FE Y RAZÓN

"Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est"

Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo

(Santo Tomás de Aquino)

Cortesía de http://www.feyrazon.org/DanTeolFun.htm para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL


Elementos de Teología Fundamental

 

Daniel Iglesias Grèzes

 

Presentaremos sintéticamente cinco de los temas principales de la teología fundamental:

1) El diálogo entre Dios y el hombre.

2) La Palabra de Dios a los hombres se nos revela en Jesús.

3) "Tradición" significa fidelidad.

4) La inspiración escriturística es un momento privilegiado de la acción del Espíritu Santo.

5) El servicio del Magisterio en relación con la Palabra de Dios.

 

1) El diálogo entre Dios y el hombre.

Los cristianos creemos que Dios, por su bondad y sabiduría, se comunica con los hombres para revelarles su misterio e invitarlos a compartir su gloria, y que los hombres son capaces de escuchar la Palabra de Dios y de corresponderle por la fe. Llamamos "Revelación" al hecho y el contenido de la comunicación de Dios a los hombres:

"En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos... El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio." (Concilio Vaticano II, constitución dogmática Dei Verbum, 2).

Dios se comunica con los hombres de muchas maneras, pero la forma predominante es la palabra. En la Biblia, las teofanías, sueños, visiones, etc. son más bien medios de transmisión de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios tiene un valor noético y dinámico; es decir, inspira conocimientos, pensamientos y proyectos, pero además suscita historia, es fuerza que dinamiza y orienta los acontecimientos. La Palabra de Dios crea, revela y salva; indica metas y da la posibilidad de alcanzarlas.

Podemos considerar que hay una Revelación cósmica y una Revelación histórica:

"Dios, creando y conservando el universo por su Palabra, ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo; queriendo además abrir el camino de la salvación sobrenatural, se reveló desde el principio a nuestros primeros padres." (Dei Verbum, 3).

El hombre, por medio de su inteligencia, debe ascender de la contemplación de las cosas creadas al Creador (cf. Romanos 1, 20). La Naturaleza transparenta algunas facetas del misterio de Dios: Su bondad, su belleza, su sabiduría, etc. El relato de la Adoración de los Magos (Mateo 2,1-12) simboliza esta realidad: El ejercicio perseverante de las más nobles facultades humanas y la búsqueda de la verdad llevada a sus últimas consecuencias conducen hasta el umbral de una profesión de fe.

Hay cuatro sentidos de la palabra "historia" en relación con la Revelación:

La historia fue el medio principal por el cual Israel conoció a Yahvé, experimentando sus intervenciones salvíficas.

La Revelación debe recibirse con fe:

"Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios... Para dar esta respuesta de fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda" (Dei Verbum, 5).

Dada la relación existente entre Dios y los hombres, toda teología supone una determinada antropología; es decir, toda afirmación acerca de Dios implica una determinada visión del hombre y del cosmos. Esto se aplica también a la Divina Revelación, concepto fundamental de la teología cristiana. La afirmación de la realidad de la comunicación entre Dios y los hombres implica una cierta concepción no sólo de Dios, sino también del hombre. Intentaremos esbozar lo esencial de ambas concepciones de acuerdo a la teología cristiana, basada en la aceptación de la Revelación.

El Dios de los cristianos:

El hombre es un ser autotrascendente, "excéntrico"; aspira, consciente o inconscientemente, a lo Absoluto; hay en él una sed de infinito y de eternidad que postula un "agua que no es de este mundo", capaz de saciar esa sed. Como escribió San Agustín, el corazón del hombre estará inquieto hasta que descanse en Dios. El hombre está llamado a ser uno con Dios; ésta es su vocación ontológica. Sólo en Dios podrá alcanzar la felicidad plena que desea. La Revelación supone la existencia en el hombre de una capacidad de apertura al misterio de Dios. La fe es esa apertura. En la realidad humana, inmanente y contingente, puede darse esa apertura, libre y liberadora, a la realidad trascendente de Dios, apertura que hace posible y real el diálogo entre Dios y el hombre.

