XIII. LA IGLESIA VISIBLE


La estructura de la Iglesia

La salvación del hombre —ya lo hemos visto—está ligada a los Apóstoles. A través de ellos, la vida y la doctrina de Cristo se dan a conocer a los hombres hasta el final de los tiempos. La intervención de los Apóstoles significa, pues, dos cosas: que unidos a ellos estamos unidos a Cristo, y que la doctrina que nos enseñan y la vida que nos dan están garantizadas por Él.

Esta es la Iglesia que el Señor prometió fundar sobre Pedro, sobre la que, diez días después de la promesa, descendió el Espíritu Santo en forma de Lenguas de fuego. Había once Apóstoles, y uno de ellos, Pedro, como veremos más adelante en detalle, iba a ser el Pastor que representase, aquí en la tierra, al Buen Pastor que había subido a la diestra de su Padre. Estaban presentes también en aquella ocasión ciento veinte discípulos: «discípulo» significa «aprendiz», mientras que «apóstol» quiere decir «enviado»; enviados para transmitir los dones de la verdad, la vida y la unión.

Esta es la Iglesia que «nació del Espíritu Santo y del fuego» en la primera Pentecostés. Su estructura se ha desarrollado —creándose, por ejemplo, nuevos tipos de oficiales subordinados a los Apóstoles, a medida que el número de discípulos iba exigiendo una administración más compleja—, pero las líneas fundamentales de dicha estructura permanecen inalterables: el grupo de discípulos, los que son dispensadores de verdad y de vida, los que representan a Cristo como Pastor de la Grey.

En todos estos planos los seres humanos irán cambiando, los hombres mueren y otros los sustituyen. Pero siempre será el mismo Cristo el que actúe. La Iglesia, unida a El, realiza en Su nombre lo mismo que El —cuando estaba en este mundo—hacía por los hombres, de la forma que El quiere que ahora se haga; el mismo Espíritu Santo que moraba en El mora en Su Iglesia.

Es probable que entendamos mejor la idea que el Señor tiene de su Iglesia si contemplamos lo que hizo con Pedro. El primer momento importante es cambiarle el nombre de Simón por el de Pedro, que significa «Piedra»; San Mateo (XVI, 17-20) deja claro el motivo del cambio: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...». Si no se conoce de memoria la continuación de estas palabras, vale la pena volver a leer ahora todo el pasaje.

Leamos también lo que el Señor dijo a Pedro en la Última Cena (Lc XXIII, 28-32); detengámonos luego en las palabras por las que Cristo constituyó a Pedro en pastor de su grey (Jn XXI, 15-18): Por tres veces, le dice que él debe alimentar a las ovejas y corderos. Es decir, le manda dar de comer a todo el rebaño; pero ¿con qué comida?

Son también tres las veces que el Señor habla de la comida:

— Al Diablo, cuando es tentado por éste, le repite las palabras del Deuteronomio: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Por lo tanto, la palabra de Dios es comida.

— A sus discípulos, cuando le piden que coma (Jn IV, 34), les dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado». Por lo tanto, la Ley de Dios es comida.

— A la muchedumbre, después de alimentarla a partir de cinco panes y dos peces (Jn VI, 55), les advierte: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día». Por lo tanto, su Cuerpo y su Sangre son comida.

De esta forma, Pedro debe velar porque seamos alimentados con la verdad, la Ley y los sacramentos; Pedro, y todos los que —uno por uno— le sucedan como Pastores hasta el final de los tiempos.

Ahora bien, esto no lo harán por su propio poder: después de cada uno de los mandatos que el Señor dio a Pedro, vino una reprimenda. En el capítulo XVI de San Mateo, dice a Pedro: «Apártate de mí, Satanás», cuando le intentaba convencer de que no fuese a Jerusalén para sufrir. En el capítulo XXII de San Lucas, el reproche es aún más fuerte: «Yo te aseguro, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocerme». Por fin, casi al final del capítulo XXI de San Juan, encontramos una frase sorprendente: «¿A ti qué te importa?».

