SAN LEÓN MAGNO

TEXTOS

Sus Homilías han sido publicadas en versión castellana por M. GARRIDO BONAÑO, con el título de Homilías sobre el año litúrgico, BAC n. 291, Madrid 1969; los fragmentos que siguen han sido tomadós de esa edición.

 

Homilías

La dignidad del hombre:

¡Despiértate, oh hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza! ¡Acuérdate que has sido creado a imagen de Dios, imagen que aunque corrompida en Adán, ha sido restaurada por Cristo! Usa como es menester de las criaturas visibles, del mismo modo que usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos, y todo cuanto en ellos encuentres de bello y admirable refiérelo a la alabanza y a la gloria del Creador. No te entregues a este astro luminoso, en el cual se alegran los pájaros y las serpientes, las bestias salvajes y los animales domésticos, las moscas y los gusanos. Déjense bañar tus sentidos por esta luz sensible y con todo el afecto de tu espíritu abraza esta luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y de la cual dice el profeta: Volveos todos a Él, y seréis iluminados y no cubrirá el oprobio vuestros rostros. Si somos, pues, el templo de Dios y el Espíritu Santo habita en nosotros, lo que cada fiel lleva en su alma tiene más valor que lo que se admira en el cielo.

Aunque os damos estas exhortaciones y estos consejos, amadísimos, no es para que despreciéis las obras de Dios o para que penséis que en las cosas que Dios ha creado buenas puede haber algo contrario a la fe, sino para que uséis con mesura y razonablemente de toda la belleza de las criaturas y del ornato de este mundo, ya que, como dice el Apóstol, las cosas visibles son temporales, las invisibles son eternas. Hemos nacido para la vida presente, pero hemos renacido para la vida futura; no nos entreguemos, pues, a los bienes temporales, sino apliquémonos a los eternos; y, a fin de que podamos contemplar más de cerca el objeto de nuestra esperanza, consideremos, en el misterio mismo de la natividad del Señor, lo que la gracia divina ha conferido a nuestra naturaleza. Escuchemos al Apóstol, que nos dice: Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él, el cual vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

(Homilía 7, 6; Migne, 7; BAC 291, 105-106)

El Verbo encarnado:

Algunos, partiendo de ciertos signos exteriores del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo que lo presentaban como un verdadero hijo del hombre, han creído que no era más que un hijo del hombre. No han juzgado un deber atribuir la divinidad al mismo del cual habían constatado la semejanza con el resto de los mortales en los primeros momentos de su infancia, en su crecimiento corporal y en su condición paciente hasta la cruz y la muerte. Otros, por el contrario, maravillados ante sus obras portentosas y comprendiendo que la novedad de su nacimiento y el poder de sus palabras y de sus actos revelan una naturaleza divina, han pensado que nada había en Él de nuestra naturaleza. Todo lo que fue en Él actividad y condición corporal, o habría tenido, según ellos, su principio en una naturaleza más elevada, o no habría tenido más que una falsa apariencia de carne, para engañar con una imagen ilusoria los sentidos de los que lo veían o lo tocaban. Finalmente, ciertos herejes han llegado a esta persuasión de pretender demostrar que, de la sustancia misma del Verbo, algo se había cambiado en carne, y que Jesús, nacido de la Virgen María, nada tenía de la naturaleza de su madre; sino que lo que era Dios y lo que era hombre, ambas cosas pertenecían a la esencia del Verbo, de modo que en Cristo, por la diversidad de sustancia, fue falsa la humanidad, y, por la imperfección de la mutabilidad, no fue verdadera la divinidad.

Estas afirmaciones impías, amadísimos, y otras más, concebidas por la inspiración del diablo y extendidas, para perdición de muchos, por hombres instrumentos de perdición, han sido destruidas en otro tiempo por la fe católica, que tiene a Dios por maestro y apoyo. El Espíritu Santo, por el testimonio de la Ley, por los oráculos de los profetas, por la proclamación del Evangelio y por las enseñanzas de los apóstoles, nos exhorta y nos apremia a creer con firmeza e inteligencia que, como lo dijo San Juan; el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Sí, entre nosotros, pues la divinidad del Verbo nos ha unido a Él, y nosotros somos su carne, que Él ha tomado del seno de la Virgen. Si su carne no era la nuestra, es decir, verdaderamente humana, el Verbo hecho carne no habría habitado entre nosotros. Pero Él ha habitado entre nosotros, pues ha hecho suya la naturaleza de nuestro cuerpo; la Sabiduría se construyó una casa hecha no de una materia cualquiera, sino de una sustancia que es propiamente la nuestra, y cuya asunción está claramente indicada por las palabras el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

De esta santa proclamación se hace eco la enseñanza del apóstol San Pablo en estos términos: Nadie os engañe con filosofías vanas y falaces, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo, pues en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y estáis llenos de Él. Toda la divinidad llena, pues, a todo el cuerpo, y así como nada falta de su majestad, con cuya habitación se llena esa morada, así tampoco nada falta del cuerpo, que no sea llenado por quien lo habita. En cuanto a las palabras y estáis llenos de Él, significan en realidad nuestra naturaleza, pues esta plenitud no nos afectaría si el Verbo de Dios no hubiese unido a sí el cuerpo y el alma propios de nuestra raza.

