VII

YAHVEH, PADRE DE JESUCRISTO


1. La profesión de fe en Cristo y la fe en el Dios trinitario

La fe en Dios del Nuevo Testamento es la fe de Israel, profundizada por medio de la figura de Jesucristo y por la acción de su Espíritu Santo. Todo el esfuerzo del Nuevo Testamento, y también posterior, trata de mostrar la conexión de la fe en el único Dios de Israel con la persona y la misión de Jesucristo, así como de su Espíritu. El fundamento y el desarrollo de la confesión de Cristo por parte de la Iglesia primitiva constituye la parte integral e incluso la cuestión básica de la fe cristiana en Dios y en la Trinidad. ¿Quién es el Dios de Jesucristo, quién Jesús, el Cristo de Dios y quién el Espíritu Santo, que nos ha sido legado? 1

El impulso más decisivo de la confesión pospascual de Cristo es la fe en la Resurrección 2, fundada en la predicación prepascual de Jesús, pero iniciada finalmente con sus apariciones después de resucitado; esta fe es también el impulso movilizador de la confesión trinitaria ya emergente. Las expresiones de la confesión sobre Jesús sólo alcanzan su peso en el marco de la fe en Dios-Padre, del cual es Hijo el Resucitado (Rm 1, 4). Antes y después de la Pascua, sólo desde el Padre podemos conocer quién o qué era Jesús.

  1. Cfr. FJ. Schierle: MySal II, 85-89; WJ. Hill, The Three-personed-God, Washington D.C. 1982, 6-28; W. Kasper, Der Gott Jesu Christi, Mainz 1982, esp. 179.199.209ss.; F. Courth: HDG II/la, 14-30; JJ. O'Donneil, 11 Mistero della Trinitb, Roma - Casale Monferrato, 1989, 43ss.

  2. Cfr. R. Schnackenburg: MySal IIUI, 233; F. Courth, Der historische Jesus als Auslegungsnorm des Glaubens: MThZ 25 (1974) 301-316; R. Pesch, Zur Entstehung des Glaubens an die Auferstehung Jesu: FZPhTh 30 (1983), 73-89; H. Kessler, Sucht den Lebenden nicht bei den Toten, Düsseldorf, 1985.

Y, a la inversa: Yahveh, el Dios de los patriarcas, sólo queda definido en cuanto es llamado Padre de Nuestro Señor Jesucristo (Rm 15, 6; 2 Co 11, 31; Ef 1, 3; Col 1, 3; 1 P 1, 3). San Pablo unifica la expresión sobre el Padre y sobre Cristo como en una confesión de fe en dos etapas. «Para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (1 Co 8, 6).

Este enlace entre la confesión de Dios y de Cristo no representa ninguna modificación esencial de las primeras y más simples formas de fe en Jesús (por ejemplo: Jesús es el Señor; cfr. 1 Co 12, 3). Pues, tales conexiones sólo tratan de aclarar las relaciones que ya había supuesto y expresado la proclamación apostólica de Cristo. Jesús no podía ser anunciado como el Cristo, como el Salvador, sin hablar a la vez de Dios: del Dios que resucitó y ensalzó a Jesús, del Dios Padre, que envió a su Hijo como revelador y salvador 3.

Ya con este primer grado de desarrollo de la confesión y de sus llamadas formas de fe binarias se establece claramente el marco de la confesión trinitaria de Dios, incluso aunque la claridad de la expresión se resista. Aquí Jesús no es conocido como cualquier anunciador del mensaje de Dios, tal como lo fueron antes los profetas; en su palabra, en sus hechos, en toda su persona, él es la presencia salvífica de Dios.

La fe en la resurrección confirma el que, con la persona y la historia de Jesús crucificado, la entrega de Dios al hombre alcanza su forma más intensiva (cfr. Hb 1, 1 ss.). Lo que ocurre en la vida y la persona de Jesús corresponde esencialmente a Dios mismo; alcanza lo más íntimo de él. Sin que se disipe la trascendencia del Padre, precisamente como crucificado, Jesús es Dios en su última, histórica y mediada inmediatez respecto del hombre.

Para la creciente comprensión de Cristo, junto con el Padre, el otro valor experiencial decisivo es el Espíritu. Para san Pablo, el Cristo ensalzado y el Espíritu que actúa en la comunidad son dimensiones casi idénticas, sin que se pueda hablar no obstante de una total identificación de ambas. Pues, para san Pablo es claro que el Espíritu sólo se alcanza por Cristo y Cristo por el Espíritu. Así pues, el Espíritu Santo no se puede identificar ni con el Padre ni con el Hijo. Él es la presencia de Dios que continúa la obra salvadora de Jesús en el hombre y en la Iglesia. El santifica para la vida eterna al hombre, que ha incurrido en la muerte a causa del pecado (Rm 8, 1); él reúne a muchos en la confesión de Cristo (1 Co 12, 3) y en la oración que unifica (Ga 4, 6).

La confesión de Cristo, desarrollada de este modo, encuentra su plasmación en la comprensión progresiva de la salvación y del Bautismo. La nueva existencia del bautizado es determinada tanto por Cristo como también por el Espíritu; pero también el Padre participa en el proceso de santificación; él es

3. A. Vögtle, Was Ostern bedeutet, Freiburg-Basel-Wien, 1976, 74.

el «iniciador» de la acción salvadora: «Pero habéis sido salvados; habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 11).

