase en su camino, desde el principio hasta el fin, a los «falsos hermanos», de los que habla en la Carta a los gálatas, «que se entrometían para coartar la libertad que tenemos en Cristo reduciéndonos a servidumbre» (Gál 2, 4). Se trata, por tanto, de una doctrina cara al apóstol, pero que es necesario comprender bien. Algunas frases, escogidas entre otras muchas, nos ayudarán a precisar su pensamiento.[155]

 

Si el Espíritu os anima, no estáis bajo la ley (Gál 5, 18).

El pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros porque ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia (Rom 6, 14).

Donde está el Espíritu del Señor, está la libertad (2 Cor 3, 17).

 

Al precisar que los cristianos no están bajo la ley no quiere Pablo decir simplemente que no deben observar los ritos y ceremonias que imponía la ley mosaica; si habla de ley mosaica, lo hace en cuanto que ésta realiza el concepto de ley, y no en cuanto que es mosaica. Nos equivocaríamos gravemente al pensar que, para Pablo, Cristo se ha limitado a sustituir la ley antigua, caída en desuso, por otra ley más perfecta indudablemente, pero de idéntica naturaleza. Es cierto que habla una vez de «ley de Cristo» (Gál 2, 6); pero lo que Pablo opone de ordinario a la ley antigua, no es otra ley, sino la gracia. Dicho de otro modo, no es una norma objetiva, exterior, del bien y del mal, sino un principio interior activo, un «dinamismo», la misma vida de Dios en nosotros: «No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6, 14).

 

En efecto, toda ley, sea cual fuere, se presenta al hombre como una regla de conducta exterior a él. Al ser expresión de la voluntad divina, sobre todo cuando se trata de ley revelada, no puede menos de ser buena, santa, incluso «espiritual» (Rom 7, 14); en este sentido, la ley antigua era un «don del Espíritu santo», como dice santo Tomás al comentar Rom 8, 2. Pero, prosigue el Doctor Angélico, la «lev nueva» es la «ley del Espíritu» (Rom 8, 2) en el sentidó de que la «cumple en nosotros el Espíritu santo»; es, ante todo, un dinamismo interior que, según otra expresión de santo Tomás, «obra en nosotros el amor que es la plenitud de la ley».[156]

 

Por esto, el cristianisnio no es, en primer lugar, una filosofía, un sistema de pensamiento o un sistema social; es una vida. Se expresa, no en un código de leyes por muy perfectas que sean, sino en una persona, «Discípulo» de Cristo, a pesar de la etimología (en latín discere) no es el que aprende un catecismo, profundiza en una doctrina y aprende de memoria el mayor número posible de sentencias impecablemente retenidas, como lo había hecho el mismo san Pablo a los pies de Gamaliel (Hech 22, 3). Discípulo de Cristo es aquel que entra en contacto íntimo con él, el que le «sigue», no limitándose a acompañarle en sus viajes para recoger hasta la mínima palabra que pronuncien sus labios, sino para compartir su vida subiendo con él al calvario y resucitando con él.[157] Para Pablo, cristiano es aquel en quien vive Cristo (Gál 2, 20); aquel a quien anima el Espíritu santo que, Espíritu del Hijo, le confiere la adopción y le permite dirigirse al Padre con la misma palabra que empleaba «el Hijo», es decir, Abbá. El Espíritu santo es mucho más que un maestro o un guía que dirige o enseña desde fuera; es un principio interior activo que «obra en él el amor», que le hace amar.

 

El cristiano, animado de este modo por el Espíritu santo, obrando en virtud de este principio interior, es libre, sin opresión puramente exterior, pero sin ser por esto un juguete de su propio capricho. Pablo explica esto con toda la claridad deseada, en una página, que resumo, de la carta a los gálatas:

 

Dejaos llevar por el Espíritu y no os arriesguéis a satisfacer la concupiscencia de la carne. Porque carne y Espíritu son antagónicos; si os dejáis llevar por uno, no podéis menos de oponeros al otro. Pero si os anima el Espíritu, ya no estáis bajo una ley exterior que os oprima. Todo hombre animado por el Espíritu conoce perfectamente cuáles son las obras de la carne de las que se horroriza: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicerías, odios, discordias, celos, etc. Si cometéis estas faltas, es prueba de que el Espíritu no os anima, y, en este caso, no podéis entrar en el reino de Dios. Pero si os anima el Espíritu, produciréis sus frutos, porque es uno: el amor, con todo su cortejo de virtudes que son múltiples expresiones del amor: alegría, paz, longanimidad, disponibilidad, bondad, confianza en los demás benignidad, dominio de sí mismo (cf. Gál 5, 16-23).[158]

 

Sin ser coartado por la ley, el cristiano cumple «la justicia» o, mejor, según la expresión elegida por Pablo, el Espíritu «cumple» en él la justicia (Rom 8, 41.

 

Sabemos que la ley es buena, si se usa como ley, teniendo en cuenta que la ley no es para los justos, sino para los inicuos, los rebeldes, los impíos j, los pecadores (1 Tim 1; 8-9).

 

La afirmación, a primera vista, nos sorprende. Sin embargo, no hay nada más exacto. Si fuéramos justos, es decir, «animados por el Espíritu santo», no habría necesidad de coartarnos con leyes. Santo Tomás, al comentar las palabras de Pablo: «Donde está el Espíritu del Señor, está la libertad» (2 Cor 3, 17), lo explicaba en términos que no carecen de atrevimiento:

 

Hombre libre es aquel que se pertenece a sí mismo; esclavo, aquel que pertenece a su señor. De este modo, el que obra por sí mismo, obra libremente; pero el que recibe el movimiento de otro, no obra libremente. Aquel que evita el mal no porque es un mal, sino en virtud de un precepto del Señor -dicho con otras palabras por el solo motivo de «estar prohibido»- no es libre. Pero el que evita el mal porque es un mal, éste es libre. Esto es lo que obra el Espíritu santo que perfecciona interiormente nuestro espíritu, comunicándole un dinamismo nuevo (la gracia), de modo que huya del mal por amor como si lo mandase la ley divina.

De este modo, es libre, no porque no esté sometido a la ley,, sino porque su dinamismo interior le incuna a hacer lo que prescribe la ley divina.

