Jesús Eucaristía, el Amigo que siempre te espera.
Autor: P. Angel Peña O.A.R.

Capítulo 1: Primera Parte: Misa, Sacerdocio y Comunión

En esta primera parte, vamos a profundizar un poco sobre la Eucaristía a través de textos de la Biblia y del Magisterio de la Iglesia. Veremos la importancia de la misa como sacrificio del altar y la necesidad de unirnos a Jesús en la comunión y con nuestro ofrecimiento personal, para formar con El un solo corazón y una sola alma. De todo ello, podremos apreciar la grandeza del sacerdocio ministerial... Pero comencemos primero por conocer y amar al amigo Jesús de Nazaret.


CONTENIDO

El amigo Jesús de Nazaret

Un regalo de amor. La Eucaristía es vida

Eucaristía, don de Dios a la Iglesia

La misa. El sacrificio del altar

La misa viviente. La cena del Señor

Forjadora de mártires

El sacerdote. María y el sacerdote

La comunión. Mi primera comunión

Unión de corazones. Unidos para siempre



Capítulo 1: El amigo de Jesús Nazaret.


a) Nuestro Amigo

Jesús es el amigo que nunca falla. El amigo, especialmente, de los pobres y necesitados, de los enfermos y de los despreciados, en una palabra, de todos los que buscan un consuelo y una razón para vivir. El aprendió en carne propia a sufrir por la incomprensión de los poderosos. Siendo niño tuvo que huir de su país. Más tarde, fue perseguido y encarcelado. Hasta lo consideraron como un blasfemo y profanador del sábado y de las leyes judías establecidas. Algunos lo querían de verdad y lo aclamaban como al Mesías, pero cuatro días antes de su muerte todos lo abandonaron, hasta sus más íntimos amigos. Y se quedó solo ante la cruz. Solamente su madre y el discípulo amado y algunas pocas mujeres lo acompañaron hasta el final.

Sin embargo, después de veinte siglos, cada año hay miles y miles de hombres y mujeres que lo dejan todo, familia, patria, bienes... para seguirle sin condiciones, como aquellos sus doce primeros amigos. El nos enseñó con su vida la más grande y hermosa verdad que el hombre pudo conocer: DIOS ES AMOR. Jesús es Amor, porque es Dios, y te ama a ti y a mi y a todo ser humano que existe, ha existido y existirá desde el principio del mundo hasta el final.

Jesús te conoce por tu nombre y apellidos y te ama tal como eres. No necesitas cambiar para que te ame. Por eso, si nadie te quiere, si todos te rechazan, si eres demasiado anciano o enfermo o pobre o ignorante o pecador... El te ama y te dice: “Hijo mío, tus pecados te son perdonados” (Mc 2,5). “No tengas miedo, porque tú eres a mis ojos de gran precio, de gran estima y yo te amo mucho” (Is 43,4-5). El vino a sanar a los enfermos, a perdonar a los pecadores, a dar libertad a los oprimidos, a dar amor y paz a los que tienen destrozado el corazón (Cf Lc 4,18; Is 61,1).

Por eso, en este momento, respira hondo y sonríe: Jesús te ama. Tu vida está llena de sentido, vale la pena vivir y morir por El. Vale la pena apostarlo todo por El, que espera tanto de ti y cuenta contigo para la gran tarea de la salvación de tus hermanos. Jesús te abre sus brazos con su infinito amor y te dice: Ven a Mí, si estás agobiado y sobrecargado; Yo te aliviaré y daré descanso a tu alma (Cf Mt 11,28). “No tengas miedo, solamente confía en Mí” (Mc 5,36). Tú eres mi amigo, si haces lo que yo te mando (Cf Jn 15,14).
¡Qué alegría ser amigo de Jesús! El es “el más bello de los hijos de los hombres” (Sal 45,3). Según la sábana santa de Turín, medía 1,83 m de estatura, musculoso, con rasgos claramente semitas, cabello abundante, que le caía sobre la espalda, con raya al medio, barba corta, ojos grandes y nariz más bien larga y aguileña. Ciertamente que es la belleza personificada y “en sus labios se derrama la gracia” (Sal 45,3). Por ello, podemos decir que es hermoso, infinitamente hermoso, más que el sol, cuando brilla en todo su esplendor (Cf Ap 1,16). Con su porte sencillo, que inspira confianza y, a la vez, majestuoso. Con una voz poderosa y, a la vez, melodiosa, que infunde terror a los fariseos, pero que atrae a los humildes. Con una sonrisa que cautiva a los niños, que irradia ternura a los enfermos, compasión a los pecadores y para todos un inmenso amor.

Así es nuestro amigo Jesús, que nos espera en la Eucaristía. En cada hostia consagrada está realmente presente. Por eso, la Eucaristía es el sacramento inefable de la presencia amorosa de Jesús entre nosotros. El está ahí y te espera. Vete a la misa a encontrarte con Jesús, vete a sellar tu amistad con El en el momento de la comunión y, todos los días, vete a visitarlo y a adorarlo, porque es tu amigo y es tu Dios.

b) Rey del Universo

Jesús es tu Dios. El es el Rey del Universo y con El vivimos en el centro mismo del Corazón del Dios. El Corazón de Jesús es un Corazón eucarístico y también cósmico, pues a El y en El converge todo lo que existe en un flujo y reflujo constante. Por El nos viene la salvación y la santificación. “En El fueron hechas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra... Todo fue hecho por El y para El... Por El quiso reconciliar todo lo que existe y por El Dios estableció la paz en el cielo y en la tierra” (Col 1,15-20).

“Sus ojos son como llamas de fuego, lleva en su cabeza muchas diademas y tiene un nombre escrito, que nadie conoce, sino El mismo, y viste un manto empapado en sangre y tiene por nombre Verbo de Dios. Le siguen los ejércitos celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco, puro. De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones y El las regirá con vara de hierro... tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de Reyes y Señor de los Señores” (Ap 19,12-16). “Es semejante a un hijo de hombre, vestido con una túnica talar y ceñidos los lomos con un cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos, blancos como la lana blanca, como la nieve... Su voz, como la voz de muchas aguas. Su aspecto, como el sol, cuando resplandece en toda su fuerza” (Ap 1,12-16).

A El se le dio “el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron y su dominio es dominio eterno, que no acabará, y su imperio es imperio que nunca desaparecerá” (Dan 7,14). Y el Padre “lo exaltó y le otorgó un Nombre sobre todo Nombre, de modo que, al Nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y en el abismo y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Fil 2,9-11). Si lo viéramos en todo su poder divino, como los apóstoles el día de la transfiguración, sentiríamos miedo ante la grandeza de su divinidad.

S. Juan en el Apocalipsis nos cuenta que “así que lo vi caí a sus pies como muerto; pero El puso su diestra sobre mí y me dijo: No temas, yo soy el primero y el último, el viviente que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del infierno” (1,17-18).

Y, sin embargo, a pesar de su inmensidad y majestad divina, no quiere que le tengamos miedo. Y se ha acercado a nosotros pequeño, sencillo y escondido bajo la humilde apariencia de pan, porque es “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Cuenta Sta. Angela de Foligno que ante la visión de la humanidad gloriosa de Cristo recibió: “una alegría inmensa, una luz sublime, un deleite indecible y deslumbrante que sobrepasa todo entendimiento”.

La humanidad de Jesús
Jesús es el hombre Dios. Como Dios, Verbo de Dios, Hijo de Dios, segunda persona de la Trinidad, ya estaba en el mundo desde toda la eternidad y no necesitaba venir a la tierra, pero quiso venir también como hombre para hacerse amigo nuestro, y ahora está como hombre y Dios en lugares concretos: en el cielo con su cuerpo glorificado y en cada hostia consagrada en la Eucaristía. Porque “en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2,9).

Ya la misma palabra “Cristo”, que quiere decir ungido, o Jesús, que quiere decir Salvador, nos está hablando de su humanidad; pues para salvar y ser ungido tuvo que hacerse hombre y tomar nuestra naturaleza humana. El quería ser amigo de los hombres para que pudiéramos sentir el calor de su mano, la dulzura de su voz, el amor de su corazón... Para que pudiéramos sentirlo cercano y no le tuviéramos miedo. Por eso, ahora esconde su divinidad bajo las apariencias de un poco de pan. El es el “Emmanuel”, que quiere decir, Dios con nosotros (Mt 1,23; Is 7,14). El es “el mediador de la nueva alianza” (Heb 12,24), es decir el puente entre la humanidad y la divinidad. Pero sólo es mediador en cuanto hombre, como dice S. Agustín (C. de Dios 11,2). Por esto, S. Pablo nos dice con toda claridad: “Uno es Dios y uno también es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús” (1 Tim 2,5). Aquí recalca Pablo la palabra el hombre Cristo Jesús para que no prescindamos de su humanidad y no busquemos solamente a un Cristo divino y espiritual. El es el único mediador necesario entre Dios y los hombres. María y los santos son colaboradores, intercesores o mediadores secundarios para llegar por Cristo al Padre. Sobre este punto de la importancia de la humanidad de Jesucristo, nos habla mucho y profundamente la gran doctora de la Iglesia Sta. Teresa de Jesús: “Una vez, acabando de comulgar se me dio a entender cómo este sacratísimo cuerpo de Cristo lo recibe su Padre dentro de nuestra alma y cuán agradable le es esta ofrenda de su Hijo..., por que su humanidad no está con nosotros en el alma, sino la divinidad, y así le es tan acepto y agradable y nos hace tan grandes mercedes (en la comunión)” (CC 43). “Y veo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta humanidad sacratísima en quien su Majestad se deleita. Muy, muchas veces lo he visto por experiencia y me lo ha dicho el Señor He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos” (V 22,6). Y “yo comencé a tomar amor a la sacratísima humanidad de Jesús” (Y 24,3).
Ella misma nos dice que podemos dejar a un lado las imágenes de Jesús, cuando estemos delante de El, vivo y presente en la Eucaristía. Dice así: “No veis que es bobería dejar en aquel tiempo la imagen viva y la misma persona para mirar al dibujo? ¿No lo sería, si tuvieseis un retrato de una persona que quisiereis mucho y la misma persona os viniese a ver dejar de hablar con ella y tener toda la conversación con el retrato? ¿Sabéis para cuándo es bueno y santísimo y cosa en que yo me deleito mucho (tener imágenes)? Para cuando está ausente la misma persona, entonces es un gran regalo ver una imagen de N. Señora o de algún santo, a quien tenemos devoción, cuánto más la de Cristo... Desventurados estos herejes que carecen de esta consolación... Pero, acabando de recibir al Señor teniendo la misma persona delante, procurad cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma y rmiraos al corazón” (CP 61,8).

Y, sin embargo, ¡cuántos católicos prescinden fácilmente de las bendiciones de Cristo Eucaristía! Entran a una Iglesia y se van directamente a su santo favorito y se olvidan del jefe de casa, de Jesús sacramentado, y salen de la Iglesia sin haberlo saludado siquiera. ¿Por qué? Porque no conocen a Jesús y su fe en El, presente en el sagrario, es tan pequeña que no le dan importancia y prefieren sus imágenes a su persona viva y real entre nosotros. Un lamentable error, que debemos corregir en nosotros y en los que son ignorantes de tan gran realidad.

Una vez, alguien le dijo a Sta. Teresa: Si yo hubiera podido vivir en tiempo de Jesús y hubiera podido hablar con El y tocarlo y verlo... mi vida hubiera sido diferente. Y ella respondió: ¿Pero es que no tenemos en la Eucaristía al mismo Jesús? ¿Para qué buscar más? Por eso, S. Pedro Eymard decía: “Ahí está Jesús. Por tanto, todos debemos ir a visitarlo diariamente”.

Muchas veces, me he preguntado qué sería del mundo sin la Eucaristía, sin el amigo, Dios y hombre, Cristo Jesús. Yo, personalmente, después de haber podido disfrutar de su presencia gloriosa en este sacramento, sentiría que me faltaba algo, nuestras iglesias me parecerían vacías sin esa presencia sublime de Jesús Eucaristía. Nadie me podría llenar ese vacío ni con toda su oratoria ni con toda su oración.

Unas tres o cuatro veces he visitado iglesias protestantes, ¡qué frío se siente en ellas! Son solamente salones llenos de sillas, como los hay en cualquier hotel, colegio o institución. Allí está Dios como en cualquier lugar del Universo, allí se puede orar como en cualquier lugar del mundo, pero... Cristo, el amigo humano divino, no está allí. ¿Acaso Cristo vino solamente para quedarse con nosotros treinta y tres años? El nos prometió: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Y lo está cumpliendo no sólo como Dios, como cuando dice: “donde están dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20); lo está cumpliendo verdaderamente como hombre también, al quedarse en la Eucaristía para siempre.
Por eso, ¿qué podemos decir a quienes no aceptan a Cristo Eucaristía? Ellos son como aquellos esposos que sólo quisieran amarse por teléfono por creer que no necesitan de su presencia física. Así son todos los que creen no necesitar la presencia física de Jesús eucarístico para amarlo en plenitud. ¿Acaso no nos hubiera gustado vivir en tiempos de Cristo y haberlo conocido y ser sus amigos?

Supongamos que un buen día se apareciera Jesús de nuevo en la tierra y fuera predicando y haciendo milagros por pueblos y ciudades. ¿No sería soberbia de nuestra parte decir: yo ya tengo a Cristo en mi corazón y no necesito nada más? Una cosa es decir “creo en Cristo” y “amo a Cristo” y otra cosa es la plenitud de vida con El, que se logra con más facilidad e intensidad a través de la unión con El en la comunión eucarística. Y, sin embargo, nuestros hermanos separados hablan mucho de Cristo, pero no tienen a Cristo completo, pues les falta esta dimensión humana de Jesús; ya que, en nuestra alma, está sólo Cristo como Dios y no como hombre, y debemos ir a la Eucaristía para poder unir nuestra humanidad con la suya y por ella unirnos a la Trinidad.

La Vble. María Celeste Crostarosa, afirmaba: “La humanidad de Cristo es siempre la puerta para entrar a Dios... Nadie puede olvidarse de ella por muy sublime que sea el grado de unión con Dios que haya alcanzado”. Y le daba tanta importancia a la humanidad eucarística de Jesús que indicaba “como punto de llegada de todo camino espiritual, la plena transformación eucarística” (Juan Pablo II a las redentoristas, 31-10-96).

Por esto, estoy plenamente convencido de que, quienes prescinden de la Eucaristía, no pueden alcanzar las más elevadas cumbres de la santidad, a las que han llegado tantos y tantos santos católicos, que han centrado su vida y su amor en el Cristo del sagrario. Podemos decir con seguridad y firmeza que la Eucaristía es el lugar privilegiado de nuestro encuentro con Dios, es el lugar más importante, más deslumbrante y emocionante para encontramos con El. No puede haber en el mundo presencia más importante de Dios que la que tiene lugar a través de Jesús Eucaristía. Éste es el lugar de máxima cercanía con Dios. Allí lo encontramos más cercano y amigo de los hombres. Por ello, la Eucaristía es el mayor medio de santificación que pueda existir para el hombre, que quiere amar a Dios con sinceridad de corazón. Jesús desde el sagrario te está diciendo: “Te he amado desde toda la eternidad” (Jer. 31,3). “Tú eres precioso a mis ojos, muy querido y YO TE AMO... No tengas miedo, porque yo estoy contigo” (Is 43,4-5). Pero ¿crees tú en la presencia real de Jesús en la Eucaristía? ¿Eres amigo de Jesús? ¿Estarías dispuesto a dar tu vida por El?

