VII

LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
EL CONSUELO DE CRISTO A LOS ENFERMOS


1. La unción en la Sagrada Escritura


La obra taumatúrgica de Jesús y de los discípulos

El anuncio de la presencia del reino de Dios y las curaciones constituyen una parte relevante, tal vez la más amplia, de la vida pública de Jesucristo. De ese modo es como restablece el señorío de Dios, que no consiste en otra cosa más que en la salvación del hombre. Las curaciones del cuerpo son también un signo, un anuncio de salvación para todos los hombres, y la realización del reino de Dios (cfr. Lc 7, 18-23). Afirma aún el evangelio de Mateo (4, 23-24): «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le trajeron todos los que se encontraban mal con enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curó». La salvación traída por Cristo consiste, efectivamente, en el perdón de los pecados y en el restablecimiento de la salud, de la integridad de la vida humana, llevados a cabo por la misericordia de Dios ya en esta tierra, restableciendo así una plena comunión con Dios. La salvación implica al hombre entero, en su unidad de cuerpo y espíritu. Cristo alivia el espíritu perdonando los pecados y consuela al hombre curando su cuerpo (cfr. Mc 2, 1-12).

Con las curaciones manifiesta Jesús su compasión y su participación en la miseria humana. Es el médico que necesitan todos los hombres enfermos y pecadores (cfr. Mc 2, 17). Se identifica con el hombre enfermo; quien le vista y le cura, visita y cura a El mismo (cfr. Mt 25, 36). Se sirve de signos para curar: saliva, imposición de manos, barro... Los enfermos quedan curados con la fuerza que sale de El y se comunica al hombre. Pero las curaciones tienen una finalidad muy precisa y radical: la victoria sobre el mal, sobre la muerte y sobre el pecado, la salvación que se alcanzará a través de su pascua en la cruz. Jesús tomó sobre sí el peso del mal y es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cfr. Jn 1, 29). Obrando de esta manera llama a sus discípulos y a todos los creyentes a configurarse con El, a unirse a su pasión redentora, a fin de participar, después, en su gloria.

La enfermedad y el sufrimiento, a los cuales están sometidos los seres humanos tanto a causa del pecado original y de los pecados personales, como a causa de sus propios límites, constituyen momentos particularmente sentidos de debilidad y de incapacidad para ejercer sus propias actividades específicamente humanas 1. Además de ser un conjunto de dolor y de presentimiento del final de la vida terrena, constituyen una prueba a la que somos sometidos. Job, después de tantos sufrimientos y enfermedades, comprende que Dios lo puede todo y que nada le es imposible. Tras la prueba conoce a Dios de un modo nuevo y por propia experiencia, no ya por lo que había oído decir; por eso cambia de opinión y se arrepiente haciendo penitencia. Apenas capta el misterio de Dios y se inclina ante su omnipotencia (Jb 42, 1-6). ¿Por qué, entonces, el sufrimiento y la enfermedad? «Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y qué hijo hay a quien su padre no corrige? [...] Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella» (Hb 12, 7-11). El poder de Cristo se manifiesta plenamente en la debilidad del hombre, que lleva en vasos de arcilla el tesoro de la vida y de la gracia recibidos. San Pablo se complace en sus propias flaquezas, en las persecuciones y en las angustias sufridas por Cristo, porque precisamente cuando es débil, entonces es fuerte en Cristo (cfr. 2 Co 12, 9-10). El mismo Jesucristo fue hecho perfecto por el Padre mediante el sufrimiento, guiando así a los hombres a la salvación y a la gloria (cfr. Hb 2, 10; 5, 7-9).

Jesús no retuvo para sí el poder que brotaba de su persona, sino que envió a sus discípulos a anunciar el reino de Dios, dándoles también el poder de expulsar a los espíritus inmundos. Precisamente en virtud de esta misión, los doce «predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6, 12-13; cfr. Mt 10, 7-8). Aunque el texto no afirme expresamente que se hubiera confiado a los doce la tarea de ungir con óleo a los enfermos, lo que hacen sólo puede reflejar e incluir las intenciones de Jesucristo, hasta tal punto que el concilio de Trento reconoce aquí una alusión que preanuncia el sacramento de la unción de los enfermos (cfr. DS 1695). En Mc 6, 12-13 la unción de los enfermos es uno de los gestos con que los doce y los otros discípulos, siguiendo las huellas y el testimonio de Jesucristo, ejercen el poder de curar, signo de la presencia del reino de Dios. Del mismo modo actúa san

Pablo (cfr. Hch 28, 8), que fue a visitar a un enfermo y, tras haber orado, le impuso las manos y lo curó. La diversidad de las acciones, unción o imposición de las manos, muestra que, aunque se trata de un gesto salutífero y eficaz que conduce a Jesucristo, todavía está indeterminado.

El texto de Santiago 5,13-15

Los doce, como durante la vida terrena de Jesús habían proclamado la presencia del reino de Dios y habían acreditado su anuncio curando a los enfermos que lo acogían con confianza, continuaron del mismo modo, después de la ascensión, confirmando su predicación con curaciones (cfr. Hch 3, 6-10; 8, 6-7 ...). Precisamente a estos gestos salvíficos y a Mc 16, 16-20, donde el Señor resucitado asegura que la predicación del evangelio por parte de los doce irá acompañada de signos, entre los cuales figuran la imposición de las manos y las curaciones, se refiere en particular un pasaje neotestamentario que, a partir del siglo V, estuvo en la base del sacramento de la unción de los enfermos. Como es bien sabido, se trata de St 5, 13-15, donde se afirma: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» 2.

El autor de la carta, en primer lugar, hace presente y exhorta a realizar un gesto de la Iglesia primitiva, que aparece ya como conocido. La circunstancia en que se realiza es la enfermedad de un miembro, que hace venir junto a él a los presbíteros. De este hecho se puede presumir que es grave el mal que sufre el enfermo. Este puede haber cometido pecados, pero la enfermedad no está ligada de un modo necesario, sino sólo hipotético, a éstos. El enfermo hace llamar a los presbíteros de la Iglesia; se trata, ciertamente, de personas que ejercen un cargo y pueden realizar su acción en virtud de sus funciones de ministros. Los presbíteros de la Iglesia son personas como las elegidas por Pablo y Bernabé para constituirlas en cada comunidad que fundan (cfr. Hch 14, 23), y que la Iglesia de Jerusalén posee desde el principio (cfr. Hch 11, 30; 15, 2.4.6; 16, 4). También la comunidad de Éfeso es guiada por presbíteros a los que Pablo confía la tarea de vigilar: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 17.28). El gesto recomendado por la carta de Santiago no es simplemente un hecho carismático, como un gesto que cualquier creyente, que haya recibido el don, pueda realizar. Ahora se trata de un gesto que forma parte de manera estable de la vida de la fe y del seguimiento de Cristo y está ligado a la actividad de los presbíteros.

