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LA SERIEDAD DE LA VIDA HUMANA
A LA LUZ DE LA GRANDEZA
DEL DESIGNIO DIVINO


1. La grandeza del hombre a la luz del amor creador de Dios1

Como hemos visto en el capítulo anterior, la fe de la Iglesia, frente a todas las tendencias reencarnacionistas, defiende la unicidad e irrepetibilidad de la vida humana. De este modo, la fe católica mantiene, una vez más, con firmeza, la seriedad del breve período de vida que se nos concede sobre la tierra. La vida humana no puede repetirse. Por otra parte, la muerte pone punto final a la posibilidad de decisiones con que el hombre se abra o se cierre a Dios, sin que sea posible tomar ese tipo de opciones en un posterior estado postmortal 2 Más aún, es necesario insistir en que si alguien cree tener motivos para sostener la hipótesis de una decisión final en el momento de la muerte, debe ser consciente de que tal hipótesis (recordemos que la teoría no tiene más valor que el de una hipótesis) sólo es defendible en la medida en que se la presente de modo que no devalúe la importancia de la vida terrena 3. De este modo, al ser la vida terrena camino para las realidades escatológicas y definitivas, la manera como procedemos en ella tiene consecuencias irrevocables. Nuestra vida corporal conduce a un destino eterno.

Dignidad y responsabilidad son términos que guardan correspondencia entre sí. Por tanto, si atribuimos al hombre una inmensa responsabilidad en su vida terrena, es porque reconocemos en él una gran dignidad 4. Para intentar una primera aproximación a la inteligencia de la dignidad del hombre, hemos de remontarnos al mismo relato sacerdotal de la creación (Gn 1, 1-2, 4a). El relato alcanza ciertamente su punto culminante en la creación del hombre, como aparece por la misma forma literaria de autodeliberación con que se introduce: «Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza» (Gn 1, 26) 5. Desde un punto de vista meramente exegético no es fácil determinar en qué consiste que el hombre haya sido hecho a imagen de Dios (cfr. Gn 1, 27) 6. Pero vale la pena señalar que en la teología patrística más primitiva, en la escuela asiática, el tema está proféticamente abierto a la encarnación futura del Hijo de Dios, el cual «nació de una Virgen por la Voluntad y por la Sabiduría de Dios, para manifestar también él la identidad de su corporeidad con la de Adán, y para que se cumpliese lo que en el principio se había escrito: el hombre a imagen y semejanza de Dios» 7; es decir, cuando el Logos se hace carne (Jn 1, 14) y semejante a los hombres (Flp 2, 7), revela el sentido último de la semejanza del hombre con Dios: al hacerse Dios hombre, éstos se hacen semejantes a Dios. Según Tertuliano, Dios, al crear al hombre, pensaba en que, un día, Cristo había de venir en carne 8. Por otra parte, el Logos encarnado «se manifestó sobre la tierra y conversó con los hombres mezclando y uniendo el Epíritu de Dios Padre con el cuerpo plasmado por Dios para que el hombre fuese a imagen y semejanza de Dios» 9; gracias a Cristo que nos comunica el Espíritu, conseguimos, por una transformación interior, la semejanza más plena con Dios, que una creatura puede alcanzar.

En el relato yahvista (que es temporalmente anterior al relato sacerdotal), la importancia de la creación del hombre resalta por la centralidad que ésta adquiere en él. Puede decirse que el relato entero realiza una concentración de la atención en la creación del hombre. Ésta se describe antropomórficamente mediante la metáfora del alfarero (Gn 2, 7) 10. La metáfora, si atendemos al conjunto de sus elementos descriptivos, expresa, sin duda, una inmediatez de Dios con respecto al hombre que El crea 11; la insistencia en el aliento que Dios mismo le comunica, «pretende señalar, como la semejanza con Dios en 1, 26, una característica especial del hombre, pues después en la creación de los animales v. 19 no se menciona nada parecido» 12.

Volviendo al relato sacerdotal, las frases dedicadas a la creación del hombre se cierran con el encargo, dado a éste, de dominio sobre las demás creaturas: «sojuzgad la tierra, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que bulle sobre la tierra» (Gn 1, 28)13. Encontramos aquí afirmado el principio de lo que será el «antropocentrismo» característicamente cristiano. Del mandato de Dios que sometía todo al hombre, los cristianos dedujeron, con razón, que todo ha sido creado para él 14. Esta convicción se encuentra ya en los Santos Padres más antiguos. En la Carta a Diogneto, se presenta con caracteres de una gran amplitud de contenido y como una buena noticia que se comunica a los paganos: «Si tú deseas ardientemente esta fe, y si la abrazas, comenzarás a conocer al Padre. Porque Dios ha amado a los hombres: para ellos ha creado el mundo; les ha sometido todo lo que hay sobre la tierra; les ha dado la razón y la inteligencia; a ellos solos les ha permitido levantar su mirada al cielo; los ha formado a su imagen; les ha enviado a su Hijo único; les ha prometido el reino de los cielos, que dará a aquellos que le amen» 15. San Ireneo, por su parte, enseña que el hombre «fue creado por Dios, libre y señor de sí, destinado a ser rey de todos los seres del cosmos. Este mundo creado, preparado por Dios antes de plasmar al hombre, fue entregado al hombre como territorio propio con todos los bienes que contenía» 16. En el Pastor de Hernias reaparece la misma temática con el rasgo interesante de poner en paralelismo la idea de que todo ha sido creado para el hombre y la del dominio de éste sobre todo lo creado: «¿No comprendes qué grande, fuerte y admirable es la gloria de Dios que ha creado el mundo para el hombre, que ha sometido toda la creación al hombre, que le ha dado imperio absoluto sobre todo lo que está bajo el cielo?» 17.

Si atendemos especialmente a los testimonios de la Carta a Diogneto y de san Ireneo, advertiremos que, en conexión con el papel que corresponde al hombre en el conjunto de la creación, se van explicitando nuevos elementos doctrinales: Dios ha dado al hombre «la razón y la inteligencia» (Carta a Diogneto); lo ha hecho «libre y señor de sí» (san Ireneo). Ambas notas (inteligencia y libertad) se aducen para explicar que Dios haya podido someter al hombre «todo lo que hay sobre la tierra» (Carta a Diogneto) de modo que «este mundo creado [...] fue entregado al hombre como territorio propio» (san Ireneo), y para explicar igualmente que el hombre está «destinado a ser rey de todos los seres del cosmos» (san Ireneo) y a tener «imperio absoluto sobre todo lo que está bajo el cielo» (Carta a Diogneto). Estos datos y su desarrollo histórico en la reflexión teológica posterior llevaron a una síntesis que está reflejada en el concilio Vaticano II: «La Sagrada Escritura nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios» 18. El texto sugiere que el hombre es imagen de Dios en cuanto que tiene capacidad de conocerle y amarle; estas dos notas parecen entenderse como condición de posibilidad para que el hombre sea señor de la creación; finalmente el hombre debe realizar su dominio sobre la creación, glorificando al Creador 19. Según el mismo Concilio corresponde a «la verdad más profunda de la realidad», la afirmación (deducida de esta doble capacidad ya indicada) de la espiritualidad del alma humana 20. De esta espiritualidad se sigue la necesidad de que el alma sea creada en cada hombre inmediatamente por Dios 21. Esta doctrina de la creación inmediata de cada alma humana implica que cada hombre existe como objeto de un acto concreto de amor creativo de Dios. Debe añadirse que el concilio Vaticano II no ha perdido de vista la doctrina tradicional que mantiene en el tema de que el hombre es, por su misma creación, imagen de Dios, una perspectiva cristológica; por ello, enseña: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» 22. Ello obliga a mirar el designio creador de Dios sobre el hombre sin separarlo del designio salvífico del mismo Dios, que lleva el designio creador a su perfección última. Aunque se trata de órdenes distintos y, en sí, separables 23, de hecho están históricamente unidos. «El mismo Dios que es Salvador y Creador, el mismo es también Señor de la historia humana y de la historia de la salvación» 24.


2.
La historia de la salvación y la grandeza del hombre

Según el relato yahvista, Dios no sólo creó al hombre, sino que ulteriormente lo puso en el Paraíso (Gn 2, 8). Tratándose de un tema claramente metafórico, es necesario preguntarse qué contenido doctrinal subyace a sus elementos descriptivos. Unas simples reflexiones nos harán inteligible lo que el tema del Paraíso pretende expresar. Mientras que los griegos –y también nosotros, sus herederos, hombres de cultura occidental– tienden a colocar imaginativamente a Dios arriba (lo hacemos espontáneamente, aunque sabemos que Dios está en todas partes), el semita, hombre del desierto, coloca imaginativamente a Dios en un bosque sagrado, en un oasis con agua y árboles (recuérdese la descripción del Paraíso bíblico como oasis en Gn 2, 9-14) 25 Al situar a los primeros hombres en el Paraíso, se indica que fueron colocados en una cercanía con Dios, como también que más tarde el pecado implicó la pérdida de esa cercanía. El tema de la proximidad a Dios está subrayado con otros elementos descriptivos: el Paraíso como espacio en que Dios «pasea» (Gn 3, 8) o la indicación de que Él tiene diálogo directo con los primeros hombres (Gn 2, 16-17) 26. Con esta imagen la Sagrada Escritura quiere expresar que el primer hombre fue constituido en cercanía y amistad con Dios 27.

