SAN MÁXIMO EL CONFESOR


San Máximo el Confesor nació en Constantinopla alrededor del 
año 580. Después de haber recibido una esmerada educación civil 
y religiosa, ocupó un alto cargo estatal, que abandonó en el año 
630 para hacerse monje. 

Al principio, combatió el monofisismo; más tarde, dedicó todas 
sus energías a luchar contra la herejía monotelita. Participó en 
numerosos Sínodos africanos y tomó parte activa en el Concilio de 
Letrán del año 649, donde fue condenado el monotelismo junto a 
los patriarcas que lo habían favorecido. A su regreso a 
Constantinopla, fue arrestado por orden del emperador Costante II, 
torturado y desterrado. Murió en el exilio, el 13 de agosto del año 
662. 

San Máximo escribió numerosos escritos teológicos, exegéticos y 
éticos. Se le atribuye además una Vida de María, recientemente 
descubierta en traducción georgiana del siglo XI. Su fecha (habría 
sido escrita antes del año 626) hace de ella la más antigua vida de 
la Virgen llegada hasta nosotros. Junto a los puntos fundamentales 
del dogma mariano (maternidad virginal, absoluta santidad de la 
Virgen, asunción al Cielo), el autor destaca la profundísima unión 
de María Santísima con su Hijo y Dios, en todos los momentos de 
su vida: también después de la Ascensión del Señor al Cielo. 

Los párrafos que aquí se recogen—una muestra de la solicitud 
de la Virgen con los Apóstoles y los discípulos, en aquellos 
primeros años de la Iglesia—constituyen un testimonio 
impresionante de la profunda devoción que los cristianos han 
tenido siempre a la Madre de Dios y Madre nuestra. 

LOARTE

* * * * *

SAN MÁXIMO EL CONFESOR. Había nacido el 580 en Constantinopla, y después de ser secretario del emperador Heraclio pasó a un monasterio situado en la costa frente a Constantinopla; de allí tuvo que huir en la época de las luchas con los persas, fue a Alejandría, estuvo quizá en Cartago, pasó dos años en la cárcel en Constantinopla, fue desterrado a Tracia y, de nuevo juzgado en el 662 en Constantinopla, se le volvió a desterrar después de cortarle la lengua y la mano derecha; murió al año siguiente.

Toda esta persecución está relacionada con su lucha incesante en contra del monotelismo, lucha en la que empeñó tanto su agudeza intelectual como sus relaciones personales. Así, había conseguido hacer condenar el monotelismo en Roma en el 649; había escrito con anterioridad contra el monofisismo, y había dado interpretaciones ortodoxas a los escritos del Pseudo Dionisio. Sus argumentos filosóficos reflejan el influjo del neoplatonismo, pero también el de la filosofía de Aristóteles.


TEXTOS


 

Capítulos

La encarnación del Verbo:

El Verbo de Dios nació según la carne una vez por todas, por su bondad y condescendencia para con los hombres, pero continúa naciendo espiritualmente en aquellos que lo desean; en ellos se hace niño y en ellos se va formando a medida que crecen sus virtudes; se da a conocer a sí mismo en proporción a la capacidad de cada uno, capacidad que él conoce; y si no se comunica en toda su dignidad y grandeza no es porque no lo desee, sino porque conoce las limitaciones de la facultad receptiva de cada uno, y por esto nadie puede conocerlo de un modo perfecto.

En este sentido el Apóstol, consciente de toda la virtualidad de este misterio, dice: Jesucristo es el mismo hoy que ayer, y para siempre, es decir, que se trata de un misterio siempre nuevo, que ninguna comprensión humana puede hacer que envejezca.

Cristo que es Dios, nace y se hace hombre, asumiendo un cuerpo y un alma racional, él, por quien todo lo que existe ha salido de la nada; en el Oriente una estrella brilla en pleno día y guia a los magos hasta el lugar en que yace el Verbo encarnado; con ello se demuestra que el Verbo, contenido en la ley y los profetas, supera místicamente el conocimiento sensible y conduce a los gentiles a la luz de un conocimiento superior.

