III. EL ESPÍRITU INFINITO


Dios, espíritu infinito

Sabemos desde siempre que Dios no es un anciano con barba (parecido a Carlos Marx, como se ha representado con frecuencia, cuando el artista quería mostrar un Dios enfadado). Nos hemos dado cuenta también de que la representación, más compleja, de un anciano de barbas largas, un hombre joven con barba más corta y una paloma, no tiene ningún parecido con la Santísima Trinidad: en todo caso, el artista ha hecho lo que ha podido. Ahora bien, olvidarnos de las representaciones sólo tiene valor si, en su lugar, desarrollamos una idea más precisa de Dios. Si no, dejaremos un vacío en el lugar que ocupaban esas representaciones.

Dios es un espíritu. Una primera aproximación para hacernos una idea de cómo es El, puede ser la de imaginarnos a nosotros mismos sin cuerpo, y ver nuestra alma existiendo y actuando sin él: sin partes, sin ocupar espacio, inmortal, conociendo, amando, decidiendo, ejecutando sus decisiones. Y todas estas cosas pueden decirse también de Dios. Pero nuestra alma no es igual a la de Dios, sino sólo su imagen. Dios es infinito; nosotros, no.

Examinemos el significado de la palabra infinito. Procede del latín finis, que significa fin, término, límite. El prefijo in es negativo. Quiere decir que no hay en Dios nada que suponga un finis. No hay en El fin, ni término, ni límite. Posee plenamente cualquier perfección que pueda existir. Apliquemos esta noción a nuestra propia alma: ésta conoce algunas cosas, que no son más que una gota en el océano al lado de aquellas otras que no llega a abarcar: su conocimiento es limitado. Igual sucede con su amor; igual con su poder. En cambio, esos límites no existen en Dios: todo lo conoce, todo lo ama, todo lo puede.

Volveremos sobre esto más tarde, después de haber visto la mayor diferencia de todas: el alma debe su existencia a Dios. El la puso en la existencia, la mantiene en ella, y podría volver a reducirla a la nada (lo que no hará, porque así nos lo ha indicado). El que la propia existencia no dependa de uno es, en realidad, la mayor limitación; es la mayor diferencia entre el espíritu finito, que somos nosotros, y el espíritu infinito, que es Dios.

Bernard Shaw cuenta que una vez le preguntó a un sacerdote: «¿Quién hizo a Dios?» El sacerdote —según dice Shaw— se quedó aturdido, y su fe se hizo añicos. El escritor no cuenta si se suicidó, o si simplemente abandonó la Iglesia. En cualquiera de los casos, la cuestión es simplemente ridícula. Cualquier estudiante de Filosofía la ha oído alguna vez, y sabe que tiene que existir algún ser que no necesitase ser creado. Si no existieran más que seres que hubieran recibido la existencia de otros, ¿de dónde provendría su existencia? Para que cualquier cosa pueda llegar a existir, debe haber un ser que no la haya recibido, sino que —simplemente— la tenga. Dios puede conferir la existencia a todos los demás seres, precisamente porque El la tiene «por derecho propio». Forma parte de su naturaleza el existir; no necesita recibir la existencia, porque El es la existencia.

Entendemos ahora el nombre que Dios se da a sí mismo. La historia se encuentra en el tercer capítulo del libro del Exodo: Dios se apareció a Moisés en la zarza ardiendo. Cuando Moisés le pregunta su nombre, Dios le responde: «Yo soy El que soy. Por eso, dirás a los hijos de Israel: El que es me ha enviado a vosotros». Ese es el nombre que Dios se da a Sí mismo: YO SOY; para vosotros: EL ES (lo cual se dice en hebreo «Yahveh». Los judíos, por reverencia, evitaban escribir el nombre completo, escribiendo únicamente las consonantes: YHVH. Alguien, en el siglo xiii, equivocó las vocales que faltan y se inventó la palabra «Jehovah». En realidad, tal palabra no existió nunca).

Esta es la verdad más primaria acerca de Dios: El es, existe, con todo lo que la plenitud de la existencia lleva consigo. Profundizaremos en esto más adelante.

Dios, omnipotente y eterno

«¿Dónde estaba Dios antes de que el universo fuese creado?», pregunta a veces el hombre de la calle. Esta pregunta, en realidad, puede dividirse en dos: «¿Dónde estaba Dios cuando no había dónde existir?» y «¿Dónde estaba Dios cuando no había cuándo existir?» En pocas palabras, habría que decir que las palabras dónde y cuándo no pueden aplicarse a Dios. Pero estoy seguro de que nadie entendería una respuesta tan breve.