El tema de la proximidad está acentuado de tal modo que se sugiere que el hombre fue colocado, al comienzo, en una situación que no es normal, sino extraordinaria. «Es entonces claro que la introducción de Adán por Yahveh en el Paraíso señala algo nuevo. El hombre es introducido en la esfera de Dios. Es llamado a vivir en el esplendor de su presencia. Esta es la gloria que Dios había dado originalmente al hombre y que éste ha perdido por el pecado (Rm 3, 23). Esto implica algo diverso de lo que nos decía el relato de la creación. Es la llamada dirigida por Dios al hombre, desde el comienzo, a una vida que supera su naturaleza y que es una participación en la vida de Dios. Esto no procede de la naturaleza del hombre. Él no es dios por naturaleza» 28. En la idea del Paraíso aparece así una clara indicación de un estado, concedido a los primeros hombres, pero que sobrepasa su naturaleza. El elemento más fundamental de él sería el concepto de amistad que es sinónimo de lo que llamamos estado de gracia. San Ireneo, prolongando el lenguaje metafórico propio del relato del Génesis, escribe en una perspectiva abierta a la futura realidad cristológica: «El Jardín era tan bello y agradable que el Verbo de Dios se personaba con frecuencia en él; se paseaba y entretenía con el hombre prefigurando lo que había de suceder en el futuro, es decir, que el Verbo de Dios se haría conciudadano del hombre y conversaría y habitaría con los hombres enseñándoles la justicia» 29.

Por el contrario, este estado se pierde por el pecado mortal. Ello aparece también en el relato y, dentro de él, adquiere toda su inteligibilidad. Por el pecado contra un precepto grave de Dios, cometido por los primeros hombres (Gn 3, 6), se pierde el Paraíso: «Y expulsóle Yahveh Elohim [al hombre] del vergel de Edén a trabajar la tierra, de que había sido tomado» (Gn 3, 23). Ello significa que tal pecado destruye la amistad del hombre con Dios. A continuación se afirma que «cuando [Dios] hubo arrojado al hombre, puso a oriente del vergel de Edén a los querubines con espadas de hoja fulgurante para guardar el camino del árbol de la vida» (Gn 3, 24). El v. 24 implica, más allá de la expulsión del v. 23, que al pecado primero corresponde (a no ser que intervenga la misericordia divina) que la historia consecutiva se desarrolle fuera del marco del Paraíso. San Ireneo comenta: «Y al hombre le expulsó [Dios] de su presencia, le transfirió y le hizo habitar entonces en el camino que conduce al Jardín, ya que el Jardín no admite al pecado» 30. Tanto san Ireneo, como, en general, «los eclesiásticos descubrieron en el lugar ("frente al Paraíso" Gn 3, 23) del exilio, un claro indicio de la misericordia de Dios» 31.

En efecto, «aunque el hombre prevarica de este modo, Dios persiste en el amor» 32; al pecado del primer hombre sigue la promesa de salvación: un descendiente de la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente (cfr. Gn 3, 15c) 33. El término hebreo zera' puede significar tanto descendencia (colectivo) como descendiente (singular), pero es característico que ya la traducción judía del Antiguo Testamento al griego ponga, en conexión con el sustantivo sperma (traducción griega de la palabra zera'), el demostrativo autós en masculino y no auto en neutro como habría exigido la concordancia de géneros, lo que sugiere que se trata aquí de un descendiente singular, y no de la descendencia colectiva 34. Teniendo en cuenta que se está hablando de un individuo concreto, es claro que nos encontramos ante un anuncio de la salvación que había de ser aportada por el Mesías, como se afirmaba ya en la exégesis cristiana primitiva (preparada por cierta exégesis judía tardía que aunque no interpretaba la palabra zera' en sentido individual y mesiánico, esperaba la victoria de la descendencia colectiva para los tiempos mesiánicos) 35. En 1638, el teólogo protestante, Lorenzo Rhetius, acuñó, para este versículo, una denominación muy sugestiva que más tarde se ha difundido ampliamente: «Pues merece el nombre de Protoevangelio, porque es el primer Evangelio esta buena noticia que alentó al género humano privado de la gracia de Dios» 36.

El texto de Gn 3, 15, si miramos este versículo en su integridad, «manifiesta la voluntad y el decreto de Dios acerca de nuestra eterna salvación por Cristo» 37. La primera parte del versículo «Establezco enemistad entre ti y la mujer» 38 tiene, como sujeto, a Dios. Después del pecado –amistad con la serpiente– la enemistad no puede surgir ni por generación espontánea ni por mero esfuerzo humano. La salvación viene de Dios. Él es quien ha de tomar la iniciativa salvadora 39. De hecho, «cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley» (Ga 4, 4-5) 40. Movido por la misericordia «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16)41. De este modo, «nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 18) 42. Para ello, «a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21) 43. Jesús asumió el encargo del Padre, «haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 8) 44. Pero el mismo Padre no fue indiferente a estos sufrimientos de Jesús en su pasión (aunque hay que reconocer que es imposible expresar esta realidad misteriosa del «dolor» de Dios sin recurrir a términos dialécticos) 45: «Dios padeció en Jesucristo de modo impasible, porque en virtud de una elección libre» 46 La tradición patrística que ve, en la angustia de Abraham ante el sacrificio de su hijo único, una imagen del amor del Padre al entregarnos al Hijo 47, adquiere así todo su sentido. La redención nos permite «desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el "principio" elegidos para la gracia y la gloria» 48.

El evangelio de Juan presenta al Bautista revelando49 que Jesús es el verdadero «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). El paralelismo con el cordero pascual judío implica una alusión a que el pecado del mundo se quita por la futura muerte sacrificial de Jesús 50. Por ella y por su resurrección, Él nos obtiene el perdón del pecado y la justificación (cfr. Rm 4, 25) 51. En este versículo une san Pablo perdón y justicia; la realidad compleja, a que se refiere este versículo de la carta a los Romanos no se reduce a un perdón meramente jurídico, sino que incluye una interna renovación del hombre 52, que lo eleva sobre su condición natural. Cristo ha sido enviado por el Padre «para que recibiéramos la filiación adoptiva (uto*soiav)» (Ga 4, 5) 53. Si con fe viva creemos en su nombre, él nos da «poder de llegar a ser hijos de Dios» (cfr. Jn 1, 12) 54. De este modo entramos en la familia de Dios. Jesús dijo: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Le 8, 21) 55. El designio del Padre es que reproduzcamos «la imagen de su Hijo, para que sea El el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), es decir, por una configuración con Cristo que se incoa por la fe viva y la gracia santificante (aunque se consuma por la conformidad al cuerpo glorioso de Cristo resucitado en la Parusía), somos hermanos suyos 56. Consecuentemente el Padre de Jesucristo se hace nuestro Padre (cfr. Jn 20, 17) 57.

Porque, por la gracia, somos, ya aquí en la tierra, hijos del Padre en el Hijo (es decir, como consecuencia de nuestra hermandad con el Hijo), somos «también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 17) 58. Nuestra resurrección gloriosa llevará a plenitud nuestra configuración con Cristo y perfeccionará también, por ello, nuestra hermandad con Él, la cual se fundamenta en la conformidad con quien es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29) 59. En todo caso, el sentido de la vida eterna que se nos promete, aparece en el Nuevo Testamento como participación en la herencia de Cristo. Porque nuestra filiación actual nos da derecho a ella, hay que subrayar que ya ahora «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20)60. Con respecto al cielo no somos «extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19) 61. Es la misma idea que, en otras ocasiones, se expresa con la dialéctica de lo incoado y lo consumado: de modo incoado y espiritual ya hemos resucitado con Cristo en el bautismo 62; ello exige de nosotros vivir como resucitados («Si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; apeteced lo de arriba, no lo de la tierra»: Col 3, 1-2); este modo de vivir garantiza que en la Parusía tendrá lugar la glorificación consumada por nuestra resurrección a imagen de El: «Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros os manifestaréis con él revestidos de gloria» (Col 3, 4) 63.