Pedro fue un santo; muchos de sus sucesores han sido también canonizados, mientras que nos apenan las pocas muestras de santidad que han dado otros. Lo mismo puede decirse de los Obispos y sacerdotes: nos llenamos de gozo por los que son santos, y podemos entristecernos por otros. Pero el poder en el que y por el que vivimos no es suyo: es de Cristo. Él es la razón por la que pertenecemos a la Iglesia, y no los hombres que puedan gobernarla en un momento dado, aquí en la tierra. Los dones nos vienen a través de ellos, pero siempre proceden de Cristo.

La Iglesia es Católica y Apostólica

El Señor ha querido, pues, que Su Obra de la Redención del hombre se perpetúe mientras exista el mundo; El es quien la continúa, desde luego, pero sirviéndose de una sociedad humana. Prometió a Pedro edificar sobre él Su Iglesia (Mt XVI, 18); dicho sea de paso, éste debió de sentirse halagado y confundido al mismo tiempo, preguntándose en qué consistía esa Iglesia.

La naturaleza, el fin y la estructura de la Iglesia quedarían claras más adelante, por las palabras empleadas por nuestro Señor poco antes de Su Ascensión a los Cielos (Mt XXVIII, 19-20). Pedro y los otros Apóstoles serían los hombres clave de la Iglesia; sería apostólica hasta el final de los tiempos. Y hasta el final de los tiempos sería católica.

La riqueza de esta última palabra es inagotable. Aquí no podemos detenernos más que en su significado más común. La palabra «católica» procede del griego, y significa «universal». Ahora bien, ¿qué quiere decir «universal»? El término contiene dos elementos: todo y una, todo en una.

En Su primer mandato a Pedro, nuestro Señor dejó claro lo que quiere decir con «una»: Su Iglesia se edificaría sobre la Piedra. Pedro tenía las llaves y el poder de atar y desatar, que Dios mismo ratificaría. En Su último mandato a los Apóstoles, dejó claro lo que quería decir con «todo», un*todo triple: todas las naciones, toda la doctrina, todos los tiempos.

En el Credo de Nicea, afirmamos que la Iglesia es «una, santa, católica y apostólica». Decimos —correctamente— que esas son sus cuatro notas. Pues bien, detengámonos en ellas: son signos visibles, visibles para cualquiera que quiera verlos; no requieren los ojos de la fe, cualquiera que la observe racionalmente puede comprobarlas. Tal vez no entienda la importancia que le damos los católicos, pero, con tal de que entienda lo que queremos decir con ellas, no tendrá más remedio que aceptarlas: admitirá que se dan en la Iglesia.

Para los católicos, sin embargo, son mucho más que eso: son signos visibles de realidades interiores. La forma de mostrarse exteriormente puede variar en cada época, de acuerdo con la respuesta, generosa o raquítica, de los hombres a los dones de Dios. Pero la realidad interior permanecerá inmutable; porque así hizo Cristo a Su Iglesia, nunca podrá cambiar.

Tomemos la nota de la catolicidad, por ejemplo. A medida que ha ido pasando el tiempo desde su fundación, ha ido enseñando la doctrina a innumerables naciones. Pero, en su realidad más profunda, no es más católica ahora que lo era en su fundación.

Cuando nuestro Señor estableció la Iglesia, ésta no contaba más que con unos pocos centenares de judíos; no tenía ninguna antigüedad, y su predicación aún no había comenzado. Sin embargo, ya desde ese instante la Iglesia era Católica, pues había sido instituida —para todos los hombres—por Aquel que es Maestro universal y Dador de la vida a todos los hombres. Esa es la realidad interior, que comenzaría a mostrarse exteriormente ya el día de Pentecostés.

Esta nota ha resaltado de forma más espectacular en unas épocas que en otras; hay naciones enteras que se han unido a la Iglesia, y naciones enteras que se han apartado de ella. No obstante, es siempre la misma Iglesia, a través de la cual el Señor ofrece a los hombres la plenitud de la verdad, la vida y la unión.