Es que las enseñanzas de la ley y los profetas, cristianamente entendidas, son como la estrella que conduce al conocimiento del Verbo encarnado a todos aquellos que han sido llamados por designio gratuito de Dios.

Así, pues, Dios se hace perfecto hombre, sin que le falte nada de lo que pertenece a la naturaleza humana, excepción hecha del pecado (el cual, por lo demás, no es inherente a la naturaleza humana); de este modo ofrece a la voracidad insaciable del dragón infernal el señuelo de su carne, excitando su avidez; cebo que, al morderlo, se había de convertir para él en veneno mortal y causa de su total ruina, por la fuerza de la divinidad que en su interior llevaba oculta; esta misma fuerza divina serviría, en cambio, de remedio para la naturaleza humana, restituyéndola a su dignidad primitiva.

En efecto, así como el dragón infernal, habiendo inoculado su veneno en el árbol de la ciencia, había corrompido al hombre cuando éste quiso gustar de aquel árbol, así también aquél, cuando pretendió devorar la carne del Señor, sufrió la ruina y la aniquilación, por el poder de la divinidad latente en esta carne.

La encarnación de Dios es un gran misterio, y nunca dejará de serlo. ¿Cómo el Verbo, que existe personal y substancialmente en el Padre, puede al mismo tiempo existir personal y substancialmente en la carne? ¿Cómo, siendo todo él Dios por naturaleza, se hizo hombre todo él por naturaleza, y esto sin mengua alguna ni de la naturaleza divina, según la cual es Dios, ni de la nuestra, según la cual es hombre? Únicamente la fe puede captar estos misterios, esta fe que es el fundamento y la base de todo aquello que excede la experiencia y el conocimiento natural.

(1, 8-13; Liturgia de las Horas)


El consuelo de la Iglesia
(Vida de Marta, atribuida a San Máximo el Confesor, no. 95-99)

El nacimiento y la adolescencia de Aquella que concibió y dio a 
luz —¡suceso impensable, incomprensible, inefable!—al Hijo de 
Dios, el Verbo, Rey y Dios del Universo, ya habían sido más 
maravillosos que todo lo que puede verse en la naturaleza. Desde 
entonces, todos los días de su entera existencia, mostró un estilo 
de vida superior a la naturaleza (...). Luego, en el camino de su 
fatigosa tarea, sufrió y soportó muchas tribulaciones, pruebas, 
aflicciones y lamentos durante la Crucifixión del Señor 
consiguiendo una completa victoria y obteniendo coronas de 
triunfo, hasta el punto de ser constituida Reina de todas las 
criaturas. 

Después de ver al Hijo, al Verbo del Padre, verdadero Dios y 
Rey de lo creado, resucitar del sepulcro—suceso superior a 
cualquier otro—y subir al Cielo con aquella naturaleza humana que 
había tomado de Ella, después de toda esta gloria, no le fue 
ahorrada aquí abajo una vida de pruebas y fatigas, no estuvo 
privada de ansiedades y preocupaciones. Como si entonces 
comenzara su vida pública y su desvelo, no concedía sueño a sus 
ojos ni descanso a sus párpados, ni reposo a su cuerpo (Sal 131, 
4): y cuando los Apóstoles se dispersaron por el mundo entero, la 
Santa Madre de Cristo, como Reina de todos, vivía en el centro del 
mundo, en Jerusalén, en Sión, con el Apóstol predilecto, que le 
había sido dado como hijo por Nuestro Señor Jesucristo (...). 