(Homilía 10, 2-3.5; Migne 30; BAC 291, 115-119)

Sobre la Epifanía de Nuestro Señor:

Alegraos, carísimos, en el Señor; de nuevo os lo digo: alegraos, ya que en breve espacio de tiempo, después de la solemnidad del nacimiento de Cristo, ha brillado la fiesta de su manifestación, y al mismo a quien en aquel día dio a luz la Virgen, hoy lo ha conocido el mundo. El Verbo hecho carne dispuso de este modo el origen de su aparición entre nosotros: que, nacido Jesús, se manifestase a los creyentes y se ocultara a sus perseguidores. Por eso ya desde entonces los cielos pregonaron la gloria de Dios, y la voz de la verdad se extendió por toda la tierra, cuando, por una parte, el ejército de los ángeles se mostraba para anunciar el nacimiento del Salvador, y, por otra, la estrella conducía a los Magos para que le adoraran. Así se verificó que desde el Oriente hasta el Occidente resplandeciera el nacimiento del verdadero Rey, ya que, por medio de los Magos, los reinos de Oriente conocieron la verdad de lo sucedido y no quedó oculto al imperio de los romanos. La crueldad de Herodes, pretendiendo dar muerte en su cuna al Rey que le infundía sospecha, contribuía, sin pensarlo, a esta difusión de la fe. Mientras se dedicaba a perpetrar un crimen detestable y procuraba, por la matanza de los Inocentes, deshacerse de aquel Niño para él desconocido, la fama de esta matanza publicaba por todas partes el nacimiento del Rey de los cielos. La nueva se difundió tanto más pronto y con tanto mayor prestigio cuanto más inusitada fue la señal prodigiosa del cielo y más cruel la impiedad del perseguidor. Entonces también el Salvador fue llevado a Egipto, para que aquellos pueblos, entregados a los antiguos errores, se dispusieran, mediante una gracia oculta, a recibir su próxima salvación, y para que, aun antes de rechazar las viejas supersticiones, ofreciera ya aquel país morada a la verdad.

Justamente, amadísimos, es honrado en el mundo entero con una dignidad especial este día consagrado por la manifestación del Señor. Por eso debe brillar en nuestros corazones con un resplandor especial para que veneremos el orden de estos acontecimientos no sólo creyendo, sino también entendiéndolos.

Cuántas gracias debemos dar al Señor por la iluminación otorgada a los paganos, lo muestra la misma ceguera de los judíos. ¿Qué hay tan ciegos y tan extraños a la luz como estos sacerdotes y escribas de Israel? A las cuestiones de los Magos, a la pregunta de Herodes sobre el testimonio de la Escritura acerca del lugar donde había de nacer Cristo, respondieron con el oráculo profético lo mismo que indicaba la estrella en el cielo. Ésta, ciertamente, habría podido conducir a los Magos con sus indicaciones, como lo hizo en seguida, hasta la cuna del Niño, dejando a un lado Jerusalén; pero no sin motivo, para confundir la dureza de los judíos, fue conocido el nacimiento del Salvador no sólo por el camino que mostraba la estrella, sino también por la declaración de los mismos judíos. Así pues, la palabra profética pasaba ya a los paganos para instruirlos y los corazones de los extraños se disponían a conocer a Cristo anunciado por los antiguos oráculos. Los judíos infieles, por el contrario, manifestaban con sus labios la verdad, pero guardaban la mentira en su corazón. Rehusaron conocer, en efecto, con sus ojos lo que habían indicado por medio de los Libros santos; de modo que no adoraron al que se humillaba en la debilidad de la infancia y crucificaron más tarde al que resplandecería por el poder de sus obras.

(Homilía 2, 1-2; Migne 32; BAC 291,126-127)

El ayuno espiritual y la limosna:

Lo que cada cristiano debe hacer en todo tiempo, amadísimos, hay que hacerlo ahora con más fe y amor; de este modo satisfaremos con esta instrucción apostólica de ayunar cuarenta días, no sólo reduciendo nuestro alimento, sino principalmente absteniéndonos de pecado. Puesto que esta mortificación tiene por fin suprimir los focos de los deseos carnales, ninguna abstinencia es tan ventajosa que aquella por la que somos sobrios de malos deseos y ayunamos de acciones inmorales. Tal devoción no descuida a los enfermos ni abandona a los inválidos, pues aun en un cuerpo lánguido e inútil se puede encontrar un alma sana si los fundamentos de la virtud se aseguran donde antes tuvo su asiento el vicio. El mal de una carne enferma es tal, que con frecuencia sobrepasa los límites de un sufrimiento impuesto voluntariamente, tanto que el espíritu cumple las partes de su oficio, y el que no usa del festín para el cuerpo, no se nutre de ninguna iniquidad.