Partiendo de la conciencia de que los tres nombres divinos son el compendio de la acción salvadora escatológica, san Pablo formula el deseo de bendición: «La gracia del señor Jesucristo y la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Co 13, 13). Según la evolución aquí esbozada de la confesión de Cristo, se puede decir también respecto al mandato trinitario del Bautismo en san Mateo (28, 19), que es «plenamente coherente con lo que la predicación apostólica proclama de la acción conjunta del Padre, de Cristo y del Espíritu Santo» 4.

Por lo que respecta a la predicación paulina se puede observar que el conocimiento de la relación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, está en la forma ciertamente asistemática, propia de san Pablo, pero «no obstante, preanuncia sensiblemente la futura doctrina eclesial de la Trinidad» 5.

Ahora hay que perfilar en su contenido esta visión sintética de la evolución de la confesión trinitaria del Nuevo Testamento. Nos preguntamos ahora por la propiedad específica y la íntima relación de los tres nombres divinos impermutables de Padre-Hijo-Espíritu, que determinan la acción salvadora de Dios en el Nuevo Testamento.


2. Dios, Padre de Jesús y de los hombres

Frente a la cautela del Antiguo Testamento en llamar Padre a Dios, su uso más habitual, evidente en el Nuevo Testamento, supone ya un cambio de actitud. En el Evangelio oímos más de 170 veces la palabra «Padre» en boca de Jesús 6. Pero el cambio de postura operado lo subraya sobre todo la invocacion de Dios como «Abba», característica de Jesús y transmitida como su «ipsissima vox». Este vocablo arameo vale para la comunidad pospascual como el santo legado de Jesús, de modo que se conserva en su significado original y es incluida en su vida de oración (Ga 4, 6; Rm 8, 15). El apelativo Abba, tomado del lenguaje infantil, expresa una unión especial, cordial y confiada de Jesús con el Padre. Para la sensibilidad judía, semejante forma de expresión le tenía que sonar demasiado familiar.

En su contenido, esta infantil invocación de Dios tiene un paralelo en el grito alborozado de Jesús: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pe-

  1. Ibid., 77.

  2. O. Kuss, Der Römerbrief, Regensburg 21963, 583.

  3. Asf, J. Jeremias, Abba, Göttingen, 1966, 33.

queñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Mt 11, 25-27; cfr. Lc 10, 21 s.).

Respecto a las cuestiones referentes a la historia de la tradición y de la redacción de este pasaje, existe una tendencia hacia un consenso exegético, que considera el pasaje de Mateo 11, 25, como perteneciente a la tradición de la comunidad judeo-cristiana y, más aún, como palabras originales de Jesús 7. Mateo 11, 27 es considerado como un añadido redaccional, con fuerte acento joánico. Jesús alaba al Padre porque oculta a la inteligencia humana el misterio de su vida y de su obra, y sólo lo revela, por su mediación, a los pequeños y sencillos (v. 25). La elección de los pobres, dispuestos a creer, corresponde al eterno designio divino (v. 26). La postura mediadora de Jesús en la acción salvífica reveladora de Dios se basa en su misión exclusiva.

La relación filial aquí descrita distingue claramente entre la ineludible unidad de vida de Jesús con el Padre y la relación de Dios con los demás. Nadie puede acceder a esa relación suya con el Padre, si no es a través de la persona mediadora de Jesús (v. 27). Desde el punto de vista de la teología trinitaria hay que observar aquí que el Padre es el promotor de toda acción salvadora; él se ofrece a los fatigados y agobiados (cfr. Mt 11, 28-30) en la persona, en la palabra y en la obra de Jesús.

A través de la mediación de Jesús, la filiación del hombre con respecto a Dios aparece también bajo una nueva luz. En este contexto es especialmente significativa la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) o, como también se la conoce, del padre misericordioso. En sintonía con todo el capítulo 15, la parábola habla de la abnegada y liberadora bondad paternal de Dios precisamente para los extraviados. Así, justamente, esta parábola es conocida como «la perla entre todas las parábolas de Jesús relatadas en los Evangelios» 8.

Trascendiendo toda paternidad terrena, en Mateo 7, 9-11; (Lc 11, 11-13) Jesús nos invita a un abandono infantil y confiado en el Padre. «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos. ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!» (Mt 7, 11). En este sentido, el Padrenuestro (Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4; Mc 11, 25-26) aparece como el más auténtico compendio de la imagen de Dios y del hombre en Jesús; es la «síntesis más clara y rica de contenido, a pesar de su brevedad, que tenemos de la predicación de Jesús» 9.

El apóstol Pablo, sobre todo cuando llama Padre en sentido propio a Dios, da testimonio de que el Padre es el origen no originado de toda salvación. La acción salvadora de Jesús se entiende totalmente desde él y hacia él. «Pero

  1. K.H. Schelke, Theologie des Neuen Testaments II, Düsseldorf, 1973, 59.

  2. J. Schmid, Das Evangelium nach Lucas (RNT DI), Regensburg '1960.

  3. J. Jeremías, Abba, 161.

Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5, 8). Lo mismo se puede decir de la relación y el origen de la acción del Espíritu Santo. Con él se efunde en nuestros corazones el amor de Dios (Rm 5, 5). Como Padre, Dios es la fuente última y auténtica de toda salvación; pero él es también la meta en la que vuelve a desembocar el camino de salvación de Jesús por medio de la Cruz y la Resurrección. De ahí que la alabanza rece: «Al Dios solo sabio, sea por Jesucristo la gloria por los siglos de los siglos» (Rm 16, 27).

