II

EL DIOS DEL AMOR TRINITARIO


1. La revelación del Padre en el Hijo

La clave de la teología cristiana es Jesucristo. Todo lo que decimos sobre el santo e inaccesible misterio de Dios, hay que confrontarlo con la figura y la historia de Cristo. La realidad universal de Dios, que encierra en sí todas las cosas, recibe en él un rostro histórico concreto y visible. Jesús es la presencia de Dios en persona. Por eso, él es el camino hacia el Padre (cfr. Jn 14, 6). Más aún, quien le ve a él, ve al Padre (cfr. Jn 14, 9).

El discurso cristiano sobre Dios desarrolla una temática que supera las fuerzas religiosas originarias del hombre y de su alma 1. Su objeto va más lejos que las palabras de Fr. Schleiermacher (1768-1834) sobre el horizonte infinito, al que tiende todo lo finito 2, y que la definición de Dios como «la profundidad del ser» 3 de Paul Tillich (1868-1965).

Para la teología cristiana lo que caracteriza específicamente a Dios no es la riqueza de sus nombres santos, ni tampoco su «eterna misericordia». Propone, más bien, como rasgo específico de Dios el hecho de su intervención a lo largo de la historia humana, preparada en la Antigua Alianza y llevada a cumplimiento por medio de una sola persona, Jesús de Nazaret. En efecto, Dios ha sido esperado por el pueblo de Israel y ha entrado finalmente en el

  1. Cfr. E. Drewermann, Religionsgeschichte und tiefenpsychologische Bemerkungen zur Trinitätslehre: Trinität, editado por W. Breuning (QD 101), Freiburg-Basel-Wien, 1984, 115-142.

  2. Cfr. F. Courth, Das Wesen des Christentums in der liberalen Theologie, Frankfurt, 1977, 67-84.

  3. Cfr. L. Scheffczyk, Gott-loser Gottesglaube?, Regensburg, 1974, 128-153.

ámbito de la historia en una concreción altamente escandalosa y necia 4. «Y el Verbo se hizo carne» (In 1, 14): Este es el núcleo de la teología cristiana y de la correspondiente concepción religiosa.

Para el cristiano, hablar de Dios significa hablar de Jesucristo y de su relación con el Padre; hablar de aquel que se encarnó, fue crucificado y resucitó. Para el cristiano, el nombre de Dios es inseparable de la persona y la historia de Jesucristo. Es en Jesús donde se resuelve el modo cómo el cristiano se sitúa ante Dios. Pues Él, como Emmanuel en persona, y no como una doctrina divina, es el corazón del cristianismo. «A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer» (In 1, 18). Todo lo que reconocemos como iniciativa divina en la actuación histórica del Espíritu Santo, parte totalmente del hecho de creer en Jesús de Nazaret, en su reto concreto como Dios-con-nosotros. En su vida se nos revela el misterio del Dios trinitario.

La misión de Jesús de acercar al hombre la presencia inmediata de Yahveh, incluso de ser su presencia misma y el amor que viene a nuestro encuentro, se concreta en sus palabras y en sus obras. Jesús intenta mostrar al hombre y hacer realidad de múltiples maneras el amor salvífico de Dios. El hecho de compartir la mesa con los sospechosos por motivos religiosos o sociales y con los marginados, su cariño por los niños, su apertura a los samaritanos y a los gentiles, son signos clarificadores y eficaces del amor salvador del Padre misericordioso. En la Ultima Cena, la víspera de su muerte, Jesús ha querido demostrar que el sentido de su misión era ser la presencia inmediata de Dios para Israel.

Aquí Jesús identifica el pan partido (cfr. Mc 14, 22 par., Lc 22, 19 s. par.) y el vino escanciado (Mc 14, 23 par., Lc 22, 20 par.) consigo mismo y con su amor dispuesto hasta la muerte. Por medio de estos dones, Jesús hace a los discípulos partícipes de su vida entregada hasta la muerte, para dejarles una comunidad de vida con El y con el Padre, que se prolongue más allá de su fin terreno. La Nueva Alianza, fundada sobre los signos del pan y el vino, es una vida de unidad con Aquel que se ha entregado a la muerte, aceptándola como culminación de su misión, pero que, a la vez, viendo más allá de su hora mortal, promete a los discípulos el definitivo cumplimiento de la Alianza, ahora iniciada, en el banquete mesiánico en el Reino del Padre.