 

Al contrario, el día en que el cristiano no sienta la exigencia interior, allí estará la ley para coartarle. Ahora bien, precisamente pecador es, por definición, aquel a quien el Espíritu santo ha dejado de animar. Entonces la ley será necesaria: desempeñará el papel que desempeñaba la ley mosaica para el judío: «Pedagogo que le conduce a Cristo» (Gál 3, 24). No solamente suplirá, de algún modo, la luz que el Espíritu ya no refleja en él, sino que, sobre todo, le permitirá tomar conciencia de su estado de pecador (Rom 3, 20), condición primera para que pueda encontrar la curación. El que el cristiano haya perdido la vida de Dios, quiere decir que se ha complacido en sí mismo, como lo había hecho Adán en el paraíso cediendo a la tentación de la serpiente; quiere decir que se ha creído justo por sus fuerzas;[159] que, de algún modo, se ha hecho igual a Dios: «Seréis como dioses» (Gén 3, 4). Para Pablo esto constituye el pecado por excelencia: algo más radical y profundo que la simple violación de una ley; una potencia malvada que quisiera hacerse pasar por la amiga del hombre, pero que, al incitar a la violación de una ley de Dios, se revela como una potencia de muerte que opone el hombre a su creador y le separa de él.[160] Por esto, expone al pecador a la cólera de Dios (Rom 4, 15); pero al mismo tiempo le obliga a recurrir a su misericordia, única fuente de salvación.[161]

 

La ley, instituida para los pecadores, también es útil para el justo. Porque el cristiano, aunque «animado por el Espíritu santo», mientras permanece en la tierra, es decir, de algún modo «en la carne» (Gál 2, 20), no está inmune del imperio del pecado donde puede caer a cada instante. En este estado inestable, la ley escrita, exterior, norma objetiva de conducta moral, ayudan a su conciencia, fácilmente ofuscada por las pasiones, a discernir, sin equivocación posible, las «obras de la carne» de los «frutos del Espíritu» (Gál 5, 19. 22). Por esto, Pablo no ha creído inoportuno recordir a los destinatarios de su carta los pecados que deben evitar y las virtudes que deben practicar.[162] Y por esto también la nueva ley dada á unos cristianos todavía en camino hacia el cielo, que no han alcanzado la edad adulta, contiene un código de leyes que se deben observar. Pero, como lo repite insistentemente santo Tomás, se trata de un elemento «secundario»; el elemento principal es la gracia, dinamismo interior que consiste en la «fe que obra mediante la caridad»;[163] elemento secundario necesariamente subordinado al principal: la ley escrita tendrá por fin solamente asegurar en nosotros el reinado de esta moción interior del Espíritu, permitirnos no confundirla con la inclinación de nuestra propia naturaleza vulnerada con el pecado y obrar siempre en conformidad con ella. La ley se reducirá entonces al precepto del amor.[164]

 

El cristiano no puede contentarse con una observancia vacía de amor. No se trata simplemente de ejecutar una orden, «para tranquilidad de conciencia», sino más bien de expresar su amor cumpliendo una ley, mejor todavía, adelantándose a ella. El cristiano se esforzará siempre por penetrar el sentido íntimo de las leyes concretas a las que debe obedecer, es decir, se esforzará por comprender de qué forma aplican el precepto del amor a las circunstancias varias en las que él puede encontrarse.

 

Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad como pretexto para setvir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad (Gál 5, 13).

 

De este modo, ha resuelto Pablo la oposición entre libertad y ley. Lejos de ser un camino abierto a la facilidad, la libertad cristiana es la más exigente de las vocaciones porque es un llamamiento al amor y no hay nada más exigente que él. El apóstol recurre á una frase muy expresiva: «Haceos esclavos los unos de los otros», (Y los destinatarios de su carta sabían por experiencia lo que significaba la esclavitud) «porque, prosigue, toda la ley se resume en este único precepto: "Amarás á tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 14). ¿La vida cristiana es, pues, una esclavitud? Sí. Pero esclavitud de amor, Consiguientemente, libertad suprema.

 

 


 


[1] Tomás de Aquino, Comentario a la carta a los de Efeso 1, 15, lección 6, n. 46

[2] Gorgias, Defensa de Palamedes, 24

[3] Orígenes, Homilía sobre Gén. 8, 5

[4] Cf. Constitución Dei Verbum 5: «Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe (Rom 16, 26) por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad».

[5] Tomás de Aquino, Comentario a Rom 4, 5, lección 1, 331: «Creyendo en Dios, que justifica, el hombre se somete a esta actividad justificante y así recibe su efecto».

[6] Véase infra, capítulo 3.

[7] Cf. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, Contemplación para alcanzar amor.

[8] San Juan Crisóstomo, Homilía 50 sobre  Mt.

[9] San León Magno, Sermón 91

[10] Así por ejemplo, Jer 9, 2; 22, 15-16; Os 4, 1-2; 6, 6 etc. Se ha dicho justa y propiamente a propósito de este pasaje de Jeremías que “conocer a Yahvé es poseer en el fondo del ser la ley de Yahvé como supremo principio del propio obrar”: P. E. Langevin en Sciences Ecclésiastiques 19 (1967) 398.

[11] Tomás de Aquino, Comentario Heb 8, 10, Lección 2, n. 404

[12] Tomás de Aquino, Comentario a 2 Cor 3, 6, lección 2, n. 90

[13] Cf. Biblia de Jerusalén: “El camino designa el estilo de vida que caracteriza a la comunidad cristiana e, indirectamente, a esta misma comunidad. Siguiendo este camino, se sirve a Dios como él quiere ser serrvido”!.

[14] J. Bonsirven, Textes rabbiniques, n. 663.

[15] Véase más arriba, c. 1.

[16] Catholic Biblical Quarterly 25 (1963) 77-78.

[17] Cf. Sal 68, 6; 146, 9; Ecl 35, 11-18 (Mt 23,14; Lc 20, 47).

[18] El contexto sugiere que se trata de un “hijo del pueblo tuyo”; la Vulgata traduce amicum tuum.

[19] Véase Eucaristía y vida cristiana, c. 1 y 2

[20] Cf. C. Spicq, Saint Paul: les épîtres pastorales, 22: “La breve y precisa fórmula del apóstol se opone a la esterilidad de la enseñanza heterodoxa: “en vez de vanas genealogías de que se jactan los falsos profetas, os daré una serie, breve, pero necesaria, de virtudes que practicaréis” (Calmet). Jamás se comprenderá del todo la originalidad de esta preocupación apostólica por promover la caridad”.

