VIII. LA NATURALEZA DEL HOMBRE


Alma
, y cuerpo

Habiendo llegado a este punto, el lector católico suele estar deseando comenzar con la historia de la caída del hombre. Tiene la sensación de que eso es lo realmente interesante, mientras que la Creación es sólo un antecedente necesario. No pudo haber Caída hasta que la Creación nos trajo al hombre y a la mujer; pero una vez que tenemos a ambos en el mundo, no hay ninguna otra cosa que le interese: quiere continuar la historia: «¿a qué estamos esperando?», se pregunta.

Pues bien, nosotros —que estamos estudiando Teología— no podemos ir tan aprisa. De hacerlo, no entenderíamos la Caída, ni ninguna de las demás cosas que le han ocurrido al hombre. Debemos detenernos en la Creación para ver, sobre todo, dos cosas: la primera es qué ser fue el que cayó —es decir, debemos profundizar más en la naturaleza del hombre—; la segunda es en qué consistió esa Caída y qué repercusión tiene —es decir, debemos estudiar el proyecto de Dios para la raza que había creado—. Sólo entonces podremos continuar para ver qué hizo el hombre con los planes de Dios. Faltan aún muchas páginas, por lo tanto, para llegar a la Caída de nuestros primeros padres.

Por ahora, volvamos a los dos elementos de la Creación del hombre: «Dios formó al hombre del barro de la tierra», por lo que se refiere a su cuerpo. Además, «inspiró en él el aliento de la vida». En esto nos tendremos que detener largamente.

Recordemos que «Aliento» es el nombre por el que se conoce la tercera Persona de la Trinidad, ya que éste es el significado originario de la palabra «espíritu». Unamos esto a otra frase del Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Lo que Dios inspiró en el hombre fue su propia imagen y semejanza: un alma espiritual. Es nuestra alma —sin partes, que no ocupa espacio, inmortal, capaz de conocer y amar— la que nos hace semejantes a Dios. Es una combinación sorprendente: el barro de la tierra y el espíritu dan una semejanza de Dios.

Estamos tan acostumbrados a esa combinación —puesto que cada uno de nosotros es un ejemplo de ello—, que no nos damos cuenta de lo extraordinaria que es. Aunque a la Iglesia no le gusten los matrimonios mixtos, hay que reconocer que nosotros somos el resultado del más mixto de todos los matrimonios: el del espíritu y la materia. En esto somos únicos: ningún otro ser está compuesto de espíritu y materia como nosotros; los ángeles son espíritus, sin materia que les complique; los gatos son materia, sin espíritu que les complique.

Ahora bien, ¿qué significado tiene la unión de estos dos increíbles socios? Haría falta todo un libro, o tal vez una biblioteca entera, para explicarlo. Nosotros tenemos que contentarnos con una rápida ojeada. Todo ser vivo —sea una planta, un animal o un hombre— tiene un principio de vida; es decir, tiene un elemento que proporciona la vida a su ser: el alma. Sabemos de su presencia a través de las actividades del ser mientras está vivo. Y todavía sabemos más de sus ausencias por la corrupción que sigue a la muerte.

Las almas —principios de vida— de las plantas y de los animales no producen actividades vitales que no sean materiales. Con todo, suficiente maravilla es que animen el cuerpo: en las plantas, hacen posible el movimiento, el crecimiento, la reproducción; en los animales, llegan a algo ligeramente semejante al conocimiento, a algo parecido a un esbozo de vida social, etc.

Pero el alma del hombre no sólo anima el cuerpo, sino que tiene también sus propias potencias, que superan ampliamente las posibilidades de la materia. (Sería bueno repasar ahora el capítulo sobre «El espíritu».) Y la unión de materia y espíritu tiene como resultado el que el alma humana, por la que nuestros cuerpos son cuerpos con vida y actúan como tales, es lo que ninguna otra alma: un espíritu.

La unión es tal que el alma está en todas las partes del cuerpo; y esto requiere también un estudio más detallado. El alma, por ser un espíritu, no ocupa lugar; ¿cómo puede, entonces, estar en todas las partes del cuerpo, que ciertamente sí que ocupa lugar? No se trata de imaginarse el alma exactamente con la misma forma que el cuerpo (quizá transparente), ni tampoco el cuerpo como totalmente untado del alma, de forma que a cada parte del primero le toque una parte de ésta. El alma, no ocupa espacio; anima al cuerpo por la superioridad de su energía. Un espíritu está allí donde actúa: el alma está en todas las partes del cuerpo, porque ninguna de ellas escapa a su acción vivificante.