Esta sacramentalidad de Jesús queda ampliamente oculta durante su vida terrena; y resulta cuestionada fundamentalmente por su muerte en la Cruz. «Nosotros esperábamos que sería Él quien iba a liberar a Israel» (Lc 24, 21). La esperanza defraudada de los discípulos de Emaús es un compendio significativo de la provocación que supone Jesús crucificado. ¿Es él, realmente, la presencia de Dios en este mundo? La Iglesia primitiva era consciente del in-

4. Cfr. O. Kuss, Paulus, Regensburg, 1971, 352.

menso desafío que suponía el crucificado; incluso cuando, tras el encuentro con el resucitado, ella confiesa que la historia de Jesús, incluso en el Gólgota, es realmente la historia de Dios, y que Jesús es el Hijo del Padre.

San Pablo, por ejemplo, afronta expresamente este escándalo, consciente de que representa una provocación para la razón humana. Pero precisamente por eso ve en la Cruz la expresión más clara del amor salvador de Dios. El escándalo de la pasión y la muerte de Jesús es para el apóstol signo de que «la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios» (1 Co 3, 19). Y, por otra parte, dice también el Apóstol: «la palabra de la Cruz es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan» (1 Co 1, 18). Así, por muy incomprensible que sea humanamente, para Pablo el crucificado es imagen de Dios (2 Co 4, 3 s., cfr. Col 1, 15). Aquí la imagen no se debe entender como una leve y lejana semejanza de la figura original, que nos la pueda recordar; sino que es la imagen como representación actualizada de la figura original, como su revelación y epifanía 5.

La dramaticidad de este pensamiento se ilustra con especial énfasis en el himno cristológico de la carta a los Filipenses (2, 5-11). «Siendo igual a Dios... se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (2, 6a.8). La presencia de Dios, efectiva en su persona y en su obra, se basa en la existencia eterna de Cristo y en su forma de ser divina. Así, en la muerte de Jesús en la Cruz, culmina la autocomunicación de Dios que, por el hombre, se autodespoja: «... hasta la muerte, y muerte de cruz» (F1p 2, 8b).

Después de haber considerado la entrega de Cristo, acontecida en la muerte en la Cruz, el pensamiento de san Pablo vuelve a ascender y confiesa al exaltado por Dios: «Jesucristo es Señor» (F1p 2, 11). Este himno supone una clara revolución de la imagen de Dios; el santo y elevado por encima del mundo, está junto al hombre hasta en la noche de la muerte.

Basándose en la experiencia de oración de Jesús, san Juan describe su unión con el Padre que le envía, como unidad de vida e incluso de substancia. «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30). Jesús se refiere a una unidad basada en el conocimiento mutuo (Jn 10, 15) y en la acción común (Jn 5, 17, 19-20), y que tiene como objetivo transmitir la vida divina (Jn 4, 25 s).

Cuando, a partir de aquí, se habla de una unidad de substancia, se alude con ello a aquel perfecto intercambio de vida y, por lo tanto, también de conocimiento, voluntad y acción, en virtud del cual Jesús, como el Hijo y el Verbo del eterno Padre, es capaz de transmitir a éste de un modo substancial e inquebrantable. Recordemos aquí que el pensamiento conductor de esta concepción, elaborada precisamente durante los siglos IV y V, era la fe en la redención. La salvación de Dios no sería la salvación de Dios, si su mediador fuera sólo una simple criatura y no el ser de Dios.

5. Cfr. K.H. Scheikle, Theologie des Neuen Testaments II, Düsseldorf, 1973, 227.


2. La revelación del Hijo en el Espíritu Santo

La obra del Espíritu Santo consiste en suscitar la fe en el crucificado Jesús de Nazaret como el Dios-con-nosotros, frente a todo desafío de la sabiduría humana. Por medio del Espíritu, el Crucificado del Gólgota es «constituido Hijo de Dios, poderoso... a partir de la resurrección» (Rm 1, 4); es el Espíritu de aquel que resucita a Jesús de entre los muertos (Rm 8, 11), pero no sólo al crucificado, sino a todos los que pertenecen a Cristo los libra de las ataduras de la muerte. El Espíritu Santo es quien propicia que los discípulos crean en Jesús como el Verbo del Padre. Allí donde el Crucificado es confesado como Señor, ello es debido al Espíritu Santo (1 Co 12, 3).

