VIII

LA PURIFICACIÓN POSTMORTAL
DEL ALMA PARA EL ENCUENTRO
DEFINITIVO CON CRISTO


1. La fe en un estado de purificación postmortal

1.1. Los difuntos por los que se ora

En el capítulo precedente hemos reseñado la práctica cristiana de orar por los difuntos que después de la muerte necesitan todavía purificación 1. Allí hicimos notar que su punto de partida se encuentra en 2 M 12, 42-45. También el concilio Vaticano II, como recomendación del uso de ofrecer sufragios por ellos, apela a este pasaje 2, aunque aduciendo un versículo 46, tomado de la Vulgata, que falta en el original griego: «porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados» 3. La dificultad crítica del texto citado por el Concilio no lo priva de todo valor teológico. Aunque ese versículo, al no ser auténtico, no pueda aducirse como una fundamentación bíblica de la costumbre de orar por los muertos, contiene un testimonio de tradición sobre el modo como se la entendía y valoraba en la Iglesia de los primeros siglos (al menos, en el momento en que se introduce esta glosa en la versión latina). Por otra parte, el texto griego críticamente reconstruido contiene una alabanza no sólo con respecto a la acción de Judas Macabeo, narrada en la perícopa, sino con respecto a su modo de pensar: Judas mandó ofrecer el sacrificio «obrando muy bien y pensando noblemente» (2 M 12, 43); la segunda alabanza no habría sido posible sin que el hagiógrafo bajo la inspiración bíblica con que escribe, haga suya la persuasión de Judas 4. Esta alabanza en su sentido último no dista mucho de la recomendación expresada en el v. 46 latino. Por otra parte, si el texto inspirado aprueba la manera de pensar de Judas, está suponiendo una situación intermedia entre salvación y condenación, en la que se da una liberación de cierto tipo de pecados, que no son tales que por ellos el muerto deba considerarse un «impío» 5.

También en el capítulo anterior hemos podido comprobar que en las catacumbas existen muchísimos testimonios de oraciones por los difuntos, procedentes de los siglos anteriores a Constantino 6. En cuanto a testimonios patrísticos, ya en los comienzos del siglo III, Tertuliano afirma que la Eucaristía se ofrecía por los difuntos; en efecto, en un contexto en que está hablando del «sacramento de la Eucaristía», escribe: «Hacemos oblaciones por los difuntos en el aniversario como día de su nacimiento» 7; según afirma el texto de Tertuliano, ésta sería una práctica recibida por tradición 8, lo que supone que el uso era ya entonces muy antiguo. En otra ocasión, hablando de los sufragios de un viudo por su esposa difunta, los hace consistir en oraciones privadas y en la oblación del sacrificio eucarístico en el aniversario: «por cuyo espíritu pides, por la que presentas la oblación anual» 9.

Prescindiendo de otros testimonios tanto griegos como latinos de oración por los difuntos que se sitúan a lo largo de los siglos II y III 10, baste ahora señalar de la tradición patrística posterior, unos pocos testimonios de san Agustín. Entre los mismos recuerdos de su vida, es conmovedor el relato en que recoge la petición de su madre, santa Mónica, en su última enfermedad:

«Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado, sola-mente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os halláreis» 11. El relato completo testifica que por ella se ofreció el sacrificio eucarístico, más aún que en Ostia era costumbre ofrecerlo por el difunto inmediatamente antes de la inhumación: «Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré» 12. Es imposible recoger aquí las oraciones en que san Agustín prorrumpe por su madre difunta. Me limito a unas pocas frases muy significativas: «Dejando a un lado por un momento sus buenas acciones, por las cuales gozoso te doy gracias, pídote ahora perdón por los pecados de mi madre. [...] Yo sé que ella obró misericordia y que "perdonó de corazón las deudas de sus deudores; perdónale también tú sus deudas" (Mt 6, 12), si alguna contrajo durante tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala, te suplico» 13.

Desde un punto de vista doctrinal es muy completo el párrafo del mismo san Agustín que cito a continuación: «No puede negarse que las almas de los difuntos son aliviadas por la piedad de los suyos que viven, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del mediador o se hacen limosnas en la iglesia. Pero estas cosas aprovechan a aquellas, que cuando vivían, merecieron que después pudiesen aprovecharles. Porque hay un modo de vivir, ni tan bueno que no necesite estas cosas después de la muerte, ni tan malo que no le aprovechen estas cosas después de la muerte; pero hay también tal modo de vivir en el bueno que no necesita estas cosas, y hay también tal modo de vivir en el malo que no se les puede ayudar ni con estas cosas, cuando pasan de esta vida. [...] Cuando, por tanto, se ofrecen los sacrificios sea del altar sea de cualquier clase de limosnas por todos los bautizados difuntos, con respecto a los muy buenos son acciones de gracias; con respecto a los que no son muy malos, son propiciaciones; con respecto a los muy malos, aunque no son ayuda alguna para los muertos, son ciertos consuelos para los vivos» 14. Es interesante la manera matizada con que san Agustín distingue tres situaciones morales posibles: muy buenos, no muy malos y muy malos; a las que corresponden respectivamente: no necesidad del auxilio de sufragios, posibilidad de ese auxilio o imposibilidad de él. Se ora por difuntos que se encuentran en una situación moral según la cual, con cierto paralelismo con lo que veíamos a propósito de 2 M 12, 42-45, los difuntos aunque tienen ciertos pecados, no pueden ser considerados «impíos» 15 o, aplicándoles la expresión agustiniana, «no son muy malos». Éstos son los difuntos de lo que se piensa que en orden a su necesaria purificación ulterior pueden ser ayudados por las oraciones de los fieles, como según los epitafios de las catacumbas o los testimonios patrísticos consta que se hacía. Aunque en las oraciones que en los primeros siglos se decían por los difuntos, no aparezca todavía desarrollado el modo como deba concebirse el estado en que se encuentran las almas por las que se ora, el hecho de que se orara por ellas es importante para entender el progreso posterior del dogma del purgatorio, pues muestra que existía la persuasión de una situación que no es todavía la plenitud de comunión con Cristo, ya que en ella los difuntos necesitan de las oraciones de los fieles que viven en la tierra 16.

Es absolutamente necesario conservar la práctica de orar por los difuntos. Concretamente sería desfigurar el verdadero sentido de la liturgia exequial cualquier planteamiento en homilías, moniciones u otros elementos de la celebración, que desdibuje la intención de orar por los difuntos, de los que se confía que hayan muerto en estado de gracia de Dios, pero que pueden necesitar todavía purificación. Este sentido último de la liturgia de difuntos no debe oscurecerse. En ella se profesa que el hombre justificado puede necesitar una ulterior purificación. Así, por poner algún ejemplo de la liturgia romana renovada después del concilio Vaticano II, en la «Colecta» segunda de la Misa exequial «A» fuera de tiempo pascual se apela a la misericordia divina con respecto a un difunto del que se afirma que esperó y creyó: «Oh Dios, del que es propio tener misericordia y perdonar, te pedimos suplicantes por tu siervo N., al que mandaste hoy emigrar hacia Ti, para que ya que esperó y creyó en Ti, le concedas ser conducido a la verdadera patria y gozar de los bienes eternos» 17. De modo semejante, la oración sobre las ofrendas del esquema «B»: «Hazte presente, Señor, te pedimos, a favor de su siervo N., en el día de cuya inhumación te hemos ofrecido este sacrificio, para que si alguna mancha se le ha pegado o si lo ha infectado algún vicio humano, lo perdones y limpies con el don de tu piedad» 18. Se expresan así convicciones que eran ya muy explícitas en los «Ordines Romani», es decir, en las formas antiguas de la liturgia romana 19. Por todo ello no se debe proceder como si se supusiera que todos los cristianos no sólo mueren justificados, sino incluso sin tener mancha alguna de que purificarse, que pueda impedirles el acceso a la intimidad escatológica con el Señor 20.