También san Juan anuncia que el origen de todas las cosas está en el Padre, que se da libremente. «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Que el Padre es fuente y origen de toda vida divina, lo expresa así Jn 5, 26: «Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo». En la persona de Jesús, el Padre nos da el verdadero pan del cielo (Jn 6, 32); él es el «pan de Dios» (Jn 6, 33). El es el Hijo enviado por el Padre para salvar al mundo (Jn 3, 17-34). Así como el camino de Jesús procede del Padre, así también concluye en él. Consecuentemente, dice el resucitado: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20, 17); él va a prepararnos una morada en la casa de su Padre (Jn 14, 2).

Al igual que para los sinópticos y para san Pablo, también para san Juan, «Dios» y «Padre» son conceptos casi equivalentes. Y esto es válido para todo el Nuevo Testamento. Cuando allí se habla de «Dios», según K. Rahner10 «no se refiere en principio y de entrada al único ser divino..., que subsiste en tres hipóstasis, sino a la persona concreta del Padre que posee la esencia divina sin origen y que, por generación eterna, la comunica también a su Hijo y, mediante exhalación al Espíritu Santo».

El mensaje divino del nazareno marca su posición especial respecto a la historia de la revelación precedente. Queda por responder la pregunta de por qué no sólo la predicación de Jesús, sino que él mismo represente semejante ruptura respecto al Antiguo Testamento. ¿Por qué la persona de Jesús es la última «palabra» de Dios? (Hb 1, 1-2).


3. El Hijo enviado del Padre

a) La autocomunicación de Dios en la Encarnación

El mensaje del Padre misericordioso y de su Reino ya inaugurado se apoya en la singular cercanía de Jesús a Dios. Ésta justifica la especial reivindica-

10. Theos im Neuen Testament: Schriften zur Theologie 1, Einsiedeln- Zürich- Köln '1967, 91-167, 165.

ción de su realeza, así como el nexo existente entre el mensaje de Jesús y su propia persona (Mt 5, 22-28; 32, 34-39, 44). «Bienaventurado aquel que no se escandalizare en mí» (Mt 11, 5; Lc 7, 23). La voluntad salvadora de Dios no se puede separar de la historia concreta de Jesús, que, de este modo, se convierte en reto para la auténtica fe en Dios. La misma realeza suena en Mateo 12, 41 s.: «Hay aquí algo más que Jonás», y «algo más que Salomón». Ambas afirmaciones pertenecen a la existencia segura de la «ipsissima verba» de Jesús.

En relación con estas expresiones está la reivindicación de Jesús de que el Reino de Dios está presente en su acción salvadora (Lc 11, 20; Mt 12, 28). Frente a la ley judía (Mc 2, 23-28; 3, 1-6) y a la tradición de los antiguos (Mc 7, 5-13), Jesús alude a la voluntad original de Dios. Partiendo de la certeza de su conocimiento, él confirma la indisolubilidad del matrimonio (Mc 10, 1-9 par). Más aún: Jesús convoca a su seguimiento (Mc 10, 17-21), con lo que se establece la verdadera comunión con el Padre. De este modo, Jesús da a entender que él ocupa ahora el lugar de la Torá; pues él encarna la voluntad de Dios, obligatoria y definitiva. Así, la exigencia de cumplir los mandamientos (Mc 10, 19) es superada por la llamada al seguimiento de Jesús.

Estas manifestaciones de la realeza de Jesús suscitan la fe de los discípulos en él, una fe aún incipiente y ciertamente perfectible (cfr. Mc 10, 37; Mt 20, 12; Lc 19, 11; 22, 38). Ellas constituyen el punto de enlace del desarrollo pospascual de la fe. De manera emblemática, la perícopa de los discípulos camino de Emaús (Lc 24, 13-35) refleja la necesidad de corrección de la fe prepascual en Jesús y la importancia causal del acontecimiento de Pascua para la plena maduración de la fe en Cristo. Sólo después del encuentro con el Señor resucitado se descorre para los discípulos y, de este modo, también para la Iglesia, aquel velo que cubrió el camino terreno de Jesús, especialmente su crucifixión y muerte.

Por medio de las apariciones del resucitado conocieron los discípulos que la historia de Jesús era la historia de Dios y que su pretensión de una relación única con Dios era realmente válida. En los más diversos predicados de exaltación y fórmulas che fe, la comunidad eclesial pospascual confiesa: que Dios quería y quiere la salvación del hombre por medio de la persona y la historia del crucificado; y que la comunicación de Dios hecho hombre es la cima y el remate de toda la revelación.

Para expresar por qué la palabra de Jesús tiene una importancia tan culminante y exclusiva, formula san Pablo en Colosenses 2, 9: «Pues en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente». A este versículo corresponde también Colosenses 1, 19: «Y plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud». La «plenitud de la divinidad» significa: ser Dios en todo su poder y su vida. Esta vida divina llena y sustenta la obra de Jesús en el sentido más pleno de la palabra. Él es cuanto ha comunicado Dios de sí mismo de un modo absoluto y definitivo. Sólo en Él actúa Dios con su plena presencia salvadora, su vitalidad y su fuerza. Por eso se puede decir de Jesús: «Que es la imagen de Dios invisible» (Col 1, 15); en Él, Dios resulta visible y accesible.

