IV

LA CONFIRMACIÓN:
LA EFUSIÓN DE LOS DONES DEL ESPÍRITU
 

1. Los dones del Espíritu Santo

El bautismo nos hace, al comienzo de la vida cristiana, hijos de Dios renacidos el agua y del Espíritu. Somos una nueva criatura, hombres nuevos creados en justicia y santidad; hemos recibido un Espíritu de hijos adoptivos y, por consiguiente, somos también herederos hasta participar en la gloria de Dios. Así pues: «al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la letra vieja» (Rm 7, 6). De este modo, podemos caminar también en una vida nueva (cfr. Rm 6, 4; 8, 14-17). El bautismo es, en efecto, un nuevo nacimiento en el Espíritu, somos lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (cfr. 1 Co 6, 11). ¿Qué puede recibir aún del Señor o desear para su propia vida un hombre así renovado en el Espíritu? La respuesta nos la sugiere N. Cabasilas: «Una vez forjados y engendrados espiritualmente de este modo, es preciso recibir la energía conveniente para tal nacimiento y el movimiento apropiado; esto es precisamente lo que opera en nosotros la iniciación del divinísimo myron (crisma). Esta iniciación nos vuelve activos con energías espirituales, cada uno en la medida de su preparación para el misterio: uno de este modo, otro de aquel, y otro aún de varios modos» 1.

¿Cómo han llegado a afirmar la tradición y el magisterio que el Espíritu que se nos da con el crisma nos vincula de un modo más perfecto a la Iglesia, nos enriquece con una fuerza especial, de suerte que podemos y debemos difundir y defender la fe como verdaderos testigos de Cristo (cfr. LG 11)? Vamos a intentar ahora precisamente examinar el recorrido a través del cual ha llegado la Iglesia a lo largo de los siglos, teniendo presente todos los factores de su propia vida, a afirmar la existencia cristiana específica que procede de la confirmación.

Los dones del Espíritu en la Sagrada Escritura

El Espíritu se posa sobre Jesús, permanece y obra sobre Él 2. Jesús recibe en el bautismo el Espíritu para realizarla obra mesiánica (cfr. Is 11, 2; 42, 1). Así, toda la obra de Jesús, lleno del Espíritu Santo (cfr. Lc 4, 1), es la realización y el cumplimiento de las promesas veterotestamentarias. Jesús fue guiado en su vida sobre la tierra por el poder del Espíritu Santo. Jesús es consciente de que el Espíritu está sobre El, que le ha ungido y consagrado para la obra mesiánica, realizando en Él la profecía de Is 61, 1-2. De suerte que ha sido enviado a llevar a todos el alegre mensaje y a hacer presente la gracia de la liberación del Señor (cfr. Lc 4, 14-21); es el verdadero siervo anunciado que realiza la relación filial con el Padre.

Jesús promete el envío de otro Consolador por parte de su Padre, que se quedará con sus discípulos para siempre, que proporcionará la verdad en oposición al príncipe de este mundo, padre de la mentira, por lo que el mundo no puede conocerle (cfr. Jn 14, 16-17). Es el Espíritu que guía hasta la verdad completa, que guiará y ayudará a los discípulos después de la partida de Jesús. El dará testimonio de Cristo, y confundirá y juzgará con sus actos y signos la incredulidad del mundo (cfr. Jn 15, 26; 16, 8-11). Anunciará las cosas futuras: toda la obra redentora de Jesús, su muerte y resurrección, serán iluminadas y comprendidas en su significado y eficacia por obra del Espíritu, y los hombres heredarán por su medio el reino de los cielos.

Jesús promete a sus discípulos el mismo Espíritu que antes de su venida suscita los jueces, les da el discernimiento (cfr. Je 3, 10; 6, 34; Nm 11, 17); inspira a los profetas y habla por medio de ellos, mientras los falsos profetas siguen su propio espíritu. El Espíritu confiere la sabiduría y la inteligencia, el conocimiento y el temor de Dios, el consejo y la fortaleza; juzgará con justicia (cfr. Is 11, 1-9; 42, 1-9). Jesucristo muerto, resucitado y elevado al Padre es investido en plenitud del poder de Dios. Una vez glorificado, enviará el Espíritu a la tierra para inaugurar el tiempo de la Iglesia, comunidad animada por su presencia. Jesús pide que esperen a que se cumpla la promesa del Espíritu, que descenderá y les dará la fuerza necesaria para ser testigos en Jerusalén y hasta los últimos confines de la tierra (Hch 1, 5-8; Lc 24, 49). La efusión del Espíritu a los doce en Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-4) se reflejará, luego, en todos los bautizados (cfr. Hch 2, 38). Los discípulos, llenos del Espíritu Santo, comienzan a anunciar las maravillas de Dios. Pedro pone de manifiesto que el Espíritu derramado es el don de la era mesiánica (cfr. Hch 2, 17-18).

Jesús ha ordenado un bautismo de agua en el Espíritu Santo que hace que el bautizado quede purificado y consagrado a Él, pero Pentecostés va más allá: se define en sí mismo como envío mesiánico del Espíritu a la Iglesia. En efecto, en el día de Pentecostés, después del anuncio de Pedro, los creyentes son «bautizados en el nombre de Jesucristo para la remisión de los pecados», después reciben también «el don del Espíritu Santo» (Hch 2, 38-39). En continuidad con el bautismo, sacramento que sanciona la fe en Cristo y la toma de posesión por su parte, está la riqueza mesiánica del Espíritu Santo, que recubre a los apóstoles y a toda la Iglesia. De esta suerte, el Espíritu, con la efusión de sus dones, realiza y lleva a cumplimiento toda la obra del Redentor, la hace presente y viva en la Iglesia y en el corazón del hombre.