1.2. La necesidad de purificación

Ya hemos visto anteriormente que tanto la Sagrada Escritura como, de modo más técnicamente matizado, el magisterio de la Iglesia enseñan la posibilidad de que las almas de los santos inmediatamente después de la muerte gocen de la visión beatífica de Dios y de la comunión perfecta con Cristo 21. Pero para que ello tenga lugar, es indispensable que se trate de almas, en las que al salir de este mundo, no haya nada de lo que todavía tengan que purificarse 22. En este contexto ideológico, aunque se refieran al santuario terreno, las palabras del Salmo 15, 1-2, enuncian un principio fundamental que tiene también sentido para la vida postmortal: «Yahveh, ¿quién morará en tu tienda? ¿quién habitará en tu santo monte? –El que anda sin tacha». En efecto, «el salmista se pregunta cuáles con las condiciones necesarias para poder presentarse tranquilo en el templo de Yahveh y poder esperar la protección divina» 23. Sin embargo, es curioso que ya Orígenes pensara que el texto se refiere al tabernáculo celeste con lo que expresaría una condición previa para llegar a la gloria eterna 24. San Agustín, sin llegar a una posición tan decidida a favor de una exégesis que lo refiera al cielo, duda si en este salmo, especialmente con la expresión «tu santo monte», se está hablando del templo terreno o del celestial: «"¿Y quien descansará en tu santo monte?" quizás significa aquí ya la misma habitación eterna, de modo que entendamos, como monte, la sobreeminencia de la caridad de Cristo en la vida eterna» 25. De este modo, se establece la validez absoluta del principio de que «nada manchado puede entrar en la presencia del Señor», de modo que también es aplicable para el más allá de la muerte.

El principio expresa la conciencia de una realidad completamente fundamental: la absoluta incompatibilidad entre Dios y la mancha moral; esta incompabilidad impide una plena comunión del hombre moralmente manchado, con Dios. No es, por ello, extraño que en no pocas de las grandes religiones históricas, de una forma o de otra, se tenga un cierto vislumbre de la necesidad de una purificación después de la muerte 26. Es interesante que en la religión de Zarathustra se conoce una triple posible situación moral de los hombres ante el juicio, una de las cuales es la de aquellos que han mezclado en sus vidas lo recto y lo falso; según parece, se admite consecuentemente la posibilidad de un reino intermedio (haméstagán) para éstos (el cual es conocido en una posterior evolución doctrinal) 27. Más aún, como veremos en el capítulo siguiente, el convencimiento de la necesidad de purificación postmortal está a la base de no pocos sistemas reencarnacionistas 28.

También la Iglesia confiesa el principio aludido en virtud del cual cualquier mancha es impedimento para el encuentro íntimo con Dios y con Cristo. Ello ha de entenderse no sólo de las manchas que rompen y destruyen la amistad con Dios, y que, por tanto, si permanecen en la muerte, hacen el encuentro con Dios definitivamente imposible (pecados mortales) 29, sino también de las que oscurecen esa amistad y tienen que ser previamente purificadas para que ese encuentro sea posible. Una vez más, reaparece la idea expresada en la fórmula augustiniana de «los que no son muy malos» en contraposición no sólo a «los muy buenos», sino también «a los muy malos» 30 El concepto de pecado que no rompe la amistad con Dios, se fue estructurando al distinguir entre los «pecados cotidianos» o veniales, y los pecados mortales 31.

Pero también se consideró que eran manchas de pecado de las que hay que purificarse, las reliquias de los pecados mortales, las cuales pueden también permanecer en el hombre justificado aun después de la remisión de la culpa, es decir, aun después del perdón en virtud del cual se excluye ya la pena eterna; la Iglesia piensa que, recibida la gracia de la justificación, puede permanecer lo que ella llama un «reato de pena temporal», del que hay que liberarse por actos de penitencia en esta vida o purificarse en una situación posterior a la muerte 32. La existencia de estas reliquias del pecado, aun después de que el pecado mismo ha sido perdonado, explica toda la praxis de una penitencia personal o satisfacción en el sacramento del perdón 33, la cual desde que prevalece en la Iglesia la penitencia celta, se pide al penitente que la realice después de recibida la absolución 34. El sacramento de la unción de los enfermos «limpia las culpas, si alguna queda aún para expiar, y las reliquias del pecado» antes de la muerte 35. En este sentido, se ordena a buscar una última purificación terrena del hombre que lo recibe. Sólo si nos hacemos conformes a Cristo, podemos tener comunión con Dios (cfr. Rm 8, 29), y tal conformidad no es plena mientras existen en nosotros manchas y reliquias del pecado. La liturgia bizantina expresa bellamente la situación del justificado, que tiene, sin embargo, pecados veniales o reliquias del pecado mortal ya perdonado, cuando en la liturgia exequial presenta al alma misma del difunto que clama al Señor: «Permanezco imagen de tu Gloria inefable, aunque vulnerado por el pecado» 36

La coexistencia del estado de justificación con las limitaciones de pecados veniales y reliquias del pecado está en una profunda disonancia con las ideas luteranas sobre la justificación extrínseca. En efecto, si la justicia que se nos imputa, es la misma justicia de Cristo, aquélla con la que Él mismo es justo 37, hay que reconocer que se trata de un valor que en sí mismo es infinito. Se trata, sin duda, de una justicia que, según Lutero, se imputa al hombre sólo extrínsecamente, mientras que éste permanece intrínsecamente pecador 38: en tal caso, «el hombre es, a la vez, justo y pecador» (simul iustus et peccator) 39, es decir, justo por imputación de la justicia infinita de Cristo, aunque pecador en su realidad interna. Pero desde el punto de vista de su justificación hay que decir que al imputársele una justicia que es infinita, le son perdonados todos los pecados, tanto mortales como veniales 40. Por ello, con respecto al hombre justificado por la fe fiducial41, Dios sólo mira a la justicia de Cristo que es infinita, y no tiene sentido la necesidad de una purificación ulterior por parte del hombre 42.

