METÁFORA
VocTEO
 

Tratar de la metáfora significa, en cierto sentido, no limitarse a una definición de la misma, sino valorar su función de significación dentro del lenguaje. Sin embargo, como el término «metáfora» se deriva del griego metapherein, que significa «transportar», la metáfora ha sido entendida, sobre todo por los manuales clásicos, como la transferencia de significado de una palabra a otra (cf. Aristóteles, Poética, 1457b- 1458a, 17). Esta caracterización de la metáfora, como figura de sustitución, se conservó también en los manuales latinos, que definieron la metáfora como similitudo brevior (Quintiliano, Cicerón). Cuando la lingüística moderna adoptó esta concepción, se entendió la metáfora como «sustitución sémica» o de significado. Así, en la figura bíblica «Judá es un león joven» (Gn 49,9) se obtiene una metáfora realizada mediante la transferencia del término «león» desde el campo animal al humano, para significar la fuerza o la realeza de la tribu de Judá. Por esto, algunos subrayan en la metáfora una especie de «cortocircuito", lingüístico: la transferencia de significado se realiza por inmediatez y por intuición, más que por sucesión argumentativa.

Sin embargo, puesto que la metáfora se caracteriza como proceso intuitivo, y por eso se utiliza más en la comunicación poética que en la prosa, sobre todo G. Vico la considera como la forma primitiva de comunicación, más que como la expresión madura del lenguaje.

Por su parte, la lingüística contemporánea tiende a rechazar, con toda razón, esta concepción de la metáfora, entendida como figura de sustitución y como expresión primordial de la cornunicación. Por esto, la metáfora tiende a asumir cada vez más consideración respecto a las otras figuras retóricas: en último análisis está en cuestión el aspecto dinámico del lenguaje. En primer lugar, no se ve ya a la metáfora como similitudo brevior, en cuanto que la relación entre el término ilustrante y el término ilustrado no es ni mucho menos estática, como ocurre en la semejanza. Al contrario, se trata de una relación dinámica, por la que la metáfora pone en movimiento diversos procesos de conexión entre dos o más términos. Este proceso se potencia al máximo en la «metáfora implícita», en la que no asistimos a una sola significación sino a una polisemia del lenguaje.

En consecuencia, A. Richards prefiere hablar de la metáfora como interacción de lenguaje y de nociones, más que como sustitución de las mismas. A su vez, M. Black no solamente pone de relieve la función interactiva de la metáfora, sino también la creativa: ésta no se limita a evidenciar las conexiones lingüísticas ya reconocidas, sino que crea otras nuevas en el momento en que se desarrollan y cambian los diversos contextos lingüísticos. Sin embargo, quizás convenga advertir a este propósito que esta posibilidad polisémica no constituye solamente el aspecto positivo de la metáfora, sino también, en cierto sentido, el aspecto negativo: la metáfora puede caer en el subjetivismo interpretativo. Por eso muchos subrayan que ninguna figura está más ligada al propio contexto que la metáfora.

De todas formas, en términos positivos, la metáfora y el lenguaje se empobrecen y se enriquecen mutuamente.

Finalmente, sobre todo U. Eco, prefiere calificar a la metáfora como «un cálculo semántico que supone otras operaciones semióticas » y que por eso no puede reducirse a un lenguaje primordial, como pensaba Vico. De hecho, la metáfora, en cuanto figura de síntesis, más que de sustitución, exige una convergencia de relaciones previas para ser reconocida y para hacerse a su vez creativa. Por eso mismo, aunque resulta adecuada la concepción, tan propia del siglo XVIII, de E. Tesaums, según el cual la metáfora se caracteriza como «figura breve», es necesario reconocer la orientación sintética de la metáfora, sin la cual ella misma resulta incomprensible.

Esta concepción de la metáfora como figura de síntesis determina un análisis no sólo ínterlingüístico, a partir del cual se relaciona la metáfora con otras figuras, como la metonimia, el anacoluto, la simbología, sino que introduce una conexión vinculante entre la metáfora y la sociología del lenguaje. Sin esta relación, la metáfora no sólo está sujeta a continuas interpretaciones arbitrarias, sino que se reduce en último análisis a un significado reductivo, que empobrece su significado.

De este modo, la metáfora bíblica según la cual «el Señor es mi pastor» (Sal 23,1), si se coloca en su propio contexto, adquiere una multiplicidad de referencias que perdería en unos contextos sociológicos y culturales diversos. La falta de atención al contexto sociológico de la metáfora, como de cualquier otro lenguaje, puede inducir no solamente a un empobrecimiento semiótico relativo, sino incluso a un mala inteligencia semiótica. Por ejemplo, el apóstrofe dirigido por Jesús a la "zorra de Herodes» (Lc 13,32) no suena como una denuncia en el contexto grecorromano, sino como una alabanza: Jesús reconocería de forma metafórica la «astucia» de Herodes, comparable con la de una zorra. En realidad, el contexto pertinente de esta metáfora, el semítico, clarifica que se trata de una denuncia: la zorra no es aquí el modelo de la astucia, sino el de la necedad o el de la estupidez, en cuanto que se alimenta de las uvas mesiánicas ya antes de que estén maduras. En esta perspectiva se comprende la explicitación posterior del reproche, según el cual Herodes no reconoce los tiempos mesiánicos, que se manifiestan en Cristo: «...Sábete que expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabaré» (Lc 13,32b).

La última cuestión que plantea la metáfora, sobre todo en el lenguaje religioso como es el de la sagrada Escritura, o en el sintético y simbólico de la poesía, se refiere a su hermenéutica. A menudo se sostiene que una descodificación de la metáfora, realizada mediante un proceso de heurística del lenguaje, permitiría una mayor comprensión de la misma metáfora. Por eso, volviendo a la metáfora del pastor aplicada al Señor, algunos piensan que es preferible explicitar su sentido hablando simplemente de Dios como «guía» de su pueblo.

En realidad, este proceso hermenéutico, aunque permite una solución inmediata del lenguaje metafórico, la verdad es que lo empobrece. Al contrario, aunque es necesario determinar una jerarquía semiótica de la metáfora, ésta no puede reducirse a un simple equivalente cognoscitivo. Además, este proceso corre el peligro de nivelar el mismo lenguaje en su función fundamental de comunicación de sentido, no sólo la metáfora: ¿en qué podría diferenciarse entonces una crónica narrativa de una lectura simbólica del mismo acontecimiento? En definitiva, no se puede descodificar la metáfora en nombre de una comprensión ilusoria y mayor del mismo lenguaje, como ocurre a menudo en las traducciones de textos poéticos, en cuanto que la metáfora no constituye una simple figura de sustracción en la relación entre los niveles, sino el propio dinamismo del lenguaje que, en cuanto tal y en dependencia del propio contexto, está llamado a asumir la connotación de comunicación metafórica.

A. Pitta

Bibl.: P Ricoeur. La metáfora viva. Cristiandad, Madrid 1980; A. Álvarez de Miranda, La metáfora y el mito Taurus, Madrid 1963; L. Alonso SchOkel, Estudios de poética hebrea, Flors, Barcelona 1963; íd., Manual de poética hebrea, Cristiandad, Madrid 1987; íd., La traducción bíblica: lingüística , estilística, Cristiandad, Madrid 1977; J. Mateos, El aspecto verbal en el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1977.