V. LAS TRES PERSONAS


El Padre y el Hijo

El Padre celestial tiene un Hijo; los Evangelios nos hablan reiteradamente de su relación. Vamos a fijarnos ahora en ella más detenidamente.

Un hijo es una persona distinta de su padre; no hay forma en la que un padre pueda ser su propio hijo. Pero a pesar de ser distintas personas, deberán tener una naturaleza semejante: el hijo de un hombre es otro hombre, no un león. En este caso único, la naturaleza del Padre es infinita; el Hijo, por consiguiente, debería tener una naturaleza infinita. Ahora bien, no puede haber dos naturalezas infinitas, pues si las hubiera, una estaría limitada por el hecho de no ser la otra y por no tener poder sobre ella. Por tanto, si eI Hijo tiene una naturaleza infinita, será la misma que la del Padre.

Esta verdad —la de que el Padre y el Hijo poseen una misma y única naturaleza— podría haber permanecido totalmente en la oscuridad para nosotros, si San Juan no nos hubiera dado otro término de la relación de ambos: la segunda Persona es el Verbo de la primera. En lo primeros dieciocho versículos de su Evangelio, leemos que Dios se manifiesta en el Verbo, que es Dios, que está en el seno del Padre, por quien todo fue hecho, que se hizo hombre y habitó entre nosotros.

Dios, pues, se manifiesta a través del Verbo, de la Palabra; no expresada con su boca, por supuesto, ya que Dios no tiene boca: es espíritu puro. Por lo tanto, es una Palabra que está en la mente de Dios, es una imagen. Es la imagen que tiene de Sí mismo. La semejanza que existe entre tener un hijo y una imagen de sí mismo es que por ambos caminos se llega a la igualdad con uno y otra: tu hijo tiene una naturaleza igual a la de ti mismo; la imagen que tienes de ti mismo posee también cierta semejanza contigo, aunque pueda ser imperfecta, pues rara vez nos vemos tal como somos: hay muchos detalles que no vemos como son, y otros que no vemos en absoluto.

Pero la imagen que Dios tiene de Sí mismo no puede ser imperfecta. Cualquier cosa que se dé en el Padre estará también presente en su idea de Sí mismo, y lo estará exactamente igual que en El. Lo contrario —que Dios tenga una Imagen inexacta de Sí mismo— no tendría sentido. Así, de la misma manera que Dios es infinito, eterno y todopoderoso, su Imagen de Sí mismo es infinita, eterna y todopoderosa. Porque Dios es Dios, su Imagen es Dios mismo. «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios».

Hasta aquí el lector puede tener la sensación de que todo esto queda, para él, en una especie de lejanía: lleno de sentido, eso sí, para los teólogos, pero no para el resto de nosotros. A partir del próximo paso que demos, esa sensación deberá desaparecer. El Padre conoce y ama; su Imagen, por lo tanto, conoce y ama. En otras palabras, la Imagen es una Persona. Los hombres tienen ideas, y cualquier idea es algo; pues bien, la Imagen que Dios tiene de Sí mismo no es sólo algo: es Alguien, ya que puede conocer y amar.

El que piensa y su imagen son distintos; el uno no es el otro; el Padre y el Hijo son dos Personas. Pero no están separadas. Una idea sólo puede existir en la mente del que piensa; no podría —por así decirlo— salirse de él y comenzar a vivir por su cuenta. La Imagen de Dios tiene una naturaleza similar a Sí mismo; podemos afirmar que la naturaleza divina está en la Imagen, ya que no hay nada que el Padre tenga que su Verbo, su Hijo, no tenga; «todo cuanto tiene el Padre es mío» (Jn XVI, 14). Los dos poseen la naturaleza divina, pero cada uno es totalmente Él mismo, consciente de Sí mismo como Él mismo, y del Otro como el Otro.

Nuestra dificultad más inmediata se presenta por sí sola: difícilmente podemos imaginarnos a los hijos con la misma edad que sus padres. ¿Es la segunda Persona más joven que la primera? Si no, ¿cómo puede ser su Hijo? Pero éste es otro de esos puntos que no podemos discutir a partir de la analogía. Entre los hombres, los padres son siempre mayores que sus hijos, simplemente porque un ser humano no puede empezar a generar desde que comienza a existir. Debe esperar a que llegue el momento de su desarrollo a partir del cual pueda generar. Pero Dios no tenía que esperar que transcurriese una cierta porción de eternidad para estar suficientemente desarrollado; la eternidad no transcurre: es un constante ahora; y Dios es infinito en todas sus perfecciones: no necesita desarrollarse. Por el mero hecho de ser Dios, se conoce a Sí mismo con infinito poder de conocer, y manifiesta ese infinito conocimiento de Sí en la Imagen totalmente apropiada que tiene de Sí mismo: su Hijo coeterno.

