VI. LA INTELIGENCIA HUMANA Y LA DOCTRINA SOBRE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


El misterio

Ya que la Trinidad constituye el misterio supremo de nuestra religión, puede ser éste un buen momento de aclarar nuestro concepto de «misterio»; el misterio no es una verdad de la que no podamos saber nada, sino una verdad sobre la que no podemos saberlo todo.

El primer paso es ver su razón de ser, para lo cual —gracias a Dios— no hay que ser especialmente perspicaz. Cuando nuestra inteligencia se enfrenta a otra superior a ella, los procesos y los resultados de la mente superior deberán envolver en el misterio a la inferior. No podremos entender cómo la otra mente llega a esos resultados, de los que sólo comprenderemos una parte. Pero eso no significará que rechacemos sus conclusiones. Si estamos en nuestro sano juicio, nos alegrará que haya en el mundo inteligencias superiores a la nuestra; ¡qué pobre sería el futuro del mundo si no fuera así; qué mundo tan pobre si tu inteligencia o la mía fuesen las más brillantes!

Supuesta la existencia de Dios, está claro que Sus caminos serán más distintos a los nuestros que los de Einstein o Shakespeare, y que por más que las inteligencias de éstos superen a las nuestras, nunca podrán compararse con la inteligencia infinita. De la misma manera que no merecería la pena leer a un Shakespeare que entendiéramos totalmente, un Dios que entendiéramos totalmente no sería Dios, y no nos serviría para nada. Del océano de luz intelectual que es la mente de Dios, nosotros sólo percibimos resplandores y destellos mínimos, que parecen inmensamente luminosos en nuestra pobre oscuridad. Pero sería un grave error confundirlos con la totalidad del océano, y una gran tontería desear que lo fuesen.

Cuando estudiamos a Dios, empezamos en la oscuridad, sin saber nada; vamos descubriendo luego la luz, y nos regocijamos en ella, para volver a encontrarnos enfrentados con la oscuridad, pero una oscuridad muy distinta a la primera, una oscuridad más luminosa que nuestra propia luz. La experiencia de todos los que se han tomado en serio el estudio de la revelación divina confirma que cuando la mente comienza a enfrentarse con las grandiosas realidades que propone, parece que todo es luz; y sólo cuando se comienza a estar en la luz retorna la oscuridad, que debe existir, puesto que Dios es infinito y nosotros no lo somos. El teólogo encuentra muchas más «dificultades» en la doctrina de la Santísima Trinidad que el que comienza a estudiarla, y lo extraño sería lo contrario. Aún así, no sólo no se desanima por esto, sino que se goza en ello. Uno de los más grandes teólogos inventó la frase caligo quaedam lux («la oscuridad es una especie de luz»). Es, al mismo tiempo, menos que la luz y más que ésta; menos, porque presupone el darse cuenta de por qué la mente no llega más lejos: no se encuentra sólo confundida por el misterio, sino también iluminada por él; mayor, por la riqueza de la oscuridad: si la luz que se tiene es tanta, ¿cómo será la oscuridad que resulta demasiado luminosa para los ojos del hombre?

El misterio se nos presenta no sólo como algo que no podemos ver porque la luz es demasiado intensa para nuestros ojos, sino también —y en ocasiones de forma preocupante— como algo aparentemente contradictorio con las cosas que vemos.

Cuando comenzamos a vislumbrar lo que Dios nos ha enseñado a través de su Iglesia, algunos elementos de esa enseñanza son como un desafío para nuestra inteligencia, y algunos otros parecen provocar la rebelión de nuestros sentidos Hallamos, por ejemplo, la noción del castigo eterno tan dolorosa, que nos parece imposible conjugarla con el amor de Dios; o la doctrina sobre la libertad humana imposible de reconciliar con la omnisciencia de Dios.

La respuesta, desde luego, está en que todos los elementos se armonizan entre sí en su conjunto, y nosotros no vemos ese conjunto. Pero sabemos que Dios no es sólo omnisciente, sino que también es la suprema bondad. Lo que hace y lo que revela es la suprema Verdad y el supremo Amor. Con la confianza que eso nos da, podemos pedirle luces para ver de qué manera se manifiesta esa verdad o ese amor; con todo, nuestra confianza no disminuye ni un ápice si esas luces extraordinarias no se nos conceden.