Las realidades interiores forman parte de su esencia; pero las señales externas son de una gran importancia a la hora de establecer la relación única y especialísima de la Iglesia con Dios.

Como nota, la apostolicidad puede contemplarse desde distintos puntos de vista; los más importantes son tres:

Primero: la Iglesia ha tenido una continuidad ininterrumpida desde aquellos a quienes les fue dada la vida en la primera Pentecostés; a través de la imposición de las manos, cada Obispo, cada sacerdote está ligado a los Apóstoles.

Segundo: la Iglesia, como los Apóstoles, enseña y ha enseñado siempre sólo lo que Cristo enseñó; nunca se ha concebido, por ejemplo, que con el progreso del conocimiento lleguemos a saber más que El. Ha habido desarrollo, pero siempre un genuino desarrollo de lo que El nos dejó en depósito.

Tercero: la Iglesia enseña como enseñaron los Apóstoles: con completa autoridad; siempre ha dicho lo que los Apóstoles dijeron en el Concilio de Jerusalén (Hech XV, 28): «Nos ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros...».

En cuanto a la nota de catolicidad, vale la pena destacar dos puntos. Los pueblos más diversos han entrado en la Iglesia y todos ellos se han encontrado enteramente como en su propia casa. Todo tipo de hombres y toda clase de naciones han vivido en ella y la han amado. La Iglesia Católica no corta a todos por un mismo patrón. Hay grandes diferencias entre los siglos y las civilizaciones, pero la Iglesia es capaz de llegar al fondo, por debajo de las diferencias, hasta alcanzar aquello que en lo profundo de su humanidad todos los hombres tienen de común. Es natural que así sea, pues la Iglesia ha sido hecha por el Dios que ha hecho a los hombres.

La Iglesia es Una

La nota de la unidad surge por sí misma después de haber visto la de la catolicidad, pues sin aquélla ésta quedaría sin contenido. Ser católico y no ser uno no tendría sentido.

La importancia que la unidad tiene para nuestro Señor se pone de manifiesto claramente en una frase de la Ultima Cena (In XVII, 21): rezaba por los Apóstoles, y por todos los que a través de sus enseñanzas creyeran en Él, «para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros, y el mundo sepa que tú me has enviado».

Significaba tanto la unidad para Él, que sobre ella basaba la capacidad de probar al mundo su divinidad; significaba tanto la unidad en sí misma, que llega a compararla a la unión que en la Divinidad existe entre el Padre y el Hijo.

Fijémonos de nuevo en las palabras del Señor. Esa unidad habría de ser de los hombres en la Trinidad: «para que sean uno en nosotros»; esa es la realidad interior. Pero debe ser también visible externamente, de modo que el mundo la contemple como prueba de la realidad interior de Cristo; ésta es la nota.

Los católicos decimos que estamos unidos en la fe, el culto y el gobierno.

En la fe, porque aceptamos la doctrina y obedecemos las leyes espirituales y morales de la Iglesia, como enseñanzas y mandatos del mismo Cristo.

De igual manera, en el culto recibimos la Santa Misa y los Sacramentos venidos de Cristo a través de la Iglesia.

En tercer lugar, la unidad en el gobierno puede verse sencillamente en lo que nuestro Señor dijo primero a Pedro (Mt XVI, 19), y luego a todos los Apóstoles (Mt XVIII, 18): «Cuanto atareis en la tierra será atado en el Cielo». Dentro de la estructura de las leyes morales, espirituales y litúrgicas de la Iglesia dadas expresamente por Cristo, la Iglesia puede reglamentar lo necesario para ayudar a sus miembros a vivir más plenamente de acuerdo con ellas: el ayuno eucarístico, por ejemplo, o las normas para celebrar matrimonios mixtos, o el celibato del sacerdocio.

Sólo un afán enfermizo de buscar lo novedoso puede explicar que alguien que lee los Evangelios no encuentre atractiva la unidad de la Iglesia. Incluso hay quienes la encuentran rechazable; la ven como una subordinación, con tiranía en los gobernantes y servilismo en los gobernados. El peor fenómeno político de nuestros días les ha brindado un término para calificarla: totalitarismo.