La Revelación, por lo tanto, es rechazada no sólo por las corrientes de pensamiento (ateísmo, agnosticismo, etc.) que no aceptan la existencia de un Dios con las características enunciadas, sino también por aquéllas (racionalismo, determinismo, fatalismo, psicologismo, economicismo, etc.) cuya imagen del hombre es radicalmente distinta de la cristiana. A menudo estas ideologías intentan sofocar la aspiración del hombre a lo Absoluto o satisfacerla recurriendo a ídolos que toman el lugar del único Dios vivo y verdadero.

 

2) La Palabra de Dios a los hombres se nos revela en Jesús.

Jesús es el cumplimiento, el centro y la plenitud de la Revelación. Él es la segunda persona de la Trinidad, el Verbo (Logos = Palabra) de Dios que se hizo hombre para revelarnos el misterio de Dios y el misterio del hombre, y llevar a cabo el plan divino de salvación (cf. Juan 1,1-18).

Es voluntad del Padre Eterno que los hombres participen de la vida divina. Habiendo ellos pecado, no los abandonó, sino que les dispensó siempre los auxilios para la salvación (cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen Gentium, 2).

"Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras por los profetas, nos ha hablado, en estos días postreros, por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero universal de todas las cosas, por quien creó también los mundos. El cual, siendo como es el resplandor de su gloria e imagen de su substancia, y sustentándolo todo con su poderosa palabra, después de habernos purificado de nuestros pecados, está sentado a la diestra de la majestad en lo más alto de los cielos." (Hebreos 1,1-3).

Dios ama tanto al mundo y a los hombres que les entregó su Hijo único, para darles la vida eterna (cf. Juan 3,16). Jesucristo es la Palabra eterna hecha carne para alumbrar a todo hombre:

Él "habla las palabras de Dios y realiza la obra de salvación que el Padre le encargó. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre; Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino" (Dei Verbum, 4).

El amor de Dios a los hombres se manifiesta principalmente en la Encarnación del Hijo de Dios, que se convirtió en uno de nosotros, y en su muerte redentora en la Cruz, que le hizo merecedor de la gloria de su Resurrección y Ascensión al cielo.

"Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre, quien nos eligió en Él desde antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en El todas las cosas. Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo... Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos." (Lumen Gentium, 3).

El Primer Concilio Ecuménico (Nicea, año 325) proclamó solemnemente la fe de la Iglesia en la divinidad de Jesucristo, que era negada por los seguidores de Arrio; así reza el Credo niceno:

"Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado, de la misma naturaleza (homoousios = consubstancial) que el Padre, por quien todo fue hecho; y que por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó en María la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado; descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos según las Escrituras. Subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin."

Contra los arrianos, que pretendían reducir a Jesús al rol de maestro de la verdadera religión y la verdadera sabiduría, escribió San Atanasio:

(Jesús es) "el Salvador, el Hijo bueno del Dios bueno", "la Sabiduría en Sí, la Religión en Sí, la misma Potencia en sí propia del Padre, la Luz en Sí, la Verdad en Sí, la Justicia en Sí, la Virtud en Sí."

El Concilio Ecuménico de Calcedonia, para cerrar el paso tanto a las herejías que negaban la naturaleza divina de Cristo, como a las que negaban su naturaleza humana, proclamó la célebre fórmula dogmática: Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

Siendo Cristo la única persona que reúne en sí la naturaleza divina y la naturaleza humana, Él ha podido revelarnos la verdad acerca de Dios y la verdad acerca del hombre.

Jesús es el Nuevo Adán (cf. Romanos 5,15; 1 Corintios 15,22.45), el hombre perfecto, el Primogénito de toda criatura (cf. Colosenses 1,15). Cristo, verdadero Sumo Sacerdote, es un hombre de verdad, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hebreos 4,15). Para llegar a ser perfectos debemos seguir a Jesús, cargar con su Cruz, amar como Él nos amó. El cristiano es una nueva criatura que vive de la gracia de Dios; ha sido revestido de Cristo en el Bautismo.

El Evangelio según san Juan nos presenta a Jesucristo como el manantial de agua viva (Cap. 4), como el Pan de Vida (Cap. 6), como la Luz del mundo (Cap. 8), como el Buen Pastor (Cap. 10) y como la Resurrección (Cap. 11).

Jesucristo, si bien anuncia el Reino de Dios, deja entender claramente que la opción del hombre por el Reino (vale decir su salvación) guarda una relación directa con la actitud que tome ante su persona:

"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre si no es por Mí." (Juan 14,6).