En la guerra civil española (1936-39), los marxistas sorprendieron a un niño de 11 años, llevando la comunión a los enfermos. Y, por no dejarse arrebatar las hostias ni renegar de su fe, lo mataron. El pequeño mártir murió, besando y adorando a Jesús, apretándolo contra su corazón. El, al igual que S. Tarsicio en los primeros tiempos del cristianismo, murió antes de dejar profanar la Eucaristía. Pero ya había logrado distribuir en los últimos meses más de mil quinientas comuniones.

Un Jueves Santo de 1939, cerca del Polo Norte, cuenta el P. Llorente, jesuita de Alaska: “Había una tormenta de nieve fuera de lo común con más de 40 grados bajo cero. Me preparé para celebrar la misa yo solo en nuestra pequeña capilla. De pronto, oigo un toque a la puerta. Era una mujer esquimal de cincuenta años totalmente cubierta de nieve, pues venía de lejos, que me dice: Padre, no podía resistir y me eché a la calle, confiando en Jesús. No quería perderme la comunión en este día. Me he extraviado varias veces por el camino y creí que iba a morir en algún ventisquero; pero me encomendé a Dios y luego torcí por el camino y no sé cómo, de repente, me encontré a la puerta de la Iglesia. Todo lo hice por comulgar”. ¿Estarías tú dispuesto a exponer tu vida por amor a Jesús Eucaristía?

 



Capítulo 2: Un regalo de amor. La Eucaristía es vida

UN REGALO DE AMOR

La Eucaristía es un regalo de amor de Dios a los hombres, es el tesoro de los tesoros. Es el regalo de los regalos. Es Dios mismo que se da como don y alimento a los hombres. ¿Podríamos haber imaginado mayor muestra de amor? La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Jesús, del amigo divino, que viene a nosotros a ofrecernos su amistad y a pedimos un poco de amor. La Eucaristía (misa, comunión, adoración) es la mejor manera de encontrarnos con Dios, de renovar nuestra amistad con Jesús... Es el mejor alimento espiritual, es la mejor oración. Y, sin embargo, cuánta falta de fe en dejar abandonado al Dios escondido. Precisamente, no pensar en la Eucaristía, no vivir la Eucaristía, es el mayor pecado o deficiencia de nuestro catolicismo. La mayor parte de las iglesias están cerradas casi todo el día, escondiendo así al mayor tesoro del Universo y al mejor medio de santificación: Jesús Eucaristía.

Debemos tener bien claro que la Eucaristía no es algo, sino Alguien. Alguien que te ama y te espera. Su nombre es JESUS. Por eso, toda tu vida cristiana debe ser una vida de amistad con Jesús, lo que significa que debe ser una vida eucaristizada, con una relación personal con Jesús Eucaristía.

Sin embargo, la mayor parte de la gente, cuando tiene problemas, busca solamente la salud en médicos, siquiatras o curanderos de cualquier clase. Se van a cualquier grupo o religión para buscarla... y dejan solitario al médico de los cuerpos y de los corazones, Cristo Jesús. ¿No es esto como para llorar de pena? Se busca la felicidad en tantas cosas, a veces costosas, cuando tenemos tan cerca al Dios de la felicidad. ¿Por qué? ¿Por qué no creemos un poco más? ¿Por qué no comemos el “pan de los fuertes”?

¡Qué pena la de Jesús, viendo tantas almas que se debaten bajo sus ruinas y que ya no sienten el calor del sol ni oyen el trino de los pájaros ni perciben el perfume de las flores! ¡Tantas almas frías y egoístas para quienes ya no existe la paz ni la alegría y casi no tienen fe! ¡Con lo fácil que les sería acercarse al sagrario para pedir ayuda! ¡Cuánto amor y cuánta paz encontrarían para superar las dificultades de cada día!

En 1937 varios exploradores rusos lograron pasar unos meses en las proximidades del Polo Norte, en el reino del hielo eterno, o, como solía decirse, de la “muerte eterna”. Hasta entonces, se creía realmente que allí no podía crecer ninguna planta. Por eso, la sorpresa de los exploradores fue enorme al encontrar en el mismo Polo Norte una flor. Era una especie de alga diminuta, del tamaño de la cabeza de un alfiler, de color azul. Quisieron descubrir su raíz y empezaron a cavar. Cavaron nueve metros de profundidad y todavía no dieron con el final de la raíz... Ciertamente, esa flor es un ejemplo para nosotros. Por todas partes, le rodeaban el hielo y la muerte y no se asustaba ni retrocedía. Iba taladrando el suelo y se lanzó, en el reino de la oscuridad y de las tinieblas, hacia arriba en busca de la luz, hasta que la encontró. No le importó, si tuvo que subir veinte metros. Valió la pena llegar a la luz y poder alegrar la vida de unos exploradores y alabar a Dios en las solitarias y heladas regiones del Polo Norte. Por eso, tú no te desanimes, no importa cuántos metros estés bajo el peso de tus pecados. Jesús te espera en la confesión y en la luz del sagrario, sigue subiendo, El es la luz del mundo y te está esperando para darte una nueva vida.
Allí, en el sagrario, vela Jesús todas las noches en silencio, esperando la llegada del alba y de algunas personas que lo amen para repartirles sus tesoros de gracia escondidos en su Corazón. Porque el sagrario contiene todos los tesoros de Dios, ahí están los almacenes llenos y son inagotables. ¿Por qué no vas a misa? ¿Por qué no comulgas? ¿Por qué no te arrodillas ahora mismo, en el lugar donde te encuentras, y te diriges al Jesús del sagrario? Mira hacia la iglesia y dile así:

Jesús mío, ¿qué haces ahí todo el día en la Santa Eucaristía? ¿Qué haces en las noches silenciosas, solitario en la blanca hostia? ¿Esperándome? ¿Por qué? ¿Tanto me amas? ¿Y por qué yo me siento tan angustiado por los problemas y creo que Tú te has olvidado de mí? ¿En qué pienso? ¿En qué me ocupo? ¿Por qué me siento tan solo, si tú eres mi compañero de camino? Ahora, he comprendido que tú me amas y me esperas y seguirás esperándome sin cansarte jamás, porque tienes todo tu tiempo exclusivamente para mí. Señor aumenta mi fe en tu presencia eucarística. Lléname de tu amor ven a mi corazón. Yo te adoro y yo te amo. Yo sé que tú estás siempre conmigo y que contigo ningún vendaval y ninguna tempestad podrá destruirme. Dame fuerza, Jesús, YO TE AMO, perdóname mis pecados. Yo sé que, si estoy contigo, tengo conmigo la fuerza del Universo, porque tú eres mi Dios.

¡Oh misterio bendito, prodigio de amor; sacramento admirable, fuente de vida, Jesús Eucaristía! ¡Qué vacía estaba mi vida sin Ti! Ahora he comprendido que tú eres mi amigo y quieres abrazarme todos los días en la comunión. Por eso, yo te prometo ir a visitarte todos los días y asistir al gran misterio de amor de la Eucaristía. Quiero ser tu amigo. ¡AMIGO DE JESUS EUCARISTÍA!


LA EUCARISTIA ES VIDA

Dice Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Y la Eucaristía es el mismo Jesús de Nazaret, que viene a traemos vida y “vida en abundancia” (Jn 10,10).

¿Estás vacío, triste, angustiado, desesperado? Ahí está Jesús que te espera. No le tengas miedo. Acude a El con confianza. El es tu Dios y te dice: “No tengas miedo, solamente confía en Mí” (Mc 5,36).

La Eucaristía es la fuente de la vida, de la verdadera vida, de la vida eterna. ¿Estás sediento de amor, de paz, de alegría, de comprensión? Ahí está Jesús que te saciará tu hambre y tu sed. El te dice: “Yo soy el pan de vida, el que viene a mí ya no tendrá más hambre, el que. cree en mi; jamás tendrá sed” (Jn 6,35). “Yo soy el pan vivo bajado del cielo, si alguno come de este pan, vivirá para siempre y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn 6,51). “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en El... el que me come vivirá por mi... el que me come vivirá para siempre” (Jn 6,53-59). Jesús es fuente de vida y quiere, a través de nosotros, serlo también para los demás. Por eso, nos dice: “El que cree en mí; ríos de agua viva correrán de su seno” (Jn 7,38). Asistamos, pues a la celebración eucarística a colmarnos de vida divina para que podamos después compartirla con nuestros hermanos. Recordemos a todos lo que dice Jesús: “El que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la vida” (Ap 22,17). “Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, le daré gratis de la fuente de agua de vida... y seré su Dios y El será mi hijo” (Ap 21,6-7). “Si alguno tiene sed, que venga a Mí y beba” (Jn 7,37).
Sí, Jesús es la vida de nuestras almas, pero ¿cuántos creen en El? ¿Cuántos lo reciben con amor? Y Cristo sigue gritando a los cuatro vientos: “Esto es mi Cuerpo, que es entregado por vosotros, haced esto en memoria mía... Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22,19-20). Y S. Pablo insiste: “Sed vosotros jueces de lo que os digo: el cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso la comunión con la sangre de Cristo y el pan que partimos, ¿no es acaso la comunión con el Cuerpo de Cristo?” (1 Co 10,16).

“Yo he recibido del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado tomó pan y después de dar gracias lo partió y dijo: Esto es mi Cuerpo, que se da por vosotros, haced esto en memoria mía. Y asimismo después de cena; tomó el cáliz, diciendo: Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre, cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía... Así pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor Examínese, pues, cada uno a sí mismo y coma del pan y beba del cáliz, pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación”
(1 Co 11,23-26).

La Eucaristía es “el manjar de los ángeles” (Sab 16,20), “el pan de los fuertes” (Sal 78,25), “el pan de los cielos” (Sal 105,40), “el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51). Es por esto que el que comulga con frecuencia, sentirá en su alma una fortaleza extraordinaria para afrontar los problemas de la vida diaria y se conservará fuerte y joven espiritualmente, porque estará recibiendo vigor del Dios eternamente joven, que nunca envejece y que es fuerte sobre todas las cosas.

El año 1901 se cerraron en Francia todos los conventos y expulsaron a los religiosos, pero se permitió que continuasen en el hospital de Reims las religiosas enfermeras. Un día llegó allá la comisión inspectora del Concejo municipal y le invitó a la Superiora a enseñarla todas las salas. Abrió la primera sala: todos eran enfermos de cáncer ellos pasaron de largo. Abrió la segunda, la tercera, la cuarta, todo eran enfermos de gravedad. Los miembros de la comisión no se detuvieron en ninguna sala. Uno de ellos, al despedirse, le preguntó a la Superiora:
- Usted ¿cuánto tiempo lleva aquí?
- Cuarenta años.
- Y ¿de dónde sacó fuerzas para aguantar?
- Comulgo todos los días. Si no estuviese conmigo Jesús sacramentado, no habría podido resistir.
Sí, allí en la hostia santa, está el poder infinito de un Dios, que no ha querido escoger el rayo para manifestar su poder, ni el diamante con todo su brillo cautivador. No escogió el rocío, tan dulce y agradable para acercarse a los hombres escogió la rosa tan hermosa. Quiso escoger, para esconderse y acercarse a nosotros, un pedazo de pan. Y nosotros ¿por qué estamos tan hambrientos y sedientos, cuando hay tanto alimento en la Eucaristía? ¿Por qué helarnos de frío espiritual, cuando hay tanto fuego ante el altar? ¿Por qué perdernos en las tinieblas del pecado, cuando hay tanta luz y tanta vida en Jesús Eucaristía.

Que no te pase a ti como a aquellos pasajeros de un barco averiado en alta mar. Iban a la deriva y llegaron a las costas del Brasil, pero se estaban muriendo de sed... Cuando llegó el barco salvador, todos a un exclamaron: ¡Agua! ¡Agua! ¡Dadnos agua, que morimos de sed! Y lo del barco les dijeron: ¿por qué no beben el agua del mar? Están rodeados por todas partes de agua y esta agua es buena, porque es del río Amazonas, que hace potable el agua del mar varios kilómetros después de la desembocadura. ¡Bebed, bebed y quedaréis saciados! Se estaban muriendo de sed, como tantos católicos, que tienen la fuente de la vida a su disposición, y no saben o no quieren beber del agua de la verdadera vida, que es Cristo Jesús.

Te puede pasar también como a aquel hombre que tenía una finca, donde había un salto de agua muy grande. Durante muchos años, sus amigos le decían que pusiera una turbina para generar corriente eléctrica, y él no hacía caso. Cuando ya fue viejo, un día se le ocurrió seguir los consejos de sus amigos y se admiró del tesoro que había tenido tanto tiempo olvidado. Pudo obtener electricidad para todos los pueblos cercanos e, incluso, para varias fábricas que se establecieron en el lugar. Y entonces pudo decir: ¡Cuánta energía perdida! Sí, cuánta energía espiritual perdida por desidia, por ignorancia o por comodidad. Acude a la Eucaristía. La comunión te dará fuerza y alegría al alma. Te llenará de una nueva vida y te rejuvenecerá el espíritu.

¡Ven Jesús. Ven, a mi corazón. Dame tu vida y lléname de amor! Tú eres fuente inagotable de aguas vivas. Tú eres la vida de mi vida. Tú eres mi Señor y mi Dios.



Capítulo 3: Eucaristía, don de Dios a la Iglesia

Juan Pablo II decía que “la Eucaristía es el más grande don que Cristo ha ofrecido y ofrece permanentemente a la Iglesia” (3 1-10-82). Es el “tesoro más precioso” (MF 1). En la celebración eucarística, “por la consagración del pan y del vino, se opera el cambio de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo Nuestro Señor y de toda la sustancia de vino en la sustancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transustanciación” (Cat 1376). De ahí que, en la Eucaristía, bajo las apariencias de pan y vino se hace presente una nueva realidad: Jesús, vivo y resucitado. “Esto quiere decir que, después de la consagración, no queda ya nada del pan y del vino, sino solas las especies; bajo las cuales esta presente, todo e íntegro, Cristo en su realidad física, aun corporalmente presente, aunque no del mismo modo como están los cuerpos en un lugar” (MF 5).

“La Iglesia enseña y confiesa claramente y sin rodeos que en el venerable sacramento de la santa Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente Nuestro Señor Jesucristo, bajo la apariencia de esas cosas sensibles” (Trento, Denz 1636).
En este sacramento está “Cristo mismo, vivo y glorioso.., con su Cuerpo, sangre, alma y divinidad” (Cat 1413). Esta presencia real de Cristo en la Eucaristía “se llama real, no por exclusión, como si las otras presencias no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es sustancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro” (MF 5). Y está presente “no de una manera transitoria, sino que permanece en las hostias, que se conservan después de la consagración, como pan bajado del cielo, absolutamente digno, bajo el velo del sacramento, de honores divinos y de adoración” (Pablo VI en Burdeos 12-4-66).

Por eso, el sagrario, donde está Jesús, “debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la Iglesia y debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santo sacramento” (Cat 1379).

“La Eucaristía es la fuente y cima de toda la vida cristiana... La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir Cristo mismo” (Cat 1324). Por eso, “para que la Iglesia pueda desarrollarse, es preciso poner de relieve el carácter central de la Eucaristía, en virtud de la cual y alrededor de la cual, la comunidad se forma, vive y llega a su madurez” (carta aprobada por Juan Pablo II 1-10-89). Según el ritual de la Eucaristía fuera de la misa: “La celebración de la Eucaristía es el centro de toda la vida cristiana y el manantial y la meta del culto que se brinda a Dios” (N° 1 y 2).
“La Eucaristía es el centro de la comunidad parroquial. Permaneciendo en silencio ante el Santísimo Sacramento es a Cristo, total y realmente presente, a quien encontramos, a quien adoramos y con quien estamos en relación. La fe y el amor nos llevan a reconocerlo bajo las especies de pan y de vino al Señor Jesús... Es importante conversar con Cristo. El misterio eucarístico es la fuente, el centro y la cumbre de la actividad espiritual de la Iglesia. Por eso, exhorto a todos a visitar regularmente a Cristo presente en el Santísimo Sacramento del altar pues todos estamos llamados a permanecer de manera continua en su presencia. La Eucaristía está en el centro de la vida cristiana... Recomiendo a los sacerdotes, religiosos y religiosas, al igual que a los laicos, que prosigan e intensifiquen sus esfuerzos para enseñar a las generaciones jóvenes el sentido y el valor de la adoración y el amor a Cristo Eucaristía” (Juan Pablo II, 28-5-96).