Eso es precisamente lo más opuesto a ella, ya que en el estado totalitario todo cae bajo el control del Estado; no hay ámbito para lo privado. En la Iglesia, en cambio, la distinción entre la esfera religiosa y la civil está perfectamente delimitada; y la Iglesia no reclama ninguna autoridad sobre sus miembros en ésta última.

Hay ocasiones en las que ambas esferas se solapan, se entrecruzan, pues existen cuestiones civiles con efectos religiosos; y otras de legítima diferencia de opiniones, en las que la autoridad se ve precisada a intervenir. Pero, a través de su larga historia, ni siquiera sus adversarios han encontrado que la Iglesia haya sido muy dada a imponer su autoridad en la esfera de lo civil; en Estados Unidos o Inglaterra —por tomar dos ejemplos conocidos— el Papa no ha dicho nunca a los católicos cómo debían votar en una elección.

Podría pensarse que quien toma sus propias decisiones en lo referente a la religión, es más libre y más espontáneo. Pero si alguien se une a la Iglesia —o permanece en ella— porque cree que Cristo la fundó para darnos la verdad, la vida y la unión con El, es de sentido común aceptar la doctrina y la Moral, que el Señor le ha dado, y los medios para alcanzar la vida y la unión. Además, éstas no son cosas que podamos descubrir por nosotros mismos: o las sabemos por Revelación de Dios, o no podemos saberlas. Por eso, debemos encontrar los maestros autorizados por Dios para enseñarlas, y aceptar su autoridad. La alternativa es marcharse; y la libertad no saca ningún provecho de la ignorancia.

La Iglesia es Santa

También en la nota de la santidad, igual que en las otras, debemos distinguir entre el signo visible —que puede ser visto por cualquiera, que puede ser más o menos visible— y la realidad interna, visible sólo por los ojos de la fe y que pertenece a la esencia misma de la Iglesia, presente desde el primer momento de su existencia e inalterable.

En este sentido profundo, la santidad de la Iglesia es simplemente la santidad de Cristo: es Su Iglesia, fundada por El como la transmisora de la santidad de los hombres. Cada uno de sus miembros, en contacto con Cristo, tiene a su alcance una fuente de santidad; el único límite para recibir lo que El nos quiere dar es el que ponga nuestra propia voluntad.

La santidad de la Iglesia no puede aumentar, ni, desde luego, disminuir. Si todos sus miembros estuvieran en estado de gracia en un momento dado, la santidad de la Iglesia no sería mayor de lo que es; si todos estuviéramos al mismo tiempo en pecado mortal, tampoco sería menor. En otras palabras, la santidad de la Iglesia no es la suma total de la santidad de cada uno de sus miembros, como la humedad de la lluvia no se mide por lo que se han mojado los que han estado bajo ella; si todo el mundo sale a la calle y se cala hasta los huesos, la humedad de la lluvia no varía, como tampoco varía si todos se quedan en casa. La lluvia es húmeda por ser lluvia, independientemente de que moje a los hombres o no; la Iglesia es santa porque es Cristo presente en el mundo. La santidad de la Iglesia es la causa de la santidad de sus miembros, pero no se mide por como correspondan éstos.

Ahora bien, en lo que se refiere a la santidad como nota de la Iglesia, debemos contemplar los efectos en sus miembros, ya que éstos son los externamente visibles. Puede verse que la Iglesia es santa porque enseña una doctrina santa, porque pone a nuestra disposición todos los medios para alcanzar la santidad, y los santos están ahí como muestra patente de lo inmensamente eficaces que esos medios pueden ser. Estos son tres temas muy amplios. Vamos al menos a echarles una rápida ojeada.

