EPÍSTOLA DE SAN EFREN DE SIRIA A UN DISCÍPULO 

 

San Efrén de Siria (306-373 d.C. aprox.), Padre de la Iglesia, expone en esta epístola una serie de cuestiones espirituales relativas a la vida monacal. Entre ellas son de gran valía sus consejos sobre la humildad, sobre la vivencia de la caridad, y su exhortación a que el cristiano sea siempre fiel a la Fe de la Iglesia Católica que ha recibido.

Epístola de San Efrén de Siria a un discípulo

Mi bienamado en el Señor, cuando te aprestes a dar alguna respuesta, has de poner en tu boca, antes que cualquier otra cosa, la humildad, pues bien sabes que por ella todo el poder del enemigo se reduce a nada. Tú conoces la bondad de tu Maestro, a Quien blasfemaron, y cómo Él se hizo humilde y obediente incluso hasta la muerte. Hijo mío, trabaja por ti mismo para establecer la humildad en tu boca, en tu corazón, y en tu cuello, pues hay un mandamiento que la inculca. Recuerda a David, que se jactaba por su humildad y dijo "porque me humillo a mí mismo el Señor me ha liberado, y Él me ha bendecido"[1]. Hijo mío, arráigate en la humildad y harás que las virtudes de Dios te acompañen. Y si es que permaneces en un estado de humildad, ninguna pasión, cualquiera que sea, tendrá poder para acercarse a ti.

No hay medida para la belleza del hombre que es humilde. No hay pasión, cualquiera que sea, capaz de acercársele al hombre que es humilde, y no hay medida para su belleza. El hombre humilde es un sacrificio de Dios. El corazón de Dios y de sus ángeles descansan en aquel que es humilde. Más aún, cuando los ángeles lo glorifiquen, hay una razón para él que le ha logrado todas las virtudes, pero para aquel que se ha revestido de la humildad no será necesaria ninguna razón, aparte de que se ha hecho humilde.

Hijo mío, éstas son las virtudes de la humildad. Hijo mío, conserva la paz, porque está escrito, "Aquél que es sabio, en ese momento conservará la paz"[2]. Mantén la paz hasta que te hagan alguna pregunta. Y cuando te pregunten, habla, y usa palabras humildes, y compórtate de manera humilde. No seas puro lamento. Si la pregunta es muy grande para ti, siéntate. Nunca hables mientras que otros hablan palabras de desprecio; contente, y no olvides que tus pensamientos deben ser: "No los he escuchado". A todas las palabras valiosas, préstales tu más ferviente atención. Porque está escrito "Si tú eres uno que actúa la palabra y no uno que la escucha, te engañas a ti mismo, hijo mío, en el Señor"[3]. Te doy mandamientos desde el principio, guárdalos desde tu juventud. Mira lo que dijo Pablo. Dijo, "Además, desde el tiempo en que eras un niño conocías la Santa Escritura, que tiene el poder para salvarte".

Aprende la regla entera de los preceptos de la profesión del monje, y hazte querido en todos tus trabajos. Si tú, que eres joven, vas al desierto a tomar un lugar, y te estableces en uno que es muy grande para ti, y Dios está allí, no dejes el lugar en tu descontento para irte a otro. Deja que el desierto en que te has establecido te sea suficiente, no vayas a hacer que Él se moleste. Porque está escrito "No es una pequeña cosa en contra tuya el provocar a los hombres a la ira".

En el desierto en el que estás mantén esta manera de actuar, y no huyas de un lugar a otro. No vayas a llorar a la morada de nadie por causa de lo que crees, ni tampoco por los deseos de tu estómago. No estés en compañía del hombre agitado y problemático, y asegúrate de continuar con tu vida silenciosa, y no estés en la boca de los hermanos. Te suplico, mi amado en el Señor, que dejes que tu meta principal sea aprender; escuchar con atención (u obedecer) te dará la paz. Porque está escrito: "El provecho de la instrucción no es la plata". Cuídate del hábito de no escuchar (o de desobedecer). Que la palabra de Saúl no se realice en ti y en su generación, porque Dios es más fácilmente persuadido por la obediencia que por el sacrificio[4].

Éstas son, entonces, las reglas del oficio del monje. Debes comer con los hermanos. No levantes la cabeza hasta que no hayas terminado de comer. Come con la vestimenta con que te dejas ver en público. Si ocurre que eres el último en ser servido no digas: "Tráelo aquí, donde está sentado uno más grande que tú". Cuando desees tomar de la botella de agua, no dejes que tu garganta haga bulla como la de un hombre común. Cuando estás sentado en medio de los hermanos y tengas flema, no la escupas en medio de ellos, apártate a cierta distancia y escúpela allí.

Cuando estés durmiendo en cualquier lugar con los hermanos, no permitas que persona alguna se les acerque a menos de un codo de distancia. Si el trabajo es de carácter tranquilo no te duermas sobre una estera, más bien dóblala, porque eres un hombre joven. No duermas estirado, ni tampoco sobre tu espalda, para que no te molesten los sueños.