[21] Véanse Apóstol de Jesucristo, c. 19

[22] A menos que no se deba leer, según el papiro Bodmer “protegwerlos del mundo” (hyperadspydsein autous).

[23] Cf. c, Spicq, Agape III, 284: «Lo lógico sería –como observan todos los comentaristas- que la consecuencia fuese:

Amemos a Dios que nos ha amado hasta este punto. Pero, de una parte, es la fe viva la que responde al amor de Dios al hombre (Gál 2, 20; Jn 20, 31; además 1 Jn 4, 19); por otra parte, y sobre todo, el amor (redamatio) del cristiano no puede tener las características de prioridad, gratuidad, espontaneidad que caracterizan el purísimo agape (v. 10). Al contrario, dando prueba de amor hacia sus hermanos, el hijo de Dios toma la iniciativa de la predilección para con un prójimo que, tal vez, no le ha caído simpático y con una efectiva beneficencia que no podría ejercitar para con el autor de todo bien. Amando a sus hermano, el discípulo puede amar «como Dios» (cf. Ef 5, 1-2),  manifestando una caridad que es fuente y plenitud y, al mismo tiempo, un puro don (1 Jn 3. 16)».

[24] Cf. A. Richardson, Le procès de la religion, Paris, 1967, 41.

[25] Sermón 9, 14  [10]: PL 38, 86.

[26] Homilía 27, 1 sobre los Evangelios: PL 76, 1205

[27] Tomás de Aquino, Sobre Jn 15, lección 2: “Ergo omnia praecepta quasi ad hoc ordinantur ut homo benefaciat proximo et non molestet eum"

[28] Tertuliano, Apologético, 39, 7; Luciano, De morte peregrini, 13.

[29] “Predicación al revés” es el ejemplo de una comunidad cristiana en la que el precepto del amor al prójimo no es el centro de la preocupación del pastor y de los fieles.

[30] Para san León, véase PL 54, 172; 190; etc.; para san Gregorio, Regula pastoris 3-19: PL 77, 83.

[31] Véase H. Cazelles, Jerémie et le Deutéronome: Recherches de Science Religieuse 38 (1951), que admite una referencia de Jeremías al Deuteronomio (primera edición) especialmente para la fórmula “Circuncidar el corazón” (Dt 10, 16; 30, 6; Jer 4, 4): empleo en Jer 4, 4 de lebab, término habitual en Dt para designar el “corazón” y no leb, término habitual en Jer.

[32] Véase supra, c. 2

[33] Por ejemplo, Is 48, 17; 54, 13 que citará Jn 6, 45: “Serán todos enseñados por Dios (didaktoi Theoû); 55, 1-3; Ct 8, 2: “Tú me enseñarás” después de una alusión a la alianza.

[34] Comentando la profecía de Jeremías en Heb 8, 10, santo Tomás subraya con toda claridad la diferencia entre las dos mediaciones.

[35] Véase supra, c. 2

[36] Véase supra, c. 2.

[37] Epístolas de la Cautividad, 286.

[38] El término es de G. Huby, San Pablo: las epístolas de la cautividad, 243, a propósito de Flp 1, 23, en la que Pablo usa el mismo verbo. Sobre el significado de synechein en este pasaje de la carta a los Corintios, véanse las excelentes páginas de C. Spicq, Agape, II, 128-136.

[39] Ibid., III, 149.

[40] Es sabido que,  para santo Tomás, la «lex nova» es «principaliter gratia» y es exclusivamente en cuanto «gracia», ...«lex non scripta», etc, que puede «justificar»; pero en cuanto «littera» ella no se diferencia absolutamente de la ley antigua.

[41] Cf. Ecl 15, 1-4 y  14-15. Es precisamente este el punto que todavía hoy supone mayor dificultad para el judaísmo. A este respecto es significativa la afirmación de un judío moderno como Samuel Sandmel (A jewish understanding of the new testament, 1956, 38): «El judaísmo rabínico como el judaísmo moderno afirman que el hombre es bueno por naturaleza; Pablo, que es malo por naturaleza. Los judíos admiten que el hombre puede cometer pecados, pero que con la conversión vuelve al favor divino; Pablo cree que el hombre, al tomar un cuerpo, está sujeto al pecado hereditario del que no puede librarse. Los judíos creen que cada hombre, con la conversión y las buenas obras, obra la propia redención; Pablo cree que el hombre, privado de todo socorro, tiene necesidad de una redención obrada por otro en su lugar, y  que la muerte de Cristo es esta redención» (la cursiva es nuestra). Véase además del mismo autor: We jews and Jesus, 1965, 132. Judaísmo y cristianisimo que concuerdan en muchos puntos, se diferencian esencialmente en la respuesta a la pregunta: ¿Cómo el hombre puede cumplir la voluntad de Dios?

[42] San Agustín, Sobre Sal 57, 1: PL 36, 673; cf. Verbum Domini -15 11967) 150-161.

 

 

[43] San Agustín, Sobre 1 Jn, tr. 6, 9-10 y 9, 10. Agustín interpreta la caritas Dei del pasaje paulino del amor de Dios a nosotros, como lo presupone claramente el contexto (cf, v. 8: «la prueba de que Dios nos ama, es que Cristo... murió por nosotros») y no de nuestro amor a Dios: este mismo amor es el que se nos comunica por el Espíritu santo y en virtud del cual podemos amzr como Dios y Cristo nos ama en el Espíritu.

[44] San León, Sermones 38. 3: PL 54, 262; SC 22bis, 288.

[45] Sobre Rom 8, 2 (ed. Marietti, n. 602-603). Véase: La vida según el Espíritu.

[46] AG, 8; cf. 7, etc. Esta aspiración a la «fraternidad universal», a «un mundo más fraternal y iuás humano» es uno de

los motivos que se citan en GS juntamente con la aspiración a la libertad: véase por ejemplo, 3; 12; 23; 35; 38; 39; 57; 77; 78; 84; 91; 92, 2-3.