Por el contrario, en una concepción católica de la justificación tiene todo su sentido la continua invitación a la purificación. Incluso el que se ha lavado, debe liberar del polvo sus pies (cfr. Jn 13, 10) 43. Para los que no lo hayan hecho suficientemente en la tierra por la penitencia, la Iglesia cree que existe un estado postmortal de purificación 44, o sea, una «purificación previa a la visión de Dios» 45: este estado de purificación se conoce con el nombre de purgatorio 46. Como esta purificación tiene lugar después de la muerte y antes de la resurrección final, el purgatorio pertenece al conjunto de realidades que llamamos escatología intermedia; más aún, la existencia de este estado de purificación postmortal, pero previa a la resurrección, muestra la existencia de una escatología intermedia.

1.3. El estado mismo de purificación después de la muerte

Como acabamos de ver, la necesidad de una purificación ulterior, aunque el hombre esté justificado, corresponde a una determinada manera de concebir la justificación que es característicamente católica y no protestante. Por el hecho de estar justificado no se puede decir sin más que se posee ya la plena purificación. Pero la purificación plena es condición indispensable para la comunión celeste con Cristo. Por ello, si no se ha realizado en la tierra de modo completo, es necesaria una purificación postmortal previa al encuentro escatológico con el Señor.

El contexto en que más directamente se llegó en la antigüedad cristiana a la persuasión de la existencia de un estado de purificación posterior a la muerte, fue la praxis penitencial. Por ello es muy significativo que la teología sobre ese estado comenzara a desarrollarse en el siglo III con ocasión de los que habían recibido la paz con la Iglesia sin haber realizado la penitencia completa antes de su muerte. Ya san Cipriano, a propósito de los que han recibido el perdón de los pecados sin haber prestado previamente una penitencia totalmente correspondiente a la gravedad de la culpa, escribe: «En efecto, una cosa es esperar el perdón, otra llegar a la gloria; una cosa enviado a la cárcel no salir de ella hasta pagar el último cuarto (Mt 5, 26), y otra recibir en seguida el premio de la fe y de la virtud; una limpiarse con un largo dolor de sufrimientos y purificarse con fuego por los pecados, otra haber purificado todos los pecados con el martirio; finalmente una cosa es estar pendiente de la sentencia del Señor en el día del juicio, otra ser coronado en seguida por el Señor» 47. Aduzco este texto en el sentido que he indicado al introducirlo 48 aunque soy consciente de que P. Jay ha defendido que en él se contraponen los mártires y los «lapsi» que se encuentran realizando penitencia canónica en la tierra, sin aludir para nada a una situación postmortal de éstos 49. Le Goff ha hecho suya esta interpretación del pasaje 50. A pesar del favor de que goza recientemente esta manera de entender el texto, no la creo, en modo alguno, convincente. Una contraposición entre la situación celeste de los mártires y la situación terrena de los «lapsi» que hacen penitencia, resulta muy forzada; parecería que la verdadera contraposición debería encontrarse en sus respectivos estados postmortales. Pero además téngase en cuenta que ya Tertuliano, también en Africa, aplicaba la alusión de Mt 5, 26, a una situación postmortal 51

Prescindiendo ahora de la tradición sobre el tema en Oriente 52, en Occidente reviste una gran importancia la aportación de san Agustín 53. En una de sus obras, pide a Dios: «"Ni me enmiendes en tu ira" (Sal 38 [37], 2): para que me purifiques en esta vida y me hagas tal que no necesite aquel fuego enmendador, para aquellos que se salvarán, pero así como a través del fuego. ¿Por qué, si no es porque aquí edifican sobre el fundamento, maderas, heno, paja? Pues si edificaran oro, plata, piedras preciosas, estarían también seguros de ambos fuegos; no sólo de aquel eterno que ha de atormentar a los impíos eternamente, sino también de aquel que corregirá a los que se salvarán como a través del fuego. Se dice también: "Pues él se salvará, pero así como a través del fuego" (1 Co 3, 15)» 54. No es, del todo claro cómo concibe san Agustín la noción de «fuego» aplicada al purgatorio: parece que se trata de un fuego metafórico 55. En efecto, san Agustín no dice: «la tribulación pasajera de un fuego que quema»; sino: «el fuego que quema de una tribulación pasajera» 56. En todo caso, él no duda de que la purificación postmortal es una realidad previa al juicio final, es decir, «que no habrá penas algunas purgatorias, sino antes de aquel juicio último y tremendo» 57.

En el surco de esta tradición agustiniana deben colocarse tres nombres patrísticos que aseguran la plena estabilidad a la doctrina que estamos reseñando. En primer lugar, san Cesareo de Arlés 58, quien en uno de sus sermones afirma: «Pues con aquel fuego transitorio del que dijo el apóstol "él se salvará, pero será así como a través del fuego" no se purifican los pecados capitales, sino los pequeños» 59. Quien muere con esos pecados capitales o graves, «no podrá purificarse con aquel fuego transitorio que dijo el apóstol, sino que la eterna llama lo atormentará sin remedio alguno» 60. Ulteriormente recomienda la penitencia en la tierra con respecto a los mismos pecados pequeños o veniales, porque «todo lo que de estos pecados no haya sido redimido por nosotros, ha de ser purificado con aquel fuego» 61. Con respecto a san Gregorio Magno 62, baste citar aquí un párrafo muy significativo: «Pero con respecto a ciertas faltas leves hay que creer que hay un fuego purgatorio antes del juicio, ya que la Verdad dice que si uno hubiera dicho una blasfemia contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el futuro (Mt 12, 32). En esta sentencia se da a entender que algunas culpas pueden ser perdonadas aquí, pero algunas en el mundo futuro» 63; poco más adelante, san Gregorio cita 1 Co 3, 12-15, y comenta la frase conclusiva de la perícopa («él se salvará, pero así como a través del fuego»): «sin embargo, si alguno entiende estas cosas del fuego de la purificación futura, hay que ponderar con atención que dijo que se puede salvar a través del fuego, no el que edifica sobre este fundamento, hierro, bronce o plomo, es decir, pecados mayores y, por ello, más duros y ya indisolubles, sino maderas, heno, paja, es decir, pecados mínimos y levísimos que el fuego consume con facilidad» 64. Finalmente san Julián de Toledo 65, siguiendo a san Agustín 66, distingue entre el fuego del infierno y «este otro que propiamente se llama purgatorio para aquellos que se salvan a través de él» 67; «por este fuego que prueba y purifica, se promete una salvación manifiesta» 68.

En el breve recorrido patrístico que he realizado, llama la atención la alusión frecuente (san Agustín, san Cesareo de Arlés, san Gregorio Magno, san Julián de Toledo) a un mismo texto paulino: 1 Co 3, 10-15. Habrá que reconocer el hecho histórico de un influjo de ese texto en el desarrollo de la doctrina del purgatorio en el sentido de que en él pensaron encontrar los Santos Padres un fundamento para ella. Se trata de un pasaje sobre cuyo valor teológico en relación con la fe en el purgatorio hoy se discute mucho. Las posiciones de los exegetas oscilan desde querer descubrir en él la doctrina del purgatorio 69 hasta negar que el texto pueda aducirse a favor de ella 70. Personalmente pienso que a condición de que no se quiera buscar en este texto la idea desarrollada de purgatorio, sino su núcleo esencial, ofrece una base que no debe ser subvalorada 71. Si se matiza que lo que se halla en este pasaje, es sólo la idea fundamental que más tarde se desarrolló en el dogma del purgatorio, se puede continuar aceptando lo que ya escribía J. Huby: «Pero el texto puede ser justamente invocado como indicio de una purificación expiatoria que no es la condenación. Esto supone la existencia de faltas que no son bastante graves para excluir a su autor, de la salvación definitiva y que, sin embargo, atraen sobre el culpable un castigo proporcionado» 72..

