DIRECCIÓN ESPIRITUAL

La d.e. tiene su origen en el monacato de la Iglesia primitiva, primero entre los anacoretas, que en su soledad necesitaban de consejo, y después en los monasterios, donde los «seniores» dotados carismáticamente se dedicaban a la dirección espiritual, que también ejercían los superiores, lo cual originó conflictos. En el monacato occidental parece que el oficio de superior se ha impuesto más fuertemente en su función espiritual que en el monacato oriental. En el punto culminante de este desarrollo el superior, en virtud de su oficio, es también padre espiritual; así en la compañía de jesús, cuyo ejemplo imitaron otras órdenes. Se llegó a ciertos abusos especialmente donde la d.e. estaba unida con la confesión. Contra eso ha luchado el movimiento que ha terminado separando la función oficial y la d.e.

Ya en la Iglesia primitiva también algunos laicos se confiaron a la d.e. ejercida por monjes. Pero la d.e. fuera de los monasterios se hizo importante por primera vez en los movimientos espirituales de laicos, entre el siglo xii y el xv; también algunos seglares podían ser directores espirituales (p. ej., Catalina de Siena, Nicolás de Flue). El siglo xvti es, principalmente en Francia, la época de apogeo de la d.e. (Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Pedro de Bérulle).

Hoy se habla de una crisis de la d.e. Sin duda se deben buscar nuevos caminos para la ayuda espiritual. Se ha mostrado especialmente fructífero el diálogo en pequeños grupos: el diálogo de meditación, el diálogo en ejercicios comunes, la revisión de vida, el "sensitivity training". Tales diálogos sólo son posibles en grupos homogéneos; no suplen la conversación en privado (la d.e.), pero lo complementan, sobre todo de cara a la acción comunitaria. Dada la aversión contra el carácter institucional de la d.e. en el oficio del padre espiritual, hay aquí una auténtica posibilidad.

Ante todo se requiere una nueva reflexión acerca de la esencia y el cometido de la d.e. Ésta es a la vez un encuentro humano y religioso. Sólo en el encuentro con el prójimo llega el hombre a sí mismo; aquí está el lugar antropológico de la d.e. En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, la pertenencia mutua de los hombres es todavía más íntima; y esta pertenencia es el contexto teológico de la d.e. En general, hasta ahora el aspecto teológico y religioso de la d.e. ha recibido una acentuación demasiado unilateral. No se vio suficientemente que el crecimiento espiritual sólo es existencialmente posible dentro de un esbozo de vida dado previamente por la naturaleza y la historia. Por más que en la d.e. se trate de la iniciación religiosa, de la introducción en el encuentro imprevisible y siempre singular con el misterio de Dios y de su palabra, en la discreción de espíritus y el hallazgo de la voluntad de Dios en un caso concreto, e incluso, por más qué ahí esté su núcleo; sin embargo, todo esto debe quedar integrado en la existencia total. Lo espiritual o lo religioso no puede ser una supraestructura de lo humano. La d.e. no está relacionada solamente con lo religioso, como si esto fuera un ámbito aislado, sino también con los hombres concretos y sus problemas. En consecuencia los cometidos decisivos de la d.e. son los siguientes: 1 °, la guía hacia el propio conocimiento; 2 °, la preparación para aceptarse a sí mismo; 3 °, la ayuda para desprenderse del propio yo; 4 °, la búsqueda común de la voluntad concreta de Dios.