El gesto está constituido por la oración hecha con fe, que se pronuncia sobre el enfermo, y por la unción con óleo, que en aquel tiempo era, ciertamente, de oliva. La oración procede de la fe en que el Señor puede ayudar y curar. No está simplemente dirigida con fe al Señor. La carta de Santiago pone una confianza extraordinaria en la oración, puesto que quien pide con fe, sin dudar, obtendrá lo que pida (cfr. St 1, 5-7). Dada esta oración, es preciso excluir la idea de cualquier poder mágico del aceite o de las acciones que se realizan. Los presbíteros deben actuar y todo se lleva a cabo «en el nombre del Señor», o sea, remitiéndose a él, en virtud de la invocación de su nombre. Los presbíteros realizan el gesto no en su propio nombre, no por su propia fuerza, sino con la fuerza del Señor invocado por ellos 3.

Del mismo modo que los doce habían actuado y hecho milagros en nombre de Jesús, así ahora los presbíteros realizan gestos en nombre del Señor y oran con fe para conseguir salvar al enfermo.

Los efectos de la oración y de la unción están indicados por los términos usados en el pasaje bíblico, a saber: salvar, levantar y perdonar los pecados. El primero, en sentido general, significa superar el juicio final, no ser condenado, sino alcanzar la vida eterna4 ; y, referido a la enfermedad y a la muerte, indica la liberación de estos peligros. La hemorroísa está convencida, en virtud de su fe, de que tocando el manto de Jesús se salvará, y así sucede (cfr. Mc 5, 28-34; Mt 9, 21). El ciego Bartimeo es salvado por su gran fe de la ceguera (Mc 10, 52). El segundo términos levantar, usado sólo aquí en toda la carta, lo encontramos en los sinópticos, donde significa liberar de la enfermedad (cfr. Mc 1, 31; 2, 9.11; 5, 41...), aunque indica también la resurrección de los muertos (cfr. 1 Co 15, 15.29.32.35.42-44). El significado de los dos términos y expresiones es sobre todo el literal: aparece una oración y una acción dirigidas a la curación de un miembro enfermo. También la unción con el óleo sugiere la salud y el fortalecimiento del cuerpo, porque ése era su significado en tiempos de la carta de Santiago. Sería, por otra parte, completamente extraño a la concepción neotestamentaria referir el efecto de manera exclusiva al cuerpo o al espíritu. El hombre es salvado, según todo el N.T., en su unidad e integridad de cuerpo y espíritu. Si se entendiera, por ejemplo, la ayuda y alivio sólo para el espíritu, no se entendería por qué ese alivio debería ser concedido precisamente y sólo con ocasión de la enfermedad. En consecuencia, el hecho de obrar sobre el enfermo no significa ayudarle en su enfermedad de manera exclusiva. Del mismo modo, no cabe pensar, en primera instancia, en un efecto escatológico, o sea, para el más allá. En efecto, en el texto no se habla en absoluto de la muerte y la curación, y aun teniendo un sentido que deriva del ser signo de la presencia definitiva del reino de Dios, se refiere al hombre en su condición terrena.

Así pues, se puede afirmar legítimamente que salvar y levantar tienen en nuestro pasaje el sentido de liberar de la enfermedad: la oración y la unción salvan al enfermo del peligro y del mal causado por la enfermedad, de todo lo que ésta acarrea de negativo para el hombre, esto es, tienden a restituir la salud. Si además el enfermo ha cometido pecados, el efecto será también el de perdonárselos. Los presbíteros obtienen también su remisión (cfr. St 5, 15). Así, con la gracia que procede de la oración y de la unción, que constituyen un gesto unitario, el sufrimiento y la enfermedad pueden convertirse en ocasión de salvación. Dios quiere aliviar al hombre enfermo en la tierra y, sobre todo, quiere conducirle a la victoria y a la vida eterna a través de ellas.

De modo sintético, podemos afirmar que, para Santiago, la obra de la comunidad cristiana, y en particular de los presbíteros, continúa la obra de salvación de Jesús, y que la oración y el óleo indican la acción de la gracia divina, que libera al hombre de un estado de flaqueza humana, de una situación debilitadora.

A la luz de lo que hemos expuesto, se puede comprender la afirmación del concilio de Trento (DS 1695; 1716), según la cual el sacramento de la unción de los enfermos ha sido recomendado y promulgado por Santiago.

La verdadera curación del hombre

La razón de las curaciones realizadas por Jesús durante su vida terrena y del gesto de la Iglesia descrito en St 5, 13-15 consiste en el hecho de que la aflicción humana se puede cambiar en alegría (cfr. Jb 16, 20), como sucede con la mujer que sufre por los dolores del parto y, después, está llena de alegría por haber dado a luz al hijo. Esto es posible porque el bautizado puede participar en la cruz y en la resurrección de Jesucristo. El fiel, al participar con la enfermedad y el sufrimiento en la cruz de Cristo, manifestación del amor absoluto de Dios que conduce a la resurrección, es llamado a tomar parte, a través de la conversión y de la fe, en los sufrimientos de Cristo que, por ser expiación y sacrificio agradables a Dios, conducen a la felicidad suprema. Por eso exhorta, en efecto, 1 P 4, 13.19: «alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria. [...] De modo que, aun los que sufren según la voluntad de Dios, confíen sus almas al Creador fiel, haciendo el bien». Hay, pues, sufrimientos y enfermedades que llevan al arrepentimiento y a la salvación, porque la única y universal cruz de Cristo, el siervo de Dios que ha cargado con nuestras heridas y nuestros dolores, da sentido a todo, superando el mal y la muerte. De este modo: «En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas» (2 Co 4, 17-18). En esta perspectiva, el dolor se vuelve un pedagogo en la realidad de la vida, que corrige, sana y conduce a la verdadera curación.

Pero ¿cuándo alcanza el hombre la verdadera curación? La respuesta nos la proporciona H. U. von Balthasar: «Es posible hablar de una verdadera curación cuando el que sufre, y ha sufrido hasta ahora su dolor como un esclavo, se vuelve dueño de sí mismo, afirma su dolor con la libertad interior, y cuando es un cristiano, se confía a Dios como a Aquel que distribuye y administra el dolor» 6.

La verdadera curación del hombre se alcanza, por tanto, a través de la fe en Dios, en cuanto El es la garantía para no sucumbir a la enfermedad y al sufrimiento, y para volver a encontrar un significado en ellos, y a través de la fe en Cristo, que, tras haber afrontado y experimentado el sufrimiento, lo venció con su resurrección. De este modo ha transformado y transfigurado Dios el sufrimiento y la enfermedad en salvación. Y Jesucristo, siguiendo las huellas de la tradición judía, ha expiado como justo en favor de los pecadores. También el que participa en el sufrimiento de Cristo expía en favor de los miembros de la Iglesia y de todos los hombres.

 

2. Tradición y magisterio


Algunos principios de la tradición

La práctica del sacramento de la unción y su comprensión han tenido un desarrollo y un crecimiento que merecen ser conocidos, siquiera sea de una manera muy sintética. En el período patrístico encontramos los documentos que acreditan las fórmulas de bendición y consagración del óleo para los enfermos. Esa bendición, realizada por el obispo, constituye el gesto considerado como fundamental. Ella es la que recibe el nombre de sacramento y no el gesto mismo de la unción, que puede ser dejado no sólo a los presbíteros, sino también a los laicos, y realizado por ellos. La bendición pide la efusión del Espíritu Santo sobre el óleo, a fin de que cure las enfermedades y restituya la salud7.