La Virgen no sólo animaba y enseñaba a los Santos Apóstoles y 
a los demás fieles a ser pacientes y a soportar las pruebas, sino 
que era solidaria con ellos en sus fatigas, les sostenía en la 
predicación, estaba en unión espiritual con los discípulos del Señor 
en sus privaciones y suplicios, en sus prisiones. Así como había 
tomado parte con el corazón traspasado en la Pasión de Cristo, así 
sufría con ellos. Además, consolaba a estos dignos discípulos con 
sus acciones, les confortaba con sus palabras, poniéndoles como 
modelo la Pasión de su Hijo Rey. Les recordaba la recompensa y 
la corona del Reino de los Cielos, la bienaventuranza y las delicias 
por los siglos de los siglos. Cuando Herodes capturó a Pedro, el 
jefe de los Apóstoles, teniéndolo encadenado hasta el alba, 
también Ella estuvo espiritualmente prisionera con él: la santa y 
bendita Madre de Cristo participaba en sus cadenas, rezaba por él 
y mandaba a la Iglesia que rezase. Y antes, cuando los malos 
judíos lapidaron a Esteban, cuando Herodes hizo ajusticiar a 
Santiago, el hermano de Juan, las persecuciones, sufrimientos y 
suplicios traspasaron el corazón de la santa Madre de Dios: en el 
dolor de su corazón y con las lágrimas de su llanto, era martirizada 
con él (...). 

Tras la partida de Juan evangelista, Santiago, el hijo de José, 
llamado también «hermano del Señor», tomó a su cuidado a la 
santa Madre de Cristo (...). De este modo, también el regreso de la 
santa Madre de Dios a Jerusalén fue un bien: era Ella, en efecto, la 
seguridad, el puerto y el apoyo de los creyentes que allí vivían. 
Cualquier preocupación o dificultad de los cristianos era confiada a 
la Inmaculada, ya que habitaban en medio del rebelde pueblo de 
los judíos. Antes de los santos combates y de la muerte, desde 
todas partes los creyentes iban a verla, y Ella les consolaba a 
todos y los fortificaba. 

Ella era la santa esperanza de los cristianos de entonces y de 
los que vendrían después: hasta el fin del mundo será mediadora y 
fortaleza de los creyentes. Pero, entonces, su preocupación y su 
empeño eran más intensos, para corregir, para consolidar la nueva 
ley del cristianismo, para que fuese glorificado el nombre de Cristo. 
Las persecuciones que descargaban sobre la Iglesia, la violación 
de los domicilios de los fieles, las ejecuciones capitales de 
numerosos cristianos, las prisiones y tribulaciones de todo tipo, las 
persecuciones, las fatigas y vejaciones de los Apóstoles, 
expulsados de lugar en lugar: todo esto repercutía en Ella, que 
sufría por todos y de todos se cuidaba con la palabra y con las 
obras. Era Ella el modelo del bien y la mejor enseñanza en el lugar 
del Señor, su Hijo, y en vistas de Él. Era Ella la intercesora y 
abogada de todos los creyentes. Suplicaba a su Hijo que 
derramase sobre todos su misericordia y su ayuda. 

Los Santos Apóstoles la habían escogido como guía y maestra. 
Le notificaban cualquier problema que se les presentase y de Ella 
recibían propuestas y consejos sobre lo que debían hacer, hasta 
el punto de que los que se encontraban próximos a Jerusalén iban 
a verla. De vez en cuando, se acercaban a Ella y le informaban de 
lo que habían hecho y de cómo habían predicado. Ellos después 
hacían todo según sus orientaciones. Después de haber marchado 
a países lejanos, procuraban volver cada año a Jerusalén por la 
Pascua, para celebrar con la Santa Madre de Dios la fiesta de la 
Resurrección de Cristo. Cada uno daba a conocer su predicación 
a los gentiles y las persecuciones que habían encontrado por 
parte de los judíos y de los paganos; luego, reconfortados con su 
oración y con su doctrina, regresaban a su apostolado. Así se 
comportaban todos de año en año—al menos que no se 
presentase algún grave impedimento—, excepto Tomás. El no 
podía acudir, a causa de la enorme distancia y de la dificultad de 
venir desde la India. Todos los demás acudían cada año para 
visitar a la Santa Reina; después, fortificados con su oración, 
volvían a anunciar la buena nueva.
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