Jesús es signo de contradicción y ante Él nadie puede permanecer indiferente. Él obliga al hombre a tomar partido: Por Cristo o contra Cristo, por Dios o contra Dios, por el Amor o por el egoísmo. Encontrar a Cristo es encontrar la salvación. Por eso Jesús puede decir a Zaqueo:

"Hoy ha llegado la salvación a esta casa." (Lucas 19,9).

La misión de los cristianos es dar testimonio de Jesús resucitado y anunciar su Evangelio a todos los hombres, de modo que creyendo en Cristo sean vivificados por Él. La restauración de todas las cosas en Cristo llegará a su plenitud cuando Cristo sea todo en todos, para que Dios sea todo en todos (cf. 1 Corintios 15,24-28). Entonces será el fin, y los bienaventurados convivirán para siempre con Dios, Principio y Fin, en la ciudad santa (cf. Apocalipsis 21,2-3).

 

3) "Tradición" significa fidelidad.

La palabra "tradición" proviene del latín "traditio", que traduce el término griego "parádosis", que literalmente significa "entrega". La verdadera Tradición es Jesús, pues Él es el Hijo de Dios entregado por el Padre a los hombres. Dios entrega a la humanidad toda la persona de Cristo, y se entrega a Sí mismo en todo el acontecimiento-Jesús.

En la Pasión de Jesucristo podemos distinguir dos tipos de entregas:

En todos los casos se usa el verbo "paradidomi" = entregar.

También en estos textos se utiliza el mismo verbo.

A esta entrega que el Hijo hace de Sí mismo, corresponde la entrega del Padre, que nos entregó a su propio Hijo (Juan 3,16; Romanos 8,32). Mateo, por ser judío, trata de no nombrar a Dios en vano, por lo cual a menudo utiliza en su Evangelio el "pasivo divino" (Mateo 17,22; 19,18-19; 26,45; Marcos 9,31).

El término "parádosis" tiene una gran densidad teológica y trinitaria. Refleja la autocomunicación de Dios, la comunicación y entrega entre las personas divinas. En esta incesante entrega amorosa hay una circularidad que no es disolvente. El ser de Dios es puro darse, es amor gratuito.

La vida que Cristo da es una vida nueva, aunque la vida conserva siempre su unidad. Hay una acción del Espíritu Santo para que Cristo se haga carne en María de Nazaret, y para que se haga vida en la historia de la Iglesia.

La vida de Dios que nos ha sido entregada por Jesucristo debe ser conservada, transmitida y acrecentada por los cristianos. La Tradición supone siempre una capacidad de cambio y crecimiento, que es dada por el Espíritu Santo. Se trata de una Tradición viva; esta Tradición viviente de la Iglesia debe ser reactualizada en cada época y lugar.

"Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio... Este mandato se cumplió fielmente, pues los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo... Esta Tradición, con la Escritura de ambos Testamentos, son el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a Dios" (Dei Verbum, 7).

La Sagrada Tradición, en sentido amplio, abarca las Sagradas Escrituras, porque la Escritura es uno de los medios (aunque uno privilegiado) de transmisión de la vida de Dios recibida por la Iglesia en Jesucristo. Por eso la postura protestante de rechazar la Tradición y aceptar sólo la Escritura como fuente de la Revelación es, en último análisis, inconsistente, pues sin la Tradición la Escritura pierde su sustento (su unión con Cristo). No deben oponerse la Escritura y la Tradición como si se tratara de dos fuentes diferentes de la Revelación:

"La Tradición y la Escritura están estrechamente compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a sus sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción." (Dei Verbum, 9).

La Palabra de Dios no se expresa solamente con palabras sino también con hechos. Es interesante advertir que el vocablo hebreo que significa "palabra" ("dabar") también quiere decir "hecho". Esto está en consonancia con la mentalidad del pueblo hebreo, que aprendió a interpretar los hechos de su historia como palabra de Yahvé, un Dios que permanecía siempre fiel a su palabra de salvación, a pesar de las infidelidades de su pueblo. Cuando Israel se mantenía fiel a sus tradiciones, lo hacía porque encontraba en ellas la palabra liberadora de Yahvé.