Es cierto que el Espíritu Santo es dado de muchos modos, antes y después del bautismo, y no sólo como don tras haber sido bautizados. Pero incluso en la variedad de su efusión se puede notar que el don del Espíritu tiene, esencialmente, dos tareas. En primer lugar, es conferido como signo de la gracia que conduce al hombre al encuentro con Cristo. En este caso se da antes del bautismo y con independencia de un gesto prefijado, sólo para conducir al hombre a Cristo y a la Iglesia, y para extender la salvación a todos los hombres (Hch 10, 44-48). El Espíritu conduce a Cristo, en efecto «nadie puede decir que Jesús es el Señor, sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). El encuentro con Cristo y el bautismo que de ahí se sigue, necesaria y lógicamente no pueden tener lugar más que en el Espíritu Santo, cuando el hombre está investido de una fuerza de lo alto. En segundo lugar, tras habernos conducido a Cristo, el Espíritu nos cubre con sus dones: es el momento del don con el que, una vez signados en la fe y en la verdad del bautismo, llevamos a cabo la vida cristiana según la ley de la nueva y eterna alianza. Es el don de la era mesiánica, en la que los bautizados profetizan, realizan prodigios e invocan el nombre del Señor Jesús (cfr. Hch 2, 17-21). El don del Espíritu está así también, en el N.T., en el origen de los carismas, de la fuerza que pone en condiciones de llevar a cabo acciones extraordinarias, de la energía necesaria para la aceptación y el cumplimiento de la propia misión.

Pero la tradición y el magisterio han llamado la atención, justamente, sobre dos pasajes que han sido determinantes para la comprensión del sacramento de la confirmación. Se trata de Hch 8, 14-17 y de 19, 1-7. En efecto, de ambos textos se desprende que los apóstoles, y sólo ellos, comunican el Espíritu Santo con la oración y la imposición de las manos. Este gesto, distinto de la remisión de los pecados y de la justificación conseguidas en el bautismo, está destinado al enriquecimiento de la vida cristiana y se practicaba ya, en tiempos de los apóstoles, en las comunidades que Lucas describe 3.

En Hechos 8, 14-17 podemos señalar, en particular, que la oración y la imposición de las manos por parte de los apóstoles son compleción del bautismo y están en estrecha relación con él. El bautismo está ligado, normalmente, a la recepción, al gesto que da el Espíritu, pero no se identifica con él. Por otra parte, la atención del relato está dirigida, sin más, al vínculo de los nuevos cristianos samaritanos con la Iglesia apostólica de Jerusalén y, posiblemente, no al rito de la imposición de las manos en primera instancia. Con todo, este gesto es igualmente significativo y claro como expresión y medio del don del Espíritu y también como vínculo más estrecho y perfecto con la Iglesia. Esto no representa ciertamente una exorbitancia, más bien al contrario, del signo sacramental de la confirmación. En el pasaje queda igualmente claro que la oración y la imposición de las manos son interpretadas en el sentido de medio de comunicación del Espíritu. Ésta va ligada, sin duda, a aquéllas. El don mesiánico concedido aquí no es exclusivo de algunos, sino que es comunicado a todos los que han sido admitidos al bautismo en la comunidad de Dios en la tierra. No se alude a la obligación de recibir la imposición de las manos, pero existe una práctica que expresa la conciencia de la importancia de los dones del Espíritu para la vida de los bautizados. Por otra parte, es necesario señalar que la iniciación cristiana no se considera completa más que después de haber recibido el don del Espíritu con la imposición de las manos. Debemos señalar aún que el Espíritu es comunicado a través de unos intermediarios, los apóstoles, es decir, Pedro y Juan.

También en Hechos 19, 1-7 se comunica el don del Espíritu con la imposición de las manos y se manifiesta con el hecho de que empezaron a hablar en lenguas y a profetizar: dos signos propios de la presencia ya operante de la era mesiánica, y dos modos de anunciar el acontecimiento salvífico de Jesucristo.

Los bautizados, con los dones del Espíritu, pueden caminar según el Espíritu y no se verán impulsados a satisfacer los deseos de la carne; se dejarán guiar por el Espíritu, y no vivirán más bajo la ley. De este modo, darán frutos de caridad, alegría, paz... (cfr. Ga 5, 16-23). En particular, los dones que el Espíritu concede a los cristianos, y para los que todo tiempo es oportuno, son los de la piedad y la oración, aquellos con los que se puede ayudar a los otros y edificar la Iglesia, como afirma san Pablo (cfr. 1 Co 14, 4-5): la fuerza para predicar y dar testimonio de Jesucristo, enseñar los misterios de la salvación, curar las enfermedades... El Espíritu no cesa nunca de investimos con sus dones, distribuyendo a cada uno como quiere, y de beneficiamos haciendo que viva Jesucristo "entre nosotros.

La institución del sacramento de la confirmación

De lo expuesto podemos deducir que existen indicios y testimonios suficientes para admitir la existencia de un gesto que, primero los apóstoles y luego la Iglesia, han usado con conciencia de transmitir los dones del Espíritu Santo. Esto se desprende, en particular, de la promesa hecha por Jesús de dar el Espíritu, y del cumplimiento de esta promesa, que empezó en Pentecostés, promesa realizada en los apóstoles y en los bautizados con el gesto de la oración y de la imposición de las manos. El significado de este otorgamiento del Espíritu encuentra una continuidad sorprendente en la práctica posterior de la Iglesia. Existe una prolongación de hecho, con una intención explícita de obrar como lo habían hecho los apóstoles. Ahora bien, la Iglesia no puede realizar este gesto con su significado esencial sin que provenga, haya sido previsto y querido por Jesucristo. Éste, que asiste con su Espíritu a la Iglesia todos los días hasta el fin del mundo, no permitirá jamás que ésta tenga una conciencia errónea de su propia acción sacramental, que implica un signo eficaz de gracia.

La voluntad de Cristo se revela, en particular, por la promesa de enviar al Espíritu, que no podía otorgar sino después de su resurrección y ascensión, como señala con toda justicia santo Tomás: «Así pues, debemos decir que Cristo instituyó este sacramento no de hecho, sino prometiéndolo [...] y precisamente porque en este sacramento se da la plenitud del Espíritu Santo, que no podía ser concedida antes de la resurrección y de la ascensión de Cristo, como observa precisamente san Juan [...]» 4.