La Eucaristía debe ser también el centro, especialmente, de cada casa de religiosos. Dice el canon 608: “Cada casa ha de tener al menos un oratorio, en el que se celebre y esté reservada la Eucaristía y sea verdaderamente el centro de la Comunidad”. “Y en la medida de lo posible, sus miembros participarán cada día en el sacrificio eucarístico, recibirán el Cuerpo Santísimo de Cristo y adorarán al Señor presenté en este sacramenta” (Canon 663). La Eucaristía es la perla preciosa, el tesoro escondido de que habla el Evangelio.

¿Que más podemos decir, si tenemos entre nosotros tan cerquita al propio Dios en persona, al mismo Jesús de Nazaret? Por eso, en la plegaria N° 1 de la misa, pedimos que “cuantos recibimos el cuerpo y la sangre de tu Hijo, seamos colmados de gracia y bendición”.
Hagamos de nuestra vida, una vida eucarística, es decir, agradecida, pues Eucaristía significa acción de gracias. Allí está Jesús, irradiando rayos luminosos de amor, que, aunque invisibles, no por ella son menos reales y eficaces.

La Eucaristía no es un trozo del árbol de la cruz, donde clavaron a Jesús, sino Cristo mismo. No son sus escritos personales, sino su misma persona, no es su fotografía o su imagen, sino El mismo, vivo y resucitado con su corazón palpitante. En la Eucaristía no tenemos sólo. el recuerdo, las ropas o la corona de espinas, sino su propio Corazón traspasado, su propia cabeza, su propio cuerpo. Es Jesús, nuestro amigo y Salvador.

Por eso, la Eucaristía es el punto de apoyo que mueve el mundo, como diría Arquímedes. Y nosotros necesitamos de este punto de apoyo para mover nuestras almas a la santidad. La Eucaristía es el centro de energía espiritual del catolicismo, es como una central eléctrica o atómica del espíritu. ¿Por qué no aprovechar tanta energía que tenemos a disposición? Decía un hermano separado: yo no creo en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, pero, si creyera, me pasaría la vida de rodillas. Y tú ¿qué haces? ¿Qué importancia tiene la Eucaristía en tu vida? Se necesitaría toda una vida para prepararse a recibir la comunión y toda una vida para dar gracias. Y, sin embargo, comulgamos con tanta tranquilidad que parece indiferencia.

“La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico, Jesús nos espera en este sacramento del amor No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración... No cese nunca nuestra adoración” (Cat 1380).

¡Oh Jesús, gracias por la misa de todos los días! ¡Gracias por el regalo inmerecido de ser católico y poder conocerte y amarte en este sacramento del amor!
 



Capítulo 4: La misa. El sacrificio del Altar

LA MISA

“La misa es una acción que tributa a Dios el más grande honor que puede tributársele; es la obra que más abate las fuerzas del infierno; la que más apacigua la encendida cólera de Dios contra los pecadores y la que procura a los hombres en la tierra, el mayor cúmulo de bienes” (5. Alfonso Ma. de Ligorio). “Todas las buenas obras, tomadas juntas, no pueden tener el valor de una santa misa, porque aquéllas son obras de los hombres, mientras que la misa es obra de Dios” (Cura de Ars). Por tanto, “hay que confesar que el hombre no puede hacer obra más santa que celebrar una misa” (Trento ss 22).

“La misa es el acto más sagrado. No se puede hacer otra cosa mejor para glorificar a Dios ni para mayor provecho del alma, que asistir a la misa tan a menudo como sea posible” (S. Pedro Eymard). “Sin la santa misa ¿qué sería de nosotros? Todos aquí abajo pereceríamos, ya que únicamente eso puede detener el brazo de Dios. Sin ella, ciertamente, la Iglesia no duraría y el mundo estaría perdido y sin remedio” (Sta. Teresa de Jesús). “Yo creo que, si no existiera la misa, el mundo ya se hubiera hundido en el abismo, por el peso de su iniquidad. La misa es el soporte que lo sostiene” (S. Leonardo de Pto Mauricio). “Sería más fácil que el mundo sobreviviera sin el sol que sin la misa”
(P. Pío de Pietrelcina).

¡Vale tanto la misa! Un santo obispo decía: “!Qué gozo siente mi alma al celebrar la misa! Por muy ofendido, despreciado, blasfemado e injustamente, tratado que sea Dios de parte de muchos hombres... tengo la dicha de dar a Dios infinitamente más gloria que ofensas puede recibir de los pecados de los hombres. ¿Nos explicamos ahora, por qué no se ha roto en mil pedazos al golpe de la ira divina esta tierra pecadora? ¿Nos explicamos por qué hay sol en los días y luna en las noches y lluvias en el tiempo oportuno y comunicación de Dios con los hijos de los hombres? HAY MISAS EN LA TIERRA en todos los minutos del día y de la noche se está repitiendo a lo largo del mundo: Por Cristo, con El y en El... todo honor y toda gloria”. (Beato Manuel González).

“Si supiéramos el valor de una misa, nos esforzaríamos más por asistir a ella” (Cura de Ars). “ Uno obtiene más mérito asistiendo a un misa con devoción que, repartiendo todos sus bienes a los pobres viajando por todo el mundo en peregrinación” (S. Bernardo). “Si comprendiésemos el valor de una misa, andaríamos hasta el fin del mundo para asistir a ella” (Sta. Magdalena Postel). Por eso, “el ángel de la guarda se siente muy feliz cuando acompaña a un alma a la santa misa” (Cura de Ars).
Así piensan los santos ¿y tú? ¿Crees todo esto? La misa es la Suma de la Encamación y de la Redención. Es el acto más grande, más sublime y más santo que se celebra todos los días en la tierra. La mis es el acto que mayor gloria y honor puede dar a Dios. Todos los actos di amor de todos los hombres que han existido, existen y existirán, no sonada en su comparación. Porque la misa es la misa de Jesús y, según Sto. Tomás de Aquino, vale tanto como la muerte de Jesús en el CaIvario, ya que la misa es la renovación y actualización del sacrificio de la cruz. “Es el memorial de la muerte y resurrección de Jesús” (Vat II, SL 47). Memorial es hacer vivo y real ahora entre nosotros, un acontecimiento salvífico que tuvo lugar en tiempos pasados.

Supongamos que hubieran tenido estudios de cine y TV en aquellos tiempos de Jesús y hubieran filmado su pasión, muerte y resurrección. ¡Qué emoción sería para nosotros ahora poder contemplar con nuestros ojos lo que sucedió hace dos mil años y poder ver a Jesús resucitado! Pues bien, la misa es algo más que una película, por muy bonita que sea, es un memorial, es decir, es la misma realidad actual y palpitante, aunque expresada de otra manera, de modo sacramental, sin derramamiento de sangre. Por eso, decimos también que la misa es el memorial de la Pascua de Cristo, el memorial de la Redención o de su Pasión, muerte y resurrección. En una palabra, diríamos que es el memorial de su infinito amor, pues en cada misa el amor infinito y eterno de Jesús se hace palpable y se sigue ofreciendo por nuestra salvación. Este amor de Jesús se hace presente al entregarse a cada uno en la comunión y al encarnarse de nuevo entre nosotros, como en una nueva Navidad, en el momento de la consagración.

La consagración es el corazón de la misa, sin ella no habría adoración ni sagrarios ni comunión. Por eso, cuando en otros tiempos no se acostumbraba a comulgar todos los días, los fieles estaban bien atentos y miraban a la hostia en la elevación, con deseos de comulgar, para hacer así una comunión espiritual.

Cuando tú asistas a la misa, procura estar atento a este momento cumbre del gran prodigio de amor. Toda la misa converge en este momento sublime, en que todo un Dios se acerca a nosotros como en una nueva Navidad. Para este momento supremo viven todos los sacerdotes, para esto se celebra la misa. Sin la consagración, la misa no sería misa. Vive conscientemente este gran acontecimiento y agradece a Dios por este gran milagro que sucede cada día. Piensa en lo que sucede: unas breves palabras pronunciadas sobre la hostia y, en el mismo instante, esta hostia viene a contener un tesoro mayor que todos los tesoros de la tierra.

Dice S. Agustín: “Recítanse las preces para que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y sangre de Cristo. Suprimidas las palabras no hay más que pan y vino. Lo repito, antes de pronunciar las palabras (de la consagración) sólo hay pan y vino; al pronunciarlas se convierten en el sacramento” (Sermo 6,3). El autor de esto es el Espíritu Santo, que también lo es de la consagración sacerdotal. “Lo que Cristo realizó sobre el altar de la cruz y que, precedentemente estableció como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del Espíritu Santo. El sacerdote se halla como envuelto por el poder del Espíritu Santo y las palabras que dice adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo durante la última Cena” (DM 8). ¡Qué admirable misterio! ¡Oh, si pudiésemos ver lo invisible del mundo espiritual!

Jesús baja a la tierra, obedeciendo las palabras de un humilde sacerdote. Y lo mismo sucede esto en las grandes catedrales de los países ricos como en las humildes casitas de esteras de los pobres de África o de América Latina.

Un sacerdote, amigo mío, me manifestaba lo que le había pasado un día en el momento de la consagración del vino. En ese momento, ante sus ojos asombrados, vio cómo el vino del cáliz empezó a burbujear y miles de burbujas se movían, mientras decía las palabras: Este es el cáliz de mi sangre... Así Dios le hizo entender, de un modo extraordinario, la maravillosa realidad de la conversión del vino en su sangre divina. A partir de ese momento, su fe en la Eucaristía se reafirmó para siempre. No dudemos, digamos como Sto. Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Y procuremos, en esos momentos, estar de rodillas ante nuestro Dios. No seamos meros espectadores, indiferentes a lo que se celebra ¿Acaso estamos de pie para que no se manche nuestra ropa? Alguien ha dicho que nunca es el hombre más grande que cuando está de rodillas. No te avergüences de estar de rodillas ante tu Dios.

Sta. Margarita María de Alacoque cuenta en su Autobiografía que su ángel de la guarda: “no soportaba la menor falta de modestia o de respeto ante Jesús sacramentado, delante del cual lo veía postrado en tierra y deseaba que yo hiciese lo mismo”. Y tú ¿le negarás el respeto y amor que se merece? ¿Le negarás hospedaje en tu corazón? ¿Le negarás obediencia a su deseo de que vengas a la misa los domingos?

La misa ha sido siempre la devoción de los santos por excelencia. Nuestra Madre María nos decía en Medjugorje el 25-4-88: “Haced que la misa sea parte esencial de vuestras vidas”. Por eso, no digas que no tienes tiempo. Cuando le decían esto a S. José de Cotolengo, El respondía: “malos manejos, mala economía del tiempo”. Tú, asiste a la misa para unirte a Jesús y alegrarte en la celebración de los grandes misterios de la humanidad, y para orar por tus familiares vivos y difuntos. A este respecto, decía S. Alfonso María de Ligorio que la misa “es el más poderoso sufragio para las almas del Purgatorio”. Ya desde los primeros tiempos del cristianismo se celebraban misas por los difuntos. Tertuljano, en el siglo II, nos habla de la costumbre de celebrar la misa en el aniversario de la muerte. Ahora, existe la buena costumbre, en algunos lugares de la misa a los ocho días, al mes y al año. Orar por nuestros familiares difuntos es una obligación, no sólo de caridad, sino también de justicia. Debemos ayudarlos, pues según Sta. Catalina de Génova, llamada la doctora del purgatorio, allí se sufre mucho más de lo que podemos sufrir en este mundo.

S. Agustín, en varias de sus obras, nos habla de esta costumbre antigua en la Iglesia y afirma que su madre Sta. Mónica, antes de morir, le manifestó el deseo de que se acordara de ella en la santa misa (Cf Conf IX,36). Porque “es bueno y piadoso orar por los difuntos... para que sean liberados del pecado” (2 Mac 12,46). Y la mejor oración es la santa misa Por eso, ofrécele el regalo de la misa y comunión, donde renovarás tu amistad con El.

Jesús, Tú eres mi amigo más querido, el Amado de mi alma, lo más grande de mi vida. Gracias Jesús, por tu amistad y por la misa de cada día.


EL SACRIFICIO DEL ALTAR

Sacrificio, en sentido etimológico, es hacer sagrada una cosa. Para que haya sacrificio se requieren tres cosas: una cosa ofrecida (víctima), alguien que la ofrece (sacerdote) y Dios a quien ofrecerlo. Pues bien, la misa es verdadero sacrificio, porque en ella Cristo es, al mismo tiempo, Víctima y sacerdote, y se ofrece al Padre.

Lo esencial de la misa es el ofrecimiento que Cristo hace de Sí mismo al Padre. Así lo dice Pío XII en la encíclica Mediator Dei con estas palabras: “el sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina víctima .Aquí inmolación incruenta hay que entenderla como ofrecimiento de Sí mismo sin derramamiento de sangre, porque es un sacrificio sacramental. Por eso “las especies eucarísticas simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre” (MD 2,1)

Ahora bien, este ofrecimiento de Sí mismo al Padre lo hizo Jesús desde el primer instante de su existencia y lo seguirá haciendo por la eternidad, porque es sacerdote eterno. Este ofrecimiento, que se hizo palpable el día de Navidad al aparecer entre nosotros, siguió siendo realidad durante toda su vida, especialmente en el momento de la última Cena, al hacer partícipes a sus discípulos de su destino y unirlos en su misma ofrenda, pues quiere que su ofrenda sea compartida con toda la Iglesia. De ahí que la misa sea también un banquete sacrificial, en el que hay que unirse a Cristo en la comunión. Esta comunión “atañe a la integridad del sacrificio y es enteramente necesaria para el ministro que sacrifica, pero para los fieles es tan sólo vivamente recomendada” (MD 2,3).

Según esto, Cristo, sacerdote eterno, sigue ofreciéndose y, en cierto modo, celebrando una misa místicamente en cada hostia consagrada en la que se encuentra y dentro de nosotros, en el altar de nuestra alma, en el momento en que lo recibimos en comunión. Sin embargo, hablar de esta misa mística es hablar del sacrificio eucarístico en sentido muy general. Estrictamente hablando, la misa. es la renovación y actualización del sacrificio de la cruz, pues ése fue el momento supremo, el momento cumbre en el que Cristo se ofreció totalmente a Sí mismo al Padre.

Y no sólo se ofreció a Sí mismo, sino que unió a su ofrenda a toda la Iglesia. Por eso, la misa es también un sacrificio eclesial, pues se ofrece con su Cuerpo, que es la Iglesia. Es el Cristo total, Cabeza Cuerpo, quien celebra la misa. Ya decía S. Agustín que “la plenitud de Cristo es la Cabeza y los miembros: el Cristo total” (In Jo Ev. 21 ,8).

“La Iglesia entera, ejerciendo juntamente con Cristo la función de sacerdote y víctima, ofrece el sacrificio de la misa y en El se ofrece así misma” (MF). Por eso “los fieles deben tomar parte activa en la misa, ofreciendo la divina víctima a Dios Padre y uniendo la ofrenda de su propia existencia” (Carta de Juan Pablo II, 1, 10, 89). Pues como dice S. Agustín “es también nuestro misterio el que se celebra en el altar (Sermo 272).