[47] AG. 12, El decreto explica por qué esta «promoción» constituye ya por sí misma «un verdadero testimonio de Cristo»; porque los «discípulos de Cristo» obran «enseñando las verdades religiosas y morales que Cristo ha iluminado con su luz». Se puede pensar en el precepto del amor al prójimo como se formula en 1a «regla de oro» (Mt 7, 12). Cristo no pretende «revelarlo»; no hace otra cosa sino «resumir la ley y los profetas>~. Los padre;,

Lmnu san Agustín, dirán que ha sido escrito en la naturaleza mis~

mi del hombre «por la mano de nuestro creador» (cf. siipr,ij; pero

('listo lo «ha iluminado» de una iuanera especial y sobre todo ha

dado a los hombres la posibilidad de cumplirlo.

[48] Al contrario, el ejemplo de los cristianos que se creen «animados del Espíritu» y no son «caritativos» (o menos caritativos que los demás) persuade a los no cristianos de que para ser caritativo no hay ninguna necesidad de estar «animados por el Espíritu». Del mismo modo, una práctica de la eucaristía que no sea expresión y fuente del amor auténtico, persuade  los no cristianos de su inutiliad para la vida cristiana.

[49] L. Cerfaux, Le chrétien dans la théologie paulinienne, 415.

[50] Comentario homilético al Exodo, 12, 2.

[51] Véase Eucaristía y vida cristiana, 9-20.

[52] Cf. supra

[53] Véase La vida según el Espíritu, 13, n. 32: “Haec est lex Spiritus vitae quem humana mens legis vice accepit”.

[54] Cf. Supra

[55] Santo Tomás, Comentario sobre 2 Cor 3, 17, Lección 3,  n. 112.

[56] Cf. Infra

[57] L. Cerfaux, La communauté apostolique, 1953, 42.

[58] SC, 6; LC, 13; DV, 10; PC, 15; PO, 17; AG, 25.

[59] Verosímilmente se trata de la misma cosa, al menos en el pensamiento de San Lucas, en la narración de los discípulos de Emmaús (Lc 24, 30-35); en Hech 27, 35, como sugiere la Biblia de Jerusalén, “los términos que Lucas escoge, evocan, al parecer, el rito eucarístico”.

[60] Santo Tomás, Opuscula Theologica, 1956, 1138.

[61] Véase Eucaristía y vida cristiana, 5-26.

[62] En francés, por ejemplo, las Biblias protestantes de Second y de Goguelmonnier o las católicas de Crampon, de Tricot y la Biblia de Maredsous. En italiano, la traducción de F, Nardoni o también la de A. Rizzato (en el texto, porque en la nota dice: «comunión fraterna»).

[63] Filón, Quod omnis probus liber sit, n. 84; Flavio Josefo, La guerra judía, II, 8, n. 122.

[64] L. Cerfaux, o. c., 47

[65] Santo Tomás, S.Th. II-II, q. 66, a. 2.

[66] Santo Tomás, S.Th. III, q. 73, a. 3, ad 3m.

[67] . s. León Magno (PL 54, 420 y 172). S. Gregorio Magno, Regula pastoris, 3, 19 (PL 77, 82~83). Sobre este aspecto del ayuno y de la abstinencia cristiana, véase la tesis de A. Guillaume, Jeûne et charité dans l'église latine des origines au XII siècle, en particulier chez saint León-le-Grand, 1954; Id., Abstinence du vendredi et charité fraternelle: Nouvelle Revue Théologique 83 (1961) 510-52l. Se sabe que la constitución Poeritemini de Pablo VI declara explícitamente que la abstinencia del cristiano, fuera de los paises subdesarrollados, debe ser más bien «un testimonio ascético» y «al mismo tiempo un testimonio de caridad hacia los hermanos que sufren la pobreza y  el hambre>.

[68] S. León Magno, PL. 54, 300.

[69] Tertuliano, Apologeticum, 39.

[70] San Juan Crisóstomo, Homilía 12 sobre Hechos de los Apóstoles (PG. 60, 97-98).

[71] Santo Tomás, S.Th. I-II, q. 103, a. 2; cf. J. Lécuyer, Réflexion sur la théologie du culte selon Saint Thomas: Revue Thomiste (1955) 339s.

[72] Cf. Supra

[73] Por ejemplo, en Antioquía (Gál 2, 4.5; Hech 15, 1.3); en Galacia (Gál 1, 6. 10; 4, 16-20; 5. 7.12j; en Corinto (2 Cor 1. 17. 23-24; 2, 4; 3, 1; 4, 1.2; 7, 5; 10-13); en Jerusalén (Rom 15, 30-31; Hech 21, 20-26); en Roma (Flp 1, 15. 17, a no ser que la carta haya sido escrita en Efeso); en Roma durante la segunda cautividad (2 Tim 1, 17; 4, 16).

[74] Cf. 1 Cor 9, 20. Así se disipa la duda en torno al relato de los Hechos que trata de la citcuncisión de Timoteo (Hech 16, 3), y en torno a la actitud de Pablo en Jerusalén, cediendo a instancias de Santiago (Hech 21, 23.26).

 

[75] Col 2, 3 y Jn passim. Con justicia ha hecho notar P. Bonsirven: «Un cristiano tiene la impresión de que la torah es para los rabinos lo que Cristo es para los cristianos»; Le judaïsme palestinien I, 249.

[76] El más antiguo testimonio de la tradición directa, el papiro Chester Beatty, contiene un texto en el que la palabra «transgresión»; ha desaparecido: «¿Por qué, pues, la ley de las obras hasta que venga la descendencia?». Otros entienden: «¿Por qué,  pues, la ley de 1as obras? Ha sido añadida (o establecida) hasta que llegase la descendencia...».

[77] Comely cita un buen número de comentaristas: Crisóstomo, Teodoreto, Jerónimo, Pelagio, el Pseudo-Primasius, Nicolás de Lira, Cayetano. Dionisio Cartujano, y otros más recientes como Bernardo tie Péquigny y Palmieri.

[78] Por ejemplo Rom 5, 20-21, y sobre todo 7, 7-14.

 

[79] Se hallan a veces fórmulas equívocas que podrían sugerir una interpretación análoga. Por ejemplo. Pablo rechaza la antigua ley en su parte positiva, pero no la ley moral fundada en la naturaleza del hombre. Veremos que, en cierto sentido, nada bay más exacto; sin embargo, ni la ley mosaica ni Pablo pensaban en tales distinciones.