La lógica de la institución de este sacramento está, por tanto, en la relación entre promesa y otorgamiento del don del Espíritu por parte de Jesús, de una parte, y el gesto que lo lleva a cabo en la historia extendiéndolo así a todos los bautizados, de otra.


2. Los dones del Espíritu
según la tradición y el magisterio

La iniciación cristiana en los primeros siglos, sobre todo con respecto a los adultos, está constituida por un gesto unitario celebrado y presidido por el obispo. Tenía lugar con ritos diferentes y recibió enseguida muchas transformaciones. Figuraba en ella un gesto al que se le atribuía el significado de comunicar el don del Espíritu y todavía hoy podemos encontrarlo en todas las Iglesias. A pesar de las variaciones del rito, el gesto y su sentido siguen siendo comunes y siguen estando presentes.

El rito del otorgamiento de los dones del Espíritu se distingue de los otros gestos. En efecto, en caso de necesidad, se puede separar de ellos. Así sucede cuando la iniciación ya no es presidida por el obispo, dado que se confiere sobre todo a los niños durante todo el año, o en virtud de la multiplicación de los centros o parroquias rurales, que hacían imposible la presencia episcopal. El gesto es separable por estar reservado al obispo, que completa el bautismo con la imposición de las manos cuando éste es recibido por un catecúmeno en caso de enfermedad, o porque está lejos de la Iglesia o se encuentra navegando, como establece el concilio de Elvira (España), en tomo al año 300 (cfr. DS 120-121). Esto fue confirmado por Inocencio I en su carta a Decencio, obispo de Gubbio (Italia), el año 416 (cfr. DS 215; véase también DS 785). Cuando, en Oriente o en Occidente, adquieren los presbíteros la facultad de confirmar o completar la iniciación cristiana, deben usar el crisma consagrado por el obispo, como prueba de particular dependencia del único pastor de la comunidad y del dispensador y responsable último de los dones salvíficos dejados por Jesucristo. Además de esto, no es extraño, sino que más bien es una cosa clara, el intento de unir de modo más claro al confirmado con la comunidad a la que pertenece y a la Iglesia católica.

La confirmación, además de por el ministro y por el carácter separable del gesto respecto a los otros, es una acción salvífica propia y distinta por los efectos que se le atribuyen, que se relacionan con los dones del Espíritu y no con la remisión de los pecados y la justificación. Esto es indicado asimismo por muchos nombres con que, tanto en Occidente como en Oriente, se designa este sacramento y con los que se le distingue del lavado bautismal: perfección, consumación (perfectio, consumatio), energía, fuerza (robur), unción, sello (consignatio) 5, refuerzo (confirmato), ungüento o crisma o myron, culminación (teleiosis), sello (sfraghis), confirmación, garantía y convalidación (bebaiosis).

Por lo que respecta al gesto esencial y a la fórmula usados en la celebración del gesto, se da una evolución con cambios notables, que interesan a los mismos elementos que constituyen el signo sacramental. En Oriente, lo primero que apareció al comienzo posiblemente fue la imposición de las manos, pero muy pronto encontramos ya la unción con el myron (crisma), aceite de oliva mezclado con un bálsamo y consagrado por el obispo. Los testimonios litúrgicos y patrísticos que poseemos atestiguan que el don del Espíritu se da con la unción llevada a cabo con el myron, y esto es considerado como un gesto equivalente al latino. Lo mismo sucede con la fórmula.

En Occidente encontramos un conjunto de ritos posbautismales. Los testimonios más antiguos unen a la oración la imposición de las manos. A partir de los siglos IV y V empieza a celebrarse la consignatio, primero con el óleo bendecido, y, después, con el crisma consagrado por el obispo. Pero el don del Espíritu Santo se atribuye preponderantemente a la imposición de las manos acompañada de la oración de invocación hasta el siglo XI. A partir del siglo XIII el don del Espíritu se atribuye sólo a la unción con el crisma, como afirman ya santo Tomás y los teólogos contemporáneos suyos. El concilio de Florencia del año 1439 reconoce el cambio del rito y confirma la sustitución: «En lugar de la imposición de las manos en la Iglesia se da la confirmación» (DS 1318). Con esta afirmación se sanciona el paso del gesto material sacramental de la imposición de las manos a la consignatio con el crisma.

¿Cuál es la razón de esta sustitución en el gesto sacramental? ¿Cómo se concilia con la institución divina del sacramento? En primer lugar, y antes de responder a la cuestión, es necesario señalar que la historia atestigua la existencia de cambios, no sólo accidentales, en la acción ritual, que, según la tradición, da el Espíritu Santo. No se puede negar la existencia de cambios esenciales en el signo sensible y en las fórmulas. En segundo lugar, es preciso distinguir entre la acción sensible y la realidad sobrenatural significada y producida en el sacramento. El significado de la acción sacramental, su valor salvífico y la gracia pueden conservar su identidad, dar la misma realidad, a pesar del cambio del gesto externo y perceptible. Como ya hemos tenido ocasión de precisar, Jesús no instituyó todos los sacramentos determinando sus elementos, sino dejando a los apóstoles y a la Iglesia la facultad de especificar el gesto en sus elementos sensibles. Dicho esto, podemos afirmar que Jesucristo instituyó el sacramento de la confirmación al prometer y conferir a los discípulos la plenitud y los dones del Espíritu Santo, como requerían el tiempo y el nuevo pueblo mesiánicos. Del mismo modo, dejó a la Iglesia la posibilidad de determinar el gesto y la acción a realizar en la celebración litúrgica. Esto debe realizarse siempre de manera que el gesto sensible exprese el significado y los efectos de la confirmación, esto es, que indique al menos el origen de los dones del Espíritu Santo por parte de Jesucristo y la unión que produce con la Iglesia y la energía que brinda para la fidelidad a la vida cristiana. De esta suerte, el gesto sensible es el que fija la Iglesia como celebración propia para la transmisión de los dones del Espíritu Santo6.