El texto trata del caso concreto de los obreros apostólicos, pero a propósito de ellos expone una doctrina de sumo interés. Se trata de hombres que han edificado sobre el fundamento que es Cristo, cosas de mayor o menor valor (1 Co 3, 12), no de hombres que hayan rechazado ese fundamento como punto de partida de su construcción y trabajo. El día del juicio se pondrá de manifiesto el valor de lo que cada uno de ellos ha edificado (v. 13): el «fuego» de que se habla aquí, no es el «fuego purgatorio» o purificador del que se habla en la tradición patrística, sino una metáfora para hablar del juicio divino; adviértase que ese fuego se ejercita no sólo sobre las materias deleznables que no lo resisten y se incendian («maderas, heno, paja»), sino también sobre los materiales sólidos o nobles que lo resisten: «oro, plata, piedras preciosas» 73. «Si la obra de uno, que él sobreedificó, subsistiere, recibirá [el que edificó tal obra] recompensa» (v. 14); se trata, por tanto, de la hipótesis de premio inmediato, porque la obra era sólida y ha resistido el juicio divino 74. «Si la obra de uno quedare abrasada, sufrirá detrimento» (v. 15); el sujeto de «sufrirá detrimento» no es la obra que se abrasa, sino el que la edificó; la expresión «sufrirá detrimento» (v. 15) se contrapone al «recibirá recompensa» del versículo anterior, y añade algo nuevo a la frase que le precede inmediatamente: «si la obra de uno quedare abrasada»; en otras palabras, el «sufrirá detrimento» no se reduce a que el operario apostólico ve cómo su obra se destruye, sino que implica una pena, en oposición a la recompensa 75. Todo ello es más claro si se atiende a la metáfora final: «el sí se salvará, aunque así como a través del fuego» (v. 15). El detrimento que sufrirá, no es tal que implique no salvarse; se salvará, pero con dificultad y angustia (de nuevo, la palabra «fuego» es aquí una metáfora para expresar una situación angustiosa) 76: «ellos serán salvados, pero no sin dolor y sin angustia, como se salvan a través de las llamas las gentes sorprendidas por un incendio repentino» 77.

A lo largo de toda la exposición de la teología del purgatorio que he ido haciendo, incluso a propósito de los contextos doctrinales que indujeron a los Santos Padres a reflexionar sobre la existencia de un estado de purificación postmortal, parece claro que a la idea de purgatorio subyace una determinada concepción de la justificación. Esto hace fácilmente comprensible la evolución de Lutero en su posición con respecto a este dogma. En la disputa de Leipzig del año 1519, Lutero que afirmaba entonces creer personalmente en el purgatorio, se limitó a negar que la existencia del purgatorio pueda demostrarse por alguna de las Escrituras canónicas 78. En realidad, Lutero tiene en la disputa ante los ojos dos textos posibles: uno de ellos (Mt 12, 32) sólo significaria que el pecado contra el Espíritu Santo no se perdona nunca y, por tanto, no contendría alusión alguna al purgatorio; en cuanto a 2 M 12, 46, sería un texto válido en sí mismo, pero el libro en que se encuentra, no sería canónico 79. Esta primera posición de Lutero fue condenada por León X en la Bula Exsurge Domine 80. La respuesta de Lutero al Papa permite comprender con toda exactitud el sentido de su posición primera: insiste en su posición personal favorable al purgatorio; pero, por carecer de base bíblica la existencia del purgatorio, no se podría considerar hereje a quien la negase 81. Poco a poco, se fue tomando conciencia de que la doctrina de la justificación extrínseca por la fe sola obligaba a rechazar la existencia del purgatorio, es decir, se pasó de la negación de base bíblica a una negación sistemática del purgatorio como inconciliable con las ideas luteranas más fundamentales sobre la justificación 82. Ya el 28 de enero de 1527 pedía Zwinglio a Lutero que sacara las últimas consecuencias de la doctrina de la justificación por la fe; entre ellas señalaba la necesidad de suprimir la doctrina del purgatorio: «Enseñaste muy bien que la salvación se obtiene por la fe en Cristo. [...] ¿Por qué no destruyes el purgatorio?» 83. La inflexión de Lutero se produce en 1530; ese año publica un tratado dedicado todo él a negar la existencia del purgatorio 84. A partir de ese momento, las fórmulas se van endureciendo; en 1538 escribe: «Por lo cual, el purgatorio y cuanto se añade a él de solemnidad, culto y negocio, es mera larva del diablo. Pues está en oposición con el primer artículo que enseña que Cristo solo, y no las obras de los hombres, libra a las almas» 85. En la crítica a la existencia del purgatorio coinciden todos los reformadores protestantes 86. Sin que el tono sea tan fuerte como en Lutero, tanto la negación del purgatorio como el convencimiento de que representa una doctrina no conciliable con las ideas protestantes sobre la justificación, permanecen en la ortodoxia luterana 87.

Como confirmación de estas conexiones entre el modo como se concibe la justificación, y la afirmación o negación del pugatorio, es característico que el concilio de Trento se ocupó dogmáticamente de esta purificación postmortal en la Sesión 6a en el Decreto sobre la justificación; el Concilio definió que el hecho de haber recibido la justificación no implica necesariamente que no quede en el justificado «reato alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos» 88; una vez más, se plantea la disyuntiva de purificación terrena por la penitencia o purificación postmortal (purgatorio) para poder llegar a la plena comunión celeste con Cristo. Por el contrario, el Decreto sobre el purgatorio de la Sesión 259 es disciplinar, pues se limita a mandar «a los obispos que diligentemente se esfuercen para que la sana doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los Santos Padres y sagrados Concilios sea creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo»; este Decreto presupone la definición de la Sesión 69 y hace referencia explícita a ella: «la Iglesia Católica, ilustrada por el Espíritu Santo, apoyada en las Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados Concilios y últimamente en este ecuménico Concilio que existe el purgatorio» 89.