La oración de la bendición tiene, ciertamente, en este período más importancia que la destinada a ser recitada sobre y para el enfermo, de que habla St 5, 14. De la unción del enfermo se espera, sobre todo, la «salud» y el «alivio» para su vida terrena. Se espera, por consiguiente, un efecto antes que nada corpóreo, aunque para comprenderlo bien no se puede olvidar la concepción unitaria del hombre. En la unción se ora para que los enfermos obtengan la curación y no se piensa en ese gesto como en un acto preparatorio para la muerte. Los destinatarios son, por tanto, fieles sometidos a la enfermedad, sin excluir a los posesos, a los inválidos... El sacramento es considerado como un signo de fe y de confianza en Jesucristo, salvador y taumaturgo, contra la práctica de la magia, muy difundida en tiempos de los Padres. La unción no es un sacramento que pueda ser administrado a los catecúmenos y a los penitentes; está destinado sólo a los bautizados que están en comunión con la Iglesia, y es considerado como el remedio a un estado de enfermedad y debilidad. Aunque poseemos muy pocos testimonios, no podemos deducir de ello que la unción de los enfermos no estuviera difundida o fuera diferida. Posidio atestigua de san Agustín que: «si por casualidad era requerido por algún enfermo para que rezara al Señor por él en su presencia y le impusiera las manos, acudía sin demora» 8.

A partir del siglo VIII aparecen los rituales para la unción; en ellos, aunque conservan la bendición del obispo, la atención se centra en el gesto de la unción del enfermo. La unción está concebida de un modo excesivamente dependiente de la penitencia y se convierte casi en una fórmula de absolución penitencial. Puesto que la penitencia fue desplazada al final de la vida, la unción fue conferida a los moribundos y se convirtió en la extremaunción en vistas a la muerte. Las fórmulas de la unción piden ahora el perdón de los pecados, la fuerza contra el demonio. De este modo, prevalece la petición de una gracia espiritual sobre las corporales. Se pide el perdón de los pecados cometidos con las distintas partes del cuerpo, en particular con los cinco sentidos, que son ungidos para alcanzar el objetivo.

A partir de ahora la Iglesia interviene a través de los sacerdotes, que ahora son los únicos autorizados a conferir la unción; ésta no tiene ya un carácter familiar, sino que se celebra siguiendo un rito preciso. La unción se convierte en un gesto litúrgico y sacramental cuyo significado y efecto son precisados, aunque con matices parciales, que no serán corregidos por el concilio Vaticano II mediante la recuperación de la tradición patrística. Mientras que, en este período, la referencia central sigue siendo el obispo que bendice el óleo, como ministro de la gracia divina y signo de la unidad y de la participación de todos los miembros en la vida de la Iglesia, a partir de la época carolingia toma vigor el gesto realizado al enfermo por los sacerdotes y se aclara el gesto sacramental en sus elementos esenciales.

Los teólogos escolásticos recibieron la práctica y la concepción propias de la Iglesia de su tiempo y, al sistematizarlas, elaboraron un cuadro sobre la base del concepto de sacramento ahora conseguido y estable. La unción fue incluida sin dificultad entre los siete sacramentos de la Iglesia, determinando asimismo sus distintos elementos sobre la base de las categorías escolásticas. Sigue siendo predominante e indiscutible que los destinatarios son los moribundos; en consecuencia, la unción debe ser administrada al final de la vida. El efecto es la remisión de los pecados y la ayuda proporcionada al enfermo llegado al extremo de sus fuerzas. Mientras que para san Buenaventura la unción perdona los pecados veniales, para santo Tomás cancela los pecados de que el enfermo se ha olvidado junto con las flaquezas espirituales, y las ineptitudes (reliquae peccati) dejadas en nosotros por el pecado original y por los pecados personales 9.

Contra tal debilidad es fortalecido el fiel con «la extrema unción». Si, por un lado, el efecto espiritual está siempre presente, de suerte que el enfermo sea confortado para pasar a la gloria eterna, el efecto físico se da en el caso y en la medida en que sirva para revigorizar la vida espiritual. Para los teólogos medievales, la unción lleva a cumplimiento la curación iniciada con el sacramento de la penitencia, y libera al hombre de la pena temporal, de modo que nada le impida alcanzar la gloria. Por último, es conveniente tener en cuenta que es opinión común que la fuerza sacramental es comunicada al óleo sólo por la consagración del obispo. La razón de esta afirmación nos la suministra la tradición.


La enseñanza del magisterio

La carta de Inocencio I a Decencio el año 416, aunque llama sacramento a la unción, no le atribuye el sentido tridentino y actual de sacramento. En aquel tiempo, el término tenía diferentes significados, no tenía un sentido unívoco. Pero sí incluye dos afirmaciones importantes. En primer lugar, se habla sólo de los sacerdotes, no se cita a los laicos como ministros del gesto. Esa afirmación ha sido decisiva y se ha citado de manera repetida a continuación para dirimir la cuestión del ministro. En segundo lugar, la indicación del ministro y la exclusión de los penitentes de la unción de los enfermos constituyen un claro indicio de que ésta no es una práctica piadosa y privada cualquiera, sino una acción propia de la Iglesia, un acto con valor objetivo procedente de la autoridad de la Iglesia (cfr. DS 216).

El Decreto para los armenios del concilio de Florencia hace suyas la praxis eclesial y la reflexión teológica escolástica, determinando el marco de los elementos que constituyen el sacramento de la extremaunción, como se la llama. La materia es el óleo de oliva bendecido por el obispo. El destinatario es un enfermo cuya muerte se teme. Con la fórmula de la oración que acompaña a la unción de los sentidos del hombre, se pide al Señor que, por su misericordia, le perdone los pecados cometidos. Su efecto es la salud de la mente y, en cuanto convenga al alma, también la salud del cuerpo (cfr. DS 1324-1325).

En los textos del concilio de Trento hemos de señalar, en primer lugar y de modo general, que se habla indistintamente de extremaunción y de unción de los enfermos (cfr. DS 1695; 1698; 1717). Tales denominaciones indican la superación de una rígida referencia de la unción como sacramento de los moribundos, aunque sigue prevaleciendo esa posición. El motivo de la acentuación de la unción como ayuda para el final de la vida reside, justamente, en el hecho de que «no hay ningún otro tiempo en el que el enemigo del hombre concentre con más vehemencia las fuerzas de su astucia para perdernos del todo y arrebatarnos también, si pudiera, la confianza en la divina misericordia, que cuando ve ya inminente para nosotros el final de la vida» (DS 1694).

Con respecto a los receptores es preciso señalar el paso del esquema preparado al principio, donde se confirma que son aquellos que han llegado al final de la vida, al texto definitivo, que afirma entre otras cosas: «Se declara asimismo que esta unción ha de ser hecha a los enfermos, sobre todo a los que estén tan graves que parezcan llegados al fina de su vida: de ahí la apelación de sacramento de los moribundos» (DS 1698). Mientras que en el texto preparatorio los beneficiarios son los moribundos, en el aprobado definitivamente son los enfermos según St 5, 14, que es expresamente citado. Se evita también aquí el nombre de extremaunción. Con todo, nada de eso impide que se haga asimismo referencia a los moribundos. En la doctrina de Trento quedan superados ciertos aspectos unilaterales presentes desde la época carolingia, especialmente en la Edad Media, aunque no se llegó a una renovación total, sobre todo en la práctica 10.