La tradición patrística, litúrgica y, en general, eclesial ha puesto sobre el tapete dos problemas, como acabamos de señalar: la existencia de un verdadero y propio sacramento que es la confirmación y la evolución del gesto realizado a lo largo de la historia. Ahora podemos añadir la aportación del magisterio al esbozar la naturaleza y el significado de este sacramento.

El concilio de Trento, al acoger la doctrina tradicional y condenar el pensamiento protestante, afirma que la confirmación es un verdadero sacramento instituido por Cristo, no por los apóstoles, distinto del bautismo. Efectivamente, posee efectos y significado propios, diferentes de la ablución bautismal. Por otra parte, afirma el Concilio que la confirmación imprime carácter, por eso no se puede reiterar. Condena además la opinión según la cual la confirmación es una ceremonia inútil y que al principio no era más que una cierta catequesis con la que los preadolescentes exponían la razón de su fe ante la Iglesia. Confirma asimismo que no se perjudica en modo alguno al Espíritu Santo cuando se atribuye al sagrado crisma un cierto poder para conceder el don del Espíritu en la confirmación. Con respecto al ministro, y prosiguiendo la tradición ahora plurisecular, definió que sólo el obispo es su ministro ordinario y no el simple sacerdote, sin intención alguna de oponerse al uso de los griegos, según los cuales son, generalmente, los sacerdotes quienes, con el consentimiento yen unión con el obispo, celebran la confirmación (cfr. DS 1601; 1606; 1628-1630; 1767; OE 13).

El concilio Vaticano II, aun permaneciendo en el surco de la tradición, introduce un término nuevo para designar al obispo como ministro de la confirmación. Lo llama ministro originario (cfr. LG 26). Tal designación significa, en primer lugar, que el obispo es el origen, la fuente; el sacramento no puede ser celebrado sin la debida unidad con el obispo y con todo el colegio episcopal. En efecto, de éste parte toda función de santificación en la Iglesia y a él está ligado todo ministerio del anuncio de Jesucristo y de la celebración de los sacramentos, cuya válida y fructuosa recepción determina. Por consiguiente, parece que esta nueva denominación, que pretende tener presente la práctica de la Iglesia oriental, donde el sacerdote administra de manera habitual la confirmación inmediatamente después del bautismo, está basada en toda la eclesiología conciliar y es una aplicación de la misma. Eso no quiere decir que no se considere ya al obispo como ministro ordinario y al sacerdote como ministro extraordinario. Esto ha sido confirmado después del Concilio tanto por los Praenotanda que acompañan a la promulgación del nuevo rito de la confirmación, donde se afirma que, normalmente, es el obispo quien confiere el sacramento, como por el Código de Derecho Canónico. Los Praenotanda del nuevo rito de la confirmación presentan al obispo como ministro ordinario, para que resulte más clara la referencia a la primera efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles el día del Pentecostés. Fueron, en efecto, los apóstoles quienes, colmados del Espíritu Santo, lo transmitieron a los bautizados con la imposición de las manos. Eso muestra asimismo el vínculo más apremiante que une a los bautizados con la Iglesia, y la recepción del mandato de dar testimonio de Cristo ante los hombres.

Con respecto a los efectos, afirma el concilio de Florencia que este sacramento concede al Espíritu Santo como aumento de la gracia y fuerza (robur) en la fe, como sucedió con los apóstoles en Pentecostés, a fin de que el cristiano confiese con audacia el nombre de Cristo, y no se ruborice de esta confesión y, en especial, de su cruz, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles (cfr. DS 1311; 1319). Además de confirmar tales dones y frutos, el concilio Vaticano II amplia la perspectiva afirmando el efecto de un vínculo más perfecto con la Iglesia y la gracia de destinar a los laicos al apostolado, que es participación en la misma misión de la Iglesia (LG 33; AA 3).

Con respecto a la esencia misma del rito sacramental, ya hemos señalado que desde los primeros siglos se concibió de maneras diferentes. Los ritos sufrieron, tanto en Oriente como en Occidente, múltiples transformaciones, aunque conservando siempre intacto el significado de la comunicación de los dones del Espíritu. Pablo VI, para dar a la Iglesia latina un rito indiscutiblemente válido y más fácil de comprender, facilitando asimismo la participación en el gesto y en las palabras, intervino con una constitución apostólica. Parte de la constatación de que en el gesto de la confirmación, tanto en Oriente como en Occidente, ha prevalecido el gesto de la crismación, que representa, en cierto modo, la imposición apostólica de las manos. Además de esto, la crismación significa de manera conveniente la unción espiritual del Espíritu Santo dado a los fieles. Queriendo corroborar, por tanto, su importancia, decreta y establece el Papa lo que sigue: «El sacramento de la confirmación se confiere mediante la unción con el crisma sobre la frente, que se realiza mediante la imposición de la mano, y mediante las palabras: "Recibe el sello del don del Espíritu Santo"». La imposición de las manos sobre los elegidos, que se realiza con la oración prescrita antes de la crismación, aunque no pertenece a la esencia del rito sacramental, ha de tenerse en gran consideración, en cuanto sirve a la perfección integral del rito mismo y favorece una mejor comprensión del sacramento» 7.


3. El signo sacramental de la confirmación

Ya hemos dicho que el magisterio ha determinado tanto el ministro de la confirmación como el gesto y la fórmula. Ahora pretendemos investigar y precisar su significado en la celebración de la confirmación, teniendo en cuenta asimismo los gestos que ahora no son esenciales, pero que han tenido una importancia innegable en su historia.

El ministro

Con respecto al ministro de la confirmación podemos encontrar posiciones extremas y opuestas entre sí. Hay quien no considera justa la tradición occidental que ha reservado, de manera excesivamente exclusiva, la celebración al obispo, sin concederla de modo ordinario al sacerdote. Hay también quien sostiene que el obispo no sólo es el ministro, sino que su presencia forma parte constitutiva del signo sacramental, por lo que sin él no hay gesto sacramental válido. Frente a estas opiniones, el único criterio justo es la referencia a la tradición y a la enseñanza magisterial ya expuestas. Ambas establecen que el ministro propio y ordinario es el obispo, y que los presbíteros no pueden celebrar la confirmación en virtud de su solo sacerdocio. Estos pueden ser ministros extraordinarios mediante una facultad concedida en virtud del derecho común o por especial concesión de la autoridad competente.