Lo mismo se puede decir de la oración en el nombre de Jesús (Rm 8, 4). La Iglesia crece en la medida en que el Espíritu Santo mueve el corazón y la voluntad de los fieles a amar a Dios y al prójimo con el mismo amor que llenaba a Jesús, el Hijo y el Verbo del Padre. La fe en Cristo y en Dios que vive en la Iglesia, es don del Espíritu Santo; gracias a él, la Iglesia se convierte en cuerpo de Cristo (1 Co 12, 13). Por virtud del Espíritu Santo, Cristo actúa como el único mediador del Padre (1 Tm 2, 4-6) a lo largo de los tiempos, concreto y universal a la vez, en todos los ámbitos de la vida humana.

Este proceso existencial, que pretende asumir totalmente la fe en Cristo, es importante que incluya a todo el hombre, entendido tanto como individuo cuanto como comunidad: con su conocimiento y sus obras, su entendimiento y voluntad, sus miedos y esperanzas, sus fracasos y sus éxitos. En la medida en que éstas y otras manifestaciones vitales son expuestas a la acción del Espíritu Santo, y son asumidas por Él, que viene en auxilio del hombre, el miedo pierde su fuerza, crece la comunión en la fe en Cristo, vive la esperanza en la resurrección de los muertos (cfr. 1 Co 15, 14-19; 32-34), se refuerza el amor a Dios y al prójimo.

Éstos son los frutos del Espíritu Santo, de los que habla el apóstol san Pablo (Ga 5, 22 s.): «Amor, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza». Referida de este modo a la vida diaria y anclada en ella, la acción solícita del Espíritu Santo no es ajena a la fuerza y a la experiencia humanas; antes bien, las eleva por encima de su debilidad natural y, a veces, también pecaminosa. Así, la figura de la vida eclesial cristiana, configurada por Cristo mediante el Espíritu Santo, se convierte en la forma expresiva de la amistad de Dios con la humanidad.

Como el Padre se nos ha acercado en el Hijo y en el Espíritu Santo de un modo substancial y concreto, también nosotros debemos encontrarlo de un modo igualmente concreto. La fe cristiana en Dios no comporta simplemente una referencialidad trascendental. Sino que, como respuesta a la persona de Jesucristo, está ligada esencialmente a nuestra historia irrepetible y actual, y al hombre que encontramos aquí y ahora. «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Puesto que Dios se hizo hombre en la figura de Jesucristo, el amor al prójimo se convierte en parte irrenunciable del amor de Dios. «Con el Hijo», «en el Espíritu Santo», son expresiones que hacen estallar cualquier referencia a Dios existencialmente limitada. Si la relación con Dios se entiende trinitariamente, sólo puede ser vivida en comunión fraterna. Esta fe en Dios se concreta en formas de amor humano siempre perfectibles, en las que resultan visibles las huellas de Jesucristo. Y de ellas se puede decir: «El amor no pasa jamás» (1 Co 13, 8). En estas breves palabras de esperanza alcanza su culminación la fe cristiana en Dios.

Estas palabras responden a un impulso que ha estado siempre presente a lo largo de la historia de la humanidad, a pesar de todas las cruces y de los innumerables campos de concentración de todos los tiempos. «El amor no pasa jamás». El Espíritu Santo nos convoca a esta causa. Quiere que, en comunión eterna con Cristo, seamos capaces de asumir esas palabras de esperanza, frente a la muy modesta figura de nuestro amor o incluso a la viva conciencia de nuestras innumerables traiciones mortales. Él nos anima y ayuda a ejercer la caridad ahora, sin echar cuentas; a perdonar hoy, sin reservas; a ser capaces de sobrellevar los dolores y cargas opresivas con todas sus contradicciones, pero sin sucumbir.

La fe en el Dios trinitario no pretende disipar de modo espiritualista la oscuridad y las tribulaciones de la vida; pero nos hace capaces (a veces sólo en silencio) de sobrellevarlas y afrontarlas como un caminar con Cristo hacia el Padre. La existencia del cristiano, configurada por la Trinidad, no es una fuga de la propia vida, sino su aceptación y su transformación creativa. Esto es posible porque en el marco de la fe es Dios mismo la salvación del hombre, el cual vive desde Él y hacia Él (Padre), por medio de Él (Hijo) y en ä (Espíritu Santo).

Lo mismo se puede decir de la Iglesia, que ha de representar en signos el comienzo de un mundo nuevo, configurado por el orden del amor trinitario de Dios, dándole una forma cada vez más histórica. Así, el Concilio Vaticano II, citando a Cipriano de Cartago (+ 258) 6, dice que «ella es el pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»7.

