La aceptación suaviza la vida.

 

Lo dice así de tajante la psicología: cada cosa no aceptada en la vida automáticamente se convierte en un enemigo incómodo, algo que nos hace sufrir y vivir con desagrado. Es de sentido común y pertenece a la experiencia más elemental. Todo aquello con lo que uno no acaba de hacer las paces, de reconciliarse de verdad, provoca constantes disgustos y malestar interior. De ahí que las realidades no aceptadas, enemigas por tanto, nos van rompiendo por dentro y deteriorando la paz interior y la paz con los demás.

Las realidades que venimos llamando enemigas, realidades no aceptadas, suelen ser más de las que uno piensa y vienen por caminos del todo insospechados. Eso es lo más grave del asunto, pues a veces no las descubrimos con facilidad. Lo no aceptado y por tanto generador de malestar y sufrimiento, puede venir de fuera o de dentro de casa, puede ser algo ajeno a uno mismo o puede ser algo personal. Lo no aceptado puede referirse al cuerpo o al alma, a algo que se ve o también a una realidad invisible. Lo no aceptado puede ser cosa buena en sí misma, incluso bella, y también puede ser algo en sí mismo desagradable. De hecho, muchos disgustos y muchos tormentos que soportamos los hombres, muchas horas de pérdida de paz y muchas lágrimas, vienen de eso, de realidades con las que no acabamos de reconciliarnos, que no acabamos de aceptar llana y serenamente.

Un ejercicio personal de reconciliación con todo aquello que se nos presente como desagradable, tiene como efecto inmediato la paz interior, el gozo de ir por la vida en armonía con todo lo que nos rodea y todo lo que podamos encontrar.