LÓGICA Y SENTIDO DEL MANUAL


Volvamos la mirada sobre nuestro tratado y preguntémonos, a modo de síntesis, por la lógica que lo determina. El sentido global de la obra, que unifica cuanto hemos dicho a lo largo de ella, supera ampliamente la pretensión de demostrar que las afirmaciones sobre el Dios Trinitario, contenidas en la Sagrada Escritura, en los Símbolos de la fe y en la doctrina de la Iglesia, no se oponen a la razón sino que están en íntima conexión con ella. Semejante punto de vista sería insuficiente, porque tiende únicamente a un conocimiento de tipo reflexivo. Contra este planteamiento está el hecho de que a la palabra de la fe pertenecen esencial y existencialmente el esfuerzo y el amor. Estas manifestaciones del corazón se pueden designar como el alma conformante de la fe. Ellas elevan el conocimiento racional de Dios por encima del discurso lógico y le conceden un vasto horizonte espiritual; aquí, el conocimiento, el saber y la voluntad se enlazan con el amor.

Esta perspectiva más amplia no va en menoscabo de la inteligencia humana. Como ejemplo clarificante nos remitimos a san Agustín. En su pensamiento, la asimilación racional del misterio de la Trinidad está al servicio de un amor a Dios más profundo. San Agustín trata de alcanzar el mayor saber y la mayor sabiduría posible sobre Dios revelado y, a la vez oculto en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Esta intelección debe ayudarle, como hombre intelectual y creyente, que reflexiona sobre su propia experiencia espiritual, a alcanzar un más profundo amor de Dios.

El conocimiento de Dios, así abierto a la admiración y al amor, es una manifestación completa de nuestra espiritualidad natural. Su apertura y el acceso al vasto horizonte de Dios no es la consecuencia última de ciertas consideraciones analíticas. La vía que nos conduce allí es la mirada al Crucificado. En el proceso de nuestro pensamiento han sido decisivos sobre todo el espíritu paulino y la herencia agustiniana. Según ellos, la teología trinitaria empieza con Jesucristo crucificado y con la acción del Espíritu Santo, que abre la inteligencia de este misterio.

Según san Agustín, no basta con conocer (sólo) el Evangelio de Jesucristo y saber sus mandamientos. Pues, de la palabra de Jesús surge también una fuerza de atracción que nos impulsa a la acción. Aunque el hombre es capaz de conocer intelectualmente las indicaciones del Señor, su meta es el amor a Dios vivido. Estimulado por san Pablo, el obispo de Hipona considera que la acción despertadora del Espíritu Santo consiste en liberar el corazón humano, haciéndolo capaz de convertirse amorosamente a Cristo crucificado y, con ello, al verdadero amor a Dios y al prójimo.

Por este motivo, el conocimiento del Dios trinitario supera la simple adhesión intelectual al acontecimiento salvífico central de una distante revelación histórica. Por consiguiente, la teología es mucho más que su transmisión intelectual a las generaciones futuras. El conocimiento de la Trinidad es, por el testimonio vivo de Jesucristo y la acción del Espíritu Santo, la mayor participación actual en la misterio de la vida trinitaria de Dios.

Bajo el impulso del Espíritu Santo tiene comienzo el reconocimiento creyente de Cristo crucificado y del Padre que le ha enviado; un gesto que conduce a la admiración y a la estima, incluso a un entrañable amor al Dios uno y trino, que se refleja en la concreta acogida del prójimo. En este contexto, desempeña el papel de introducir espiritualmente al bautizado en el misterio de la vida trinitaria. Por lo tanto, la mediación teológica no se puede reducir a una mera doctrina; es también esencialmente acción, camino, seguimiento y comunión, experiencia espiritual.

Por más que la teología trinitaria, por su finalidad última, supere el ámbito del pensamiento tanto analítico como sintético, con todo, no carece de lógica. Su cometido consiste en dar una respuesta vital a la muerte de Cristo en la Cruz y a la acción iluminadora del Espíritu Santo, una respuesta sorprendida y, al mismo tiempo, fruto de un reflexivo tanteo. Si se persigue este objetivo, se logrará contener, en relación con el Gólgota, todo exceso conceptual y verbal. Es como si la teología tuviera que deletrear tímidamente las palabras de san Pablo sobre la sabiduría de este mundo, convertida en necedad (1 Co 1, 18-31).

Del mismo modo que el apóstol de los gentiles no se calla ante ella y habla de la otra sabiduría, de la sabiduría de Dios, así también el teólogo y el predicador no deben caer en un derroche de palabras, sino que deben limitarse a las necesarias, como subraya san Agustín al final de su «De Trinitate» 1, donde su esfuerzo intelectual desemboca en la oración: «Señor, Dios uno y Dios Trinidad; todo cuanto he dicho en estos libros de ti, acéptalo como tuyo; si he dicho algo de mí, no lo aceptes; pero, ¡haz que permanezca contigo!»

1. Trin. XV, 28, 51; CChr 50 A, 535; BKV2 I1/14, 333.