En segundo lugar, es preciso tener presente que, en la Edad Media y a continuación, algunos sostuvieron expresamente que el sacramento de la unción 11 había sido instituido por los apóstoles, no personalmente por Jesucristo. Según esa opinión, presente también en el concilio de Trento, el óleo de los enfermos es el sacramento de la compleción y no podía ser instituido antes de la plena venida del Espíritu Santo. El Concilio, recuperando la opinión de san Alberto Magno y del Suplemento, definió que el sacramento fue instituido por Jesucristo, y consignado y promulgado después por la carta de Santiago. Esta carta, tal como la Iglesia la ha acogido y comprendido a través de la tradición apostólica, indica también el gesto, el ministro y el efecto salutífero del sacramento. La institución por parte de Cristo está afirmada con vigor por el hecho de haber sido negada por los Reformadores, que consideraban la unción como un carisma provisional de curación concedido a los apóstoles 12.

Según su pensamiento, el óleo para los enfermos es sólo uno de los medios con que Cristo comunica su gracia, fortifica y conforta al hombre que se encuentra en un particular estado de necesidad.

Con respecto a los efectos del sacramento establece el Concilio: «El efecto es, por tanto, la gracia del Espíritu Santo, cuya unción lava los pecados, si quedaran aún por expiar, y lo que queda del pecado (peccati reliquias). Alivia y refuerza el ánimo del enfermo, suscitando en él una gran confianza en la misericordia divina. Con el alivio recibido, el enfermo soporta con mayor facilidad los sufrimientos y las penas de la enfermedad, resiste más fácilmente las tentaciones del demonio "que acecha su calcañar" y, en algunas ocasiones, se puede ayudar a la salvación del alma, recuperada también la salud del cuerpo» (DS 1696). El efecto específico está colocado, pues, negativamente, en la eliminación de lo que queda de pecaminoso en el enfermo y, positivamente, en la gracia del Espíritu Santo, que le alivia y da nuevo vigor, sobre todo con el abandono a la misericordia divina. Ese efecto va dirigido, por una parte, a afrontar mejor los dolores de la enfermedad y la falta de las fuerzas propias del hombre y, por otra, a superar las tentaciones, que impulsan al mal, y las pruebas, para alcanzar así la salvación. La curación física tiene lugar cuando, efectivamente, sirve al bien supremo del hombre. Con tal exposición nos parece que el Concilio alcanzó un equilibrio, que emana de un examen atento de St 5, 15. Un equilibrio, verdaderamente precioso, entre la concepción de un beneficio exclusiva o acentuadamente corporal, como aparece en algunos casos en el período patrístico, y la concepción de una ayuda que se reduce a una gracia sólo espiritual o como preparación última e inmediata a la entrada en la gloria divina, que prevaleció en la Edad Media.

Por último, es preciso señalar que el Concilio, al incluir la unción de los enfermos entre los otros sacramentos, afirma que perfecciona la penitencia cristiana, es más: que toda la vida cristiana debe ser una continua penitencia hasta el final. Por otra parte, la penitencia y la unción son sacramentos de la curación, pero cada uno en su ámbito y con una fisonomía propia: el primero como signo eficaz del perdón de los pecados personales, el segundo como signo eficaz que alivia y da nuevo vigor al enfermo con la mirada puesta en la cruz de Cristo.

El concilio Vaticano II ha tratado dos cuestiones. La primera tiene que ver con el nombre, pronunciándose en favor del de unción de los enfermos e invitando a 'abandonar el de extremaunción. Pero el nombre sirve sólo para precisar el destinatario del sacramento: es «el cristiano que ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez» (SC 73). En estrecha relación con esa precisión está el auspicio de la recuperación del rito, que forma ya parte de la tradición eclesial, que confiere la unción después del sacramento de la penitencia y antes del viático. La segunda cuestión está relacionada con los efectos sacramentales, donde el elemento que interesa es confirmar la unión que se establece en el sacramento con la pasión y muerte de Cristo. Tal unión contribuye al bien del pueblo de Dios y lo aumenta (cfr. LG 11). De este modo, los enfermos, al recibir el signo sacramental, ejercen su sacerdocio bautismal y se unen a Cristo configurándose con Él.

Tras el Vaticano II, la necesidad de reformular el rito indujo a Pablo VI a publicar, el 30 de noviembre de 1972, la constitución apostólica Sacram Unctionem Infirmorum. En su parte central decreta que, en el futuro, se observe en el rito latino lo que sigue: «El sacramento de la unción de los enfermos se confiere a aquellos que tienen una enfermedad que encierra un serio peligro, ungiéndoles en la frente y en las manos con óleo de oliva o, según la oportunidad, con otro óleo vegetal, debidamente bendecido, y pronunciando una sola vez estas palabras [...]» 13.

Esta fórmula sacramental ha sido renovada para expresar mejor los efectos sacramentales, en estrecha dependencia respecto a Santiago. Sobre los mismos efectos sacramentales se expresa de manera completa el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica: «La gracia primera de este sacramento es una gracia de consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez. Esta gracia es un don del Espíritu Santo que renueva la confianza y la fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente tentación de desaliento y de angustia ante la muerte [...] [El enfermo] en cierta manera es consagrado para dar fruto por su configuración con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento, secuela del pecado original, recibe un sentido nuevo, viene a ser participación en la obra salvífica de Jesús» 14.

 

3. El signo sacramental


El ministro

Como ya hemos señalado, el ministro es el sacerdote. El concilio de Trento precisa y establece que los presbíteros de la Iglesia que oran y ungen al enfermo de que habla St 5, 14 no deben ser entendidos simplemente como ancianos por la edad o por algún primado adquirido en la comunidad, sino como verdaderos y propios sacerdotes ordenados con la imposición de las manos (cfr. 1 Tm 4, 14) y, por consiguiente, el ministro propio de la unción es sólo el sacerdote (cfr. DS 1697; 1719). Esa doctrina ha sido propuesta de nuevo por Pablo VI en la constitución apostólica ya citada y por el Código de Derecho Canónico (c. 1003, 1). El Catecismo de la Iglesia Católica confirma que «sólo los sacerdotes (obispos y presbíteros) son los ministros de la unción de los enfermos».

Frente a tales afirmaciones, algunos autores observan que esa enseñanza no resuelve la cuestión de si el sacramento puede ser celebrado válidamente sólo por el sacerdote, aunque éste siga siendo en todo caso el ministro propio y ordinario 15.