También la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, tiene una Sagrada Tradición que debe transmitir fielmente; es el mismo Jesucristo, Verbo de Dios, que le ha sido entregado por el Padre. Él es la clave de interpretación de toda la Escritura, de los 73 libros inspirados del canon de la Biblia (46 del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo Testamento), que la Tradición viva de la Iglesia conserva celosamente. Al respecto cabe destacar que las modernas investigaciones arqueológicas confirman que los textos actuales de los libros canónicos son sustancialmente idénticos a los textos más antiguos encontrados. La larga transmisión de los libros sagrados de generación en generación, otrora tan trabajosa, no ha producido alteraciones más que en secundarias cuestiones de detalle (y aún así, la gran diversidad de manuscritos antiguos permite generalmente conjeturar cuál pudo ser el texto original en los casos dudosos). No otra cosa cabía esperar tanto de los israelitas como de los cristianos, que veneraron siempre sus libros sagrados, los leyeron y meditaron con fruto, en forma personal y en forma comunitaria (sobre todo en la liturgia), y oraron por medio de ellos.

La Iglesia transmite a todas las generaciones todo lo que ella es y todo lo que ella cree: El depósito de la fe, que es cual rico tesoro transportado en vasijas de barro. Esta Tradición progresa y crece en la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Por la contemplación y el estudio de los creyentes crece la comprensión de la Divina Revelación. La Iglesia tiende (asintóticamente) a la plenitud de la verdad divina: La planta sembrada por Jesús va creciendo.

Dado que la Sagrada Tradición es algo vivo, no es de extrañar que en la Iglesia se produzcan cambios. Ello es necesario para el crecimiento. Muy pronto (ya en la época apostólica) la Iglesia se vio obligada a discernir entre la Tradición de Jesucristo y las tradiciones no vinculantes para la fe cristiana. En sus epístolas, Pablo distingue sus opiniones personales sobre asuntos prácticos de lo que es Tradición. Y en el Concilio de Jerusalén (año 45) los apóstoles y presbíteros, presididos por Pedro, contrariando a los judeocristianos que querían conservar todas las tradiciones judías, se afiliaron a la tesis de Pablo y Bernabé: No imponer cargas innecesarias (la circuncisión y la ley de Moisés) a los gentiles (cf. Hechos 15,1-31).

El Papa Juan Pablo II recordó el duodécimo centenario del II Concilio de Nicea (787) con una Carta Apostólica en la que da un gran peso a la Tradición no escrita de la Iglesia y declara a la Tradición como norma moderadora de la fe de la Iglesia. El mencionado Concilio Ecuménico, último reconocido por todos los cristianos, se resolvió en contra de los iconoclastas reafirmando la Tradición y el primado del Papa.

Es dogma de fe que el mensaje cristiano es Tradición ("parádosis"). Lo que la Iglesia católica y apostólica transmite es la vida nueva que recibió de Jesús a través de los apóstoles (cf. 1 Corintios 15,1-11).

 

4) La inspiración escriturística es un momento privilegiado de la acción del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo ha inspirado los Libros Sagrados. Sin embargo, la acción del Espíritu Santo en la historia no se reduce a la inspiración de las Sagradas Escrituras, sino que es mucho más amplia.

La doctrina de la Iglesia sobre el Espíritu Santo fue explicitada en el Segundo Concilio Ecuménico (Constantinopla I, año 381), el cual agregó al Credo niceno un párrafo sobre el Espíritu Santo:

"Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, y que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas".

Posteriormente se extendió en la Iglesia latina la práctica de añadir, luego de la frase "que procede del Padre", la expresión "y del Hijo". Con motivo del cisma de Oriente, los orientales argumentaron que los occidentales, al agregar dicha expresión al Credo, habían tergiversado la fe verdadera; de ahí que se llamaran a sí mismos ortodoxos. Sin embargo, la doctrina de la procesión del Espíritu Santo por espiración del Padre y del Hijo (o del Padre por el Hijo) tiene, como veremos luego, un firme fundamento.

La fe de la Iglesia en el Espíritu Santo se expresa también, en forma condensada, en dos antiguos himnos litúrgicos: "Veni Sancti Spiritus" y "Veni Creator Spiritus". Ambos nos hablan de la consoladora acción del Espíritu Santo en las almas de sus fieles, y de la vida de gracia que de Él reciben, manifestada en sus siete dones.