3. Designio de Dios y seriedad de la vida humana: la amistad ofrecida por Dios y la posibilidad de aceptarla o rechazarla

Nuestra filiación con respecto al Padre es adoptiva. A diferencia de la filiación natural que se recibe por el hecho mismo del nacimiento independientemente de la voluntad propia, la adopción es más bien un ofrecimiento que se hace a quien naturalmente no es hijo, y que éste ha de aceptar libremente. Como tema paralelo al de la adopción, en el evangelio de san Juan se habla de la amistad: Jesús al revelamos los secretos de su Padre, pretende hacernos amigos suyos (cfr. Jn 15, 15) 64. Pero ninguna amistad puede imponerse. La amistad, como también la adopción, se ofrecen para ser libremente aceptadas y pueden ser rechazadas.

Ahora bien, la felicidad celeste, según el Nuevo Testamento, corresponde a la situación de hijos adoptivos y es la consumación de la amistad que Cristo ha establecido gratuitamente con nosotros. Por eso, la esencia de la eterna bienaventuranza celeste tanto en la situación inmediatamente posterior a la muerte, como en aquella que comienza con la resurrección gloriosa, se expresa con fórmulas como «estar con Cristo» (F1p 1, 23; 1 Ts 4, 17; cfr. 2 Co 5, 6-8), que sugieren un sentido de situación de intimidad de miembro de la familia, y de amigo 65. El tema de la visión de Dios «cara a cara» (1 Co 13, 12; cfr. 1 Jn 3, 2) debe entenderse como expresión de amistad íntima 66, ya que es la comunicación mutua de la propia intimidad sin velo alguno 67. Por cierto, la expresión «cara a cara» se encuentra ya en Ex 33, 11 en un contexto de amistad: «Yahveh hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» 68. En todo caso, esta bienaventuranza hace relación a que se es previamente hijo adoptivo y amigo. Por ello, presupone que la adopción con respecto al Padre que Cristo nos ofrece, y la amistad con Él son libremente aceptadas por el hombre en la vida terrena.

De este modo, también la amistad con Dios, consumada en el cielo, tiene opciones libres en su base, las cuales son fruto de la colaboración del hombre que responde ya en la tierra a Dios que le ofrece su amistad y le invita a aceptarla con su gracia. Pero este esquema implica la posibilidad existencial de un rechazo tanto de la amistad que Dios nos ofrece en la tierra, como de la amistad consumada del cielo que es su prolongación.

Todo lo que se acepta libremente, puede rechazarse libremente. Quien elige así el rechazo, «no participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5); en el contexto, san Pablo enumera, como concreción de ese rechazo, determinados «vicios [que] traen consigo la pérdida de la herencia eterna, que según [Ef] 1, 18, está preparada en el cielo para los santos» 69. La condenación eterna tiene su origen en el rechazo libre, hasta el final, del Amor y de la Piedad de Dios; con estas palabras quiero aludir a la fórmula que emplea Pablo VI en su Profesión de fe al hablar de este tema70; fórmula en la que los atributos divinos a los que se hace referencia, no han sido elegidos al azar, sino de modo deliberado para evitar, en el tema del infierno, toda impresión de despotismo divino 71. La fe de la Iglesia sostiene la existencia de un estado de condenación. Esta fe se encuentra ya expresada en los Credos primitivos. Así el Símbolo Quicumque, con la fórmula neotestamentaria de «fuego eterno» habla de la eternidad de un sufrimiento para «los que hicieron el mal» 72. En un Sínodo celebrado en Constantinopla el año 543 se condena, contra Orígenes, la negación de la eternidad de ese estado 73. Ya en la Edad Media el concilio IV de Letrán incluye en su Profesión de fe la afirmación según la cual los impíos resucitarán para una «pena perpetua» 74. Mientras que estos documentos hablan de la condenación en la perspectiva de la resurrección final del impío, otros afirman la existencia del infierno ya para las almas de los que mueren en pecado mortal: concilio II de Lyon 75 Constitución Benedictus Deus de Benedicto XII 76 y concilio de Florencia 77. En esta segunda perspetiva se coloca también el concilio Vaticano II, el cual describe la realidad del infierno con palabras del mismo Jesús tomadas del Evangelio 78. Un documento postconciliar que he citado ya repetidas veces en estas páginas y que pretende recoger las afirmaciones fundamentales de la fe sobre escatología, afirma que la Iglesia cree que este estado consiste en la privación definitiva de la visión de Dios y en la repercusión eterna de esta pena en todo el ser del condenado 79.

Esta doctrina de fe muestra tanto la importancia de la capacidad humana de rechazar libremente a Dios, como la gravedad de ese libre rechazo 80. Consciente de la trascendencia de sus decisiones libres a favor o en contra de Cristo, el cristiano mientras permanece en esta vida, se sabe colocado bajo el juicio futuro del Señor: «Porque es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo a través del cuerpo, el bien o el mal» (2 Co 5, 10) 81; la expresión «a través del cuerpo» engloba todo lo que se hizo durante la vida presente en la que «morando en el cuerpo, estamos desterrados del Señor» (2 Co 5, 6), es decir, «el obrar de todo el hombre en las circunstancias de su existencia terrena» 82. En realidad, el Nuevo Testamento, no sólo en éste pasaje que acabo de citar, sino también en otros, enseña la existencia de un juicio conclusivo de la historia humana, en el que corresponde a Cristo la valoración definitiva del desarrollo que cada hombre haya dado a su vida personal (cfr. Mt 25, 31-46) 83. La localización temporal de este juicio al final de la historia y en conexión con la resurrección de los muertos en la Parusía, que hace el Nuevo Testamento, se explica porque es entonces cuando los estados escatológicos comienzan a tener vigencia para todo el hombre en la plenitud de su realidad existencial de cuerpo y alma. Además de este juicio, se puede hablar también de un juicio particular, al menos en el sentido de que los estados definitivos de salvación o condenación comienzan para el alma de cada hombre, inmediatamente después de la muerte individual y, de este modo, el discernimiento definitivo tiene ya entonces lugar. «Con su muerte el hombre sale a la realidad y verdad manifiestas. Toma posesión del lugar que de verdad le corresponde. Ha pasado la mascarada de la vida; ya no hay lugar para esconderse tras posturas y ficciones. El hombre es lo que en verdad es. El juicio consiste así en la caída de las máscaras que implica la muerte» 84.

Sólo ante Cristo y por la luz comunicada por EI, puede el hombre percibir la objetiva valoración de su vida; por lo que se refiere a nuestras malas obras, sólo de este modo, se hará inteligible el misterio de iniquidad que existe en los pecados que cometemos 85. Resulta realmente un misterio que el hombre, por el pecado grave, llegue hasta a considerar, en su modo de obrar, «a Dios como enemigo de la propia creatura y, sobre todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre» 86.

Como el curso de nuestra vida terrena es único (Hb 9, 27) 87 y como en él se nos ofrecen gratuitamente la amistad y adopción divinas con el peligro de perderlas por el pecado, aparece claramente la seriedad de esta vida. La razón última es que las decisiones que en ella se toman, tienen consecuencias eternas. El Señor ha colocado ante nosotros «el camino de la vida y el camino de la muerte» (Jr 21, 8). Estas palabras de Jeremías, que se presentan como oráculo de Yahveh, tienen, sin duda, en el contexto, un sentido limitado en cuanto que se refieren a la situación de asedio en que se encontraba entonces Jerusalén, y a dos modos posibles de actuar para salvarse o perecer respectivamente en aquellas circunstancias concretas. Pero este texto, como ya hizo notar F. Nótscher, constituye el punto de partida de la doctrina de los dos caminos en el sentido de comportamiento moralmente recto que conduce a la salvación o falso que conduce a la condenación, doctrina que tendría tanta importancia en el cristianismo primitivo, a partir ya de la Didaché 88: «Dos caminos hay, el de la vida y el de la muerte» 89. Aunque el Señor por la gracia preveniente y adyuvante nos invita al camino de la vida, podemos elegir cualquiera de los dos 90. Después de la elección, Dios respeta seriamente nuestra libertad, sin cesar, aquí en la tierra, de ofrecer su gracia salvífica también a aquellos que se apartan de Él 91. En realidad, hay que decir que Dios respeta lo que quisimos hacer libremente de nosotros mismos, sea aceptando la gracia, sea rechazándola 92. En este sentido, se entiende que, de alguna manera, tanto la salvación, como la condenación, empiezan aquí en la tierra, en cuanto que el hombre, por sus decisiones morales, libremente se abre o se cierra a Dios. Por otra parte, se hace claramente manifiesta la grandeza de la libertad humana y de la responsabilidad que se deriva de ella.