El Espíritu Santo

La generación de la segunda Persona no agota la riqueza infinita de la naturaleza divina. Nuestro Señor nos habla de una tercera Persona. Hay un Espíritu, al que Nuestro Señor confía sus discípulos una vez que El haya subido al Padre. «Yo rogaré al Padre, y El os dará otro Paraclito, que estará con vosotros para siempre» (Jn XIV, 16). El Espíritu, igual que el Verbo, es una Persona. «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, El os enseñará todas las cosas» (Jn XIV, 26).

Como ya hemos visto, hay una inmensa e inmediata diferencia entre la imagen que Dios se forma y cualquier otra imagen que nosotros podamos formar. La Suya es Alguien, mientras que la nuestra no pasa de ser algo. En una imagen que sólo sea algo, no puede haber reciprocidad: el que piensa puede conocerla, pero ella no puede conocerle; él puede admirar su belleza, pero ella no puede admirar la del que la ha creado; él puede amarla, pero ese amor no será correspondido. La Imagen que Dios forma, en cambio, es Alguien, y un Alguien infinito; entre El que piensa y la Imagen hay un diálogo infinito, una infinita interacción. El Padre y el Hijo se aman entre Sí, con infinita intensidad. Lo que no podríamos saber —si no nos hubiera sido revelado— es que ambos se unen para expresar ese amor, y que esa expresión es una tercera Persona divina. En el Hijo, el Padre manifiesta el conocimiento que tiene de Sí; en el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo manifiestan su mutuo amor.

Por ser ese amor infinito, su expresión no puede ser menos. El amor infinito no puede expresarse de una forma que no le sea adecuada, igual que un conocimiento infinito no puede tener una imagen inadecuada de Sí mismo. Cada Uno se da totalmente en la inmensidad de su amor por el Otro, sin reservarse nada; ciertamente, la idea de reservarse algo no tiene sentido: si se dan, sólo pueden darse totalmente, ya que no poseen más que su totalidad. La manifestación del amor entre el Padre y el Hijo es infinita; no le falta una sola de las perfecciones que ellos poseen: es Dios, una Persona, Alguien.

Así como una de las grandes operaciones del espíritu —conocer— origina la segunda Persona, la otra operación —amar— origina la tercera. Con todo, hay que tener en cuenta que la segunda Persona es originada por la primera sola; pero la Tercera Persona, el Espíritu Santo, procede del Padre y del Hijo, al expresar mutuamente su amor. Así, en el Credo de Nicea decimos de El: qui ex Patre Filioque procedit (que procede del Padre y del Hijo); y en el «Tantum Ergo», procedente ab utroque (que procede de ambos).

Hemos visto lo apropiados que los términos «Hijo» y «Verbo» son para la segunda Persona. Pero, ¿por qué se le llama a la tercera «Espíritu»?

Aquí, la palabra «espíritu» puede entenderse mejor como «aliento», que es su significado originario, de donde la palabra «espíritu» deriva, porque el espíritu es invisible, como el aire. En ese sentido se llama «Espíritu» a la tercera Persona: es el «aliento» o el «soplo» del Padre y el Hijo.

Este es el nombre que nuestro Señor eligió para la tercera Persona; y no sólo porque había que llamarle de alguna manera. Hay en él un significado profundo; Cristo sopló sobre los Apóstoles cuando les dijo: «Recibid el Espíritu Santo»; cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos el día de Pentecostés, oyeron antes el ruido de un viento impetuoso.

Aun así, podemos seguir preguntándonos por qué la tercera Persona, que es la manifestación del amor del Padre y del Hijo, tiene que llamarse Su «Aliento».

Fijemos nuestra atención en dos cosas. Todos tenemos la experiencia de que el amor ejerce su influencia sobre la respiración: la respiración del que ama se acelera. Y hay una estrecha relación entre la respiración y la vida: cuando dejamos de respirar, dejamos de vivir. En el Credo de Nicea, se llama al Espíritu Santo «Señor y Dador de vida». El vínculo entre la vida y el amor no es difícil de ver, ya que el amor es la entrega total de uno mismo y, por tanto, la entrega de la propia vida.