Por la fe, sabemos en toda la plenitud de su realidad, que la doctrina que la Iglesia nos enseña es santa. Incluso para aquellos que no tienen fe, o difieren de la Iglesia por su concepto de santidad, o bien descartan la santidad como cosa sin importancia en un mundo tan ajetreado, hay un hecho innegable: en sus enseñanzas, la Iglesia se aferra siempre a su propio concepto de santidad: la voluntad de Dios es algo absoluto. Jamás ha consentido ninguna desviación de la misma, por la razón que fuera; ha pasado por la experiencia de la ambición mundana y de las flaquezas humanas, pero nunca ha dejado que ni aquélla ni éstas influyan en su manifestación de la Ley de Dios.

Ha habido Papas que no han dado muchas muestras de su santidad personal, pero ninguno de ellos ha intentado jamás manipular la Ley de Dios para adaptarla indulgentemente a sus propias tentaciones. Y ninguna otra cualidad humana ha sido nunca considerada mayor que la santidad: sus héroes son los santos; ha introducido en la Liturgia Misas de santos, pero nunca de un Papa individual —por famoso que haya sido— hasta que no haya sido canonizado. Y, por si alguien se siente tentado de reír cínicamente por esto último, cabe recordar qua sólo dos Papas de los últimos cuatrocientos años han sido canonizados.

Acerca de los medios de santidad, hay que hacer la misma distinción que hemos hecho en la doctrina, entre los que sus miembros conocen por la fe y su propia experiencia, y los que son perfectamente visibles para todo aquel que quiera mirar.

De este último tipo son los que proporciona a sus miembros para ayudarles a vivir la santidad que predica. Veamos algunos ejemplos, escogidos casi al azar: alguien que ni siquiera crea en la confesión sacramental, se verá obligado a admitir que la Iglesia, al exigiría, está tomando en serio la lucha contra el pecado; el examen de conciencia diario que nos recomienda va en la misma dirección, así como los retiros anuales, o de mayor frecuencia, que nos brinda.

No hay la menor vacilación en la condena que la Iglesia hace del pecado y en su constante llamada a luchar por la santidad. Consideremos también otro hecho: las obras espirituales de sus mejores hijos no sólo son leídas por el resto de sus miembros, sino también por personas de todos los credos: Las Confesiones, de San Agustín, la Imitación de Cristo, o la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales, son leídas por cristianos separados de la Iglesia, en mucha mayor medida que los libros escritos por los miembros de sus sectas.

Vale la pena mencionar especialmente otro de los medios, o ayudas, que para alcanzar la santidad la Iglesia ofrece a sus hijos, por ser de gran importancia práctica y, con mucha frecuencia, no es considerado desde este punto de vista; me refiero al ejemplo de los santos.

L.a tentación permanente de todo cristiano es pensar que la meta establecida por Cristo es alta y maravillosa, y valdría la pena intentar alcanzarla, si no estuviera por encima de nuestras facultades: es estupendo, pero imposible. Ese pensamiento es una estupidez, desde luego. El Dios que hizo a los hombres los conoce suficientemente bien como para no pedirles lo imposible. Con todo, darse cuenta de que es una estupidez no disminuye su fuerza. ¡Cuántas veces pensamos que la santidad es para otros, que nuestras circunstancias y dificultades personales nos hacen imposible que vivamos la vida de Cristo!

Esta es la importancia que tiene el ejemplo de los santos: hombres y mujeres como nosotros, en nuestras circunstancias, con nuestras mismas dificultades, han alcanzado heroicamente un alto grado de santidad. Si tenemos esto en cuenta, la santidad seguirá pareciéndonos difícil, pero no imposible: y entre lo difícil y lo imposible hay un abismo.

Tal vez parezca inapropiado y estúpido meterse en lo que concierne a otras religiones cristianas, pero no puedo dejar de manifestar mi asombro al ver que no tienen algo equivalente a la canonización de los santos. Se me ocurre que sería una gran ayuda para un metodista o un presbiteriano, por ejemplo, cuando sienta que le faltan las fuerzas para vivir de acuerdo con sus creencias, saber que un tendero metodista del siglo xviii o la hermana de un granjero presbiteriano del siglo xix superaron sus mismas dificultades y llegaron a ser santos.