Se afirma, además, que no está resuelto el problema de si la presencia ministerial del sacerdote es sólo una disposición positiva de la Iglesia, lo que dejaría la puerta abierta a futuros cambios. Por eso se observa que la Iglesia posee un poder mucho más amplio que le fue atribuido al principio, en el momento en que fue impartida esa enseñanza, que disminuyó después, cuando los hechos históricos no eran conocidos como lo son hoy. En general, aunque no se admite dos modos de conferir el óleo de los enfermos, uno litúrgico sacramental y otro privado-extrasacramental, se defiende una acción ministerial directa de la Iglesia a través de los sacerdotes, que oran y ungen al enfermo, y una presencia ministerial mediata de la Iglesia a través del óleo consagrado por el obispo. Se afirma la necesidad de que la autoridad eclesial conceda la autorización a los diáconos y a los laicos para realizar el gesto de la unción, sobre todo por razones pastorales. Precisamente por la falta de sacerdotes o de otras oportunidades prácticas, se apoya la idea de conferir, en particular a los diáconos, aunque se trata sólo de una solución a nivel de hipótesis, la potestad de conferir el sacramento remitiéndose a la dimensión ministerial de la Iglesia.

Para poder localizar el punto focal de la cuestión e indicar las líneas directrices para una justa y adecuada solución, parece que debemos tener presente lo que sigue. De manera análoga a los otros sacramentos, también en éste está implicada de modo explícito la comunidad jerárquicamente presidida 16.

Esta, en cuanto tal, debe estar presente y activa, de suerte que la unción de los enfermos no sea sólo un acto privado, sino un gesto ministerial y dirigida por la Iglesia a través de los sacerdotes. En efecto, si el magisterio de la Iglesia, después de una prolongada experiencia y reflexión, ha llegado a adquirir la conciencia de que el ministro no es el que bendice el óleo, sino el que celebra el gesto, entonces este debe representar a la Iglesia con la necesaria consagración y autoridad. Ya el concilio de Trento afirma que los ministros son los presbíteros que celebran la acción del óleo para los enfermos (cfr. DS 1697). La bendición del óleo es el vínculo indispensable con la plenitud de la Iglesia representada por el obispo, pastor de una porción del pueblo de Dios. La celebración sacramental es la descrita en sus elementos esenciales en el texto de Santiago, y en ella no puede faltar el ministro ordenado, que tiene el poder de conferir la gracia en el nombre de Cristo pastor y cabeza. El ministro dotado de tal poder es el presbítero o el obispo. Por otra parte, si el verdadero sacramento fuera simplemente la bendición del óleo realizada por el obispo y no la aplicación hecha al enfermo, los diáconos y los fieles que ungen con el óleo no serían ya ministros del sacramento, sino sólo encargados de su distribución 17.

De esta suerte, no se puede hablar ya de ministros en sentido propio y verdadero, sino todo lo más en un sentido analógico. La Iglesia, teniendo en cuenta la larga tradición, que ha ido madurando y explicitando la naturaleza del sacramento, no considera la unción como una simple distribución del óleo bendecido por el obispo, sino como el verdadero gesto sacramental.

Viene, después, otra razón, estrechamente ligada a lo que acabamos de decir, por la que no se ve que el ministro pueda ser distinto del sacerdote. El Suplemento, siguiendo a Dionisio, afirma justamente que con este sacramento, entre otras cosas, son absueltos los pecados. Mas los laicos y los diáconos no tienen este poder, por lo que no pueden ser ministros del mismo 18.

Al tratar de los diáconos observa que éstos poseen la facultad de purificar y no la de iluminar por medio de la gracia, acción propia del sacerdote. Tras la concesión de la gracia, existe la posibilidad de conducir todo a la perfección, de conducir a un estado de perfección superior, siempre en el ámbito de la gracia cristiana, que es potestad exclusiva del obispo. Teniendo presente de manera oportuna estas precisiones, está claro que el diácono, de por sí, no puede conferir ningún sacramento que dé la gracia, ni siquiera la unción con el óleo, puesto que con ella se infunde o bien la gracia sacramental, o bien, en su caso, el estado de gracia santificante. Se puede añadir aún que el gesto mismo se sitúa en el orden de la causalidad eficiente, una causalidad que da de por sí la gracia sacramental, pero cuando la celebración sea realizada válidamente por un ministro habilitado para llevar a cabo esa acción.

La preocupación de la Iglesia con respecto a los enfermos se puede desarrollar, y de hecho se desarrolla, de muchos modos, todos ellos verdaderamente indispensables, para compartir sus necesidades y ayudarles en su estado de enfermedad física y espiritual. Y cada uno de estos modos constituye una expresión de la caridad cristiana, que no ha de ser separado o considerado aparte, alejado del sacramento de la unción sagrada. Pero si se quiere conferir el sacramento como signo eficaz que une y configura objetivamente con Cristo muerto y resucitado, entonces no es posible alcanzar tal fin sin aquel que ha sido consagrado y autorizado a celebrar ese gesto, a pesar de cualquier oportunidad o necesidad pastoral, a pesar de la necesidad de extender el ejercicio de un ministerio o de las presuntas ventajas para el bien de los enfermos. Aunque es verdad que la Iglesia posee una potestad con respecto a la naturaleza de los sacramentos, de la que hoy posee un conocimiento más profundo, no puede determinar nunca los elementos constitutivos de un sacramento, sino siguiendo la doctrina que considera la estructura sacramental misma. El ministro de los sacramentos no puede dejar de poseer determinadas características, tema del que ya hemos tratado.


El receptor

Teniendo en cuenta tanto la tradición de la Iglesia latina como la tradición de la Iglesia oriental, así como las plegarias de sus respectivos rituales, el receptor es siempre un enfermo grave, incluido el caso de que la enfermedad sea considerada mortal. Es el fiel que se encuentra en estado de verdadera enfermedad, de fragilidad física. Queda por determinar el grado de enfermedad que se requiere. Pero quizás la solución está en el hecho de que tengamos que contentarnos justamente con indicaciones razonablemente amplias, que no exageren el estado grave de enfermedad, teniendo presente que no se trata ni del sacramento de los pecadores moribundos, que sigue siendo siempre la penitencia, ni el sacramento que acompaña al bautizado a la gloria de Dios, que es el viático.

Eso no es óbice para que sea administrado, y con mayor razón, aun moribundo, a aquellos que están a punto de salir de esta vida y alcanzar la gloria de la Trinidad. Por otra parte, no se puede excluir entre los enfermos a aquellos que se someten a una intervención quirúrgica arriesgada, o a las personas ancianas cuyadebilidad física se va acentuando más y más. Podemos decir, pues, de manera sintética, que: «El momento oportuno para recibir la unción sagrada es ciertamente aquel en el que el fiel empieza a encontrarse en peligro de muerte por enfermedad o vejez» 19.

Pero existe otro aspecto de la unción sagrada que no deberíamos olvidar nunca. Se trata de la función humana y eclesial del enfermo. Vamos a examinar, en primer lugar, el aspecto eclesial. La unción nos proporciona la unión y la configuración con la muerte y la resurrección de Cristo precisamente en el estado de sufrimiento, para vivir unidos a El todas las incomodidades de la enfermedad o de la vejez. De este modo, el enfermo, como dice san Pablo de sí mismo, está alegre en los sufrimientos que soporta por sí y por los otros, y completa en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24). Sucede lo que afirma Juan Pablo II: «En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención. En la lucha "cósmica" entre las fuerzas espirituales del bien, y las del mal, de las que habla la carta a los Efesios (cfr. Ef 6, 12), los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas» 20.