2.
La purificación por el amor a Cristo

Dentro de la documentación patrística sobre el tema del purgatorio que he ido aportando, he citado unos pasajes interesantes de san Cesareo de Arlés, en los que siguiendo indicaciones previas de san Agustín 90, distinguía dos clases de pecados, capitales y pequeños, a los que corresponderían respectivamente el fuego eterno y un fuego transitorio purificador 91. Sin duda, la convicción de que existe un estado de condenación definitiva para los que mueren cargados con pecado grave, pertenece a la fe de la Iglesia; más aún, ese estado de condenación aun en los documentos más recientes del Magisterio sigue siendo expresado con la fórmula evangélica de «ir al fuego eterno (cfr. Mt 25, 41)» 92. No es éste el momento de discutir qué significa la palabra «fuego» a propósito del infierno o condenación definitiva 93. Aquí nos interesa más bien la interpretación del fuego transitorio purificador que pasó a la teología occidental. La impresión que produce la teología posterior, es que, por una parte, se produjo un cierto olvido del sentido metafórico que tiene la palabra «fuego» en el texto neotestamentario fundamental que dio origen a la introducción de ese tema en la teología del purgatorio (1 Co 3, 10-15), y que tiene también en testimonios patrísticos importantes; por otra parte, al dar al fuego transitorio y purificador un sentido realista, surgió la tendencia a interpretar ambos fuegos, el eterno del infierno y el transitorio del purgatorio, de un modo muy semejante. La misma iconografía corriente del purgatorio 94 tuvo, a mi juicio, un influjo no irrelevante en sugerir esta especie de paralelismo con el infierno, en el pensamiento del pueblo sobre este estado de purificación. El resultado de conjunto fue bastante negativo.

Es teológicamente equivocado entender el estado de purificación para el encuentro con Dios, de modo paralelo con el estado de condenación. No se puede hacer un planteamiento teológico de ambas situaciones como si la diferencia existente entre ellas consistiera solamente en que la condenación sería eterna y la purificación, temporal. En tiempos recientes, la Congregación para la doctrina de la fe ha insitido en que la purificación postmortal es «del todo diversa del castigo de los condenados» 95. El justificado que tiene que purificarse después de la muerte, es una persona que ama a Cristo, que ha intentado construir su vida sobre el fundamento que es Cristo, aunque lo construido no pueda resistir, en todos sus elementos, el juicio de Dios (cfr. 1 Co 3, 12). Por el contrario, una situación de condenación presupone un hombre que ha rechazado hasta el final el amor y la piedad de Dios 96. El estado postmortal de un alma abierta a Cristo y el de otra que le está definitivamente cerrada, si atendemos a la misma situación que se deriva de las propias opciones personales de cada una, no tienen paralelismo alguno entre sí. La primera está anclada en el amor a Cristo, mientras que la segunda habría dado el último rechazo a ese amor. Realmente un estado cuyo centro es el amor, y otro cuyo centro sería el odio, no admiten planteamientos teológicos análogos.

Una falta de cuidado en mostrar esta profunda diferencia entre el estado de purificación postmortal y el estado de condenación no sólo implica, como hemos dicho, una grave incorrección teológica, sino que en la historia del dogma del purgatorio ha creado graves dificultades en la conducción del diálogo con los cristianos orientales. Así apareció en las controversias que surgieron a partir del siglo XIII entre latinos y orientales a propósito del purgatorio. El año 1231 o 1232, en un coloquio entre un franciscano y un obispo oriental, desagradó mucho a éste la idea de fuego del purgatorio 97. Según parece, esta doctrina le sonaba como si fuera idéntica con la doctrina origenista de un infierno temporal 98.

Este coloquio fue el origen de una controversia que se prolonga hasta el concilio de Florencia. En la discusión los griegos impugnan, ante todo, el «fuego purgatorio» (a veces cualquier pena) y acusan de origenismo a la concepción de los latinos acerca del purgatorio. Son muy características estas acusaciones de Simeón de Tesalónica (t 1429) 99: «Pero no sólo estas cosas, sino que también, siguiendo a Orígenes, [los latinos] ponen un fin al infierno, proponiendo no sé qué purgatorio en lugar de su tormento, en el cual purgatorio, entrando los que pecaron –dicen–, pagan las penas hasta el día último. Lo cual no lo mantuvo ninguno de los santos, ya que destruye las palabras del Señor, que establecen que las penas del infierno son eternas, como también la vida es eterna»100. Como se ve, hay, en estas palabras, un claro temor a la concepción del origenismo para el que las penas, en el más allá, han de entenderse como meramente y siempre medicinales. Sin embargo, los orientales admiten un estado intermedio para las almas de aquellos que mueren con pecados leves; los reatos de estos pecadores son condonados por Dios, movido por las oraciones de la Iglesia; por tanto, se deben hacer oraciones por los difuntos 101

En el concilio de Florencia, la oposición de los griegos se concentró en rechazar la idea de un «fuego purgatorio» 102. Por eso, se omitió toda mención del fuego en el texto del Concilio, el cual, sin embargo, habla de «penas purgatorias»; seguramente este término pudo incluirse porque se encontraba ya en la Profesión de fe de Miguel Paleólogo que se leyó en el concilio II de Lyón, el 6 de julio de 1274 103, la cual fue propuesta en la fase de Ferrara por el cardenal Julián Cesarini como base de discusión 104. En todo caso, la polémica medieval con los orientales sobre el purgatorio hizo que en el concilio de Florencia la doctrina de la purificación postmortal se expusiera con mucha sobriedad 105 Por otra parte, es interesante la posterior existencia de tratados escritos por orientales a favor de la doctrina del Concilio, incluida la del purgatorio, como el de José de Methón 106.

La mención del «fuego del purgatorio» dentro del magisterio reciente de la Iglesia reaparece en el Credo de Pablo VI: «Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo –tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón–constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte»107. Es claro que la mera utilización de la palabra «fuego» no indica que deba utilizarse en un sentido realista y no metafórico; tanto más que, como he insistido más arriba, la palabra tiene sentido metafórico tanto en 1 Co 3, 10-15, como en no pocos testimonios patrísticos 108. Una explicación razonable de lo que la metáfora «fuego» puede significar al hablar del purgatorio, sería apta para evitar equívocos en torno a él, separándolo radicalmente de la teología del infierno.

Es necesario insistir, una vez más, en que purgatorio e infierno, no pueden estudiarse con planteamientos paralelos. A diferencia del hombre que se cierra en el pecado mortal, el justificado vive en el amor de Cristo. Su amor se hace más consciente por la muerte. Ahora bien, si al morir, está manchado con pecados veniales o reatos de pecados mortales ya perdonados, no puede entrar en la comunión plena con Cristo. Ha de purificarse previamente. Ello supone que su amor al Señor se ve retardado en poseer a la persona amada. Es claro que un amor impedido así en el acceso a Aquel al que ama, padece dolor y por el dolor se purifica. Es la gran intuición de santa Catalina de Génova en su bello Trattato del purgatorio 109. El alma que se encuentra en el purgatorio, experimenta en sí un fuego de amor: «Con el calor de este gran fuego encendido en su seno, el alma se ablanda y se derrite: pero al mismo tiempo padece crueles tormentos. ¿Qué diré para hacer comprender bien su causa? Con la claridad de la luz divina de la cual está enteramente penetrada, ve 1° que Dios la atrae incesantemente a Él, y emplea para consumar su perfección los cuidados atentos y continuos de su providencia, y esto por puro amor. Ve 2° que las manchas del pecado son como un lazo que la impide seguir este atractivo, o, por mejor decir, una oposición a aquella relación unitiva que Dios quisiera comunicarle, para hacerle conseguir su último fin y hacerla soberanamente dichosa. 3° Ella concibe perfectamente cuánta sea la pérdida en la menor tardanza de la visión intuitiva. 4a En fin, siente en sí misma un deseo instintivo, el más ardiente posible, de ver desaparecer el obstáculo que impide al supremo Bien atraerla hacia El» 110