[80] Saint Paul: Épitre aux Romains, 234. Dice en 231: "No hace alusión ni a la circuncisión ni a otros ritos del judaísmo". La exégesis de Rom 7, 7 en la que nos apoyamos, ha sido extensamente expuesta en el artículo L'histoire du salut selon le chapitre VII de l'épitre aux Romains: Biblica 43 (1963) 117-151.

[81] «La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me libró de la ley del pecado y de la muerte».

[82] "No desearás (en griego epithymein; en hebreo de la raíz hmd) la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto a tu prójimo pertenece" (Ex 20, 17). "No desearás (pithymein, hmd) la mujer de tu prójimo, ni desearás (epilthymein, wh) su casa, ni su campo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni  nada de cuanto a tu prójimo pertenece" (Dt 5, 21). Igualmente, el lugar llamado Kibrot-hattavah, "sepulcros de la codicia" (epithymía, wh) recuerda el episodio de las codornices y el castigo mandado por Dios al pueblo "poseído por la glotonería" (epithymetés, wh). Cf. Núm 11, 34; 33, 17. Pablo en 1 Cor 10, 6 resume con el término "codicia" el conjunto de pecados de Israel en el desierto y para el Targum, los paganos son "los que sienten la codicia!" por antonomasia. Cf. La histoire de la salut..., 145.

[83] Hay comentaristas que distinguen dos secciones en este pasaje del Eclesiástico: la primera, 17, 1-10, trataría de la creación del hombre, mientras que en la segunda, 17; 11-14, «el autor pasaría del hombre en general al pueblo hebreo en paticular»: J. Bonsirven, La sainte BibÍe de Crampon, Paris 1952. El condicional emleado por Bonsirven sugiere que él no acepta esta explicación. De todos modos, la transición es imperceptible y el v. ll, que alude ciertamente a la ley mosaica (cf. v. 12 y 13), alude probablemente, como lo hace notar dom Calmet, a los dos árboles del jardín del Eden: «Les concedió el don del conocimiento; les adornó con el don de la vida». Por otra parte, el v. 7 evoca el precepto dado a Adán en los mismos términos con que se resume la ley de Moisés en el Deuteronomio. Basta con confrontar los dos textos: «Les llenó de ciencia y de inteligencia y les dio a conocer el bien y el mal» (Eclo 17, 7), «Hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal» (Dt 30, 15, según los Setenta); cf.  San Justino, 1 Apol 44. 1.

[84] Cf. Rom 5, 12 y las notas de la Biblia de Jerusalén. Para ver la estrecha conexión entre pecado original y pecados actuales, subrayada especialmente por la tradición griega y por santo Tomás, consúltese el DBS 7; en especial 510, 546-551, 562-563 (articulo Péché dans le nouveau testament). Pablo no pretende describir el pecado de Adán en sí mismo, no intenta hacer historia, sino teología. Su fuente de información no es solamente, como muchos han creído, la introspección psicológica, sino la Biblia: cf. La  histoire de la salut... 130, 147.

[85] Entre los antiguos, Metodio de Olimpia, De resurrectione, 2. 1-8; Teodoro de Mopsuestia, Severiano de Gabala, Teodoreto, Genaro de Constantinopla, etc. En el siglo xvi, Cayetano, y entre los modernos, Lietzmann, Lagrange, K. Prümm. Entre los que no admiten esta interpretación, muchos admiten al menos que Pablo ha tomado el relato del Génesis como modelo: F. J. Leenhardt, P. Bläser, A. Feuillet. Cf. también J. Huby, Épitre aux Romains, 601-604, y  La histoire de la salut... 132-134.

[86] Nótese cómo los términos hebreos traducidos aquí por «codicia» y «deseable» se encuentran también en la expresión «sepulcros de codicia» y en la prohibición del decálogo: No desearás...»: cf. nota 10.

 

[87] Ya lo hace notar Diodoro de Tarso: «Parece llamar pecado al diablo»: Pauluskommentare aus der griechischen Kirche, ed. K. Staab, 87, Compárese, además, con Rom 5, 12 y con Sab 2, 24.

[88] "Conocer tiene aquí un significado preñado de experiencia espiritual". Cf. VerbDom 40 (1962) 163

[89] Lo que Pablo enseña de todo cristiano «espiritual», a saber, que no está «bajo la le»», vale evidentemente con más razón de Adán y Eva en el paraíso, a pesar de la prohibición de «probar del árbol». En efecto, Adán y Eva no tropiezan con el precepto hasta el momento en que la serpiente les recuerda su existencia; no obstante, lo cumplían como cumple una madre el precepto de no matar a su hijo: cf. La  histoire de la salut... 141.

[90] Cf. Santo Tomás, S.TH  I-II, q. 89, a. 6 y lugares paralelos.

[91] Cf. Gén 3, 13; Pablo hace alusión en 2 Cor 11, 3 y 1 Tim 2, 14. En los dos casos emplea el verbo compuesto exapatan en lugat del simple épatan que emplean los Setenta.

 

[92] Véanse las fórmulas «la ley de vida» (cf. nota 11), «el camino de la vida» (Sal 16, 11) y sobre todo la asimilación de la ley a la sabiduría (Eclo 24, 14, 25. 28.31). A esto se refiere san Pablo en Gál 3, 21: «Si hubiera sido dada una ley capaz de vivificar realmente, la justicia vendría de la ley, oponiéndose a la economía de la promesa.

[93] «Por las obras de la ley, nadie será reconocido justo ante él, pues de la ley sólo nos viene el conocimiento del pecado» (Rom 3, 20). Esta aserción anuncia Rom 7, 7-14, donde explica san Pablo qué entiende por «adquirir el conocimiento de pecado».

[94] Por caminos totalmente diferentes, Gilleman llega a la misma conclusión: «La transgresión no es otra cosa que el aspecto moral; exterior de una alteración actual de nuestro poder de amar...'La obediencia moral a la ley es el aspecto exterior y necesario de nuestra verdadera vida que es el amor»: La primacía de la caridad e 1a teología moral, Bilbao 1953.