Cuando estés caminando con los hermanos, manténte siempre a alguna distancia de ellos, pues cuando caminas con un hermano haces que tu corazón esté ocioso. Si estás usando sandalias en tus pies, y el que camina contigo no tiene, quítatelas y camina como él, porque está escrito, "Sufre".

Haz el trabajo del predicador. Hazlo diligentemente mientras estás en tu habitación. No comas cuando el sol está resplandeciendo. No enciendas una fogata para ti solo o te volverás un ostentoso. Cuando sea necesario calentarte, llama a algún hombre pobre y miserable que esté en el desierto contigo, mándalo en tu lugar, y serás alabado, al decir, "No pude comer mi pan solo".

Si estás en una montaña, o en un lugar donde haya un hermano enfermo, visítalo dos veces al día: en la mañana, antes de que comiences a trabajar con tus manos y en la tarde. Porque está escrito, amado mío en el Señor, "Estuve enfermo y vosotros me visitasteis"[5]. Cuando un hermano muera en la montaña en donde estás, no te sientes en la celda en la que escuches la noticia, sino anda y siéntate con él y llora sobre él. Porque está escrito, "Llora al hombre fallecido, y camina con él hasta que haya sido enterrado", porque éste es el último servicio que uno puede realizar por su hermano. Saluda su cuerpo con compasión, diciendo, "Acuérdate de mí ante el Señor".

Hijo mío, haz todo lo posible por observar las cosas que he escrito para ti, pues ellas son las reglas del oficio del monje. Deja que la muerte se acerque a ti de día y de noche, porque tú sabes que ése que tú conoces es el que te hablará, diciéndote, "Yo nunca lo he puesto en mi corazón. Mis pies están en el umbral, viviré hasta que haya cruzado el umbral de la puerta". Hijo mío, pon toda tu mente ante Dios en todo momento y no dejes que todos estos inestables pensamientos te saquen del camino. Ten siempre a la vista los castigos que vendrán. Mientras estés en tu habitación hazte a ti mismo parecido a Dios.

Si un hermano viene a ti, regocíjate con él. Salúdalo. Prepara agua para sus pies. No olvides esto. Que él rece. Tú, siéntate. Saluda sus manos y sus pies. No lo molestes con preguntas como, "¿De dónde vienes?", porque está escrito, "De esta manera, algunos han recibido ángeles en su morada sin saberlo"[6]. Créele a aquél que ha venido a ti inclusive como le creerías a Dios. Si él es un hombre más virtuoso que tú, le dirás a menudo, "Que tu favor esté sobre mí", esto es decir: "Te considero mi maestro". Guarda tu comida y come con él. Y si estás bajo compromiso de ayuno, quiébralo, porque está escrito, "Hijo mío, siempre me he mostrado gozoso de acompañar al hombre que quería caminar". Debes regocijarte con él, y estar contento. Haz lo más que puedas para que te bendiga tres veces, para que la bendición del ángel que entró con él caiga sobre ti.

Y como exige la misma Fe de la Iglesia Católica, no te permitas retroceder en ella, ni te pongas por ti mismo fuera de ella. Creemos en un solo Dios, el Padre Todopoderoso, y su Hijo Único, Jesucristo, nuestro Señor, por quien se hizo el universo, y en el Espíritu Santo, es decir, en la Santísima Trinidad, que es la Divinidad completa. Él es Dios, Él estaba en Dios, Él es la Luz que viene de la Luz, Él es el Señor que viene del Señor. Él fue engendrado, no creado. Fue engendrado como hombre. Él no es una cosa creada, es Dios. Fue engendrado por la Santísima Virgen María, la mujer que llevó a Dios en su seno. Él tomó la carne del hombre por nuestro bien, (Él bajó) a la tierra, y desde ella se elevó. Se escogió predicadores, a los Santos Apóstoles, cuyas voces, de acuerdo a lo que está escrito, han sido escuchadas en toda la tierra (Sal 18 (19), 4). Fue crucificado. Fue atravesado con una lanza. De allí vino nuestra salvación, Agua y Sangre, es decir, el bautismo y la gloriosa Sangre, pues aquel que no ha recibido la Sangre no ha sido bautizado.

Haz esto hijo mío, mantén esta fe, y el Dios de la paz estará contigo, y te salvará, y te librará, y estarás en paz el resto de tus días. La salvación está en el Señor, hijo querido, en el Señor. Recuérdame mi bienamado en el Señor, por Jesús, el Cristo, Nuestro Señor, a quien le pertenecen la gloria y el poder, por los siglos de los siglos! Amén.
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[1] Sal 29 (30), 8-12.
[2] Am 5, 13.
[3] 2 Tim 3, 15.
[4] cf. 1 Sam 15, 22.
[5] Mt 25, 36. 43.
[6] Heb 12, 2.