En los místicos es fácil encontrar planteamientos parecidos, al menos en cuanto que ponen una cierta analogía entre ciertas experiencias místicas de purificación y el purgatorio postmortal. Así san Juan de la Cruz explica que el Espíritu Santo, como «llama de amor viva», purifica el alma para que llegue al amor perfecto de Dios, tanto aquí en la tierra como después de la muerte si fuera necesario; en este sentido, establece un cierto paralelismo entre la purificación que se da en las llamadas «noches» y la purificación pasiva del purgatorio: «Y así, esta pena se parece a la del purgatorio, porque así como se purgan allí los espíritus para poder ver a Dios por clara visión en la otra vida, así, en su manera, se purgan aquí las almas para poder transformarse en El por amor en ésta» 111. «Pues aquí se purgan a la manera que allí, porque esta purgación es la que allí se había de hacer; y así el alma que por aquí pasa, o no entra en aquel lugar o se detiene allí muy poco, porque aprovecha más una hora aquí que muchas allí» 112. «Porque éstos (pocos que son), por cuanto ya por amor están purgadísimos, no entran en el purgatorio» 113.

En esta línea son muy llamativos los casos en que las experiencias místicas de purificación se describen con una terminología claramente tomada de la teología sobre el purgatorio. Véase, por ejemplo, el breve escrito de santa Verónica Giuliani en que describe una situación mística suya y que lleva, como título, El purgatorio de amor; se refiere a la purificación en que el Señor la colocó en Pentecostés de 1705 y se escribió ese mismo año por orden de su confesor 114; en él es notable la insistencia con que, al describir su experiencia mística, usa la palabra «fuego» en el sentido metafórico de amor que purifica. Todo ello muestra, a mi juicio, que para una explicación teológica del purgatorio, en vez de acudir a un pretendido paralelismo temporal con la condenación, que no puede mantenerse, deben tomarse más bien, como punto de referencia, las experiencias místicas de purificación del alma.

  1. Véase más amiba c. 7, § 3, Los sufragios por los difuntos que necesitan ser ulteriormente purificados.

  2. Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 55.

  3. Cfr. E. O'Brien, The Scriptural Proof for'he Evistence of Purgatorv from 2 Mocha/mes 12. 4.3-45: Sciences Ecclesiástiques 2 (1949) 105.

  1. Cfr. ibid, 108.

  2. Cfr. W. Dommershausen, 1 Makkabüer - 2 Makkabiier (Würzburg 1985) 165.

  3. Cfr. J. Janssens. Vita e mole del cristiano negli epitaffi di Roma anteriori al sec. Vil (Roma 1981) 294-298.

  4. De corona 3. 3: CCL 2, 1043 (PL 2, 99). Traduzco las palabras «pro nataliciis annua die», suponiendo que continúan refiriéndose a la oblación por los difuntos. Sigo así el modo con que traduce también H. Kellner en BKV 24, 237. Por el contrario, me separo de J. Solano, Textos eucarísticos primitivos, t. 1, n. 147 (Madrid 1952) 101, quien cree que estas palabras introducen un tema distinto: el de la celebración anual de los natalicios de los mártires; Solano sigue así a PL 2, 100, nota 24. En el texto no se habla, para nada, de mártires.

  5. Cfr. De corona 3, 1-2: CCL 2, 1042 (PL 2, 98).

  6. De exhortatione castitatis 11, 1: CCL 2, 1031 (PL 2, 975); ibid., 11, 2: CCL 2, 1031 (PL 2, 975), habla de sacrificio ofrecido por medio del sacerdote rodeado de fieles.

  7. Véanse los que recoge J. Ntedika, L'évocation de l'au-delá dcros la priére pour les morts (Louvain-Paris 1971) 21-30.

  1. Confessiones 9, 11, 27: CCL 27, 149 (PL 32, 775).

  2. Confessiones 9, 12, 32: CCL 28, 151 (PL 32, 777).

  3. Confessiones 9, 13, 35: CCL 27, 153 (PL 32, 778).

  4. Enchiridion ad Laurentium de fide et spe et caritate 29, 110: CCL 46, 108-109 (PL 40, 283).

  5. Véase más arriba, en este mismo capítulo, la nota 5.

  1. Cfr. J. Le Goff, La naissance du Purgatoire (Paris 1981) 70, quien rechaza que este abundante acervo de testimonios sobre oraciones por los difuntos sirva «para demostrar la antigüedad de la creencia cristiana en el Purgatorio», y le concede sólo un valor «para la formación del terreno en el que habrá de desarrollarse más tarde la creencia en el Purgatorio». Creo que para quien tenga sensibilidad de qué es el progreso dogmático, la valoración es otra: una fe implícita que se estaba desarrollando y que continuaría su proceso de desarrollo (aunque en las oraciones no se diga, de modo expreso, que se está pidiendo «por la redención del alma» del difunto; esto correspondería a un grado mayor de desarrollo). En todo caso, para una crítica de la tesis de fondo de esta obra (nacimiento de purgatorio en el siglo Xll, más que desarrollo de ideas previas de la tradición) véase la recensión de G. O'Collins, en Gregorianum 65 (1984) 518-519.

  2. Missale Rommnum (editio typica 1970) 853.

  3. /bid., 855.

  4. Cfr. G. Martínez y Martínez, La escatología en la Liturgia Romana Antigua (Salamanca-Madrid 1976) 184-194.

  1. Las diversas hipótesis posibles, que no se pueden reducir a una sola (morir en estado de justificación y sin mancha alguna que deba ser purificada), están reseñadas en Benedicto XII. Const. Benedictus Deus: DS 1000-1002.

  2. Véase más arriba el c. 3, § 7, Comunión plena en el estadio intermedio.

  3. Benedicto XII, Const. Benedicurs Deus: DS 1000.

  4. R. Arconada. Los salmos, en lar Sagrada Escritura. Te_cto e comentario. Antiguo Testamento, t. 4 (Madrid 1969) 57.

  5. In Evodum homilía 9, 2: SC 321, 282-286 (PG 12, 362-363).

  6. Enarratio in Psahuum 14, 1: CCL 38, 88 (PL 36, 143); allí mismo discute el sentido de la palabra «tabernáculo» que, a veces, se usa «para la habitación sempiterna».

  1. Cfr. la breve referencia que hacen A. CloB, Fegfeuer. 1. Religionsgeschichtlich: LThK 4, 49-50; F. Schmidt-Clausing, Fegfeuer: RGG 2, 892.

  2. Cfr. F. Kónig, Die Religion des Zarathustra, en F. Kónig, Christus und die Religionen der Erde. Handbuch der Religionsgeschichte, t. 2 (Wien 1951) 648 y 650. Esta interpretación es mantenida por buenos especialistas, aunque personalmente Kónig la considere dudosa.

  3. Véase más adelante el c. 9.

  4. Cfr. Benedicto XII, Const. Benedictus Deus: DS 1002; Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 54.

  5. Véase la referencia en este mismo capítulo, nota 14.

  6. Para la distinción de los pecados cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio er paeni-/entia, 17: AAS 77 (1985) 218-223. Véase también Comisión Teológica Internacional, De reconciliatione et paenitentia C, 111: Documenta 1969-1985 (Cittá del Vaticano 1988) 408-414.