[95] El hecho de que Pablo no se contente con decir del cristiano que no está «bajo la ley», sino que afirme que no está «bajo ley» (sin artículo: ypo nómou), no carece de importancia. El uso del artículo en el griego de la koiné, y especialmente el griego de los papiros, es muy fluctuante y, en todo caso, carece de la precisión que tiene en el griego clásico. Pero Pablo es un hombre mucho más culto que los copistas de los papiros; maneja el griego con un dominio que aparece, por ejemplo. en el uso tan matizado quc hace de las partículas o de los prefijos (cf. Rom 2, 1; 12. 3; 14. 22-23; Flm 18-19). De modo especial el pasaje de Rom 2. 14 s. donde Pablo establece una oposición entre el judío que

viola la ley mosaica y el pagano que observa una ley, la de la conciencia (con la gracia que no le faltará si es de buena fe, esa gracia que es la única que puede justificar según Pablo), nos proporciona una serie de ejemplos donde, sin excesiva sutileza, podemos ver en cada caso el uso o la ausencia consciente del artículo.

[96] Es particularmente valioso el comentario de la carta a los romanos, el único que pudo terminar. Es sabido cómo el resto de su comentario a las cartas de Pablo, a partir de 1 Cor 7. 14 (o más exactamente 10, 1) es un «reportatum» del hetmano Reginaldo, siguiendo las explicaciones de su maestro en lá corte de Orvieto entre 1259 y 1265.

 

 

[97] «Haec quidem lex Spiritus dicitur lex nova; quae vel est Spiritus sanctus vel eam in cordibus nostris Spiritus sznctus facit. De lege autem veteri supra dixit quod erat spiritualis (Rom 7, 14), id est a Spiritu sancto data»: In Rom 8, 2, lect. 1.

[98] Ver Rom 8, 2-4 à la lumière de Jérémie 31 et d’Ezéchiel 35-39, en Mélanges Eugène Tisserant, 1, 1964 (Studi e Testi, 231), 311-323, y Le N. T. à la lumière de l’Ancien: NRT 87 (1965) 561-587.

[99] Santo Tomas, In Heb  8, l0: «Modus tradendi est duplex: a) unus per exteriora, sicut proponendo verba ad cognitionem alicuius... et sic traditum fuit vetus testamentum; b) alio modo interius operando... et hoc modo datum est novum testamentum, quia consistit in mfusione Spiritus Sancti, qui interius instruit...; ítem ad bene operandum inclinat affectum... In corda eorum superscribam eos (Jer 31, 33), id est super cognitionem scribam caritatem» (lect. 2). In 2 Cor 3, 6: «Spiritus Sanctus, dum facit in nobis caritatem. quae est plenitudo legis, est testamentum novum» (lect. 2)..

Es la misma interpretación dada por san Agustín al texto de Jeremías: «Quid sunt ergo leges Dei ab ipso Deo scriptae in cordibus, nisi ipsa presentia Spiritus Sancti, qui est digitus Dei, quo praesente difunditur caritas in cordibus nostris, quae plenitudo legis est et praecepti finís?» (De Spiritu el littera, 21: PL 44. 222).

[100] Cf. J. Lécuyer, Pentecôte el loi nouvelle; VS 25 (1953) 471-490.

[101] In Rom 8, 2: «Haec lex spiritus vitae est Dei Spiritus, quem humana mens legis vice accipit». Nos consta que Seripando, lejos de ser un teólogo poco seguro,  fue creado cardenal para presidir las sesiones del Concilio de Trento en calidad de legado, en sustitución del cardenal Cervini, elegido papa con el nombre de Marcelo II. Cf, H. Jedin, Papal Legate al the council of Trent, Cardinal Seripando, London 1947, 562-577.

[102] Cf. A. Descamps, Les justes et la justice dans les Évangiles et le cristianisme primitif, Louvain 1950, 112 s,

[103] In 2 Cor 3, 6, lect. 2, Sabemos también que el dicho agustiniano: «dilige et fac quod vis» es sobre todo un principio práctico de conducta con relación al amor fraterno. Cf. J. Ga1lay: RSR 42 (1955) 545-555.

[104] San Pablo da la siguiente definición de hijo de Dios: «porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom 8, 14).

[105] F. Prat, Théologie de saint Paul, 2, 376-377.

[106] Sobre este punto particular, véanse las excelentes ohservaciones de G. Salet, La loi dans nos coeurs: NRT 79 (1957) 449-462 y 561-578.

[107] Gál 6. 2 y 1 Cor 9, 21: la expresión se comprende perfectamente a la luz de lo que acabamos de decir.

[108] S.Th. I-II, q. 106, a. 1, in c.

[109] Cf. San Agustín, De spiritu et littera, c. 14, 11. 19 (passim): PL 44, 215-222.

[110] S. TH. I-II, q. 106, a. 2. Santo Tomas no duda en usar la fórmula «sola fides», de la que tanto se abusará más tarde. Comentando 1 Tim 1. 8: «Sabemos que la ley es buena para quien use de ella convenientemente», explica que el apóstol se refiere a los preceptos morales del decálogo y que su «uso legitimo» consiste en no atribuirles lo que no tienen: «Eorum legitimus usus est, ut homo non attribuat eis plus quam quod in eis continetur. Data est lux ut cognoscatur peccatum.. Non est ergo in eis spes justificationis, sed in sola fide», Se trata, por supuesto, de la «fides per caritatem operans» (Gál 5, 6) de la que habla con tanta e1ocuencia. Más aún, no duda en sustentar su afirmación en el famoso versículo de Rom 3, 28, al que Lutero añade el adverbio «solum»: ''sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley” (In 1 Tim 1, lect, 3). Sobre la justificación «solum per fidem», véase Quaestiones in epist. ad Rom., 1. 2a ed., 114-120.

[111] En Rom 3, 27, san Pablo opone la ley que consiste en cumplir las obras, a la ley que consiste en creer. Cf. San Agustín. De Spiritu et littera, c. 13: PL 44. 213.215.

[112] R. Belarmino, Controversia de iustificacione impii, 1, 19.

 

[113] Se cuenta, por vía de ejemplo, que en el siglo XIII, el piadoso rey de Francia san Luis asistía diariamente a varias misas, recitaba el oficio divino, pero comulgaba solamente tres veces al año. Por aquellos años,  santa Catalina de Siena proponía a uno de sus compatriotas el siguiente plan de vida espiritual: misa díaria, recitación del oficio parvo de la Virgen y confesión mensual; la comunión solamente en las grandes fiestas o al menos una vez al año (cf. C. Butler, Wege christlichen Lebens, Einsiedeln 1944; 127).

