XIX. LA VIDA FUTURA


La muerte

Para todos, la muerte llega cuando el cuerpo está tan débil o estropeado que no puede responder a la energía vivificante que le proporciona el alma; a partir de ese momento, el cuerpo comienza a corromperse. Pero, ¿qué ocurre con el alma?

Recordemos que el alma no recibe la vida del cuerpo, sino que es creada directa e individualmente por Dios.

Así, puesto que el alma no toma su existencia del cuerpo, no hay razón para que ésta acabe con la del último. Aún hay más: si nos hemos dado cuenta de que el alma es un espíritu, y de lo que es ser un espíritu, habremos concluido que su existencia no tiene fin. Estamos tan acostumbrados a la unión del alma y el cuerpo, que tenemos la sensación de que ninguno de los dos puede existir por su cuenta, ni siquiera a un ritmo más lento. En esta vida, la mente adquiere el conocimiento a partir de la información que recibe de los sentidos corporales, y podría parecernos que no serviría para nada sin éstos.

Ahora bien, un estudio más profundo nos muestra que lo verdaderamente extraño no es que el alma se separe del cuerpo, sino más bien el uso que ésta hace de aquél mientras dura esa unión.

Que un espíritu, cuya verdadera naturaleza conocemos, dependa en su conocimiento de un cuerpo material que, de suyo, no conoce nada es mucho más misterioso. No sabemos cómo conoce ese espíritu lo que le transmiten los sentidos; lo único que sabemos es que, en las condiciones de esta vida, ocurre así, pero nada nos indica que en la vida futura, de características totalmente distintas, esto deba suceder igual.

Los filósofos podrían seguir hablándonos sobre este tema, pero nosotros vamos a limitarnos a lo que Dios nos ha dicho acerca de lo que sobrevive a la separación del alma y el cuerpo.

Para empezar, no encuentro nada que lo explique mejor que una canción inglesa del siglo pasado:

El cuerpo de John Brown se consume bajo la tierra,
pero su alma sigue adelante.

Pero, ¿hacía dónde sigue adelante? Retrocedamos otro medio siglo, hasta el Ancient Mariner de Coleridge:

Las almas volaron de sus cuerpos
unas a la bienaventuranza y otras a la desgracia.

Bienaventuranza o desgracia: ésta es la cuestión; pero, ¿qué es lo que hace que la balanza se incline a un lado u otro?

El amor es el que decide: después de la muerte, el alma irá al cielo o al infierno, de acuerdo con el objeto de su amor. Hay una frase maravillosa de San Agustín a este respecto —amor meus pondus meus («Mi amor es mi peso»)—, en la que hace una comparación con las cosas materiales: las más pesadas van hacia abajo y las más ligeras suben. El mismo efecto tiene el amor sobre las personas. A continuación, escribe otra frase que, traducida más o menos libremente, viene a decir:«el amor es el que me lleva adonde quiera que voy». Uno no puede por menos que acordarse de aquella frase terrible de la Escritura, cuando ésta se refiere a la muerte de Judas: «Y fue a parar al lugar que le correspondía». Fue su amor el que le llevó allí, pero su amor por Judas: por sí mismo.

De esta manera, la voluntad elige su propio destino en la vida futura. O bien amamos a Dios, o bien nos amamos a nosotros mismos, en contra de Dios: el amor a Dios nos lleva a Dios; el amor a nosotros mismos nos separa de Dios. El Señor resumió la realidad del infierno en dos elementos: separación de Dios y fuego eterno (Mt XXV, 14).

El Infierno

El pensamiento del infierno es tan horrible que, a menos que nuestra mente entienda su naturaleza y significado, puede deformar y pervertir nuestro concepto de Dios. Puede, en pocas palabras, dañar o incluso destruir nuestra comprensión de aquella verdad suprema acerca de Dios que dejó escrita San Juan: «Dios es amor». Esta perversión puede tener dos formas:

La más corriente es pensar que el infierno y un Dios amable y amoroso no pueden ser compatibles; si hay infierno, Dios no puede ser amor, o si, por el contrario, Dios es amor, no puede existir el infierno.

Menos común, pero más sutil y peligrosa, es la opinión —que uno puede encontrar en muchas personas que se consideran buenos cristianos— que no sólo acepta de todo corazón la existencia del infierno, sino que además siente un placer casi morboso en imaginarse torturas que un Dios irritado impone a los pecadores (entre los que ellos, naturalmente, no se encuentran). Pueden llegar incluso a asociar el infierno con el amor de Dios, aunque no se sepa muy bien cómo.