4. La condenación como posibilidad real para todo hombre
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Todo teólogo es consciente de las dificultades que el hombre, tanto en nuestro tiempo, como en cualquier otro tiempo de la historia, experimenta para aceptar la doctrina del Nuevo Testamento sobre el infierno. En el Nuevo Testamento se describe un estado de condenación con los elementos que ya hemos recogido en el párrafo anterior de este mismo capítulo, al exponer las afirmaciones del Magisterio eclesiástico acerca de este punto.

En síntesis puede decirse: a) El Nuevo Testamento afirma, en primer lugar, que el destino de los justos y el destino de los impíos en el estadio escatológico son diversos: «Así será en la consumación del mundo: saldrán los ángeles y separarán los malos de en medio de los justos» (Mt 13, 49); «Y cuando viniere el Hijo del hombre en su gloria y todos los ángeles con Él, entonces se sentará en el trono de su gloria, y serán congregadas en su presencia todas las gentes, y las separará unas de otras, como el pastor separa las ovejas de los cabritos; y colocará las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda» (Mt 25, 31-33) 94 b) Hemos recordado en el párrafo anterior que el elemento más característico del estado escatológico de los justos consiste en «estar con Cristo» 95. De modo paralelo, la nota más esencial del estado escatológico que corresponde al impío, es el rechazo del Señor: «Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos» (Mt 25, 41) 96; «Y entonces les declararé: Nunca jamás os conocí; apartaos de mí los que obráis la iniquidad» (Mt 7, 23) 97. c) La situación de rechazo es absoluta y permanente, es decir, sin fin. En el párrafo anterior de este mismo capítulo ya he citado el texto de Ef 5, 5 98. En la misma línea se mueven otros textos como 1 Co 6, 9 («¿Es que no sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?» 99), o Ga 5, 21 («Os prevengo, como ya os previne, que los que hacen tales obras, no heredarán el reino de Dios» 100). d) La situación de condenación se describe como un estado de sufrimiento. En esta descripción tiene especial relieve el término «fuego». Son características las expresiones «gehenna de fuego» (Mt 5, 22) u «horno de fuego» (Mt 13, 42; 13, 50)101, como también la formulación que se da a la sentencia de condenación en la perícopa sobre el juicio final: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25, 41)102. e) En el Nuevo Testamento no sólo se habla de exclusión definitiva, como acabamos de ver, sino que se insiste en la eternidad del sufrimiento del condenado: «Y el humo de su tormento sube por siglos de siglos» (Ap 14, 11) 103; en este texto, la palabra aid v que originariamente significaba eternidad, pero que con el uso había atenuado su sentido original reduciéndolo a significar una duración larga, se restituye a su sentido estricto, empleando, a la vez, los dos modos con que se le confería, de nuevo, su significación fuerte: se duplicaba la fórmula con repetición de la misma palabra en genitivo (siglo del siglo) o se ponía la palabra en plural (siglos); al usar simultáneamente los dos modos de acentuación del término, surge la expresión «por siglos de siglos»; no hay manera más fuerte de utilizar la palabra akwv en su sentido primitivo de eternidad 104. Por otra parte, el adjetivo aúúvtos (eterno) aplicado a las penas del infierno está en paralelismo con la expresión «vida eterna», con lo cual hay que mantener que en ambos casos se utiliza en el mismo sentido, es decir, en el sentido estricto: «E irán éstos [los impíos] al tormento eterno; mas los justos a la vida eterna» (Mt 25, 46)1°5. f) La mayor parte de estos textos hablan del infierno refiriéndolo a la situación posterior a la resurrección. Sin embargo, en el Nuevo Testamento se habla de que el infierno comienza para el alma del impío inmediatamente después de la muerte; los rasgos con que se describe el infierno de almas son los mismos que los que se utilizan para describir el tormento de los impíos resucitados (Lc 16, 23-24)106.

Ante este conjunto de afirmaciones doctrinales, puede surgir en el ánimo también del cristiano, la tentación de exclamar, como los mismos discípulos de Jesús en Cafarnaún a propósito de su doctrina sobre la Eucaristía: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede aceptarlas?» (Jn 6, 60). Una vez más, hay que volver a que el punto de partida de toda la problemática es la amistad e intimidad que Dios ofrece al hombre para que éste la acepte libremente. ¿Podría imponerse la amistad? A partir de aquí, es claro que «la propuesta de Dios no puede ser acogida a beneficio de inventario: o la aceptamos o la rechazamos en bloque. Por eso la terrible e insoportable perspectiva de un destino de castigo y de sufrimiento es necesaria para una visión no desnaturalizada de la escatología cristiana» 107. En este sentido, con palabras audaces que pretenden también situar el problema desde el punto de vista de Dios, escribe un teólogo ortodoxo que «el infierno no es otra cosa que la autonomía del hombre en rebelión que se excluye del sitio en que Dios está presente. La capacidad de rechazar a Dios es el punto más avanzado de la libertad humana; que es querida por Dios, y por tanto sin límites. Dios no puede forzar a ningún ateo a amarle y en esto consiste, apenas se tiene la valentía de decirlo, el infierno de su amor divino, la visión del hombre perdido en la noche de la soledad» 108. Con toda la delicadeza con que hay que hablar de la teología del «dolor de Dios», conviene recordar que uno de sus puntos fundamentales de partida es la no indiferencia de Dios ante el pecado 109; «a fortiori» y con mucha mayor energía debe proclamarse la no indiferencia (el «dolor») de Dios ante el hombre que lo rechaza.

El teólogo debe siempre evitar cualquier adición indebida de datos, más allá de los contenidos en la revelación de Dios, ya que así se recargan indebidamente los problemas. Ello debe procurarse con especial cuidado en una materia, como es el tema del infierno, que hiere fuertemente nuestra sensibilidad. Tienen aquí especial aplicación las recomendaciones de la Congregación para la doctrina de la fe a propósito de la escatología en general: «En lo que concierne a la condición del hombre después de la muerte, hay que temer de modo particular el peligro de representaciones imaginativas y arbitrarias, pues sus excesos forman parte importante de las dificultades que a menudo encuentra la fe cristiana» 110. Quizás, a veces, se han cometido excesos en esta línea. «La predicación sobre el infierno en muchas misiones populares de tiempos pasados convertía el mensaje cristiano de salvación en un mensaje de amenaza. Las descripciones detalladas de todos los tormentos y torturas imaginables, que en un principio eran sólo metáforas y luego se entendieron como descripciones exactas de un mundo subterráneo, tuvieron como efecto que en el pasado para no pocos cristianos la fe estuvo fuertemente imbuida de miedo, y que, de rebote, en la conciencia de la fe cristiana actual el infierno se haya convertido en motivo de burla y que en la predicación actual generalmente se evite hablar de él» 111.

Pero la sobriedad en exponer la fe católica sobre el infierno, debe ir acompañada de una completa fidelidad y apertura a la doctrina del Evangelio en éste como en cualquier otro tema. Es necesario evitar cualquier tentación de atenuar las verdades de la fe.

Es muy conocido el intento de atenuación de la doctrina evangélica sobre el infierno, que representó la doctrina de la ánoxatáotaois, la cual concibe el infierno como una pena purificatoria, a través de la que finalmente todos serían conducidos a la salvación; tendría entonces lugar «la restauración de todas las cosas», de que se hablaría en Hch 3, 21 112. Un reducido número de Padres se sintió atraído por esta concepción: Orígenes, Didimo de Alejandría o san Gregorio de Nisa 113. Contra ella se expresó ya el Sínodo constantinopolitano del año 543 114; y ha sido posteriormente rechazada por el concilio IV de Letrán en cuanto que en él se definió la eternidad del infierno 115. Por lo demás, vale la pena señalar que el texto de Hch 3, 21, no significa lo que en-lateoría de la apocatástasis se le atribuye; en él sólo se habla de «la realización definitiva de todo lo que Dios ha dicho por boca de los santos profetas» 116

Tampoco es posible encontrar un argumento a favor de la apocatástasis en 1 Co 15, 28, que parece afirmar, para el día de la Parusía, una universal sumisión a Dios: «el Hijo mismo se someterá al que le sometió todas las cosas, para que sea Dios todo en todas las cosas» –se trata del texto fundamental para Orígenes, en el que él creía poder apoyar sus ideas sobre una salvación final universal 117 ya que su contexto alude más bien a una victoria que aplasta a los enemigos que se oponen a Cristo («cuando haya reducido a la nada todo principado y todo poder y fuerza»: v. 24)118.

No se puede confundir con la falsa doctrina de la apocatástasis que afirma el hecho de una final salvación de todos, la tendencia, existente en ciertos autores, de esperar que no existan condenados de hecho 119 (sea cual fuere el juicio que tal tendencia merezca en sí misma). En efecto, quienes se sitúan en esta línea, insisten fuertemente en que no afirman la no existencia de condenados; más aún, no creen que sea teológicamente correcto o admisible atreverse a afirmarla; subrayan la necesidad de contentarse con un «no saber» que permitiría la esperanza de que tenga lugar una deseada salvación universal 120.

