Intento de resumir mi pensamiento +

 

Hans Urs von Balthasar *

 

 

Si un hombre publica muchos libros gruesos, la gente se pregunta: ¿qué quiere decir, en el fondo? Si se tratara de un novelista fecundo –por ejemplo Dickens o Shakespeare o Dostoievski- me bastaría con elegir alguna de sus obras sin preocuparse demasiado del conjunto. Pero con un filósofo o un teólogo la cosa es totalmente distinta. Se quiere alcanzar el corazón de su pensamiento, pues se supone que tal corazón tiene que existir.

 

 

            Puesto que la cuestión me ha sido planteada a menudo por personas que no sabían qué hacer ante el montón de mis libros (“¿por dónde hay que empezar para comprenderle a usted?”), voy a intentar reunir mis numerosos fragmentos “in a nutshell”, como dicen los ingleses (en pocas palabras), en la medida en que eso pueda hacerse sin demasiadas traiciones. Ciertamente semejantes resumen corre el peligro de ser demasiado abstracto. Habría que ilustrar lo que sigue con mis obras biográficas, por una parte (sobre los Padres de la Iglesia, Karl Barth, Martín Buber, Georges Bernanos, Romano Guardini, Reinhold Schneider y todos los autores tratados en la trilogía), con las obras de espiritualidad, por otra (como sobre la oración contemplativa, sobre Cristo, María y la Iglesia), y finalmente con las numerosas traducciones de los Padres, de los teólogos de la Edad Media y de los tiempos modernos. Pero aquí debemos limitarnos a presentar un esquema de la trilogía: Estética, Dramática, Lógica.

 

            Comencemos por una reflexión sobre la situación del hombre: existe como un ser limitado en un mundo limitado, pero su razón está abierta a lo ilimitado, a todo ser; la prueba consiste en el conocimiento de su finitud, de su contingencia: yo soy, pero podría no ser. Y muchas cosas que no existen podrían ser. Las esencias son limitadas mientras que el ser no lo es. Esta escisión, la “distinción real” de Santo Tomás de Aquino, es la fuente de todo pensamiento religioso y filosófico de la humanidad. Es inútil precisar que toda filosofía humana –si hacemos abstracción del campo bíblico y de su influencia- es esencialmente religiosa y teológica, puesto que plantea el problema del Ser Absoluto, independientemente de que se le atribuya un carácter personal o impersonal.

 

            ¿Cuáles son las principales soluciones del enigma intentadas por la humanidad? Se puede intentar sobrepasar la escisión entre Ser y Esencia, entre lo Infinito y lo Finito, y entonces se dirá que todo es Ser infinito e inmutable (Parménides), o que todo es movimiento, ritmo entre contrarios, devenir (Heráclito). En el primer caso lo finito y lo limitado será como el no-ser, ilusión por tanto que hay que destruir: la solución de la mística budista, con sus mil matices. Solución, a fin de cuentas, también plotiniana: la verdad no se alcanza más que en el éxtasis donde se toca al Uno, que es a la vez Todo y Nada (de todo el resto que parece existir). El segundo caso contradice a sí mismo: el puro devenir en la pura finitud no puede concebirse más que identificando los contrarios: la vida y la muerte, la felicidad y la desdicha, la sabiduría y la locura (Heráclito lo hizo).

 

            Por consiguiente hay que pensar a partir de un dualismo insuperable: lo finito no es lo infinito. Platón: el mundo sensible terrestre no es el mundo ideal divino. Cuestión irrecusable entonces: ¿de dónde vine la división? ¿Por qué no somos Dios? Primera respuesta: ha debido haber una caída, una pérdida, y el camino de la salvación no puede ser otro que el retorno de lo sensible finito a lo inteligible infinito. Es la vía de todas las místicas no-bíblicas. Segunda respuesta: lo infinito, Dios, ha tenido necesidad de un mundo finito. ¿Por qué? ¿Para perfeccionarse a sí mismo, para actualizar todas sus posibilidades o bien para tener un objeto que amar? Las dos soluciones llevan al panteísmo. En los dos casos el Absoluto, Dios, se ha hecho de nuevo indigente, es decir, finito. Ahora bien, si Dios no tiene ninguna necesidad el mundo, una vez más, ¿por qué existe éste?