Los hombres y mujeres canonizados por la Iglesia son personas de cualquier tipo: ricos y pobres, cultos e ignorantes, con grandes tribulaciones o sin ellas, gente de mala vida que se arrepintió más tarde o personas que no se apartaron del amor a Dios y al prójimo desde su infancia. No es una exageración decir que los santos son tan variados como lo son los católicos, como lo es la Iglesia misma.

Tres características de la nota de la santidad son, como hemos dicho, la doctrina, los medios y los santos. El lector ha podido observar, que, al referirnos a los dos primeros, hemos acabado hablando de los santos; ¿queda, entonces, algo más que decir de ellos? Sí, porque en cada una de estas tres características se habla de los santos desde un punto de vista distinto: en la doctrina, como meta inalterable que la Iglesia nos propone; en los medios, como testimonio para nuestra flaqueza de que la santidad es posible incluso para nosotros.

Ahora, por último, nos referimos a ellos como muestra para la humanidad entera de que la doctrina es la verdadera y los medios son eficaces, ya que son santos aquellos que han aceptado, con absoluta decisión, lo que Cristo, a través de Su Iglesia, les ha ofrecido.

En otras palabras: la Iglesia debe ser juzgada por sus santos, y no por los cristianos mediocres, ni mucho menos por los grandes pecadores. Puede parecer injusto pedir que se juzgue a una institución sólo por sus mejores miembros, pero en este caso no lo es. Una medicina no debe ser juzgada por los efectos que produzca en los que la compren, sino en los que la compren y tomen la dosis adecuada de la misma. La Iglesia debe ser juzgada por los que la escuchan y obedecen, y no por los que sólo escuchan a medias y desobedecen cuando sus mandatos son difíciles de cumplir.

Ningún católico está coaccionado —ni por la Iglesia, ni siquiera por Cristo— a ser santo; se le aconseja y se le ayuda para lograrlo, pero nunca se le fuerza. En palabras de Francis Thomson, la Iglesia no es una máquina «que embala y etiqueta hombres para Dios, salvándoles tanto si quieren como si no». La respuesta debe ser personal. La de los santos ha sido total, completa; la nuestra sólo parcial, cicatera (como si nos diese miedo a dejar de cometer algún pecado que nos gusta especialmente), o incluso nula. Los santos nos prueban por millares que en la Iglesia la santidad se alcanza con fuerza de voluntad apoyados en la gracia; cada uno de los santos nos demuestra que, si tú y yo no somos santos, es por nuestra culpa.

Hemos llegado al final de nuestro estudio de las notas de la Iglesia; hemos intentado en él conocer la realidad interior que se oculta tras esos signos visibles. Lo que debe quedar claro es que, en todo caso, esa realidad interior es una forma de actuación de Cristo nuestro Señor en la Iglesia. De hecho, su presencia en la Iglesia es aún más profunda, como vamos a ver a continuación.

La enseñanza de la verdad

En una colina de Galilea, entre la Resurrección y la Ascensión, nuestro Señor dio a sus Apóstoles la misión de enseñar a todas las naciones. Debían manifestar todo lo que El les había enseñado: toda su doctrina, todos sus preceptos; y les prometió que El estaría con ellos todos los días hasta el final de los tiempos. De esta forma, los Apóstoles, asistidos por el mismo Cristo en su enseñanza de la verdad, tendrían sucesores, igualmente asistidos: Cristo quería que los hombres conociéramos la verdad ya aquí, en la tierra.

Resulta sorprendente que un número tan grande de cristianos crean que los Apóstoles cumplieron su misión con sólo escribir el Nuevo Testamento, sin dejar quienes les sucedieran —no era necesario, según ellos— en la autoridad que nuestro Señor les había conferido. Resulta sorprendente, entre otras cosas, porque eso querría decir que sólo cuatro llevaron a cabo su misión: Mateo con su Evangelio; Juan, con un Evangelio y tres breves Epístolas; Pedro, con dos Epístolas, y Judas Tadeo, con una sola. Ni un solo escrito de Tomás, por ejemplo, que tenía una lengua tan expedita (dicho sea de paso, yo daría el mejor libro del mejor literato que haya existido por tener uno de él sobre el Señor).

