IX (Ap 11-12)


El gran terremoto: la persecución contra la Iglesia
Nosotros hemos escuchado, hermanos muy queridos, en 
la lectura que acaba de ser recitada: En aquella hora 
sobrevino un gran terremoto1. En aquel terremoto se quiere 
significar la persecución2 que el diablo acostumbra ejercer 
por medio de los hombres malos.
Y la décima parte de la ciudad se cayó, dice, y perecieron 
en el terremoto siete millares de personas humanas3. Los 
números diez y siete son números perfectos; porque si así no 
fuese, había que entender el todo por la parte. En efecto, en 
la Iglesia hay dos edificios: uno edificado sobre roca y el otro 
sobre arena4; el que está sobre arena es del que se dice 
que se derrumba. 
Y los restantes quedaron despavoridos y dieron gloria a 
Dios5. Los que han dado gloria a Dios son aquellos que 
están cimentados sobre roca y los que han perecido son los 
que estaban sobre arena6s. Por esto dice quedaron 
despavoridos7, porque el justo viendo la muerte del pecador 
pone más ardor por observar los mandamientos, según se 
dice: «Y lavará sus manos en la sangre del pecador»8. 
Y se abrió, dice, el templo de Dios, que está en el cielo9, 
es decir, que han sido revelados en la Iglesia los misterios de 
la encarnación de Cristo; de ahí que se manifiesta que la 
Iglesia es el cielo10. 
Y fue vista el arca de su testamento en su templo11, es 
decir, que se entendió que el arca del Testamento es la 
Iglesia. Y se produjeron relámpagos y truenos y temblor de 
tierra12, Todas estas cosas son los milagros de la 
predicación, del esplendor y de los combates de la Iglesia13. 


La mujer revestida de sol: la Iglesia
Y una gran señal fue vista en el cielo: una mujer, dice, 
revestida de sol y la luna debajo de sus pies14. Dice que la 
Iglesia tiene bajo sus pies una parte de ella misma, es decir, 
los hombres hipócritas y los cristianos malos15. 
Y sobre su cabeza una corona de doce estrellas16. Estas 
doce estrellas pueden significar los doce apóstoles; pero que 
ella está revestida de sol significa la esperanza de la 
resurrección17, de acorde con lo escrito: «Entonces los 
justos brillarán como el sol en el reino de su Padre»18 
El dragón rojo19, es el diablo que busca devorar al nacido 
de la Iglesia. El que tiene, dice, siete cabezas y diez 
cuernos20. Las cabezas son los reyes y los cuernos los 
reinados: en efecto, en las siete cabezas él indica todos los 
reyes, en los diez cuernos todos los reinos del mundo21. 
Y su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del 
cielo y las precipitó a la tierra22. La cola son los profetas 
inicuos, es decir, los herejes que precipitan sobre la tierra las 
estrellas del cielo23 que se adhieren a ellos por la 
reiteración del bautismo24; éstos son los que están bajo los 
pies de la mujer25. Muchos estiman que se trata de los 
hombres que el diablo hizo sus asociados por estar de 
acuerdo con él; muchos piensan que se trata de los ángeles 
que han sido precipitados con él cuando cayó. 
Estando atormentada siente dolores como de parto26. 
Todos los días y en todas partes la Iglesia da a luz ya sea en 
la prosperidad ya sea en la adversidad. 

La lucha del dragón contra la mujer
Y el dragón se ha apostado frente a la mujer, que está 
para dar a luz, para poder, en cuanto dé a luz, devorar a su 
hijo27. En efecto, la Iglesia da a luz a Cristo en sus miembros 
siempre en el dolor. Y siempre el dragón busca devorar al 
niño que acaba de nacer28. Y la mujer engendró a un hijo 
varón29, es decir, a Cristo; después su cuerpo, es decir, la 
Iglesia, engendra siempre a los miembros de Cristo. Se le 
denomina, asimismo, varón porque es victorioso frente al 
diablo30. Y la mujer huyó al desierto31. No es poco 
apropiado entender por el desierto este mundo en el que 
Cristo hasta el final gobierna y apacienta a la Iglesia. Es en 
él que la misma Iglesia pisotea y aplasta como a escorpiones 
y a víboras a los orgullosos y a los impíos y a todo el poderío 
de Satanás con la ayuda de Cristo32. 