Estos se atienen a una historia escocesa que relataba un predicador escocés acerca del infierno: estando los condenados metidos en ollas de agua hirviendo hasta la cabeza, bajó un ángel con una guadaña; éstos, asustados, se hundieron completamente, pero no resistieron mucho con la cabeza sumergida; con los ojos enrojecidos por el calor, gritaban: «Pero, Señor, nosotros no sabíamos esto». Y entonces, Dios, inclinándose hacia ellos «con misericordia y compasión infinitas», les respondió: «Pues ahora ya lo sabéis».

Esto es una broma, por supuesto: una exageración tremenda. A pesar de todo —o, mejor aún—, precisamente por eso, podemos aprovechar para sacar una conclusión de ella: no nos serviría para nada estar en lo cierto acerca del infierno y equivocados acerca de Dios. Debemos conjugar ambas verdades: Dios y el infierno.

La primera forma de perversión —«el infierno es incompatible con el amor»— queda desautorizada por el simple hecho de que la existencia del infierno nos la predicó Cristo, que es el amor supremo. Ya nos hemos referido al relato que San Mateo, al comienzo de su Evangelio, hace del Sermón de la Montaña, que comienza con las Bienaventuranzas y continúa a lo largo de tres capítulos (V-VII). En él, nuestro Señor menciona el infierno cinco veces por lo menos. Habla de éste seriamente, pero no —y empleo a propósito la expresión que hoy se oye tantas veces— deleitándose en ello. Nosotros debemos estudiarlo seriamente.

Dejando aparte la fantasía —y especialmente la morbosidad dantesca, capaz de inventar todo tipo de torturas—, ¿qué es lo que realmente conocemos del infierno? Cuatro cosas importantes: que existe; que comenzó a existir con la caída de Satanás y los ángeles que se unieron a su rebelión; que es un lugar de sufrimiento; que es eterno. Además, está la palabra fuego, que el Señor mencionó en varias ocasiones, y que, sin lugar a dudas, significa gran sufrimiento, ya que hay pocas cosas que hagan sufrir más en la tierra que el fuego. Pero no nos ayuda mucho a hacernos una idea del infierno: su fuego tiene que ser muy distinto del que conocemos, ya que es capaz de atormentar a espíritus (almas separadas de los cuerpos y ángeles que nunca tuvieron cuerpos) y no consume los cuerpos (que no se unirán a sus respectivas almas hasta el final de los tiempos).

Hay que comprender el infierno como lo que es: un misterio profundo; no el misterio de la crueldad de Dios, sino el de la iniquidad del hombre, que es capaz de odiar a Dios. No quiero decir que el odio a Dios sea lo que caracterice a la mayor parte de los pecadores, o que ese odio sea anterior a sus faltas; me refiero a que el pecado comienza con un amor desordenado a uno mismo, y ese amor a uno mismo puede acabar siendo monstruoso, como una auténtica egolatría, que excluye cualquier otro amor y puede llegar a convertirse en odio a Dios. Esto puede ocurrir en vida o en el momento de la muerte: esa monstruosa egolatría hace nacer el odio a Dios, puesto que se le contempla como un rival de esa adoración de uno mismo.

En ese caso, es el hombre quien ha elegido la separación de Dios. La principal pena del infierno consiste, inevitablemente, en esa separación, que los teólogos llaman pena de daño. Todos hemos sido creados por Dios para acabar uniéndonos a El. Cada uno de nosotros constituye un conjunto de necesidades que sólo Dios puede satisfacer. No es ninguna exageración decir que el alma necesita a Dios como el cuerpo la comida o el agua. Sin ellos sobreviene la agonía, terrible mientras dura; pero ésta acaba con la muerte. Algo semejante a esa agonía producida por una necesidad insatisfecha se da en el alma separada de Dios; esta agonía no tendrá fin con la muerte, ya que el alma es un espíritu.

El alma condenada ha elegido su autosuficiencia; pero ésta no es bastante. Ha hecho de sí misma su propio Dios, y se encuentra con un dios lastimosamente, desesperadamente insatisfecho: no es otro el castigo más profundo del infierno. Por lo demás, no podemos hacernos una idea de en qué consistirá el resto del castigo que infligirá la justicia divina. Los teólogos, que, como hemos señalado, consideran la pena de daño como la más importante, hablan también de la pena de sentido. Esta puede consistir perfectamente en un castigo real, e incluir sufrimientos para el alma y, finalmente, también para el cuerpo, no sólo por la pérdida de Dios, sino por la ausencia de tantas otras cosas: del amor y compañía del resto de los hombres, por ejemplo.