Hacer nuestra la doctrina

Un hombre con una imagen en su mente y amor en su corazón es un hombre, no tres hombres. Dios, que conoce y ama, es un Dios, aunque la Imagen producida por su conocimiento sea una Persona, y la íntima manifestación de su amor sea una Persona; ya que —como hemos visto— la imagen permanece en la mente del que la concibe, y el amor en la naturaleza que ama.

Esta es la respuesta a la pregunta con la que comenzamos el estudio de la doctrina de la Trinidad. En esto consiste la vida de Dios: la corriente infinita de conocimiento y amor entre las tres Personas, que son un solo Dios.

La Teología ha formulado esta doctrina como «tres Personas en una naturaleza». Como fórmula, es una obra maestra, uno de los mejores productos del intelecto ayudado por la gracia. Pero, también por ser una fórmula, no da mucha luz ni alimento; hay muchos cristianos para los que «tres naturalezas en una persona» significaría tanto —o tan poco— como lo contrario.

El mínimo estudio que hasta ahora hemos hecho de las relaciones intratrinitarias debería haber sido suficiente para sacarnos de ese estado. La Iglesia tiene mucho más que enseñarnos que lo que hemos dicho hasta ahora —mucha más luz, mucha más oscuridad de ésa que resulta demasiado luminosa para nosotros—; pero ya hemos comenzado a ver el significado de los términos.

Ahora debemos intentar unir todo eso en nuestra inteligencia, y contemplarlo, no como un conjunto de pequeñas partes —persona, naturaleza, procesión, generación, expiración—, sino situando cada una de ellas en el lugar que ocupa en la totalidad de lo que Dios nos ha revelado de Sí mismo. La inteligencia debe hacer suya la idea del Espíritu infinito —que no ocupa espacio, que no tiene límites— que manifiesta el conocimiento que tiene de Sí mismo en el Hijo; y el Padre y el Hijo manifestando el amor que se tienen en un Aliento, en el que se contiene la totalidad de Su ser.

Tengo la impresión de que a la mayoría de la gente que ha estudiado en serio lo que Dios nos ha revelado de su intimidad, les ha pasado lo mismo que a mí. La primera vez que fui a una conferencia sería sobre la Trinidad, la entendí, me gustó, pero no me sirvió para mucho. Un año después fui a otra, de la que creo entendí bastante, incluso me entusiasmó la perfección intelectual de la estructura de la doctrina, y luego fui capaz de repetir en algunas ocasiones lo que había oído.

Ahora bien, esa doctrina no la había hecho mía en absoluto; no era más que una noción intelectual, algo que podía recordar de vez en cuando, que incluso me entretenía, para volver a almacenada luego en mi cabeza. Tuvieron que pasar uno o dos años más hasta que vino otra serie de conferencias, e hice por fin mía la doctrina. Esto es lo que le ocurre a la mayor parte de la gente: primero hay una respuesta intelectual y luego una aplicación a la vida, hasta que la doctrina acaba tomando posesión de la mente, de forma que ésta se sentiría desolada sin ella.

Fue en la Ultima Cena —como nos cuenta San Juan— cuando Nuestro Señor reunió todas las afirmaciones que había hecho sobre la pluralidad existente dentro del único Dios, y presentó a sus Apóstoles el contenido global de la doctrina trinitaria. Fue, por tanto, precisamente antes de morir como Hombre, cuando nos habló de la vida inmortal que El vive en el seno de la Divinidad. Fue precisamente antes de entregar su vida humana por nosotros, cuando nos descubrió Su vida divina. Considerando esto, parece inconcebible que alguien pueda decir que nos da igual que en Dios haya Tres Personas o una, o que se pregunte qué ganamos con averiguarlo. Dios-hecho-Hombre nos confió el más íntimo secreto de su vida, y todavía hay quienes, en la práctica, le responden: «Sin duda, todo esto es muy interesante, pero sólo en lo que a Ti se refiere; ¿a mí qué más me da?»

Un cristiano sólo podría decir esto «de hecho», pues decirlo explícitamente resultaría intolerable. La razón suficiente para hacer nuestra la doctrina es que es la verdad acerca de Dios. Con todo, antes de pasar de Dios al mundo que El creó, vamos a hacer un pequeño esfuerzo para mostrar lo que esa doctrina tiene de útil para nosotros.

Dios es amor

Los laicos no solemos prestar mucha atención a la doctrina de la Santísima Trinidad. No hemos respondido, en la mayor parte de los casos, al deseo que Dios tiene de ser conocido, con el deseo de conocerle. Una de las razones más influyentes para ello es que no nos parece que en la doctrina hay algo que pueda sernos útil, desde el punto de vista espiritual.