Ahora bien, lo importante para nosotros es buscar el significado del ministro en la celebración de la confirmación. El obispo actúa en nombre de Cristo y de la Iglesia universal, no simplemente de la comunidad local, preside y presenta la acción salvífica divina, que tiene su origen en la Trinidad y es confiada a todo el pueblo de Dios en cuanto comunidad santificada y santificante. La facultad de conferir los dones de la gracia merecidos por Jesucristo con su sangre ha sido dada a aquellos que han sido constituidos cabezas de la Iglesia con la consagración episcopal. A ellos compete la autoridad suprema y última de regular la concesión de las gracias y de los ministerios. Esa facultad no compete de por sí ni es comunicada sino de modo extraordinario a los presbíteros. Eso no es óbice para que puedan existir tradiciones legítimas y antiguas, implícitamente reconocidas, en las que los presbíteros confieren la confirmación, dada también la práctica de no separar la celebración de este sacramento del bautismo. Así se comprende la razón de que, cuando les resultó imposible a los obispos presidir todas las celebraciones de la iniciación cristiana, al menos en Occidente, se separó el gesto de la unción y de la imposición de las manos del conjunto de los ritos y quedó reservado a ellos: el motivo es que «ellos dan el Espíritu Santo [...] según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles (8, 14-17)», como afirma ya Inocencio I (DS 215).

El hecho de que la confirmación confiera el Espíritu Santo y sus dones hace necesaria y comprensible la referencia al obispo como ministro ordinario de la misma, en cuanto éste posee la autoridad última para la unidad de la fe y de los carismas en la Iglesia. En efecto, el «Espíritu Santo [...] reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia [...] el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cfr. 1 Ts 5, 19-21)» (LG 12). El juicio sobre la autenticidad y sobre la aplicación de los dones del Espíritu Santo les es posible, por otra parte, a los apóstoles y a sus sucesores porque han recibido, con el grado supremo del sacramento del orden, el don mismo de la autoridad con el que confieren y disciernen los dones divinos y someten también los carismáticos (cfr. LG 7). Existe, por tanto, una razón particular para reservar al obispo el otorgamiento del don del Espíritu Santo en la confirmación. Este don nos inserta como miembros de modo definitivo y pleno en el organismo de la Iglesia. Eso no puede tener lugar más que por medio de aquel que posee en la Iglesia la autoridad y las responsabilidades últimas.

El receptor

Aquel que ha sido bautizado, y sólo él, puede recibirla confirmación sin límite alguno de edad o de otro tipo. Por otra parte, la tradición nos ofrece testimonios en este sentido, sin otras restricciones que las necesarias para una válida y fructuosa recepción. Precisando más, la preocupación de la Iglesia, en lo que respecta al receptor, parece ser doble: en primer lugar, que se confiera en torno ala edad del uso de razón, sin eliminar la posibilidad de otras opciones, a fin de permitir una cierta comprensión del valor salvífico específico y pasar así a una vida como corresponde en la Iglesia; que el interesado sea conducido a experimentar la vida eclesial y a participar de la misma en las condiciones que le sea posible. La segunda preocupación procede del hecho de que, dada la necesidad de ser introducidos en la vida plena de la Iglesia, se confiera el sacramento en cuanto sea posible. A la Iglesia nunca le ha pasado por alto la importancia de que la iniciación cristiana se vea privada de las gracias y de los dones con que Cristo quiere dotarnos, a fin de tener miembros fuertes y operativos, capaces de dar testimonio de El en el mundo. En el caso de la confirmación, el Espíritu Santo, dado a la Iglesia para siempre el día de Pentecostés, es concedido ahora a todos sus miembros según la munificencia del mismo Espíritu y la disponibilidad de aquéllos.

Para una recepción lícita y fructuosa del don del Espíritu Santo, se requiere siempre el estado de gracia presente con el bautismo o, si fuere necesario, adquirido de nuevo con el sacramento de la penitencia.

El gesto sacramental

Los apóstoles transmitieron el don del Espíritu Santo mediante una oración y la imposición de las manos (cfr. Hch 8, 14-17; 19, 1-6). Este gesto, conocido ya en el A.T., podía ser signo de bendición, de invocación de la ayuda divina, de transmisión de una gracia o de un don divino, o un gesto para llevar a cabo una curación (cfr. Mt 9, 18). Podía ser asimismo el rito que consagra a una persona en vistas a una función pública particular (cfr. Hch 6, 6) o la recomendación a Dios de nuevos misioneros elegidos y enviados por el Espíritu Santo (cfr. Hch 13, 2-4). Los apóstoles, al escoger este gesto como signo de la transmisión de los dones mesiánicos del Espíritu, formulan y fijan en cierto modo su significado particular, especialmente con la oración que la acompaña y que indica su valor. En particular en la Iglesia latina, este gesto asume el sentido de la transmisión de los dones del Espíritu Santo por parte de quien los posee y tiene la custodia de los medios de salvación queridos por Cristo en la Iglesia.

La tradición griega escogió casi de inmediato, como signo de la transmisión del Espíritu, la unción con el myron (crisma). La unción, usada en el A.T. para consagrar a sacerdotes y reyes, en conformidad con el salmo 133, viene a significar la bendición y los dones del Espíritu del tiempo mesiánico (del Ungido), que penetra la persona del neobautizado y lo consagra de manera definitiva al servicio de Cristo por parte de la autoridad competente. Asume también el significado del rito que precisa y completa, junto con la eucaristía, la inserción del discípulo de Jesucristo en la vida sacramental de la Iglesia. Con el don del Espíritu Santo recibido por medio de la unción, el cristiano posee todo aquello de que tiene necesidad para ser testigo y presencia de Cristo en el mundo.