Creo que vale la pena señalar ciertos límites que no pueden, en modo alguno, traspasarse so pena de incurrir en problemas teológicos sumamente graves y en extremos claramente inaceptables. Ante todo, pienso que hay que insistir en que la llamada a la sobriedad que he hecho más arriba a propósito de la manera de presentar el dogma del infierno, debe tenerse en cuenta también en este punto, en el sentido de que hay que evitar el intento de determinar, de manera concreta, los caminos por los que pueden conciliarse la infinita Bondad de Dios y la verdadera libertad humana. La Iglesia toma en serio la libertad humana y la Misericordia divina que ha concedido la libertad al hombre, como condición para obtener la salvación (aunque el reverso de este don sea la posibilidad del abuso de esa libertad, que conduciría a la condenación eterna). Se dice, con mucha frecuencia, «"Dios es demasiado bueno para que haya un infierno; es demasiado bueno para tolerar el infierno, ¡un infierno eterno!" —Pero es el hombre el responsable del infierno, y no Dios» 121.

En cualquier aproximación al problema que nos ocupa, no puede olvidarse que la conexión entre muerte en pecado mortal y condenación eterna es dogmática 122. Incluso con respecto a un caso excepcional, pensar que Dios podría llevar al cielo, por misericordia, a un pecador que libremente permanece tal, es una tesis nominalista a propósito de la «potentia absoluta» de Dios 123, en la que no se analiza que el cielo no es un sitio al que alguien pueda ser conducido contra su voluntad, sino un estado de íntima amistad; pero, como venimos subrayando con insistencia, la amistad no se impone ni puede imponerse; se ofrece, y se acepta o se rechaza libremente.

Por otra parte, las propias decisiones no pueden cambiarse después de la muerte. Por ello, la misma posibilidad de una salvación universal implicaría que, de hecho, nadie llega a morir en pecado mortal. Tan pronto como se intente dar un mínimo de ulterior explicación teológica a la suposición de que todos terminan muriendo en gracia (lo cual, en realidad, iría ya más allá del mero deseo esperanzado), habría que recurrir a hipótesis como la de la decisión final en el momento de la muerte (por lo demás, hay que recordar que la teoría de la decisión final en. el momento de la muerte sólo es admisible, si se mantiene en ella una verdadera libertad de opciones y, por ello, también la posibilidad de una opción negativa y de pecado) 124. Cuando la Iglesia ora por la salvación de todos, en realidad está pidiendo por la conversión de todos los hombres que viven. A esta oración exhortaba ya san Ignacio de Antioquía: «Orad sin interrupción por los demás hombres para que alcancen a Dios, pues en ellos hay esperanza de conversión» 125.

Dios «quiere (thelei) que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4). En la terminología paulina habría que distinguir entre «propósito» (prothesis) que es una decisión absoluta y eficaz de Dios; la benevolencia (eudokía) que se aplica a una voluntad graciosa y nunca al acto que permite el mal o castiga el pecado; el consejo (boulé) que ilumina y dirige el acto de querer; y la voluntad en toda su amplitud (bouléma, theléma) que puede abarcar precepto, deseo, decreto o permisión. El verbo utilizado en 1 Tm 2, 4, sugiere que se habla de voluntad de Dios en el sentido amplio, no necesariamente aboluto en su eficacia, es decir, de una voluntad que respeta la libertad de los hombres 126. Se comprende entonces que, en el texto, la afirmación absolutamente universal de voluntad salvífica en Dios vaya precedida del encargo igualmente universal de «que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres» (1 Tm 2, 1); de este modo, los cristianos hacen algo que es «bueno y agradable ante Dios» (1 Tm 2, 3). Las oraciones que Pablo encomienda (se trata primariamente de oraciones litúrgicas), tienen como objeto que tal voluntad de Dios llegue a efecto; ello sucederá en la medida en que los hombres alcancen el conocimiento de la verdad (que en el texto es presupuesto para salvarse) 127 cooperando con la gracia; es esa cooperación de los hombres, lo que tal oración pretende conseguir, implorando sobre ellos una abundante efusión de la gracia divina. «Sólo un límite se ha puesto a sí misma la voluntad omnipotente de Dios: la libertad humana. Dios quiere la salvación de todos los hombres; pero si la voluntad humana se interpone a sus designios, el hombre no llega a su meta» 128. En todo caso, la Iglesia ha creído siempre que esta voluntad salvífica universal de Dios tiene, de hecho, una amplia eficacia. Lo contrario sería aceptar el fracaso de la obra salvadora de Cristo. En efecto, «es difícilmente pensable —hablando bíblicamente— que Dios sea caridad y haya sacrificado a su Hijo amado "para que el universo entero se salve" (Jn 3, 16-17), que Cristo haya venido a la tierra como un médico, no para los sanos, sino exclusivamente para los enfermos (Lc 5, 31-32; cfr. Mt 15, 24), que haya sufrido muerte y pasión, que continúe en el cielo una intercesión, a la vez, todopoderosa, permanente y llena de compasión por la debilidad de sus hermanos (Hb 4, 15-16), a fin de "salvarlos de manera definitiva" (7, 25)... y que el resultado de tanto amor y dones no recaiga más que a favor de unos pocos privilegiados» 129. Sin embargo, la Iglesia no ha enseñado nunca que la voluntad salvífica, verdaderamente universal en sí misma, fuera también universal en su eficacia. En la historia de este problema, san Juan Damasceno acuñó una formulación compleja, con la distinción fundamental entre voluntad antecedente y consecuente, entre voluntad benevolente y permisiva, que, a partir de él, se hizo clásica: «Hay que saber que Dios, con su voluntad primera y antecedente, quiere que todos se salven y sean partícipes de su reino. Porque nos ha creado, no para castigarnos, sino porque es bueno, para hacemos participar de su bondad. Pero quiere que los pecadores sean castigados porque es justo. Esta voluntad primera y antecedente se llama también benevolencia, y Dios mismo es su causa, la segunda, consecuente y permisiva, tiene su causa en nuestra conducta» 130. Naturalmente al referirse a los «pecadores», se trata de aquellos pecadores que eventualmente permanezcan hasta el final en el rechazo del Amor y la Piedad de Dios 131.

Nunca ha declarado la Iglesia la condenación de alguna persona en concreto; ni siquiera entra en el ámbito de su Magisterio una declaración de este tipo, que sería una especie de «canonización» al revés 132. Pero no podemos olvidar que el infierno es una verdadera posibilidad real para cada uno de los hombres que vivimos en la tierra. Por ello no es lícito —aunque se olvide hoy a veces en la predicación de los funerales— presuponer una especie de automatismo de la salvación. «La forma adecuada de una Misa de difuntos no es realizarla como si se celebrara la entrada del difunto en la felicidad eterna. ¿Dónde queda la diferencia con la celebración de la fiesta de un santo, del que sabemos por la fe que ha entrado en la felicidad eterna?» 133. Debe mantenerse todo el sentido de respeto ante el hecho de que todo difunto, en grado mayor o menor, ha sido ciertamente pecador en su vida terrena 134 y, al morir, es objeto del juicio de Dios. Por ello, con respecto al destino concreto postmortal de cada hombre, nos encontramos con un verdadero misterio, ante el cual tenemos que repetir las palabras de san Pablo, que aunque se refieran a la actuación de juicio y misericordia de Dios sobre Israel y los paganos respectivamente, tienen también validez a nivel de su obra con los individuos: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!» (Rm 11, 33)135


5. La brevedad de la vida ante el designio divino

La vida terrena parece a los reencarnacionistas demasiado breve para poder ser única. Por esta razón pensaban en su iterabilidad. También el cristiano debe ser consciente de la brevedad de esta vida terrena, de la que sabe que es única. Precisamente por ello no puede dejarla pasar inútilmente, sino que ha de tener en ella aquel comportamiento santo que corresponde a su ser de cristiano y que le es posible con el auxilio de la gracia. La misma realidad de pecado que ha existido y existe en su vida, exige que el cristiano, mirando al futuro, reaccione para recuperar el tiempo ya perdido.

En efecto, porque «todos caemos muchas veces» (St 3, 2) 136 y el pecado ha estado presente frecuentemente en nuestra vida ya pasada, es necesario que «aprovechando bien el tiempo presente» (Ef 5, 16) 137 y sacudiendo «todo lastre y el pecado que nos asedia, corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12, 1-2)138. «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Hb 13, 14)139. Así el cristiano, como extranjero y forastero, venciendo las tendencias terrenas que lo llevarían en dirección contraria (cfr. 1 P 2, 11)140, se apresura para llegar, por la vida santa, a la patria (cfr. Hb 11, 14)141, en la que estará siempre con el Señor (cfr. 1 Ts 4, 17)142. El cristiano ha de tomar la esperanza como motor de su propia vida espiritual y ha de moverse a impulsos de ella hacia la meta de la bienaventuranza celeste 143.
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  1. Cfr. Chr. von Schiinborn, L'honmie eréé par Dieu: le fondement de la dignité de nomine: Gregorianum 65 (1984) 337-363.