Una última advertencia: hemos visto cómo la segunda Persona está ínsita en la misma naturaleza divina, de la misma forma que la imagen está siempre en la mente del que la concibe. Pues bien, lo mismo ocurre con la tercera Persona; la manifestación del amor del Padre y el Hijo llena la totalidad de su naturaleza, dando origen a otra Persona, pero siempre dentro de una misma e idéntica naturaleza divina. Tratemos de ver la naturaleza de Dios, totalmente expresada como Pensamiento, totalmente expresada como Imagen, totalmente expresada como Amor.

Igualdad en la majestad

No es fácil para nosotros captar ni identificarnos con las verdades que Dios nos ha revelado de lo más íntimo de su vida. No nos dicen mucho de su significado en una primera aproximación.

Lo único que puedo hacer al respecto es recomendar al lector que relea los últimos párrafos varias veces, recordando que no estamos tratando de descubrir si existen tres Personas en Dios (porque El nos ha revelado que las hay); menos aún de comprobarlo (porque ningún esfuerzo de nuestras mentes puede darnos mayor seguridad que la propia palabra de Dios); sino, simplemente, estamos intentado obtener más luz sobre ello y a partir de ello.

No me corresponde a mí aconsejar al lector que haga oración para entenderlo. Lo único que puedo hacer es afirmar el hecho de que sin oración puede entenderse muy poco. Nuestras mentes no pueden conocer la vida íntima de Dios de golpe; sólo veremos aquello que El nos dé luz para ver.

A propósito de oración, hay que advertir que las oraciones de la Iglesia se ven con una nueva luz, si tratamos de aplicar nuestro conocimiento de la doctrina al recitarlas. El Prefacio de la Santísima Trinidad de la Misa, por ejemplo, es una fuente inagotable de contenido; lo mismo que el Credo y algunos de los grandes himnos, especialmente el Veni Sancte Spiritus y el Veni Creator. Ningún libro de doctrina puede enseñarnos tanto como el Misal, teniendo algún conocimiento previo.

Con lo que ya hemos dicho, releído y meditado, podemos continuar contemplando una primera aproximación a la doctrina de la Santísima Trinidad.

Hemos tenido en cuenta anteriormente lo erróneo que es pensar que si Dios tiene un Hijo, éste debe ser más joven: el Padre y el Hijo son coeternos. Padre, Hijo y Espíritu Santo son coeternos. Hay que ponerse en guardia ante la posibilidad de pensar que primero el Padre tuvo un Hijo, y luego el Padre y el Hijo juntos originaron el Espíritu Santo... ¡y quién sabe qué otra persona puede emanar de la infinita fecundidad de Dios! No hay sucesión, porque en la eternidad no hay sucesión. El Padre no tuvo que esperar a ser suficientemente mayor o suficientemente maduro para engendrar un Hijo, o a estar suficientemente solitario para quererlo. El es eternamente, en la plenitud de vida y de poder. Por el mero hecho de ser, se conoce a Sí mismo con esa infinita intensidad de conocimiento, que produce de forma necesaria la Imagen, el Hijo.

Tampoco tuvieron que esperar el Padre y el Hijo a que su amor creciera hasta el punto de poder manifestarlo en una tercera Persona. Por el mero hecho de ser, se aman con la plenitud del poder del amor; y por el mero hecho de amarse con tal intensidad, manifiestan ese amor: así el Espíritu Santo es tan inevitable como el Padre y el Hijo.

Las palabras «necesaria» e «inevitable» —que acabamos de utilizar— merecen un estudio más detenido. Es posible que el Hijo nos parezca menos real, porque es una Imagen en la mente de su Padre. Sólo es —podríamos imaginarnos— un pensamiento, mientras que nosotros somos algo más que un pensamiento en la mente de Dios: existimos realmente. Pero si existimos, es porque Dios así lo quiere; si no lo quisiera, dejaríamos de existir.

Pero no puede querer que la segunda Persona deje de existir, una vez que ha querido que exista. No cabe que nos imaginemos al Padre pensando que estaría bien tener un Hijo, y que fuera capaz luego de querer que dejara de existir, si tal cosa se le ocurriera. Que el Padre se conozca a Sí mismo es una exigencia de la naturaleza divina; por el mero hecho de ser quien es, el Padre se conoce a Sí mismo, y engendra su propia Imagen.

No hay ningún elemento de contingencia en la existencia de la segunda Persona; hay origen, pero no dependencia. Dios Hijo es tan necesario como Dios Padre.

El mismo tipo de razonamiento nos muestra, asimismo, que la existencia del Espíritu Santo es igualmente necesaria. No hay diferencia entre los tres en lo que se refiere a eternidad o necesidad; y no hay desigualdad. El Padre posee la naturaleza divina por sí mismo. El Hijo y el Espíritu Santo la poseen como recibida; pero la poseen en su totalidad. Han recibido todo del Padre, todo.