Esta postura mediadora de Jesucristo dentro del orden de la redención manifiesta su importancia salvífica siempre vigente para el mundo. Desde el principio de su creación, el mundo estaba orientado hacia él; por él y para él se entiende todo lo creado. El mundo tiene en Cristo el comienzo y el fundamento permanente de su relación con Dios; en él tiene su centro salvador y su meta definitiva. Cierto que estos diversos motivos soteriológicos y de teología de la creación aún no ofrecen ninguna doctrina diferenciada de las dos naturalezas; pero quien examine la confesión de la «plenitud de Dios» que reside en Cristo, no puede pasar por alto «una evolución hacia una cristología ontológica» 11; ésta se trasluce claramente 12.

Esta evolución hacia una cristología ontológica se observa también en Filipenses 2, 6 («quien, existiendo en la forma de Dios»). Ciertamente, con esta designación no pretendemos captar el contenido completo del viejo himno prepaulino de Cristo (2, 6-11). Éste ensalza el punto de partida, el medio y la meta del camino de salvación de Jesucristo, cuyo centro es su muerte en la Cruz. La posición central del himno está subrayada por dos expresiones que definen la realeza de Jesús.

La primera expresión alude al hecho de que la presencia de Dios en Jesús se basa en su vida eterna y en su forma divina de existencia; y, por eso, en la muerte de Jesús en la Cruz, Dios se revela a la humanidad de un modo completo e insuperable: «... hasta la muerte, y muerte de cruz» (F1p 2, Sb). La segunda expresión de realeza confiesa, con el nombre veterotestamentario de Dios «Señor-Kyrios», la glorificación de Jesús crucificado en y por mediación de Dios. «Si el señorío de Dios, según la concepción del Antiguo Testamento, significa su apertura al mundo y a la creación, con la transferencia del nombre Kyrios a Jesús expresa que, desde ahora, él representa esta apertura de Dios al mundo. Y, a la inversa, él es para el mundo la posibilidad de acceso a Dios» 13.

La idea de la preexistencia de Cristo, aquí expresada, no se debe entender en sentido temporal, sino teológico y cristológico. En su contenido, se trata de expresar la relación específica de Jesús con Dios desde la perspectiva de la realidad de Dios que se comunica. A partir de esta aportación, la preexistencia de Cristo recibe un contenido teológico: «Desde un principio Dios es de tal

  1. J. Ernst, Die Briefe an der Philipper, an Philemon, an die Kolosser, an die Epheser (RNT XI), Regensburg, 1974, 199.

  2. J. Gnilka, Der Kolosserbrief (HThK X/1), Freiburg-Basel-Wien, 1980, 74.

  3. J. Gnilka, Der Philipperbrief (HThK X/3), Freiburg-Basel-Wien, 1968, 129.

modo que puede querer su propia comunicación en este sentido más intenso de la revelación de Jesús: Él es "Yahveh", en el sentido en que se puede entender este nombre a partir de su autocomunicación en Jesús» 14.

La preexistencia de Cristo no implica dos naturalezas divinas, sino que desde la eternidad no existe ningún otro Dios más que el revelado en la vida de Jesús. Por su propia naturaleza, Dios era, es y será sólo el ser que, como tal, se ha revelado en Jesucristo. En este contexto, la participación de Jesús en la creación y en la redención significa: que ambas son acción y donación del único Dios; en la persona de Jesús, él se ha manifestado como Yahveh, como Dios para los hombres, y finalmente, como amor viviente. Jesús es, pues, la presencia de Dios; en él se autocomunica de un modo inmediato y escatológico el Padre, resumiendo todo lo precedente y previendo lo inalcanzable.

b) Dios y hombre

Esta personalización de la presencia salvadora de Dios en Jesús la confirma también el Evangelio de san Juan: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9; cfr. 8, 19; 12, 45; 14, 7). «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30). Cuando el prólogo (Jn 1, 1-18) dice que el Verbo divino preexistente se hizo carne, significa que Jesús es el Verbo de Dios en persona. «A Dios nadie le vio jamás; Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Pero Jesús no es sólo anunciado como la realización más extrema de la acción reveladora de Dios; sino que él mismo es conocido como ser divino.

Con la afirmación de la divinidad del Logos en el prólogo (Jn 1, 1-18) se constata una incipiente cristología ontológica, que está totalmente al servicio del anuncio salvador, al que sustenta y fundamenta. «Sólo la plenitud de la esencia divina, que el Hijo recibe por amor del Padre, le garantiza su fuerza total reveladora y salvadora» (cfr. 3, 35)15. La consideración de la misión salvadora escatológica de Jesús incluye así indirectamente el reconocimiento de su divinidad. Y esto vale tanto para san Juan como para san Pablo.

Juan 20, 28 aclara que la predicación de Dios del prólogo de su Evangelio no es ninguna confesión aislada de Cristo. Aquí, al final del Evangelio, Tomás confiesa: «¡Señor mío y Dios mío!» Se trata de una invocación dirigida al resucitado. En este contexto, el título de realeza indica que, en el encuentro con el Resucitado, el escéptico Tomás accede a la fe plena en Cristo: Jesús es un ser divino; en él, el apóstol ve al mismo Dios; para Tomás, él es Dios en su majestad, en su poder y en su amor 16.

  1. W. Thüsing, Neutestamentliche Zugangswege...: K. Rahner-W. Thüsing, Christologie- systematisch und exegetisch (QD 55), Freiburg-Basel-Wien, 1972, 249.

  2. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium I (HThK IV/1), Freiburg-Basel-Wien, 1965, 211.

  3. /bid, BI (HThK IV/3), Freiburg-Basel-Wien, 1975, 397.