Pero la privación de Dios es la pena esencial: y esta privación es querida por el mismo condenado. No tiene nada de Dios, pero El lo conserva en la existencia. Dios sería el único que podría alimentarlo, pero él no se deja.

Entonces, ¿qué hace Dios con un hombre que muere amándose a sí mismo hasta el punto de odiarle a El? Lo sabemos por sus propias palabras: lo deja ir al lugar que le corresponde. No se ve qué otra cosa podría hacer Dios. No podría recibirlo en el Cielo, porque eso significaría una inconcebible unión íntima con el Dios al que odia, y un incesable tormento para su amor propio.

Aquellos que niegan la existencia del infierno con tanta seguridad parecen haber olvidado el problema de que la gente ha preferido escogerse a sí mismo contra Dios (a pesar de que la propia experiencia de nuestra vida nos demuestra que no es imposible). Aunque se les llame la atención sobre ello, no se dan cuenta o, si acaso, dicen que Dios se contentará con aniquilarlos —incluso antes de su nacimiento, ya que sabe quiénes son los que habrán de odiarle—. No podemos ahora penetrar en el profundo estudio teológico que sería necesario con el fin de descubrir los motivos que Dios pueda tener para no aniquilar a aquellos que le odian; aparte de eso, no podemos llegar a la conclusión de que las almas condenadas prefieran su aniquilación. A mí me da la impresión de que es probable que el amor a uno mismo llevado a ese extremo suponga un deseo de supervivencia a toda costa.

El Purgatorio

Aunque no sin esfuerzo, podemos haber elegido también el otro amor posible; al final de nuestra vida, tal vez hayamos tomado la decisión de amar a Dios. Ya hemos dicho que el amor pone al alma en manos de Dios. El alma que ama a Dios también va al sitio que le corresponde; este sitio es la presencia de Dios.

Esto ocurrirá, en pocas palabras, si el alma posee en ese momento gracia santificante, cuyo principio de vida es la caridad y cuyo propósito en los planes de Dios es conducir a los hombres a la visión beatífica. Con todo, es posible que el alma, sobrenaturalizada por la gracia, ame a Dios, pero no totalmente. Aunque el amor de Dios sea su elemento fundamental, puede haber en ella sombras, zonas sin vida que impidan esa plenitud del amor; puede haber cosas pequeñas, sin demasiada importancia, que no estén de acuerdo con la voluntad de Dios. Junto a los deseos de elevarse, quizá haya todavía un cierto apegamiento a uno mismo, que, sin ser demasiado grave, es un desamor, un defecto en la pureza del amor. Hemos leído muchas veces en el Apocalipsis (XXI, 27) que nada impuro puede entrar en el Cielo.

Si se nos ocurre pensar que Dios pasará por alto faltas tan nimias, puede venirnos bien recordar que El sabe que, con su ayuda, la perfección está a nuestro alcance y nos mandó: «Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto».

La mayor parte de nosotros tenemos la experiencia de que en nuestra vida suele ocurrir lo siguiente: quizá amamos de verdad a Dios y luchamos por servirle. A pesar de todo, somos conscientes de pecados veniales cometidos en el pasado de los que no nos hemos arrepentido, y también somos concientes de que los podemos cometer en el futuro; igualmente nos damos cuenta, si somos sinceros con nosotros mismos, de pecados mortales de los que nos hemos arrepentido, aunque no con toda la intensidad de arrepentimiento que la estupidez cometida requería; conocemos que en nosotros hay pasiones no dominadas que, como en tiempos pasados, nos pueden llevar a cometer de nuevo un pecado mortal. A pesar de nuestro continuo esfuerzo por mejorar, sabemos que no hemos luchado todo lo que hubiéramos podido. La situación que hemos descrito es el estado en que se encuentra la vida de una gran mayoría de personas; y existe la posibilidad de que muchas de esas personas encuentren la muerte en ese estado.

Tenemos razones para creer en que recibiremos una ayuda especial cuando nos llegue la muerte. Las oraciones de otros pueden conseguirnos gracias actuales; y la Unción de Enfermos puede limpiarnos completamente, aunque las disposiciones que tengamos al recibir este sacramento puedan poner obstáculos a la limpieza absoluta de algunos de nuestros defectos. Así, pues, podemos abandonar esta vida habiendo amado a Dios imperfectamente, sin plenitud.