La fórmula actual de la celebración de la confirmación indica que el bautizado recibe el sello del Espíritu Santo. Del mismo modo que Abraham recibió el signo de la circuncisión, como sello de la justicia derivada de la fe (cfr. Rm 4, 11); así como el Padre puso su sello sobre el Hijo (cfr. In 6, 27), así también el bautizado, al recibir el sello proveniente del don del Espíritu Santo, es signado y designado como siervo de Jesucristo en la Iglesia, cual hijo adoptivo que está llamado a vivir como tal, dotado de manera plena de los dones divinos. Tiene el signo, la impronta y la marca, en su carne, de la pertenencia al reino mesiánico que se realiza en la Iglesia aquí en la tierra.

El gesto sensible, acción y fórmula, tal como ha sido transmitido por la Sagrada Escritura, por la tradición y por el magisterio, atestigua que no es aceptable la opinión que reduce el bautismo al sacramento que quita simplemente aquello que es negativo, como la remisión de los pecados. En cambio, todo lo que es positivo sería dado sólo por la confirmación. En efecto, ya en la Sagrada Escritura se habla justamente del bautismo en el Espíritu, y en el bautismo figura ya la acción del Espíritu, como hemos visto. Tampoco es cierto que el bautismo sea el ser, el vivir en Cristo, mientras que la confirmación sería vida en el Espíritu. En efecto, todo sacramento tiene una referencia trinitaria completa: procede del designio salvífico del Padre, del misterio escondido durante siglos y ahora revelado, asimila al Hijo, nos configura a su imagen y se completa en el Espíritu, que habita en nosotros y nos convierte en templo de Dios. No existe, pues, ninguna acción sacramental en la que no intervengan las personas divinas, pero es igualmente verdad que éstas actúan cada una de un modo específico y apropiado, poniendo de manifiesto sus propiedades personales y su obra en la historia de la salvación. El gesto sensible de la confirmación, celebrado al principio unido al bautismo y a la eucaristía en una sola acción litúrgica, y separado después en el tiempo, aunque con referencias y llamadas continuas a los otros sacramentos, en particular al bautismo, muestra que ningún gesto sacramental puede ser concebido de manera independiente, ni simplemente colocado junto a otro, sino que cada uno complementa a los otros, siguiendo una lógica de unión con la Trinidad y con el cuerpo de Cristo sobre la tierra. De este modo debemos entender también la relación de la confirmación con el bautismo y con los otros sacramentos.


4. Los efectos de la confirmación

En la tradición, en la liturgia y en el magisterio se indican muchos efectos sacramentales. Existe toda una variedad que indica la riqueza de los dones que son concedidos. Sin embargo, en la tradición y en la liturgia hay dos efectos que aparecen con un particular relieve, cada uno de ellos ligado a su respectivo rito: la imposición de las manos, que lleva a cabo una bendición y un enriquecimiento interior, y la unción crismal, que expresa un efecto de consagración. Así, cuando el rito intente unificarse en un acto único y prevalezca la unción consagratoria crismal, no se olvidará nunca la multiplicidad de los efectos o de los dones. La confirmación es considerada siempre como el don del Espíritu Santo que consagra a Cristo, para hacer vivir de modo pleno la vida cristiana en la Iglesia, que consagra como sacerdotes, profetas y reyes, e infunde los «siete dones» en los bautizados. Los Padres de la Iglesia y la liturgia afirman que, en la confirmación, los fieles son transformados, con la energía del Espíritu Santo, en templo de la gloria de Dios, a fin de que en la unidad de la fe y sostenidos por la fuerza divina lleguen a la madurez de la vida en Cristo, de suerte que sean guiados al pleno conocimiento de la verdad y al testimonio ante el mundo. Parece que se puede afirmar que la enseñanza patrística y litúrgica se resume en inculcar la doctrina según la cual el Espíritu Santo se da a los bautizados para hacerlos partícipes de la misión mesiánica de Cristo y para darles la perfección y la capacidad de vivir como hijos de Dios, con la fuerza de dar testimonio de la verdad hasta el martirio.

Los documentos del magisterio, como ya hemos tenido ocasión de exponer, al permanecer firmemente anclados en los Padres y en la liturgia, parece que carezcan de otro planteamiento que no sea el de confirmar y presentar continuamente esta tradición. Se insiste, de modo particular, en la efusión del Espíritu, que nos consagra definitivamente a Cristo, nos otorga los «siete dones» y nos da una fuerza particular para profesar la fe cristiana. El magisterio ha recuperado en este siglo, de manera más explícita, el aspecto eclesial de los efectos sacramentales de la confirmación. Afirma que el Espíritu otorga una fuerza destinada a que los confirmados «conserven y defiendan de modo valiente a la madre Iglesia y la fe recibida de ella» 8.

Con este sacramento «se vinculan más estrechamente a la Iglesia» (LG 11). Asimismo, la afirmación de que los obispos son los ministros originarios de la confirmación (cfr. LG 26) pretende, entre otras cosas, como ya hemos dicho, subrayar el vínculo que une a los confirmados con la Iglesia, la efusión sacramental y eclesial del Espíritu. Esto recupera la tradición y la liturgia, en las que siempre se ha atestiguado que la confirmación otorga una plenitud de gracia y de dones no meramente individual, sino pública, a fin de hacernos crecer, sobre todo, como miembros de la Iglesia.

Al basamos en unos datos tan sorprendentemente variados, aunque asimismo significativos tanto para la vida como para la comprensión del sacramento, es necesario intentar, al menos, proceder a una formulación sistemática y a la elaboración de una explicación teológica de los efectos de la confirmación.