El Concilio Vaticano II presenta al Espíritu Santo como santificador de la Iglesia:

"Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu. Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna, por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo. El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos. Guía la Iglesia a toda la verdad, la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos. Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo." (Lumen Gentium, 4).

Esta acción santificadora del Espíritu Santo se desarrolla continuamente, y no sólo sobre la Iglesia visible. La Providencia de Dios y sus designios de salvación se extienden a todos los hombres de todas las épocas. El Espíritu de Dios sopla donde quiere y como quiere. Los cristianos no somos sus dueños, sino sus instrumentos; no podemos manipularlo. Debemos dejarnos transformar por Él. El hecho de que la acción salvífica del Espíritu Santo sea universal no disminuye en modo alguno la obligación de los cristianos de dar testimonio de Cristo ante los hombres. La Iglesia peregrinante es misionera por naturaleza; su misión se origina en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre (cf. Concilio Vaticano II, decreto Ad Gentes divinitus, 2-5).

La acción incesante del Espíritu Santo en la historia de los hombres tiene un momento privilegiado en la inspiración de los libros de la Biblia, que la Iglesia considera Palabra de Dios:

"La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los Libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería.

Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra." (Dei Verbum, 11).

En el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios actúa, pero no es percibido aún por Israel como una persona sino como una fuerza divina o un atributo personificado de Dios. El Espíritu de Dios actúa:

En Salmos 139,7, el orante percibe que el Espíritu de Dios le rodea y hace presente la cercanía de Dios.

El Nuevo Testamento revela finalmente a Dios como Trinidad, comunión de amor perfecto e inagotable entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Nos presenta a Jesús como el Hijo de Dios hecho hombre, al Padre como el Padre de Jesús y al Espíritu Santo como el Espíritu de Jesús.

En el discurso de despedida del Evangelio según San Juan, Jesús hace cinco promesas relativas al Espíritu Santo:

En Hechos 16,6-10 vemos cómo el Espíritu Santo guía a los discípulos de Cristo en su misión. El Evangelio llega a Europa a través de San Pablo por una intervención del Espíritu Santo.

 

5) El servicio del Magisterio en relación con la Palabra de Dios.

"El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído.

Así, pues, la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas." (Dei Verbum, 10).

El encargo que Jesús confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que el Nuevo Testamento llama diaconía, o sea ministerio. El Magisterio de la Iglesia corresponde al Papa y los Obispos. Entre los principales oficios de los Obispos está el oficio de enseñar:

"Los Obispos son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación cosas nuevas y viejas, la hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la amenazan. Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto." (Lumen Gentium, 25).

El Magisterio de la Iglesia se puede clasificar en dos categorías: Magisterio ordinario y Magisterio extraordinario. El Magisterio ordinario se divide a su vez en Magisterio pontificio y Magisterio episcopal. El Magisterio pontificio puede ser directo (Encíclicas, Exhortaciones Apostólicas, etc.) o por medio de colaboradores (por ejemplo, documentos de Congregaciones vaticanas con la aprobación del Papa). El magisterio episcopal puede expresarse por ejemplo a través de documentos de un Obispo, de una Conferencia Episcopal o de un Sínodo.

El Magisterio extraordinario puede ser o no ser infalible. El Magisterio infalible se da cuando el Papa habla ex cathedra, es decir cuando define solemnemente un dogma en materia de fe o de moral. Este tipo de Magisterio es muy poco común. Desde el Concilio Vaticano I (1870), que proclamó el dogma de la infalibilidad papal, sólo una vez un Papa ha hablado ex cathedra (Pío XII, cuando proclamó solemnemente el dogma de la Asunción de María, en 1950).

El Magisterio extraordinario se expresa también a través de los Concilios Ecuménicos. A lo largo de los 20 siglos de la historia de la Iglesia se han realizado 21 Concilios Ecuménicos, el último de los cuales fue el Concilio Vaticano II (1962-1965).

"Aunque cada uno de los prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe.

El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos, proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres... La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro." (Lumen Gentium, 25).

La infalibilidad es una facultad que sólo Dios posee por sí mismo. El carisma de la infalibilidad es un don que Cristo prometió a su Iglesia, y que el Espíritu Santo le concede asistiendo a quienes desempeñan el ministerio petrino y el ministerio episcopal.