Ahora bien, ¿por qué?, si Cristo murió una sola vez, podemos celebrar diariamente el sacrificio eucarístico? Cristo es sacerdote eterno y se ofrece sin cesar al Padre, su voluntad no cambia. Sigue entregando en cada momento su cuerpo (persona) y su sangre (su vida) como ofrenda permanente que hizo de una vez para siempre. Por eso, el sacrificio de la cruz es propiamente único sacrificio de Cristo, que sigue vivo y actual. La misa, como el sacrificio de Cristo, tiene valor infinito.
“Los méritos del sacrificio de la misa son infinitos e inmensos, se extienden a todos los hombres de todo lugar y de todo tiempo. Porque el sacerdote y la víctima es el hombre-Dios” (MD 2,1). Sin embargo, la aplicación de los méritos infinitos de Jesús a los hombres concretos depende de su receptividad y disponibilidad. No podemos decir: Cristo pagó por nuestros pecados, ya estoy perdonado y ya todo está perdonado para siempre. Eso sería como decir que todos estarían, por adelantado, ya salvados independientemente de sus obras y que no importaría ser buenos o malos. Lo cual va en contra de toda sana Teología. “Para que la redención y salvación de todos se haga efectiva, es necesario que todos establezcan contacto vital con el sacrificio de la cruz. De esta forma, los méritos que de El se derivan les serán transmitidos aplicados. Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario un estanque de purificación y de salvación que llenó con la sangre vertida por El; pero, si los hombres no se bañan en sus ondas Y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no pueden ciertamente ser purificados y salvados” (MD 2,2).

Cristo ha querido el sacrificio eucarístico como renovación constante de su infinito amor y como remedio de nuestra debilidad. Él nos ha concedido la gracia inmensa de hacer diariamente nuestro, el gran acontecimiento de la salvación. Pero tengamos presente que la salvación más que un acontecimiento histórico es una persona: Cristo. Él es la salvación. El es sacerdote, víctima y altar (Prefacio pascual V). Su existencia es una misa perpetua, una misa viviente, una misa sin fin. Todas las misas, celebradas por los sacerdotes, son participaciones de la única misa de Jesús. Para que ello ocurra es necesario que el sacerdote sea “arrebatado” por el Espíritu Santo y sea transformado en Jesús y se identifique con El y sea, en algún sentido transportado al Corazón de Jesús, para vivir la misa de Jesús en El, con El y por El.

Estamos acostumbrados a decir que, en la misa, el sacerdote hace presente o actualiza “aquí y ahora” el sacrificio de Jesús, pero quizá sería más exacto decir que el sacerdote, al ser Jesús e identificarse con El en la misa, se hace presente a la misa eterna de Jesús. Para comprenderlo mejor pongamos el ejemplo del sol. Decimos que el sol “sale todos los días, pero el sol no “sale”, está ahí, es la tierra la que va a su encuentro y se hace presente a El. Eso mismo pasa en la misa.

Vayamos también nosotros con el sacerdote cada día a meternos en el Corazón de Jesús, ofreciéndonos con El al Padre, para vivir la misa de Jesús. De este modo, seremos otros cristos en la tierra y El podrá vivir en nosotros, de nuevo, su pasión, muerte y resurrección. Digamos con S. Pascual Bailón: “Soy feliz al unir el pobre sacrificio de mi vida al sacrificio de Jesús”. Si somos amigos, debemos estar unidos en las alegrías y en las penas, llevar juntos el peso de la salvación de lo hombres y formar así una sola alma y un solo corazón. Vivamos la misa de Jesús y hagamos de nuestra vida una misa viviente, una misa sin fin.
 



Capítulo 5: La misa viviente. La cena del Señor

LA MISA VIVIENTE

Cada uno debe vivir su propia misa por su ofrecimiento continuo con Jesús al Padre. El concilio Vaticano II nos recomienda: “Aprendan los fieles a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada, no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con El” (SC 48).

De esta manera, “nuestra humilde ofrenda, insignificante en sí; como el aceite de la viuda, se hará aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús” (Juan Pablo II, 7-11-82). Un buen momento para ello es cuando el sacerdote dice: “Por Cristo, con El y en El a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”. Mejor aún, si lo hacemos en el momento central de la consagración y repetimos en privado con Jesús y el sacerdote: ESTO ES MI CUERPO, que será entregado por vosotros... ESTE ES EL CALIZ DE MI SANGRE... que será derramada por vosotros. Y, al decir esto, nos ponemos en total disponibilidad a los planes de Dios y decimos de verdad: este cuerpo mío, con todo lo que soy y tengo, mi vida, mis trabajos y dolores..., los entrego por la salvación de mis hermanos. Ofrezco también mi sangre gota a gota, o a raudales, día a día, con mis sudores y lágrimas, con los sufrimientos y humillaciones, incomprensiones y calumnias... TODO lo entrego con Jesús al Padre. Otro momento importantísimo para renovar este ofrecimiento de nosotros mismos es el momento de la comunión y de nuestra íntima unión con Jesús; en ese momento, se unen nuestras vidas y nuestros corazones y debemos tener los mismos sentimientos de entrega total al Padre por los demás.

Haz como aquella religiosa que me escribía: “La misa es el centro de mi vida entera. En el momento de la consagración, Jesús me sumerge en El, y con El me ofrece al Padre como víctima de amor. Cuando el sacerdote dice ESTO ES MI CUERPO Y ESTA ES MI SANGRE, es como si me lo hiciera repetir con El, pues todo lo pongo en sus manos. Estoy en permanente comunión con El y pienso en las misas que se celebran a lo largo y ancho del mundo y renuevo mi entrega en unión con cada misa que se celebra”.
Y otra me aseguraba: “Cuando asisto a la misa, me pongo con todo mi ser en la patena con Jesús, en total disponibilidad para dejarme transformar por El y dar la vida, como El, por la salvación del mundo. Entonces, le digo: Haz de mí lo que tú quieras, sea lo que sea te doy las gracias, porque te amo y confío en Ti porque Tú eres mi Padre mi Señor y mi Dios”. Vivir la misa de nuestra vida es ofrecerlo todo por la salvación de los demás.
Reflexiona en el cuento de aquel hombre pobre, que iba muy triste por los senderos de la vida. Un buen día, pasó por su camino la carroza real y el rey, al verlo, se bajó a saludarlo y le dijo: ¿qué puedes darme? Aquel pobre hombre, asombrado, sólo atinó a darle un granito de trigo. Por la noche, al ir a descansar, se dio cuenta de que tenía en su alforja un granito de oro. Y entonces, lo comprendió todo. Si El hubiera sido generoso y le hubiera dado todo su trigo, ahora sería inmensamente rico. ¿Y si se hubiera ofrecido a sí mismo para servir al rey? ¿No hubiera cambiado su vida errante por una vida más feliz? Pues bien, Dios no se deja ganar en generosidad. ¿Por qué te contentas con darle pequeñas cosas, cuando El quiere todo tu corazón? “Dame, hijo mío, tu corazón” (Prov 23,26). “El que da (siembra) poco, poco recibirá; el que da en abundancia, en abundancia recibirá. Dios ama al que da con alegría y es poderoso para llenaros de todo género de gracias, para que teniendo siempre y en todo lo bastante, abundéis en todo lo bueno” (2 C 9,6-8). ¿Estás dispuesto a darle todo, a darte TODO, sin condiciones?

Una religiosa contemplativa, víctima de amor, me contaba un caso concreto de cómo vive su entrega total: “Un día supe que iba a venir a nuestra ciudad un grupo rockero de mucha fama y que fomentaba cosas diabólicas. Yo sentí mucho dolor interior y, pensando en cómo ofenderían a Jesús y en cuántos pecados se iban a cometer sentí dentro de mí una gran necesidad de consolar a Jesús y acompañarle en su dolor y renovar el ofrecimiento de mi vida para evitar tanto pecado. Era en el momento de la comunión, cuando me ofrecí para consolarlo y le dije que me diera lo que quisiera, que lo aceptaba todo por su amor. En ese momento, nos amábamos mucho los dos.

A las dos horas, más o menos, de pedírselo, empecé a sentirme muy mal, con mucho frío, me subieron a mi cama y ardía en fiebre. Parecía como si me mordiesen por dentro, pero al mismo tiempo, sentía una alegría interior y una paz inmensa. Me sabían los dolores a amor, no sé describir lo que me pasaba, pero mi alma estaba envuelta en un amor tan grande que parecía fuego. Me sentí muy feliz de haberme ofrecido para consolar a Jesús... Otro día, estaba sola en el coro, y me sentía abrumada ante el amor desbordante de un Dios, que se ha entregado por nosotros y no ha regateado ningún sacrificio para salvarnos. Me perdí en su amor y, en ese momento sublime, sentí con qué ternura infinita el Padre acogía el sacrificio de su Hijo. Mira, yo no sé expresarlo con palabras. Era un amor tan grande... y en ese amor del Padre al Hijo, también me amaba a mí y aceptaba mi victimación en Cristo. ¡Qué sublime es esto! El Padre nos ama en Cristo y quiere que vivamos nuestra misa con El”

Y es que vivir la misa es un morir a nosotros mismos en cada momento y ponernos sin condiciones en las manos de Jesús. Pero esto solamente lo llegan a comprender las almas víctimas y, sin embargo, debería ser normal en la vida de todo auténtico cristiano y, sobre todo, de los religiosos. Deberíamos ser todos hostias, que se dejan consagrar y transformar con Jesús en cada misa. Deberíamos decir en cada misa como Sto. Tomás: “Vayamos también nosotros para morir con El” (Jn 11,16). Pero hay almas que nunca serán hostias, que no se dejarán consagrar jamás, aunque sean oficialmente “consagradas”. Y es que hay almas que se contentan con la mediocridad y no quieren verdaderamente ser santas y prefieren seguir una vida cristiana cómoda y sin compromisos. Jesús te dice en la Imitación de Cristo: “Si buscas pertenecerte a ti mismo y no te ofreces espontáneamente a mi voluntad, entonces, no serás una ofrenda completa ni se podrá dar una perfecta unión entre nosotros... Tú también debes ofrecerte a Mí cada día en la misa en ofrenda pura y santa” (IV, 9).

Cuando no puedas asistir personalmente a la misa “adora a Jesús con los ojos del espíritu y envía allí tu corazón para asistir espiritualmente y renovar así tu ofrecimiento” (S. Francisco de Sales).

A fin de cuentas, tu sacrificio y el de Jesús son UNO. Tu misa y la de Jesús son UNA. Une tu misa a la de Jesús, pues la misa que se celebra ante el trono de Dios, donde está Cristo con su cuerpo glorifica la que se celebra en nuestras Iglesias y la misa de tu vida es una sola. Y esta misa debes celebrarla a lo largo de todo el día por tu ofrecimiento permanente, siendo una misa viviente. Por eso, decía Orígenes que el alma cristiana “es un altar; donde se ofrece un sacrificio de alabanza a Dios día y noche”. Piensa y medita que “nuestra entrega personal, con la de Cristo y en cuanto unida a ella, no será inútil, sino ciertamente fecunda para la salvación del mundo” (Juan Pablo II, Solicitudo rei socialis N° 48). Abre las puertas de tu corazón a Jesucristo. No tengas miedo de lanzarte a sus brazos divinos y dejarte llevar. Confía en El. Es tu amigo y tu Dios, tu Dios amigo.


LA CENA DEL SEÑOR

Un aspecto importante de la misa es que Jesús la instituyó en el marco de una cena familiar para indicar así que todos formamos una sola gran familia en El. “El pan es uno, somos muchos, pero un solo cuerpo, porque todos participamos del único pan” (1 Co 10,17). Y S Gregorio Magno afirma “todos estamos incorporados al mismo y único Cuerpo de Cristo”. Por eso, el valor de la misa desborda el círculo de participantes a la celebración y se extiende a todos los hombres de todos los tiempos. Desde el primer hombre hasta el último, desde la primera partícula creada hasta la última, desde este lugar en que me encuentro hasta el más remoto lugar del universo. Es una misa cósmica y universal.

En cada misa y comunión unimos nuestras vidas y nuestros destinos con Cristo y con todos los hombres, que son también nuestros hermanos. Precisamente, cuando Cristo celebró la última Cena, les partió un único pan y les dio a beber de un único cáliz para significar que todos estaban unidos en el mismo destino y en la misma ofrenda. Lo mismo ocurre ahora al participar todos del mismo “banquete pascual del amor”, llegando a ser por la comunión “cuerpo de Cristo y sangre de Cristo”. Por eso, asistir a la misa y no comulgar es como asistir a un banquete y no querer comer.

En la comunión es donde mejor se realiza el deseo de Jesús de que todos sean UNO. “Yo en ellos y Tú en Mí para que sean perfecta mente UNO” (Jn 17,23). “Para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos” (Jn 17,26). Todos formamos una UNIDAD en Jesús y, por eso, debemos amar a los hermanos con el amor de Jesús. Y esto debe manifestarse en el respeto, comprensión, perdón, compasión, caridad... Jesús nos dice: “Lo que hiciereis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hacéis” (Mt 25,40). Sería una contradicción amar a Cristo Eucaristía y no amar a los hermanos. “Si alguno dice amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente” (1 Jn 4,20). “El que ama a su hermano está en la luz, pero el que lo aborrece está en tinieblas” (1 Jn 2,10).

Al comulgar, dejamos que los demás entren también en nuestra Vida junto con Cristo. Esto quiere decir que debemos asumir y hacer nuestras, de alguna manera, sus alegrías, penas, sufrimientos y necesidades. Ser de Cristo es también ser de los demás y para los demás. Por eso, necesitarnos llenar nuestro corazón del amor de Cristo para compartirlo con los demás. Debemos demostrar en nuestra vida diaria que amamos a Jesús con todo nuestro corazón, amando sin excepción a todos como hermanos. Para mejor hacerlo esto realidad, necesitamos alimento diario de la Eucaristía.

En la misa decimos: “Te pedimos que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y sangre de Cristo”. Esta unión era una verdadera realidad entre los primeros cristianos que hasta ponían todos sus bienes en común y, en determinados día hacían mesa en común, poniendo los ricos los manjares y siendo invitados los pobres, que carecían de todo. Después, esta costumbre se fue perdiendo y quedó la colecta de las ofrendas en la misa para repartirlo a los pobres.

Ya en el año 155 S. Justino afirma que en la misa “los que poseen bienes dan espontáneamente lo que quieren y lo recogido es consignado al sacerdote que preside, el cual ayuda a los huérfanos, a las viudas, a los necesitados, a los enfermos, a los prisioneros, a los forasteros, en una palabra a los que están en dificultad” (Apología 5,67).

Nosotros no podemos comulgar con Cristo y despreciar a los demás, pues “todos somos un mismo cuerpo de Cristo y una misma sangre por participar todos del mismo pan y ser concorpóreos de Cristo (S. Juan Damasceno, De fide Ort 4,13). El mismo S. Agustín llama a la Eucaristía “signo de unidad y vínculo de caridad”. Por esto, S. Juan Crisóstomo, ya en su tiempo, ataca a quienes quieren ser cristianos y no tienen caridad con el prójimo y les dice: “Cristo dio a todos por igual su Cuerpo y tú ¿ni siquiera das tu pan? ¿Qué dices? ¿No temes hacer el memorial de Cristo y desprecias a los pobres? ¿No les das a pobres participación alguna en tu mesa?” (In 1 Co hom 27,4). También S. Agustín afirmaba: “come indignamente el Cuerpo y Sangre Cristo quien no vive el amor la unidad y la paz, exigidos por el Cuerpo de Cristo... En ese caso, no recibe un misterio que le aprovecha, sino más bien un sacramento que lo condena” (Sermo 227).