Pero nada se une más útilmente a los ayunos razonables y santos que estas buenas obras que son las limosnas. Con el nombre de obras de misericordia se conocen también los actos laudables de bondad, gracias a los cuales las almas de todos los fieles pueden tener el mismo valor. El amor que se debe igualmente a Dios y a los hombres, jamás es impedido por tantos obstáculos que no sea siempre libre el querer el bien. Si los ángeles han dicho: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad, es que no sólo la virtud de la benevolencia, sino también el bien de la paz, hacen felices a los que, por su caridad, compadecen toda miseria de los que sufren. Las obras de bondad están muy extendidas, y su misma variedad da a los verdaderos cristianos, sean ricos o pobres, parte de la distribución de las limosnas, de modo que los que son diferentes por la cantidad de sus bienes sean al menos iguales por el afecto del corazón. Cuando, a los ojos del Señor, muchos echaban en el gazofilacio grandes sumas de la abundancia que tenían, y una viuda sólo dos piezas de plata, mereció ser honrada con tal testimonio de Jesucristo, que su don tan pequeño fue preferido a las ofrendas de los otros, ya que, en relación a las grandes sumas de aquellos a los que aún quedaba mucho, el suyo, tan pequeño, era todo lo que tenía. Si alguien es reducido a una pobreza tan estrecha que no pudiese dar dos monedas a un pobre, encuentra también en los preceptos del Señor cómo cumplir el deber de la benevolencia. Pues el que haya dado un vaso de agua fresca a un pobre sediento recibirá la recompensa de su gesto. ¡Cuántos recursos ha preparado el Señor a sus servidores para conseguir su reino, si el mismo don del agua, cosa gratuita y común, no quedará sin recompensa! Y para que ninguna dificultad ponga obstáculo, se propone como ejemplo de misericordia el agua fresca, no sea que alguno, no teniendo con qué calentarla, creyese que le faltaría su galardón. Advierte, no obstante, el Señor, y no sin razón, que este vaso de agua ha de ser dado en su nombre, porque es la fe la que hace preciosas estas cosas ordinarias en sí mismas, y los dones de los infieles, aunque sean muy considerables, están vacíos de toda justificación.

(Homilía 6, 2; Migne 44; BAC 291, 187-188)

El pecado de Judas y el de Pedro:

Ved, amadísimos, y examinad prudentemente qué gérmenes y qué frutos nacen de la estirpe de la avaricia; con razón la ha definido el Apóstol raíz de todos los males. Ningún pecado se comete, efectivamente, sin que intervenga la «cupiditas», y todo deseo ilícito es un mal causado por esa avidez. Por amor del dinero, toda afección es vil, y un alma ávida de lucro no teme perecer por una ganancia exigua. Ningún vestigio de justicia hay en un corazón en el que la avaricia ha construido su morada. El pérfido Judas, embriagado con ese veneno, en su sed de ganancia llegó hasta la horca. Y fue tan insensatamente impío, que llegó a vender por treinta monedas a su Señor y a su Maestro.

Pero mientras el Hijo de Dios se ofrecía para sufrir un juicio inicuo, el bienaventurado apóstol Pedro, cuya fe ardía con tal devoción que estaba dispuesto a sufrir y a morir con su Señor, se deja atemorizar por la calumnia de una sirvienta del sumo sacerdote, y por debilidad cayó en el peligro de renegar. Hesitación permitida, parece, para que en el jefe de la Iglesia fuese fundado el remedio de la penitencia y para que ninguno se atreviese a fiarse de su virtud, cuando el mismo San Pedro no había podido escapar del peligro de la inconstancia. Mas el Señor, cuyo solo cuerpo estaba en medio de la congregación de los pontífices, vio fuera con su mirada divina la turbación de su discípulo. Después que le miró, se levantó el corazón del que temblaba y lo incitó a las lágrimas del arrepentimiento. ¡Felices lágrimas las tuyas, santo apóstol, que para limpiar la culpa de tu negación tuvieron la virtud del santo bautismo! Cuando te resbalaste, la mano del Señor Jesucristo estuvo allí para sostenerte antes de que cayeses a tierra, y recibiste la fuerza de permanecer en pie en el momento mismo en el que el peligro te haría caer. El Señor vio en ti no una fe vencida, no un amor que vuelve la espalda, sino una firmeza conturbada. Las lágrimas abundaron allí donde el amor no había faltado, y la fuente de la caridad lavó las palabras del temor; ni tardó el remedio del perdón allí donde la voluntad no asintió. De este modo, la piedra recobró rápidamente su solidez, y recibió tan gran resistencia, que más tarde no temería en su propio suplicio lo que le había hecho temblar en la pasión de Cristo, a quien pertenece el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(Homilía 9, 4; Migne 60; BAC 291, 249-250)

La limosna y el ayuno:

Después de celebrar el orden de las santas solemnidades y una vez terminada la alegría de la espiritual alegría, es necesario recurrir a la salubridad de la abstinencia y al remedio del ayuno para ejercitar el espíritu y mortificar el cuerpo; puesto que hemos sido enseñados con la doctrina divina y la propia experiencia, primero demos gracias a Dios por la celebración de los días sagrados; luego, deseando las santas delicias de la templanza, sustraigamos algo de la abundancia de los alimentos terrenos, de modo que aproveche a las limosnas lo que no se pone en la mesa. Pues la medicina del ayuno ayuda a sanar el alma si la abstinencia del que ayuna quita el hambre del necesitado. Conocemos que para Dios misericordioso es más excelente la limosna generosa que los ayunos, según dice el Señor: Dad limosnas según vuestras facultades, y todo será puro para vosotros. Si deseamos limpiar nuestra alma de las manchas del pecado, no neguemos la limosna a los pobres, a fin de que en el día de la retribución seamos ayudados para merecer la misericordia de Dios con nuestras obras misericordiosas. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

(Homilía 3; Migne 80; BAC 291, 327)

La limosna y las riquezas:

En estas obras, amadísimos, aun aquellos que se abstienen de los deleites de la comida han de conseguir los frutos de la misericordia, a fin de que cuanto más abundantemente hayan sembrado, mucho mayor será la cosecha. Jamás engaña al agricultor esta recolección, ni es incierta la esperanza de la obra que proviene de la práctica de la misericordia. Lo que de este modo es esparcido por la mano del sembrador, no lo abrasa el calor, ni lo arrastra el torrente, ni lo tira por tierra la tempestad. Las expensas de la misericordia se salvan siempre; no sólo se conservan siempre, sino que muchas veces se aumentan e incluso mudan su cualidad. De terrenas pasan a ser celestiales, de pequeñas se convierten en grandes, y el don temporal se muda en premio eterno. Cualquiera que seas que amas las riquezas, que ambicionas que se multipliquen las que posees, acude a este negocio, suspira por este acrecentamiento de tus cosas, de las cuales nada roba el ladrón, ni las corroe la polilla, ni las consume el orín. No desesperes de la usura ní desconfíes del que recibe. Lo que hicisteis a uno de éstos, a mí me lo hicisteis; entiende bien quién lo dice y reconoce sútilmente y sin pasión alguna ante quién has colocado tus riquezas. No se dude de recibir a aquel a quien de Cristo es deudor. No sea molesta la libertad ni triste el ayuno, pues al que da con alegría lo ama Dios, que es fiel en sus palabras y retribuye abundantemente la limosna que para ser dada benignamente donó Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

(Homilía 2, 4; Migne 87; BAC 291, 332-333)

 

A imagen de Dios
(Homilía 12 sobre el ayuno, 1-2; 4)

Si fiel y sabiamente, amadísimos, consideramos el principio de 
nuestra creación, hallaremos que el hombre fue formado a 
imagen de Dios, a fin de que imitara a su Autor. La natural 
dignidad de nuestro linaje consiste precisamente en que 
resplandezca en nosotros, como en un espejo, la hermosura de 
la bondad divina. A este fin, cada día nos auxilia la gracia del 
Salvador, de modo que lo perdido por el primer Adán sea 
reparado por el segundo. 

La causa de nuestra salud no es otra que la misericordia de 
Dios, a quien no amaríamos si antes Él no nos hubiera amado y 
con su luz de verdad no hubiera alumbrado nuestras tinieblas 
de ignorancia. Esto ya nos lo había anunciado el Señor por 
medio de su profeta Isaías: guiaré a los ciegos por un camino 
ignorado y les haré caminar por senderos desconocidos. Ante 
ellos tornaré en luz las tinieblas, y en llano lo escarpado. 
Cumpliré mi palabra y no les abandonaré (Is 42, 18). Y de 
nuevo: me hallaron los que no me buscaban, y me presenté 
ante los que no preguntaban por mí (Is 65, 1). 

De qué modo se ha cumplido todo esto, nos lo enseña el 
Apóstol Juan: sabemos que el Hijo de Dios vino y nos dio 
inteligencia para que conozcamos la Verdad, y estamos en la 
Verdad, que es su Hijo (1 Jn 5, 20). Y también: amemos a Dios, 
porque Él nos amó primero (1 Jn 4, 19). Dios, cuando nos ama, 
nos restituye a su imagen, y para hallar en nosotros la figura de 
su bondad, nos concede que podamos hacer lo que Él hace, 
iluminando nuestras inteligencias e inflamando nuestros 
corazones, de modo que no sólo le amemos a Él, sino también a 
todo cuanto Él ama. 

Pues si entre los hombres se da una fuerte amistad cuando 
les une la semejanza de costumbres—y sin embargo, sucede 
muchas veces que la conformidad de costumbres y deseos 
conduce a malos afectos—, ¡cuánto más deberemos desear y 
esforzarnos por no discrepar en aquellas cosas que Dios ama! 
Pues ya dijo el Profeta: porque la ira está en su indignación y la 
vida en su voluntad (Sal 29, 6), ya que en nosotros no estará de 
ningún modo la majestad divina, si no se procura imitar la 
voluntad de Dios. 

Dice el Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón 
y con toda tu alma (...) Amarás al prójimo como a ti mismo (Mt 
12, 37-39). Así pues, reciba el alma fiel la caridad inmarcesible 
de su Autor y Rector, y sométase toda a su voluntad, en cuyas 
obras y juicios nada hay vacío de la verdad de la justicia, ni de 
la compasión de la clemencia (...). 

Tres obras pertenecen principalmente a las acciones 
religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que han de 
ejercitarse en todo tiempo, pero especialmente en el 
consagrado por las tradiciones apostólicas, según las hemos 
recibido. 

Como este mes décimo se refiere a la costumbre de la 
antigua institución, cumplamos con mayor diligencia aquellas 
tres obras de que antes he hablado. Pues por la oración se 
busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la 
concupiscencia de la carne y por las limosnas se perdonan los 
pecados (cfr. Dan 4, 24). 

Al mismo tiempo, se restaurará en nosotros la imagen de Dios 
si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si 
somos incesantemente solícitos para nuestra purificación y si de 
continuo procuramos la sustentación del prójimo. 

Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de 
todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de 
Dios, y nos une inseparablemente al Espíritu Santo. Así es: en 
las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida 
inocente, y en las limosnas, la benignidad. 


* * * * *

La Encarnación del Señor
(Homilía I sobre la Natividad del Señor)
NV/LEON-MAGNO

Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. 
No es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la Vida, 
disipando el temor de la muerte y llenándonos de gozo con la 
eternidad prometida. Nadie se crea excluido de tal regocijo, 
pues una misma es la causa de la común alegría. Nuestro 
Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie 
halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte 
el santo, porque se acerca al premio; alégrese el pecador, 
porque se le invita al perdón; anímese el pagano, porque se le 
llama a la vida. 