  2. Véase más arriba c. 6, § 4, La muerte como final del estado de peregrinación.

  3. Véase más arriba c. 6. § 5, La teoría de la decisión final.

  1. Cfr. Comisión Teológica Internacional-Comisión Pontificia «Iustitia et Pax», Los cristianos de hoy ante la dignidad y los derechos de la persona humana, 2.2 (Madrid 1987) 67-75. Más brevemente Comisión Teológica Internacional, De dignitate necnon de iuribus personae humanae, 2.2.1, en Documenta 1969-1985 (Cittá del Vaticano 1988) 432-434.

  2. Cfr. J. Junker, Das Buch Genesis, en Die Heilige Schrift in deutscher Übersetzung, t. l (Würzburg 1955) 24-25; J. Scharbert, Genesis 1-11 (Würzburg 1983) 44. Ya en su tiempo se ocupó del tema de la autodeliberación San Gregorio de Nisa, De hominis op) icio, 3: PG 44, 133-136.

  3. Cfr. Scharbert, Génesis 1-11, 45.

  4. San Ireneo, Demostración de la predicación apostólica, 32: Fuentes Patrísticas, t. 2 (E. Romero Pose), 123. Sobre la teología primitiva de la creación a la imagen y semejanza cfr. A. Orbe, Introducción a la teología de los siglos 111.111, t. 1 (Roma 1987) 218-229.

  5. Cfr. De resurrectione mortuonun 6, 3-5: CCL 2, 928 (PL 2, 802).

  6. San Ireneo, Demostración de la predicación apostólica, 97: Fuentes Patrísticas, 2, 220-221.

  1. En la primera teología patrística, el hecho de que sólo al hombre «lo plasmó Dios con sus propias manos» (San Ireneo, Demostración de la predicación apostólica, 11: Fuentes Patrísticas, 2, 79) es objeto de una amplia reflexión teológica; cfr. Orbe, Introducción a la teología de los siglos Il v 111, t. 1, 230-254.

  2. Cfr. L. Scheffczyk, Schópfung und Vorsehung [Handbuch der Dogmengeschichte II, 2a] (Freiburg-Basel-Wien 1963) 7.

  3. Junker, Das Buch Genesis, 27. Cfr. Scharbert, Genesis 1-11, 49, que ve aquí afirmada la esencial distinción del hombre con respecto a los animales.

  4. Scharbert, Genesis 1-11, 45, ve en esto el elemento decisivo por el que el hombre sería semejante a Dios.

  5. Cfr. Von Schünborn, L'homme créé par Diem Gregorianum 65 (1984) 339-343.

  6. Epistula ad Diognetuni 10, 1-2: SC 33, 76.

  7. San Ireneo, Demostración de la predicación apostólica, 11: Fuentes Patrísticas, 2, 80-81.

  8. Mandattun 12, 47, 2: SC 53, 204.

  1. Const. pastoral Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034.

  2. En realidad, el hombre es «vice-señor» (rice-dominu.$) del universo, según la expresión de la Comisión Teológica Internacional, De dignitate necnon de iuribus pe rsonne luonanae, 2.2.1: Documenta 1969-1985, 434. El tema es patrístico: el hombre es jefe y gobernador del mundo, porque participa de la soberanía de Dios; cfr. San Efrén, Conmientacius in Genesim, sectio 2, 10: CSCO 152, 31 (traducción latina: 153, 23).

  3. Const. pastoral Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1968) 1036.

  4. Véanse citados más arriba, en c. 5, nota 7, algunos textos del Magisterio de la Iglesia sobre este punto. Sobre el tema en sí mismo cfr. Von Schónborn, L'honune créé par Dieu: Gregorianum 65 (1984) 355-359.

  1. Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042. Cfr. Juan Pablo 1I, Enc. Redemptor homini.s, 8: AAS 71 (1979) 271-272.

  2. Cfr. Pío XII, Enc. Humani generis: DS 3891.

  3. Concilio Vaticano 1I, Const. pastoral Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1060.

  4. J. Daniélou, Au commencement. Genése 1-11 (Paris 1963) 55-56; Id., Le péché origine!, en Card. A.Ch. Renard-L. Bouyer-Y. Congar-J. Daniélou, Notre Foi (Paris 1967) 114-115.

  5. Todavía después del pecado, pero ames de la expulsión de! Paraíso, véase el sentido de elocución inmediata que se atribuye a la múltiple sentencia: Gn 3, 9-19; especial colorido reviste el diálogo inicial: v. 9-13.

  6. Para la realidad de este estado cfr. Concilio de Trento, Ses. 5', Decreto sobre el pecado originad, canon 1: DS 1511.

  1. Daniélou, Au commencement, 56-57.

  2. Demostración de la predicación apostólica, 12: Fuentes Patrísticas, 2, 82.

  3. Demostración de la predicación apostólica, 16: Fuentes Patrísticas, 2, 96.

  4. Orbe, Introducción a la teología de los siglos II y 362.

  5. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliado et paenitentia, 10: AAS 77 (1985) 204.

  6. Se trata de un descendiente concreto y no de la descendencia corno colectividad, cfr. J. Coppens, Le Protévangile. Un nouvel essai d'evégése: Ephemerides Theologicae Lovanienses 26 (1950) 17.

  1. Es, por ello, verosímil que la traducción de los LXX pensara aquí en el Mesías, como defendía ya A. Schulz, Nachlese zu Gn 3, 15: Biblische Zeitschrift 24 (1939) 348.

  2. Cfr. J. Michl, Der Weibessame (Gn 3, 15) in spiitjüdischer und frühchristlicher Auffassung: Biblica 33 (1952) 371-401; 476-505; Orbe, Ipse tetan calcabit caput. (san Ireneo y Gn 3, 15): Gregorianum 52 (1971) 95-149; 215-269.

  3. Evangelium Prinuun, hoc est, Scholastica consideratio, dulcissimae simul ac antiquissimae Promissionis, De Semine Mulieris, n. 2 (Gedani 1638) 1.

  4. Rhetius, Evangelium Primum, n. 3, 1.

  5. Para la traducción de 'ásit (imperfecto activo de qal del verbo sit) cfr. P. Bonnetain, Inmwculée Conception: DBS 4, 241.

  6. Véase la monografía de J. Plagnieux, citada más aniba en c. 9, nota 111.

  7. Cfr. F. Muóner, Der Galaterbrief (Freiburg-Basel-Wien 1974) 268-274.

  8. Cfr. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium, t. 1 (Freiburg-Basel-Wien 1965) 423-425.

  9. Para el concepto de reconciliación cfr. Fr. Büchsel, á),Iáoow, [...] xataXXáoow: ThWNT 1, 252-260.

  1. Cfr. E.B. Alto, Saint Paul, Seconde Építre aux Corinthiens (París 1937) 171-172.

  2. Cfr. W. Egger, Galaterbrief Philipperbrief, Philemonbrief (Würzburg 1985) 60-61; J. Gnilka, Der Philipperbrief(Freiburg-Basel-Wien 1968) 122-124.

  3. Sobre el tema del «dolor» de Dios cfr. Comisión Teológica Internacional, Theologia, Christologia, Anthropologia, II, B: Documenta 1%9-1985, 340-350; J. Galot, Dieu, souffre-t-il? (París 1976); B. Gherardini, Theologia Crucis. L'ereditó di Lutero nell'evoluzione teologica della rifonna (Roma 1978); J. Kamp, Souffrance de Dieu, vie du monde (Toumai 1971); L.M. Mendizábal, La teología actual del cuasi-sufrimiento de Dios, en Cristología en la perspectiva del Corazón de Jesús (Bogotá 1982) 521-548.

  4. Comisión Teológica Internacional, Theologia, Christologia, Anthropologia, Il, B, 3: Documenta 1969-1985, 344, donde se remite a San Gregorio el Taumaturgo, Ad Theopompum, 4-8 (es un tratado sobre la pasibilidad e impasibilidad de Dios, que se conserva solamente en una versión siríaca).

  5. Cfr. San Juan Crisóstomo, In Genesim, c. 22, homilía 47, 3: PG 54, 432, donde Abrahán es imagen del Padre «que no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32).