Nótese que nos estamos refiriendo a defectos de nuestra naturaleza, elementos que impiden la total armonía entre esta vida y la vida sobrenatural que se nos ha infundido. Amamos a Dios, y el único lugar estable para amar a Dios es la presencia de Dios. Pero no estamos preparados todavía para ocupar ese lugar. El Purgatorio existe para prepararnos. La palabra viene de un verbo latino que significa precisamente «purificar»; para eso está el Purgatorio; allí no ganamos gracia: saldremos de él sin haber aumentado en nada nuestra vida sobrenatural; su única función es purificar nuestra naturaleza.

Al llegar a este punto, nos viene a la cabeza aquella frase de San Juan: «La sangre de Cristo nos limpia de toda iniquidad» (1 Jn I, 7). Y podemos extrañarnos, porque si la sangre de Cristo puede limpiarnos de toda iniquidad, ¿qué queda en nosotros por purificar en el Purgatorio? Sigamos pensando: es verdad que nada hay en nosotros que pueda ser purificado si no lo purifica el sacrificio de Cristo en el Calvario. No obstante, los hombres podemos impedir, total o parcialmente, esa purificación. Debemos poner algo de nuestra parte, para que se realice la purificación que sólo la sangre de Cristo puede alcanzarnos. Aquí es donde el Purgatorio juega su papel: ha quedado suficientemente clara la verdad evidente de que el Purgatorio no es capaz de hacer lo que sólo la sangre de Cristo hace; lo único que hace el Purgatorio es apartar los obstáculos que hemos puesto al poder purificador de la sangre del Señor.

Lejos de disminuir la eficacia del sacrificio del Calvario, la existencia del Purgatorio la hace llegar más allá de la muerte. Si hay en nosotros la más mínima chispa de vida sobrenatural, aunque nublada por una natural tosquedad, la sangre del Señor puede eliminar esa tosquedad y así la vida sobrenatural alcanza su verdadero fin.

¿Cómo se quitan los defectos de nuestra naturaleza en el Purgatorio? Actuando sobre ellos de la forma más directa posible: el sufrimiento. Ya hemos contemplado dos veces con anterioridad lo que podríamos llamar conexión orgánica entre la aceptación del sufrimiento y la purificación; esta última no es como la venganza de un Juez irritado, sino las medicinas que nos manda un médico que nos conoce perfectamente. Lo mismo ocurre en el Purgatorio. Aunque no nos haya sido revelada la naturaleza del sufrimiento que en él se padece, hay dos elementos que resultan bastante evidentes: el primero es la consciencia que el alma alcanza de la maldad del pecado venial, con una clarividencia muy superior a la que haya podido tener durante su vida, y, más aún, de aquellos pecados mortales de los que no se hubiese arrepentido suficientemente; el segundo es un deseo ardiente de ver a Dios, como no lo tuvo antes de la muerte.

Como ya hemos visto, la aceptación del sufrimiento es el proceso inverso al del pecado, ya que éste consiste en la elección de la propia voluntad en contra de la de Dios. La aceptación rendida de la voluntad de Dios, cueste lo que cueste, por el contrario, lleva consigo la purificación.

Una última observación que vale la pena mencionar: la Iglesia nos enseña que la purificación de las almas del Purgatorio puede acelerarse y, en consecuencia, también su llegada al Cielo, por las oraciones de los que estamos en la tierra. Los católicos han encontrado siempre un gozo especial en rezar por sus muertos, aunque sólo sea por el hecho de saber que aún hay algo que todavía pueden hacer por las personas a las que amaron en la tierra.

Cuando el amor a uno mismo ha desaparecido por completo, en el momento de la muerte o después de haber sufrido en el Purgatorio, el alma vuela hacia Dios, hacia esa unión total para la que Dios creó a todos los hombres.

Al llegar a este punto, deberá leerse atentamente todo lo que hemos dicho en el capítulo noveno sobre la visión beatífica. Cabe resaltar cómo la esencia misma de la vida en el Cielo se ha designado siempre con el verbo ver. Nuestro Señor dijo que los ángeles custodios «ven continuamente la faz de mi Padre»; San Pablo dice que en el Cielo «conoceremos como somos conocidos», «veremos a Dios cara a cara»; San Juan dice que «le veremos tal como es».

De la misma manera que el conocimiento de Dios a través de la fe es la raíz de nuestra vida sobrenatural aquí abajo, así el conocimiento de Dios por la visión será su esencia en el Cielo: todo lo demás procede de eso. La Iglesia ha explicado con detalle en qué consistirá esa visión: Benedicto XII nos dice que las almas en el Cielo «contemplan cara a cara la esencia divina con una visión intuitiva»; todos los grandes teólogos han precisado la distinción entre el conocimiento natural de la inteligencia, a través de conceptos o ideas, y la visión directa de Dios en el Cielo: Dios mismo toma el lugar de la idea de Dios.

