O R Í G E N E S

 

La Iglesia. 

La Iglesia existe desde el principio de la creación.

No quisiera que creyerais que se habla de la «Esposa de Cristo», es decir, la Iglesia con referencia únicamente al tiempo que sigue a la venida del Salvador en la carne, sino más bien, se habla de ella desde el comienzo del género humano, desde la misma creación del mundo. Más aún, si puedo seguir a Pablo en la búsqueda de los orígenes de este misterio, he de decir que se hallan todavía más allá, antes de la misma creación del mundo. Porque dice Pablo: «Nos escogió en Cristo, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos...» (Ef 1, 4). Y dice también el Apóstol que la Iglesia está fundada, no sólo sobre los apóstoles, sino también sobre los profetas (E£ 2, 20). Ahora bien, Adán es adnumerado a los profetas: él fue quien profetizó aquel «gran misterio que se refiere a Cristo y a la Iglesia», cuando dijo: «Por esta razón un hombre dejará su padre y su madre y se adherirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Gén 2, 24). El Apóstol, en efecto, se refiere claramente a estas palabras cuando dice: «Éste misterio os grande: me refiero en lo que respecta a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Más aún, el Apóstol dice: «Él amó tanto a la Iglesia, que se entrego por ella, santificándola con el lavatorio del agua» (Ef 5, 26): aquí se muestra que la Iglesia no era inexistente antes. ¿Cómo podría haberla amado si no hubiera existido? No hay que dudar de que existía ya, y por esto la amó. Porque la Iglesia existía en todos los santos que han existido desde el comienzo de los tiempos. Y por eso, porque Cristo amaba a la Iglesia, vino a ella. Y así como sus hijos «participan de una misma carne y sangre» (cf. Heb 2, 14), así también él participó de lo mismo y se entregó por ellos. Estos santos constituían la Iglesia, que él amó tanto, que la aumentó en su número, la mejoró con virtudes, y con la caridad de la perfección la levantó de la tierra al cielo 67.

La Iglesia, como la reina de Sabá, busca la ciencia de Cristo, nuevo Salomón.

Veamos lo que sacamos del libro tercero de los Reyes sobre la reina de Sabá, que es al mismo tiempo de Etiopía. Acerca de ella da testimonio el Señor en los evangelios (/Mt/12/42/ORIGENES) diciendo que «en el día del juicio vendrá con los hombres de la generación incrédula y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oir la sabiduría de Salomón», y añadiendo «y éste es más que Salomón», con lo que nos enseñaba que más es la verdad que las imágenes de la verdad. Vino, pues, ésta, es decir, según lo que en ella se figuraba, vino la Iglesia desde el paganismo para oir la sabiduría del verdadero Salomón, el verdadero pacificador, nuestro Señor Jesucristo. Vino, pues, también ésta, primero «probándole mediante enigmas y preguntas» (/1R/10/02ss/ORIGENES) que a ella le parecían antes insolubles: y él le dio la solución tocante al conocimiento del verdadero Dios y de la creación del mundo, o a la inmortalidad del alma y al juicio futuro, cosas que en su tierra y entre sus doctores, que eran sólo los filósofos gentiles, permanecían siempre inciertas y dudosas. Vino, pues, «a Jerusalén», es decir, a la visión de paz, con una gran multitud y «con mucho poder». No vino con un solo pueblo, como antes la sinagoga tenía a solos los judíos; sino que vino con todos los pueblos del mundo y llevando dones dignos de Cristo —«suavidades de olores», dice— es decir, las obras buenas que suben hasta Dios como «olor de suavidad». Y además, vino llena de oro: sin duda, de las ideas y de las enseñanzas racionales que aun antes de la fe había recogido en la educación ordinaria de las escuelas. Trajo también «una piedra preciosa», que puede interpretarse como la joya de las buenas costumbres. Así pues, con este acopio entra a visitar al rey pacificador Cristo, y le abre su corazón en la confesión y arrepentimiento de sus pecados anteriores: «y le dijo todas las cosas que tenia en su corazón». Por ello Cristo, «que es nuestra paz» (Ef 2, 14), a su vez «profirió todas las palabras que tenia, sin que se reservara el rey palabra alguna que no profiriese». Finalmente, al acercarse ya el tiempo de la pasión, habla así a ella, es decir a los que había escogido como discípulos: «Ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero yo os he dado a conocer todo lo que tengo oído de mi padre» (cf. Jn 15, 15). Asi pues se cumple lo que dice «que no hubo palabra que no profieriese» el pacífico Señor a la reina de Sabá a la Iglesia congregada de entre las gentes. Y si consideras el estado de la Iglesia, su régimen y sus disposiciones, advertirás cómo «se admiró la reina de toda la prudencia de Salomón», y al mismo tiempo te preguntarás por qué no dijo «de toda la sabiduría» sino «de toda la prudencia» de Salomón: porque los hombres doctos quieren que se hable de prudencia en lo tocante a los negocios humanos, y de sabiduria en lo tocante a los divinos. Por esto tal vez la Iglesia por ahora, mientras está en la tierra y conversa con los hombres, se admira de la prudencia de Cristo; pero «cuando llegue lo que es perfecta» (1 Cor 13, 10) y sea transportada de la tierra al cielo; entonces verá toda su sabiduría, al ver todas las cosas no ya «en imagen y por enigmas, sino cara a cara» (I Cor 13, 12). «Vio también la casa que había edificado», sin duda los misterios de su encarnación, que son «la casa que la Sabiduría se edificó para sí» (Prov 9, 1). «Vio las comidas de Salomón», según entiendo aquellas de las que decía: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4, 34). «Vio las sedes de sus hijos»: me parece que se refiere al orden eclesiástico, que se halla en las sedes de los obispos y presbíteros. «Vio las filas—o las formaciones— de sus servidores»: me parece que menciona el orden de los diáconos presentes en el servicio divino. Además «vio sus vestidos»: creo que se trata de los vestidos con los que viste a aquellos de quienes se dice: «los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis vestido de Cristo» (Gál 3, 27). También los «escanciadores de vicio»: me parece que se refiere a los doctores que mezclan para el pueblo la palabra de Dios y su doctrina, como un vino «que alegre los corazones» (cf. Sal 103, 15) de los oyentes. «Vio también sus sacrificios»: sin duda los misterios de sus oraciones y peticiones. Así pues, cuando esta «negra y hermosa» vio todas estas cosas en la casa del rey pacificador que es Cristo, se quedó pasmada y díjole: «Es verdad la fama que corre en mi tierra acerca de tu palabra y de tu prudencia.» A causa de «tu palabra», que reconocí como «la palabra verdadera», he venido a ti: pues todas las palabras que me decían y que oía estando en mi tierra —a saber, las de los doctores y filósofos del siglo—no eran verdaderas. Esta es la única «palabra verdadera», la que hay en ti.