«Dónde» quiere decir «en qué sitio»; es decir, «en qué lugar del espacio». Pero Dios es un espíritu puro, y un espíritu no ocupa lugar; sólo los seres materiales precisan de él. Con todo, decimos que Dios está en todas partes. ¿Cómo puede estar, pues, en todas partes, si no está en el espacio?

Escucha con atención: «en todas partes» quiere decir «allí donde están todas las cosas». La frase «Dios está en todas partes» se refiere a que Dios está en todas las cosas. Es evidente que un ser espiritual no está en otras materias como el agua en el vaso. No es ése el sentido al que se refiere la palabra «en». Se dice que un ser espiritual está allí donde actúa, en las cosas que reciben los efectos de su poder. Mi alma, por ejemplo, está en todas las partes de mi cuerpo, no porque se extienda a lo largo de él y cada miembro del mismo tenga su trozo de alma para él, sino más bien porque la energía vivificante del alma llega a cada miembro del cuerpo. Todas las cosas reciben la energía de Dios, que las pone en la existencia y las mantiene en ella, ése es el sentido que se da a la omnipresencia de Dios. El, pues, está en todas partes, y no porque a El le convenga, desde luego. El no necesita de las cosas, sino que las cosas le necesitan a El, de forma acuciante.

Podemos detenernos ahora en la segunda parte de la pregunta que nos hacíamos al principio: «antes de que el universo fuese creado». De la misma manera que «dónde» se refiere al espacio —y Dios no está en el espacio—, «antes» se refiere al tiempo —y Dios tampoco está en el tiempo—.

¿Qué es el tiempo? San Agustín dio una respuesta genial: «Yo sé lo que es el tiempo, siempre que no me lo preguntes». Pero fue más lejos, y lo mismo debemos hacer nosotros: el tiempo es la medida del cambio. Las cosas cambian constantemente, y el tiempo mide esos cambios. Un reloj cuyas agujas no se muevan no nos dará la hora, porque el tiempo mide el cambio. Donde nada cambia, no existe el tiempo. Nuestro Universo material está cambiando constantemente, y el tiempo le pertenece. Dios es inmutable, por lo que el tiempo no tiene sentido en relación con él. Nosotros estamos sujetos al tiempo; Dios está en la eternidad.

Si es la primera vez que se oye esto, puede resultar difícil de entender. No obstante, vale la pena seguir pensando en ello: Dios es inmutable porque es infinito. Tiene todas las perfecciones. No puede perder ninguna, luego no hay pasado en el que las haya podido adquirir, ni tampoco futuro en el que las pueda dejar de disfrutar. Tiene todas las perfecciones en el presente, un presente que no cambia ni acaba; en eso consiste la eternidad. El Universo que El ha creado no es así. Las cosas van y vienen. El cambio es constante. El tiempo y el universo comenzaron a la vez.

Vamos a fijarnos más en el concepto de eternidad, porque nos será muy útil para conocer más a fondo a Dios. Tú, yo y todos los hombres estamos sometidos al tiempo; lo cual quiere decir que no somos en ningún momento la totalidad de nosotros mismos. Lo que éramos el año pasado y lo que seremos el que viene pertenece a la totalidad de nuestro ser; pero el año pasado ya terminó y el que viene no ha llegado. Es decir, no hay ningún momento en el que esté presente todo nuestro ser. Adquirimos la posesión de nuestro ser —dicen los filósofos— de forma progresiva. No ocurre lo mismo con Dios, que posee todo lo que es en un solo acto de existencia. Eternidad no quiere decir tiempo sin fin, tiempo sin límites por ambos lados, de manera que nunca se llegue al principio ni al fin. La Eternidad no tiene nada que ver con el tiempo: es la total posesión que Dios tiene de sí mismo.

Infinitud, omnipresencia, eternidad..., son conceptos complejos y llenos de contenido, pero no debemos conformarnos con ellos sin volver a los Evangelios, donde encontramos al Dios vivo. Allí está Cristo, para que le conozcamos, «al que —como dice San Juan al comienzo de su primera Epístola— hemos visto con nuestros ojos, contemplado y tocado con nuestras manos». El Infinito que estamos estudiando es el mismo que encontramos en los Evangelios, el mismo que recibimos en la Sagrada Eucarístia. Puede venir bien repetir aquí lo que ya dije antes: la lectura del Evangelio debe acompañar la de este libro; sin ella, podemos aprender mucha Teología, pero ésta nunca repercutirá en nuestra propia vida. La lectura de los Hechos de los Apóstoles, y —por lo menos— de algunas de las Epístolas de San Pablo (por ejemlo la 1.a a los Corintios y las Epístolas a los Gálatas, Efesios, Filipenses y Colosenses) deben seguir a la de los Evangelios. Después, la del resto del Nuevo Testamento y— por último— la del Antiguo.