La confirmación es antes que nada, como ya hemos indicado, una efusión y una presencia del Espíritu en nosotros. No se trata de la presencia de las personas divinas en nosotros que nos hace hijos de Dios, sino propiamente del don del Espíritu que nos hace a cada uno capaz de vivir como hijo de Dios, como miembro de Cristo y de su cuerpo. De este modo, la vida cristiana se desarrolla toda ella en dependencia de los dones y de las acciones a las que los dones divinos nos conducen. El hombre, purificado del pecado y hecho hijo de Dios en el bautismo, con la transformación que el Espíritu obra en él queda elevado y transfigurado en sus potencias humanas con una luz más viva, una fuerza más tenaz y una caridad más pura. Pero ¿de qué modo lleva a cabo esto el Espíritu en la confirmación?

El carácter crismal

El primer efecto del Espíritu presente y operante en nosotros es el carácter (cfr. DS 1609), el vínculo indeleble impreso en nosotros por la misma acción sacramental celebrada de manera válida. Éste nos proporciona una consagración y una participación sobrenaturales nuevas, análogas a las del carácter bautismal y al sacerdotal. El carácter propio de la unción crismal es consagrar y hacer partícipe al receptor de los dones mesiánicos con los que Jesucristo instauró el reino de Dios en la tierra, y que hacen de la Iglesia la realización del reino mesiánico sobre la misma.

Por consiguiente, en primer lugar, el confirmado queda consagrado a Cristo, a fin de que tenga la fuerza necesaria para unirse a Aquel que, con su obediencia, llevó a cabo la redención y recapitula toda la creación en Sí mismo, para ser santo e inmaculado en su presencia. Jesucristo nos adquiere una mayor pertenencia que nos dota de sabiduría y de energía para serle fieles en nuestra acción. Nos da su poder eficaz y extraordinario para vencer toda fuerza adversa, para configuramos a la imagen del nuevo y definitivo Adán y comprender a qué esperanza estamos llamados. Nos une y consagra en un Espíritu nuevo para ser templo santo en el Señor, para derribar toda enemistad con Dios y entre los hombres y anunciar su paz a los de cerca y a los de lejos, esa paz que el mundo no puede dar. En consecuencia, el carácter crismal es un cambio real del ser, que nos liga y nos une a Cristo. Así, se especifica y concreta la consagración de cada miembro particular del Cuerpo de Cristo iniciada con el bautismo.

El carácter crismal establece, a continuación y como consecuencia, un vínculo asimismo necesario con el cuerpo eclesial de Cristo, que hace presente la salvación divina. Unido al Señor, el confirmado entra a formar parte de hecho, de modo pleno y maduro, de la vida de la Iglesia. Para comprender bien el carácter de la confirmación, es preciso tener presente el hecho de que el confirmado queda vinculado más estrechamente a la Iglesia, a fin de completar la pertenencia ya iniciada con el catecumenado y con el bautismo. El carácter conduce a una experiencia espiritual interior de pertenencia a Cristo. Mas, al sernos comunicada por el Espíritu de modo sacramental, se hace visible en la plena incorporación a la Iglesia. El carácter crismal exige, por tanto, y evoca la plena participación en la vida eclesial. A continuación, el hecho de que el don del Espíritu Santo sea efuso, en primer lugar, objetivándose en la forma de un carácter indeleble manifiesta, sencillamente, la necesidad de su posesión estable y definitiva para la vida cristiana. En efecto, tal presencia viva y vivificante de los dones del Espíritu, que nos hace participar de los poderes de Cristo, resulta indispensable para vivir el bautismo en todos los momentos y aspectos de la existencia humana.

El Espíritu Santo, al enriquecer con diferentes dones a las personas, las hace apóstoles, profetas y maestros; les confiere los dones de practicar curaciones, de asistencia, de lenguas... Con ellos se realizan diferentes operaciones y servicios, pero todos sirven para reforzar y dar cohesión al cuerpo de Cristo, siendo cada uno miembro por su parte (cfr. 1 Co 12, 27-28). Los dones otorgados constituyen a los receptores en una determinada posición y función: «Y a cada uno se le da una manifestación particular del Espíritu para la utilidad común» (1 Co 12, 7). De este modo, se da vida de un modo variado y rico a un único cuerpo consagrado y provisto de los poderes de Cristo. Por esa razón advierte san Pablo que los fieles que profetizan edifican la Iglesia, y desea que también aquellos que han recibido el don de lenguas las interpreten, a fin de que la Iglesia (la asamblea) sea edificada con ello. Quien profetiza o interpreta el propio don, ha recibido la gracia de hablar a los hombres para su edificación, exhortación y consuelo, y da forma y consistencia a la Iglesia (cfr. 1 Co 14, 2-5). Esto es lo que sucede en el cuerpo de Cristo, que consagra a «los santos» y concede el poder de recapitular todo en Él. «Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error, antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4, 14-16).

El carácter crismal nos consagra, por tanto, de manera duradera, a Cristo, nos sitúa de modo permanente y objetivo en la Iglesia como miembros adultos, con la misión de vivir y de crecer con una conciencia propia y responsable en la Iglesia. En consecuencia, el carácter está ordenado a una participación activa en el sacerdocio de los bautizados, y de manera particular a la celebración eucarística. En efecto, la confirmación nos concede la facultad de participar en la vida sacerdotal, profética y real de la Iglesia (cfr. LG 10). De este modo, hace capaz al cristiano de ofrecerse a sí mismo y de ofrecer todo el mundo a Dios, de ser testigo visible y público de Cristo en la línea de la salvación divina realizada en la historia. Quien recibe la unción con el crisma es asumido en la fuerza del Espíritu Santo y realiza las funciones de defensor y de anuncio de la obra salvífica, queda orientado a la edificación de la Iglesia y a comunicar la vida en Cristo a toda la humanidad. A este respecto, se expresa así santo Tomás: «Por consiguiente, así como el bautizado recibe la facultad espiritual de profesar la fe acercándose a los otros sacramentos, el confirmado recibe la facultad de profesar públicamente con la palabra la fe cristiana como por un encargo» 10.