El combate de Cristo contra el dragón
Y se trabó una batalla en el cielo33, es decir, en la Iglesia. 
Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón34. Por 
Miguel entiende a Cristo, y por sus ángeles a los hombres 
santos35. Y el dragón combatió, y con él, sus ángeles36, es 
decir, el diablo y los hombres que obedecen a su voluntad; 
pero Dios nos libre de creer que el diablo con sus ángeles se 
ha atrevido a combatir en el cielo—el que se atrevió, en la 
tierra, a tentar a sólo Job—sino después de haber pedido al 
Señor el permiso para dañarle37. 
Y no pudieron resistir, y no se halló ya para ellos lugar en 
el Cielo38, es decir, en los hombres santos que, juzgando 
que el diablo fue expulsado una vez por todas con sus 
satélites, ya no le reciben más39, como dijo Zacarías: los 
ídolos una vez destruidos no encuentran más su lugar 40. 
Y el gran dragón fue expulsado, la serpiente antigua, que 
se llama Diablo y Satanás, y sus ángeles con él41. El diablo 
y todos los espíritus inmundos con su jefe han sido 
expulsados del corazón de los santos en la tierra, es decir, 
en los hombres que gustan de lo terreno y que ponen toda 
su esperanza en la tierra42. 

El Reino de Dios es el Reino de la Iglesia
Y oí una gran voz en el cielo que decía: ahora se 
estableció la salud, el poder y el reino de Nuestro Dios43, es 
decir, de la Iglesia. Muestra en qué cielo acontecen estas 
cosas. En efecto en Dios siempre ha habido la fuerza, el 
reino y el poder de su Hijo, pero él ha dicho que en la Iglesia 
la salvación ha sido realizada por la victoria de Cristo; estos 
videntes de los que el Señor ha dicho: «Muchos justos y 
profetas desearon ver lo que véis vosotros»44, dijeron: 
Ahora se estableció la salud de nuestro Dios porque el 
acusador de nuestros hermanos ha sido expulsado45, y lo 
que sigue. Ahora bien, si es—como piensan algunos—la voz 
de los ángeles que está en el cielo superior, y no la de los 
santos en la Iglesia, no dirían: acusador de nuestros 
hermanos46 sino nuestro acusador, ni tampoco «acusa» 
sino «acusaba». Si los ángeles han llamado hermanos suyos 
a los justos que residen en la tierra, no sería motivo de gozo 
que el diablo haya sido enviado a la tierra, este diablo que 
los santos podían sufrir más desagradablemente residiendo 
con ellos sobre la tierra, que si él, como se dice, estuviese 
todavía en el cielo. En efecto, ellos maldicen la tierra de este 
modo cuando dicen: ¡Ay de vosotros tierra y mar!47, es 
decir, de vosotros que no estáis en el cielo 48. 
Porque bajó a vosotros el Diablo con gran coraje 
sabiendo que cuenta con poco tiempo49. El bajó, dice, para 
conservar la alegoría; por lo demás, todos están en el cielo, 
es decir, en la Iglesia, que con toda razón se llama cielo, de 
ahí que el diablo arrojado por los santos bajó a los suyos 