Todos formamos una sola y gran familia en Cristo. Todos estamos unidos al mismo Jesucristo. El es el anfitrión que nos invita a su mesa. El está sentado a la mesa con nosotros, como un amigo, en cada Eucaristía, que es el “banquete pascual del amor”. La Eucaristía es una fiesta de familia, donde todos comemos juntos como hermanos, sin exclusivismos ni marginaciones, y donde se crean lazos de amistad. Por eso, la Eucaristía es fuente de solidaridad y fraternidad. Jesús quiso que todos los hijos del Padre estuvieran sentados a la misma mesa, judíos y no judíos, amos y esclavos, hombres y mujeres... Eso significa que hay que superar las diferencias raciales, sociales, culturales o nacionales para unirnos en la misma mesa y crear unidad. En los primeros tiempos, hasta ponían todos sus bienes en común (Cf Hech 2,44; 4,34). Y se llamaban “hermano (Hech 6,3; 11,1.29; 15,32).

La misa es una fiesta familiar con Cristo y los hermanos. Vayamos bien vestidos a esta fiesta con Jesús, con la mayor limpieza posible de cuerpo y alma. Nuestro Padre Dios nos espera, al menos todos los domingos. ¿No seremos capaces de obedecerle? ¿Le diremos que tenemos cosas más importantes que El?

Si en cada misa repartieran mil dólares, seguramente que se llenarían las iglesias y no habría sitios vacíos, pero no creemos que las bendiciones que recibimos valen muchísimo más, inmensamente más, que todos los dólares del mundo. Si no vemos, no creemos, porque nos falta fe. Y nos pasa como a los habitantes de Nazaret, que no recibían milagros de Jesús, por su falta de fe. Tú, cuando vayas a misa, no vayas como si fueras a la playa o al mercado o a un espectáculo público. Se debe notar hasta en tu porte exterior.
Decía san Josemaría Escribá de Balaguer: “Deberíamos ir a la misa y comunión con el alma limpia, pero también con el cuerpo limpio, con el mejor traje, la cabeza bien peinada, un poco de perfume.., porque vamos a una fiesta y debemos tener delicadezas de enamorados con Jesus, sabiendo pagar amor con amor Todo lo que hagamos para demostrarle nuestro amor será poco... No escatimemos tiempo para prepararnos para la comunión y para darle gracias. Jesús nos va a bendecir mucho más de lo que podemos imaginar:.. Amad la misa, hijos míos y comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda. Comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad... No ama a Cristo, quien no ama la santa misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño”.

¡Qué grande es la misa y la comunión! “ Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn 1,14) Y sigue repitiéndose el milagro de la Encarnación. Y Jesús se hace el Emmanuel, el Dios con nosotros y se queda para siempre entre nosotros Y sigue celebrando su cena de amistad todos los días con nosotros. ¿Por qué no le damos más importancia?

Si el hombre llegara a pisar Marte, sería una noticia mundial, que recorrería todos los rincones del mundo a través de los medios de comunicación social. Pero el que todos los días Jesús venga a la tierra e cada misa, no es noticia y ni siquiera se cree en ella. Si se apareciera e algún lugar del planeta, aunque sólo fuera a través de una imagen milagrosa, todo el mundo iría a verlo y a buscar milagros, pero nos falta fe para creer que El está muy cerca, demasiado cerca, para que lo podemos ver con los ojos del cuerpo, pues sólo es posible verlo con los ojos del alma.
Supongamos que un solo hombre, el Papa por ejemplo, pudiera celebrar misa solamente una vez al año. ¿No nos gustaría poder asistir alguna vez a este gran milagro del amor? Y ahora que se celebran misas a todas las horas y en todas las partes del mundo ¿Por qué somos tan indiferentes? Cuando asistas a la Iglesia, piensa que ahí está Jesús, habla con El y renueva tu ofrecimiento. En cuanto de ti dependa, procura que haya silencio y, sobre todo, mucha limpieza en el templo, en los ornamentos, manteles y vasos sagrados. Ayuda en esto a los sacerdotes Y, si te es posible, lleva muchas flores, porque a Jesús le gusta la alegría y la sonrisa de nuestras almas. En tiempos de S. Agustín, los fieles cogían las flores, que habían adornado el altar, y las conservaban como reliquias, pues habían estado junto a Jesús. Jesús te recompensará todo lo que hagas por El.

Y El te dice cada día a ti y a los tuyos para que asistas en familia: “Venid y comed” (Jn 21,12). Sé agradecido y dile con S. Pablo: “Gracias sean dadas a Dios por este inefable don” (2 Co 9,15). “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1,3). “Venid y veréis” (Jn 1,39).
 



Capítulo 6: Forjadora de mártires


La Eucaristía es el sacramento de la santidad o, como decían en los primeros siglos, el sacramento que hace a los mártires. S. Agustín decía que “el misterio de la última Cena recibe su más plena eficacia, cuando derramamos nuestra sangre por Aquél, del que hemos bebido su sangre” (Sermo 304,1). Por eso, los primeros cristianos les llevaban la comunión a los prisioneros, listos para el martirio, para que recibieran la sangre de Cristo y tuvieran valor para derramarla por El.

El martirio es una misa vivida en plenitud, una ofrenda total. Hay que vivir el martirio de cada día, derramando nuestra sangre gota a gota, para prepararnos para la gran ofrenda, si es que Cristo nos pide la ofrenda total de nuestra vida por el martirio. Una religiosa me decía: “He entendido que todos mis dolores, fatigas, penas y humillaciones, son ritos de la gran misa que tengo el honor de celebrar cada día”. Viviendo así, la muerte será como la última celebración de nuestra misa terrena. Y entraremos en la etapa del banquete celestial, de la misa celeste, en la que seguiremos ofreciéndonos por los demás y amándolos con todo nuestro ser. Por ello, decía Sta. Teresita: “Siento que mi misión va a comenzar... derramaré sobre el mundo una lluvia de rosas”.

Cuando el P. Noel Pinault, fue llevado al cadalso en tiempo de la Revolución francesa, pidió llevar los ornamentos litúrgicos de celebrar misa y comenzó sus oraciones como en la misa, antes de ser guillotinado. El martirio para él era una celebración eucarística. Vivamos nuestra misa y digamos con Jesús: “Yo por ellos me consagro para que ellos sean santos de verdad”. (Jn 17,19). Ofreced “vuestros cuerpos con hostia viva, santa y agradable a Dios”. (Rom 12,1). Ser santo significa ser amigo íntimo de Jesús y amarlo con todas sus consecuencias, en vida y en la muerte, con salud o enfermedad, sin condiciones...

¿Estás dispuesto a dar tu vida por El? Así lo hizo el alemán K Leisner, que amaba a Cristo con todo su corazón. En su diario de juventud había escrito: “Cristo, Tú eres mi pasión”. Se integró en el momento de jóvenes católicos alemanes y empezó a descubrir el amor María y el tesoro de su amigo Jesús Eucaristía. A la hora de decidir su futuro, tuvo fuertes luchas vocacionales hasta el punto de escribir: “Ha sido una lucha entre la vida y la muerte. Pero mi vocación es el sacerdocio y por esta vocación lo entrego todo”. Se ordenó de diácono el 25-03-1939. Siendo diácono, se le declaró inesperadamente una tuberculosis pulmonar, teniendo que internarse en un sanatorio. Así se iba preparando para la entrega total. La Gestapo lo arrestó como persona peligrosa para el Estado. Lo internaron en diferentes cárceles has que en diciembre de 1940 fue trasladado al campo de concentración de Dachau como prisionero con el N° 22356.

La mala alimentación y los trabajos forzados hicieron avanzar su enfermedad, que se manifestó en frecuentes vómitos de sangre. Lo internaron en la enfermería, donde había 150 moribundos. El joven diácono se aferró en aquellos difíciles momentos al amor de María, la Madre amorosa, en quien encontraba refugio en su debilidad; pero, sobre todo, se aferró a Jesús Eucaristía, a quien llevaba siempre consigo, lo escondía debajo de su almohada y lo repartía a los moribundos en comunión. Fue ordenado sacerdote en el campo de concentración y sólo pudo celebrar una misa antes de morir.

Karl Leisner, sacerdote mártir de Cristo, está enterrado en la cripta de los mártires de la catedral de Xanten. El Papa Juan Pablo II lo beatificó el 23 de Junio de 1996, declarando mártir de la Iglesia, a quien ya había declarado modelo de la juventud europea el 08-10-88. ¡Valió la pena haber vivido y haber sido sacerdote para celebrar sólo una santa misa! El poder de Cristo Eucaristía le dio el valor necesario para dejarlo todo y llegar hasta el sacerdocio y afrontar el martirio. ¡ Que Dios sea bendito!

“La vocación sacerdotal es un misterio. Es el misterio de un “maravilloso intercambio” entre Dios y el hombre. Este ofrece a Cristo su humanidad para que El pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo (otro Cristo)...

¿Hay en el mundo una realización más grande de nuestra humanidad que poder representar cada día en la persona de Cristo el sacrificio redentor el mismo que Cristo llevó a cabo en la cruz? Por eso, la celebración de la Eucaristía es, para él, el momento más importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida” (DM 8). “El sacerdote debe vivir la solicitud por toda la Iglesia y sentirse de algún modo responsable de ella” (DM 5) y de toda la humanidad. Tiene una misión universal.

Jesús lo ha unido a la acción más santa de la historia, a la única acción plenamente digna a Dios. Por eso, debe estar siempre agradecido por el don de su vocación. ¡Que grande es la dignidad del sacerdote! Con toda tu alma honra al Señor y reverencia a los sacerdotes.”Si comprendiésemos bien lo que es el sacerdote, moriríamos no de pavor, sino de amor” (Cura de Ars). “El sacerdocio es la cima de todas las dignidades y títulos del mundo” (S. Ignacio de Antioquia). Por ello, los santos tenían tanto aprecio y respeto por los sacerdotes. Decía Sta. Eduviges “Que Dios bendiga a quien hizo que Jesús bajara del cielo y me lo dio”. Igualmente, S. Francisco de Asis afirmaba “En los sacerdotes veo al Hijo de Dios y, si me encontrara con un ángel del cielo y con un sacerdote, primero me arrodillaría ante el sacerdote y después ante el ángel”.

“Oh venerable dignidad del sacerdote, entre cuyas manos se encarna cada día el Hijo de Dios, como se encarnó en el seno de María” (S. Agustín). El sacerdote es el hombre de la Eucaristía y vive para la Eucaristía. Juan Pablo II afirmaba que “La celebración de la Eucaristía es el centro y el corazón de toda vida sacerdotal” (30-10-96). Y él personalmente decía: “Nada tiene para mí mayor sentido ni me da mayor alegría que la celebración diaria de la santa misa”
“Para mí el momento más importante y sagrado de cada día es la celebración de la Eucaristía. Domina en mí la conciencia de celebrar en el altar “en la persona de Cristo”. Jamás he dejado la celebración del santísimo sacrificio. La santa misa es el centro de toda mi vida y de cada día” (27-10-95). Ser sacerdote es ser “administrador del bien más grande de la Redención, porque da a los hombres al Redentor en persona. Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de todo sacerdote. Y para mí, desde los primeros años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía ha sido no sólo el deber más sagrado sino, sobre todo, la necesidad más profunda del alma. El misterio eucarístico es el corazón palpitante de la Iglesia y de la vida sacerdotal” (DM 9). De su celebración dependen muchas bendiciones para el mundo, pues se celebra por la salvación del mundo entero.

De ahí que la Iglesia “recomienda encarecidamente (al sacerdote) la celebración diaria de la misa, la cual, aunque no pueda tenerse con asistencia de fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia, en cuya realización los sacerdotes cumplen su principal ministerio” (canon 904 y Vat II PO 13). El sacerdote en la misa “ofrece el santo sacrificio in persona Christi (en la persona de Cristo), lo cual quiere decir más que en nombre o en vez de Cristo. In persona Christi, quiere decir en la identificación específica sacramental con el sumo y eterno sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de éste su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie” (Pablo VI, carta sobre el culto de la Eucarístia N° 8). El sacerdote en la misa personifica a Cristo, según el canon 899. Cristo toma posesión de su persona, y a través de El, se ofrece a sí mismo al Padre, como lo hizo en la cruz. Hay una identificación del sacerdote con Cristo, pues Cristo absorbe la persona del sacerdote y actúa a través de El, que su ministro e instrumento. El sacerdote le presta su voz, sus manos, su cuerpo.

El que habla en la misa no es el sacerdote humano, al que escuchamos. Ciertamente, oímos su voz, pero su voz viene de más arriba, de más hondo. Es la voz misma de Cristo, que habla a través del sacerdote. Sus manos son las manos de Jesús, el cual se sirve del sacerdote, de sus manos, de su lengua, de sus palabras para ofrecer el sacrificio del altar. Porque, en realidad, es Jesús quien celebra la misa. El es el único y eterno sacerdote, pero como no lo vemos ni oímos, necesita del sacerdote, como de una pantalla, en la que proyecta su propia vida divina, su sacrificio, su amor, su voz...
Como le decía Jesús a la Vble. Concepción Cabrera de Armjda fundadora de las religiosas de la cruz: “El sacerdote, en la misa, identificado conmigo, es otro YO, es decir; es Yo mismo al consagrar en el gran misterio de la transustanciación” (cc 49,181).

Por esto, es tan importante que los sacerdotes celebren con toda devoción, siendo conscientes del gran misterio que se realiza. Y deben ser puros para mejor identificarse con la pureza misma, que es Jesús. En el siglo primero, en el famoso libro de la Didache (c 14), se nos dice: “celebrad la Eucaristía, habiendo confesado vuestros pecados para que vuestro sacrificio sea puro, porque en todo lugar ha de ofrecerse a mi Nombre un sacrificio humeante y una ofrenda pura” (Mal 1,1 1).

“Si el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración con gran sencillez y humildad, de manera comprensible, correcta y digna como corresponde, sin prisas, con un recogimiento tal y una devoción tal que los participantes adviertan la grandeza del misterio que se realiza, entonces los fieles crecerán en el amor a Cristo Eucaristía” (Pablo VI ib. N° 9). Por eso, aconsejaba Juan Pablo II: “Vivid desde ahora plenamente la Eucaristía, sed personas para quienes el centro y culmen de toda la vida sea la santa misa, la comunión y la adoración eucarística” (España 8-11-82).

¡Es tan grande ser sacerdote y poder realizar cada día el gran prodigio de amor! “El mundo debería vibrar, el cielo entero deber conmoverse profundamente, cuando el Hijo de Dios aparece sobre altar en las manos del sacerdote.Entonces, deberíamos imitar la actitud de los ángeles que, cuando se celebra la misa, bajan en escuadrones desde el paraíso y se estacionan alrededor de nuestros altares en adoración para interceder por nosotros” (S. Francisco de Asís). “Los ángeles llenan la Iglesia en ese momento, rodean el altar y contemplan extasiados la sublimidad y grandeza del Señor” (S. Juan Crisóstomo De sacerd 6,4). “ Y lo rodean, como haciéndole una guardia de honor (S. Bernardo).

S. Juan Crisóstomo en su libro “Diálogo del sacerdocio” nos habla de que vio repetidas veces la iglesia llena de ángeles, especialmente, en el momento de la misa. Sta. Angela de Foligno decía que veía a Jesús sobre el altar, rodeado de una multitud de ángeles, y lo mismo afirma Sta. Brígida. El P. Ignacio, pasionista, director espiritual de la Vble. Eduvigis Carboni, la estigmatizada de Cerdeña, muerta en 1952, cuenta que, varias veces, ella le recomendaba que “cuando celebrara la misa, mirase a lo alto para ver a los ángeles asistir al santo sacrificio de la misa”. San Josemaría Escribá de Balaguer, fundador del Opus Dei, en su libro “Es Cristo que pasa” nos dice: “cuando yo celebro la misa, me sé rodeado de ángeles, que están adorando a la Trinidad”.