  6. Juan Pablo II, Enc. Dines in misericordia, 7: AAS 72 (1980) 1200.

  7. Para el sentido de revelación que tiene en san Juan la partícula 'íSe (= he aquí) cfr. M. de Goedt, Un schéme de révélation dans le quatriéme Evangile: New Testament Studies 8 (1961-1962) 142-150

  8. Cfr. Schnackenburg, Das Johannesevangelium, t. 1, 284-289, quien separa la exégesis del versículo, del problema de la atribución de su contenido, es decir, si la fe expresada en él corresponde al momento histórico del comienzo de la vida pública de Jesús, de modo que haya que ponerla en labios del Bautista, o es una anticipación de elementos propios de la fe postpascual de los discípulos de Jesús.

  9. Cfr. S. Muñoz Iglesias, Resurrección de Cristo y vida del cristiano, en Una nueva vida en Cristo (Madrid 1980) 85-89.

  10. Concilio de Trento, Ses. 6', Decreto sobre la justificación, c. 7: DS 1528.

  11. Cfr. Muflner, Der Galoterbrief, 271-273.

  1. Cfr. Schnackenburg, Das Johannesevangelium, t. 1, 236-238.

  2. Cfr. Juan Pablo II, Ene. Redemptoris Mater, 20: AAS 79 (1987) 384-387.

  3. Cfr. F. Prat, La théologie de Saint Paul, 43' ed., t. 1 (Paris 1961) 292-293, nota 2. Para la exégesis patrística de este versículo véase K.H. Schelkle, Paulus Lehrer der Filler. Die altkirchliche Auslegung volt Rómer 1-11, red. (Düsseldorf 1959) 313-315.

  4. Cfr. Gnilka, Johanneserangeliunr (Würzburg 1983) 152; Schnackenburg, Das Johannesevangelium, t. 3 (Freiburg-Basel-Wien 1975) 378-379.

  5. Cfr. H. Schlier. Der Rb,nerbrief (Freiburg-Basel-Wien 1977) 255.

  6. Cfr. R. Pesch, Rómerbrief (Würzburg 1983) 73, que interpreta todo el versículo en el sentido de que el plan de Dios sería hacernos conformes a su Hijo por nuestra resurrección gloriosa; es entonces cuando Cristo comenzaría a ser el primogénito entre muchos hermanos. Véase más arriba en la nota 56 de este capítulo la exégesis que considero más probable; por lo demás, mi explicación coincide con la exégesis patrística de este versículo. Por nuestra resurrección se consuma nuestra hermandad con Cristo; pero ésta ha comenzado ya en el bautismo.

  7. Egger, Galaterbrief Philipperbrief, Philemonbrief, 68-69; Gnilka, Der Philipperbrief, 206-210.

  8. Cfr. Gnilka, Der Epheserbrief (Freiburg-Basel-Wien 1971) 153-154, quien refiere el término «santos» a los ángeles; la expresión «familiares de Dios» implica una nueva relación con Dios, que es íntima y familiar.

  9. «Sepultados con Él en el bautismo, en el que también resucitasteis con Él» (Col 2, 12). Cfr. Gnilka, Der Kolosserbricf (Freiburg-Basel-Wien 1980) 133-136.

  1. Cfr. Gnilka, Der Kolosserbrief, 171-177; J. Pfammatter, Epheserbrief Kolosserbrief (Würzburg 1987) 76-77.

  2. Schnackenburg, Das Johannesevangeliwn, t. 3, 125-126.

  3. Cfr. F. Froitzheim, Christologie und Eschatologie bei Paulus (Würzburg 1979) 191-211; Gnilka, Der Philipperbrief, 76-93; P. Hoffmann, Die Toten in Christo. Eine religionsgeschichtliche und exegetische Untersuchung zur paulinische Eschatologie (Münster i.W. 1966) 310-320. Para la fórmula évImilf1aat rrpós tóv Kv0tov en 2 Co 5, 8, cfr. M. Rissi, Studien zum zweiten Korintherbrief (Zürich 1969) 94-96.

  4. Téngase en cuenta que en el Nuevo Testamento la visión de Dios aparece como algo propio del Hijo unigénito; cfr. Jn 1, 18; 6, 46; Mt 11, 27; Lc 10, 22.

  5. Cfr. Schnackenburg, Schauen (Gottes), en J.B. Bauer, Bibeltheologisches Wórterbuch, 2a ed., t. 2 (Graz-Wien-Kóln 1962) 1019-1020.

  6. Cfr. Scharbert, Exodus (Würzburg 1989) 126.

  1. Pfammatter, Epheserbrief Kolosserbrief 38.

  2. 12: AAS 60 (1968) 438.

  3. Cfr. J.A. de Aldama, La profesión de fe de Pablo VL: Estudios Eclesiásticos 43 (1968) 488.

  4. DS 76.

  5. Canon 9: DS 411. Aunque se trate de un Sínodo particular, conviene tener en cuenta que sus cánones fueron después aprobados por todos los obispos orientales y por el papa Vigilio; Cfr. L. Bréhier, La politique religieuse de Justinien, en A. Fliche-V. Martin, Histoire de 1'Église, t. 4 (Paris 1937) 459-460.

  6. Sobre la fe católica: DS 801.

  7. Profesión de fe de Miguel Paleólogo: DS 858.

  8. DS 1002.

  9. Decreto para los griegos: DS 1306.

  1. Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 54. Nótese que la descripción del infierno que hace el Concilio, está antes de la fórmula de transición «y al fin del mundo» por la que en ese párrafo se empieza a hablar del estadio correspondiente a la resurrección; se refiere así al infierno para las almas.

  2. Congregación para la doctrina de la fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi, 7: AAS 71 (1979) 941-942. Se trata aquí seguramente de un «minimum» que hay que mantener por exigencia de la misma fe católica. Por lo demás, como señala el editorial La predicazione de//'inferno oggi: La Civiltá Cattolica 143 (1992 II) 113, es doctrina cierta en teología que la pena de sentido es algo más que esa repercusión de la pena de daño en el condenado. Sea cual fuere el modo como deba explicarse ese algo más. Nótese que, tanto en la Escritura como en el Magisterio anterior de la Iglesia, los temas de la pena de daño y de la pena de sentido aparecen de modo independiente, sin que se dé la impresión de que la segunda pueda reducirse a la primera. Para una posible explicación de esa pena de sentido corno el sufrimiento que se deriva de la oposición del hombre con respecto a la creación entera, oposición que es inducida por la situación de pecado, pero que se hace consciente en la existencia postmortal, cfr. el editorial II. «Cielo» del paradiso e il «fiuoco» del/'inferno. Simboli e recitó: La Civiltá Cattolica 143 (1992 II) 429-437.

  3. Cfr. Card. Ch. Journet, Das Nein zur Liebe, en Christus ruar uns. Studien zur christlichen Eschatologie (Bergen-Enkheim 1966) 63-74.

  4. Rissi, Studien zmn zweiten Korhnherbrief, 97-98.

  5. K. Prümm, Diakonia Pneumatos. Der zweite Korinthe rbrief als Zugang zur aposto/ischen Botschaft, t. 1 (Rom-Freiburg-Wien 1967) 307; cfr. también Rissi, Studien zum z.weiten Korintherbricf 97, nota 262.

  6. Sobre esta perícopa cfr. A. Feuillet, Le caractére tatir'ersel du jugement et la charité satis frorniéres en Mt 25, 31-46: Nouvelle Revue Théologique 102 (1980) 179-196.

  1. J. Ratzinger, Eschatologie, 6' ed. (Regensburg 1990) 169.

  2. Aunque en un contexto en que se habla sólo del juicio particular, L. Scheffczyk, Das besondere Ge richt ini Lichte der gegetnvrirtigeu Diskussion: Scholastik 32 (1957) 539-540, pone muy bien de relieve la necesidad de esta luz: en este sentido, defiende que tiene que tratarse de un « héterojuicio».

  3. Juan Pablo II, Ene. Dotninum et virificanletn, 38: AAS 78 (1986) 851.

  4. Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen genthun, 48: AAS 57 (1965) 54.

  5. Das Buch Jeremias (Bonn 1934) 164.

  6. 1, 1: Fuentes Patrísticas, t. 3 (J.J. Ayán), 80. Sobre el tema de los dos caminos en el cristianismo primitivo cfr. W. Rordorf-A. Tuilier, La doctrine des Douze Apótres: SC 248, 22-34.

  7. Cfr. Concilio de Trento, Ses. 6', Decreto sobre la justificación, c. 5: DS 1525.

  1. Como consecuencia de su voluntad salvífica universal, de la que habla 1 Tm 2, 4, Dios sigue ofreciendo la gracia también al hombre que le rechaza, mientras para éste no termina el estado de peregrinación. Cfr. K. Rahner, Heilswille Gottes, Allgemeiner: LThK 5, 165-168. Tendremos que volver en seguida sobre el tema de la voluntad salvífica universal.