[114] La fórmula es de santo Tomás, cf. nota 56.

[115] A propósito de Rom 8, 4: el verbo griego pleroun tiene el sentido que le hemos dado más arriba.

[116] Huby ha escrito justamente: «El cristiano... puede vivir de nuevo según la carne. dejar que el pecado le domine, pero entonces no está ya bajo la gracia, sino bajo la ley. La ley vuelve a ser entonces lo que ya era para él antes de su unión con Cristo» (Épifre aux Romains, 233).

[117] Así se expresa Huby. Mystiques paulinienne et johannique, 1946. 57-58: «Para que la ley divina llegue a ser completamente interior al hombre, para que desaparezca toda alteridad, para que toda ocasión de conflicto entre la voluntad de Dios y la voluntad del hombre se suprima radicalmente, será necesario que el cuerpo deje de ser un peso, un freno para los impulsos del espíritu; habrá que esperar a que el cuerpo mortal se espiritualice por completo: esto no se cumplirá sino en la resurrección gloriosa». Cf. también J. Mouroux, L'expérience chrétienne, 145-146 y 202-203;  El sentido cristiano del hombre, Madrid 1956, 166 s.

[118] Contra las objeciones de Kant y de Scheler, que oponen amor a ley, el P. Guillon invoca justamente las afirmaciones de Kierkegaard: «Por jovial e indescriptible que sea el amor, siente la necesidad de atarse. Solamente cuando el amror es un deber está eternamente asegurado. Esta seguridad que confiere la eternidad disipa toda inquietud y hace al amor perfecto. Porque el amor inmediato que se contenta con existir, no puede verse libre de cierta angustia, la de poder cambiar. Por el contrario, el verdadero amor, que se ha hecho eterno al convertirse en deber, no cambia jamás. Solamente cuando el amor es deber es también eternamente libre, en una dependencia feliz» (La théoÍogie morale el l'éthique de l'exemplarité personnelle: Angelicum 34 (1957) 257; Kierkegaard, vie el règne de l'amour, 1946. 39-49). De esta forma; la institución. aun la meramente humana, lejos de destruir el amor le permite esquivar, al menos parcialmente, la contingencia; a fortiori podemos asegurar esto de la institución divina del sacramento del matrimonio por la gracia que lleva consigo. Este es también el sentido de los «votos de religión» y del compromiso inherente al celibato perpetuo.

[119] S. TH I-II, q, 108. a.1: «Utrum lex nova aliquos exteriores actus debeat praecipere vel prohibere»; a 2: «Rectus usus gratiae est por opera caritatis».

[120] El evangelio nos ofrece un ejemplo típico en la cuestión del «corbán»: cf.  Mc 7, 9-13. Se ha dicho que a veces el conocimiento de la ley era «el conocimiento del modo que el hombre justo usaba para conseguir sus fines sin quebrantar la ley» (J. Dupont. Gnosis, Louvain 1949, 256). Algunos cristianos observan ciertas leyes, v. g. la de la abstinencia, de manera mu» parecida: cf. nota siguiente.

[121] Al cristiano hay que explicarle no solamente el contenido objetivo de la ley, sino también la intención del legislador. Sólo así adquiere su verdadero sentido. Si se trata de la asistencia a la misa dominical. no hay que quedarse en la acción externa, sino pasar a lo que significa de adoración y de acto de culto. Lo mismo podemos decir, por ejemplo, de la ley del ayuno y abstinencia. Al menos así es como fueron entendidas al principio: se trataba de honrar la pasión de Cristo con una penitencia auténtica, es decir una penitencia que fuese al mismo tiempo un acto de caridad para con el prójimo. Decía san León: «La abstinencia de los fieles dehe ser la refección de los pobres». De forma parecida se expresa san Gregorio en su Regula Pastoralis. Pueden consultarse sobre este tema: A. Guillaume. Jeûne el charité dans l'Église latine des origines au XIIe s., en particulier chez saint Léon le Grand, 1954; Abstinence du vendredi et charité fraternelle: NRT 83 (1961) 510-521.

[122] Cf. G. Gilleman. Le primat de la charité en théologie morale, 255: «El modo cristiano de considerar la ley como la exteriorización del amor y del orden moral, muestra que la esencia de la vida moral no es la obediencia a una ley, sino la caridad hacia las personas; la obediencia, por indispensable que sea, es secundaria con relación al amor... La ley de la gracia no es un yugo pesado impuesto exteriormente, sino la exigencia y la determinación de la caridad».

[123] Cf.  G. Salet, o. c., 575; L. M. Guillon, o. c., 376-377.

[124] Manual de disciplina, col. 6, lín. 6-7. La secta de Qumrán, cuya piedad es innegable, lleva el legalismo al extremo. cf. L. Cerfaux. El cristiano..., 442 s.

[125] Escritos espirituales, 171. Véase el comentario práctico que hace Voillaume en el Mensaje de Beni-Abbei, 23 de febrero de 1950 (En el corazón de las masas, Madrid 1964. 47 s), y el que el mismo Foucauld escribía en su Diaire, 17 de ma»o de 1904: «Én caso de duda respecto a mi manera de comportarme y de seguir el reglamento de los Hermanitos del sagrado corazón de Jesús, me conformaré siempre al modo de obrar de Jesús de Nazaret, de Íesús en la cruz, pues el primer deber de los Hermanitos del sagrado corazón y el mío, el primer artículo de su vocación y la mía, de su reglamento y el mío, lo que para ellos y para mí ha escrito Dios in capite libri, es imitar a Jesús en su vida de Nazaret y, si se presenta la ocasión, imitarle en su camino de cruz; en su muerte» (Citado por J. F. Six, CharÍes de Foucauld, Barcelona 1962). Para un judío conocer su religión consistía esencialmente en conocer a la perfección un código de leyes; para un cristiano, se trata de conocer una persona, a Cristo, de amarle y de seguirle. Pese a la etimología. «discípulo» no es el que aprende (discere) una lección por sublime que sea, sino el que sigue al maestro participando en su pasión y en su resurrección (Cf. Mc 3. 34).