Por eso, es tan necesario que todos, pero muy especialmente los sacerdotes, sean santos. “Sed santos, porque yo el Señor, soy santo y os he separado de entre los pueblos para que seáis míos” (Lev 20,26). Y Cristo exclamaba: “santifícalos en la verdad” (Jn 17,17). Y le decía a la Vble. Concepción Cabrera de Armida: “Los sacerdotes son las fibras de mi corazón, su esencia, sus mismos latidos” (A mis sacerdotes 33). Ellos se configuran con Cristo sacerdote de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza (Vat II, PO 2). Están llamados a ser transparencia de Jesús y el Padre les dice: “Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas todas mis complacencias” (Mc 1 ,11). “Tú eres sacerdote para siempre” (Sal 110,4). “El sacerdote tiene una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos!” (DM 9). La celebración diaria de la misa los pone en contacto con la santidad de Dios Y les recuerda que están llamados a la santidad. Sólo, siendo santos, podrán realizar una pastoral eficaz (Cf Juan Pablo II, 13-2-97).
Un día, en uno de sus viajes pastorales a España, Juan Pablo II saludó a un sacerdote enfermo, que estaba en silla de ruedas, que le dijo: “Santidad, he ofrecido mi vida por la Iglesia”. Cuentan que el Papa le contestó: “Ya somos dos”. ¿Serás tú capaz de ofrecerte como ellos? Jesús te quiere santo. Así lo era el gran místico francés P. Lamy.

Amaba tanto a Jesús sacramentado que El lo premió con un gran milagro. El día 15 de Marzo de 1918 una explosión destruyó la Iglesia de su parroquia de La Courneuve. Quedó destruido el altar con el sagrario, pero el copón, con las cuarenta hostias consagradas, quedó intacto y en el aire milagrosamente. Incluso, el paño que cubría al copón no tenía ni un granito de polvo, estaba totalmente limpio.

Sin embargo, a veces lamentamos casos de sacerdotes que abandonan su ministerio o llevan una vida mediocre o dan que hablar por su conducta. Oremos por ellos. Sta. Teresa de Jesús relata que: “una vez llegando a comulgar, vi dos demonios que rodeaban al pobre sacerdote y vi a mi Señor con la Majestad que tengo dicha, puesto en aquellas manos, en la hostia que me iba a dar y que se veía claro ser ofensoras suyas y entendía estar aquel alma en pecado mortal... Díjome el mismo Señor que rogase por él y que lo había permitido para que entendiese yo la fuerza que tienen las palabras de la consagración y cómo no deja Dios de estar allí por malo que sea el sacerdote que las dice... Entendí cuánto más obligados están los sacerdotes de ser buenos que otros y cuán recia cosa es tomar este Santísimo Sacramento indignamente y cuán señor es el demonio del alma que está en pecado mortal” (V 38, 23).

Melania, la vidente de la Virgen en la Salette, Francia, en 1846, refiere en su Autobiografía italiana que “un día fui a la Iglesia y vi un sacerdote con su habito todo roto, con cara muy triste, pero tranquilo que me dijo: Sea por siempre bendito el Dios de la justicia y de la infinita misericordia. Hace más de treinta años que estoy condenado con toda justicia en el purgatorio por no haber celebrado con el debido respeto el santo sacrificio, que continúa el misterio de la Redención, y por no haber tenido el cuidado que debía de la salvación de las almas, que me estaban confiadas. Me ha sido hecha la promesa de mi liberación para el día en que oigas una misa por mí. A los tres días pude ir a misa. Después de la misa, vi al sacerdote, vestido con hábito nuevo, adornado con brillantes estrellas, su alma completamente embellecida y resplandeciente de gloria, que volaba hasta el cielo”.
Una religiosa me escribía lo siguiente: “El 7 de Junio de 1956, después de mucho pedírmelo el Señor y no darle un SI, una noche tuve una experiencia que me hizo estremecer. El deseo de ofrecer mi vida por los sacerdotes era para mí como una sombra de la que no podía deshacerme, pero no me decidía, me daba miedo. Hasta que El, cansado de esperar, me tiró como a Saulo y me hizo caer de mí misma. Tuve una visión, vi a un sacerdote que, mirándome con los ojos desorbitados me decía: Por tu culpa, por tu culpa me condeno. Como herida por un rayo, salté de la cama y me ofrecí en aquel momento y le di mi SI a Jesús. No sé el tiempo que pasé de rodillas, pero la luz del día me encontró a los pies del crucifijo de mi celda. No sentía cansancio ni miedo, pero sí la Paz de haber dado mi SI para siempre”.

Si tú sientes el llamado de Jesús al sacerdocio, ¿serás capaz de darle tu SI sin condiciones? ¿Y si sientes la llamada a consagrar tu vida por ellos? ¿Podrías decir como Jesús: “Por ellos me consagro para que sean santos de verdad”? (Jn 17,19). Di con Sta. Teresita: “Roguemos por los sacerdotes, consagrémosles nuestra vida” (carta 8 a Celina). Oremos para que sean santos.

El sacerdote es el puente entre Dios y los hombres. Habla a Dios de los hombres y a los hombres de Dios. Es pastor y guía del pueblo de Dios. Y debe ser también defensor de su pueblo contra el ataque permanente del Maligno. Hoy día, parece que el diablo anda suelto por el mundo. Hay grupos satánicos, que propagan el mal y el culto a Satanás, por todas partes... Hay sociedades secretas, gobiernos, instituciones y muchas sectas, que combaten contra la Iglesia católica. Y hay mucha gente oprimida por el poder del demonio y de sus secuaces, que hacen hechizos y maleficios para crear sufrimientos, desuniones y toda clase de maldad. El sacerdote debe enfrentarse al Maligno con una vida de santidad personal para poder liberar a las almas y salvarlas.
Debe ser consciente de los poderes que Dios le ha entregado para exorcizar, para bendecir, para predicar, pero, sobre todo, para celebrar la Eucaristía. Debe recomendar el rezo rosario, la lectura de la Palabra de Dios, el ayuno, el uso del escapulario del Carmen, de imágenes sagradas... y todo lo que pueda servir en la lucha contra las fuerzas oscuras del infierno. En esta lucha, puede ser muy útil también el rosario o la coronilla del Señor de la misericordia, que Jesús enseñó a santa Faustina Kowalska. En esta coronilla se dice la oración: “Padre eterno, te ofrezco el Cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo en expiación de nuestros pecados y los de todo mundo”.

Ciertamente, el sacerdote debe ser un hombre bien preparado, de estudio, que está al día en todas las normas y disposiciones de la Iglesia, y las sigue. Pero, sobre todo, debe ser un hombre de oración y sacrificio, dispuesto a dar su vida por los demás. “Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico” (DM 9). En cierto modo, es responsable de toda la humanidad, pues Dios le encomienda a todos los hombres, a quienes debe llevar en su corazón al celebrar la santa misa. El sacerdote debe ser maestro de la Palabra de Dios e instrumento de paz y reconciliación, sobre todo, a través del sacramento de la confesión, que es “parte esencial de su misión” (D.M.). 5). Es representante y embajador de Cristo en el mundo, depositario y distribuidor de los tesoros de la Redención. “Es administrador de bienes invisibles e inconmensurables que pertenecen al orden espíritu sobrenatural” (DM 9). Es ministro de Cristo y de la Iglesia, en comunión siempre con el obispo. Debe ser un “padre” para todos sin excepción y debe vivir de la Eucaristía y para la Eucaristía. Debe ser Eucaristía viviente de Jesús. Decía el gran científico jesuita Teilhard de Chardin: “Felices aquellos sacerdotes que son elegidos para el acto supremo de su vida, lógica coronación de su sacerdocio: comunión hasta la muerte con Cristo”.

 

TOMAD Y COMED
TODOS DE EL, PORQUE
ESTO ES MI CUERPO,
QUE SERA ENTREGADO POR
VOSOTROS...
TOMAD Y BEBED TODOS DE EL,
PORQUE ESTE ES EL CALIZ DE MI
SANGRE, SANGRE DE LA ALIANZA
NUEVA Y ETERNA, QUE SERA
DERRAMADA POR VOSOTROS
Y POR TODOS LOS HOMBRES
PARA EL PERDON DE LOS
PECADOS. HACED ESTO
EN CONMEMORACIÓN
MIA
(PALABRAS DE LA CONSAGRACIÓN)




¡Decía el Beato Manuel González:
“Por la consagración sacerdotal el sacerdote ha dejado místicamente de ser un hombre para ser Jesús. Las apariencias son del hombre, la sustancia es de Jesús: tiene lengua, ojos, manos, pies, corazón como los demás hombres, pero, desde que ha sido consagrado, todo su cuerpo no es del hombre, sino de Jesús. Sus ojos son para mirar y compadecer y atraer al modo de Jesús, que ha querido quedar oculto en el sagrario. Sus manos son para dar bendiciones a los hijos, direcciones a los caminantes, apoyo a los débiles, pan a los hambrientos, abrigo a los desnudos, medicina a los enfermos en nombre de Jesús...

Sus pies son para ir siempre en seguimiento de sus ovejas fieles o en busca de las descarriadas. Su cabeza para pensar en Jesús, conocerlo más y darlo a conocer y para tener, como El, una corona de espinas. Su corazón es para amar; perdonar; agradecer y enamorarse de Jesús, abandonado en el sagrario. Su lengua es para hacer del pan y el vino, el Cuerpo y la Sangre de Jesús”.


Meditemos en estas palabras de Hugo Wast: “Cuando se piensa que ni los ángeles ni los arcángeles, ni Miguel, Gabriel o Rafael, ni príncipe alguno de aquellos que vencieron a Lucifer; pueden hacer lo que hace un sacerdote... Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo en la última Cena, realizó un milagro más grande que la creación del Universo y fue convertir el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, y que este portento puede repetirlo cada día el sacerdote... Cuando se piensa que un sacerdote, cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey y que no es ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo, que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios... Entonces, uno puede entender que un sacerdote hace más falta que un rey, mas que un militar; más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él.

Cuando se piensa en todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales. Uno comprende el afán con que, en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase una vocación sacerdotal... Uno comprende que es más necesario un Seminario que una iglesia y más que una escuela y más que un hospital... Entonces, llega uno a comprender que dar para costear estudios de un joven seminarista es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre que, durante media hora, cada día, será mucho más que todos los santos del cielo, pues será Cristo mismo, ofreciendo su Cuerpo y su Sangre por la salvación del mundo.

Es por esto que es un gran pecado impedir o desalentar una vocación sacerdotal y que, si un padre o una madre obstruyen la vocación de su hijo, es como si le hicieran renunciar a un título de nobleza incomparable”.


Digamos con Juan Pablo II a los sacerdotes: “!Amad vuestro sacerdocio! ¡Sed fieles hasta el final!” (DM 10). “Repetid las palabras de la consagración cada día, como si fuera la primera vez. Que jamás sean pronunciadas por rutina. Estas palabras expresan la más plena realización de nuestro sacerdocio” (carta del Jueves Santo 1997). Por mi parte, puedo decir que, si mil veces naciera, mil veces me haría sacerdote. Quiero celebrar la misa de cada día, como si fuera la última como si fuera la única misa de mi vida. Muchas veces, después de haber celebrado la misa, he sentido una alegría y una paz profunda, me he sentido realizado como hombre y feliz de ser sacerdote. GRACIAS SEÑOR, POR SER SACERDOTE.



Capítulo 7: EL sacerdote. María y el sacerdote

El sacerdote debe ser consciente de su gran misión en el mundo. El es partícipe activo de la gran obra de la redención de los hombres, en unión con María. María también fue, en cierto modo, sacerdote al ofrecer a Jesús y ofrecerse con El en la misa del Calvario. Por eso, en cada misa, María también está presente. Celebremos la misa en unión con María, en su Inmaculado Corazón.

Por otra parte, en el momento de la consagración, el sacerdote con su fiat (SI) hace presente a Jesús, renovando así el misterio de la Encamación; tal como lo hizo María con su fiat (SI) el día de la Anunciación. Aquel día, Jesús y María se hicieron UNO, como el sacerdote y Jesús se hacen UNO.

Desde entonces, Jesús y María son inseparables, porque María recibe de Jesús constantemente su unión con la divinidad y Jesús recibe de María su unión con la naturaleza humana. De la misma manera, Jesús y el sacerdote deben estar siempre íntimamente unidos y unir su misma vida y su misma sangre en el torrente sanguíneo que, saliendo de la cruz, sigue salvando a los hombres.

María fue corredentora al pie de la cruz y sigue cumpliendo su misión y sigue ofreciéndose con Jesús en cada hostia consagrada. Muchos cristianos no piensan que junto a Jesús en la hostia está también María. Ahí encontrarán a la Madre. Ella es corredentora para siempre. De la misma manera, también el sacerdote debe ser corredentor y hacer de su vida una ofrenda permanente. Nunca el sacerdote es más sacerdote que, cuando, en la misa, se ofrece con Jesús. Si sólo fuera protagonista material e inconsciente del misterio que se celebra y, si no quisiera ofrecerse si no estuviera dispuesto a entregarle su vida con sus dificultades e incomprensiones, sufrimientos.., como lo hizo Jesús, entonces se perderían muchas bendiciones para el mundo. Pero, si se ofrece con Jesús y María... ¡Que unidad tan sublime, estupenda y maravillosa! ¡El Padre lo verá como a su Hijo! ¡María lo verá como a Jesús! ¡El Espíritu Santo lo transformará y transfigurará para que en la misa sea verdaderamente JESUS!
Entonces, María lo ofrece a cada uno como a su “Hijo”. Ella es Madre especialmente de los sacerdotes, sus hijos predilectos, y quiere que sean puros, muy puros para que se identifiquen con Jesús. Si los sacerdotes aman a María, llegarán a amar cada día más a Jesús. Ella los ama con el mismo cariño y ternura que tuvo para el mismo Jesús. Ella los concibió a todos al concebir en su seno a Jesús, sumo sacerdote. Como diría la Vble. Concepción Cabrera de Armida: “Los sacerdotes tienen un sitio especial en el Corazón de María y para ellos son los latidos más amorosos y maternales de su Corazón”.

Personalmente, puedo decir que, en los momentos de crisis, en que pensaba abandonar el ministerio, el amor a María salvó mi sacerdocio. Y ahora le estoy “infinitamente” agradecido y le rezo todos los días el rosario. El sacerdote nunca debe olvidarse del amor a María de celebrar la misa en el altar del Corazón de María y de comulgar todos los días en unión con María.

Ven, Espíritu Santo, hazme verdadero sacerdote de Jesús; transfórmame en Jesús en cada misa y dame un amor inmenso a María, Madre de Jesús y Madre mía.

 



Capítulo 8: La comunión. Mi primera comunión

LA COMUNIÓN


a) Comunión Cósmica

Toda comunión es una comunión universal; pues, al comulgar, nos unimos en Cristo a todos los hombres y a todo el Universo. Decía Teilhard de Chardin en “El medio divino”: “No hay más que una misa y comunión. Estos actos diversos no son, sino puntos, diversamente centrales, en los que se divide y se fija para nuestra experiencia en el tiempo y en el espacio, la continuidad de un gesto único. En el fondo, sólo hay un acontecimiento que se desarrolla en el mundo: la Encarnación, realizada en cada uno por la Eucaristía. Todas las comuniones de una vida constituyen una sola comunión. Las comuniones de todos los hombres presentes, pasados y futuros constituyen una sola comunión...