El enfermo, de quien Cristo muerto y resucitado se apropia a fondo en su situación específica con la unción sagrada, vive la enfermedad de manera salvífica por él y por los otros, suscita la comprensión de la prueba a la que el.hombre se ve sometido, da testimonio de la fidelidad y de la paciencia. Es testigo de la presencia eficaz y activa del Espíritu que anima a la Iglesia y nos hace fuertes en la unión con Cristo.

Particular relieve tiene, a continuación, el aspecto humano que, una vez se lo ha apropiado el sacramento, es transfigurado y llevado a plenitud. En efecto: «En el tema del sufrimiento, [...] dos motivos parecen acercarse particularmente y unirse entre sí: la necesidad del corazón nos manda vencer la timidez, y el imperativo de la fe [...] brinda el contenido, en nombre y en virtud del cual osamos tocar lo que parece en todo hombre algo tan intangible; porque el hombre, en su sufrimiento, es un misterio intangible» 21.

Eso significa que el hombre sufre a causa de la falta o de la escasez del bien, que, sin embargo, desea o espera. Vive preguntando y buscando obtener la verdad y la felicidad, el sentido y el gusto de la vida. Sufre por un bien en el que no participa y que constata no poder alcanzar por sus propias fuerzas. Ve que está aislado en cierto modo o que está privado, personalmente, de un bien en el que debería participar en el orden natural de las cosas. Por eso el sufrimiento es siempre una prueba, incluso dura, a la que se ve sometido el hombre concreto, histórico, que vive aquí y ahora. La función humana del que sufre es, por tanto, una llamada a la pregunta sobre lo esencial y sobre el destino de la vida humana frente a la concepción superficial y falsa del eficientismo y del progreso humanos. Frente a esa situación humana dramática la fe comunica y da a experimentar y a gozar la vida de Cristo aquí en la tierra.

El enfermo que vive en Cristo confiesa que antes estaba ciego y que ahora ve, puesto que ve en lo que atañe a su propia vida. En cambio, en lo que atañe a Aquel que lo ha curado, puede decir: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada» (Jn 9, 30-33). Así también el sacramento, además de mostrar la coherencia con las exigencias y las expectativas humanas, realiza y concede al receptor, en uno de los momentos más difíciles y cruciales de la existencia, la vida en Cristo, que, tras haber superado el sufrimiento y la muerte, vive para la eternidad a la diestra del Padre. El enfermo está sometido a una experiencia humana particular, en la que su existencia, a causa de la enfermedad que le amenaza en la calidad y en la duración, es puesta en cuestión, y con ella el sentido que hasta ahora le había atribuido. Cristo responde a esa necesidad humana, alivia y conforta espiritualmente al enfermo, haciéndole partícipe de su muerte y resurrección.

Hemos desgranado algunas reflexiones sobre el ministro y sobre el receptor del sacramento del óleo de los enfermos, deteniéndonos sin más en dos puntos centrales. Con respecto a los elementos del gesto, es suficiente, dada la naturaleza de este trabajo, con lo que establece el magisterio, en particular Pablo VI en la constitución apostólica Sacram Unctionem Infirmorum, a la que ya hemos tenido ocasión de referirnos.


4. Sentido y efectos sacramentales

Es extremadamente claro e interesante lo que afirma el Suplemento sobre la naturaleza y sobre los efectos de la unción: «Ahora bien, este sacramento se administra a modo de cierto medicamento, como el bautismo se emplea a modo de ablución; y las medicinas se usan para combatir la enfermedad. Luego este sacramento fue instituido principalmente para sanar la enfermedad producida por el pecado. Si el bautismo es una regeneración espiritual y la penitencia una resurrección, la extremaunción viene a constituir una curación o medicación espiritual. Y así como la medicina corporal presupone la vida del cuerpo en el enfermo, así también la medicina espiritual presupone la vida espiritual. Por eso, este sacramento no se administra contra los pecados que privan de la vida espiritual, que son el pecado original y el mortal personal, sino contra aquellos otros defectos que hacen enfermar al hombre espiritualmente y le restan fuerzas para llevar a cabo los actos de la vida de la gracia y de la gloria. Y esos defectos no son más que cierta debilidad o ineptitud que dejan en nosotros el pecado actual o el original. Y contra esa debilidad, el hombre cobra fuerzas mediante este sacramento» 22

Una vez establecida la diferencia con respecto al bautismo y a la penitencia, se pone la atención en los efectos, en las consecuencias derivadas del pecado y presentes en el hombre enfermo (con una marcada atención en las espirituales y dando poco relieve a las de la vida física). Lo que queda del pecado, sus consecuencias, se manifiestan en la falta de fuerza en la vida física y espiritual, en la disminución de la unidad psicosomática del hombre, en el estar sometido de modo particular a la enfermedad y a la muerte, en la debilidad que resquebraja e induce al mal. En particular, la enfermedad es la situación en la que, de un modo relevante y primario, se manifiesta la precariedad y la debilidad del hombre que vive en la condición terrena, tanto bajo el aspecto físico como espiritual. La unción se ofrece para curar, aliviar y confortar en esa situación. Esa enfermedad puede ser sanada y, de hecho, Jesucristo ha querido salvarla, como se desprende de toda la tradición eclesial. Ha sido salvada con la fuerza de la pascua de Jesucristo, en virtud de la cual el enfermo participa en su muerte y resurrección, como posibilidad que se le ofrece de vivir la enfermedad como discípulo fiel, como hombre renacido en el Espíritu, sin excluir tampoco la gracia de la curación física. La fuerza salvífica de la pascua de Jesucristo no conoce límites u obstáculos insuperables.

Así pues, podemos afirmar, en síntesis, que la unción de los enfermos aparece como alivio y salvación en la condición específica de la enfermedad grave, en la modalidad objetiva de la gracia sacramental que levanta de nuevo al enfermo concediéndole el don de vivir la vocación sobrenatural en medio de las dificultades y de la precariedad humanas de la prueba y del desafio de la enfermedad. El enfermo y el anciano debilitado son ayudados a vivir en Jesucristo, que revela y da la posibilidad de realizar las expectativas humanas y,hace pregustar un anticipo de la vida eterna, donde serán abolidas definitivamente las consecuencias del pecado.

Hemos aludido al hecho de que el enfermo se une con la unción a la pasión y muerte de Jesucristo y contribuye al bien del pueblo de Dios. Pero existe también otro aspecto eclesial: a través del sacramento toda la Iglesia recomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que aligere sus penas y los salve (cfr. LG 11). Es la Iglesia misma quien, mediante el ministro que unge al enfermo y ora sobre él, interviene reforzando su confianza, robusteciéndole contra las tentaciones del maligno y las ansiedades de la muerte, y ayudándole en la lucha contra cualquier tipo de mal. La solicitud de la Iglesia consiste en el hecho de renovar, sacramentalmente, la vida del bautizado y situarlo en la condición de gracia de poder imitar a Jesucristo en la pasión y en la cruz. La Iglesia, al llevar a cabo esa acción sacramental, se realiza así misma objetivamente, realiza su misión de compartir y de acompañar a los bautizados por el camino de la vida en Cristo. Al celebrar este sacramento, la Iglesia hace visible la gracia eficaz de Cristo, que alcanza al hombre, lo santifica y vivifica en un momento específico de su vida. Al celebrar este sacramento, la Iglesia celebra la pascua de Cristo como principio de su propia vida y, siempre siguiendo la voluntad de Cristo, ofrece ayuda a los fieles para recorrer en todas las situaciones las etapas hacia la salvación.