Del texto del Prefacio de la Santísima Trinidad:

«Lo que creemos de tu gloria, porque Tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo, y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad.»

La atribución

La distinción en las acciones entre las Personas de la Santísima Trinidad forma parte de la vida íntima de Dios. Cada una vive, conoce y ama como Ella misma, separadamente, pero dentro de la naturaleza divina.

Ahora bien, las acciones de la naturaleza divina sobre los seres creados —por ejemplo, nosotros—son las acciones de las Tres Personas, actuando juntas como principio único de operación. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por ejemplo, crean el Universo y lo mantienen en el Ser, crean el alma individual y la santifican por la gracia. No hay ninguna operación externa de la naturaleza divina en la que una de las Personas actúe como distinta de las otras.

Con todo, la Escritura y la Liturgia están atribuyendo constantemente ciertas operaciones divinas al Padre o al Hijo o al Espíritu Santo. En el Credo de Nicea, por ejemplo, el Padre es el Creador, el Hijo el Redentor y el Espíritu Santo el Santificador, el Dador de Vida.

Parece obvio que al Hijo se le llame Redentor, pues en verdad se hizo hombre y murió para salvarnos. Pero, si las tres Personas crean, ¿por qué se llama al Padre, Creador?; si las tres Personas santifican ¿por qué se llama al Espíritu Santo, Santificador? ¿Por qué, utilizando un término teológico, se le atribuye la creación a Uno y la Santificación al Otro?

Si es que deben existir atribuciones, podemos ver, desde luego, a qué se deben; en otras palabras, podemos ver hasta qué punto estas atribuciones son apropiadas. En la naturaleza divina, el Padre es el Origen; el Hijo y el Espíritu Santo vienen ambos de El. Nos referimos a la Creación por la que se origina el mundo, por la que se origina cada alma, como un quehacer especialmente del Padre.

Asimismo, en la naturaleza divina el Espíritu Santo es Amor, la manifestación del amor del Padre y el Hijo. La santificación, la gracia, son dones; y los dones son obra del amor: se atribuyen al Espíritu Santo. La gracia es el don creado del amor; el Espíritu Santo, el don increado del amor. A través de la gracia, el Padre y el Hijo manifiestan Su amor por nosotros, como manifiestan eternamente Su propio amor en el Espíritu Santo.

¿Existe alguna atribución similar para la segunda Persona? Como hemos señalado, se le llama Redentor; pero no por atribución, puesto que El mismo nos redimió de hecho; no fueron el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo los que se hicieron hombre y murieron por nosotros, sino sólo el Hijo (la Redención no fue una operación de la naturaleza divina, sino de la naturaleza humana, de la que El se apropió.) Con todo, el Hijo sigue teniendo su atribución.

En el Credo, se llama a Dios Padre Creador, y acabamos de ver por qué. Pero en el comienzo del Evangelio de San Juan, parece que se considera también al Hijo como Creador. La Creación, que consiste en originar, producir la existencia allí donde no había nada, se atribuye al Padre. Pero lo creado no fue el «caos», sino un universo ordenado en sus elementos; como obra de sabiduría, por tanto, se atribuye a la segunda Persona, el Verbo de Dios, que procede por vía del conocimiento. La estructura del universo y de todo lo que hay en él, el orden del Universo, es atribuido especialmente al Hijo; y, cuando el orden se convierte en desorden por el pecado, es el Hijo quien se hace hombre para restaurarlo instituyendo el nuevo orden de la humanidad redimida.

Pero la perfecta aptitud de la atribución de las operaciones a una u otra Persona no debe hacernos olvidar la realidad de que cada una de estas operaciones es obra de las tres. La gracia proviene —dice Nuestro Señor— de la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas; pero también dice: «Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». Luego, de hecho, las tres Personas moran en el alma. ¿Por qué, pues, se habla de atribuciones?

Podemos suponer que para mantener siempre presente la distinción entre las tres Personas en nuestras inteligencias. Si, entre nosotros, nos refiriésemos a cada una de las operaciones divinas como obras de Dios, u obras de las tres Personas, podríamos acabar creyendo que no existe distinción alguna entre ellas; que Padre, Hijo y Espíritu Santo no son más que tres nombres de una misma cosa.

Por eso, la atribución es algo que nos recuerda constantemente que son distintas; y no sólo eso: nos recuerda que el Padre es el Origen; que el Hijo nos viene de El por vía de Conocimiento, y el Espíritu Santo por vía del Amor.