Dios mío, cuando me acerque a comulgar haz que me dé cuenta de que me abres los brazos y el Corazón en unión con todas las fuerzas del Cosmos juntas. ¿Qué podría yo hacer para responder a este abrazo universal?, ¿para responder a este beso del Universo? A esta ofrenda total que se me hace, sólo puedo responder con una aceptación total. Al contacto eucarístico (al beso de Jesús Eucaristía) reaccionaré mediante el esfuerzo entero de mi vida, de mi vida de hoy y de mañana. En mí podrán desvanecerse las santas especies, pero cada vez me dejarán un poco más profundamente hundido en las capas de tu Omnipotencia. Por tanto, se justifica con un vigor y un rigor insospechado el precepto Implícito de la Iglesia de que es preciso, siempre y en todas partes, comulgar. La Eucaristía debe invadir mi vida. Mi vida debe hacerse gracias a este sacramento un contacto contigo sin límites y sin fin”.


Esto lo comprendió bien una religiosa alemana, convencida de que “cada comunión con Jesús y todas las comuniones de todos los hombres de todos los tiempos son una sola comunión con Cristo, una comunión cósmica, la comunión de todos los santos en Cristo. Así todos unidos en Cristo, somos transformados y transformamos el Universo, llevando todo a la plenitud de su amor Todos debemos colaborar en la realización del reinado de Cristo en todos los hombres y todas las criaturas. ¡Qué alegría sentirnos instrumentos de su amor para la realización de su plan de salvación universal y de transformación de todo el Universo en la comunión de su amor”. Otra religiosa italiana me escribía: “Cuando comulgó recibo con El a todo su Cuerpo místico, recibo a cada hombre y mujer, a cada niño o anciano, cercanos o lejanos, santos o pecadores... Cada comunión me hace sentir como si fuera una madre que acoge en su regazo a toda la humanidad. Así siento presente en cada rincón de la tierra, a pesar de vivir en clausura, pero con mi amor a Jesús, llego hasta los confines del Universo.
Tu comunión es algo que le interesa a todos y que, en alguna medida, afecta a toda la humanidad. De ahí que, al ir a misa y comulgar debes llevar en tu corazón a todos los hombres y orar por ellos. Tu comunión afecta directamente a todos los que pertenecen al Cuerpo Cristo. ¿Y quiénes pertenecen al Cuerpo de Cristo? S. Agustín decía “Quien ama se hace él mismo miembro de Cristo; ya que por el amor entra a formar parte de la estructura viva del Cuerpo de Cristo”. (In 1 Ev 10,3). Según esto, no sólo pertenecerían a la Iglesia, Cuerpo de Cristo los católicos oficiales, sino también aquellos cristianos anónimos, (de que habla el teólogo Rahner), es decir, todos aquellos que viven con amor y tienen a Dios en su corazón; ya que también ellos, aun sin saberlo están unidos a Cristo. Y todos juntos formamos con El, el Cristo total de que tanto habla el mismo S. Agustín. El mismo santo nos dice que en la misa, “la Iglesia ofrece y es ofrecida en la misma oblación con Jesús” (De Civ Dei 10,6).

“Todos somos (sois) UNO en Cristo Jesús” (Gal 3,28). De ahí también la responsabilidad de amar a todos los hombres, especialmente a los pobres y necesitados. La comunión o común unión nos lleva a sentirnos todos hermanos en Cristo y, por ello, a sentirnos también responsables de su salvación.

Al recibir la hostia santa, entramos en contacto directo con la humanidad y divinidad de Jesucristo. Y esto, si estamos preparados y bien dispuestos, nos transforma y transfigura en Cristo. “El que comulga se une a Jesucristo como se unen dos pedazos de cera derretida, pues de su unión no resulta, sino un todo formado de los dos” (Sta. Magdalena Sofía Barat). Podemos comprender, entonces, que una comunión vale más que un éxtasis, que una visión, y, por supuesto, más que todos los tesoros del mundo. La comunión es entrar en contacto directo con el mismo Dios. La comunión transporta todo el paraíso a nuestro corazón y hace, en esos momentos, a nuestra alma el centro del Universo, pues ahí está Dios.

Hagamos de nuestra vida una misa y comunión cósmica, en unión con todos los seres. Según Teilhard, Jesús sigue celebrando su misa cósmica sobre el altar del Universo y nosotros somos parte de esta gran MISA. Para celebrarla bien y ser parte activa de este Universo en expansión hacia Dios, es preciso hacer de nuestra vida una misa por el ofrecimiento constante y la unión permanente con Jesús. Renovemos nuestra misa con Jesús:

Padre mío, una vez más en este día, en lugar del pan y del vino, te ofrezco mi vida en unión con Jesús. Te ofrezco mi familia y todas mis cosas. También quiero ofrecerte el dolor y el sufrimiento de toda la humanidad Tú me la has encomendado y, por eso, me siento padre (madre) de todos los hombres. Mira sus pecados y límpialos de la faz de la tierra con la sangre bendita de Jesús. Mira sus alegrías y esperanzas... Mira todo lo bueno y todo el amor de todos los hombres y recíbelo con Jesús, tu Hijo amado.

También te ofrezco, Padre santo, toda la Creación con sus plantas animales y cosas bellas, desde el humilde pajarito hasta las más brillantes estrellas, desde el pequeño átomo hasta las más grandes galaxias. Todo te lo ofrezco en esta misa cósmica, que celebro permanentemente con Jesús, en su divino Corazón, y por manos de María.

Te consagro mi vida como una pequeña hostia de amor; para que esté siempre como una lamparita ante tu trono. Que el pan y el vino de mi amor, de mis esperanzas y alegrías, de mi trabajo y de mi dolor, suban a Ti con toda la humanidad y con toda la Creación... Recibe Padre, la misa de mi vida, y hazme santo. Quiero ser amigo de Jesús.

b) Pureza y Preparación
¡Es tan importante la pureza para unirnos a Dios en Cristo! Y pureza es, sobre todo, rectitud y sinceridad de vida de acuerdo al ser de cada uno. Cuando Dios encuentra un alma pura, recta y sincera, que lo busca con todo su corazón y con deseos de entrega total, pone en ella su trono y la hace el centro de la Creación.

Teilhard de Chardin en “El medio divino” cita un cuento d Benson: “un vidente llega a una capilla apartada en la que reza una religiosa. Entra. Y he aquí que en torno a este apartadísimo lugar, ve, de pronto, que el Universo entero se enlaza, se mueve, se organiza, siguiendo el grado de intensidad y la inflexión de los deseos de la mísera rezadora. La capilla se había convertido en un polo en torno al cual giraba la Tierra. La contemplativa sensibilizaba y animaba en torno a sí todas las cosas, porque creía; y su fe era operante, porque su alma purísima, la situaba muy cerca de Dios... Por eso, cuando llegó el momento en que Dios decidió realizar ante nuestros ojos su Encarnación tuvo necesidad de suscitar antes en el Mundo una pureza capaz de atraerlo hasta nosotros. Necesitaba una Madre. Y creó a la Virgen María, es decir, hizo que apareciera sobre la Tierra una pureza tan grande que llegara a atraerlo en esa transparencia hasta su aparición como Niño pequeño. He aquí la potencia de la pureza para que haga nacer lo Divino entre nosotros”.

Por eso, debemos acercarnos a comulgar con toda la pureza posible... “Oh, si pudiésemos comprender quién es ese Dios a quien recibimos en la comunión, entonces sí, qué pureza de corazón traerían ante El” (Sta. Magdalena de Pazzi). Y, sin embargo, qué tristeza al ver que algunos se acercan sin confesarse, después de mucho tiempo, vestidos indecentemente, distraídos, sin fe y sin devoción...

Hay que poner el mayor empeño posible para que no caiga al suelo ninguna hostia o partícula al dar la comunión. Ya Tertuliano en su tiempo escribía: “Sufrimos ansiedad, si cae al suelo algo de nuestro cáliz o de nuestro pan” (De corona 3). S. Cirilo de Jerusalén en su Catequesis mistagógica escribe: “si alguno te diera limaduras de oro, ¿no las guardarías con sumo cuidado?, ¿y no procurarás con mucho mayor cuidado que no se te caiga ninguna partícula de lo que es más precioso que el oro y que las piedras preciosas? (5,21). Además, en el momento de la comunión, siempre debe usarse la bandejita. Así lo determina la constitución apostólica “Misal romano” de Pablo VI en el número 117: “El que comulga responde: Amén, y recibe el sacramento, teniendo la patena (bandeja) debajo de la boca”.

Por otra parte, “la Iglesia obliga a los fieles a recibir, al menos una vez al año, la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual (después de confesarse). Pero recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días” (Cat 1389). Sobre todo, recomienda que “los fieles comulguen, cuando participan en la misa” (Cat 1388). Pero “quien tenga conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la reconciliación antes de acercarse a comulgar” (Cat 1385). También se debe guardar el ayuno de una hora antes de comulgar (se puede tomar agua, y los enfermos están exentos del ayuno).

Como Cristo está todo entero tanto en la hostia como en el vino, “la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo, cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico. Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales” (Cat 1390).

Según la Ordenación General del Misal Romano N° 242 (14) los miembros de las Comunidades religiosas pueden recibir todos los días la comunión bajo las dos especies en la misa conventual o de Comunidad. Los fieles laicos pueden hacerlo en determinadas circunstancias o en grupos especiales. Pero lo importante es unirnos a Cristo, aunque sólo sea con la hostia, pues recibimos su cuerpo, sangre, alma y divinidad. En ese momento, sellamos nuestra unión, amistad y alianza, uniendo nuestra sangre con la sangre de Jesús para siempre. No olvidemos que las alianzas con Dios se escriben con sangre, como Cristo en la cruz. Digamos con Jesús: “Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”.

Actualmente, se puede comulgar hasta dos veces al día, pero “solamente dentro de la celebración eucarística” (canon 917). Sin embargo, no debemos comulgar por costumbre o por rutina. Cada comunión debe ser única. “Debemos estar vigilantes para que este gran encuentro con Cristo en la Eucaristía no se convierta para nosotros en un acto rutinario y no lo recibamos indignamente, es decir; en pecado mortal (Pablo VI, carta sobre el culto de la Eucaristía N° 7). Sería bueno confesarse una vez al mes y poder comulgar todos los días. Pero no perdamos la comunión por algunos escrúpulos de conciencia, vayamos a confesar y, si no es posible, comulguemos, si no tenemos conciencia clara de pecado mortal. Después, lo antes posible, se puede confesar lo que nos intranquiliza, pues hasta se podría pedir confesión al celebrante después de la misa. No caigamos en la tentación de dejar la comunión por cualquier escrúpulo. Eso es lo que quiere el diablo para privarnos de tantas bendiciones, que podemos recibir en la comunión. Por eso, y Sta. Margarita Ma. de Alacoque decía: “No podemos darle a nuestro enemigo el diablo mayor alegría que, cuando nos alejamos de Jesús dejamos la comunión”.
Sta. Teresita del Niño Jesús le escribía a su prima María Guerin: “Cuando el diablo ha conseguido alejar a un alma de la comunión, él lo ha ganado todo y Jesús llora. Oh, mi amada María, piensa que Jesús está allí, en el sagrario, expresamente para ti, solamente para ti y que está ardiendo en deseos de entrar en tu corazón. No escuches al demonio, búrlate de él, y ve sin temor a recibir al Jesús de la paz y del amor. Pero ya te oigo decir: Teresa piensa esto, porque no conoce mis miserias... Sí, ella las conoce y te asegura que puedes ir sin recelo a recibir a tu único Amigo verdadero. Ella ha pasado también por el martirio de los escrúpulos: pero Jesús le concedió la gracia de comulgar siempre, hasta cuando creía haber cometido grandes pecados. Pues bien, te aseguro que ella reconoció que era el único medio de desembarazarse del demonio.

Es imposible que un corazón, cuyo único solaz consiste en contemplar el sagrario (y amar a Jesús), lo ofenda hasta el punto de no poder recibirle. Lo que ofende a Jesús, lo que le lastima el Corazón, es la falta de confianza. Hermanita querida, comulga, comulga; he aquí el único remedio, si quieres curar”.

También es muy importante no descuidar la acción de gracias después de comulgar, al menos durante los 10 ó 15 minutos que duran las especies sacramentales en nosotros, es decir, mientras estamos en contacto personal con la humanidad santísima de Jesús. Sta. Magdalena de Pazzi afirmaba “Los minutos que siguen a la comunión son los más preciosos que tenemos en nuestras vidas. Son los minutos más propicios, de nuestra parte, para tratar con Dios y, de su parte, para comunicarnos su amor”. Son minutos preciosos, celestiales, que por ningún motivo podemos desperdiciar con distracciones o conversaciones. No perdamos el respeto a Dios. La confianza hay que acompañarla de reverencia.

No se puede aceptar la práctica de ciertas personas que salen de la iglesia inmediatamente después de comulgar. Es sabido que S. Felipe Neri, en una ocasión, mandó a dos monaguillos con cirios encendidos que acompañasen por la calle a una persona, que salió de la Iglesia después de comulgar.

“Oh hermanos, si pudiéramos comprender el hecho de que mientras las especies sacramentales están dentro de nosotros, Jesús está ahí, en unión con el Padre y el Espíritu Santo... es decir; que está la Santa Trinidad en nuestra alma... ¡Qué paraíso de felicidad!”( Santa Magdalena de Pazzi). Es por ello que S. José de Cotolengo recomendaba a la hermana que hacía las hostias: “Haz las hostias más gruesas a fin de que yo pueda gozar de mi Jesús mucho tiempo. No quiero que se disuelvan rápidamente las sagradas especies”. No olvidemos que recibimos al Rey y Señor de los cielos, que es todopoderoso. Y que por la comunión, como dice: S. Agustín: “nos transformamos en lo mismo que recibimos” (Sermo 57.7)

Una sola comunión vale más que todo el Universo. Por eso, no te pierdas nunca una misa o comunión culpablemente, porque una que se pierda, se pierde para toda la eternidad. “Una comunión es infinitamente más preciosa que todo lo creado” (Sta. Magdalena Soffa Barat). De ahí que los santos deseaban tanto comulgar. Se cuenta en la vida de Sta. Gema Galgani,de la VbIe. Mónica de Jesús y de otros muchos santos, que cuando estaban enfermos y no podían asistir a la iglesia, su ángel custodio les llevaba la comunión. Sta. Margarita María de Alacoque exclamaba: “Deseo tanto recibir la comunión que, si tuviera que caminar descalza por un sendero de fuego a fin de obtenerla, lo haría con gozo”. Sta Catalina de Génova suspiraba tanto por comulgar y afirmaba: “Si yo tuviera que ir millas y millas sobre carbones ardiendo para recibir a Jesús, diría que el camino es fácil, como si hubiera caminado sobre una alfombra de rosas”. La Vble. Cándida de la Eucaristía, aseguraba: “Quitarme la comunión es como hacerme una operación quirúrgica... La comunión es parte esencial de mi organismo espiritual. Cuando comulgo, me sumerjo en el mar limpísimo de Jesús, allí meto mi alma y allí reposo”.

Sta. Teresa de Jesús decía: “Me vienen unas ansias de comulgar tan grandes que no sé si podría encarecer. Acaecióme una mañana que llovía tanto que no parece se podía salir de casa. Yo estaba tan fuera de mí con aquel deseo que, aunque me pusieran lanzas en los pechos me parece entraría por ellas, cuánto más agua. Cuando llegué a la iglesia, dióme un arrobamiento grande... Comulgué y estuve en misa que no sé cómo pude estar y vi que eran dos horas las que había estado en aquel arrobamiento y gloria” (V 39,22-23).