Veremos a Dios como El es, en la distinción de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. No dejará de ser un misterio, ya que seguiremos siendo finitos, limitados, y la mente finita no puede abarcar totalmente al Dios infinito. Pero hasta el mismo misterio será causa de bienaventuranza.

El contacto de la inteligencia con Dios lleva consigo, desde luego, el contacto de toda nuestra alma. Como ya hemos visto, la inteligencia no es sólo una parte del alma, capaz de estar por sí sola en contacto directo con Dios, dejando de lado a las demás partes. El alma no tiene partes: es tal como ya hemos explicado, simple. También la voluntad estará en contacto directo con Dios, amándole sin nada que se interponga; y lo mismo ocurrirá con la totalidad del ser humano.

Todas nuestras potencias, de hecho, estarán operando al máximo de su intensidad sobre Dios, que es la plenitud de la realidad: no es otra la esencia de la felicidad.

Con este contacto, el alma no deja de ser ella misma; por el contrario, adquiere plenamente su identidad. No se sumerge en Dios, como una gota en la inmensidad del Infinito, porque éste —¿hace falta volver a repetirlo?— no tiene partes: es totalmente simple y sin mezclas. Dios es y será El mismo, será siempre el mismo, siempre la imagen de Dios; tampoco pierde el hombre, al permanecer para siempre distinto de Dios, su conciencia de sí mismo, como parecen sugerir algunos piadosos. (Uno tiene la impresión de que exageran intencionadamente para recalcar la gloria del Infinito). No es así, porque cada hombre es obra de Dios, y no se da más gloria al Creador ignorando parte de Su obra, aunque esta parte seamos nosotros mismos. Dios merece también alabanza por habernos creado de la nada, merece también agradecimiento; perder la conciencia de uno mismo no es, por tanto, un buen fundamento para nuestra alabanza o agradecimiento a Dios.

El deseo de dar gloria a Dios tiene, además, otra consecuencia: debemos ser conscientes, con gozo y agradecimiento, de que no sólo existirnos nosotros, sino otras muchas almas que están en el Cielo y que también han salido de las manos de Dios; El las ama y ellas están unidas a El. Por eso, debemos amarlas y estar unidos a ellas lo más estrechamente posible.

Entre aquellos a los que conoceremos y amaremos corno no hemos conocido ni amado nunca en la tierra, el primero es evidente: Cristo Dios Hijo en Su naturaleza humana; la segunda, como también parece evidente, es Su Madre. Sólo estos dos poseen sus cuerpos gloriosos antes del Juicio Final y el fin del mundo; además, estarán todas las demás almas humanas; además, estarán los ángeles.

Por otro lado, nuestro amor por los que todavía viven en la tierra no desaparecerá: el amor no puede desaparecer. Al revelarnos Dios su condición, podremos estar mucho más pendientes de ellos, y Le imploraremos que les ayude. No hay contradicción entre la atención a los demás y la visión directa de Dios, como objetan algunos: el mismo Señor dijo que los ángeles a quienes se ha confiado la custodia de los niños aquí en la tierra «ven continuamente la faz de mi Padre».

Para muchos —y tal vez para mayoría— de nosotros, la primera reacción ante las afirmaciones que acabamos de hacer sobre el Cielo puede ser la impresión de que vamos a quedarnos sin la mayor parte de nuestros placeres terrenos: imaginarnos allí añorando los tiempos felices que pasamos en la tierra, antes de alcanzar la bienaventuranza eterna.

Ante esta posibilidad, hay que hacer dos consideraciones. La más obvia es que no podemos ni siquiera intuir los placeres de la vida en el Cielo, porque no hay forma de conocer un placer hasta que se disfruta: ni el análisis más completo podría darnos una idea de él si no lo hemos experimentado: no podemos transmitir a un ciego la riqueza del color; hay muchos placeres nobles entre los adultos que los niños no entienden. Pues bien, en el Cielo nos habremos librado de la venda que ciega nuestros ojos; por fin habremos madurado.

La otra consideración es que en esta vida nos complacen cosas o hechos, tanto por su realidad como por lo que nuestra imaginación les otorga. Estos últimos no existirán, desde luego, en el Cielo, puesto que no hay allí lugar para la ilusión o la desilusión. Pero gozaremos de los primeros en medida mucho mayor, ya que toda la realidad de un ser creado es debida a un don de Dios, y está, por tanto, en la infinita plenitud de su perfección en Dios mismo, y con El viviremos en contacto directo.