Al llegar la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4, 4), señalada 
por los designios inescrutables del divino consejo, tomó el Hijo 
de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor y 
vencer al introductor de la muerte, el diablo, por medio de la 
misma naturaleza que éste había vencido (cfr. Sab 2, 24). En 
esta lucha emprendida para nuestro bien se peleó según las 
mejores y más nobles reglas de equidad, pues el Señor 
todopoderoso batió al despiadado enemigo no en su majestad, 
sino en nuestra pequeñez, oponiéndole una naturaleza humana, 
mortal como la nuestra, aunque libre de todo pecado.

No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás 
leemos: nadie está limpio de mancha, ni siquiera el niño que 
sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14, 4-5). En tan 
singular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en 
nada estuvo sujeto a la ley del pecado. Se eligió una virgen de 
la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto 
sagrado, lo concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y 
para que no se asustase por los efectos inusitados del designio 
divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a 
realizar el Espiritu Santo. De este modo no consideró un daño 
de su virginidad llegar a ser Madre de Dios. ¿Por qué había de 
desconfiar Maria ante lo insólito de aquella concepción, cuando 
se le promete que todo será realizado por la virtud del Altísimo? 
Cree Maria, y su fe se ve corroborada por un milagro ya 
realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es 
posible obrar en una virgen lo que se ha hecho con una estéril. 


Asi pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba 
en Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, y sin el 
cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1, 1-3), se hace 
hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar 
la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su 
majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo 
que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo 
(cfr. Fil 2, 7) a la que Él tenía igual al Padre, realizando entre las 
dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue 
absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido 
por esta asunción. Al salvarse las propiedades de cada 
naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha 
revestido de humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de 
caducidad. 

Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la 
naturaleza inmutable se une a una naturaleza pasible; 
verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de 
un solo Señor. De este modo, el solo y único Mediador entre 
Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2, 5) puede, como lo exigía 
nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas, 
y resucitar, en virtud de la otra. Con razón, pues, el nacimiento 
del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su Madre. La 
llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su 
pureza. 

Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría 
de Dios, que es Cristo (cfr. 1 Cor 1, 24), para que en Él se 
hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos 
aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos 
habría proporcionado remedio; de no haber sido hombre, no 
nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles, 
cantando llenos de gozo: gloria a Dios en las alturas; y 
proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad 
(Lc 2, 14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se 
levanta en medio de las naciones del mundo. ¿Qué alegría no 
causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra 
inefable de la bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera 
sublime de los ángeles? 

Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por 
medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa 
misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y, 
estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo 
(cfr. Ef 2, 5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una 
nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo 
con sus acciones (cfr. Col 3, 9) y renunciemos a las obras de la 
carne, nosotros que hemos sido admitidos a participar del 
nacimiento de Cristo. 

Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, pues participas de la 
naturaleza divina (cfr. 2 Re 1, 4), y no vuelvas a la antigua 
miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de 
qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del 
poder de las tinieblas, has sido trasladado al reino y claridad de 
Dios (cfr. Col 1, 13). Por el sacramento del Bautismo te 
convertiste en templo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan 
escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues 
otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre 
de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará 
conforme a la verdad. El cual con el Padre y el Espiritu Santo 
reina por los siglos de los siglos. Amén.

* * * * *

Nacimiento virginal de Cristo
(Homilía 2 sobre la Navidad del Señor, 1-3, 6)

Dios todopoderoso y clemente, cuya naturaleza es bondad, 
cuya voluntad es poder, cuya acción es misericordia, desde el 
instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado 
con el veneno mortal de su envidia, señala los remedios con 
que su piedad se proponía socorrer a los mortales. Esto lo hizo 
ya desde el principio del mundo, cuando declaró a la serpiente 
que de la Mujer nacería un Hijo lleno de fortaleza para 
quebrantar su cabeza altanera y maliciosa (cfr. Gn 3, 15); es 
decir, Cristo, el cual tomaría nuestra carne, siendo a la vez Dios 
y hombre; y, naciendo de una virgen, condenaría con su 
nacimiento a aquél por quien el género humano había sido 
manchado. 

Después de haber engañado al hombre con su astucia, 
regocijábase el diablo viéndole desposeído de los dones 
celestiales, despojado del privilegio de la inmortalidad y 
gimiendo bajo el peso de una terrible sentencia de muerte. 
Alegrábase por haber hallado algún consuelo en sus males en 
la compañía del prevaricador y por haber motivado que Dios, 
después de crear al hombre en un estado tan honorífico, 
hubiese cambiado sus disposiciones acerca de él para 
satisfacer las exigencias de una justa severidad. Ha sido, pues, 
necesario, amadísimos, el plan de un profundo designio para 
que un Dios que no se muda, cuya voluntad por otra parte no 
puede dejar de ser buena, cumpliese—mediante un misterio 
aún más profundo— la primera disposición de su bondad, de 
manera que el hombre, arrastrado hacia el mal por la astucia y 
malicia del demonio, no pereciese, subvirtiendo el plan divino. 

Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos señalados para la 
redención del hombre, Nuestro Señor Jesucristo bajó hasta 
nosotros desde lo alto de su sede celestial. Sin dejar la gloria 
del Padre, vino al mundo según un modo nuevo, por un nuevo 
nacimiento. Modo nuevo, ya que, invisible por naturaleza, se 
hizo visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido 
hacerse comprensible; el que fue antes del tiempo, ha 
comenzado a ser en el tiempo; señor del universo, ha tomado la 
condición de siervo, velando el resplandor de la majestad (cfr. 
Fil 2, 7); Dios impasible, no ha desdeñado ser hombre pasible; 
inmortal, se somete a la ley de la muerte. 

Ha nacido según un nuevo nacimiento, concebido por una 
virgen, dado a luz por una virgen, sin que atentase a la 
integridad de la madre. Tal origen convenía, en efecto, al que 
sería salvador de los hombres (...). Pues el Padre de este Dios 
que nace en la carne es Dios, como lo testifica el arcángel a la 
Bienaventurada Virgen María: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y 
el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, porque el Hijo 
que nacerá de ti será santo, y será llamado Hijo de Dios (Lc 1, 
35). 

Origen dispar, pero naturaleza común. Que una virgen 
conciba, que una virgen dé a luz y permanezca virgen, es 
humanamente inhabitual y desacostumbrado, pero revela el 
poder divino. No pensemos aquí en la condición de la que da a 
luz, sino en la libre decisión del que nace, naciendo como 
quería y podía. ¿Quieres tener razón de su origen? Confiesa 
que es divino su poder. El Señor Cristo Jesús ha venido, en 
efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima; 
no a sucumbir en nuestros vicios, sino a curarlos. Por eso 
determinó nacer según un modo nuevo, pues llevaba a nuestros 
cuerpos humanos la gracia nueva de una pureza sin mancilla. 
Determinó, en efecto, que la integridad del Hijo salvaguardase 
la virginidad sin par de su Madre, y que el poder del divino 
Espíritu derramado en Ella (cfr. Lc 1, 35) mantuviese intacto ese 
claustro de la castidad y esta morada de la santidad en la cual 
Él se complacía, pues había determinado levantar lo que estaba 
caído, restaurar lo que se hallaba deteriorado y dotar del poder 
de una fuerza multiplicada para dominar las seducciones de la 
carne, para que la virginidad—incompatible en los otros con la 
transmisión de la vida—viniese a ser en los otros también 
imitable gracias a un nuevo nacimiento. 

Mas esto mismo, amadísimos, de que el Señor haya escogido 
nacer de una virgen, ¿no aparece dictado por una razón muy 
profunda? Es a saber, que el diablo ignorase que había nacido 
la salvación para el género humano; que ignorando su 
concepción por obra del Espíritu Santo, creyese que no había 
nacido de modo diferente de los otros hombres. Efectivamente, 
viendo a Cristo en una naturaleza idéntica a la de todos, 
pensaba que tenía también un origen semejante a todos; no 
conoció que estaba libre de los lazos del pecado Aquél a quien 
veía sujeto a la debilidad de la muerte. Pues Dios, que en su 
justicia y en su misericordia tenía muchos medios para levantar 
al género humano (cfr. Sal 85, 15), ha preferido escoger 
principalmente el camino que le permitía destruir la obra del 
diablo no con una intervención poderosa, sino con una razón de 
equidad. 

(...) Alabad, pues, amadísimos, a Dios en todas sus obras 
(cfr. Sab 39, 19) y en todos sus juicios. Ninguna duda oscurezca 
vuestra fe en la integridad de la Virgen y en su parto virginal. 
Honrad con una obediencia santa y sincera el misterio sagrado 
y divino de la restauración del género humano. Abrazaos a 
Cristo, que nace en nuestra carne, para que merezcáis ver 
reinando en su majestad a este mismo Dios de gloria, que con 
el Padre y el Espíritu Santo permanece en la unidad de la 
divinidad por los siglos de los siglos. Amén. 

* * * * *

Infancia espiritual
(Homilía 7 en la Epifanía del Señor)

Amadísimos, el recuerdo de lo que ha sido realizado por el 
Salvador de los hombres es para nosotros de gran utilidad, si 
de este objeto de nuestra fe y de nuestra veneración hacemos 
el ideal de nuestra imitación. En la economía de los misterios de 
Cristo, los milagros son gracias y estímulos que refuerzan la 
doctrina, para que sigamos también el ejemplo de las acciones 
de Aquél a quien confesamos en espíritu de fe. 

Aun estos mismos instantes vividos por el Hijo de Dios, que 
nace de la Virgen, su Madre, nos instruyen para nuestro 
progreso en la piedad. Los corazones ven aparecer en una sola 
y misma persona la humildad propia de la humanidad y la 
majestad divina. Los cielos y los ejércitos celestiales llaman su 
Creador al que, recién nacido, se encuentra en una cuna. Este 
Niño de cuerpo pequeño es el Señor y el Rector del mundo. 
Aquél a quien ningún límite puede encerrar, se contiene todo 
entero sobre las rodillas de su Madre. Mas en esto está la 
curación de nuestras heridas y la elevación de nuestra 
postración (...). 

Los remedios destinados a nosotros nos han fijado una 
norma de vida, y de lo que era una medicina destinada a los 
muertos ha salido una regla para nuestras costumbres. No sin 
razón, cuando los tres Magos fueron conducidos por el 
resplandor de una nueva estrella para venir a adorar a Jesús, 
ellos no lo vieron expulsando a los demonios, resucitando a los 
muertos, dando vista a los ciegos, curando a los cojos, dando la 
facultad de hablar a los mudos, o en cualquier otro acto que 
revelaba su poder divino; sino que vieron a un Niño que 
guardaba silencio, tranquilo, confiado a los cuidados de su 
Madre. No aparecía en Él ningún signo de su poder; mas les 
ofreció la vista de un gran espectáculo: su humildad. Por eso, el 
espectáculo de este santo Niño, el Hijo de Dios, presentaba a 
sus miradas una enseñanza que más tarde debía ser 
proclamada; y lo que no profería aún el sonido de su voz, el 
simple hecho de verle hacía ya que Él lo enseñara. 

Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al 
mundo ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por 
la humildad. Ha inaugurado en la persecución sus días 
señalados, y también los ha terminado en la persecución. Al 
Niño no le ha faltado el sufrimiento, y al que había sido llamado 
a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el 
Unigénito de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su 
majestad nacer voluntariamente hombre y poder ser muerto por 
los hombres. 

Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha 
hecho buena nuestra causa tan mala, y si ha destruido a la 
muerte y al autor de la muerte (cfr. I Tim 1, 10), no rechazando 
lo que le hacían sufrir los perseguidores sino soportando con 
gran dulzura y por obediencia a su Padre las crueldades de los 
que se ensañaban contra Él, ¿cuánto más hemos de ser 
nosotros humildes y pacientes, puesto que, si nos viene alguna 
prueba, jamás se hace esto sin haberla merecido? ¿Quién se 
gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado? 
Y, como dice San Juan, si dijéramos que no tenemos pecado 
nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría 
con nosotros (I Jn 1, 8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de 
modo que la justicia nada tenga de qué reprocharle o la 
misericordia divina qué perdonarle? 

Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no 
consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para 
discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la 
sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha 
escogido y enseñado como verdadera fuerza desde el seno de 
su Madre hasta el suplicio de la Cruz. Pues cuando sus 
discípulos disputaron entre si, como cuenta el evangelista, 
quién será el más grande en el reino de los cielos, Él, llamando 
a si a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: en verdad os 
digo, si no os mudáis haciéndoos como niños, no entraréis en el 
reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse 
como un niño de éstos, éste será el más grande en el reino de 
los cielos (Mt 18, 1-4). 

Cristo ama la infancia, que Él mismo ha vivido al principio en 
su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de 
humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la 
infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia 
ella conduce a la ancianidad. A los que eleva al reino eterno los 
atrae a su propio ejemplo. 

Mas, si queremos ser capaces de comprender perfectamente 
cómo es posible llegar a una conversión tan admirable y por 
qué transformación hemos de ir a la edad de los niños dejemos 
que San Pablo nos instruya y nos diga: no seáis niños en el 
juicio; sed párvulos sólo en la malicia, pero adultos en el juicio (I 
Cor 14, 20). 

No se trata, pues, de volver a los juegos de la niñez ni a las 
imperfecciones del comienzo, sino tomar una cosa que conviene 
también a los años de la madurez; es decir, que pasen pronto 
nuestras agitaciones interiores, que rápidamente encontremos 
la paz, no guardemos rencor por las ofensas, ni codiciemos las 
dignidades, sino amemos encontrarnos unidos, y guardemos 
una igualdad conforme a la naturaleza. Es un gran bien, en 
efecto, que no sepamos alimentar ni tener gusto por el mal, 
pues inferir y devolver injuria es propio de la sabiduría de este 
mundo. Por el contrario, no devolver mal por mal (cfr. Rm 12, 
17) es propio de la infancia espiritual, toda llena de ecuanimidad 
cristiana. 

A esta semejanza con los niños nos invita, amadísimos, el 
misterio de la fiesta de hoy. Ésa es la forma de humildad que os 
enseña el Salvador Niño adorado por los Magos. Para mostrar 
aquella gloria que prepara a sus imitadores, ha consagrado con 
el martirio a los nacidos en su tiempo; nacidos en Belén, como 
Cristo, han sido asociados a Él por su edad y por su pasión. 
Amen, pues, los fieles la humildad y eviten todo orgullo; cada 
cual prefiera su prójimo a sí mismo (cfr. I Cor 4, 6), y que nadie 
busque su propio interés, sino el del otro (I Cor 10, 14), de 
modo que, cuando todos estén llenos del espíritu de 
benevolencia, no se encontrará en ninguna parte el veneno de 
la envidia, pues el que se exalta será humillado y el que se 
humilla será exaltado (Lc 14, 11). Así lo atestigua nuestro Señor 
Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por 
los siglos de los siglos. Amén. 

* * * * *

Un combate de santidad
(Homilía I en la Cuaresma, 3-6)
VCR/TENTACIONES

Entramos, amadísimos, en la Cuaresma, es decir, en una 
fidelidad mayor al servicio del Señor. Viene a ser como si 
entrásemos en un combate de santidad. Por tanto, preparemos 
nuestras almas a las embestidas de las tentaciones, sabiendo 
que cuanto más celosos nos mostremos de nuestra salvación, 
más violentamente nos atacarán nuestros adversarios. 

Pero el que habita en medio de nosotros es más fuerte que 
quien lucha contra nosotros. Nuestra fortaleza viene de Él, en 
cuyo poder hemos puesto nuestra confianza. El Señor permitió 
que le visitase el tentador, para que nosotros recibiésemos, 
además de la fuerza de su socorro, la enseñanza de su ejemplo. 