Así es, por tanto, el hombre. Su alma, por ser alma, anima el cuerpo, como el alma de un animal anima el suyo; pero además, por ser un espíritu, tiene las facultades del intelecto y la voluntad por las que conoce y ama, lo que el animal no puede hacer. En la inteligencia humana, los objetos están presentes no sólo en cuanto cosas individuales que ve, sino también como lo que son: puede abstraer su esencia, analizar, generalizar, reflejar, constituir todas las grandes estructuras del pensamiento, llegar al conocimiento del espíritu y del espíritu infinito, crecer en el dominio del Universo material. Nos sentimos orgullosos de nuestro perro cuando nos acerca el periódico, o nos divertimos con un chimpancé que es capaz de fumar o de beber en un vaso; pero el conocimiento animal no es más que una mala parodia del conocimiento humano, así como el amor animal, con todo su sentimiento.

La superioridad del alma espiritual se extiende también, en un ámbito inferior, a la región fronteriza entre el alma y el cuerpo, a la imaginación, la memoria sensitiva y las emociones, de las cuales los animales no tienen más que una ligera insinuación. Se extiende, por último, al cuerpo mismo.

No disponemos aquí de espacio para desarrollar exhaustivamente las relaciones entre el alma y el cuerpo como lo haría un filósofo. Pero, al menos, -insistamos en que no hay dos cosas separadas, una de las cuales da vida a la otra; ambas se conjugan en un solo: ser: el hombre mismo: Por su unión sustancial con el alma, el cuerpo humano no es mera materia, sino materia ennoblecida —incluso podríamos decir que espiritualizada—. Si, por una imposible. casualidad, le fuera dado un cuerpo humano a uno de los animales inferiores, no sabría qué hacer con él.

No obstante haber visto al hombre como unión sustancial de alma y cuerpo, no lo hemos visto todo acerca de él. Hay otras dos verdades acerca del hombre que deben tenerse en cuenta, si queremos conocerlo bien.

La primera es que el hombre es un ser esencialmente social. No habríamos alcanzado la existencia si otros hombres no nos la hubieran dado, ni nos mantendríamos en ella sin su ayuda. Esta dependencia de otros es algo que no podemos superar: tenemos todo tipo de necesidades, que no podemos satisfacer por nosotros mismos; y todo tipo de facultades —amar, enseñar, procrear, etcétera— que no podemos ejercitar sin relacionarnos con los demás. Sin la compañía de otros, el hombre no alcanzaría nunca la madurez; sólo sería una mala caricatura del hombre.

Ley de Dios y libertad

La segunda verdad la hemos visto ya, aunque aplicada a todo tipo de seres. El hombre ha sido hecho de la nada por Dios, que le mantiene en la existencia minuto a minuto, simplemente porque esa es su voluntad. Esta voluntad es la razón de la existencia del hombre, y debe ser, por tanto, la ley que rija esa existencia. Desobedecer la voluntad de Dios es pecar; pensar que ganamos algo desobedeciendo es insensatez.

Nadie duda de que existen leyes en el Universo. La ley de la gravedad es un ejemplo evidente; las leyes de la alimentación, otro. Conociendo estas leyes y viviendo de acuerdo con ellas ganamos en libertad. Si esta idea suena a nueva, convendrá detenerse un poco en ella. La libertad está siempre condicionada por la obediencia a la ley de Dios; no puede haber libertad fuera de ésta, sino sólo dentro. Cada nueva ley que aprendemos nos hace más libres. Primero aprendemos las leyes de la gravedad, de las corrientes de aire y de los cuerpos; después podemos volar. Conocemos los elementos que son necesarios en nuestra dieta, y algunas enfermedades desaparecen.

Que existen leyes que afectan al alma humana, leyes morales, es también verdad. El mismo Dios que hizo la ley de la gravedad, hizo las de la justicia, y las de la pureza. Los efectos de las leyes físicas no afectan sólo a los que las aceptan —el niño recién nacido, por ejemplo, puede morir por falta de las vitaminas necesarias o porque se caiga de un lugar alto—. Lo mismo ocurre con las leyes de la moral. Puesto que unas y otras son leyes, no modernos evitarlas. ¿Cómo podríamos evitar la ley de la gravedad? Podemos evitar saltar desde un precipicio, pero con eso no la evitaríamos; por el contrario, la estaríamos confirmando.

No podemos destruir las leyes pero, si las ignoramos, ellas pueden destruirnos a nosotros. En esto, lo mismo ocurre con las leyes físicas que con las morales. Si las desobedecemos —aunque sea por ignorancia— dañamos nuestra naturaleza, porque son reales. Si las desobedecemos, sabiendo que Dios nos ha mandado obedecerlas, pecamos, y el pecado es el mayor daño que podemos hacernos.