que están en la tierra por el amor terreno. Por tanto dice que 
fue expulsado del cielo, no que esto se realice en los 
hombres lo que se ha cumplido en el cielo, sino que él dice lo 
que son no lo que llegarán a ser. Pues los santos no 
llegarán a ser cielo a no ser que el diablo fuese expulsado. 
No es, pues, por su primer nombre, sino por su segundo, por 
lo que él llamó cielo a aquellos en los que no se encontró 
más un lugar para el diablo50. De este peligro que el Señor, 
por su protección, se digne librarnos. 
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1. Ap 11, 13. 
2. Cf. Fragmentos de Turín, 166, 8-167, 1; Primasio, 174, 210-211 
(870, 31-32); Beato, II, 83, 1-2. 
3. Ap 11, 13. 
4. Cf. Mt 7, 24-27. 
5. Ap 11, 13. 
6. Cf. Mt 7, 24-27. 
7. Ap 11, 13. 84
8. Sal 57, 11; cf. Ticonio, L.R., 65, 15; Fragmentos de Turín, 167, 
6-171, 2; Primasio, 174, 212-175, 224 (870, 32-50); Beda, 164, 25-29. 
33-36; Beato, II, 83, 6-84, 7. 
9. Ap 11, 19. 
10. Cf. Fragmentos de Turín, 175, 10-176, 3; Primasio, 177, 265-266 
(871, 42-43); Beato, II, 93, 2-5. 
11. Ap 11, 19. 
12. Ap 11, 19. 
13. Cf. Fragmentos de Turín, 177, 1-4; Primasio, 178, 293-305 (872, 
19-35); Beda, 165, 42-50; Beato, II, 93, 14-94, 2. 
14. AP 12, 1; cf. E. ROMERO-POSE, La Iglesia y la mujer del Apoc 
12. (Exégesis ticoniana del Apoc. 12, 1-2), Compostellanum 24 (1979) 
295-307. 
15. Cf. Fragmentos de Turín, 179, 1-4; Beato, II, 99, 6-7. 
16. Ap 12, 1.
17. Cf. Victorino, 107, 8-9; Beato, II, 100, 2-3.
18. Mt 13, 43; cf. Beda, 136, 52-57; Beato, I, 133, 3-4.
19. Ap 12, 3.
20. Ap 12, 3.
21. Cf. Fragmentos de Turín, 182, 3-5; Primasio, 180, 3-5; Beda, 
166, 28-29; Beato, II, 102, 4-9.
22. Ap 12, 4. 
23. Cf. Fragmentos de Turín, 183, 1-2: Primasio, 181, 51-55 (873, 
26-29); Beato, II, 103, 15-17. 
24. Nueva alusión a los donatistas. 
25. Cf. Beda, 166, 36-39. Beda cita explícitamente a Ticonio como 
autor de esta exégesis; cf. Beato, II, 104, 15-17. 
26. Ap 12, 2.
27. Ap 12, 4. 
28. Cf. Fragmentos de Tunn, 184, 5-7; Beato, II, 105, 17-106, 4. 
29. Ap 12, 5. 
30. Cf. Fragmentos de Turín, 188, 1-4; Primasio, 181, 55-63 (873, 
48-61); Beda, 166, 48-49; Beato, II, 107, 3-4. 
31. Ap 12, 6. 
32. Cf. Rm 16, 20; cf. Fragmentos de Turín, 190, 1-4; Primasio, 182, 
80-85 (874, 22-31); Beda, 167, 3-9; Beato, II, 108, 16-18. 
33. Ap 12, 7. 
34. Ap 12, 7. 
35. Beato, Il. 10, 4-8. 
36. Ap 12. 7. 
37. Cf. Jb 2, 5; cf. Beato, Il, 110, 14-17. 
38. Ap 12, 8.
39. Cf. Beda, 167. 35-38; Beato, II, 111, 4-7.
40. Cf. Za 13, 2. 
41. Ap 12, 9. 
42. Cf. Beato, II, 111, 8-14.
43. Ap 12, 10.
44. Mt 13, 17.
45. Ap 12, 10.
46. Ap 12, 10.
47. Ap 12, 12.
48. Cf. Beato, II, 112, 8-113,
49. Ap 12, 12.
50. Cf. Beato, II, 114, 8-19.
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