La gracia sacramental

El carácter crismal no puede explicitar toda su energía a no ser santificando a la persona en quien está impreso. La efusión de los dones del Espíritu representa por ello un crecimiento espiritual que conduce al cristiano a la edad adulta. Ésta acaece con un aumento de la gracia santificante destinada al crecimiento y a la estabilidad de la justicia divina en nosotros, a una mayor fidelidad, a pesar de nuestra fragilidad. La confirmación nos proporciona la gracia de una madurez cristiana fundamentada en la conciencia de sí mismo como persona redimida e incorporada a Cristo, que se muestra creativa en la Iglesia y en el mundo. Toda efusión del Espíritu en el discípulo de Cristo produce una santificación en la persona. Ésta es requerida precisamente por el carácter, que sólo alcanza hasta el fondo su objetivo santificando y uniendo de manera subjetiva a Cristo 11.

Mas ésta no es una santificación cualquiera, al contrario: es propia de la confirmación, y está en relación yen dependencia de los fines de la consagración ontológica obrada por el carácter. Consiste ésta en el don de la gracia necesaria para edificar y difundir el reino de Dios mediante el anuncio, la vida y las obras. Incluye una gracia que da vigoren la inevitable lucha espiritual que hay que desarrollar en la tierra por el camino hacia el reino de los cielos.

Ninguna acción realizada con el poder recibido en virtud del carácter puede ser completa, si no tiene como signo de verdad la santidad de la persona, si la vida no atestigua el origen divino de lo que realiza. La santidad de la vida y las obras que de ella se siguen brillan ante los hombres, para que al ver y admirar den gloria al Padre de todos, que está en el cielo.

La gracia sacramental de la confirmación incrementa y consolida la unión de vida con Cristo, proporcionándonos la capacidad sobrenatural del conocimiento y de la difusión de la verdad cristiana (sabiduría, entendimiento y ciencia). Nos proporciona un espíritu filial y religioso de fortaleza, de piedad y de temor de Dios. Recibimos, por último, el don de consejo, para juzgar cristianamente en las diferentes situaciones históricas y humanas.

Adrienne von Speyr expresa de una manera adecuada la gracia de la confirmación con los siguientes términos: «La gracia de la confirmación consiste en el otorgamiento eclesial del Espíritu Santo eclesial, es decir, en reforzar al creyente en su sentido eclesial y en la convicción de que la Iglesia no es sólo institución, sino también vida [...] [La confirmación] nos une a la Iglesia, pero precisamente gracias al hecho de hacer a los cristianos mayores de edad. Ser mayor de edad consiste en llegar a ser capaz de juzgar de manera autónoma en el seno de la Iglesia y de mirar con los ojos de la Iglesia» 12
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1. N. Cabasilas, La vita la Cristo, Torino, 1971, p. 177. El myron es el óleo con el bálsamo consagrado por el obispo y usado para la unción de la confirmación. Dos son los modos de expresión que se usan para describir lo que se confiere en la confirmación. Unos hablan del don del Espíritu, y ponen el acento en el hecho de que la confirmación no nos confiere otra cosa que el Espíritu Santo. Otros afirman que en este sacramento recibimos la efusión de los dones del Espíritu, aquellos dones espirituales (del Espíritu) que señalan la presencia del reino mesiánico. Parece ser que estos dos modos de plantear la naturaleza del don del Espíritu Santo de la confirmación son complementarios y en modo alguno divergentes o contrarios. Por eso, el significado de las dos expresiones usadas en este trabajo es substancialmente idéntico. En cambio, el significado de las afirmaciones del don o de los dones del Espíritu Santo parece ser diferente al de las que indican, sobre todo, las consecuencias de tal efusión, como, por ejemplo, la fuerza para defender o difundir la fe. De hecho, estas últimas parecen conducir a un modo distinto de concebir la confirmación.

2. Sobre el Espíritu Santo en el N.T. y su referencia a la confirmación, cfr. H. Schlier, Lo Spirito Santo nel N.T., en: AA.VV., La riscoperta dello Spirito (eds. C. Heitmann y H. Mühlen), Milano, 1977, pp. 137-150; K. Lehmann, La testimonianza della Scrittura per la Cresima. Dialogo tra esegesi e dogmatica, en: «Communio» (ed. italiana) 64 (1982), pp. 13-21; W. Radl. Confennazione nel Nuovo Testamento, ibid., pp. 4-12.

3. G. Schneider, Gli atti degli Apostoli, I, Brescia, 1985, p. 685, afirma que en estos dos pasajes se encuentra el punto de partida para una comprensión sacramental de la imposición de las manos. Véase asimismo C. Ruch, Confirmation daos la Sainte Écriture, en: DThC. III.1, Paris, 1923, cols. 945-1026.

4. S. Th. III, 72, 1.

5. Mientras que en 2 Co 1, 21-22 parece que ambos términos, unción y sello, deben ser referidos, en primer lugar, al carácter impreso por el bautismo, como ya hemos tenido ocasión de señalar, en la tradición patrística y en los documentos del magisterio se usan de manera preferente en referencia a la confirmación.

6. Sobre los problemas históricos inherentes al desarrollo del sacramento de la confirmación, cfr. A. Hamman, El bautismo y la confirmación, Herder, Barcelona, 1982; L. Ligier, La confermazione. Significato e implicazione ecumeniche ieri e oggi, Roma, 1990; B. Neunheuser. Taufe und Firmung, Freiburg, 19822.

7. Pablo VI, Constitución apostólica Divinae Consortium Naturae, del 15.8.1971; cfr. EV, IV, Bologna, 19853, pp. 705-707.

8. Pío XII, Carta encíclica Mvstici Corporis C/aristi. del 29.6.1943. n. 18.

9. Para estas afirmaciones, cfr. L. Ligier, La Confennazione. pp. 264-266.

10. S. Th. III, 72, 5.

11. No podemos dejar de recordar a este propósito la rica doctrina de san Ambrosio sobre los dones del Espíritu Santo, sobre el sello espiritual, sobre la efusión del Espíritu por parte del obispo que hace alcanzar la perfección después del nacimiento. Cfr. De Sacramentis III, 2, 8-10; VI, 2, 6-10; De Mysteriis 7, 42.

11. A. Von Speyr, Mistica oggetiva, Milano, 1975, p. 166.

 

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