Si las leyes morales son tan importantes para el hombre, ¿cómo puede conocerlas? Principalmente, de dos formas: por el testimonio de su naturaleza y por la enseñanza de aquellas personas autorizadas por Dios para hablar en su nombre.

Tomemos primero la naturaleza. Dios, al hacer a las criaturas, puso en ellas sus propias leyes. Es muy parecido a lo que hace el fabricante de un coche, que lo construye para que tenga agua en el radiador, gasolina en el depósito, un determinado orden en las marchas; de ese modo el coche funcionará. Dios hace nuestros cuerpos con pulmones que necesitan aire y con un complejo mecanismo que asegura que lo obtendrán, con una necesidad de ciertas clases de alimentos, etc. Por sus potencias, y por las necesidades que experimentamos que nos llevan a ejercerlas, Dios ha puesto en nuestros cuerpos las leyes por las que se rigen; si las obedecemos, nuestro cuerpo se mantendrá sano.

De la misma manera, Dios pone también en nuestras almas sus propias leyes. Las leyes de la justicia, la pureza o el trato con Dios son tan reales para el alma como las de la alimentación para el cuerpo. Si las obedecemos, nuestra alma se mantendrá sana.

Si desobedecemos las leyes para la utilización de un coche, el motor empieza a hacer ruidos extraños y, al final, se para. Si desobedecemos las leyes del cuerpo, sentimos dolor y —en último término— morimos. El remordimiento de conciencia en el alma es como los ruidos extraños del motor o el dolor del cuerpo; es una protesta ante el mal uso. Es la forma que tiene el alma de indicar que se están ignorando las leyes que dio el que la hizo; que no está siendo utilizada de la forma prevista por su Creador.

El dolor del alma no se parece a ningún otro: es una insistente advertencia de que no deberíamos estar actuando como lo hacemos; de que una determinada acción, además de estarnos dañando, es mala. Aunque la acción sea, en apariencia, placentera y provechosa —como cuando uno le quita a otro su mujer o su dinero—, existe esta protesta interior que estropea el placer y hace dudoso el provecho.

Esta protesta interior no basta por sí sola para guiarnos, porque nos hemos desviado de como Dios nos hizo; las generaciones que nos han precedido han distorsionado este punto o aquel, y costumbres e ideas han enraizado y desarrollado en nosotros como una segunda naturaleza, que ha acallado las manifestaciones de la primera. A cualquier hombre o sociedad, es probable que ese testigo oculto le dé la alarma sobre la mayor parte de las cuestiones, pero en algunas otras la alarma no funcionará. Para actuar con certeza, necesitamos la confirmación de los maestros que Dios pone a nuestra disposición.

La conciencia es el juicio moral práctico de la inteligencia, el juicio de la inteligencia sobre la bondad o maldad de nuestras acciones; y la conciencia juzga de acuerdo con la ley de Dios, conocida de una de las dos maneras que hemos expuesto.

Igual que sólo Dios puede decirnos con certeza qué leyes deben regir nuestra vida, también sólo El puede decirnos con certeza cuál es el objeto de la misma. No podemos utilizar racionalmente algo si no sabemos para qué sirve; por eso, el hombre conoce y aplica reglas para todo, dando por supuesto que así debe hacerse... para todo, excepto para una cosa: él mismo. Con todo, no es que las reglas que deben aplicarse al hombre estén menos claras que las del resto de las cosas: no podemos utilizar racionalmente nuestras vidas, ni influir en las de otros, si no sabemos para qué sirven.

No habría espacio para seguir desarrollando aquí esta idea, pero merece la pena reflexionar sobre ella. Si no sabemos cuál es el objetivo que el hombre debe alcanzar, no podremos orientar nuestra vida hacia él, ni ayudar a otros a hacerlo. Andar el camino de la vida sin saber cuál es su destino es, pura y simplemente, andar a ciegas.

Nuestro Creador nos ha dicho para qué nos hizo:.para llegar al desarrollo total de nuestras faculta des en completa unión con El.

En una primera aproximación, podemos decir que las facultades más elevadas del hombre son la inteligencia —por la que conoce— y la voluntad —por la que ama— (y escoge, de acuerdo con ese amor). El objeto de la inteligencia es la verdad; el de la voluntad, la bondad. Nuestra inteligencia está para alcanzar el pleno conocimiento de la Suprema Verdad, que es Dios; nuestra voluntad está para alcanzar la plenitud del amor de la Suprema Bondad, que es Dios.

Conociendo y amando a Dios llegaremos a la meta para la que hemos sido creados. Hasta aquí podríamos llegar, sin necesidad de la revelación divina; lo que no hubiéramos llegado a sospechar nunca —si El no nos lo hubiera dicho— es en qué consisten ese conocimiento y ese amor.