La ciencia, el amor y el poder de Dios

Dios es, como hemos visto, absolutamente inmutable. Esto puede llevarnos a pensar en un Dios estático. Con nuestros esquemas materiales, parece imposible suponer que pueda darse cualquier actividad sin que se dé algún cambio; pero ello se debe, como vamos a tener oportunidad de ver, a que somos finitos.

La primera actividad fundamental del espíritu infinito es el conocimiento; para nosotros, éste lleva consigo numerosos cambios: aprender lo que no sabemos, olvidar lo que sabíamos; en ambos casos, el cambio se debe a nuestra finitud; en el primero, a nuestra ignorancia y, en el segundo, a nuestra falta de memoria. Pero Dios sabe todas las cosas, por el mero hecho de ser quien es, y no es posible que olvide nada. Por lo tanto su actividad cognoscitiva es, al tiempo, ilimitada e inmutable: es Omnisciente.

Su otra actividad fundamental es amar. Para nosotros, el amor supone también cambio, moverse de un lado a otro, hallando nuevos objetos de nuestro amor, desinteresándonos de cosas que antes amábamos. Una vez más, el cambio procede de nuestras limitaciones. La capacidad que Dios tiene de querer, en cambio, es infinita: no hay pérdida posible ni ganacia imaginable en su amor. Dios conoce y ama con una intensidad infinita; y eso no es inmovilidad, sino inmensurable vitalidad.

Dios es también Todopoderoso. Su capacidad no tiene límites. El hombre más poderoso no es capaz de hacer algo de la nada; necesita alguna materia prima, sin la cual su capacidad permanecería inactiva e ineficaz. Esta es una limitación seria para nosotros, pero no afecta a Dios: El no necesita materia prima, porque puede crear.

«¿Puede Dios hacer algo tan pesado que no sea capaz de levantarlo?», pregunta el que no cree, pensando que nos ha acorralado: si decimos que sí lo puede hacer, no será capaz de levantarlo; si decimos que no, es que Dios no es capaz de hacerlo. (El lector hará bien en detenerse en este punto y pensar cuál sería su respuesta.) Nuestra respuesta es que Dios puede hacer todas las cosas, pero una contradicción en los términos no es una cosa. Dios no puede hacer un triángulo de cuatro lados, porque los términos se contradicen y anulan; un triángulo de cuatro lados es algo sin sentido, no es una cosa, no es nada. Algo tan pesado que el Todopoderoso no puede levantar es tan contradictorio como un triángulo de cuatro lados.

No es nada tampoco. Y —dando un sentido nuevo a un antiguo texto— «nada es imposible para Dios».

Dado que Dios es infinito, no hay distinción entre sus atributos y El mismo. Esto es difícil de explicar brevemente, pero lo vamos a intentar. Escojamos el conocimiento, comenzando a partir del nuestro. El conocimiento de algo supone una actividad propia. Pero ésta no se identifica conmigo mismo. Puede no parecernos una limitación, pero lo es, y grande: si yo mismo fuera mi conocimiento, estaría siempre conociendo, por el mero hecho de ser. No tendría que hacer ningún esfuerzo especial para conocer, y nunca olvidaría nada. En cambio, lo que en realidad sucede es que mi conocimiento es inferior a mí mismo. Somos limitados —bien lo sabemos—, pero más limitado es nuestro conocimiento.

Ahora bien, el conocimiento de Dios no está sujeto a tal limitación, ni es separable de El mismo. Si no fuese así —si hubiera una distinción entre su conocimiento y El mismo—, habría algo que faltaría a su conocimiento. En tal caso ya no sería infinito, y tendríamos que enfrentarnos con la idea mostruosa de un Dios infinito con un conocimiento limitado.

Lo mismo podría decirse de todos sus restantes atributos: de igual manera que Dios es la ciencia, es el amor, es la justicia, es la misericordia. Tenemos que considerarlas cosas distintas, para poder pensar sobre ellas, pero en realidad son inseparables de su mismo ser y, por tanto, inseparables entre ellas. Dios es todo aquello que puede atribuírsele. Y estos atributos no quedan como relegados a un segundo plano por ello: el amor de Dios no sería mayor si pudiera distinguirse de Dios mismo, como ocurre con el nuestro.

Es muy difícil que nos hagamos una idea de esto. Pero Dios debe ser algo misterioso para los seres que ha creado de nada. Si captas esta idea, y la tienes presente, tu sensación de que los atributos deben ser distintos del propio ser irá disminuyendo; empezarás a «ver» la unidad con que se dan en Dios.

Confío en que tengas ya una idea más clara de lo que Dios es. Si es así, estás preparado para la siguiente cuestión: ¿cómo es la vida de Dios? ¿qué hace con El mismo? En otras palabras, estás preparado para la «gran aventura» de la Santísima Trinidad.