Una consecuencia de esta perspectiva salta a la vista cuando juzgamos comparativamente la relación de Dios y del cristiano con el mundo. El Dios de Platón sería un Dios deísta, que flota sobre la naturaleza, sin ser rozado por sus sombras. El monismo ve a Dios y al mundo como una misma cosa, eliminando así el señorío de Dios sobre el mundo. El Dios trinitario es, en cambio,

  1. De Orat. Dom. 23; PL 4, 553.

  2. Lumen gentium 4.

un Dios histórico; es Yahveh, en el sentido más pleno de la palabra, sin que deje de ser el Insondable, el Inaccesible, el Santo. Con ello, este mundo queda a salvo tanto del peligro de una falsa divinización (monismo) como del peligro de su total secularización (deísmo). La fe trinitaria contempla el mundo y la historia en su relación con Dios. Pues Dios se ha unido al mundo y a la historia mediante el Hijo y el Espíritu Santo. Con ello, le abre al hombre un nuevo espacio vital, determinado por el orden del amor trinitario; este amor –y no la lucha y el dominio– debe ser la fuerza motriz de la historia humana.


3. El ser trinitario de Dios

Después de haber contemplado la acción salvífica y trinitaria de Dios en la historia llega ahora el momento de preguntarnos si y en qué medida se ha dicho también algo de la naturaleza misma de Dios. ¿Hasta qué punto los nombres trinitarios de «Padre, Hijo y Espíritu», expresan realmente algo sobre cómo es el único Dios en sí mismo. La fe cristiana comparte con el judaísmo el presupuesto fundamental intangible de que Dios, considerado absolutamente, es uno solo y no una multitud de dioses. Pero, entonces, ¿qué expresan los tres nombres divinos sobre este Dios uno? Al igual que el desarrollo del dogma trinitario en la Iglesia primitiva, nuestras reflexiones sobre la Trinidad bíblica y la economía de salvación del «Padre-Hijo-Espíritu», desembocan necesariamente en la cuestión sobre la relación interna de estos tres nombres con el Dios uno.

Los conocimientos adquiridos en la controversia con el modalismo cristiano primitivo consisten en que semejante pensamiento no toma en serio el significado real de la historia de la salvación. Según este modelo, la encarnación no nos acerca más a Dios que, por ejemplo, la creación. En el fondo, el modalismo no admite ninguna comunicación real de Dios; pues, en definitiva, Dios siempre permanece oculto tras sus diversas manifestaciones. Precisamente por eso se llega a la conclusión de que la economía de la salvación sólo puede ser aceptada en su pleno contenido real cuando corresponde a un encuentro intradivino como fundamento de posibilidad. Lo mismo vale para lo que afirma E. Jüngel8 sobre el ser inagotable de Dios, que lo haría ajeno a toda voluntad de posesión y dominio. Si nos interesa lo que caracteriza a la historia ligada a los nombres bíblicos de «Padre, Hijo y Espíritu», es indispensable ilustrar su fundamento divino.

San Gregorio Nacianceno 9 puede clarificarnos la cuestión referente al contenido real de los tres nombres divinos: «Si, por temor al politeísmo, se reduce

  1. Gott als Geheimnis der Welt, Tübingen 21977, 302.

  2. Or 20, 6; SC 270, 68; BKV2 59, 408.

el Logos a una única hipóstasis (con el Padre), en la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sólo quedarían nombres vacíos; y no aclararíamos que todos ellos son uno, sino, más bien, que cada uno de ellos es nada; pues si uno confluyera y se identificara con el otro, dejarían de ser lo que son».

Si afirmamos que Jesús es la manifestación escatológica del don del amor de Dios a nosotros los hombres, esta revelación del Padre en el Nazareno tiene que apoyarse en una relación intradivina como condición de posibilidad. De ahí se deduce en primer lugar que el Dios uno no es ningún «Deus solitarius», no es ningún principio inmutable, ninguna rígida estructura que se encuentra en eterna inmutabilidad detrás de todo lo que existe; antes bien, a su esencia le corresponden la vida, la relación, el don de sí mismo y el amor.

Pero -en segundo lugar- esto no se puede entender como una relación con el mundo, surgida a modo de fuente que se desborda; le faltaría el momento personal, es decir, el amor libremente dado. En virtud de este amor no se puede menos que concebir el don creativo y el amor gratuito de Dios como perteneciente a una realidad relacional, independiente de los contactos mantenidos con el mundo. En otro caso, tendríamos que hablar de una emanación natural de Dios. Este problema lo afrontó también santo Tomás de Aquino 10, para quien sólo a partir del dogma trinitario se puede demostrar que la creación no acontece como una necesidad natural, sino del amor y de la libertad.