[126] Para santo Tomás. el pecado no sería una «ofensa de Dios» si no se opusiese al bien del hombre: «Non enim Deus a nobis offenditur, nisi ex eo quod contra nostrum proprium bonum agimus» (Summa contra gentiles, 3, c. 122).

 

[127] Santo Tomás. In 2 Cor 3, 17, lect. 3, cf. S. TH. I-II, q. 108, a. 1, ad 2. En In Rom 2, 14, lect. 3, expone santo Tomás los cuatro grados de libertad y de dignidad humanas a propósito de 1 Tim 1, 9: «Iusto lex non est posita».

[128]  Summa contra gentiles, 4. C. 22: “El Espiritu Santo nos inclina a obrar de tal modo que obramos voluntariamente, según el dicho de Pablo: “Donde está el Espíritu del Señor está la libertad” (2Cor 3, 17), y: “Si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Gál 5, 18).

[129] Silvestre de Ferrara: Comment. In Libros Quattuor contra Gentiles S. Thomae de Aquino, 1. 4, c. 22, 4. Puede verse también S. TH, I-II, q. 93, a. 6, ad 1. Es la misma doctrina que san Agustín expone en el De spiritu et littera, c. 14: PL 44, 217.

[130] Subida al Monte Carmelo, frontispicio,

[131] La liberté des saints: Bulletin des Fraternités Charles de Foucauld 86 (1952) 25 s, o bien en IgÍesia y libertad (Semana de los intelectuales católicos 1952), 255. El autor muestra claramente que «no puede alcanzarse la plenitud en la tierra; el término es relativo; la libertad de los santos consistirá siempre en un estado de tensión mejor que en un reposo estable».

[132] Constitutiones, Pars 1, c. 2, n, 13; 4, c. 8,11. 8; 7, c. 2. Decl F; l0, n. 2.

[133] Constitución dogmática Lumen gentium, 3, n. 9, en Concilio Vaticano II. Constituciones, Decretos y DecÍaraciones, Madrid 1965, 23.

[134] Igual importancia daba san Pablo a la oración.

[135] cf.  Rom 2. 4; 9, 12.

[136] Cf. Rom 2. 4; 11, 22; Ef 2. 7.

[137] Gál 5, 13. Nótese el verbo griego empleado que significa una verdadera esclavitud.

[138] La palabra griega chrestos viene de chréshai, «servirse».

[139] Cf. Jn 13, 1-16. 34.

[140] Cf. Rom 5. 6-8; 15, 1-3; Mt 5, 48; Lc 6, 35-36.

[141] Así 1 Cor 10, 24-33; Flp 2, 3. 21.

[142] Aparece en el papiro más antiguo que poseemos (siglo III), llamado Chester Beatty, por su propietario.

[143] Rom 2, 11; Gál 2, 6; cf. Mt 5, 45.

[144] Cf. Lc 14, 13-14.

[145] 1 Cor 4, 12; Rom 12, 20-21; Mt 5, 44-48; Lc 6, 27-36.

[146] Léase a este propósito la anécdota que cuenta santa Teresa del niño Jesús en el c. 9 de Historia de un alma (Obras Completas, Barcelona, 209-210).

[147] Véase L, Lochet, Charité fraternelle et vie trinitaire; NRT 88 (1956) 113-134.

[148] Véanse las referencias más características: longanimidad: 1 Cor 13, 4; Gál 5, 22 y Rom 2, 4; 9, 12; bondad y benignidad: 1 Cor 1, 3, 4; Gál 5, 22; Col 3, 12; Ef 4, 32 y Rom 2, 4; 11, 22; Ef 2. 7; Tit 3. 4; desinterés: 1 Cor 10, 24. 33; 13, 5; Flp 2, 3. 21 y Rom 5, 6-8; 15, 1-3; cf. Mt 5, 48; Lc 6, 35; misericordia: Rom 12, 8 y Tit 3, 5; cf.  Ef 4. 32; Lc 6, 36; compasión; Col 3, 12 y Rom 12, 1; fidelidad: Gál 5, 22 y 1 Cor 1, 9; Rom 3, 3.

[149] S.TH. III, q 48, a 2.

[150] Rom 5, 5; 8, 16; cf. Jn 17, 26.

[151] 1 Jn 4, 8; véase todo el contexto (v. 7-9).

[152] Discurso 17, n. 9.

[153] 1 Cor 6. 15; 10, 17; 12. 12. 27; Rom 12, 5; Col 1, 18; etc.; Ef 1, 23.

[154] San León, Sermones 91 y 9; PL 54, 452-453 y 163. El padre Peyriguère, apóstol de El Kbab, en Marruecos, vivió este misterio con particular intensidad: «La contemplación es tener la experiencia de la presencia. Aquí, cuidando niños, le veo, le toco, tengo la impresión, casi física, de tocar el cuerpo de Cristo. Es una gracia extraordinaria... Cuando pongo una camisa a un niño, visto el cuerpo de Cristo. A fuerza de vivirla (esta presencia) se renueva mi misa...». Gravemente enfermo, retardó su salida para poder distribuir vestidos nuevamente. A la hermanita que le preguntó por qué no había ido antes a Casablanca para que le curasen, respondió sencillamente: «Hermana, no hubiese tenido la alegría de ver a Cristo vestido de nuevo» (G. Gorrée, Le Pére Peyriguère, 54 y 70).

-

[155] Una exposición más amplia en G. Sallet, La loi dans nos coeurs: NRT 89 (1957) 449-462. 561-578.

[156] Comentario de 2 Cor 3, 6.

 

[157] Así Mt 16, 24-28; Mc 8, 34-38; Lc 9, 23-27. Nótese que la declaración de Jesús sigue inmediatamente el anuncio de la Pasión.

[158] cf.  1 Cor 13, 4-7.

 

[159] Cf. Rom 10, 3; Flp 3, 9.

[160] Cf. Rom 7, 7-13; 8, 7-8.

[161] Rom 3, 19-20; 11, 32; Gál 3, 22

[162] Por ejemplo 1 Cor 5, 10-11; 6, 9-10; Col 3, 5-8

[163] Cf. en particular S. TH. I-II, q. 106, a. 1 y 2. q. 108, a 1 y 2.

[164] Gál 5, 14; Rom 13. 8-10.