Pues la fe debida al resucitado incluye la confesión de su Ser-Dios. «Él es el verdadero y único Hijo de Dios, uno con el Padre no sólo en el obrar, sino también en el ser» 17. Todo lo que aconteció y acontece en y con Jesús, corresponde ontológicamente al mismo Dios; es decir, le corresponde de tal modo que le alcanza en la intimidad de su ser. Así pues, no es casual que al principio y al final del Evangelio de san Juan (1, 1-18 y 20, 28) «la divinidad de Jesús luzca en todo su esplendor» 18.

La afirmación de que la confesión de la divinidad de Jesús se incluye en toda la Escritura de san Juan, además de en su Evangelio, se demuestra en 1 Juan 5, 20: «Él es el verdadero Dios y la vida eterna». En esta confesión de Cristo, la predicación de Dios recibe «una extraordinaria precisión» frente a las anteriores (Jn 1, 1-18; 20, 28); pues aquí se confiesa sin ninguna limitación la identidad total de Jesucristo con el Dios verdadero. Con ello, resulta «visible... en toda su claridad la cumbre de la confesión cristológica de la Iglesia» 19.

El Nuevo Testamento desconoce aún cualquier doctrina de las dos naturalezas en el sentido del Concilio de Calcedonia. Pero, con su forma dialéctica o, mejor aún, con su forma histórico-salvífica y gradual de considerar a Jesús como el Verbo eterno de Dios hecho carne (Jn 1, 1-14), «nacido de la descendencia de David según la carne, constituido Hijo de Dios poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 3 s.), se perfila ya aquel marco en el que se mueve la confesión de Cristo de Nicea y Calcedonia. La evolución hasta allí está determinada esencialmente por el intento de llenar este marco y de articular y profundizar los diversos aspectos del misterio personal de Jesús. Más exactamente, se trata de la justa apreciación de la naturaleza humana de Jesús, de su misión divina y de la unidad de ambos aspectos en un mismo sujeto.

Para una consideración de la Trinidad como historia de la salvación hay que establecer el siguiente resultado medio: La historia de Jesús no oscurece el carácter absoluto del Padre que lo envía ni altera su presencia entre su pueblo. Al contrario, los hace más explícitos. Con la persona y la historia de Jesús, la revelación de Dios alcanza su forma más alta e intensa. Pero esto sólo es posible si la relación con Dios que se da en Jesús pertenece al ser eterno de Dios, si él mismo es un ser divino.

Así, la existencia histórica de Jesús se basa en una relación intradivina «Dios-Verbo» (Jn 1, 1 ss.) o también «Padre-Hijo» (cfr. Hb 1, 1 ss.), revelada en la historia de Jesús. La predicación de Jesús (cfr. Jn 14, 8-14, esp. v. 9: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre») «se anularía básicamente a sí misma

  1. Ibid

  2. R. Schnackenburg, Die Johannesbriefe (HThK XIII/3), Freiburg-Basel-Wien 21%3, 291.

  3. /bid.

y, en lugar de una mediación sería una separación si él no fuera Dios, si fuera un ser intermedio. Entonces no nos comunicaría con Dios, sino que nos alejaría de él» 20.

Pero precisamente ésta es la intención de la historia de los dogmas en los siglos IV y V. Si el Logos en Cristo fuera un ser intermedio creado, no nos podría conducir al Padre. Formulado soteriológicamente: la salvación de Dios, transmitida por una criatura, ya no sería la salvación de Dios. La palabra y la vida de Jesús sólo alcanzan significado universal y escatológico porque él es referencia a Dios, porque el Verbo está arraigado en la vida intratrinitaria de Dios.


4. EI Espíritu Santo, don salvífico

a) Prenda y cumplimiento

Si la persona y el mensaje de Jesús eran el primer valor experiencial que tenía que comunicar la predicación de la Iglesia primitiva con la fe en Dios del Antiguo Testamento, el Espíritu Santo es el otro valor. En la historia de la fe de Israel, el Espíritu Santo era una realidad absolutamente viva; él es el compendio de la fuerza vital de Dios, eficaz en el pasado, en el presente y en el futuro. A partir de este contexto se puede enlazar con el acontecimiento de Cristo.

El motivo apremiante para ello era, junto con la efusión del Espíritu Santo, esperada para el final de los tiempos (JI 3, 1-5: Is 44, 3), la experiencia concreta de fenómenos espirituales en la comunidad. Ésta experimenta la presencia del Espíritu en medio de ella, mucho antes de meditar sobre ello, y tratar de expresarlo en frases, como si su acción se pudiera aclarar 21.

Según la más antigua tradición, la obra de Jesús, desde su bautismo por Juan (Mc 1, 9-11 par; Hch 10, 37) estaba impregnada por el Espíritu Santo (cfr. Mt 12, 28). Este pensamiento lo desarrolla sobre todo san Lucas. Su Evangelio describe la concepción de Jesús como debida al Espíritu Santo (Lc 1, 35; cfr. también Mt 1, 18.20). Para él, Jesús está «lleno del Espíritu Santo» (Lc 4, 1); «el Espíritu del Señor descansará sobre él» (Lc 4, 18); él está «lleno del Espíritu Santo» (Lc 4, 1), o «de la fuerza del Espíritu» (Lc 4, 14); por él, como antaño Israel por Dios, es conducido Jesús al desierto (Dt 8, 2); para Lucas, Jesús es el Hijo de Dios lleno del Espíritu. Dios derrama el Espíritu Santo sobre los fieles para reunirlos en la comunidad y capacitarlos para el servicio de testigos (Hch 2, 33).