Acabáis de oírlo: venció a su adversario con las palabras de 
la Ley, no con el vigor de su brazo. Sin duda, su Humanidad 
obtuvo más gloria y fue mayor el castigo del adversario, al 
triunfar del enemigo de los hombres como mortal, en vez de 
como Dios. Ha combatido para enseñarnos a pelear en pos de 
El. Ha vencido para que nosotros del mismo modo seamos 
también vencedores. Pues no hay, amadísimos, actos de virtud 
sin la experiencia de las tentaciones, ni fe sin prueba, ni 
combate sin enemigo, ni victoria sin batalla. 

La vida transcurre en medio de emboscadas, en medio de 
sobresaltos. Si no queremos vernos sorprendidos, debemos 
vigilar. Si pretendemos vencer, hemos de luchar. Por eso dijo 
Salomón cuando era sabio: hijo, si entras a servir al Señor, 
prepara tu alma para la tentación (Sir 2, 1). Lleno de la ciencia 
de Dios, sabía que no hay fervor sin trabajos y combates. Y 
previendo los peligros, los advierte a fin de que estemos 
preparados para rechazar los ataques del tentador. 

Instruidos por la enseñanza divina, amadísimos, entremos en 
el estadio escuchando lo que el Apóstol nos dice sobre esta 
pelea: no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino 
contra los principados, contra las potestades, contra los 
dominadores de este mundo tenebroso (Ef 6, 12). No nos 
hagamos ilusiones. Estos enemigos, que desean perdernos, 
entienden bien que contra ellos se encamina todo lo que 
intentamos en favor de nuestra salvación. Por eso, cada vez 
que deseamos algún bien, provocamos al adversario. Entre 
ellos y nosotros existe una oposición inveterada, fomentada por 
el diablo, porque, habiendo sido ellos despojados de los bienes 
que nos alcanza la gracia de Dios, nuestra justificación les 
tortura. Cuando nosotros nos levantamos, ellos se hunden. 
Cuando volvemos a reponer nuestras fuerzas, ellos pierden la 
suya. Nuestros remedios son sus llagas, pues la curación de 
nuestras heridas los lastima: estad, pues, alerta, dice el Apóstol; 
ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la 
justicia, y calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio 
de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con 
que podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno. 
Tomad el yelmo de la salud y la espada del espiritu, que es la 
palabra de Dios (Ef 6, 14-17). 

Mirad, amadísimos, con qué dardos tan poderosos, con qué 
defensas tan insuperables nos arma este jefe insigne por tantos 
triunfos, este maestro invencible de la milicia cristiana. Nos ha 
ceñido con el cinturón de la castidad, ha calzado nuestros pies 
con las sandalias de la paz. En efecto, un soldado que no tenga 
ceñidos los lomos es pronto derrotado por el instigador de la 
impureza, y el que carece de calzado es fácilmente mordido por 
la serpiente. Nos ha dado el escudo de la fe para proteger todo 
el cuerpo, ha colocado en nuestra cabeza el casco de la 
salvación, ha puesto en nuestras manos la espada, es decir, la 
palabra de verdad. Así, el héroe de las luchas del espíritu no 
sólo está resguardado de las heridas, sino que puede dañar 
también a quien le ataca. 

Confiando en estas armas, entremos sin pereza y sin temor 
en la lucha que se nos propone, y, en este estadio en que se 
combate por el ayuno, no nos contentemos con abstenernos de 
la comida. De nada sirve que se debilite la fuerza del cuerpo si 
no se alimenta el vigor del alma. Mortifiquemos algo al hombre 
exterior, y restauremos al interior. Privemos a la carne de su 
alimento corporal, y adquiramos fuerzas en el alma con las 
delicias espirituales. Que todo cristiano se observe 
detenidamente y, con un severo examen, escudriñe el fondo de 
su corazón. Vea que no haya allí alguna discordia o se haya 
instalado alguna concupiscencia. Mediante la castidad arroje 
lejos la incontinencia, mediante la luz de la verdad disipe las 
tinieblas de la mentira. Desinfle el orgullo, apacigüe la ira, 
rompa los dardos nocivos, ponga un freno a la denigración de la 
lengua, cese en las venganzas y olvídese de las injurias; 
brevemente: toda planta que no ha plantado mi Padre celestial 
será arrancada (Mt 15, 13). Pues, cuando las simientes 
extrañas hayan sido arrancadas del campo de nuestro corazón, 
entonces serán alimentadas en nosotros las semillas de la virtud 
(...). 

Acordándonos de nuestras debilidades, que nos han hecho 
caer fácilmente en toda clase de faltas, no descuidemos este 
remedio primordial y este medio tan eficaz en la curación de 
nuestras heridas: perdonemos, para que se nos perdone; 
concedamos la gracia que nosotros pedimos. No busquemos la 
venganza, ya que nosotros mismos suplicamos el perdón. No 
nos hagamos sordos a los gemidos de los pobres; otorguemos 
con diligente benignidad la misericordia a los indigentes, para 
que podamos encontrar también nosotros misericordia el día del 
juicio. 

El que, ayudado por la gracia de Dios, tienda con todo su 
corazón a esta perfección, cumple fielmente el santo ayuno y, 
ajeno a la levadura de la antigua malicia, llegará a la 
bienaventurada Pascua con los ácimos de pureza y sinceridad 
(cfr. l Cor 5, 8). Participando de una vida nueva (cfr. Rm 6, 4), 
merecerá gustar la alegría en el misterio de la regeneración 
humana. Por Cristo nuestro Señor, que con el Padre y el 
Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.