 

            Ninguna filosofía podrá dar respuesta satisfactoria a esta cuestión. San Pablo dirá a los filósofos que Dios ha creado al hombre para que éste busque lo divino, para que intente alcanzarlo. Por eso toda filosofía precristiana es teológica en último término. Pero de hecho la verdadera respuesta a la filosofía sólo podrá darla el Ser mismo, revelándose a partir de sí mismo. ¿Pero será el hombre capaz de comprender esta revelación? La respuesta positiva sólo será dada por el Dios de la revelación bíblica. Por una parte este Dios, creador del mundo y del hombre, conoce a su criatura. “El que plantó la oreja, ¿no va a oír? El que formó los ojos, ¿no va a ver?” Y añadimos nosotros: el que creó el lenguaje, ¿no podrá hablar y hacerse entender? Y esto plantea también la alternativa: para poder oír y comprender la autorrelevación de Dios, el hombre debe ser en sí mismo una búsqueda de Dios. No hay pues teología bíblica sin una filosofía religiosa. La razón humana debe abrirse hacia lo infinito.

 

            Aquí es donde se inserta mi pensamiento de fondo. Digamos en primer lugar que en el antiguo término “metafísica” significaba el acto de trascender la Phycis, que era para los griegos el conjunto del cosmos, del que el hombre era una parte. Para nosotros la física es otra cosa: la ciencia del mundo material. El cosmos para nosotros se perfecciona en el hombre, a la vez resumen del mundo y su superación. Nuestra filosofía será pues esencialmente una meta-antropología, al presuponer no solamente las ciencias cosmológicas sino también las antropológicas, superándolas hacia la cuestión del ser y de la esencia del hombre.

 

            El hombre no existe más que en el diálogo con su prójimo. El niño es evocado a la conciencia de sí mismo por el amor, por la sonrisa de su madre. El horizonte del Ser infinito se abre para él en este encuentro revelándose cuatro cosas: 1) que él es uno en el amor con su madre al tiempo que no es su madre; 2) que este amor es bueno y, por tanto, todo Ser es bueno; 3) que este amor es verdadero; 4) que este amor provoca alegría y gozo, y por tanto todo Ser es bello.

 

            Añadamos aquí que la epifanía del Ser sólo tiene sentido si en la aparición (Erscheinnug) captamos la Esencia que se manifiesta (Ding an sich). El niño tiene conocimiento no de una pura aparición, sino de su propia madre. Esto no excluye que nosotros no captemos la esencia más que a través de su manifestación y no en sí misma (Santo Tomás).

 

            Lo Uno, lo Bueno, lo Verdadero, lo Bello, es lo que llamamos atributos trascendentales del Ser porque sobrepasan los límites de las Esencias y son coextensivos al Ser. Si hay una distancia insuperable entre Dios y la criatura, si hay una analogía entre ellos que no puede resolverse en ninguna forma de identidad, entonces tendrá que existir también una analogía de los atributos trascendentales en la criatura y en Dios.

 

            De ahí pueden sacarse dos conclusiones: una positiva y otra negativa. La positiva: el hombre sólo existe por el diálogo interhumano, es decir, por el lenguaje, la palabra (en gestos, en mímica o en vocablos). Entonces, ¿por qué negar al Ser la Palabra? “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1,1).

 

            La negativa: supongamos que Dios sea verdaderamente Dios, es decir, que sea la Totalidad del Ser que no tiene necesidad de ninguna criatura; entonces Dios será la plenitud de lo Uno, lo Bueno, lo Verdadero y lo  Bello, y en consecuencia la criatura limitada no participará sino de manera parcial y fragmentaria en los trascendentales. Tomemos un ejemplo: ¿cuál es la unidad en un mundo finito? ¿Es la especie (cada hombre es totalmente hombre, es su unidad) o el individuo (cada hombre es indivisiblemente él mismo)? La unidad está por consiguiente dividida, polarizada en el campo de la finitud. Se puede demostrar la misma polaridad para lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello.

 

            En vista de ello yo he intendado construir una filosofía y una teología y una teología a partir de una analogía no ya de un Ser abstracto, sino del Ser tal como se encuentra concretamente en sus atributos (no categoriales, sino trascendentales). Y puesto que los trascendentales atraviesan todo el Ser, deben ser interiores los unos a los otros: lo que es verdaderamente verdadero también es verdaderamente bueno y bello y uno. Aparece un ser, tiene una epifanía: es bello y nos maravilla. Al aparecer se da, se entrega: es bueno. Y al entregarse se dice, se desvela a sí mismo: es verdadero (en sí, pero también en el Otro al que se revela).