  1. J. Ratzinger, Einführung in das Christentum, München 61%8, 126; cfr. también D. Wiederkehr: MySal IU/1, 534-540.

  2. E. Schweizer, Heiliger Geist, Stuttgart, 1978, 68.

Esta idea de que el Espíritu Santo es el don salvador escatológico de Dios la desarrolla también san Pablo. En él encontramos reflejada y ampliamente desarrollada una primera doctrina del Espíritu Santo 22. Visto desde Dios, para san Pablo el Espíritu Santo es el mismo Dios en su automanifestación portadora de vida; él pertenece al ser íntimo de Dios y procede de él para convertir a los fieles. «Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1 Co 2, 12).

Dios nos comunica el misterio de su vida por medio del Espíritu, que escruta hasta las profundidades de Dios (1 Co 2, 1Ob). El Espíritu es quien resucitó a Jesús de entre los muertos (Rm 8, 11 a). Y el «amor de Dios» se ha derramado en los corazones de los fieles (Rm 5, 5). A los tesalonicenses, Dios les da su «Espíritu Santo», que les despierta el compromiso de una conversión moral de vida (1 Ts 4, 8).

El «Espíritu de Dios» y el «Espíritu de Cristo» son giros prácticamente idénticos. «Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que de verdad el espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, éste no es de Cristo» (Rm 8, 9). Expresiones análogas son también «Espíritu de Cristo» y «Cristo en vosotros» (Rm 8, 10) o «en Cristo Jesús» (Rm 8, 1). Una cierta identidad entre Cristo y Espíritu se expresa también en 2 Co 3, 17a. «Pero el Espíritu es también el Señor». La obra de Cristo y la del Espíritu Santo coinciden estrechamente. No obstante, no se puede hablar de una identidad total; en todo caso, se puede hablar de una identidad virtual o dinámica (cfr. 1 Co 15, 45: «el último Adán será espíritu vivificante»).

Contra una plena identidad entre Cristo y el Espíritu habla: el que Cristo actúa mediante el Espíritu Santo (cfr. Rm 15, 18 s.), pero no a la inversa. Cristo, y no el Espíritu, es quien realizó la redención con su cruz y su resurrección. A la inversa, al Espíritu Santo le corresponde ser «arras» (2 Co 1, 22; 5, 5) y «primicias» (Rm 8, 23) de la redención. Él es la «esfera», el «ámbito», el «campo de fuerzas» en el que se desarrolla la unión de los fieles con Cristo y entre ellos (1 Co 12, 13) 23. «Nadie puede decir: "Jesús es el Señor", sino en el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3).

Si se observa que el Espíritu Santo ejerce funciones espirituales que, en esta forma, no corresponden ni al Padre ni al Hijo, se indican aquellos elementos bíblicos básicos que la reflexión posterior llama «persona». La evolución hacia ella es acelerada aún por el mismo san Pablo por cuanto en ocasiones reúne al Padre, al Hijo y al Espíritu en una fórmula de bendición paralela (2 Co 13, 13; 1 Co 12, 4-6). Esto contribuye a «producir una especie de auto-

  1. F. Hahn, Das biblische Verständnis des Hl. Geistes: Erfahrung und Theologie des HL. Geistes, ed. por CL Heitmann-H. Mühlen, Hamburg-München, 1974, 140s.

  2. Cfr. O. Kuss, Paulus, Regensburg, 1971, 371.

nomía personal del Espíritu respecto al Padre y al Hijo para, así, anticipar reflexiones posteriores» 24.

Visto por el hombre, el Espíritu es el don salvador divino; él es el anticipo de la definitiva plenitud salvífica. El bautismo propicia su recepción. «Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu» (1 Co 12, 13). Cada uno de los bautizados, como toda la comunidad, se convierte así en «templo del Espíritu Santo» (Rm 5, 5; 1 Co 3, 16; 6, 19). Éste es encomendado al cristiano como don permanente y como fundamento de su esperanza. «Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

Por eso san Pablo llama también al Espíritu «arras» (2 Co 1, 22; 5, 5) y «primicias» (Rm 8, 23) de la plenitud futura. «El Espíritu es fundamento de la realización plena de la salvación, inicio de la plenitud, pero aún no esta misma» 25. Como participación inicial en la redención, la efusión del Espíritu realiza la santificación fundamental del bautizado (1 Co 6, 11; Rin 15, 16), la liberación de la ley del pecado y de la muerte (8, 2). El Espíritu permite participar en el «amor de Dios» (Rm 5, 5; cfr. 15, 30); él ayuda a la oración auténtica (Rm 8, 26). Pero, sobre todo, el Espíritu promueve la unidad del Cuerpo de Cristo (1 Co 12, 4-11).

La edificación de la comunidad y su armonía son para el apóstol signo seguro de la autenticidad de los dones del Espíritu. Aquí san Pablo incluye tanto fenómenos espirituales extraordinarios (don de profecía y de lenguas) como formas de conducta totalmente imperceptibles: caridad (1 Co 13), gozo, paz, bondad (Ga 5, 22 s.). También la adecuada confesión de fe en Cristo (1 Co 12, 3) y la oración al Padre (Ga 4, 6), son signos externos de la presencia del Espíritu en la Iglesia, en cuanto indicios de la presencia real de Dios en medio de su pueblo.

b) Testigo del Hijo

La concepción del Espíritu en los escritos de san Juan muestra menos derivaciones histórico-religiosas que claros paralelismos con san Pablo y, de este modo, con la tradición: La confesión de Jesucristo, que se hizo «carne», sirve como criterio de conocimiento de la verdadera posesión del Espíritu (1 Jn 4, 2 s.). El segundo signo distintivo es (como en san Pablo) la práctica del amor fraterno:

  1. H. Schlier, Über die Heiligen Geist nach den neuen Testament: Id., Der Geist und die Kirche, ed. por V. Kubina-K. Lehmann, Freiburg, 1980, 153.