Esta dificultad es, en principio, la misma que encontramos en cualquier experiencia material. No sabemos lo que la comida significa para nosotros hasta que comemos, o la felicidad del matrimonio hasta que nos casamos. Lo mismo ocurre con nuestra doctrina. Sólo haciéndola nuestra y viviéndola podemos darnos cuenta de lo que nos importa.

De todos modos, algunas cosas podemos decir para quien no haya tenido esa vital experiencia. Nos damos cuenta de que Dios tiene un objeto adecuado para Su infinita capacidad de amor. Para nosotros, resulta maravilloso que nos ame; pero, como hemos visto, sería presuntuoso pretender que nosotros somos un objeto adecuado para su amor infinito: no podemos abarcarlo, ni corresponder a él, sino de la manera más pobretona. Es como un hombre en una isla desierta, que no tuviera más que un perro al que amar: no podría quererlo con toda la capacidad de la que es capaz un hombre. El amor sólo puede alcanzar su culmen en el intercambio de cariño con un semejante. Si Dios sólo pudiera amar seres inferiores a El, sería difícil creer que Dios es amor. Pero Dios no está constreñido a amar así, sin encontrar nunca un objeto adecuado a su amor. En el Hijo y el Espíritu Santo, su amor es infinitamente recibido e infinitamente correspondido.

Así, el conocimiento de las tres Personas enriquece nuestra consciencia de lo que significa ser creados a imagen de Dios.

El hombre no es sólo una unidad compuesta de materia y espíritu, creado —en su espíritu y en sus potencias— a imagen del Espíritu infinito. El hombre no puede ser comprendido si se le contempla sólo como una unidad: es un ser social, unido orgánicamente a los demás hombres: no ha sido puesto en la existencia ni se mantiene en ella al margen de los demás hombres. La sociabilidad forma parte de lo más íntimo de su ser. Y ahora sabemos que la sociabilidad forma parte de lo más íntimo del ser de Dios, por lo que también en eso estamos hechos a Su imagen. Contemplando a Dios aprendemos el secreto de la sociabilidad, maravillosamente definido por San Agustín: «Una sociedad es una multitud unida por estar de acuerdo en las cosas que aman»; aprendemos la verdad expresada por Santo Tomás: «Allí donde cada uno busca sus derechos, sólo existe el caos». Porque El secreto de la sociedad divina es la entrega infinita.

A medida que se va dejando que la doctrina tome forma en la mente, vamos encontrando constantemente nuevas respuestas a la pregunta sobre la utilidad que tiene para nosotros el conocerla. Pero aunque no halláramos esas respuestas —que son para nuestro obvio y manifiesto beneficio—, no dejaríamos de tener una razón fundamental para aceptarla y profundizar en ella: que es la Verdad, la verdad sobre Dios. La inteligencia es una de las grandes potencias gemelas del alma. Mientras no le demos el alimento conveniente, nuestra personalidad no se desarrollará.

El alimento de la inteligencia es la verdad, y ésta es la verdad suprema del Ser Supremo. Aunque sólo fuera porque es verdad supondría un defecto para la dignidad humana ignorarla; pensar que en Dios hay una sola Persona sería mucho peor que pensar que la Tierra es plana. Todo el mundo vería en esto último una ignorancia intolerable, no por las ventajas que para nosotros tenga el que la tierra sea esférica sino porque sería impropio no saber que lo es. Pues bien, la ignorancia acerca del Ser Supremo es una carencia peor que la ignorancia acerca de cualquier ser inferior que El ha creado de la nada. Para estas verdades mayores —como para todas las verdades— rige la regla .de que el que sean ciertas es suficiente razón para aceptarlas. Aunque no tuviera ninguna otra ventaja, ésa bastaría.

Pero no podemos seguir hablando de la Santísima Trinidad indefinidamente; una de las alegrías del Cielo será que no nos veremos obligados a tener que pensar en otros temas. Por el momento, sin embargo, debemos empezar a estudiar los seres que Dios ha creado. Antes de hacerlo, debemos resumir: Dios es Trinidad; la Trinidad no es algo añadido a Dios: es el mismo Dios. Si los hombres omitieran la doctrina de la Trinidad, porque no la conocieran, podrían de todos modos hablar de Dios. Pero si, conociéndola, la omiten, ¿cómo podrían hablar de Dios? ¿Cómo podrían hablar con Dios?