Quien se confía a un d.e. no puede buscar solamente una confirmación de su punto de vista. Debe estar dispuesto a aceptar algo que hasta ahora no sabía o no quería tener por verdadero; y también ha de tomar conciencia de que el éxito de la d.e. depende esencialmente de él mismo, de su propia apertura, que condiciona fundamentalmente la obra del director espiritual, el cual, por tanto, debe ser ante todo un oyente. Sólo así se llega a un auténtico diálogo entre ambos. El director espiritual procura objetivar lo que se le comunica y esclarecerlo con discreción; así el que busca consejo se siente comprendido. La pregunta a¿quién soy yo?» o «¿dónde me hallo?» recibe su mejor respuesta mediante una simple narración histórica de la vida del que busca consejo, narración que, a diferencia de la confesión, no debe tener como objeto la cuestión de la culpa, de las derrotas y de los pecados, sino que abarca toda la vida en su desarrollo. Por esta narración se puede descubrir no sólo los lados inmediatamente visibles de un hombre, sino también las estructuras profundas de su esencia y de su carácter. En el transcurso dé la conversación se deberá volver muchas veces a la historia de la propia vida. El director del diálogo - que normalmente, pero no necesariamente, es un sacerdotedeberá esforzarse por asimilar lo que se le comunica, sobre todo en la primera entrevista.

Todo conocimiento de sí mismo, pero sobre todo el fundamentado religiosamente, contiene a la vez una exigencia moral: aceptarse a sí mismo tal como uno se ha conocido, responder de lo que uno es, no eludir la propia realidad. El hombre tiene la tendencia casi indestructible a hacer una imagen ideal de sí mismo, a enmascararse en un «papel» que él se ha elegido, para dejarlo caer con resignación cuando la realidad le descubre su mentira. Por ello necesita de una conversión, para afirmar el conocimiento más profundo de sí mismo que él ha obtenido con ayuda de otro. El director espiritual debe dar una orientación y una ayuda para este fin. Esa ayuda no ha de consistir principalmente en exhortaciones ascéticas, sino en mostrar la relación entre las diversas disposiciones - a veces poco armónicas- que van inherentes a la naturaleza del dirigido, así como en distinguir entre la estructura picológica o caracterológica, la cual es moral y religiosamente neutra, y las actitudes fundamentales de orden moral y religioso, las cuales son las únicas que deciden sobre el valor de un hombre. Además de esto queda siempre un espacio suficiente para una motivación religiosa consistente en el seguimiento de Cristo, allí donde se trata de soportar la insuficiencia y la falta de armonía en la propia naturaleza, así como de aceptar un destino duro, de enfrentarse con una situación.

Cuando uno aprende a aceptarse a sí mismo, con ello ha empezado también a despegarse y distanciarse de sí mismo. Lo cual encomienda una nueva tarea a la d.e. Ésta debe ayudar a ver las proyecciones egocéntricas, a destruir el proyecto autónomo de la propia vida y a penetrar cada vez más en el esbozo de vida que se dibuja en las disposiciones propias y en la concreta historia personal, esbozo que se debe a la voluntad de Dios. Aquí se trata de alcanzar aquella actitud interna que en la tradición espiritual se ha llamado (en forma no exenta de confusión) pasividad (apatheia), abandono o indiferencia (Ignacio de Loyola). A este respecto es importante la -> discreción de espíritus, que en primera línea debe ser obra del director espiritual.

Con ello se pone de manifiesto la finalidad propia de la d.e., a saber: hallar la voluntad de Dios «para mí», descubriéndola en la línea de la propia vida y en cada nueva situación concreta. Los -> ejercicios ignacianos tienden en su totalidad a esto. Esa voluntad de Dios, del Dios de la gracia, está para el hombre particular en la línea de su naturaleza, incluso cuando ella debe ser crucificada en aras de su consumación. Cuando un hombre coincide consigo mismo, también coincide con Dios en lo más profundo. Lo cual deja intacto el hecho de que en este proceso espiritual la razón y la gracia no llegan a coincidir plenamente, de que hay un imprevisible e impenetrable «misterio de la cruz». En la ambigüedad de la historia individual y la colectiva tiene el director espiritual su cometido más importante: ayudar a buscar la voluntad de Dios en las circunstancias concretas de la vida.

Aunque la d.e. y la -> psicoterapia son cosas esencialmente distintas, pues la primera se relaciona con la salvación y la segunda con la curación, sin embargo los límites entre ambas son elásticos, puesto que ni el director espiritual puede excluir el aspecto de la curación, ni el psicoterapeuta puede dejar de atender a la salvación religiosa del hombre, principalmente cuando tiene ante él a un hombre religiosamente comprometido.

Friedrich Wulj