  2. O. Kuss, Römerbrief, 574.

«Conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros en que nos dio su Espíritu» (1 Jn 4, 13; cfr. 4, 11-16). También en san Juan encontramos, aunque modificadas, las ideas paulinas de las «arras» y las «primicias»: El Espíritu es quien da la vida y la fe en Jesucristo (Jn 6, 63). Y éste es el don salvador escatológico (cfr. Jn 3, 36), que se recibe con el bautismo (Jn 3, 5-8) y habilita para el servicio del perdón de los pecados (Jn 20, 21-23).

En san Juan, el Espíritu recibe un acento específico, por cuanto, como Paráclito, introduce y profundiza en la vida y en la predicación de Jesús. A partir del Padre, Jesús enviará a los discípulos el Espíritu de la Verdad, para que les acompañe y permanezca en ellos (Jn 14, 16). Más exactamente, la mi-sión del Espíritu-Paráclito consiste en recordar las palabras de Jesús y mantenerlas vivas (Jn 14, 26). Se trata de una actualización viva del mensaje de Jesús y, en definitiva, de una estrecha relación personal con él.

Toda la acción del Espíritu, enviado por el Padre, tiende al testimonio y a la glorificación del Hijo. «Pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (Jn 16, 13-15).

Si se considera la intención claramente cristológica de estas frases se puede compartir la opinión de que, precisamente, esta última alusión al Paráclito (Jn 16, 13-15) «invita» a consideraciones trinitarias 26. Aquí, como en otras expresiones de Paráclito (Jn 14, 16, 26-27), el Padre es conocido como auténtica fuente y origen de toda la verdad revelada (Jn 16, 15).

La unión entre el Padre y el Hijo en el envío del Espíritu es especialmente estrecha. Lo que el Espíritu alumbra, profundiza y mantiene vivo, viene del Padre a través y por mediación del Hijo. Si éste es a la vez revelador y revelación, al Espíritu-Paráclito le corresponde actualizar, explicándola, la revelación de Cristo y animarla como llamada que exige una respuesta de fe 27. De este modo se expresa la acción reveladora y salvadora de Dios como unidad trinitaria. En esto, el Espíritu ocupa su auténtico lugar insustituible; él actualiza el acontecimiento de Cristo, enseñándolo y proclamándolo.

El perfil específico del Espíritu Santo en san Juan consiste finalmente también en que los contornos personales de su actividad económico-salvífica surgen más claros que en san Pablo. En la medida en que al Espíritu le corresponden las funciones de recordar y guiar, y actúa como defensor y maestro, se prepara de un modo inmediato la comprensión de su personalidad en el senti-

  1. R. Schnackenburg, Johannesevangelium III, 155.

  2. A.M. Kothgasser, Die Lehr- und Erinnerungs-, Bezeugungs- und Einführungsfunktion des johannischen Ceistparakleten gegenüber der Christus-Offenbarung: Sal 33 (1971), 55-598; 34 (1972), 3-51, 51.

do de la doctrina trinitaria de la Iglesia antigua. Esta evolución se ve reforza-da por el hecho de que precisamente san Juan, paralelamente al envío de Jesús por el Padre, habla también del Espíritu, que actúa como testigo del Hijo.

Con los términos de Padre, Hijo y Espíritu Santo se designan aquellos nombres inintercambiables del Dios único, que concretan su entrega al hombre. Este triple rostro de la economía de salvación de Dios ha encontrado en las llamadas fórmulas trinitarias del Nuevo Testamento una forma de expresión firme; ellas demuestran hasta qué punto ya se ha desarrollado y arraigado una conciencia trinitaria básica en el ámbito bíblico.


5. Las fórmulas trinitarias

a) El mandato del bautismo en san Mateo (28, 19)

El bautismo constituye un punto de cristalización de las fórmulas de confesión de la fe de la Iglesia primitiva. Aquí, el bautizado se reconoce situado en el centro de gravedad de la acción salvadora de Dios en Jesucristo. Inicialmente, el bautismo se administraba «en el nombre de Jesucristo» o bien «en el nombre del Señor» (Hch 2, 38; 8, 16; 10, 48; 22, 16).

Puesto que el nombre de «Jesús» representa el compendio de la realidad salvadora alumbrada por medio de su vida, muerte y resurrección, indica también (a diferencia del bautismo de Juan) la esencia y la finalidad del bautismo: es confesión de la obra redentora de Cristo y la entrega inicial del Espíritu como don salvador escatológico al bautizado. La fórmula trinitaria del bautismo desarrolla la invocación inicial del nombre de Jesús mediante la idea, siempre presupuesta, de la paternidad de Dios y de la gracia del Espíritu para los fieles.