La Iglesia desarrolla su misión, porque, en su compañía y comunión, presenta la experiencia que muestra resoluble en Jesucristo lo negativo de la enfermedad y el interrogante de la muerte. En ella, como lugar de la vida en Cristo sacramentalmente recibida y vivida, se nos ofrece la posibilidad de no ser aplastados por la enfermedad y vivir con un significado. A todo esto va dirigida la unción de los enfermos, cuyo sentido es participar en y vivir los sentimientos que hubo en Cristo Jesús, que se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (cfr. Flp 2, 5-8).

El sentido de la unción sagrada brota de su efecto primero e inmediato. Consiste éste en «una cierta devoción interior, que es la unción espiritual» 23. Es la gracia del Espíritu Santo, significada y causada por la unción y por la oración, la que da al receptor esa devoción interior de configuración con Cristo. El Señor se pone en una relación especial con el enfermo, dada la necesidad y el peligro en que se encuentra, a fin de que pueda conservar su vida sobrenatural y vencer los impedimentos que se oponen a la consecución de la gloria eterna. Se trata de una gracia que dota al receptor de lo que sirve para la grave prueba que está afrontando y para dirigirlo hacia la victoria decisiva, liberándolo también de las consecuencias del pecado.

Si queremos precisar, a continuación, los efectos que derivan de la gracia específica del sacramento, en caso de que el receptor esté bien dispuesto y sea válido el gesto, quizás podamos hacerlo como sigue. En primer lugar, el enfermo recibe la gracia del Espíritu, que lo configura y une con la pasión y resurrección de Cristo, para bien espiritual suyo, así como para beneficio de todo el cuerpo eclesial. Con eso se ve aliviado y confortado espiritualmente, para poder vivir de modo cristiano los sufrimientos de la enfermedad y de la vejez ofreciéndolos al Señor. Dado que la enfermedad tiene que ver tanto con el cuerpo como con el espíritu, el receptor se ve ayudado en el cuerpo y en el espíritu a vivir en el estado de enfermedad la comunión del hombre con Dios y con los otros hombres. Ese modo de vivir constituye una preparación para la vida eterna, es una purificación o cincelado de la propia vida desde la perspectiva, percibida cada vez más próxima, del encuentro último con el Señor. El enfermo, además del remedio para las consecuencias del pecado, recibe el perdón de los mismos pecados, si no ha podido obtenerlo con el sacramento de la penitencia. Por último, no podemos olvidar que es posible, más aún, que es un efecto verdadero y propio, la recuperación de la salud e incluso el milagro de la curación física. Eso puede tener lugar si tenemos en cuenta que los sacramentos son signos eficaces de la salvación espiritual, pero no pueden ser considerados como totalmente extraños a los efectos corporales. Y un hombre sano y salvo es más hombre que uno enfermo, está incluso más cerca de su Creador y Salvador.


Penitencia, unción sagrada y viático

El discípulo que ha recibido la vida divina en Cristo desea, con gratitud hacia Dios, obtener todas las gracias posibles, para configurarse cada vez más con la imagen del Hijo, y se sirve de todos los dones que se le ofrecen, necesarios en la vida terrena, para seguir fiel y para la perseverancia final. En particular, ningún sacramento puede ser dejado de lado o despreciado sin que ello tenga consecuencias negativas. Por estos motivos, el que ha renacido en Jesucristo acepta y acoge con agradecimiento los beneficios de Dios, las gracias destinadas a procurarle la salvación. Eso es tanto más necesario por el hecho de que llevamos la vida nueva en vasos de arcilla, sometida a las tentaciones, a la enfermedad y a la muerte, de suerte que podemos perderla también con el pecado.

La Iglesia, cumpliendo la voluntad de Cristo, ofrece al bautizado y confirmado su obra de perdón de los pecados con el sacramento de la penitencia y el consuelo de la unción sagrada en la situación de enfermedad. La Iglesia prosigue la obra de curación y de perdón de los pecados, iniciada por Jesucristo, con los sacramentos de la curación y del reposo para nuestra peregrinación sobre la tierra. La Iglesia ofrece, en particular a aquellos que están a punto de dejar la vida terrena, los remedios de los sacramentos de la penitencia, de la unción y de la eucaristía como viático. El Catecismo de la Iglesia Católica observa con justicia: «Así como los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía constituyen una unidad llamada "los sacramentos de la iniciación cristiana", se puede decir que la Penitencia, la Santa Unción y la Eucaristía, en cuanto viático, constituyen, cuando la vida cristiana toca a su fin, "los sacramentos que preparan para entrar en la Patria" o los sacramentos que cierran la peregrinación» 24.

Es el rito auspiciado por el concilio Vaticano II (cfr. SC 74) y realizado, después, en la reforma de la celebración de los sacramentos.

Los sacramentos de la penitencia y del óleo de los enfermos, aunque no han sido instituidos para los moribundos, para aquellos que concluyen la vida terrena, pueden tener una eficacia particular en estos momentos, y conducir a un cambio profundo del modo de pensar, de obrar y de vivir, con una conversión radical a Dios. El moribundo, ayudado en el cuerpo y en el espíritu, obtiene tanto el perdón de los pecados como la purificación de sus consecuencias, destruyendo las raíces del pecado y otorgándonos la gracia de reconciliamos con la Iglesia y con Dios. De este modo hace penitencia, y se une al Señor muerto y resucitado.

Tras la purificación de la penitencia y la santificación con la unción de los enfermos, el sacramento apropiado para quien se encuentra en las proximidades de la muerte es el viático, esto es, como dice el mismo término, el alimento o la comida ofrecida a los amigos que se ponen en viaje. El viático es la eucaristía recibida como última ayuda y última purificación. Consiste en recibir al Autor mismo de la vida y de la gracia, que se hace sustento y vía idónea para la vida eterna. Jesús mismo se nos ofreció como pan para toda la vida hasta el final: «Quien coma mi carne [...] tendrá la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día [...] Quien coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 54-58). La eucaristía es el alimento y el sostén por excelencia. En los momentos finales de la vida, refuerza la fe en Jesucristo, destino del hombre, reaviva la esperanza y nos sitúa en la plena caridad uniéndonos y asimilándonos a Dios.

La práctica de recibir la comunión eucarística antes de la muerte está acreditada desde el comienzo de la Iglesia25.

Los mártires tomaban consigo la eucaristía para tener la fuerza de dar testimonio hasta el final y llegar a la gloria junto a Aquel que combatía con ellos. Son muchos los testimonios de la distribución de la eucaristía, después de la celebración dominical, a los ausentes y a los enfermos 26.