Además, resulta sorprendente por otra razón: según esa teoría, la Iglesia fundada por Jesucristo habría sido docente sólo durante medio siglo, para convertirse luego en una mera biblioteca. Por el contrario, debe de haber alguien con autoridad que, al cambiar las circunstancias, aplique las enseñanzas a la nueva situación; de no ser así, éstas acabarían siendo algo inadecuado e imposible de vivir. Incluso en la doctrina misma, hay partes en las que la mente del católico puede tratar de profundizar, pero corriendo el enorme peligro de incurrir en el error, aunque ofrezca una gran variedad de posibilidades de ser desarrollada correctamente. En cada una de las cuestiones con las que la mente inquisitiva del hombre se enfrenta, surge la pregunta: «¿Qué quería decir con esto el Señor?»

Así ha ocurrido siempre. No hay una sola palabra pronunciada por Cristo que no haya sido objeto de diversas interpretaciones, inteligentes unas, atractivas otras, pero contradictorias entre sí: ¿cómo saber cuál es la auténtica? No basta con tener las palabras del Señor; las palabras por sí solas pueden ser una especie de talismán, sin significado. Sin un maestro que nos enseñe, sin posibilidad de error, qué quiso decirnos Jesucristo, no tendríamos Revelación, sino un montón de jeroglíficos en constante incremento.

O tenemos un maestro que nos enseñe aquí en la tierra, con la garantía de la autoridad de Cristo, como la tenían los Apóstoles, o no estaremos capacitados para conocer la verdad, que el Señor considera tan importante que sepamos: incluso mucho antes de Su muerte, ya había dado a los hombres la autoridad para enseñar en Su nombre —a todos sus discípulos, y no sólo a los Apóstoles— cuando les dijo: «El que os oye a vosotros, me oye a mí». Esto, aplicado a la Iglesia que El fundó para siempre, es la fórmula que El empleó para asegurarnos que recibiremos Su verdad, sin mezcla de error; y Su verdad es la única Verdad: no hay otra. Es lo que llamamos «infalibilidad».

Los sucesores de los Apóstoles son los Obispos. Lo que ellos están de acuerdo en enseñar como la Revelación de Cristo sobre la fe y la moral —es decir, sobre las verdades que creemos y las leyes que obedecemos— es infalible: el mismo Dios garantiza que no contiene error. El acuerdo requerido puede no ser total, no incluir a todos los Obispos de hoy y de todos los tiempos: un Obispo determinado en un lugar y en un momento concreto puede enseñar el error. Pero lo que podríamos llamar una «universalidad moral» —la enseñanza común de la mayor parte de la gran mayoría de los Obispos del mundo— es, ciertamente, verdadera.

Esta enseñanza de los Obispos es la forma ordinaria en la que la revelación de nuestro Señor llega a los católicos. Pero cuando hay incertidumbre de que exista común acuerdo en lo que los Obispos enseñan, o cuando alguna cuestión nueva pide una nueva aclaración, o cuando nace una nueva herejía y se requiere una explicación más precisa de la verdad negada, se da lo que podríamos llamar el recurso al tribunal supremo. Con palabras del Concilio Vaticano I (1870), el Papa «está investido de la infalibilidad que Dios ha querido conceder a Su Iglesia». Si el Papa dirige a toda la Iglesia una definición solemne de la verdad revelada, ésta es absolutamente cierta: el que la oye, oye a Cristo.

La infalibilidad se refiere sólo a la enseñanza; no garantiza la santidad del Romano Pontífice. Aunque, de hecho, los Papas que han dado menos muestras de santidad tampoco han enunciado muchas definiciones solemnes. Pero, en cualquier caso, la exclusión del error no se debe a ninguna virtud humana; es exclusivamente un acto de Dios.