Pero tal vez ocurra preguntar cómo pueda decir la reina al rey «No di crédito a lo que me decían acerca de ti», siendo así que no hubiera ido a Cristo si no hubiera dado crédito a ello. Veamos si podemos resolver la dificultad de la siguiente manera: «No di crédito, dice, a lo que me decían»: no di crédito a los que me hablaban de ti, sino que me dirigí a ti mismo; no di crédito a los hombres, sino a ti, Dios. Mediante ellos ciertamente «oí», pero fui a ti mismo, y te di crédito a ti, en quien mis ojos vieron mucho más «de lo que me habían anunciado». En realidad, cuando esta «negra y hermosa» llegue a la «Jerusalén celestial» (Heb 12, 22) y entre en la visión de paz, contemplará muchas más cosas y mucho más magníficas de las que ahora se le prometen: «porque ahora como en un espejo y en enigma, pero entonces verá cara a cara» (1 Cor 13, 12), cuando consiga aquello que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni logró entrar en el corazón del hombre» (I Cor 2, 9). Y entonces verá que ni llegaba a la mitad lo que oyó mientras estaba en su tierra. «Bienaventuradas son, pues, las mujeres» de Salomón: sin duda, las almas que han sido hechas partícipes de la palabra de Dios y de su paz. No aquellos que a veces siguen, a veces no siguen la palabra de Dios, sino los que «siempre» y «sin intermisión» siguen la palabra de Dios son verdaderamente bienaventurados. Tal era aquella Maria, «que estaba sentada a los pies de Jesús oyéndole» (Lc 10, 39), en favor de la cual dio testimonio el mismo Señor diciendo a Marta: «María escogió la mejor parte, que no le será quitada» 68.

La tradición de la Iglesia, norma de fe. TRADICION/FE/ORIGENES

Todos los que creen y tienen la convicción de que la gracia y la verdad nos han sido dadas por Jesucristo, saben que Cristo es la verdad, como él mismo dijo: «Yo soy la verdad» (Jn 14, 16), y que la sabiduría que induce a los hombres a vivir bien y alcanzar la felicidad no viene de otra parte que de las mismas palabras y enseñanzas de Cristo... Sin embargo, muchos de los que profesan creer en Cristo no están de acuerdo entre sí no sólo en las cosas pequeñas y de poca monta. sino aun en las grandes e importantes, como es en lo que se refiere a Dios, o al mismo Señor Jesucristo, o al Espiritu Santo... Por esto parece necesario que acerca de todas estas cuestiones tengamos una línea segura y una regla clara: luego ya podremos hacer investigaciones acerca de lo demás. De la misma manera que, aunque muchos de entre los griegos y bárbaros prometen la verdad, nosotros ya hemos dejado de buscarla entre ellos, ya que sólo tenían opiniones falsas, y hemos venido a creer que Cristo es el Hijo de Dios y que es de él de quien hemos de aprender la verdad, así también cuando entre los muchos que piensan tener los sentimientos de Cristo hay algunos que opinan de manera distinta que los demás, hay que guardar la doctrina de la Iglesia, la cual proviene de los apóstoles por la tradición sucesoria, y permanece en la Iglesia hasta el tiempo presente; y sólo hay que dar crédito a aquella verdad que en nada se aparta de la tradición eclesiástica y apostólica.

Sin embargo, hay que hacer notar que los santos apóstoles que predicaron la fe de Cristo, comunicar