DOCUMENTACIÓN

 

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN PENTECOSTES

Palabras de Juan Pablo II en la audiencia general

CIUDAD DEL VATICANO, 31 mayo (ZENIT.org).- Juan Pablo II continúa sus  intervenciones en este Jubileo sobre el misterio de los misterios del  cristianismo, la Trinidad, afrontando en esta ocasión la manifestación de  las tres personas divinas en Pentecostés, el momento en que los apóstoles y  María recibieron el Espíritu Santo. La meditación se convirtió en una  oportunidad para releer con tonos místicos la manera en que se manifiesta  el amor cariñoso de Dios por cada persona.

Estas fueron las palabras que pronunció el Papa en la audiencia general del  miércoles.

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1. El Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo,  presenta diferentes perfiles en los escritos del Nuevo Testamento.  Comenzaremos con el que acabamos de escuchar en el pasaje de los Hechos de  los Apóstoles. Es el que se presenta de manera más inmediata para todos, en  la historia del arte y en la misma liturgia.

Pentecostés según san Lucas Lucas, en su segundo libro, presenta el don del Espíritu dentro de una  teofanía, es decir, de una revelación divina solemne, que en sus símbolos  recuerda la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Éxodo 19). El fragor, el  viento impetuoso, el fuego que evoca el rayo, exaltando la trascendencia  divina. En realidad, es el Padre quien dona el Espíritu a través de la  intervención de Cristo glorificado. Lo dice Pedro en su discurso: Jesús  «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo  prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Hechos de los  Apóstoles, 2, 33). En Pentecostés, como enseña el Catecismo de la Iglesia  Católica, el Espíritu Santo «se ha manifestado, donado y comunicado como  Persona divina... En este día se ha revelado plenamente la Santa Trinidad»  (nn. 731-732).

2. En efecto, toda la Trinidad está involucrada en la irrupción del  Espíritu Santo, difundido en la primera comunidad y en la Iglesia de todos  los tiempos como sello de la Nueva Alianza anunciada por los profetas (cf.  Jeremías 31, 31-34; Ezequiel 36, 24-27), en apoyo del testimonio y como  manantial de unidad en la pluralidad. En virtud del Espíritu Santo, los  apóstoles anuncian al Resucitado, y todos los creyentes, en la diferencia  de sus idiomas, y por tanto de sus culturas y de sus vicisitudes  históricas, profesan la única fe en el Señor, «anunciando la grandes obras  de Dios» (Hechos de los Apóstoles 2, 11).

Es significativo constatar que en un comentario judío al Éxodo, al evocar  el capítulo 10 del Génesis en el que se traza un mapa de las setenta  naciones que, según se creía, constituían la humanidad en su plenitud, las  reúne en el Sinaí para escuchar la Palabra de Dios: «En el Sinaí la voz del  Señor se dividió e setenta idiomas, para que todas las naciones pudieran  comprender» (Exodó Rabbá 5, 9). De este modo, en el Pentecostés de Lucas,  la Palabra de Dios, a través de los apóstoles, es dirigida a la humanidad  para anunciar a todos los pueblos, en su diversidad, «las grandes obras de  Dios» (Hechos de los Apóstoles 2, 11).

Pentecostés según san Juan 3. Sin embargo, en el Nuevo Testamento, hay otra narración que podríamos  llamar como Pentecostés de Juan. En el cuarto evangelio, la efusión del  Espíritu Santo se presenta en la misma noche de Pascua y está ligada  íntimamente a la resurrección. Se puede leer en Juan: «Al atardecer de  aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los  judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se  presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho  esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver  al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz con vosotros. Como el Padre me  envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:  "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan  perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"» (Juan 20,  19-23).

En esta narración de Juan también resplandece la gloria de la Trinidad: la  de Cristo Resucitado que se muestra en su cuerpo glorioso; la del Padre que  es el manantial de la misión apostólica; y la del Espíritu, difundido como  don de paz. Se cumple así la promesa hecha por Cristo, dentro de aquellos  mismos muros, en los discursos del adiós a los discípulos: «el Paráclito,  el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y  os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan 14, 26). La presencia del  Espíritu en la Iglesia está destinada a la remisión de los pecados, al  recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, de la vivencia cada  vez más profunda de la unidad en el amor.

El acto simbólico del soplo quiere evocar el acto del Creador que, después  de haber plasmado el cuerpo del hombre con el polvo del suelo, «sopló en su  nariz» para darle «un aliento de vida» (Génesis 2, 7). Cristo resucitado  comunica otro aliento de vida, «el Espíritu Santo». La redención es una  nueva creación, obra divina con la que la Iglesia está llamada a colaborar,  a través del ministerio de la reconciliación.

Pentecostés según san Pablo 4. El apóstol Pablo no nos ofrece una narración directa de la efusión del  Espíritu, sino que habla de sus frutos con una intensidad tal que se podría  hablar de un Pentecostés de Pablo, presentado también en la óptica de la  Trinidad. Según los dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a  los Romanos, el Espíritu es el don del Padre, que nos hace hijos adoptivos,  haciéndonos partícipes de la misma vida de la familia divina. Por tanto,  Pablo afirma: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en  el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos  hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu  para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo»  (Romanos 8, 15-17; cf. Gálatas 4, 6-7).

Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el  apelativo familiar «abbá» (papá), que Jesús mismo usaba en su relación con  su Padre celeste (cf. Marcos 14, 36). Como él podemos caminar según el  Espíritu en la libertad interior profunda: «el fruto del Espíritu es amor,  alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre,  dominio de sí» (Gálatas 5, 22-23).

Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en Pentecostés con una  invocación de la liturgia de Oriente: «Venid, pueblos, adoremos a la  Divinidad en tres personas: el Padre en el Hijo con el Espíritu Santo. Pues  el Padre desde toda la eternidad genera un Hijo coeterno y reinante con él,  y el Espíritu Santo está en el Padre, glorificado con el Hijo, potencia  única, única sustancia, única divinidad... Trinidad Santa, ¡gloria a ti!»  (Vísperas de Pentecostés).

Traducción realizada por Zenit.