  7. Concilio de Trento, Ses. 68, Decreto sobre la justificación, canon 30: DS 1580.

  1. Cfr. P. Adnés, La penitencia (Madrid 1981) 245-254.

  2. Cfr. ibid., 137-144.

  3. Concilio de Trento, Ses. 14', Doctrina sobre el sacramento de la extremaunción c. 2: DS 1696.

  4. Euloghitaria antes del Evangelio.

  5. Cfr. Concilio de Trento, Ses. 6a, Decreto sobre la justificación, c. 7: DS 1529, el cual define allí que «la única causa formal [de la justificación] es la justicia de Dios, no aquella con la que Él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos».

  6. Cfr. J.A. Móhler, Symbolik oler Darstellung der dogmatischen Gegensótze der Katholiken und Protestanten, ed. J.R. Geiselmann, t. 1 (Kóln-Olten 1958) 175-186.

  7. Cfr. II. Wulf, Simul iustus et peccator: LThK 9, 778-780.

  8. Cfr. Móhler, Symbolik, t. 1, 177.

  9. Para la noción luterana de fe fiducial cfr. C. Pozo, La fe (Madrid 1986) 19-23.

  10. Cfr. Móhler, Symbolik, t. 1, 515-516.

  1. San Agustín, la loanaenr rractarus 56, 4: CCL 36. 468 (PL 35, 1788-1789); San Bernardo, Sereno in Coena Domini, 4: ed. J. Leclercq-H. Rochais, t. 5 (Romae 1968) 70-71 (PL 183. 273-274). Cfr. también J. Gnilka, Johanneserangelium (Würzburg 1983) 106; F. Tillmann, Das Johannererangelhon (Bonn 1931) 249.

  2. Concilio de Trento, Ses. 6', Decreto sobre la justificación canon 30: DS 1580. Cfr. también Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1304.

  3. Congregación para la doctrina de la fe, Carta Recentiores episcoporum Svnodi, 7: AAS 71 (1979) 942.

  4. La datación del momento histórico en que se acuña el sustantivo «purgatorio» (el adjetivo es patrístico), reviste un interés bastante secundario, pues, en todo caso, es cierto que la idea de este estado de purificación es muy anterior al nombre. E. Fleischhack, Feg(euer. Die chri.rtlichen Vorstelhu,ger, ron, Geschick del- Verstorbenen geschiclnlich dar,gestellt (Tübingen 1969) 64, afirma que «la palabra "purgatorio" es utilizada por los teólogos desde el tiempo carolingio tanto para la purificación como también para el lugar de la purificación». Le Golf, La naissance da Purgatoire, 489-493, cree poder demostrar que aparece en el siglo XII.

  1. San Cipriano, Episndo 55, 20, 3: ed. L. Bayard, 2' ed., t. 2 (País 1961) 144 (52: PL 3, 786).

  2. Véase el análisis del texto de san Cipriano que hace A. Stuiber, Refrigerium interim. Die Vorstellungen ron, Zwischenzustand und die frühchristliche Grabeskunst (Bonn 1957) 70-71, el cual coincide con la explicación que propongo. En la misma línea cfr. también A. Michel, Purgatoire: DThC 13, 1214.

  3. Saint Cvprien el la doctrine du purgatoire: Recherches de Théologie ancienne et médiévale 27 (1960) 133-136.

  4. La naissance du purgatoire, 86-87; cfr. también B. Daley, Patristische Eschatologie, en B. Daley-J. Schreiner-H.E. Lona, Eschatologie. In der Schnft und Patristik [Handbuch der Dogmengeschichte 4/7a1 (Freiburg-Basel-Wien 1986) 118.

  5. De anima 58, 8: CCL 2, 869 (PL 2, 751). Sobre este texto de Tertuliano cfr. H. Finé. Die Tenninologie der Jenseitss'orslelhmgen bei Tenullian. Ein semasiologischer Beilrag zur Dogmengeschichte des Zwischenzustandes (Bonn 1958) 104; J.A. Fischer, Smdien zum Todesgedanken in der alten Kirche, t. 1, Die Beuleilung des natürlichen Todes in der kirclilichen Literamr der erslen drei Jalu-hunderte (Münchcn 1954) 258 (para nosotros es ahora un problema secundario la extensión con que, bajo influjo montanista, Tertuliano piensa que esta purificación en el «interim» es necesaria para todos a excepción de los mártires).

  6. Sobre Clemente de Alejandría cfr. K. Schmüle, Liiute rung nach den, Tode und pneumatisrhe Au/érstehung bei Klemens ron Alexandrien (Münster i.W. 1974).

  7. Cfr. J.J. Gavigan, Sanen Augustini doctrina de Pía gatorio, proesenin, in opere de Ciritate Dei: La Ciudad de Dios 167 (1954 II) 283-297; Daley, Patristische Eschatologie: Eschatologie. /n der Schnft und Potristik, 198-201; Ntedika, L'érohaion de la doctrine du purgatoire che: Saín/ Augustin (París 1966).

  1. Enarratio in Psabruun 37, 3: CCL 38, 384 (PL 36, 397). Cfr. también De Civitate Dei 21, 26, 3: CCL 48, 798 (PL 41, 744-745).

  2. Sobre la cuestión cfr. Ntedika, L'évolution de la doctrine du purgatoire chez Saint Augustin, 63-64.

  3. De Civitate Dei 21, 26, 4: CCL 48, 799 (PL 41, 745).

  4. De Civitate Dei 21, 16: CCL 48, 783 (PL 41, 731).

  5. Sobre su posición doctrinal en este punto cfr. Jay, Le purgatoire dans la prédication de saint Cesaire d'Arles: Recherches de Théologie ancienne et médiévale 24 (1957) 5-14.

  6. Sereno 179, 1: CCL 104, 724. Para los precedentes agustinianos de esta distinción entre «peccata capitalia» y «peccata minuta» cfr. H.G. Beck, The pastoral Care o`Souls in South East Frunce during the Sixth Centurv (Ronce 1950) 188-190.

  7. Sereno 179, 2: CCL 1(14, 725.

  8. Ibid., 4: CCL 104, 726.

  9. Cfr. C. Dagens, Saint Grégoire le Grand. Culture et expérience chrétiennes (Parir 1977) 423-425. Con respecto a la costumbre de las llamadas «Misas gregorianas» y a su grado de relación con san Gregorio cfr. A. Bride, Trentain Grégorien: DThC 15, 1408-1414.

  10. Dialogi 4, 41, 3: SC 265, 148 (4, 39: PL 77, 396).

  1. /bid., 4, 41, 5: SC 265, 150 (4, 39: PL 77, 396).

  2. Cfr. Pozo, La doctrina escatológica del «Prognosticon futuri saeculi» de S. Julián de Toledo: Estudios Eclesiásticos 45 (1970) 198-200.