En una ocasión, Sta. Teresita del Niño Jesús estaba gravemente enferma y se arrastró con mucho esfuerzo a recibir la comunión. Una religiosa que la vio le dijo: “no deberías hacer tanto esfuerzo para ir a comulgar, deberías quedarte en tu celda”. Y ella respondió: “Oh, qué son estos sufrimientos en comparación de una sola comunión”.

Cuentan los biógrafos del cardenal Newman que, cuando estaba a punto de convertirse del anglicanismo al catolicismo, algunos amigos quisieron disuadirle, diciéndole que pensara bien lo que hacía: Si te haces católico, le dijeron, perderás todos tus considerables ingresos, que son unas cuatro mil libras al año. Y él contestó: “ Y qué son esas cuatro mil libras en comparación con una sola comunión?”. Vale tanto la Comunión que “si los ángeles pudieran sentir envidia, nos envidiarían por la sagrada comunión” (S. Pío X). La comunión es el “pan supersustancial..., que es vida del alma y perenne salud de la mente” (M 8). La comunión es el abrazo del amigo Jesús, que te inunda de su divino amor.

PRIMERA COMUNION

Es importante tomar muy en serio la primera comunión de niños. Hay que hablarles mucho del amigo Jesús, que está en el sagrario, para que lo amen de verdad y no sólo aprendan algunas nociones y oraciones de memoria. Hacer hincapié en la pureza del alma y no dar tanta importancia al vestido, fotos, padrinos... Sería bueno darles un certificado bonito de su Primera Comunión, para que lo guarden como recuerdo en un lugar visible de su casa. Que sus padres les acompañen a comulgar en ese gran día para ellos y que les inculquen la comunión dominical con su ejemplo. Y, por supuesto, no demorar más de los 10 años para hacer la primera comunión. Para ello, es importante que los padres se preocupen de bautizarlos cuanto antes, después de su nacimiento, y no esperar a la edad adulta. Hay que prepararlos bien. En una ocasión, un niño le preguntó al maestro:
- ¿Cómo es posible que un Dios tan grande esté en una hostia tan chiquita?
- ¿Y cómo es posible que un paisaje tan grande, que tienes a tu vista, pueda estar metido dentro de tu ojo tan pequeñito? ¿no podría hacer Dios algo parecido?

- Y cómo puede estar presente al mismo tiempo en todas las hostias consagradas?
- Piensa en un espejo. Si se rompe en mil pedazos, cada pedacito refleja la imagen que antes reproducía el espejo entero. ¿Acaso se ha partido la imagen? No, pues así Dios está todo entero en todas partes y en cada hostia.

- Y¿cómo es posible que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y sangre de Cristo?
- Cuando tú naciste eras pequeñito y tu cuerpo iba asimilando el alimento que comías y cambiándolo en tu cuerpo y sangre, y así ibas creciendo. ¿ Y Dios no podría cambiar también el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús?

- Pero yo no comprendo el porqué de todo esto?
- Porque tú no comprendes de lo que es capaz el amor de un Dios. Todo es por amor. La Eucaristía es la prueba suprema del amor de Jesús. Después de esto, sólo queda el cielo mismo. Por eso, los santos daban tanta importancia a la comunión.

Sta. Teresita del Niño Jesús nos habla en su “Historia de un alma” sobre su primera comunión: “Por fin llegó el más hermoso de los días. Qué inefables recuerdos dejaron en mi alma los más pequeños detalles de esta jornada de cielo... Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma. Fue un beso de amor, me sentía amada y decía a mi vez: Os amo, me entrego a Vos para siempre. No hubo ni peticiones ni luchas ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo, Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido. Aquel día no era ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos. Teresa había desaparecido, como la gota de agua que se pierde en el seno del océano. Sólo quedaba Jesús, El era el dueño, el Rey”. Y lloró de felicidad. Sus compañeras, dice ella misma, “no podían comprender que, viniendo a mi corazón toda la alegría del cielo, este corazón desterrado no pudiera soportarla sin derramar lágrimas”.

También Lucía de Fátima en sus “Memorias” nos habla de aquel delicioso día de su primera comunión: “Según se aproximaba el momento, mi corazón latía más deprisa en la espera de la visita del gran Dios, que iba a descender del cielo para unirse a mi pobre alma; pero, luego que se posó sobre mis labios la hostia divina, sentí una serenidad Y una paz inalterable, sentí que me envolvía en una atmósfera tan sobrenatural que la presencia de nuestro buen Dios se me hacía tan sensible, Como si lo viese o lo oyese con mis sentidos corporales.
Le dirigí entonces mis súplicas: Señor, hazme una santa, guarda mi corazón siempre puro para ti solo... Me sentía transformada en Dios... Me sentía tan saciada con el pan de los ángeles que me fue imposible entonces tomar alimento alguno. Perdí, desde entonces, el gusto y el atractivo que comenzaba a sentir por las cosas del mundo; sólo me encontraba bien en algún lugar solitario, donde pudiese recordar sola las delicias de mi primera comunión” (2a. Memoria). Pero no sólo los santos, hay muchos niños puros e inocentes, que reciben a Jesús con una fe que daría envidia a los mismos ángeles. El beato Mons. Manuel González, relata en su libro “Partiendo el pan” algunos de estos casos. Como el de José María, un niño que todavía no había cumplido los cinco años y que, viendo a su hermano hacer la primera comunión, sintió tantos deseos de comulgar que se lo pidió al obispo. Comulgó y se pasó un gran rato con los ojos cerrados, hablando con Jesús. Cuando le preguntaron qué había hecho después de comulgar, respondió: “Lo dejé que se vaya para dentro, pues ya sabe andar solito”. En su cabecita infantil, Jesús se había apoderado de su cuerpo y se iba quedar para siempre, como en su propia casa.

Otro caso, que publicó en “El granito de Arena” del 5 de setiembre de 1913, es el de Julia Gabriel Budelo de tres años, le faltaban trece días para cumplir los cuatro. Cuando su catequista comulgaba, le hacía agacharse para besarle en el pecho. Y era tanto su amor a Jesús que el obispo no dudó en darle la comunión. Cuando le preguntó:
- ¿Tu quieres recibir a Jesús?
- Con todas mis ganas.
- ¿ Y dónde lo vas a guardar?
- Aquí, en mi corazoncito.

El obispo pudo escribir: “Puedo aseguraros que en mi vida nunca he dado una comunión con tanta seguridad del agrado de Jesús y de la buena disposición de un alma”. Después de comulgar repetía: ”qué contentita estoy”.

Jesús no puede menos de sentirse feliz con la fe y el amor de los niños inocentes y cuyas almas son pequeños cielos para Jesús. Eduquemos a los niños en la fe y amor al Niño Jesús del sagrario, para que lo amen y lo visiten como aquellos niños de Huelva que, cuando Mons. González les preguntó qué hacían tanto entrar y salir de la iglesia, le dijeron: “Es que estamos haciéndole a Jesús muchas visitas para que le duren toda la noche y no esté solito”.

O como aquella niñita norteamericana de que nos hablaba el P. Roberto de Grandis. Su padre es católico y su madre ortodoxa griega. La niña de tres años les pidió un día que la llevaran a la Iglesia, a donde no la llevaban nunca, porque no eran practicantes. Cuando la niña entró, se fue corriendo hacia el sagrario y acercándose, empezó a decir: “Jesús, aquí estoy, sal y juega conmigo, soy Ann Mary, ven”. ¡Qué simplicidad, qué fe y confianza! Ciertamente que los niños son los predilectos de Jesús y El nos dice: “Dejad que los niños vengan a Mí, no se lo impidáis, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mc 10,14).
En ese gran día de su primera comunión, Jesús toma muy en serio sus peticiones. Pueden pedirle como Lucía de Fátima: “guarda mi corazón siempre puro para ti solo”, pero, sobre todo, pedirle la gracia de nunca ofenderle con un solo pecado mortal. Y, por supuesto, pedirle por sus padres, hermanos, familiares... Y, si sienten deseos, pedirle también la gracia de la vocación sacerdotal o religiosa.
Una religiosa contemplativa me decía: “Aún no he olvidado aquel beso que me dio Jesús en el momento de mi primera comunión. Fue un flechazo, un dardo de amor que clavó en mi corazón. Algo inolvidable que no puedo explicar. Era como un fuego amoroso que yo sentía y que me unió a El para siempre. Me enamoré del sagrario y, por eso, cuando me preguntó en una especie de “visión”: ¿Estás dispuesta a encerrarte y sacrificarte para salvar tantas almas que se condenan? Le dije que SI con todo el amor de mi corazón”.

Oh Jesús mío, Rey de mi corazón, has venido a mí en este día. Te pido la gracia de mi vocación. Hazme un santo sacerdote (religiosa) Gracias por mis padres, hermanos... y, porque en cada comunión, puedo darte un GRACIAS digno de tu amor ¡Qué grande es la comunión Cristo en lo más íntimo de mi ser, dando vida a mi vida. ¡Qué asombro! Dios en mí .La nada poseída por el TODO. ¡Qué misterio tan radiante de luz, de vida, de amor! ¡Oh sagrado banquete! ¡Mi Señor y mi Dios ¡Mi amigo para siempre!



Capítulo 9: Unión de corazones. Unidos para siempre

UNIÓN DE CORAZONES

Nunca mejor que en el momento de la comunión podemos decir con S. Pablo: “Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios” 3,3). Entonces, formamos una UNIDAD en Cristo con todos los hombres. Como diría S. Agustín: “Tu alma ya no es tuya, sino de todos hermanos, como sus almas son también tuyas; mejor dicho, sus almas juntamente con la tuya no son varias almas, sino una sola, la única de Cristo” (Epist 24,3). “Cristo lo es TODO en todos” (Col 3,11) y formamos con El una sola alma y un solo corazón. “El que come mi carne, bebe mi sangre está en Mí y Yo en él” (Jn 6,56). Decía Sta. Catalina de Génova: “Yo no tengo alma ni corazón, mi corazón y mi alma son solo de Jesucristo”. Precisamente, el fin de la comunión es la fusión de los corazones y de las almas en Jesús. Y debemos vivir esta unión con Jesús, Dios y hombre, las veinticuatro horas del día.

Algunos santos han vivido esta unión de corazones de modo singular, pues Jesús les ha cambiado su propio corazón por el suyo. Este cambio de corazones se lo concedió a Sta. Catalina de Siena. Cuenta director el Bto. Raimundo: “Un día le pareció ver que su eterno Esposo venía a ella como de costumbre, que le abría el costado izquierdo, quitaba su corazón y se marchaba, de suerte que quedaba sin corazón. La impresión de esta visión fue tal que Catalina dijo a su director que ya no tenía corazón en su cuerpo... Algún tiempo después, se le apareció el Señor; teniendo en sus sagradas manos un corazón humano rojo y resplandeciente. Acercándosele, el Señor le abrió de nuevo el costado izquierdo e introduciendo el corazón que tenía en las manos le dijo: “Hija mía, así como el otro día te he llevado tu corazón, así hoy te entrego el mío, que te hará vivir siempre”.

Esta gracia, algunos santos la han recibido con la Eucaristía, teniendo permanentemente en su pecho a Jesús sacramentado y estando así en unión continua con su humanidad santísima. Así nos lo refiere S. Antonio Ma. de Claret en su Autobiografía: “En el día 26 de Agosto de 1861, hallándome en oración en la iglesia del Rosario en la Granja, a las siete de la tarde, el Señor me concedió la gracia grande de la conservación de las especies sacramentales y tener siempre, día y noche, el Santísimo Sacramento en el pecho”.

La gracia de la unión de corazones la recibimos nosotros también durante el tiempo que permanecen en nosotros las especies sacramentales. El P. Pío de Pietrelcina manifestó en una ocasión: “¡qué dulce fue la conversación que sostuve con el paraíso esta mañana después de comulgar! El Corazón de Jesús y mi propio corazón se fundieron. Ya no eran dos corazones palpitantes, sino uno solo. Mi corazón se había perdido como una gota se pierde en el océano”. En ese momento, dice S. Cipriano: “nuestra unión con Cristo unifica nuestros afectos y voluntades”. y la Vble. Cándida de la Eucaristía aseguraba: “mi alma y la de Jesús se hacen UNA.
S. Lorenzo Justiniano exclamaba: “Oh admirable milagro de tu amor; Señor Jesús, que has querido unirnos a tu Cuerpo de tal modo que tengamos una sola alma y un solo Corazón inseparablemente unidos contigo”.

Que tú también seas UNO con Jesús y que tengas sus mismos pensamientos, sentimientos y deseos. Que tu voluntad y la suya sean UNA para que puedas decirle en todo momento: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,39). Que seas sagrario viviente de Jesús como María, y puedas decir con Sta. Teresita: “Señor ¿no sois omnipotente? Permaneced en mí como en el sagrario, no os alejéis jamás de vuestra pequeñita hostia” (Ofrenda al Amor misericordioso).

UNIDOS PARA SIEMPRE

He aquí una parábola del grano de trigo, que llegó a hostia. Jesús decía: “En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo; pero si muere, dará mucho fruto” (Jn 12,24).

Érase una vez un granito de trigo, pequeño y sencillo, que quería ser santo y llegar hasta el cielo. Y se ofreció a Dios... y se puso en sus manos de buen sembrador. Y el Señor, de inmediato, con mucho cariño, lo colocó en tierra buena y lo cuidó como a un niño. Pero el granito, gritaba..., pasaba las noches oscuras, a solas, con miedo y con frío, muriendo a sí mismo, pero, sin saberlo, renaciendo a una vida más hermosa y bella. Y empezó a crecer como espiga, débil y temerosa, azotada por las lluvias y mecida por los vientos.

Y fue creciendo, creciendo, acariciada por el sol, y soñaba, soñaba... y pedía y oraba. Cuando estuvo madura, un día de estío se presentó el segador. Y ella, alarmada, gritaba y decía: “A mí, no, porque yo estoy destinada a ser santa y elevarme hasta el cielo”. Pero el hombre, tal vez, distraído, metió la hoz, despiadado, y quebró sus ensueños de oro.

“Oh Señor, clamó entonces la espiga, ya no puedo llegar a tus brazos. Sálvame mi Señor, que me muero”. Pero el Señor, cual si nada escuchase, respondió con un largo silencio...

Y aquel hombre, tomando la espiga, bajo el trillo la puso al momento... Y los granos crujieron... y cual sarta de perlas preciosas, por la era rodaron deshechos.

Y vinieron más hombres y metieron los granos de trigo en un saco viejo, llevándolos luego al molino, donde finísimo polvo se hicieron. Y la harina seguía llorando. Pero arriba, en el cielo, seguían callando.., y, aquí abajo, seguían moliendo.

Y ¿por qué callaría Jesús? Y ¿por qué, si era pura e inocente, le negaba el consuelo? Pero ella obediente, seguía sufriendo... Y Jesús preparaba la harina. Y una hostia bellísima hicieron. Y la novia soñaba...

Su belleza brilló ante el altar,
y los ángeles vinieron a verla,
Y Jesús y su gloria bajaron
y en la misa se unieron a ella.
Y María, la Madre, gozaba...
Y la esposa decía al Cordero:
Ahora sí, que te amo con toda mi alma.
Ahora sí, porque Tú eres mi cielo.
Y Jesús la abrazaba en su pecho
y con voz melodiosa le decía muy quedo:
Yo quería que fueras mi esposa
y anhelaba tenerte en mi cielo.
Pero escucha, mi amor, a mis brazos,
sólo pueden llegarse los niños,
y quienes siempre obedecen sin miedo
y siguen mis huellas ¡sufriendo!