  2. Cfr. Ratzinger, Eschatologie, 177-178.

  3. Cfr. H.U. von Balthasar, Was chafen wir hoffen? (Einsiedeln 1986); Journet, Le mal. Essai théologique (Bruges 1961) 201-233; La predicazione del/'infemo oggi: La Civiltá Cattolica 143 (1992 II) 111-120; J.R. Sachs, Current Eschatolo,gv: Universal Salvation and the Problem of Hell: Theological Studies 52 (1991) 227-254; C. Spicq, Théologie morale du Nouveau Testament, t. 1 (Paris 1965) 473-479.

  4. Para el tema de la separación a propósito de esta segunda perícopa cfr. Gnilka, Das Matdüusevangelium, t. 2 (Freiburg-Basel-Wien 1988) 372; Schnackenburg, Matthüusevangelium 16, 21-28, 20 (Würzburg 1987) 249.

  5. Véanse los textos neotestamentarios a los que hace referencia la nota 65.

  1. Schnackenburg, Matthüusevangelóun 16, 21-28, 20, 250.

  2. Cfr. Schnackenburg, Matthüusevangelium 1, 1-16, 20 (Würzburg 1985) 76.

  3. Véase la referencia contenida en nota 69.

  4. Cfr. Allo, Saín! Paul, Premiére Épftre aux Corinthiens (Paris 1934) 137-138.

  5. Cfr. Egger, Galaterbrief, Philipperbrief Philemonbrief, 38-39.

  6. Cfr. J. Jeremias, yéevva: ThWNT 1, 655-656.

  7. Cfr. Gnilka, Das Mauhüusevangeliran, t. 2, 376-377.

  8. Aunque concretamente se refiere a los que han cometido pecado de idolatría en el culto al emperador, el texto enseña la eternidad de las penas del infierno; cfr. Allo, Saint Jean, L'Apocalypse, 3' ed. (Paris 1933) 240.

  9. Cfr. H. Sasse, aú.úv: ThWNT 1, 199.

  10. Cfr. Gnilka, Das Matthdusevangelium, t. 2, 377.

  1. Cfr. Jeremias, (;í n1 : ThWNT 1, 146-150. Jeremias insiste en que en el Nuevo Testamento, cuando se habla de infierno de almas, se utiliza la palabra 01)5, mientras que al infierno de los resucitados se lo designa con el término yécvva.

  2. Card. G. Biffi, Linee di escatologia cristiana (Milano 1984) 57.

  3. P.N. Evdokimov, L'amore folie di Dio, trad. ital. (Roma 1981) 105-106.

  4. Véase más arriba la nota 45.

  5. Carta Recentiores episcoporam Synodi: AAS 71 (1979) 942.

  1. F.J. Nocke, Escatología, trad. esp. (Barcelona 1984) 164, quien a continuación (164-165) cita, como ejemplo, algunas descripciones de los tormentos del infierno, hechas por un influyente predicador, Martín von Cochem, muerto a comienzos del siglo XVIII, tomándolas de su obra: Die vier letzten Dinge (Brixen 1888) 140-141.

  2. Mufner-J. Loosen, Apokatastasis: LThK 1, 708-712.

  3. Cfr. G. Bardy, Les Péres de l'Église en,face des problémes posés par l'enfer, en L'enfer (Paris 1950) 226-235; B. Daley, Eschatologie. In der Schrift ¿atd Patristik [Handbuch der Dogmengeschichte IV, 7a] (Freiburg-Basel-Wien 1986) 119-137: B. Salmona, Origene e Gregorio di Nissa salla resurrezione dei . corpi e l'apocatastasi: Augustinianum 18 (1978) 383-388.

  4. Véase más arriba la nota 73.

  5. Sobre la fe católica: DS 801. Nótese el paralelismo de las fórmulas «pena perpetua» (infierno) y «gloria sempiterna» (cielo).

  6. A. Méhat, «Apocatastase». Origéne. Clément d'Alexandrie, Act 3, 21: Vigiliae Christianae 10 (1956) 209 (la discusión sobre Hch 3, 21, en 207-210; el conjunto del artículo en 196-214).

  1. Cfr. P. Nemeshegyi. La Peternité de Deiu diez Origéne (Tournai 1960), 203-216.

  2. Cfr. Muiner, Apokatastasis: LThK 1, 709.

  3. Es muy característico el libro ya citado de Von Balthasar, Was dürfen wir hoffen? Cfr. también Th. Dejond, Péguy. L'espérance d'un sala universel (Namur 1989).

  4. Cfr. Von Balthasar, Was dürfen wir hoffen?, 11-23.

  5. Journet, Le mal, 228.

  6. Cfr. Concilio II de Lyón, Profesión de fe de Miguel Paleólogo: DS 858; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus: DS 1002; Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1306. Véase ya anterior-mente Inocencio III, Carta Maiores Ecclesiae causas: DS 780.

123.Cfr. K. Bannach, Die Lehre von der doppelten Macht Gottes bei Wilhelnt von Ockham. Problemgeschichtliche Voraussetzungen und Bedeutung (Wiesbaden 1975), 248-275; W. Dettloff, Die Entwicklung der Akzeptations- und Verdienstlehre von Duns Scotus bis Luther. Mit besonderer Berücksichtigung der Franziskanertheologen (Münster i. W. 1963) 253-290. Determinados planteamientos y fórmulas nominalistas prepararon la solución luterana, según la cual el hombre internamente pecador se salva, si Dios externamente no le imputa sus pecados (justificaciíon extrínscea). Para la posiciíon de Lutero baste aquí remitir a H.Wulf, Sintul iustus et peccator: LThK 9, 778-780.

  1. Véase más arriba c. 3, § 5, La teoría de la decisión final.

  2. Ad Ephesios 10, 1: Fuentes Patrísticas, t. 1 (Ayán), 114. La fórmula «alcanzar a Dios» tiene ciertamente sentido escatológico en san Ignacio de Antioquía. No se olvide que frecuentemente la usa para referirse a lo que, por su martirio, le sucederá a él mismo; cfr. Ad Ephesios 12, 2: Fuentes Patrísticas, 1, 116; Ad Magnesios 14: Fuentes Patrísticas, 1, 136; Ad Trallianos 12, 2: Fuentes Patrísticas, 1, 144; 13, 3: Fuentes Patrísticas, 1, 146; Ad Romanos 1, 2: Fuentes Patrísticas, 1, 150; 2, 1: Fuentes Patrísticas, 1, 150; 4, 1: Fuentes Patrísticas, 1, 152; 9, 2: Fuentes Patrísticas, 1, 158; Ad Sm_vrnaeos 11, 1: Fuentes Patrísticas, 1, 178.

  3. Prat, La théologie de Saint Paul, 43' ed., t. 2 (Paris 1961) 91-97.

  1. Cfr. M. Meinertz, Die Pastoralbriefe des Heiligen Pmdus (Bonn 1931) 36.

  2. Ibid.

  3. Spicq, Théologie tnora/e du Nouvean Testament, t. 1, 479.

  4. Expositio fidei, 43: PTS 13, 102 (= De fide orthodora 2, 29: PG 94, 968-969).

  5. Cfr. Pablo VI, Profesión de fe, 12: AAS 60 (1968) 438.

  6. Para la exégesis de las palabras de Jesús a Judas en Mt 26, 24 («mejor le fuera a ese hombre no haber nacido»), cfr. P. Gaechter, Das Matthiius Evangelium (Innsbruck-Wien-München 1963) 842.

  1. D. von Hildebrand, Der verwüstete Weinberg (Regensburg 1973) 222.

  2. Cfr. C. Pozo, El hombre pecador: Gregorianum 65 (1984) 365-387.

  3. Cfr. Schlier, Der Rómerbrief, 345-346.

  4. Cfr. Mufner, Der Jakobusbrief(Freiburg-Basel-Wien 1964) 159-160.

  5. Cfr. Pfammatter, Epheserbrief Kolosserbtief, 40.

  6. Cfr. Spicq, L'Épitre auc Hébreux, t. 2 (Paris 1953) 382-386.

  7. Cfr. Spicq, L'Épitre ata Hébreu.r, t. 2, 428-429.

  1. Cfr. Schelkle, Die Petrusbriefe. Derfudasbrief (Freiburg-Base)-Wien 1961) 68-70.

  2. Cfr. Spicq, L'Épitre aux Hébreux, t. 2, 350-351.

  3. Cfr. Prat, La théologie de Saint Paul, t. 2, 443-444.

  4. Cfr. G. Mollard, Le probléme de 1'unité de I'espérance: Revue Thomiste 40 (1935) 196-210.

Cándido Pozo
La Venida del Señor en la Gloria