Si, según san Pablo (cfr. Rm 6, 4-8), el bautismo introduce en el camino de salvación del Señor, según Mateo 28, 18-20 constituye una nueva relación con el resucitado. El bautizado es introducido en el contexto salvífico del acontecimiento de Cristo. Se convierte en discípulo «del que es Hijo y de él aprende a llamar Padre a Dios; en cuanto discípulo de Jesús, se convierte en su hermano (28, 10) y, de este modo, en hijo de Dios (5, 9-45); pero esto, como sabe el cristianismo primitivo, es obra del Espíritu Santo (cfr. por ejemplo Rm 8, 15; Ga 4, 6)» 28. Bajo esta consideración es pues también acertado entender el bautismo trinitario como bautismo de (en) Jesús. Ambas formas de consideración se relacionan como el capullo y la flor, o como la fuente y el río.

28. W. Grundmann, Das Evangelium nach Matthäus (ThHK 1), Berlin' 1972, 579.

Dentro de este proceso evolutivo, el relato del bautismo de Jesús (Mt 3, 13-17) ocupa una posición intermedia. En su contenido, está estructurado trinitariamente, aunque no existe todavía la univocidad formal de Mateo 28, 19. Es el Padre quien proclama a Jesús como su Hijo y quien derrama el Espíritu Santo sobre el bautizado. De este modo, la visión del pasaje del bautismo de Jesús confirma también nuestra idea de que el tránsito de la concepción cristológica del bautismo a una comprensión trinitaria del mismo no es debido a una preferencia judía o incluso mítica por lo trinitario; antes bien, aquí se articulan las relaciones mutuas que la predicación apostólica ha reconocido desde un principio en la acción conjunta de Dios, Cristo y el Espíritu 29.

b) El «corpus paulinum»

En su forma presente, el mandato del bautismo en san Mateo (28, 18-20) se debe considerar como un texto tardío, incluso aunque para el v. 19 se admita una tradición más antigua. El «Corpus paulinum» confirma que la interpretación trinitaria del acontecimiento de Cristo, que incluye al Padre y al Espíritu Santo, se encuentra ya en los primeros escritos del Nuevo Testamento. En general, a la vista de las múltiples formas binarias y trinitarias de san Pablo, hay que decir que el Padre, el Señor y el Espíritu Santo son fundamentales para describir el mensaje de Cristo. Para el apóstol, la tríada Dios-Cristo-Espíritu contienen datos vitales de la fe, de la predicación y de la vida cultual de la comunidad. Los pasajes 1 Co 12, 4-6 y 2 Co 13, 13 tienen una importancia especial en el posterior desarrollo de la fe trinitaria de la Iglesia.

1 Corintios 12, 4-6: San Pablo trata aquí de mostrar la íntima unidad entre los múltiples servicios y carismas. El marco dentro del cual ordena y reduce a unidad la riqueza de los múltiples dones espirituales es su radical conciencia trinitaria. «Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos». Como vemos, los diversos dones espirituales se hallan ordenados aquí en un marco trinitario. Pero llama la atención que, en su contenido, los dones citados se superpongan.

Para el mismo servicio se eligen distintas palabras; con esto se intenta llenar el marco pretendido: los dones de gracia se atribuyen al Espíritu, los servicios al Señor-Jesús (cfr. por el contrario 1 Co 12, 28-31, donde se presentan como dones de Dios); y las operaciones son consideradas como dones de Dios (cfr. v. 10, donde se cuentan entre los carismas). Esta ordenación no se ha hecho con un criterio basado en los contenidos objetivos, ni tampoco sólo

29. Cfr. A. Vögtle, Ostern, 74.

en el estilo literario. Antes bien, aquí resulta evidente que la conciencia trinitaria del Apóstol está ya tan desarrollada que puede servir como marco de referencia para la vida concreta de la Iglesia. Para mostrar la unidad en la pluralidad de los dones espirituales, al apóstol le hubiera bastado con remitirlos totalmente al único Espíritu.

Pero en cuanto san Pablo trata de entender esta pluralidad a partir de un amplio esquema tenso y definido por la historia de la salvación, delata con ello no sólo el empeño de reforzar el efecto retórico de la argumentación, sino también «un cierto apremio hacia el `pensamiento trinitario"». Al igual que es imposible confesar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Co 12, 3), tampoco se puede hablar ya del Espíritu, sin nombrar al Señor Jesús y a Dios. «Todo intento de organizar las experiencias y realidades cristianas..., tropieza inevitablemente con el esquema trinitario presupuesto por esta experiencia» 30.

2 Corintios 13, 13: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros». Esta conclusión de la Epístola es un desarrollo de fórmulas de salutación compuestas de un solo elemento, como por ejemplo Romanos 16, 20: «La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros» (cfr. además 1 Co 16, 23; Ga 6, 18; Flp 4, 23; 1 Ts 5, 28; 2 Ts 3, 18). Esta ampliación esboza la estructura trinitaria de la historia de la salvación, en cuanto en Cristo se revela el amor del Padre que anima en el Espíritu Santo la comunidad de la Iglesia. También aquí se expresan los factores fundamentales de la acción de Dios en la historia de la salvación mediante una fórmula de confesión. Se reúne formalmente lo que está unido en sus contenidos.

Hasta aquí resulta claro lo siguiente: Las fórmulas trinitarias del Nuevo Testamento tratan de resumir la confesión de fe en la acción reveladora del Dios trinitario. Como contenido del testimonio bíblico trinitario se deduce: El único Dios se ha mostrado en Jesucristo como quien está cerca en la noche del dolor y la muerte y como quien se ofrece a sí mismo; en el Espíritu Santo, Dios está siempre presente de un modo inmediato en su pueblo.

30. F.J. Schierle: MySal II, 128.

 

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