A aquellos que vivían en estado de penitencia, privados de la comunión, se les concedía recibirla cuando estaban cercanos a la muerte. El concilio de Nicea establece: «Para con los moribundos obsérvese aún la antigua norma por la que, en peligro de muerte, nadie sea privado del último y necesario viático [...] y, como regla general, que el obispo, tras informarse, admita a la eucaristía a cualquiera que se encuentre a punto de morir y lo pida» (DS 129). Esta disposición fue confirmada, junto con la prescripción de conservar la eucaristía en el sagrario, a fin de que sea siempre posible llevarla a los enfermos, por el concilio de Trento (cfr. DS 1645; 1657). En un documento de aplicación del concilio Vaticano II se afirma: «Por eso los fieles que por cualquier causa caigan en peligro de muerte están obligados bajo precepto a recibir la santa comunión, y los pastores deben vigilar para que la administración de este sacramento no sea diferida, sino que los fieles reciban su consuelo, cuando todavía están en la plena posesión de sus facultades» 27.

En efecto, la eucaristía recibida como viático tiene un valor particular. Es semilla de vida eterna y fuerza de resurrección. En este caso se convierte en paso, a través de la muerte, de la vida terrena a la celestial, de este mundo al Padre. Cuando el Señor concedió el poder de transformar algunos elementos naturales, fruto del trabajo de los hombres, en su Cuerpo y en su Sangre, organizando un banquete de comunión fraterna y dando un signo de la gloria futura, nos hizo pregustar asimismo el convite celeste y acogió de manera favorable todo deseo humano de plena comunión con la Trinidad.
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1. Sobre este tema, cfr. Z. Alszeghy, L'un;ione degli infenni. Aspetto aitropologico, en: «Communio» (ed. italiana) 70 (1983), pp. 8-15.

2. Sobre este pasaje, además de los comentarios. como. por ejemplo, el de J. Michi, Carta a los Hebreos y Cartas católicas, Herde (1977). y el de E Mussner. La lettera di Giacomo, Brescia, 1970, cfr. E. Cothenet. La guérison comete signe du Rovaume et l'onction des malades (Jc 5, 13-16), en: AA.VV.. La maladie et la 'non du chrétien dans la liturgia, Roma. 1975: G. Marconi. La malattia come punto di vista; ese,Qesi di Gc 5, 13-20, en: RivBib 1 (1990), pp. 57-72.

3. F. Mussner, o.c., ad locura, a partir del análisis de los relatos de curación del N.T., prueba que «en el nombre» significa no sólo por encargo, sino también «con la fuerza». Los jefes del sanedrín preguntan a Pedro con ocasión de una curación: «con qué poder o en nombre de quien habéis hecho esto» (Hch 4, 7; cfr. también Hch 3, 16).

4. Con respecto al sentido de salvación en nuestro pasaje, cfr. W. Foerster-G. Fohrer, Sozo, Soteria, en: GInt. XII, Brescia, 1981, cols. 445-608. Foerster muestra que en St 5, 15 la palabra salvación indica la curación de los enfermos.

5. Cfr. A. Aepke, Egeiro, en: Glnt, III, Brescia, 1967, cols. 17-34.

6. H. U. von Balthasar. Nuovi punti fenni, Milano, 1980, p. 245. Cfr. asimismo, Idem, La veritá é sinfonica, Milano. 1974. pp. 151-168 (edición española: La verdad es sinfónica, Encuentro. Madrid).

7. Para la historia del sacramento, véase A. Chavasse, Étude sur l'onction des infennes daos 1'Église /atine du 111, au Xh, I, Lyon, 1942; B. Poschmann, Busse und Letzte Ólung, Freiburg, 1951; C. Ruch-L. Godefroy, Extréme Onction, en: DThC, V.2, Paris, 1924, cols. 1897-2022; H. Vorgrimler, El cristiano ante la muerte, Herder, 1981.

8. Posidio, Vita di Agostino 27. Cfr. Vite di santi (ed. cfr. Mohrmann), Milano, 1975, p. 199.

9. S. Th. Supl. 30, 1; San Buenaventura, Dist. 23, a. 1, q. 3, ad 4.

10. Cfr. J. Feiner, La malattia e il sacramento della preghiera dell'unzioue, en MS, X. Brescia, 1978, pp. 626-627 (edición española: Mysterium Salutis, Cristiandad); L. Godefroy, Onction, en: DThC, V.2, Paris, 1924, cols. 1997-2014; C. Ortemann, El sacramento de los enfermos, San Pablo (1973); F. Scicolone, Unzione degli infermi, en: AA.VV., La liturgia. 1 sacramenti, I11-1, Casale Monferrato, 1986, pp. 231-233.

11. Cfr. S. Th. Supl. 29, 3.

12. Cfr. J. Calvino, Istituzione della religione cristiana, II, Torino, 1971, pp. 1692-1695 (edición española: Institución de la Religión cristiana, Rijswijk-Z.H.. 1967). Para la doctrina de los Reformadores sobre los sacramentos. cfr. el capítulo primero de la primera parte.

13. La fórmula latina dice: «Per istam sanctam unctionem et suam piissimam misericordiam adiuvet te Dominus gratia Spiritus Sancti, ut a peccatis liberatum te salvet atque propitius allevet».

14. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1520-1521.

15. Cfr., por ejemplo, A. Donghi, L'olio della speranza, Roma, 1984. pp. 94-101; J. Feiner, La malattia e il sacramento della preghiera dell'unzione, en: MS, X, Brescia, 1978, pp. 658-659 (edición española: Mvsterium Salutis, Cristiandad); Ph. Rouillard, Le ministre du sacrement de l'onction des malades, en: NRT 3 (1979), pp. 395-402; E. Ruffini, Unzione degli infenni: una teologia da fare, en: «La Scuola Cattolica» 94 (1966), pp. 42-43 del suplemento bibliográfico; A. Ziegenaus, Ausdehnung der Spendervollmacht der krankensalbung?, en: MThR 26 (1975), pp. 345-363.

16. Cfr. las interesantes y fundamentales observaciones conclusivas de G. Moioli, L'unzione dei malati: il problema teologico della sua natura, en: «Teología» 1 (1978), pp. 50-55.

17. Es cierto que en el sacramento de la Eucaristía el ministro puede ser distinto del que distribuye la comunión, pero este último nunca ha sido equiparado al ministro que celebra con la autoridad de Cristo. El que distribuye la comunión a los fieles ayuda simplemente en un acto no constitutivo del sacramento, aunque sea parte integrante e importante.

18. Cfr. S. Tb., Supl. 31, 1.

19. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1528.

20. Juan Pablo II, Carta apostólica Salvifici Doloris, del 11-1-1984, n. 27.

21. Ibid., n. 4.

22. S. Th., Suppl. 30, 1.

23. S. Th.. Suppl. 30, 3.

24. Catecismo de la Iglesia Católica. n. 1525.

25. Cfr. R. Masi, II sacerdozio e 1'eucaristia pella vira delta Chiesa, Roma, 1966, pp. 341-350 (edición española: El significado del misterio eucarístico, Palabra, 1969).

26. Cfr. San Justino, 1 Apol. 65.67.

27. Congregación de Ritos, Instrucción sobre el culto del misterio eucarístico Eucaristicum Mysterium, del 25-5-1967, n. 39.

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Los sacramentos de la iglesia
Benedetto Testa
Edicep