PADRES APOSTÓLICOS
VocTEO
 

A la primitiva literatura cristiana pertenecen los textos «apostólicos» (canónicos), los de orientación gnóstica, otros de matriz judeocristiana y una serie de escritos que, a partir del siglo XVIII, han tomado el nombre de «Padres apostólicos» debido a su cercanía con la edad apostólica.

Vale la pena destacar que los textos mencionados, sea cual fuere su clasificación (apostólicos, subapostólicos, gnósticos y ebionitas), surgieron unos al lado de los otros, dentro de las mismas comunidades y a veces incluso en el mismo período cronológico. Limitamos aquí nuestra exposición a los "Padres apostólicos», o sea: la Primera carta de Clemente (alrededor del 96 d.C,), las siete Cartas de Ignacio de Antioquía (por el 115-120), la Carta a la comunidad de Filipos, de Policarpo de Esmirna, la Carta de la Iglesia de Esmirna, que contiene el relato del martirio de Policarpo, la llamada Carta de Bernabé (probablemente posterior al 130), el llamado Pastor de Hermas (escrito en Roma alrededor del 140), la llamada Segunda Carta de Clemente (de hecho, una homilía de lugar y fecha inciertos), la Doctrina de los doce apóstoles o Didajé (finales del siglo 1), algunos fragmentos de Papías y de Cuadrato (primera mitad del siglo II), el Discurso a Diogneto (primeros años después de la mitad del siglo II).

Observando de cerca esta obras se capta la heterogeneidad de temas, de ambiente, así como la diversa formación y capacidad de los respectivos autores. En estos textos está en cuestión la afirmación del ministerio eclesial, la problemática inherente a los herejes, al orden de la Iglesia, a la ascesis y el martirio, al valor de la Biblia, a la introducción de la segunda penitencia, etc. En una palabra, temas fundamentales para la evolución posterior del cristianismo.

La estructura espiritual del cristianismo posapostólico que conservan estos escritos es generalmente una síntesis entre la tradición judeo-helenista del anuncio cristiano. Los textos de los Padres apostólicos nos sitúan entonces en un ambiente judeocristiano, con las dificultades que sentía por romper sus lazos que le unían al seno maternal. Hay que advertir previamente que la influencia del mensaje cristiano sobre el mundo antiguo no habría tenido lugar si la fe judía no hubiera puesto las premisas para ello.

El testimonio más importante de este acercamiento anterior del judaísmo al mundo helenista es, literariamente, la traducción griega del Antiguo Testamento, conocida como los Setenta (siglo 11 a.C.). Esta traducción de los escritos judíos al griego revistió un enorme valor desde el momento en que su conocimiento -que antes era un privilegio reservado a unos pocos doctores de la ley judíos- pasó a ser patrimonio de círculos de laicos judeo-helenistas, es decir, de aquel grupo de personas del que nacería más tarde la tradición y la teología judeocristiana.

La traducción de los Setenta cambió, además, el espíritu mismo de la Biblia judía, que tuvo que asumir ropajes griegos y tomar también concepciones helenizantes de contenido. Es verdad que la religión judía no perdió con ello su propia identidad, pero sufrió una notable transformación abriéndose a categorías universales y ampliando sus relaciones originales entre Dios y su pueblo a unas relaciones entre D-ios y la humanidad.

No es un error afirmar que el judaísmo helenista actuó de precursor del joven movimiento cristiano que, siguiendo la pauta trazada por aquél, mantuvo su propia identidad sin transformarse en una religión mundial sincretista. Pero, evidentemente, el cristianismo subapostólico conservó la huella del ambiente judío de la diáspora, aun cuando en algunos autores, como Ignacio y en la Carta del PseudoBemabé, aparece una clara tendencia antijudía.

Respecto a los temas centrales del Nuevo Testamento, podemos observar en los escritos de los Padres apostólicos algunas variantes; efectivamente, aquí -a diferencia del Nuevo Testamento en donde el tema central del anuncio es Cristo- son los temas eclesiales los que centran la atención. Se da por presupuesto el kerigma cristológico. Los mismos datos morales aportados por el Nuevo Testamento -y entre ellos el tema de la libertad- aparecen con gran parsimonia. Como escribe Liebaert, los Padres apostólicos están lejos de sacar todo lo posible de la originalidad y del dinamismo de una enseñanza tal como la proponía, por ejemplo, san Pablo.

Se afirma, por el contrario, una moral de preceptos o una moral de la virtud de inspiración judía, que de todas formas no degenera nunca en legalismo formalista. La fundamentación de todo el discurso moral se apoya, no en una consideración de la naturaleza humana, sino en la voluntad de Dios. Por eso se trata de una ética religiosa entendida como respuesta a Dios que salva gratuitamente. Como leemos en la 1 Clem 32, 3: «Los que por la voluntad de Dios hemos sido llamados en Cristo Jesús no hemos sido justificados por nosotros mismos ni por nuestra salvación, piedad o inteligencia, ni siquiera por las obras cumplidas en la pureza del corazón, sino a través de la fe. Por ella Dios omnipotente ha justificado a todos los hombres desde el principio». Es casi común entre los Padres apostólicos el convencimiento de que el cristiano es una "nueva criatura». Toda la reflexión ética que encontramos en sus escritos se basa por consiguiente en una ontología que presupone esta novedad o alteridad, recordada frecuentemente sobre todo por aquellos que tienden a distanciarse del judaísmo.

L. Padovese

Bibl.: N. Brox, Padres apostólicos, en SM, Y 123- 129: D. Ruiz Bueno, Los Padres apostólicos, BAC, Madrid 1965; 1, Errandonea, El primer siglo cristiano, Escelicer Madrid 1949. A, Orbe, Introducción a la teología de los siglos 11 y 111, Sigueme, Salamanca 1988; L. Padovesé, Introducción a la teología patrística, Verbo Divino, Estella 1996.