  3. El pasaje aludido es De Ciritate Dei 21, 26, 3: CCL 48, 798 (PL 41, 744-745).

  4. Prognosticon futuri saeculi 2, 20: CCL 115, 57 (PL 96, 484).

  5. /bid.

  6. E.B. Allo, Saint Paul, Premiére Ép>'n-e aur Corinthiens, 2a ed. (París 1934) 60-63; 66-67; S. Cipriani, /nsegna 1 Co 3, 10-151a dottrina del Purgatorio?: Rivista Biblica 7 (1959) 25-43.

  7. Gnilka, Ist 1 Kor3, 10-15einSchriftZeugnisfin- dasFegfeuer?(Düsseldorf 1955).

  8. Es la posición que mantiene J. Michl, Gerichtsfeuer and Purgatorium <u 1 Kor 3. 12-15, en

    Studior-um Paulinorum Congressus Internationalis Catholicus /961, t. 1 (Romae 1963) 395-401.

  9. Saint Paul. Premiére Épitre mrx Corinthiens (Paris 1946) 112.

  1. MichI. a.c.: Studiorum Pnulinorum Congressus, t. 1, 397.

  2. Ibid., 398.

  3. /bid.

  4. H.J. Klauck, 1. Korintherbrief (Würzburg 1984) 34: MichI, a.c.: Studiorum Pnulinorum Congressus, t. 1, 398-399.

  5. F. Prat, La Théologie de Saint Paul, t. 1, 43a ed. (Paris 1961) 113.

  6. Disputatio lohannis Eccii et Martini lutheri Lipsiae habita: WA 2, 324.

  1. Ibid.

  2. Proposición 37: DS 1487. Para la determinación del origen concreto de cada una de las proposiciones condenadas por León X véase el artículo fundamental de H. Roos, Die Quelleu der Bulle «Ex-surge Domine» (15. 6. 1520), en J. Auer-H. Volk, Theologie in Geschichte und Gegenwart. Festschrift M. Schmaus (München 1957) 9(19-926.

  3. Cfr. Assertio omnium azticulorunz M. Lutheri per Bullam Leonis X. novissirnanz dcmzatorum, 37: WA 7, 149.

  4. La incompatiblidad de ambas doctrinas se afirma expresamente en la Apología de la Confesión de Augsburgo, 12: Die Bekenrunis.schriitetr der evangelisch-luthezischen Kirche, 3' ed. (Gbttingen 1956) 255. El texto es de 1530, aunque se publicó en 1531.

  5. Amica eregesis, id est: eapositio eucharistiac negotii ad Maztinum Lutherunz: Corpus Reformatorum 92, 718. Véase también ibid.. 716.

  6. Widerruf vom Fegefeuer: WA 30/2, 367-390.

  7. Artículos de Esmalcalda 2, 1: Die Bekenntni.sschriften der erangelisch-lutheri.schen Kirche, 420.

  8. Véase la presentación sintética de E. Koch. Fegfeuer: TRE 11, 74-75.

  9. Algunos testimonios pueden verse recogidos en H. Schmid, Die Dogmatik der evangelisch-lutherischen Kirche. Dargestellt und aus den Queden belegt. Neuherausgegeben und durchgesehen von H.G. Pilhlmann (Gütersloh 1979) 398-399.

  1. Canon 30: DS 1580.

  2. DS 1820.

  3. Véase más arriba en nota 59 la referencia a una obra de Beck en la que defiende el origen agustiniano de la distinción refleja entre pecados capitales y pequeños.

  4. Véanse más arriba las referencias que hago en las notas 59 y 60.

  5. Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 54.

  6. Véase más adelante c. 10, § 4, La condenación como posibilidad real para todo hombre.

  1. Sobre ella cfr. W. Wehr, Purgatorio. IV. Iconografra: Enciclópedia Cattolica 10, 339.

  2. Congregación para la doctrina de la fe, Carta Recentiores episcopormn Srnodi, 7: AAS 71 (1979) 942.

  3. Cfr. Pablo VI, Profesión de fe, 12: AAS 60 (1968) 438.

  4. La documentación del coloquio ha sido publicada y comentada por M. Roncaglia, Georges Bardanes Métropolite de Corfou et Bmthelemy de l'Ordre Franciscain (Romae 1953).

  1. Cfr. Orígenes, De principiis 2, 10, 6: GCS 22, 179-180 (PG 11, 2238-239); Id., Contra Celsam 3, 79: GCS 2, 270 (PG 11, 1024).

  2. Sobre él cfr. M. Gordillo, Simeone, arcivescovo di Tessalonica: Enciclopedia Cattolica 11, 625.

  3. Dialogus contra haereses, 23: PG 115, 11.6.

  4. Sobre la posición de los orientales acerca del purgatorio cfr. Y. Congar, Le purgatoire, en Le Mvstére de la mort et sa célébration (Paris 1956) 294-308; Gordillo, Compendium Theologiae Orientalis, 2° ed. (Romae 1939) 184-191.

  5. La oposición a la idea de fuego fue muy intensa ya en Ferrara; los orientales apelaban a que ningún Padre griego había hablado de fuego purgatorio y que san Juan Crisóstomo interpretó 1 Co 3. 13-15, del fuego del infierno; cfr. J. Gill, Constance et BóIe-Florence (Paris 1965) 219. Véase cómo aduce la autoridad de san Juan Crisóstomo, Bessarión, Re sponsio graecormn ad positionem latinorum de igne purgatorio, 9: CFI 8/2, 18-19 (PO 15, 66-67). San Juan Crisóstomo, In Epistulmn l ad Corinthios Honrilla 9, 3: PG 61, 79.

  6. DS 856.

  7. Cfr. Gill, Constance et Bále-Florence, 218.

  8. Decreto para los griegos (6 de julio de 1439): DS 1304.

  1. Pro Concilio Florentino, 3: PG 159. 1228=1269. Sobre él cfr. L. Petit, Joseph de Méthone: DThC 8, 1526-1529.

  2. Profesión de fe, 28: AAS 60 (1968) 444.

  3. Véase la referencia a Ntedika que a propósito del término «fuego» en san Agustín hago en la nota 55.

  4. El tratado se publicó, por primera vez, en Génova en 1551; por tanto, como obra póstuma. Para la autenticidad de la obra que fue negada por F. von Hügel, véase F. Casolini, Cnterina da Genora, Santa: Enciclopedia Cattolica 3, 1145-1148. Sobre su enfoque fundamental cfr. J. Guitton. L'enfer et la mentalité contemporain, en L'en/er (Paris 1950) 344-347.

  1. Tratado del purgatorio, 13, trad. esp. (Barcelona 1946) 47-48.

  2. Llama de amor viva 1, 24: Vida _v obras de san Juan de la Cruz, ed. L. Ruano, 10 ed. (Madrid 1978) 1013.

  3. Noche oscura 2, 6, 6: Vida y obras de san Juan de la Cruz, ed. Ruano, loa ed., 682.

  4. Noche oscura 2, 20, 5: Vida y obras de san Juan de la Cruz, ed. Ruano, 10' ed., 716.

  5. Trad. esp. (Cittá di Castello 1983).

Cándido Pozo
La Venida del Señor en la Gloria