Dios sólo puede ser para nosotros el Dios que nos ama libremente, si lo es también para sí mismo. Así, tampoco su autocomunicación histórica implica necesariamente la negación de su trascendencia. Precisamente esto es lo que quiere expresar la doctrina de la Trinidad inmanente. Se trata de demostrar que el ser de Dios existe en plenitud de amor personal, en poder y voluntad de relación, lo cual constituye su plena bienaventuranza independiente de toda referencia al mundo. Pero ¿quiénes son los portadores y los destinatarios de este eterno amor divino?


4. La tripersonalidad de Dios

De este modo llegamos a la cuestión de la legitimidad del discurso sobre la existencia de tres personas en Dios. Es un problema conocido desde la época de los Santos Padres; en la época moderna fue discutido especialmente por Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), quien afirma que el Absoluto no puede ser persona, pues la persona implica limitación 11. También K. Barth 12 elude el discurso de las tres personas divinas; en su lugar, él habla de tres formas de

  1. S.th. I, q. 32, a.1, ad 3.

  2. Cfr. W. Janke: TRE XI, 157-171.

  3. KD 1/1, 373ss.

visión divinas. Con él coincide K. Rahner 13, que habla de tres «formas de subsistencia distintas». Con ello trata de contrarrestar el peligro de un «vulgar triteísmo»; en éste ve él «un peligro mucho mayor» que en el modalismo sabeliano 14.

Rahner se basa en el concepto moderno de persona como una subjetividad espiritual; para él resulta inadecuado como expresión doctrinal de la fe trinitaria. Pero ¿acaso es menos problemático el uso del concepto ontológico y abstracto como «distintas modalidades de subsistencia»? J. Moltmann 15 critica a Barth y a Rahner por presentar un individualismo extremo en el concepto de persona. «El yo sólo se puede entender a partir del tú y, por lo tanto, relacional. Sin socialidad no existe personalidad».

El objetivo que Agustín se propuso con su doctrina de la relación era el de establecer las características presentes en el ser divino, sin alterar la unidad de la substancia con categorías inapropiadas. Dios es uno en una triple relación; en su substancia, es totalmente relacional. Este tema se encuentra también en la doctrina de las tres personas divinas.

En la filosofía moderna, G.W. Fr. Hegel 16 es quien más ha insistido en hacer de la relación el momento determinante del concepto de persona. Según él, «la característica principal de la persona, del sujeto, es renunciar a su aislamiento. La moral, el amor, es precisamente esto, renunciar a la propia particularidad, a la propia personalidad, abrirse a la comunidad — como también a la amistad... La verdad de la personalidad radica precisamente en ganarse sumergiéndose y dejándose sumergir en el otro». Puesto que Hegel ve la naturaleza de la persona en lograr la propia autonomía mediante el don de sí mismo a otra persona, en convertirse en un yo mediante el encuentro con el tú, esta concepción nos ofrece una ayuda válida para comprender la unidad en Dios como relación y don recíproco, precisamente como una unidad que sólo se realiza por medio del proceso de entrega.

El discurso sobre las tres personas divinas pretende expresar que Dios es el amor en libertad y no solamente substancia y ser. «Un Dios personal, que, en cuanto persona, tuviera que realizar la relación amorosa y sólo la pudiera realizar frente a personas creadas, estaría sometido a la coacción de la finitud, y su amor a las criaturas ya no sería propiamente un amor divino. Sólo puede serlo cuando se presenta como libre reflejo del amor trinitario intradivino, como destello libremente querido por Dios de su íntimo movimiento amoroso en las criaturas» 17.

  1. MySal II, 364ss., 385ss. Cfr. BJ. Hilberath, Der Personbegriff der Trinitäts-theologie in Rückfrage von KRahner zu Tertullians «Adversus Prarean» (Innsbrucker theol. Studien 17), Innsbruck, 1986.

  2. MySal, 342s.

  3. Trinität und Reich Gottes, München, 1980, 161-166, 163.

  4. Vorlesungen über die Philosophie der Religion, 3' parte, ed. Lasson (PhB 63), Leipzig, 1929, 81.

  5. L. Scheffczyk, Der eine und dreifaltige Gott, Mainz, 1968, 117.

Un concepto de persona comprendido en sentido relacional corresponde a la autonomía mencionada con los nombres bíblicos y, a la vez, con su respectiva relación; y es capaz también de integrar la herencia de la doctrina trinitaria tradicional (la persona como relación subsistente) en el discurso teológico moderno; es, finalmente, más concreto que un principio ontológico abstracto.


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