 

            Y así se puede construir primero una estética teológica (“Gloria”): Dios aparece. Se aparece a Abraham, a Moisés, a Isaías, y finalmente aparece en Jesucristo. Cuestión teológica: ¿cómo distinguir al verdadero  y único Dios vivo de Israel de todos los ídolos que le rodean y de todos los intentos filosóficos y religiosos por alcanzar a Dios? ¿Cómo percibir la incomparable gloria de Dios en la vida, la cruz y la resurección de Cristo, gloria diferente de todas las demás glorias de este mundo?

 

            Se puede continuar con una dramática: ¿cómo afronta la libertad absoluta de Dios, en Jesucrito a la libertad relativa, aunque real del hombre? ¿Habrá quizá una lucha mortal entre las dos en la que cada una defenderá contra la otra lo que ella concibe y elige como lo Bueno? ¿Cuál será el desarrollo de la batalla y la victoria final?

 

            Y se puede terminar con una lógica (una teo-lógica). ¿Cómo llega Dios a hacerse comprender por el hombre? ¿Cómo puede una Palabra infinita imprimirse en una palabra finita sin perder su sentido? Es el problema de las dos naturalezas de Cristo. ¿Y cómo llega el espíritu limitado del hombre a captar el sentido ilimitado del Verbo de Dios? Este será el problema del Espíritu Santo.

 

            He aquí, pues, la articulación de mi trilogía: no he querido mencionar más que las cuestiones planteadas por el método, sin abordar las respuestas, pues eso sobrepasaría con mucho los límites de este artículo introductorio.

 

            Pero para terminar  conviene, en todo caso, tocar brevemente el punto que contiene la respuesta cristiana a las cuestiones planteadas al principio por las filosofías religiosas de la humanidad. Y digo la respuesta cristiana, pues el Antiguo Testamento y a fortiori el Islam (que permanece esencialmente en el marco de la religión de Israel) no pueden dar una respuesta suficiente a la cuestión de por qué Yahvé, o por qué Alá, crea un mundo del que no tiene necesidad para ser Dios. En ambas religiones sólo se afirma el Hecho, no el porqué.

 

            La respuesta cristiana está contenida en los dogmas fundamentales de la Trinidad y de la Encarnación. En el dogma trinitario Dios es uno, bueno, verdadero y bello porque es esencialmente Amor y el Amor supone el Uno, el Otro y su unidad. Y si en Dios hay que poner al Otro, el Verbo, el Hijo, entonces la alteridad de la creación ya no será una caída, una pérdida, sino una imagen de Dios, al tiempo que no es Dios.

 

            Y puesto que el Hijo es en Dios el Icono eterno del Padre, podrá sin contradicción asumir en él la imagen que es la criatura, haciéndola entrar, sin disolverla (en una falsa mística), en la comunión de la vida divina. Es aquí donde habrá que distinguir “naturaleza” y “gracia”.

 

            Toda solución verdadera, ofrecida por la fe cristiana, está indefectiblemente unida por tanto a esos dos misterios, categóricamente rechazados por la razón humana que se erige en absoluto. Por esto es por lo que la auténtica batalla entre las religiones no comenzará más que después del advenimiento de Cristo. La humanidad preferirá renunciar a toda cuestión filosófica –el marxismo, el positivismo de todos los colores- antes que aceptar una filosofía que no encuentra su última respuesta más que en la Revelación del Cristo.

 

            Previendo esto, Cristo envía a sus discípulos al mundo entero como corderos en medios de lobos.

 

            Antes de pactar con el mundo conviene meditar sobre el alcance de esta comparación.

 

 

 

 

Fuente: Communio. Revista Católica Internacional, Año 10, julio/agosto IV/88.

 

 

 

 


 


+ Traducido por José Miguel Oriol y Felipe Hernández

* Quizá el más grande teólogo católico del siglo XX. Nació en Lucerna, Suiza en 1905. Estudió en las Universidades de Zurich, Viena, Berlín, Munich y Lyon. Jesuita de 1928 a 1948. Fundó con Adrianne von Speyr un instituto secular. En 1971 fundó con Joseph Ratzinger y Henri De Lubac la revista “Communio”. Revista católica internacional. Fue miembro de la Comisión teológica internacional desde su fundación (1968). Murió en 1988, dos días antes de su incorporación al colegio cardenalicio por parte de Juan Pablo II. Es autor de una amplísima obra que abarca la teología, la filosofía, la literatura, etc. Algunos títulos importantes: Sólo el amor es digno de fe, El complejo antirromano, Teresa de Lisieux. Historia de una Misión, Estados de vida cristiano, ¿Quién es cristiano? Su obra capital es la famosa Trilogía: Gloria. Una estética teológica (7 vols.), Teodramática (5 vols.), y Teológica (3 vols.).